5 de abril de 2011

La narración arrolladora e inevitable de una vida, su modelo contemporáneo y el Arte.



A principios del siglo XIX, en plena cúspide del Romanticismo, sobrevino un ligero sentimiento de decadencia y hastío en la sociedad europea, de una cierta sensación de lo inútil, extraño y vano de la existencia. La literatura tuvo en la novela de Goethe Las desventuras del joven Werther la expresión más significativa de lo que se dio en denominar por entonces el mal del siglo. Se entendía con esto el fenómeno por el cual las generaciones más jóvenes se abocaban en una crisis de creencias y valores. A comienzos del siglo XIX fue causado por un siglo anterior muy racionalista, un siglo que había dejado luego entre los jóvenes un cierto vacío existencial o espiritual. A ello contribuyó además un enciclopedismo insensible y a ultranza que habría logrado hacer saltar hecha pedazos las mínimas bases metafísicas de la sociedad dejando huérfanas las demandas de sentido. A comienzos del siglo XX sucedió algo parecido en el periodo de entreguerras (1919-1939). Después de la última guerra mundial, en los años cincuenta del siglo XX, un existencialismo útil volvería a justificar el anhelo sempiterno de los seres humanos por tratar de encontrar un sentido auténtico a sus vidas.

Cuando Goethe, viejo y desilusionado de la vida, se enfrentase a su pasado en los inicios del siglo XIX, sintió por entonces un profundo desagrado por aquella novela tan desoladora de su juventud. Lamentaba la indeseada fama que le otorgase, pues a la vez se dio a conocer su frustrada historia de amor juvenil. Muy resumidamente, el argumento del joven Werther describía un amor imposible, un sentimiento donde el protagonista  acabará seducido por el amor que siente ahora por una mujer comprometida. Ella no consiente en verlo, pero, al insistir él, consigue el joven Werther al menos declararle su amor. El presentimiento de él entonces es, sin embargo, fatídico. Presiente que alguien debe morir... Como no desea hacer daño a otro ser entiende que es él quien deberá sufrirlo. Escribe una última carta a su amada donde le solicita una pistola para el largo viaje que emprenderá solo. Cuando el joven Werther recibe el arma entiende así -equivocadamente- que es ese realmente el deseo sincero de su amada... Decidirá, por fin, quitarse entonces la vida.

La narración sentimental de una vida es, por ejemplo, el compendio de la obra pictórica del autor británico Jack Vettriano (Escocia, 1951). En su temática pictórica abunda la estética de los años de entreguerras -los años treinta del siglo XX-, una época propicia para el desencanto, la inacabada historia, el afán malogrado, la belleza seductora, el final trágico o el ensoñamiento definitivo. En esta secuencia pictórica provocada y circunscrita adrede he tratado de describir el itinerario sentimental e inevitable de una vida (de arriba abajo y de izquierda a derecha), con la seducción, la complacencia, el arrebatamiento, la relajación, el estruendo, la distancia, el reencuentro, la tentación de nuevo, la desidia, el desenlace dramático, la ruptura definitiva y el desarraigo. Finalmente, la visión sosegadora y reflexiva de todo ese itinerario sentimental y vital. Así, con la maestría del Arte contemporáneo de Vettriano. Así, con la desenvoltura de un artista que ha sabido representar la emoción sentimental de una vida con la estética de una época.

En el sagrado libro bíblico del Eclesiastés (3, 1-8), los sabios hebreos antiguos escribieron ya algo que, con sus simples palabras legendarias, alumbrarían así un sentido lúcido a la incertidumbre que nos sobreviene a veces en los momentos sentimentales humanos de profunda incomprensión, desarraigo o sorpresa: Todas las cosas tienen su tiempo; todo lo que pasa bajo el sol tiene su hora. Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir; hay un tiempo para plantar y otro para arrancar lo plantado. Hay un tiempo de sacrificio y un tiempo de curación, hay un tiempo de destruir y un tiempo de edificar. Un tiempo para llorar y un tiempo para reír; hay un tiempo de entregarse al luto y un tiempo de darse a la danza. Hay un tiempo de desparramar las piedras y un tiempo de recogerlas; hay un tiempo de abrazar y un tiempo de dejar los abrazos. Un tiempo de buscar y un tiempo de perder; un tiempo de guardar y un tiempo de tirar. Un tiempo de rasgar y un tiempo de coser; hay un tiempo para callar y hay un tiempo para hablar. Un tiempo para amar y otro para aborrecer; hay un tiempo para la guerra y hay un tiempo para la paz.

(Cuadros del artista escocés Jack Vettriano, movimiento contemporáneo, varias obras, 1992-2000.)

Vídeo homenaje al pintor Vettriano:

2 de abril de 2011

La idealización, la rectitud, la virtuosidad..., y, después, llegaría el Barroco.




Una de las curiosidades de la historia fue el hecho de que un motivo religioso llevara a originar uno de los movimientos artísticos más rudos, sensuales, toscos o desaliñados que hayan existido jamás. Así fue como la Iglesia Católica a finales del siglo XVI fomentaría o auspiciaría un estilo artístico más cercano al pueblo llano y, por tanto, más lejano de las exquisiteces refinadas del sugerente y altivo Renacimiento. Había que llegar ahora no al noble o al ser cultivado sino a todo el mundo, a todo aquel que pudiese confiar y adoctrinarse con un mensaje teológico diferente, un mensaje con el que el Arte contribuiría por entonces de una forma como nunca antes se había llegado a conseguir. De ese modo los pintores contratados por la Iglesia tuvieron que humanizar, vulgarizar, emocionar o identificar así el nuevo espíritu que la Contrarreforma inspirase para tratar de frenar el impulso herético luterano,  éste estéticamente mucho más clásico, formal o inexistente incluso en el Arte. Fue una tendencia incomprendida y denostada la que se encargaría de hacer todo eso, un estilo artístico que ni siquiera se consideraría una tendencia sino hasta mucho tiempo después de comenzar a serla. El nombre Barroco le fue dado un tiempo más tarde, y no por sus autores sino por los críticos, que vieron en la deformidad de una perla de ostra -llamada barrôco por los portugueses- el mejor símbolo metafórico para denominar ese curioso y fascinante período artístico.

Esa actitud despectiva hacia el Barroco duraría hasta finales del siglo XIX, cuando algunos historiadores del Arte mostraran entonces su verdadera grandeza. Así, el Barroco fue tildado como el exceso, la irregularidad, la impureza, lo recargado o lo abrupto. La Arquitectura barroca definiría visualmente más quizás todo ese extraordinario período. En ella la Iglesia Católica derrocharía medios para distinguirse del clasicismo decorativo de antes, un estilo más aséptico que defendería, sin embargo, la Reforma protestante. La Pintura era un objeto de lujo a finales del siglo XVI, por lo que tuvo que ser financiada por la Iglesia para decorar esas nuevas edificaciones religiosas. Sin embargo, en los encargos de la nobleza a los pintores se mostraría todo el furor sensual colorido y exultante de lo más profano del Barroco. Ahora no eran ya caballeros o damas virtuosos -como en el Renacimiento- ni héroes perfectos, castos o idealizados los representados; ahora se plasmaban en las obras barrocas la atrocidad vulgarmente más humana, la sordidez más artística de lo bello. Por ejemplo, con la leyenda mitológica del rey de Tesalia Ixión no se vendría ahora a ensalzar la gloria del buen héroe sino la del personaje equivocado, la del ser malogrado en sus defectos, en sus delirios o en su alienación. De ese modo el pintor del Barroco José de Ribera realizaría en el año 1632 su obra Ixión, donde aparece retratado el personaje barroco como un hombre corriente, desdibujado, oscurecido incluso, tendido ahora boca abajo y sufriendo el tormento que los dioses le habían otorgado.

En esta muestra de imágenes artísticas contrapuestas, donde se comparan obras barrocas con sus similares del Renacimiento, se observan las diferencias de ambas tendencias del Arte. La pulcritud, la serena y rigurosa posición del Renacimiento contrasta con la pulsión, por ejemplo, de la pareja que Rubens retrata en el año 1618 en su obra La unión de la Tierra y el Agua. Ellos, los amantes, están ahora mirándose sin pudor relacionados de otra forma distinta a la de antes -la clásica-, de una forma ahora más irreverente o más sensualmente perversa incluso. En las obras de Venus y Cupido vemos aquí a una Venus del Barroco -del pintor Luca Giordano- arrebatada en su sueño, más deseable y espiada no por un pulcro caballero sino por un impulsivo y lujurioso sátiro. Las figuras del dios Marte y del héroe bíblico David también contrastan entre una época artística y otra. Cuando el renacentista Botticelli pinta al dios de la guerra lo hace estilizado, joven, alejado de la realidad en su propio sueño. Sin embargo los artistas barrocos -Luca Giordano y Velázquez- dibujan al dios Marte en un segundo plano y claramente menos atractivo, cansado, meditabundo, menos juvenil, más anodino o insignificante incluso. Fue el Barroco una explosión de visceralidad y realismo, de cercanía y vulgarización, pero, también -y esto es lo que más define al Arte- fue la mejor forma artística donde expresar la sublimación de las emociones, de los deseos, miserias, pasiones, heroicidades frustradas, arrojos humanos, imperfecciones o cosas que reflejan lo humano -y el mundo- como realmente es.  Aunque, y en esto es quizá donde venga maravillosamente el Arte barroco mejor a salvarnos, con una genial, arrebatadoramente hermosa, arrogante y hasta justificadora forma de hacerlo.

(Cuadro Barroco de José de Ribera, Ixión, 1632; Cuadro Renacentista El Sueño del Caballero, de Rafael Sanzio, 1505; Composición Adán y Eva, del pintor renacentista Alberto Durero, 1507; Óleo Barroco de Rubens, La unión de la Tierra y el Agua, 1618; Cuadro Venus y Cupido, 1565, del pintor renacentista-manierista Lamber Frederic Suster; Cuadro Barroco de Luca Giordano, Venus y Cupido con Sátiro, 1663; Cuadro renacentista Jupiter abrazando a Calisto, 1540, del pintor Andrea Schiavone; Óleo Júpiter y Calisto, 1655, del pintor barroco holandés;Everdingen, 1621-1671; Cuadro renacentista Dánae, 1553, de Tiziano; Cuadro barroco Dánae, 1636, de Rembrandt; Cuadro Las tres Gracias, 1503, del renacentista Rafael Sanzio; Óleo Las tres gracias, 1635, de Rubens; Cuadro Nacimiento de Cupido, 1560, de la escuela renacentista de Fontainebleau; Cuadro del barroco, Nacimiento de San Juan Bautista, 1625, de la pintora Artemisia Gentileschi; Cuadro de Botticelli, Venus y Marte, 1483; Óleo de Luca Giordano, Marte, Venus y Vulcano, 1670; Cuadro de Velázquez, Marte, 1640; Fotografía de la escultura renacentista de Miguel Ángel Buonarroti, David, 1504; Cuadro barroco David contemplando la cabeza de Goliat, 1610, de Orazio Gentileschi.)

1 de abril de 2011

Una precoz y dilatada vida en el Arte y una modelo ocasional, liberada hasta en su muerte.



Cuando en el año 1885 el joven rey español Alfonso XII falleciera en el Palacio del Pardo en Madrid, víctima al parecer de la tuberculosis, no encontraron artista más a mano para pintar su escena fúnebre que al niño pintor Fernando Álvarez de Sotomayor y Zaragoza. Había nacido en Ferrol, La Coruña, diez años antes, pero sus padres lo enviaron pronto a Madrid para estudiar Arte. Tanto destacaría el pequeño en su precoz habilidad artística que asombraría a maestros y entendidos de entonces. En el año 1899 consigue Álvarez de Sotomayor una pensión para viajar a Roma y ampliar sus conocimientos artísticos en la Academia española de la capital italiana. Más tarde en Holanda descubre la obra del pintor del barroco flamenco Frans Hals (1585-1666), cuyo fuerte colorido y técnica empastada marcaría el resto de sus creaciones artísticas. En el año 1906 consigue en Madrid gracias a su talento artístico su primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Viajará luego a Santiago de Chile en 1908 para impartir clases en la Escuela de Bellas Artes chilena, obteniendo, tres años después, la dirección de dicha academia. En Chile su influencia artística fue tal que crearía tendencia incluso, la llamada Generación de 1913, también conocida como Generación Sotomayor. En el año 1918 regresa a España para conseguir la subdirección del Museo del Prado y obtener después, en el año 1922, el cargo de director de esta gran pinacoteca española. En esa importante responsabilidad artística se mantuvo hasta el comienzo de la guerra civil en el año 1936. Luego de finalizada la guerra en 1939, volvería a ser director del Museo del Prado hasta su muerte, ocurrida en Madrid en 1960. Toda una vida dedicada al museo madrileño. Ha sido el director del Museo del Prado que más años ha estado a su frente. 

En los años que Álvarez de Sotomayor estuvo en Chile consiguió retratar a una jovencísima muchacha de la alta sociedad chilena, Teresa Wilms Montt (1893-1921). Pero no pasaría ella a la historia por eso sino por haber sido una curiosa escritora y una mujer rebelde y soñadora. Se comprometió dos años después de aquel retrato en un enlace matrimonial buscado por ella -un matrimonio no deseado por su familia-, una relación que, sin embargo, la llevaría a integrarse en un ambiente cultural y liberal que la atraería apasionadamente. Pero nada resulta gratis cuando el deseo es atropellado por la precipitación. Su marido, Gustavo Balmaceda, terminaría convirtiéndose en uno de sus más terribles dramas personales, al transformarse éste en un hombre celoso, alcohólico y obsesivo. Una relación de ella con un pariente de su marido acabaría siendo descubierta por éste. En una sociedad ultraconservadora como aquella sería demandada judicialmente por su esposo y terminaría condenada varios años por adulterio. Fue recluida en un convento en el año 1915, del cual un año después el poeta chileno Vicente Huidobro la ayuda a escapar. Marchan juntos a Buenos Aires y allí consigue publicar ella por fin dos primeros libros. También empezaría a disfrutar de una vida no antes conocida. Un amante que tuviera en Argentina hasta acabaría quitándose la vida por ella. Luego viajará a Nueva York en plena Primera Guerra Mundial y, a causa de sus apellidos alemanes, es detenida por la vigilancia aduanera. Tuvo entonces que marchar a España, país neutral, donde conocería a los escritores españoles más famosos de aquellos años. Al acabar la Gran Guerra en el año 1918 conseguirá visitar su adorada París. Pero allí, al terminar el año 1921, decidirá terminar con su vida dentro de la catedral de Notre Dame. Sin embargo, aquel pintor que la retratase cuando aún era una joven adolescente ilusionada, inocente y frágil, la sobreviviría todavía muchos años más pintando y retratando otras vidas modeladas...

(Cuadro del pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor, Desnudo; Retrato de Fernando Álvarez de Sotomayor, 1910, del pintor chileno Ezequiel Plaza, 1882-1947; Óleo de Fernando Álvarez de Sotomayor, Orfeo atacado por las Bacantes; Cuadro de Fernando Álvarez, Cena de Boda Gallega, 1915; Óleo de Fernando Álvarez, Retrato de la duquesa de Medinaceli, 1917; Óleo de Fernando Álvarez, Retrato de joven escondiendo sus ojos; Cuadro del pintor Fernando Álvarez, Estudio para boda en Galicia, 1917; Fotografía del pintor Fernando Álvarez de Sotomayor; Grabado de una ilustración del fallecimiento del rey Alfonso XII, 1885; Cuadro de Fernando Álvarez, Retrato de Teresa Wilms Montt, 1908, derechos de la Galeria ArtValue; Fotografía de Teresa Wilms Montt.)

30 de marzo de 2011

El sublime valor de la emoción frente al enajenado material de la subasta.



No fue hasta mediados del siglo XVIII cuando se comenzaron a subastar las obras de Arte. Aunque sería a partir de la Revolución francesa cuando se activaría aún más el comercio del Arte. Posiblemente, los frustrados aristócratas franceses vieron entonces una salida económica viable enajenando sus tesoros artísticos, esos objetos custodiados por siglos y siglos de transmisiones familiares solariegas. Los británicos se beneficiaron además con la mediación en esas transacciones artísticas, ya que, a partir de entonces, se desarrollarían con una fervorosa compulsividad en su país. Pero, entonces como ahora, ¿qué valorará verdaderamente una obra de Arte? ¿Cómo se puede enjuiciar materialmente una emoción, una pulsión ahora, enamorada casi, hacia un lienzo artístico, sea el que sea? O, ¿es que sólo es algo económicamente tasable el Arte, sin nada más que lo valore? En Madrid, por ejemplo, en la Sala Alcalá, se subastaría en el año 2009 un cuadro barroco del pintor napolitano Andrea Vaccaro (1604-1670): Magdalena penitente. Ese lienzo alcanzaría entonces la cifra de 90.000 euros. Otra obra subastada ese mismo año, esta vez en la Sala Retiro, fue Coracero francés, datada en el año 1813 y firmada por el pintor español José de Madrazo. Esta obra consiguió venderse al Museo del Prado por 60.000 euros. Pero, lo verdaderamente curioso, lo que tal vez nos haga enajenarnos ahora a nosotros más que a las propias obras, fue el valor que obtuvo el cuadro contemporáneo del pintor alemán Martin Kippenberger (1953-1977): Bar de París. Esta obra de Arte conceptual -arte donde la creación se ejecuta más por su ideación o concepto que por su composición formal o espacial- se llegaría a subastar, en la Sala Christie`s de Londres, en casi 2,5 millones de euros.

Cuenta una parábola evangélica (Lucas, capítulo 15) que una mujer se percataría una vez de haber perdido un dracma en su casa, una sola moneda entonces de las diez que poseía...  Empezaría a buscarla por toda la casa, por las habitaciones, los armarios y sus cajones cerrados. Comenzaría de día, y no dejaría ya de hacerlo hasta encontrarla. Para buscarla mejor cuando la luz dejó de brillar, encendería una pequeña lámpara para ayudarse. Tendría también que hacer otras cosas en su casa, otras tareas, pero las dejó todas para solo buscar esa única moneda perdida. Eran diez las monedas que ella tendría, todo lo que ella tendría -monedas de muy poco valor además-, pero tan sólo ahora una, ¡una sólo!, habría perdido en su propia casa, no afuera de ella. Aun así, lo dejaría todo para dar con esa moneda..., aunque fuese sólo la décima parte del poco valor que ella tendría. Continuaría barriéndolo todo, mirándolo todo, ahora con su luz sostenida entre las manos... Así hasta que, por fin, la encuentra entre las rendijas ocultas de un oscuro suelo maltratado. ¿Qué valor tendría para ella esa pequeña moneda, tan sólo esa única, perdida y vulgar moneda ahora? ¡Todo el del mundo!

Así, como el dios que no cejará en valorar cada una de sus ovejas, con ese valor real y auténtico de la cosas intangibles y sus principios, esa leyenda sagrada nos inspirará para entender ahora algo más el verdadero valor de las cosas... Para que entendamos mejor la diferencia entre valor nominal y espiritual. El puramente económico y coyuntural, por un lado, del que tiene que ver ahora con las emociones, con las cosas que nos atarán, irresistiblemente, a alguno de nuestros deseos más viscerales y profundos. Algo, por lo tanto, que no tiene ningún valor cuantitativo. Que no puede enajenarse, ni trascender más allá de nuestra íntima sensación mental más poderosa. Porque ahí, en nuestra mente emocional, es donde radicarán los auténticos valores de la vida, esos que nunca podrán ser subastados ni enajenados... Porque de ahí -de nuestro interior más profundo- jamás podrán ya ser liberados, transmutados, catalogados, suplantados.... o enajenados.

(Cuadro del pintor alemán Martin Kippenberger, Bar de París, siglo XX; Óleo del pintor español Alejandro Ferrant, 1843-1917, Interior del Corgo, con una salida de 3.600 euros en una subasta en 2009; Cuadro del insigne pintor español Sorolla, Pescador, de 1904, subastado en 2009 en Sotheby's de Londres por 3,6 millones de euros; Cuadro del pintor barroco holandés Gerri Dou, 1613-1675, Una anciana sentada junto a la ventana con su rueca, subastado también en Sotheby's en el año 2009 por 3,5 millones de euros;  Óleo Coracero francés, 1813, del pintor español José de Madrazo; Cuadro del pintor Andrea Vaccaro, Magdalena penitente, siglo XVII; Cuadro del pintor italiano barroco Domenico Fetti, Parábola de la moneda perdida, 1622.)