12 de enero de 2015

Verosimilitud y misterio frente a majestuosidad y belleza, o la leyenda ahora expresada de otra forma.



El Barroco, siempre el Barroco... ¿Hay una tendencia mejor para expresar emociones humanas, aunque no exactamente sentimientos? ¿Hubo un periodo artístico mejor en la historia que transmitiese las cosas de un modo tan diferente y, a la vez, tan genial de hacerlo? Los pintores italianos supieron utilizar el Barroco para eso especialmente, es decir, para hacerlo todo de otra forma a como podía entenderse antes. Porque fue una tendencia naturalista, pero no todos los pintores barrocos los fueron. Fue además una tendencia menos clásica o nada clásica, pero tampoco todos excluyeron el clasicismo en sus obras. Fue una tendencia menos estilizada en las formas de belleza pero Francesco Furini (1602-1646) se retrasaría a su tiempo casi en un siglo.  Porque este pintor florentino había conseguido trasladar al Barroco todo el estilo más clásico de su tendencia: el sfumato renacentista de Leonardo, el manierismo de Miguel Ángel, el clasicismo renacentista de Rafael o la belleza de los desnudos de Tiziano. Y en esto último, en los desnudos, asombraría este pintor en pleno siglo XVII, cuando demostrase Furini que belleza y sensualidad eran la misma y dos cosas diferentes... Porque el Barroco debía expresar las cosas lo más parecido a la realidad que pudiese. Porque el siglo del matiz y la sutilidad o de la perfección de una belleza inexistente, era lo que el Renacimiento había conseguido llegar a ser antes. Ahora, en el Barroco, las cosas se mostraban como verdaderamente eran. Los gestos más humanizados, las formas más verosímiles y los detalles absolutamente conformes a la realidad.

Por eso los desnudos del Barroco fueron más comprometidos para sus autores: porque eran más reales que nunca, se parecían a nosotros claramente. Esa realidad era más natural ya que era la existente en la vida real de los seres humanos, y consiguió el Barroco que los detalles de belleza idealizada no fueran por entonces tan señalados por algunos de sus pintores. Es decir, que en el Barroco la belleza idealizada de antes  en el Renacimiento fue sustituida ahora por una realidad mucho más propia de las cosas bellas en este mundo. De ahí las formas de los desnudos de Rubens o de Rembrandt, por ejemplo, unos desnudos que describen, con su naturalismo barroco, más lo que es la vida real que lo idealizado o legendario de ésta. ¿Y cuando los detalles de belleza deben ser necesariamente expresados en un desnudo artístico? Pocos autores consiguieron esos detalles de belleza como lo hiciera Furini y su Barroco tan emocional.  Un pintor que a los cuarenta años se ordenaría incluso sacerdote, y, a pesar de este compromiso sagrado y clerical, continuaría él creando esos detalles sutiles y tan sensuales de belleza. El relato bíblico de la ciudad de Sodoma en el Génesis nos cuenta cómo un ángel avisaría a Lot de que abandonase la ciudad antes de que fuese arrasada por las llamas. Entonces, el único hombre honesto tomará a su familia y abandonaría su ciudad para siempre. Poco después, su familia terminaría siendo él y sus dos hijas. Ellos tres ahora solos y lejos de su ciudad arrasada pasarían a ser los únicos seres humanos en el mundo. Por tanto, se dirigieron a buscar juntos algún lugar  ahora adonde poder vivir y prosperar.

Para ese momento, las hijas de Lot comprendieron ya entonces que no habría hombres con los que poder ellas tener descendencia. Así que la llamada de la vida les acució a las dos y no supieron ellas hacer otra cosa más que seducir a su padre. Un hombre ahora que, ebrio y entregado a su delirio, acabaría siendo ya seducido por sus hijas. Esta leyenda de incesto, sensualidad y misterio atraería a muchos pintores de la historia. La moral de sus ideas o la de los lugares de donde procedían, llevarían a los pintores a tratar de mostrar el comprometido relato con los diferentes recursos artísticos que cada cual tuviera. Es evidente que el recurso erótico podría estar justificado ahora, la leyenda lo relataba claramente: las hijas dieron de beber a su padre y lo sedujeron... Así que los pintores sólo hicieron su trabajo con su Arte. Hay obras del Renacimiento que muestran sutilmente los alardes manieristas más desnudos de belleza; y otras que no se recatarían con su provocado gesto erótico de seducción y belleza. Pero también el Barroco lo haría. Aquí he preferido elegir tres obras de tres pintores barrocos italianos de Florencia. Tres obras donde el color ahora es uno de los recursos más elogiosos, pero no el único. En la creación de Lorenzo Lippi (1606-1664), la más sobria de las tres, el pintor es descriptivo con las circunstancias de la leyenda. Observamos la silueta alejada de Sodoma enardecida por el fuego y cómo las hijas ofrecen el vino embriagador a su padre, un ser ahora confiado y aún no seducido del todo.

La obra encuadra los valores artísticos y expresivos de su paleta, aunque la pésima calidad de la imagen no ayuda a apreciarlos bien: como los vestidos, sus pliegues y sus tonalidades. Pero también los detalles sutiles del engaño sensual: unas viandas que no hacen sospechar todavía a Lot de lo que pasa. Sin embargo, el primero de los cuadros, la imagen extraordinaria del pintor Orazio Gentileschi (1563-1639), compendia aquí todo lo que el Barroco, su belleza, insinuación, erotismo o misterio, fuese capaz de transmitir en una auténtica obra barroca de Arte naturalista. Porque aquí el pintor debe mostrar ahora la leyenda engorrosa: el incesto llevado a cabo por dos hijas a un padre. Sin embargo, el pintor solo debe insinuar algo de erotismo con alguna forma ahora de belleza. Pero, además la obra debe escenografiar un momento temporal, uno de todos los posibles momentos artísticos a representar: antes, durante o el después de haberse llevado a cabo la decisión de ellas. Si fuera antes es el caso de Lippi; si fuera durante es el caso de Furini. Pero, ahora, en Orazio Gentileschi, sin embargo, debe ser después... Pero, ¿cómo representar el momento después...? Es decir, ¿cómo hacerlo para que además encierre ahora un sentido de justificación o de esperanza? Porque es ahora justificar la acción erótica con un atisbo de esperanza. Y este es el misterio que esta obra nos muestra aquí con su genial composición barroca. Porque el pintor idearía una forma de justificación, filosófica casi, ya que una de las hijas señala a su hermana, cuando el padre está dormido, el lugar ahora de provisión, de esperanza, aquel horizonte maravilloso hacia donde ellas pronto se dirigirán. Una metáfora... Porque ese paraje que no aparece en el cuadro está ahora aquí lleno de esperanza tan solo para ellas y su futuro. No lo veremos ahí, no veremos nada de eso que ellas ahora están mirando. Como tampoco vimos el incesto... Sólo vemos ahora el insinuante vestido caído de una de ellas que nos hace pensar así en lo sucedido. El resto quedará en el misterio. Como ese extraordinario gesto de querer dirigir ellas aquí sus miradas hacia un lugar ajeno e invisible. Un gesto que ahora contagia incluso al espectador para querer mirar, con ellas, también a ese paraíso... A querer saber qué lugar es ese, que es lo que significa eso que ahora ellas señalan inquietas. Y con este sutil recurso misterioso supo el pintor distraer la atención al espectador de la verdadera motivación o intención sensual tan rechazable que promoviera eso...

(Óleo de Orazio Gentileschi, Lot y sus hijas, 1623, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro Lot y sus hijas, 1655, del pintor Lorenzo Lippi, Galería de los Uffizi, Florencia; Óleo de Francesco Furini, Lot y sus hijas, 1634, Museo del Prado, Madrid.)

8 de enero de 2015

La nueva mitología del siglo XXI, donde los nuevos héroes caídos ahora deben ser modelos de virtud.



Los héroes de la antigüedad griega siempre fueron grandes héroes. Todos ellos. La fuerza de su coraje, su insobornable talante ante la adversidad o su furia ante la muerte; pero, también su agnegación, su valentía, su firme decisión ante las cosas veleidosas dirigidas por los dioses. Unos héroes eran elegidos por los dioses y su divina descendencia y otros mostraron ser solo hombres, seres humanos que lucharon virtuosos por defender aquello en lo que creían. Y así los grandes poemas homéricos glosaron la vida de casi todos ellos, tanto la de los míticos héroes como la de los menos míticos hombres. En uno de esos famosos poemas legendarios, en la Ilíada, se cuenta la gesta enfrentada a muerte de dos de aquellos héroes. La historia legendaria y su eterna fama vanagloriada dejarían, sin embargo, solo a uno de ellos como al héroe más excelso, valeroso o mejor modelo guerrero de la historia. Así pasaría a la historia Aquiles, el más querido por los dioses, el más adorado por la leyenda o el más recordado y renombrado de los grandes personajes heroicos y míticos de Grecia.

Y entonces Héctor, el otro héroe, el más humano, el que se enfrenta con Aquiles en Troya, pasaría a la leyenda y a la historia sólo como un valeroso troyano más, solo como un hombre que defendería con honor a su patria y su familia, pero sin gloria alguna de leyenda. Y, ¿por qué fue así? Porque moriría ante Aquiles y soportaría el agravio desolado de lo vencido, resistiría sin brillo el oprobio histórico más insulso ante el glorioso y gran vencedor mítico griego. Es decir, por estar ahora Héctor un peldaño inferior ante el alarde famoso de su invicto adversario mitológico. En el Arte se han representado gloriosamente aquella gesta mítica y a sus héroes. Aquiles fue esculpido siempre por los griegos helenísticos, fue pintado luego por los creadores renacentistas o el barroco Rubens, y, algo más tarde, retratado orgulloso por los artistas románticos decimonónicos. En todas las obras rememorando al gran héroe mítico que fuera Aquiles: o en su formación adolescente ante el centauro Quirón, o ante el cadáver de Patroclo en Troya, o disfrazado de mujer cuando su madre, la diosa Tetis, tramara ese ardid para evitarle ir a la guerra -esta es una versión muy posterior a Homero- troyana. A Héctor tan sólo el Romanticismo francés se decidiría a homenajearlo con el Arte.

De todas las posibles obras maestras de la historia solo una dedica a Héctor la mejor de sus obras sobre Troya. Cuando el extraordinario pintor francés Jacques-Louis David quiso glosar una escena legendaria de Troya, compuso en el año 1783 su lienzo Lamento de Andrómaca ante el cuerpo de Héctor. El genial pintor francés, aunque neoclásico de formación, no pudo evitar elogiarlo con el sesgo romántico que pronto abrazaría el orbe del Arte. Así que el creador francés muestra el cadáver de Héctor postrado heroicamente ante su esposa Andrómaca y su hijo Escamandro. Es decir, glosaría David la figura de Héctor como mejor creía  el pintor que podría y debía hacerlo con un gran héroe mitológico. Como se glosan a los mejores seres caídos ante el valor de su más virtuosa elección. Porque esto es lo que diferencia a Héctor de Aquiles. Los motivos. Es decir, en el caso de Héctor fue la elección honesta de un ser libre ante la cruel fatalidad del destino. Porque hay que pensar que Aquiles fue el ser más invencible entonces: a diferencia de Héctor era un semidiós. Su madre, la divina Tetis, era una pequeña deidad del mar con algunos poderes añadidos. Ella cubriría el cuerpo del pequeño Aquiles bajo las aguas mágicas de su potestad divina. Menos el talón...  De ese modo nunca fue vencido en las luchas que librara en Grecia, siempre arrojado, siempre belicoso, siempre valeroso ante el enemigo. Por eso fue buscado cuando los griegos se empeñaron en ir a Troya. Sin él, no hubieran conseguido vencer. La historia legendaria encierra misterios curiosos, ¿por qué hubo de caer Troya?, ¿por qué se glosaría tanto su caída?, y ¿por qué algunos héroes fueron llevados a la gloria más insigne, especialmente Aquiles, frente al más humano y menos recordado Héctor? Sin embargo, la grandeza del troyano, la mayor virtud de Héctor fue su decisión de morir antes que perder su libertad.

Porque Héctor pudo huir al comprender que debía enfrentarse solo ante el más invicto y temible Aquiles. O pudo abandonar con su familia Troya; o pudo aconsejar a los troyanos que no se enfrentaran a los griegos. Negociar incluso, tratar de conseguir al menos la vida, aunque perdiera con ello su propia libertad o su honra. O también perderla al no elegir ser libre ante la amenaza cruel, fulminante y despiadada de Aquiles. Héctor fue el verdadero héroe de la Iliada. Sin embargo, la historia lo relegaría a una figura muy secundaria. Porque entonces, en los años siguientes a aquella mitología utilitaria, lo más importante o relevante de la vida no era elegir los valores ante una muerte inevitable; no, lo más importante entonces era vencer, despiadada o temerariamente, incluso con las mayores crueldades inhumanas ante al adversario. Aunque estas crueldades fueran tan viles, pero con ellas se pudiera ahora obtener el triunfo ante la guerra, la osadía ante los otros o ante una contienda personal. Eso era todo lo que representaba Aquiles, y así se glosaría en las formas estéticas en que su memoria fuera recordada. Pero, a cambio, Héctor solo pasaría a ser un defensor valiente, un personaje honesto y resignado ante la supremacía del invicto héroe más elogiado. Luego el Romanticismo recuperaría la figura del héroe troyano Héctor, y, últimamente, es quizá más elogiado por sus valores más éticos ante la vida real, no tanto ante la legendaria... Pasaría a ser un gran héroe, un gran defensor de los ideales o de las libertades humanas. Porque él luchó y murió por esos valores y esa libertad en las que creía. Aquiles luchó tan sólo por su gloria.

Ayer cayeron en Francia unos hombres por lo mismo... Uno de ellos, Stéphane Charbonnier, defendió siempre morir antes que no poder vivir en libertad. Lo mismo que aquel héroe legendario troyano hiciera siglos antes. Representan lo mismo. Hoy, en este nuevo siglo lleno de promesas, la vida ha trastocado totalmente la leyenda. La mitología en este siglo debería estar glosada por los nombres de los hombres que han caído por lo mismo. Ellos son ahora los nuevos héroes. Ellos deberían ser reconocidos como héroes del nuevo siglo... Porque recuperan con su gesto entregado un principio por el que ya moriría mucho antes un hombre legendario. Por la libertad. Con ello elogiaremos la figura inequívoca de los héroes de ahora, los que se enfrentarán siempre a lo despiadado, a lo sangriento, a lo fanático, aun a pesar de sacrificar con ello lo más valioso que tengan: su propia vida humana. Según contaba el antiguo escritor griego Pausanias (siglo II d.C.), la ciudad griega de Tebas mandaría una vez una delegación a Troya para recuperar los restos de Héctor y depositarlos luego en una tumba erigida cerca a la fuente Edipodia -donde Edipo se purificó de sus erráticos crímenes-. Al parecer los tebanos habían recibido una profecía de un oráculo que les decía algo así: Tebanos que vivís en la ciudad de Cadmo, si queréis vivir en vuestra patria con gran felicidad traed a ella los restos de Héctor priámida desde Asia, y honrad así al mayor de los héroes que haya posado nunca sus pies sobre la tierra.

(Óleo del pintor neoclásico francés Jacques-Louis David, Lamento de Andrómaca ante el cuerpo de Héctor, 1783, Museo del Louvre, París; Obra barroca de Rubens, siglo XVII, Aquiles derribando a Héctor; Cuadro del pintor norteamericano Benjamin West, Tetis consuela a Aquiles llevándole su armadura, 1806, New Britain Museum of American Art, Connecticut, EE.UU.)

5 de enero de 2015

Todas eran ella o cuando la impresión nos hace rememorar la ausencia del cuadro.



Un veinticinco de febrero del año 1872 nacía en Portsmouth, Inglaterra, la joven modelo de arte Rose Amy Pettigrew. Sus padres eran unos humildes trabajadores de esa época difícil de finales del siglo XIX tan industrializado. Habían tenido trece hijos, pero Rose y sus hermanas Hetty y Lily destacarían por su belleza y dedicarían su juventud a ser modelos de pintores, algo muy bien pagado en el Londres finisecular. Muy pronto se marcharían Rose Amy y sus hermanas a Londres para trabajar modelando. En el año 1884, con solo doce años de edad, comienza Rose a posar para destacados artistas como el pintor prerrafaelita John Everett Millais. Pero en el año 1891 acabaría siendo la modelo artística más famosa de un impresionista británico muy peculiar. Un pintor que, a pesar de haber sido educado en el París más impresionista, terminaría creando su propio estilo pictórico particular. Conseguiría demostrar el pintor Philip Wilson Steer que el Arte es algo más que una tendencia conocida o estereotipada, es, sobre todo, una emoción particular llena de inspiraciones sorprendentes para todo aquel que alcance a descubrirlas.

Pero lo que consiguió este pintor una vez sería llevar su Arte a la más completa y universal sensación de impresión eternizada más anónima del personaje. Para nada necesitaría entonces de la extraordinaria belleza de la joven Pettigrew, para nada de sus facciones hermosas que habían llevado a ella y sus hermanas a modelar en el Londres más despiadado de aquel tiempo. En la obra Joven con vestido azul apreciamos a una mujer sentada ahora con una pose permanente... Una pose que reflejaba así todas las posibles poses de todas las posibles modelos imaginadas por un observador inspirado. Porque no es ahora ella nadie en concreto y serán así todas las posibles... En este sublime cuadro impresionista el creador buscaría entonces el momento artístico más permanente que su tendencia le propiciara componer. Porque es ese preciso instante ahora donde estamos percibiendo todos los rostros, todos los momentos o todas las posibles facciones de todas las posibles historias sentimentales habidas o por haber en el mundo...

Por eso mismo buscaría el pintor entonces crear una escena desnuda de identidad, sin los rasgos personales que delimitan la vida, la identidad o la persona concreta. El Impresionismo vino extraordinariamente bien para ayudar al pintor en eso. Es uno de los sentidos estéticos ahora, el paradigma emotivo más general representable, el que el pintor mejor conseguiría entender de su indefinida tendencia impresionista. Como en la poesía, asociaremos las emociones inspiradas de un verso a los rostros particulares recordados por nosotros. ¿Quién fue realmente aquella joven de azul? Sabemos que fue Rose Pettigrew, una modelo inglesa de Portsmouth nacida en el año 1872, pero, ¿es ella en verdad la que estamos viendo nosotros ahora? No. Son todas y ninguna. Todas las que alguna vez inclinaron así su rostro o lo fuera cubierto por un cabello poderoso o por un sombrero rutilante o por una perspectiva diferente. En otra creación suya del año 1888, El puente, el pintor Wilson Steer iría mucho más lejos. Aquí no necesitaría, posiblemente, de modelo alguna para hacerlo. Porque no es posible aquí ya más que imaginar las inmensas mujeres que puedan ser ella ahora, esa misma que está ahora aquí mirando el fondo descubierto y profundo del cuadro.

Y es que el Impresionismo fue una oportunidad maravillosa para glosar lo imaginado existente, es decir, no ya solo lo imaginado, como harían luego el simbolismo o el surrealismo, no, sino una imaginación de algo que sí existe, que ha existido o que puede existir en la memoria de todos y cada uno de nosotros. Que tiene una vida tan real como parece tener ahora detrás de esos colores o trazos -artificios pictóricos que lo ocultan- la figura ideada por nosotros, esos que ahora miramos, nostálgicos, el cuadro. Este es el regalo que nos hizo el Impresionismo y que creadores como Philip Wilson Steer (1860-1942) supieron llevar al lienzo en algunas de sus obras. Las miramos ahora y la personalidad que reflejan sin verse son para nosotros la única posible... Nosotros, los verdaderos creadores de la identidad de ese invisible rostro. No nos son ajenas y no tenemos siquiera que saber la historia detrás del cuadro. Nada de eso es necesario en el Impresionismo, cosas que sí pueden serlo en otras tendencias para llevar alguna Belleza realmente a la imagen representada en el cuadro. Pero, aquí no. Aquí no es preciso ni deseado eso para llegar a apreciar la belleza rememorada en el cuadro. Ésta sólo la veremos nosotros, sólo nosotros, ni el autor, ni la modelo, ni siquiera la propia obra satisfecha. Porque la vemos ahora con nuestra nostalgia fingida o con nuestro recuerdo ideado o con nuestra vívida imagen más deseada y sentida. Todas ellas atrapadas entonces entre la impresión rememorada de antes y la ausencia buscada en el cuadro.

(Óleo del pintor impresionista Philip Wilson Steer, Joven con vestido azul, 1891, Tate Gallery, Londres; Autorretrato de Philip Wilson Steer; Lienzo de Wilson Steer, La playa de Walberswick, 1889, Tate Gallery; Óleo de Wilson Steer, El puente, 1888, Tate Gallery; Retrato de Rose Pettigrew, 1892, Philip Wilson Steer; Retrato de Philip Wilson Steer, 1890, del pintor impresionista británico de origen alemán Walter Richard Sickert, National Gallery, Londres, el cual retratará a su colega pintor delante de un cuadro donde se vislumbrará difícilmente el retrato y la identidad de una mujer pintada.)

1 de enero de 2015

El desgarrado expresionismo frente al sosegado clamor de lo sublime.



Todos habían nacido en el siglo anterior, pero todos vivieron y crearon en los inicios del siglo XX. Establecieron todo lo que el despiadado, esquizofrénico y maravilloso siglo XX supuso en el Arte. Tanto con sus vidas como con sus artes. Fueron herederos de aquel Romanticismo que había surgido un siglo antes de que nacieran, pero que, a principios del siglo XX, no podía llamarse así ya lo que ellos hacían ahora. Fue entonces llamado Modernismo. Era lo más moderno que se hiciera y ellos querían ser los más modernos. Pero lo que hacían no era otra cosa que aquello que habían hecho antes Turner, Delacroix, Byron o Chopin. Algunos nacieron en uno de los lugares más complejos socialmente para nacer en aquella Europa. El continente europeo había vivido la revolución francesa y el liberalismo post-napoleónico, dos cosas que habían cambiado por completo el occidente de Europa. Pero la parte más oriental del continente -el este de Europa- no se dejaría influir aún mucho por esos cambios radicales. Todavía quedarían vestigios del antiguo régimen en esa parte de Europa, ideologías que sobrevivieron a las revoluciones burguesas del siglo XIX. Y el Imperio Austro-Húngaro fue uno de ellos, el más importante vestigio de eso por entonces. Políticamente fue muy rígido, socialmente fue medio abierto y culturalmente fue muy innovador. Una mezcla imposible de prosperar sin desestabilizar a mente alguna. Y en este caldero tan propicio y contradictorio nacieron algunas de las figuras que más cambiaron el siglo XX en Europa.

Una de ellas nació en el difícil entorno de la Viena suburbial de entonces con grandes diferencias sociales y económicas. Emil Schindler (1842-1892) debía haber tomado la carrera militar, una salida económica para familias pequeño burguesas que deseaban prosperar en un mundo jerarquizado y elitista. Sin embargo, él quiso pintar. Debía hacerlo bien. En aquellos años pintar bien era motivo para triunfar en sociedad; otra cosa era triunfar en el Arte, algo que precisaba más que sólo pintar bien. Sólo a partir de los cuarenta años pudo Emil Schindler vivir gracias al Arte. Su correcto impresionismo gustaba a las clases adineradas de Viena, y la monarquía austrohúngara le contrataría en el año 1887 para retratar parte de su vasto, diverso y complejo imperio. Pero, antes de eso nacería su hija Alma, una de las mujeres que más influirían en la vida y la cultura de comienzos del siglo XX. Su padre, curiosamente, no la motivaría hacia la pintura. Emil Schindler trató de que su hija Alma se aficionase a la literatura o a la música. Tal vez vio que la pintura no era, exactamente, lo mejor que a ella se le diese. O, tal vez, comprendió que la pintura por entonces, finales del siglo XIX, dejaría de ser aquel Arte extraordinario para sufrir ahora, como lo hizo, uno de los cambios más radicales que pudiera padecer. Pero, sin embargo, no fue así con la música o con la literatura, artes con los que no se percibían tanto o tan pronto los cambios de la vida, de los gustos o de las tendencias de la sociedad. Y es así porque la pintura es el medio más expresivo y evidente de los cambios sociales y culturales de una civilización, algo que no siempre será condicionado tanto o tan pronto por los gustos o deseos más tradicionales. Y tanto atendería Alma a su padre que se convirtió en compositora y acabaría casándose con uno de los mayores genios musicales de entonces, el gran compositor Gustav Mahler (1860-1911), alguien que revolucionaría por completo la música clásica y los gustos musicales del siglo XX.

Pero, es difícil que personalidades grandes oculten a otras que quieran serlo también. Para Alma Mahler (1879-1964) la música había sido su pasión frustrada. Alguien le dijo una vez: o se dedicaba a la composición de modo decidido o se dedicaba a la vida social. En todo caso, que mejor hiciera esto último para triunfar... Gustav Mahler no pudo seguir seduciendo a Alma tanto como lo había hecho con su sublime y maravillosa música. Apasionada y frustrada a la vez, Alma se envolvería en una adúltera pasajera relación en el año 1910 con el arquitecto alemán Gropius -creador de la escuela Bauhaus años después en Alemania-. Gustav Mahler fallece muy pronto en el año 1911 y ella entonces trata de terminar las sinfonías inacabadas de su esposo. En aquella Viena grandiosa, Alma se convertiría en una deseada viuda, hermosa, joven y de talento, alguien que ambicionaba conciliar dos cosas muy difíciles de conciliar en este mundo: la pasión y el éxito. Un año después de la muerte de Mahler, Alma contrataría para un retrato suyo a uno de los nuevos pintores de aquel Modernismo vienés de principios del siglo XX, Oskar Kokoschka (1886-1980). Ella entonces le tocaría al piano alguna balada romántica de Wagner..., y comenzaron así una atormentada relación. Años después, Alma escribiría: Un día Oskar se levantó contrariado, tomó las fotografías de Mahler y las besaría una por una, fue como una magia blanca para tratar de sosegar los oscuros impulsos celosos de su interior.

Estaba claro que el pintor no pudo soportar la feroz rivalidad -no sólo artística sino emocional- del genio muerto años antes. Kokoschka entraría entonces en una pasión enfermiza por el desdén insoportable de su esposa. Este desprecio amoroso se enfrentaba al absorbente y opresivo, casi expresionista, fuerte deseo de él. Oskar Kokoschka solo pudo calmarse con su obra tan expresiva, emotiva y apasionadamente obsesiva. Como ejemplo de aquella inútil pasión crea su obra de Arte La novia del viento en el año 1913, donde representa, de modo muy expresionista, a ellos dos simbólicamente unidos como unos amantes contradictorios, ella dormida y él despierto. Alma Mahler volvería a dejar de lado la pintura, asustada ahora por la enfermiza forma expresiva de representar su amante sus vidas y su pasión. No pudo dominar aquella pasión tan fuerte, acostumbrada como estaba a tratar con hombres más débiles, sensibles o necesitados. Alma volvería de nuevo con Walter Gropius (1883-1969), con quien se casaría, desesperada, en el año 1915. Pero nunca funcionaría la relación, divorciándose del arquitecto alemán en 1920. Antes de esto, sin embargo, había llegado a sucumbir en los brazos de otra tendencia cultural que su padre también le aleccionara de niña: la literatura. Con el poeta y novelista austríaco Franz Werfel (1890-1945) comenzaría Alma un flirteo cultural que acabaría en matrimonio en el año 1929. Werfel, a diferencia de Gropius, disponía de una convencida pasión por la música, a pesar de ser judío y menos atractivo. Acabaría así Werfel por convencer a Alma, sobre todo a causa del desesperado temor de ella por el paso del tiempo y de la belleza. Sin embargo, a Franz Werfel no le importaba nada todo eso, para él ella seguía siendo todavía aquella extraordinaria mujer, tan esplendorosa y fascinante.

Muy pronto llegaría con los años el gran exorcismo sociológico del siglo XX: la cruel Segunda guerra mundial y sus desastres sociales y humanitarios. Pocos años antes de eso, la Viena liberal y democrática caería bajo la influencia del nazismo. Tuvieron entonces Alma y Franz que marcharse a Francia en el año 1938. Pero, en el año 1940, el país galo también acabaría ocupado por tropas alemanas. Así que decidieron refugiarse en el sur de Francia, lejos del fragor belicista y opresivo del norte. En una pequeña población de los Pirineos franceses fueron acogidos, muy amablemente, por las monjas católicas de un santuario milagroso, Lourdes. Entonces la curiosidad y el agradecimiento del poeta llegaron a provocar en su mente judía una promesa melancólica: si saliesen vivos de Francia llevaría a cabo una gran obra literaria para dar a conocer a todo el mundo la historia de aquel desconocido santuario. Así concebiría Franz Werfel su famosa novela La canción de Bernadette, publicada en el año 1941, cuando llegasen a Nueva York, después de pasar por España y Portugal, camino ahora de su propia salvación y la de Alma.

(Óleo expresionista de Oskar Kokoschka, La novia del viento, 1913, Basilea, Suiza; Óleo impresionista del padre de Alma, Emil Schindler, La canción de la Tierra, 1890; Retrato fotográfico del compositor Gustav Mahler, 1900; Retrato fotográfico de Alma Mahler, 1902; Fotografía del arquitecto alemán Walter Gropius, 1922; Autorretrato, del pintor Oskar Kokoschka, 1919, Leopold Museum, Viena, Austria; Obra expresionista de Oskar Kokoschka, Amantes con un gato, 1917, donde el pintor compuso a Alma y a él como una alegoría de lo imposible; Imagen fotográfica del pintor Kokoschka ante su obra, 1943; Fotografía del pintor Oskar Kokoschka con su esposa Olda Palkovská en Londres en 1939; Cuadro expresionista de Oskar Kokoschka, Londres y el Támesis, 1959, Tate Gallery, Fundación Oskar Kokoschka; Imagen fotográfica de Alma Mahler y Franz Werfel, 1941, Nueva York; Imágenes fotográficas de Alma Mahler Werfel en Nueva York, 1960.)

27 de diciembre de 2014

El Barroco, una pasión brusca y realista entre dos maneras sofisticadas y sutiles de hacer Arte.



¿Cómo se pudo en tan poco tiempo cambiar tanto la forma de representar las cosas en un lienzo? Es el tiempo que media, por ejemplo, entre dos obras de dos pintores italianos: uno manierista, Giovanni Battista Crespi (1573-1632), y otro barroco Orazio Gentileschi (1563-1639). Los dos pintores además de la misma generación y del mismo lugar incluso de Europa. ¿Fue solo el devenir artístico? Desde luego que no. La Reforma protestante había hecho mucho daño al Catolicismo en Europa durante la primera mitad del siglo XVI. Roma entonces tuvo que reaccionar. Y tras el concilio de Trento (1545-1563) idearon algo muy inteligente y poderoso. Algo que llegaría a ser el germen de lo que mucho tiempo después, en el siglo XX, viniera a ser utilizado por los que quisieran influir en la opinión de los demás: la publicidad más eficaz, la iconográfica. La Contrarreforma católica establecería entonces que toda Pintura debía acercarse más a los creyentes, especialmente al pueblo llano, y del modo ahora más claro y hermoso que éstos pudieran entender: con mensajes comprensibles y personajes creíbles, con historias donde las escenas bellas formaran parte de la vida más normal. 

El Barroco tardaría en llegar un tiempo -al final del Manierismo-, pero pudo hacerlo luego libre y rápido porque fue recibido con los brazos abiertos. Nunca pudieron imaginar entonces los poderosos -cardenales, obispos o el papa- que pudiera llegar a ser tan bello algo que, poco tiempo antes, parecía imposible de pensar siquiera que pudiera serlo tanto. Y este es el caso de dos creaciones artísticas sobre la misma temática narrativa: la huida a Egipto de la sagrada familia. La leyenda evangélica nos cuenta cómo María y José viajan con el pequeño Jesús a Egipto para evitar las matanzas indiscriminadas de las hordas de Herodes. En la pintura de Crespi (realizada en el año 1600) podemos admirar ahora una obra maestra del Arte de finales del Manierismo. Hay que fijarse bien en la composición tan sutil de la escena de los tres personajes: ellos están entrelazados formando además una espiral con el grueso tronco inclinado del árbol. Todo encaja en el lienzo estrechamente: los ángeles traviesos, la mula despistada y hasta el pie derecho de la Virgen situado ahora entre dos rocas del agua. Los colores encendidos de la obra son, tal vez, lo único que acerca más, de tan bellos, a aquel mensaje conciliar de la Contrarreforma. Fue la obra de Crespi un homenaje a ese gran Renacimiento languideciente por entonces, con un estilo tan semejante al de Leonardo da Vinci y sus parecidos lienzos sagrados.

Veintiseis años después, el toscano pintor Orazio Gentileschi crearía su obra El descanso de la huida a Egipto, pero, ahora, sin embargo, ¡con una escena diametralmente distinta! Porque en esta obra barroca no hay ninguna exquisita sofisticación manierista en la forma de componer una representación alegórica: ni en las figuras ni en los gestos ni en las actitudes. En nada. ¿Son los mismos personajes sagrados de antes los que están representados aquí? No, ¡no puede ser! ¿Cómo va a ser ese el entregado y correcto san José de antes? ¿Cómo puede ser ahora ese pequeño bebé el sagrado y altivo niño de Crespi? ¿Cómo puede ser la mujer en Gentileschi de vestimenta tan tosca aquella otra fragante, sutil y elegante María del lienzo manierista? Imposible. Pero, sí, así es. Representarán lo mismo: la Sagrada Familia en un descanso de su huida a Egipto. Pero, claro, esto de ahora es el Barroco. Aquí ya no hay sofisticación estética alguna que valga, aquí aquel mensaje contrarreformista está muy claro. Son personajes como nosotros, personas normales que se han parado a descansar y ella hasta amamanta a su hijo burdamente. Y él descansará incluso tan vulgarmente. Es este el sentido extraordinario del motivo artístico de la escuela naturalista del Barroco, la caravaggista. Y la Iglesia de entonces lo vio magnífico además. Hay que reconocer en esto a la Iglesia Católica una de las más atrevidas y avispadas formas de teología de toda la historia. Ninguna otra religión del mundo retrataría a su dios ni a su familia así de natural, banal o vulgarmente.

En el año 1610 el pintor Bartolomeo Manfredi, otro caravaggista (seguidor del importante creador naturalista italiano Caravaggio), compuso su lienzo Alegoría de las cuatro estaciones. Qué alarde más grandioso para describir no el paso de las estaciones, que es la excusa aquí, sino el paso de las edades existenciales del ser humano. El Barroco además era una tendencia muy atrevida sutilmente. Sutilmente, pero muy atrevida. Aquí se pintaría por primera vez un beso erótico, claramente expresado, entre dos amantes retratados. Y no hay una razón sentimental, ni sensual, ni sexual siquiera para ello, tan sólo una metafórica. Pero era una razón y entonces nadie pudo discutirla. Ellos -los seres masculinos- son ahora la estación otoñal e invernal; y ellas -los seres femeninos- la primaveral y estival. El otoño es una estación equinoccial, es decir, está el Sol lo más cerca posible en su trayectoria a la Tierra, al igual que sucede en la primavera, y por eso se besan ambos aquí. El verano está representado por una mujer joven y adulta, la primavera por una joven adolescente, el otoño por un adulto y el invierno por un hombre anciano. Es la mujer joven y adulta el único personaje que mira al espectador, es ella la única persona que se identifica ahora con el observador -con nosotros mismos-: quizá porque todavía ella puede aún vivir un poco más de lo vivido... El invierno está arropado con su capa abrigadora y cálida, tal vez porque el frío es lo único que ahora le importa atender en su vida.

Pero después del Barroco llegaría una tendencia artística que nunca pudo ensombrecerlo. Nunca. En la historia del Arte pictórico es un periodo artístico banal casi. Nada destacaría especialmente en esa otra tendencia. Los pintores o se repetían o modificaban cosas con lo único que, creían ellos, se podría progresar en el Arte: con los colores y las fantasías galantes, ahora éstos desperdigados por igual entre sus lienzos desenfadados o frívolos. Pocos artistas de esa tendencia -el Rococó- brillaron en el orbe artístico del siglo XVIII. Pero alguno hubo, como el gran pintor francés Watteau (1684-1721), el pintor de las bellas escenas galantes y desenfadadas. La sociedad había cambiado mucho a principios del siglo XVIII. Ya no era tan brutal como lo era antes, ya no era tampoco claramente sensual. Francia y su corte establecieron los principios -hipócritas, por supuesto- de lo que debía ser la moral de las costumbres. Se acabaron los alardes sensuales, se acabaron los deseos atormentados, se acabaron todos los deseos. Ahora se disfrutaba de la escena natural solo por el hecho de estar representada en la Naturaleza, no porque lo fuera especialmente. Además aquélla, la escena natural representada, se modificaba y se recreaba artificialmente con cosas añadidas por los hombres (obras escultóricas, decoraciones, etc...) Es entonces cuando los genios, que a pesar de las tendencias y sus limitaciones seguirán existiendo, harán otras cosas para seguir sorprendiendo a los espectadores con otro Arte. En su obra rococó Fiesta veneciana el pintor Antoine Watteau crearía una escena galante, natural y sofisticada, todo en ella fue maravillosamente elegido en el lienzo: el traje de tafetán, las flores embellecidas, los músicos elegantes... Todo con los elementos artísticos propios del Rococó inicial. Pero, sin embargo, el hábil pintor dieciochesco incluiría además otra cosa para hacer de su obra una ferviente y sensual escena veneciana. ¿Cómo podía crear él una escena así, tan veneciana, sin añadir el alarde sensual de una figura tan voluptuosa? Imposible para un veneciano. Y un Arte vino a salvar a otro... El pintor veneciano compuso en su lienzo rococó entonces la figura más sensual que de una mujer pudiera, pero, eso sí, ahora ella solo como una piedra más esculpida de una fuente, dibujada lo más lejos de la escena.

(Óleo del pintor Giovanni Battista Crespi, Descanso de la huida a Egipto, 1600, Museo del Prado; Cuadro barroco del pintor Bartolomeo Manfredi, Alegoría de las cuatro estaciones, 1610, Instituto de Arte de Dayton, EEUU; Lienzo Descanso de la huida a Egipto, 1626, Orazio Gentileschi, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Óleo del pintor Antoine Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia, Reino Unido; Detalle del lienzo de Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia.)

22 de diciembre de 2014

Los destinos en la vida y el Arte o cómo el mundo dividirá el sentido de la vida.



Cuando le fuese en el año 1550 solicitada una obra a Tiziano por el Príncipe de Asturias -el joven heredero Felipe de Habsburgo, luego rey Felipe II-, resultaría que la habría comenzado el pintor veneciano, sin embargo, casi treinta años antes. Es uno de los casos más curiosos de motivación para una creación artística. ¿Quién la mandaría a hacer realmente? ¿Fue una idea solo del pintor? ¿Influyó alguién más? Es un misterio. Porque la obra existía ya cuando Felipe II de España -entonces príncipe- la solicitara en el año 1550. Tanto misterio encierra la obra que la reseña que la describe en la web del Museo del Louvre, donde está el lienzo, indica que fue realizada para Felipe de España en el año 1551. Es posible que el pintor la terminara entonces, pero, según algunos historiadores -Panofsky por ejemplo-, la comenzaría en el año 1515 dedicando más de treinta años a terminarla, borrando cosas o añadiendo otras en su pintura. Toda una curiosidad creativa que se agrega a las peculiaridades geniales de este pintor veneciano. Pero es que la obra de Tiziano es una representación artística del misterio más iconográfico. Se titula en el Museo del Louvre Júpiter y Antíope..., pero también es conocida como la Venus del Pardo. Una sutil confusión más.

Primero porque existe el error desde el siglo XVIII de llamar Antíope a Venus y viceversa. Son personajes mitológicos distintos aunque fuesen dos mujeres bellísimas y muy desnudas casi siempre las dos. Pero empecemos por el principio, cuando el lienzo llega a Madrid en el año 1552 la obra se titulaba Venus, pero luego fue llamada La Venus del Pardo porque fue a este Real Palacio madrileño -El Pardo era una residencia palaciega y cinegética del reino español desde el año 1400- donde se llevaría para depositarla. En el año 1552 se cuelga en las paredes de El Pardo junto a muchas otras obras de Arte que se guardaban allí. La mitología distingue a Venus de Antíope claramente. Esta última fue una princesa mitológica de Tebas que Zeus -el dios enamorado- quiso poseer una vez como fuese. Para ello se transformaría el dios en un sátiro según la leyenda. Y ahí radica el error ya que los sátiros también persiguen la visión esplendorosa de Venus, la diosa mitológica de la Belleza. Y los pintores crearían lienzos de ambas bellas mujeres míticas confundiendo, a veces, las dos. Esta obra de Tiziano cuando fue archivada en las Colecciones reales españolas se terminaría llamando La Venus del Pardo.

Sin embargo, el pintor no quiso pintar solo la figura de Venus. Hay otros personajes representados que no tienen nada que ver con ella y su belleza. Otro misterio. La diosa está ahora dormida, como Venus fuese siempre representada. ¿Por qué dormida? Pues porque la Belleza es así siempre: distante, displicente, ajena, imparcial... Está también representado Eros -su hijo-, el pequeño dios alado del Amor con sus flechas determinantes a la pasión. Símbolo de que la Belleza -Venus- animará al Amor -Eros- a perseguir raudo el sentido de la vida. Está también el Sátiro, único personaje mítico que se atreve a mirar directamente a la diosa de ese descarado modo. El único que, gracias a su fuerte deseo, obviará aquí el desdén mitológico de ella. Pero el creador pinta una escena más grandiosa y complicada ahora con cazadores, pastores y otros personajes mitológicos. ¿Por qué? Tiziano fue de los primeros creadores del Renacimiento junto a Giorgione que iniciaron la representación de símbolos o mensajes misteriosos para expresar algún sentido oculto de la vida. No se limitaban a describir una leyenda mitológica conocida, irían mucho más allá. Y en esta obra Tiziano describe el mundo misterioso del hombre, de su vida en el mundo y, finalmente, para qué vivimos en él. Es decir, ¿por qué los diferentes seres humanos tienen intereses tan distintos o dispares unos de otros? 

Y entonces surge la interpretación de un historiador que nos dice que el mundo se divide en tres actitudes vitales: la vida activa, la vida sensitiva y la vida contemplativa. Es decir, en un caso, seres que dedican su existencia a la actividad dinámica, a realizar cosas o a producirlas. En otro caso seres que dedican su vida a los sentidos: a la satisfacción, lo voluptuoso o la búsqueda del placer físico. Por último, seres que primarán la contemplación sobre cualquier otra cosa. Es evidente que la vida es una unión no equilibrada de las tres actitudes humanas. Pero en cada ser humano siempre primará una de ellas sobre las otras dos. El pintor Tiziano describe todo eso con la representación de las diferentes figuras que plasma en su lienzo. Por un lado la vida sensitiva que vemos en la Venus dormida y el Sátiro que la descubre y la mira. ¿Sólo para verla? No, y por eso Eros aparece ahora decidido a lanzar su flecha. Debe enamorarse el Sátiro además. Por otro lado las figuras de unos cazadores, activos personajes con sus perros a la caza. Y luego la pareja sentada, seres ahora que observan las cosas que suceden y contemplan la vida con paciencia. Él -de espaldas- como un Dionisos griego, el dios de lo inefable, de lo misterioso y de lo oculto. Ella ahora frente a él como una meditabunda diosa de la floración o de la vida interior o metafísica.

El cuadro padecería una de las existencias más agitadas que un lienzo pudiera tener en la historia. Sufriría un dramático incendio cuando el Palacio del Pardo ardiese en marzo del año 1604. Entonces se perdieron todas las obras que allí estaban, excepto ésta. El rey español de entonces, Felipe III, asombrado, pronunciaría al saberlo: Si se salvó este cuadro lo demás no importaba... El lienzo de Tiziano se mantuvo en la Colección real de la corona española hasta que el rey Felipe IV se lo regala al rey inglés Carlos I en el año 1623. Luego, cuando este rey fue ahorcado por Cromwell en el año 1649, el cuadro lo compra el cardenal francés Mazarino y se lo lleva a su palacio en París. A su muerte, sus herederos lo obsequiarían al rey francés Luis XIV para terminar después, por fin, en el Museo del Louvre. Ha sufrido restauraciones poco apropiadas a lo largo de los siglos, algo que no ha hecho sino deteriorarlo más. Actualmente está en proceso de preparación para ser expuesto con su original esplendor en las salas del Louvre. Una maravilla del Arte renacentista donde podrá admirarse el largo deseo en el tiempo por representar parte del misterioso y diverso sentido de la vida.

Algunos pintores duplicaban en sus obras las inspiraciones que grandes creadores tuvieron antes. El pintor Manet (1832-1883) había nacido en una familia acomodada de funcionarios estatales de Francia. Como jefe de un departamento del ministerio de Justicia, el padre de Manet podía ofrecer a su familia una vida relajada. La experiencia inicial en el Arte del joven Manet fue tangencial, solo recibiría algunas lecciones de dibujo como tantos jóvenes franceses en su educación normal. Pero, a cambio, sí visitaría el Museo del Louvre junto a su amigo artista el pintor Antonin Proust. Sin embargo, para nada su destino estaría entonces dirigido al Arte. Debía dedicarse como toda su familia al Estado francés. Y el joven Manet aceptaría resignado dedicarse mejor al trabajo más aventurero de un funcionario, el de oficial naval. Para ello debía realizar el duro examen de ingreso en la Escuela Naval. En el año 1848 se presentaría sin éxito alguno. Las exigencias militares eran tales que de suspender solo podía volver a presentarse después de estar seis meses embarcado. A finales de ese año embarca como cadete en el Havre et Guadeloupe. Al regresar a París se presenta de nuevo y vuelve a fracasar. Ante ese fatídico destino el padre consiente que estudie Pintura, pero ahora bajo rígidas y estrictas condiciones académicas.

En sus años de estudio, Manet pasaba muchas horas en el Museo del Louvre copiando obras de grandes pintores venecianos, como Tintoretto o Tiziano. Así fue como crearía en el año 1857 su obra -mal titulada- Júpiter y Antíope, una versión modernizada de aquella creación manierista que realizase Tiziano siglos antes. La figura de Venus está dormida, como la retrataban todos los pintores que conocían la versión mitológica. Años antes que Tiziano el gran pintor Giorgione crea su obra Venus dormida, una Venus sin nada más que su figura ante un lejano paisaje crepuscular. En el año 1510 fallece Giorgione sin terminarla y la historia cuenta que Tiziano la finalizaría. Es una de las primeras Venus extraordinarias de toda la historia. La contemplamos en su plena y magnífica belleza, ¿puede pintarse una Venus clásica mejor? Es el Renacimiento más bello de un desnudo femenino, el más definitivo y el que más influyó en la representación de una Venus tendida.

Siglos después un pintor desconocido -tan misterioso como Tiziano- pintaría con sólo veinte años su propia Venus desnuda. Pero, en este caso, el joven pintor francés la pintaría despierta. Sin embargo, no la titularía Venus, la denomina entonces Joven desnuda sobre una piel de leopardo. El malogrado creador francés Félix Trutat (1824-1848) fallecería en un accidente de equitación solo cuatro años después de realizarla. Como Manet, también se influenciaría de los pintores venecianos y copiaría obras maestras del Louvre. Es uno de los casos en la historia del Arte de una promesa malograda antes de que su genio llegara a culminar. Pero al menos nos dejaría algunas obras, muy pocas, entre ellas este maravilloso desnudo clásico tan sugerente. Aquí vemos ahora la grandeza artística del joven creador francés. Pasaría su obra desnuda la censura de la Academia francesa gracias a su excelente calidad artística. Si no hubiese sido por su calidad estética no la hubiesen dejado exponer. El Arte salvaría por entonces la vergüenza... El autor trataría de hacer mover los ojos del espectador del arrebatador desnudo a la hermosa piel de leopardo que lo cubre. Pero, además el pintor francés quiso situar en el cuadro una cabeza de hombre entre las sombras. La efigie de un hombre mirando tal maravillosa Belleza desnuda. Es una cabeza solitaria y fantasmal de un hombre que se vislumbra, difícilmente, hacia la derecha del lienzo. Es esta creación académica el mejor sutil homenaje que pudiera hacerse -con una cabeza mirando asombrada la belleza- a aquella actitud tan humana y estética de la contemplación en el mundo.

(Obra de Edouard Manet, Júpiter y Antíope, 1857, Colección Particular, Francia; Óleo Júpiter y Antíope-La Venus del Pardo, 1551, Tiziano, Museo del Louvre; Lienzo del pintor veneciano Giorgione, Venus dormida, 1510, Galería de maestros antiguos, Dresde, Alemania; Óleo Joven desnuda sobre una piel de leopardo, 1844, del pintor francés Félix Trutat, París, Francia.)

16 de diciembre de 2014

La ilusión impenitente por encontrar un Tiziano perdido en España.



La historia cuenta que el rey Felipe II de España habría encargado antes del año 1559 una obra de Arte sobre el entierro de Cristo al pintor Tiziano. Documentalmente, se sabe que el rey escribió a su embajador en Italia, Claudio de Quiñones, una carta el 20 de enero de 1559 para comunicarle que aún no había llegado a Madrid la pintura. Desde Venecia debía haber salido el cuadro meses antes. Pero, la verdad es que nunca llegaría. Meses después, en julio del año 1559, el rey escribía al pintor para solicitarle que le enviase otra pintura de la misma obra perdida. Y es cuando Tiziano reacciona tan pronto como pueda para cumplir los deseos del monarca. A finales de septiembre de ese mismo año le enviaría Tiziano al rey de España la nueva pintura sobre el mismo tema, el entierro de Cristo. Es a finales de ese año 1559 cuando se recibe en Madrid la grandiosa creación manierista de Tiziano, y es entonces realmente cuando se llegaría a saber en España el maravilloso tesoro que el mundo se había perdido antes...

La imagen del año 1559 es una excelente creación pictórica realizada, con mucha seguridad, por el taller de Tiziano en Venecia. Es decir, por varios pintores a sueldo del gran maestro, que llevaron a cabo las sutilezas, matices y formas que éste había conseguido asimilar durante años de genialidad. Es lógico pensar en la autoría técnica del taller, al comprobar el resultado de crear una maravilla como esa obra en tan solo dos meses de trabajo. Sin embargo, la verdad nunca se sabrá del todo. En cualquier caso, es igual. Escribí una vez que la autoría no es lo más importante en el Arte, que sólo es el Arte lo importante. Lo que sí es importante es la historia creativa que hay detrás de un cuadro, es decir, el momento y el lugar donde han sido creadas las obras de Arte. Porque, ¿quién fue la mano concreta...?, es algo muy difícil de saber con certeza absoluta en muchas de las creaciones artísticas de la historia. Pero, no es la duda de quién pintase algo tan maravilloso de lo que ahora se trata. En este caso, es seguro que fue la firma de Tiziano. Pero lo que ahora quiero contar sobre todo es el hecho de que una obra, creada meses antes de la de 1559, otro entierro de Cristo parecido, fuese extraviada por entonces en su viaje de Venecia a España.

Así que, desde entonces, el furor de querer encontrar una pieza tan excelsa, perdida en aquellos años de mediados del siglo XVI, pasaría al  inconsciente colectivo de algunos españoles, muy dado al misterio, al hallazgo, al deseo, a la suerte y la fortuna...  Sobre todo cuando el propio pintor Tiziano (1485-1576) crease además otra obra muy parecida años después, en 1572, en este caso para el secretario entonces del rey Felipe II, Antonio Pérez, un personaje de infausto destino en la historia de los personajes antipáticos de España. También mostrará esta obra de Arte las extraordinarias virtudes estéticas y creativas de Tiziano y su taller. Era una práctica corriente en los grandes artistas disponer de un taller con pintores a sueldo para componer sus obras. Aunque siempre se sabría que la idea de la obra era del maestro, no se pagaría lo mismo por una obra realizada por éste que una por sus alumnos. Sin embargo, Tiziano no distinguiría ese detalle, algo aún más frecuente al final de su vida.

Un comerciante italiano de Arte en la corte del duque de Baviera, Niccoló Stoppio, le escribiría en el año 1568 al banquero alemán Max Fugger: Tiziano no solo pide el mismo precio de siempre por sus obras, sino incluso mayor que las de antes a pesar de que, como todo el mundo sabe en Venecia, ya apenas ve, de que el pulso le tiembla y de que no puede terminar ningún cuadro sin recurrir a sus ayudantes. Tiziano no hace sino dar alguna que otra pincelada, pero los vende como si fueran totalmente suyos y engaña a sus clientes tanto como puede.  El tema religioso del entierro de Cristo lo había tratado ya el gran artista veneciano en el año 1520, antes de nacer incluso el propio rey Felipe II. Le había encargado su primer mentor, el italiano duque de Mantua, una composición que describiese el momento en el que transportan el cadáver de Cristo a su tumba. Sin embargo, no alcanzaría esa imagen temprana la maestría artística de las otras dos obras posteriores. Sirva esta comparación del mismo pintor como muestra además para admirar lo que es una obra maestra de Arte. Nos ayuda especialmente esta obra de entonces, la del año 1520, realizada por el mismo pintor veneciano, para compararla con la del año 1559, cuarenta años o más de distancia temporal, para entender más la sutil diferencia entre un mismo genio y una genial obra.

Primero es el instante elegido, algo buscado por el pintor siempre para fijar la imagen de una concreta escena. Porque es el momento de mayor dramatismo el elegido en la obra de 1559 por Tiziano. Con toda seguridad una elección del maestro, y sólo de él -muestra de lo que es el Arte, independientemente de su ejecución-. Luego está la composición, donde una magnífica tumba romana, ligeramente escorzada, tallada en piedra y labrada con motivos legendarios, se sitúa en un primer plano bajo el cuerpo tan humanizado de Cristo. Y la tumba y las figuras están representadas en una estética diagonal maravillosa, comprendida ésta desde el ángulo inferior izquierdo del brazo caído del cadáver hasta la mano izquierda elevada de la Magdalena, ahora en el extremo superior derecho de la obra. Todo el conjunto está muy aprisionado y compactado en el lienzo. Es visible sobre todo el sentido principal de la obra -Cristo yacente-, el sentido que el pintor crea con la posición más ladeada que de un cuerpo moribundo -y de casi todo el encuadre- pudiera hacerse por entonces. Los colores manieristas y venecianos hacen el resto en este gran tesoro artístico del Arte. En ambas obras, expuestas en el Museo del Prado, la del año 1559 y la del año 1572, se decidirían además los colores por el propio maestro y así se ven ahora aquí las maravillosas tonalidades elegidas por él.

Pero nunca se hallaría en España cuadro perdido alguno de Tiziano, con esa representación o con cualquier otra. Sin embargo, el pintor más famoso del siglo XVI habría originado en España un anhelo poderoso por encontrar una obra como esa, la misma que guardaba El Escorial y luego guardaría el Museo del Prado desde el año 1837. Si no había llegado al rey Felipe II entonces la obra de Tiziano, el más grande y poderoso monarca de todos los tiempos, ¿dónde estaría la obra? Y así, con esa vaga ilusión, dormiría el sueño de los deseos o de los anhelos más queridos de los hombres. Así hasta que un día del año 2009 una restauradora de Arte encontrase un lienzo parecido al de Tiziano en el desván oscurecido del Museo de la Semana Santa de la ciudad de Sahagún. Y allí, olvidado y desahuciado, perdido entre candelabros, mantos, ciriales y retablos, apareció cuarteado, deteriorado y sucio, aquel tesoro perdido y deseado durante siglos en España. Parecía mentira, habían pasado cuatrocientos cincuenta años y, por fin, aquel lienzo de Tiziano transportado desde Venecia a la corte madrileña se descubría ahora, ¡qué ilusión más grande, qué alegría de hallazgo artístico!

Pero tan sólo se quedaría en eso, en una vana ilusión, como las de hallar otras tantas cosas en la vida. Porque en este caso la decepción fue certificada además por la imparcial datación del lienzo hallado: finales del siglo XVIII o principios del XIX. La verdad científica e histórica dejaría agotada la ilusión de aquel maravilloso instante, de ese momento único en el desván de un pequeño museo leonés. Se acabó, no era aquella excelsa obra renacentista, no era aquel Tiziano maravilloso perdido siglos antes. No, probablemente fuera una copia de esa obra o de la de 1572, como algunas otras muchas copias que se hicieran de Tiziano

(Óleos todos del pintor Tiziano: Entierro de Cristo, 1559, Museo del Prado; Entierro de Cristo, 1572, Museo del Prado, Madrid; Entierro de Cristo, 1520, Museo del Louvre, París; Retrato de Felipe II, 1550, taller de Tiziano, Museo del Prado; Autorretrato del pintor Tiziano, 1562, Museo del Prado; Fotografía del cuadro copia del Entierro de Cristo de Tiziano, siglo XIX, anónimo, hallado en el museo de la Semana Santa de Sahagún, León, 2009, imagen de la web de Publico.com)

10 de diciembre de 2014

La reinvención del Arte se basará en el realismo de la vida, el de la más normal y pasajera.



Cuando el romántico y realista -y casi impresionista- pintor Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875) crease en el año 1843 su lienzo Marietta, no pudo sospechar entonces lo que su gesto artístico supondría luego en la historia. Corot sería precursor de otras tendencias posteriores, como los impresionistas, que se inspirarían en él para comprender que la luz y el instante elegido podían ser elementos esenciales para la creación artística. Pero antes de eso, antes de alumbrarse el Impresionismo en el mundo, crearía Corot un desnudo de mujer como aquellas clásicas odaliscas o heroínas hermosas pintadas de antaño. Pero ahora, a cambio, solo plasmaría el pintor francés a una simple y vulgar prostituta de Roma. Y no sólo eso sino que ahora su composición no era tan elaborada ni decorada ni arrebatadora sensualmente como lo había sido antes. No, ahora su obra de Arte solo fue la simple imagen desnuda de una vulgar mujer tendida en un catre. Nada más. Y nada menos... Corot fue el primer pintor que desarrollaría eso que, mucho tiempo después, se acabaría llamando Modernismo. El escritor y poeta francés Baudelaire (1821-1867) lo entendería también así. En el año 1863, veinte años después de que Corot pintara su Odalisca romana, Baudelaire escribiría su ensayo El pintor de la vida moderna. En su escrito quiso reflejar el ofuscado poeta la experiencia fluctuante y efímera de la vida moderna, la responsabilidad que tendría el Arte ahora de captar esa nueva experiencia existencial. Así empezaría la modernidad. La definió Baudelaire diciendo que: era lo transitorio, lo contingente, lo fugitivo, la mitad del Arte, cuya otra mitad sería lo eterno o lo inmutable representado por el Arte clásico de antes. Pero que ahora el Modernismo debía incorporar lo no eterno, lo vulgar y lo pasajero.

Algo difícil de obtener en el Arte de entonces. Sin embargo, había motivos para conseguirlo y Corot fue el primero que comprendió que lo contingente del Arte no podría ser ya tan elaborado, no podría ser tan perfilado como lo había sido antes, con aquellos académicos rasgos excelsos de la Pintura más consagrada. Así nacería el Modernismo, aunque aún muy tímidamente. Porque aún tendrían que pasar más años hasta poder llegar al Arte más moderno. La famosa actriz de teatro Sara Bernhardt (1844-1923) fue la primera que comprendería, desde que empezara a declamar sus dramas por los teatros de Europa, que la naturalidad de la vida normal debía sustituir el histrionismo rígido y alejado de las actuaciones clásicas tradicionales. Y así lo hizo ella, y triunfaría en todas las ocasiones que su arte interpretativo tan realista le permitiera hacerlo. Con ella comenzaría el nuevo teatro y las nuevas formas de interpretarlo. El Realismo en el Arte tiene, básicamente, dos formas de entenderse: una forma es la descripción natural de la vida normal y vulgar de los hombres (el Barroco fue el primer estilo artístico que lo hizo así), otra forma es el verismo fiel a las cosas de la naturaleza, es decir, pintar las cosas como son realmente, no sólo en sus detalles sino en su realidad más cercana a la visión exacta de las cosas, a su reflejo real que los ojos humanos vean, algo que solo empezaría a producirse a mediados del siglo XIX.

Y el color es algo muy significativo para dilucidar ambos modos. Porque las cosas no son tan contrastadas en la vida real como el Barroco las pintase, sin embargo, con sus colores exagerados o no tan conformes a como son reflejados por la propia luz de las cosas. Pero, tampoco la perfección real del cuerpo de las personas o la proporción exacta ante el resto de las cosas o el reflejo real que de la luz natural sus cuerpos emitan a los ojos receptores. Además de la autenticidad que, de sus propias imágenes, pudiera obtenerse de esa verdad representada en una obra, algo que de estar dentro de la escena retratada el propio receptor así lo viera. El creador francés Aimé-Nicolas Morot (1850-1913) fue un ejemplo del más sublime verismo en el Arte académico y realista de finales del siglo XIX. Fue un dibujante extraordinario y un recreador de la verdad en sus diversas facetas artísticas más estéticas. Sin embargo, su modernismo no fue tal porque no cumpliría aquel sentido existencialista del hombre moderno que hablara Baudelaire. Sus obras son representaciones de gestas históricas o legendarias que siempre se habían representado en el Arte. ¿Qué interés podría tener descubrir el perfecto perfil anatómico de un vulgar personaje? Es por lo que estos pintores tan escrupulosamente realistas crearon obras de seres humanos reconocidos en la historia o en la leyenda -Herodías o el Buen Samaritano-, y no de representaciones de seres normales, genéricos, vulgares o banales.

Tuvo que llegar la posmodernidad a finales del siglo XX para crear ahora las cosas de otra forma. La posmodernidad era algo impreciso de entender, pero que, ahora, asesinaba por la espalda a la modernidad utópica de antes, esa que tanto Oscar Wilde como Baudelaire habrían jurado que nunca algo así jamás pudiera morir. Sin embargo, aún mantendría una de las dos cosas que el escritor decadentista francés había augurado: la fugacidad de la vida reflejo de la existencia efímera de los seres sometidos a su influencia. Y, así, acabarían llegando luego el Hiperrealismo, el Realismo más fotográfico o el Superrealismo. La verosimilitud de la escena retratada se ha conseguido extraordinariamente en el Arte, como es el caso del pintor chileno Claudio Bravo (1936-2011) y su obra Venus del año 1979. A diferencia de Corot, el pintor chileno nos sorprende iconográficamente ahora: ¿es una fotografía o no lo que vemos? En la obra superrealista de Bravo el Arte trastoca claramente aquel sentido de modernidad. Ahora la postmodernidad del pintor chileno le llevaría a sublimar lo eterno del Arte en una eternidad nada gloriosa, ni idealizada ni reflejada en ningún alarde más allá de la fidelidad exacta de la imagen a la naturaleza. Sin embargo, la pintora brasileña Marta Penter (Porto Alegre, 1957) sí consigue aquella otra mitad efímera del Arte, esa mitad que nos describe a nosotros, seres humanos desconocidos o perdidos, en un mundo conocido y real. Porque es ahora la necesidad del ser humano de verse a sí mismo, de reflejarse de cualquiera de las posibles maneras naturales que la vida actual obligue. Pero con belleza, sensualidad y originalidad artísticas. También, con las sutiles formas de aquellos detalles naturalistas del Barroco clásico, aunque, sin embargo, sin los colores tan grandilocuentes ni tan disconformes a la naturaleza o la vida.

(Imagen reproducida -sin color- de un óleo del pintor Aimé-Nicolas Morot, Herodías, 1880, Francia; Óleo de Aimé-Nicolas Morot, El Buen samaritano, 1880, Museo de Bellas Artes de París; Cuadro de Camille Corot, Marietta, Odalisca romana, 1843, Museo de Bellas Artes de París; Obra del pintor superrealista Claudio Bravo, Venus, 1979; Óleo del pintor modernista y orientalista francés Georges Clairin, Retrato de Sara Bernhardt, 1871, Francia; Detalle azulado de una imagen fotográfica de Sara Bernhardt, del fotógrafo Felix Tournachon, conocido como Nadar, 1865, París; Imagen fotográfica original de Felix Tournachon, 1865, Retrato de Sara Bernhardt; Cuadro hiperrealista de la pintora Marta Penter, Pintura realista en óleo, 2009; Imagen fotográfica de la pintora Marta Penter creando su obra, 2009; Óleo barroco del pintor español Juan Bautista Maíno, Adoración de los pastores, 1614, Museo del Prado; Detalle de la misma obra de Maíno, con los reflejos realistas del Barroco en una imagen.)