26 de febrero de 2020

En estética el menor espacio ofrecerá una mayor grandiosidad y belleza.



Aunque el efecto parezca a la inversa, el cuadro inferior es más grande en tamaño que el primero de la entrada, ya que el de abajo es más alargado horizontalmente que el de arriba. Se encuentra en el Museo del Prado y representa la misma escena y paisaje veneciano que la otra obra, ambas del mismo pintor italiano, Leandro Bassano, y fechadas en el mismo año 1595. Cuando el pintor tuvo que componer lo mismo pero en menos espacio de lienzo, ajustaría y eliminaría cosas con un resultado mayor estéticamente en la obra de la Real Academia que en la del Prado. Es de suponer que la obra de menor tamaño fue realizada poco tiempo después cuando, teniendo que exponer la misma escenificación, no tendría tanto lugar donde poder recrear detalles, incluir más embarcaciones, elementos o cosas. ¿Fue eso exactamente? Si nos fijamos bien no hay menos cosas en una que en la otra obra; y también los detalles y la realización de las formas en la obra del más alargado (Museo del Prado) es incluso más elaborada que en el otro. Pero hay algo en la obra de la Real Academia que la hace finalmente más interesante y más atractiva. ¿Qué es eso? Las obras de Arte apaisadas (alargadas horizontalmente) no resaltan el paisaje tanto, a pesar de lo que puede suponerse, con respecto a las que no son apaisadas de ese mismo paisaje. El cielo tan elaborado con respecto a la otra obra puede influir también en la elección estética de la de menor tamaño. Pero, sin embargo, son dos cosas las que determinarán la diferencia más genial de una obra sobre otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor de hacer la misma obra añadió dos cosas, básicamente, que no había hecho (porque no podía) en la anterior obra. Elevó más su perspectiva (en la obra de la Real Academia es una perspectiva más aérea) y concentró aún más el color rojo en la gran barcaza veneciana y su adyacente comitiva de grandes personajes. Con esos efectos estéticos, un punto de visión más elevado y un color rojo destacable en un ángulo menos cerrado entre la barcaza y la comitiva rojas, hicieron de la obra de la Real Academia de San Fernando una composición estéticamente mucho más conseguida que la del museo del Prado.

Al tener menos espacio de visión se tiende a elevar el observador de cualquier paisaje limitado en lo ancho. Y, por otro lado, al elevar esa visión, los ángulos de las cosas más cercanas resultan más abiertos que cerrados, consiguiendo así una mayor perspectiva o un acabado más elogioso de todo el conjunto. Pero las cosas no son en estética tan simples, hay más elementos que condicionan que una obra esté más conseguida frente a otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor veneciano de recrear una misma escena en un menor tamaño físico, decidió acertadamente eliminar detalles, objetos y colores, con lo que mejoró el resultado final de la obra de Arte. Luego consiguió ampliar su perspectiva verticalmente, con lo que ganaría un paisaje cenital mucho más atrayente que el cielo más empequeñecido y menos brillante que el otro. Las dos obras de Bassano representan una tradicional ceremonia veneciana: el matrimonio del mar con Venecia. El dux y su gobierno embarcan y se dirigen a la entrada del canal para depositar en el mar el anillo de boda que simboliza la unión de Venecia y el mar. Lo curioso es que el pintor hiciera dos obras de la misma celebración en el mismo año, y que las dos obras vinieran a España quince años después de haberlas pintado en Venecia. Luego sabremos que el comprador fue el duque de Lerma, el valido (primer ministro) más corrupto que tuvo España entonces.  Que las adquiriría para él y que a su derrocamiento y defenestración fueron confiscadas por la corona y depositadas en el Palacio Real de Madrid. Es curioso que otro valido o primer ministro de España, Manuel Godoy, acabase poseyendo el cuadro de menor tamaño (Real Academia de San Fernando) el tiempo que estuvo en el poder, eligiendo así el de mayor belleza o de mejor acabado estético de ambos lienzos.

Los límites en el Arte son importantes. Deben éstos ser muy precisos en los laterales y, sin embargo, deben ser imprecisos en el horizonte final. La perspectiva aérea y lineal son elementos compositivos determinantes para elogiar el resultado de un bello paisaje. El punto de fuga es más destacable cuanto más precisos son los límites laterales de una obra. Después las cosas parecen disminuir (no tanto en tamaño como en agrupamiento) cuanto más se eleve la altura de la visión desde donde el pintor compone su obra, porque parecen estar más desperdigadas, se oponen así menos unas a otras que si la visión es más cercana a la superficie de la tierra. Pero, no bastará. Hay que saber elegir además qué cosas o cosa deben estar destacadas frente a las demás. Y el color en esto es muy importante. Es la otra cosa que determina la estética más singular de una obra de Arte. Porque debe haber un color que destaque sobre los otros con la profusión de tonalidades que la vista confunda ahora ante la variedad de cosas representadas. Esto es una genialidad muy apreciable en la composición final de un atribulado paisaje cargado de muchas cosas, objetos, variedades, elementos  o detalles mezclados. Los pintores no siempre tienen en cuenta esas cosas a priori... En este caso el pintor tuvo la ocasión de poder realizar, pocos meses después de finalizar una (Museo del Prado), la misma obra en otra (Real Academia), con lo cual pudo comparar y elegir otra mirada diferente. Una mirada con la que alcanzaría, sin saberlo del todo entonces, la mejor composición que de un mismo escenario tuviera de una misma y diferente obra.

(Óleo La Ribera o muelle de los Eslavos, 1595, del pintor Leandro da Ponte Bassano, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Cuadro Embarque del dux de Venecia, 1595, Leandro da Ponte Bassano, Museo del Prado, Madrid.)

19 de febrero de 2020

El amor y la muerte, dos símbolos de una misma realidad virtual inmortalizados por el Barroco.



En esa maraña pasional, mística, divulgativa, práctica y seductora que fue la creación artística barroca, hay dos aspectos humanos opuestos y similares que atañen al inicio y el final de lo que somos: el amor y la muerte. Cuando algunos pintores españoles de mediados del siglo XVII comprendieron que no podrían superar a sus maestros más insignes, descubrieron que la única forma era sorprender aún más con la belleza. Y entonces vieron que combinar esos dos aspectos de la vida era una manera magistral con la que podrían acercarse al éxito y la gloria. El yerno de Velázquez, Juan Bautista Martínez del Mazo, no tuvo otra opción para poder distinguirse de la genialidad de su suegro. Algunas de sus obras son un canto a la sutilidad y la extrañeza. En el año 1657 pintaría su cuadro El estanque grande del Buen Retiro. Hay ahora en la obra de Martínez del Mazo algunas cosas que nos indican, sugieren y matizan la poderosa sublimidad misteriosa que representa. El estanque simboliza el espejo limitado de la vida fugaz y azarosa. En él hay una barcaza que se dispone a surcar, airosa, para el solaz vanidoso y temporal de los seres que transporta. La extraña pareja de amantes aislada oculta una realidad pasional ajena al mundo vanidoso de su espalda. A la derecha de los amantes una balaustrada se dirige, zigzagueante, hacia la estatua clásica de una Venus poderosa, simbolizando así el azaroso destino final de cualquier deseo inevitable: el posible amor fecundo o falaz en nuestro contingente mundo necesario. Un pavo real sin desplegar las alas simboliza ahora no tanto la belleza fugaz como el ciclo vital de lo azaroso.

Pocos años después el desconocido pintor Pedro de Camprobín (1605-1674) compuso una obra Vanitas para el Hospital de la Caridad de Sevilla, El caballero y la muerte. Para un lugar como ese la visión de obras de Arte con el sesgo de lo fútil, de lo pasajero o de lo definitivo de la vida era una coherente forma de indicar su actividad piadosa. En la pintura de Camprobín la dualidad del amor y de la muerte es originalmente retratada. Pero ahora no compuestas para el barroco metafórico de dos pasiones amorosas sino para la divulgativa o más práctica información contra la promiscuidad sexual y su terrible enfermedad venérea. En la mitad de esa centuria la proliferación de prostitutas y la falta de higiene llevaron a una grave crisis sanitaria. Así que el pintor muestra a una cortesana con la imagen ahora de la muerte entre sus formas. Es una mujer sólo por el ojo visible que de su rostro un velo descubre con la única mano que mantiene viva, todo lo demás es un esqueleto mortecino y deprimente. El caballero se descubre, ingenuo, ante la presencia de la muerte envelada. La obra muestra además elementos que representan la vanidad y la irrelevancia de una vida material e intrascendente. Lo que podía parecer un recurso original estético para mezclar belleza sugerente con muerte envenenada era, sin embargo, una realidad social en el vestuario de algunas cortesanas de aquella época, lo que se denominaba en el siglo XVII una mujer tapada o una tapada. Fue una forma de vestir discreta para las prostitutas o cortesanas españolas, que duraría apenas ese siglo ya que fue una moda que acabaría pronto gracias a las nuevas costumbres francesas.

Así que aquella pareja solitaria del estanque estaba formada por un caballero y una mujer tapada. Pero no era una representación vulgar de escena cortesana lo que el pintor deseara expresar en su obra, sino que expresaba más bien la relación pasional ocasional o liberal frente a la conyugal de una pareja casada. Esto, el pavo real y la estatua de Venus determinaría la dialéctica metafórica del amor y la muerte en nuestro mundo. A diferencia del cuadro de Camprobín, la simbología amor-muerte ahora no es la promiscuidad infecta en su materialidad terrenal, sino la especial dualidad pasional ante lo que es pero dejará de ser...  Lo que es creado y luego destruido y que se manifestará por el deseo invisible de lo apartado o de lo cubierto o de lo no visto. Y cuya expresión es en la obra de Martínez del Mazo representada por la virtualidad efímera de una mujer tapada, por la azarosa temporalidad de un pavo real y por la fecunda o infértil belleza irreal de una Venus mitológica. La belleza natural del cielo, de los árboles y del estanque contrastan en la obra con la silueta del pequeño edificio, la terraza zigzagueante y la poderosa Venus clásica esculpida en piedra. Como el amor y la muerte, las cosas opuestas en la obra se configuran ahora bajo una misma belleza misteriosa, esa que el pintor supo expresar con la suave coloración oscurecida de una fragancia tan efímera como grandiosa.

(Óleo El Estanque Grande del Buen Retiro, 1657, del pintor barroco Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Prado, Madrid; Cuadro El caballero y la muerte, entre los años 1650-1670, del pintor barroco Pedro de Camprobín, Hospital de la Caridad, Sevilla; Detalle del cuadro El Estanque Grande del Buen Retiro, Museo del Prado.)

16 de febrero de 2020

El Romanticismo lo vislumbraron ya algunos creadores del melancólico siglo de oro.




El movimiento romántico que surgiría en Europa a mediados del siglo XVIII, y que alemanes y británicos crearon primero que nadie, ya habría sido sospechado por los artistas y creadores del periodo barroco denominado Siglo de Oro español. Cuando el escritor inglés Horace Walpole compusiera su obra El Castillo de Otranto en el año 1764, empezaba a alumbrarse un cierto sentido romántico consecuencia del espíritu anquilosado de los hombres. ¿Qué cosa representaba por entonces ese espíritu anquilosado? La ociosidad inteligente e inquisidora producto de la auto-indulgencia y la molicie que ofrecía por entonces la opulenta sociedad satisfecha. Cuando esos fenómenos psicológicos se dan en una sociedad ilustrada satisfecha surgirán la huida, el refugio, la oscuridad, el mesianismo perdido o la búsqueda de un paraíso ideal hallado en el pasado o en la exaltación de lo misterioso. El Romanticismo nació de esos anhelos melancólicos sobre la vida, el sentido de la historia y, sobre todo, de una individualidad introspectiva y disidente. El siglo XVIII europeo se desarrolló con esas pautas propiciatorias para ensalzar el devenir existencial más desasosegado. El Romanticismo de finales del siglo XVIII fue el cansancio metafísico ocasionado por la satisfacción personal y agnóstica de la Ilustración. Pero en los años en que el siglo de Oro español tuvo parecidas singladuras espirituales y personales, entre los años 1630 y 1680, lo fue no por el cansancio metafísico sino por el desarraigo espiritual que una sociedad afortunada y venida a menos padeciese por entonces. De haber nacido en las excelsas moradas de un imperio esplendoroso, los hombres y mujeres de ese periodo hispano tan sobrecogido sintieron y plasmaron luego en sus obras barrocas el desaliento, la fatuidad o la dulce melancolía más elogiosa para llegar a componer, henchidos de gloria artística, las mismas sensaciones de evasión y retraimiento que, un siglo más tarde, alumbrara exitoso el sentimiento romántico más prometedor.

Un pintor poco conocido de ese periodo barroco en el Arte español lo fue Francisco Collantes (1599-1656). De características prerrománticas, se dedicaría a componer paisajes desolados, oscuros y nostálgicos en una época donde los paisajes no eran muy valorados estéticamente. Fue por eso además un paradigma anticipado del héroe-artista auto-marginado, para nada mundano o exitoso. Lo que sería  más de un siglo después una personalidad artística muy elogiada por el Romanticismo clásico. En fecha poco precisa por desconocerse, aunque situada con probabilidad entre 1640 y 1650, el pintor Francisco Collantes compuso su obra Paisaje con un Castillo. En una nación con tantos castillos como España el pintor realizaría, sin embargo, una obra de Arte con la silueta de un castillo imaginario y oscuramente melancólico. Pero además lo posiciona en un montículo rodeado de un paraje tenebroso en un ambiente con tintes fantasmagóricos para la época. En Psicología podría evaluarse el sentimiento romántico como una huida enardecida hacia otro tiempo distinto del momento padecido. ¿Cómo no valorar ya esta impresión artística tan precoz en un periodo tan diferente al de los elementos románticos posteriores? Sin embargo, la historia es a veces mala consejera para evaluar con exactitud honesta la vida y los sentimientos reales de los hombres. En la historia hacer resúmenes clasificados es una barbaridad sólo entendida por el afán falsamente ilustrativo de una realidad veraz desconocida. Como los periodos artísticos y sus encasillamientos culturales, que no reflejarán exactamente lo que sucediera o se sintiera por sus creadores en algunos momentos, sociedades o culturas del mundo. 

En esta pintura barroca, anticipadamente romántica, el creador inspiraría ya elementos que propiciaban el desarraigo más sobrecogedor de un espíritu humano por entonces nada sosegado. Vemos en la obra un castillo ruinoso sobre unos riscos abandonados rodeados de un bosque desperdigado y coloreado por ocres y oscuras siluetas verdecidas. La atmósfera mágica y ensoñadora que se percibe es completada por unas rocas emergentes del mismo color que el cielo macilento del atardecer, que apenas oculta aquí un crepúsculo dorado reflejo ahora de lo finalizado, de lo perdido o de lo caduco de la vida.  Pero, no solo en esos rasgos nostálgicos veremos las pasiones emotivas de un enajenado acontecer, también lo vemos en el frágil pasadizo del puente de tablas de la derecha del cuadro donde, inusitadamente, se nos muestra sin pudor ni jactancia metafísica la disonancia más desalentadora entre un esplendor ya acaecido y olvidado y un desatento, ridículo y desmerecedor porvenir. No hay seres en el paisaje emotivo de la obra de Collantes, ni vivos ni muertos, ni animados -de ánima humana- o no. Tampoco hay nada que lo haga emotivo siquiera, como que no lo haga. Sólo un paisaje oscurecido bajo un aura de incierta ensoñación misteriosa que emergerá ahora del pasado silencioso para, sin nada aún que afecte al sentimiento, evoque enaltecido, sin embargo, el sentido más lírico y metafísico del paso del tiempo y de su gloria. Desde la lejanía de un siglo barroco tan distante de inspiración melancólica romántica, sentiremos la grandiosidad de una etapa gloriosa en el Arte que expresaría ya una época de contrariedad, de confusión, de asombro perdido o de cierta orfandad psicológica.

El Castillo de Otranto fue el disparadero artístico poético de una forma de expresar literatura que llevase al Romanticismo a descubrir el sentido más atrayente de las ruinas y los misterios del pasado. Fue muy conocida por ser la primera novela de terror gótico, de literatura fantástica o de cuento donde el espíritu vagabundo de lo humano se perdiera entre ensoñaciones de lugares olvidados. Tanto como lo fuera antes aquella inspiración barroca tan introspectiva de Francisco Collantes y su obra Paisaje con un Castillo. Como siempre que hay que analizar, escudriñar o profundizar una obra de Arte, habrá que situarse en el momento y en el lugar histórico donde fuera realizada. A mediados  del siglo XVII España vivía su efusión cultural más elogiosa gracias a lo que se llamó el Siglo de Oro. Pero también viviría una época de abatimiento y de crisis existencial por sus particularidades sociales e históricas. El pasado entonces pesaba mucho porque había sido el más glorioso pasado que país alguno hubiese tenido jamás. Por mucho que se quisiera revivir aquella grandeza de antes fue imposible conseguir mantenerlo en el tiempo, salvo lo que se pudiera conseguir hacer con la poesía o la pintura más elaborada y primorosa. Pero es que además el pintor Collantes tuvo una premonición lírica extraordinaria, porque fue por entonces la más exitosa inspiración que luego, con los años, no en su propia época, llegaría a ser muy admirada como la expresión creativa más inspirada del ánimo más ofuscado de los hombres.

(Óleo Paisaje con un Castillo, primera mitad del siglo XVII, del pintor barroco español Francisco Collantes, Museo del Prado, Madrid.)

11 de febrero de 2020

Una visión anacrónica del retablo de Gante ubicará su sentido material de otro místico.



Una creación de gran tamaño compuesta a modo de retablo articulado, lo que es un políptico, llevaría a tener una historia agitada y extra-artística que demostraría la influencia del Arte en la vida, en las opiniones, los gustos, la codicia o el interés de los hombres. Pero, además, es una obra de Arte extraordinaria, creada en los primeros momentos iniciales del Renacimiento por un genial pintor flamenco, Jan van Eyck. El Políptico de Gante fue una narración teológica, donde el mundo conocido era descrito en clave mística, trasladado luego a formas visibles con el elaborado hacer de un Renacimiento alumbrado apenas por entonces. En sus maneras pictóricas y en su estilo nuevo comenzaría el Arte a crear detalles no vistos antes en un cuadro. Se seguían utilizando la alegoría gótica, como realzar figuras desproporcionadas o gestos primitivos y exagerados. Pero apareció entonces la nueva perspectiva renacentista, un cierto realismo estético en algunas de sus formas humanas representadas; también, la belleza armónica del equilibrio entre las partes, o los detalles minuciosos de algunas cosas recreadas con esmero, no antes representadas así. El retablo La adoración del Cordero místico (Políptico de Gante) fue encargado en el año 1425 por una pareja de donantes para ser situado en una capilla de la iglesia de San Juan de Gante. Como todo retablo articulado, podía cerrarse y abrirse a voluntad, descubriendo así un interior y un exterior con obras de Arte a su vez. Estaba compuesto por diferentes paneles de gran tamaño, llegando a medir hasta cuatro metros de ancho totalmente desplegado. Nunca se había creado un políptico así de grande, ni así de novedoso artísticamente. Su fama llegaría a todos los lugares de Europa y contribuiría a crear un mito artístico de gran solemnidad mística.

Flandes era entonces una región dependiente del antiguo ducado de Borgoña, un poderoso e independiente feudo europeo del siglo XV. Cuando su heredera María, la única hija del gran duque borgoñés, se casó en el año 1477 con el heredero de la dinastía vienesa de los Habsburgo, Maximiliano de Austria, nacería como resultado  Felipe de Habsburgo, el primer rey de la España unificada por los Reyes católicos. Así, Flandes acabaría en los dominios del poderoso rey Carlos de España y, luego, de su hijo Felipe II. Este último rey convertiría la ciudad de Gante en obispado en el año 1559, de ese modo la antigua iglesia de San Juan acabaría transformándose en una catedral. Pero, sobre todo, Felipe II quedaría impresionado al ver el grandioso políptico de van Eyck. En ese momento empezó el asombro famoso por la obra tan extraordinaria que había compuesto Eyck. El rey español podía haberse llevado el políptico a Madrid, si lo hubiese deseado, nadie se lo hubiese podido impedir por entonces. Pero, no hizo eso. Lo que Felipe II hizo, para seguir disfrutando de lo que había visto en Gante, fue solicitar a otro pintor flamenco, Michel Coxcie, llevar a cabo la reproducción más elaborada -es de suponer probablemente que fue una copia muy fiel y artística, ya que hoy no es público su visionado al estar en manos privadas y desperdigadas todas sus partes- del eximio Políptico de Gante. Michel Coxcie (1499-1592) fue un pintor correcto que sería hasta llamado el Rafael de los Países Bajos. La copia de Coxcie fue llevada al Palacio Real de Madrid para disfrute del rey, y el original, sin embargo, quedaría para siempre ubicado en la catedral de Gante. ¿Para siempre?

Los primeros conflictos con el Arte flamenco de Gante los llevaron a cabo los calvinistas protestantes, que pensaban entonces que cualquier imagen sagrada era una forma de herejía imperdonable. Flandes no se libraría de ese fanatismo religioso; siete años después de que Felipe II mandase copiar el retablo, sería desmontado por primera vez, panel a panel, para ser ocultado a los calvinistas, que ocuparon la ciudad flamenca violentamente. Cuando la ciudad fue recuperada luego por las fuerzas de Felipe II, el retablo volvería a su lugar de siempre en su catedral. Ahora, con todos sus paneles, el políptico brillará espléndido hasta finales del siglo XVIII. Para entonces Flandes dejaría de ser dominio español. Fueron los Habsburgo austríacos los que mantuvieron la dinastía Habsburgo, gobernando aquella región del norte de Europa. Para la moral tan puritana de la corte vienesa, las figuras tan realistas de Adán y Eva eran demasiado explícitas en su erotismo estético. Fueron desmontados entonces esos paneles laterales y guardados en un almacén de la ciudad. Para cuando Napoleón llegó luego, los franceses se convirtieron en los amos de todo el Arte europeo que pudieron disponer por sus conquistas. No sólo desmontarían y se llevarían el Políptico de Gante a París, sino que, también, asaltarían el Palacio Real de Madrid y se llevarían además aquella copia del retablo de Gante encargada siglos antes por Felipe II.

Pasada la gloria napoleónica, el Congreso de Viena trataría de poner orden en Europa y decide que regrese a Gante su famoso políptico de Eyck, pero aquella copia de Coxcie de Madrid no se recuperaría jamás, fueron vendidos sus paneles en el mercado de obras robadas y enajenados en diferentes colecciones privadas al mejor postor. Luego, hasta se atrevería un vicario francés de la catedral a robar dos paneles laterales del retablo. Así, hasta llegar el siglo XX, que haría padecer toda una odisea por proteger el retablo de las peripecias bélicas de las dos guerras mundiales. Pero, entre ambas guerras un funcionario belga robaría también los paneles de los extremos inferiores. Sólo devolvería alguno tiempo después, pero, nunca el correspondiente al extremo inferior izquierdo del retablo. Panel que sería pintado de nuevo en el año 1945 por un pintor belga, reproduciendo así su imagen original de todo aquel famoso retablo. En el año 1829 el pintor flamenco Pieter-Frans De Noter (1779-1842) se decidiría a componer su obra El retablo de Gante de los hermanos Eyck en la catedral de san Bavón. En esta obra romántica del siglo XIX vemos la visión que tuviera el políptico cuando fue visto por el rey Felipe II en el año de 1559. Es un escorzo su imagen ladeada, donde la perspectiva de la capilla de Gante es recreada con la simplicidad que la obra de Van Eyck complementa así por su tamaño. 

Es interesante el cuadro de De Noter porque nos sitúa en el contexto geométrico de una obra de difícil ubicación física. Es una recreación y fantasía lo representado ya que un políptico como ese era imposible de poder verlo así, colgado como un cuadro en la pared. Estos retablos se cerraban y en su parte exterior también disponían de obras para visionar. Pero el pintor consigue, sin embargo, algo muy instructivo para el conocimiento del Políptico de Gante. Visto así desde lejos y en perspectiva consigue hacer de la obra maestra algo ahora muy manejable mentalmente. Podemos calibrarla mejor, relacionarla así con otras cosas o con la medida de otras cosas representadas. También admirar la grandeza de aquellos años del siglo XVI, donde el Arte era mucho más de lo que hoy se entiende por ello. En el homenaje que De Noter hace a su colega Van Eyck nos presenta un espacio interior muy iluminado donde ahora solo tres personas son incluidas en él. No podrían haber más para admirar el políptico en su grandeza pero tampoco ninguna persona como para no comprender una visión que era más una necesidad espiritual que de belleza... Porque ambos conceptos en el políptico de Eyck están confundidos: la belleza es lo mismo que la espiritualidad que representa. Y representa el mundo catalogado como un universo recreado para ser belleza y ser espíritu, con toda la explicación racional que de una creación justificada en su belleza pudiera ahora ser pieza fundamental de toda una consigna teocéntrica. Porque el dios central tiene la figura antropomórfica parecida al Adán más alejado o al san Juan más cercano de su izquierda. El mundo está hecho para el ser humano y la belleza es fruto además de su creación humana más fascinante, esa misma que se identifica con la otra..., y que se justificaría así con la armonía tan elaborada que un nuevo arte renacentista pudiera componer. 

(Óleo El Retablo de Gante por los hermanos Van Eyck en la catedral de san Bavón, 1829, del pintor Pieter-Frans De Noter, Rijksmuseum, Holanda; Políptico de Gante La Adoración del Cordero Místico, 1432, de Jan Van Eyck, Catedral de san Bavón, Gante, Bélgica; Detalle del Políptico de Gante, la virgen María, 1432, Van Eyck, Gante.)

3 de febrero de 2020

El Greco crearía la sublimación de un Arte moderno trescientos años antes en la historia.



El grupo escultórico griego Laocoonte había sido descubierto en las ruinas de Roma a comienzos del siglo XVI. El propio Miguel Ángel cuando lo vio desenterrado y salvado de la ruina se habría maravillado comprendiendo la grandiosidad artística del periodo helenístico. Era la manifestación de la Belleza en todas sus formas tangibles e intangibles. El Laocoonte representaba todo lo que los griegos habían conseguido enaltecer con su concepto universal de la Belleza. No sólo la verosimilitud de unos cuerpos humanos en piedra, no sólo la composición de una acción congelada en el tiempo (la leyenda del ataque de dos serpientes enviadas por los dioses para defenestrar al sacerdote troyano Laocoonte), no sólo su exaltación de la mejor armonía entre el sentido y la forma, sino la representación más digna de una actitud heroica y elogiosa que de un cruel sufrimiento pudiera tener un hombre. La composición escultórica había sido trasladada a Roma desde Rodas en el siglo I para acabar siendo instalada en el palacio-domus del emperador Tito. Siglos de decadencia y ruina habían sepultado la escultura hasta que, en el año 1506, fuese renacida de nuevo para poder ver aquel sentido de Belleza que los griegos tuviesen siglos antes. Pasaría el Renacimiento y pronto llegaría un pintor que inventaría un sentido muy diferente de Belleza. La última obra de Arte que pintase El Greco antes de fallecer fue su obra Laocoonte. Era la única que hiciese de la mitología griega, ya que todas sus obras habían sido religiosas. Pero al final de su vida se decide y pinta ahora algo maravilloso. ¿Cómo se podía pintar en esos años una obra tan innovadora? Hay que situarse en el clasicismo de comienzos del siglo XVII para sorprenderse mirando una obra tan anacrónica para entonces. 

Porque entonces no se pintaba así en absoluto. Haciendo una abstracción estética al sentido que el Arte era por entonces, olvidándonos hoy de lo que sabemos de Arte por sus evolucionados estilos en la historia, ¿habríamos admirado entonces estéticamente una obra así? Hoy la admiramos encantados de ver algo tan sublime, original y fascinante, pero, y entonces, ¿comprenderíamos satisfechos también lo que esos cuerpos inarmónicos, esa composición delirante o ese personaje principal tirado en el suelo sin la mínima dignidad estética, mirando ahora con desesperanza abatida el cómico rostro de una serpiente, representaban de ese modo tan heterodoxo? Con esta sugerente reflexión podemos ahora admirar no sólo la obra sino al creador tan original que fue El Greco. Atreverse a pintar así una obra que suponía además el paradigma de Belleza sublimada, objeto del descubrimiento que un siglo antes había alumbrado una escultura helenística en el Renacimiento. El Greco incluye dos personajes más en su obra aparte de Laocoonte y sus dos hijos. ¿Quiénes son? Sólo podemos elucubrar. El más alejado de los dos está compuesto además con la curiosa representación de dos rostros opuestos. Más misterio enigmático. Para El Greco la pintura debía reivindicar alegóricamente lo que la belleza deliberada había consagrado antes en su expresión estética. Él no pinta a Laocoonte exactamente, utiliza su leyenda para componer otra cosa, lo que él deseaba manifestar en su obra alegórica. No respetaría nada de la leyenda original, incluso podemos esperar que ahora las serpientes sean vencidas por la forma en que son contenidas por las manos de los protagonistas. 

La leyenda contaba que el caballo de madera que los griegos habían dejado en Troya no fue aceptado por Laocoonte, y que por eso sería atacado por los dioses. Pero en la obra no es Troya es Toledo la ciudad que el pintor compone al fondo. El pintor cretense desea que el que mire su pintura tenga que pensar o descubrir un sentido oculto en su obra. Era su arma y su manera de enfrentarse a una sociedad y a una época. ¿Qué representaba Laocoonte? Era un sacerdote troyano de Apolo que renegó de la ofrenda que los griegos dejaron, engañosamente, a las puertas de su ciudad. Se enfrentó con su rey Príamo, con sus correligionarios troyanos y con los soldados de Troya. Él fue el único que se atrevería a negar la bendición de ese regalo de los griegos. Una alegoría de como a él mismo le sucediera cuando se enfrentara al gusto artístico de su rey (Felipe II rechazaría algunas de sus obras), a la jerarquía toledana o al provincianismo cultural de una época oscura. Nadie hubiese hecho una pintura como esa por entonces, salvo él. Ya le quedaban pocos días de vida y hasta su hijo debió luego finalizarla. No podemos saber qué representan los dos personajes misteriosos de la derecha. Algunos críticos hablan de Adán y Eva. ¿Por qué? ¿Sería una sublimación de una redención tardía? Como los primeros seres de la genealogía cristiana caída en desgracia, los personajes troyanos son ahora aquí una alegoría parecida. ¿Se equivocaron ellos también? Para la tradición de la caída de Troya se equivocaron, y por eso acabaron atacados mortalmente por los dioses griegos. Pero para la gloriosa tradición artística de belleza clásica, ¿se equivocó Laocconte? No porque Laocoonte fue fiel a sus principios éticos de firmeza ante la ofuscada traición de unos dioses díscolos. Esto fue reconocido por el pathos griego que elogiaba el heroísmo personal recio y determinante, gestos reconocidos por su belleza representada ahora ante el dolor más terrible. Había defendido su opinión y murió Laocoonte defendiendo a sus hijos atacados por viles serpientes asesinas. El Greco conocía bien la leyenda y la simbología de aquella sagrada belleza helenística. Aun así no dejaría que sólo la belleza clásica fuese elogiada sólo por su grandeza física. Ahora, además de su peculiar manierismo sublimado, perdonaba el error humano añadiendo los primeros seres defenestrados en aquel paraíso primigenio. Uno de ellos mira la escena terrible con la afectación de comprender que eso mismo, una culpa, fue lo que a él le sucediera. La otra figura lo duda, y en esa dubitativa actitud el pintor no supo más que componer un bifrontismo alegórico, uno para poder disentir ahora de que lo que estaba sucediendo fuera o la consecuencia de un error perdonable o el de una terrible culpa desastrosa. 

(Óleo Laocoonte, 1614, El Greco, Galería Nacional de Arte, EEUU; Fotografía del grupo escultórico Laocoonte y sus hijos, Escuela de Rodas, periodo helenístico, Museo Vaticano, ilustración de Jean-Pol Grandmont.)

29 de enero de 2020

Cuando el Arte infiere en la vida y la deslumbra desasosegadamente poderosa.



Había sido aquel Arte el mejor de todos los creados en la historia. Nunca antes ni después lograría sorprender su audacia y belleza sobrecogida por el afán de conseguir la imitación más armoniosa de la naturaleza. ¿Qué habría sucedido entonces en aquella región mediterránea tan cargada de historia, cultura y pensamiento para que las formas adquirieran tanta belleza? Las manifestaciones artísticas serán condicionadas extraordinariamente por la gravedad de las formas políticas. El mundo griego entonces, siglo III antes de Cristo, ya no sería como antes. Todo había cambiado. Ahora no se resguardaban los sentimientos en la fría, racional y abstracta visión geométrica que el pensamiento griego había tenido antes. Ahora no se buscaba la verdad observando desde las serenas pequeñas ciudades-estado las grandiosidades ocultas del universo. Todo cambiaría desde que el mundo griego se expansionara ensanchando las fronteras... a la vez que la angustia desorientada de los hombres. El helenismo, aquel periodo histórico originado gracias a la conquista por Alejandro el Grande de casi medio mundo conocido, había transformado para siempre el sereno mirar sosegado de los hombres. Y el pensamiento seguro de antes, también aquella expresión cultural de un mundo controlado por cercano y predecible, había explosionado ahora por la fuerza poderosa de un acontecer sin muchas certidumbres. Ante los grandes cambios que traerán referentes nuevos, los seres humanos se sienten perdidos, y, entonces, buscarán cualquier refugio ahora entre las sombras...

El pensamiento griego a partir del siglo III a.C. dejaría de ser el grandioso pensamiento que tratara de armonizar moral con alumbramiento científico o saber con descubrimiento personal. Todo se transformaría entonces, y el Arte acabaría siendo un refugio poderoso para desarrollar la energía creativa causada por la inquietud humana tan insatisfecha. Las costumbres se relajarían y la moral sería la primera víctima de todo aquel desasosiego personal. Entonces el miedo reemplazó a la esperanza... La metafísica, que había triunfado en los grandes filósofos griegos de antes, quedaría relegada ahora en beneficio de una ética y estética mucho más necesitada. Pero una ética aún mucho más individualizada, sin embargo; una moral anhelo de una conducta personal motivada por el desperdigamiento de una sociedad ahora menos cohesionada. La filosofía dejaría de ser un motivo fulgurante de buscadores de la verdad para convertirse en una muleta sanitaria que lucharía por la vida ante los seres más débiles o desfavorecidos de entonces. Así, el helenismo terminaría siendo salvado además por el más exquisito Arte entre las sombras, esas mismas sombras que obligarían a ver ahora un futuro sin esperanza. Las más elaboradas obras de Arte griego se llevarían a cabo en esos años de inquietud e individualismo ofuscado. La belleza sería buscada con afán demoledor ante las formas desmembradas de un mundo ahora sin mucho fundamento. La escultura helenística brillaría como jamás lo hiciera Arte alguno en otro momento de la historia. Porque las formas ahora se elaborarían además con las emociones tan humanas del personaje representado, llevando así un realismo proporcionado a la mayor sensación emotiva de naturalidad estética y filosófica. Porque el ser humano brillaría por entonces entre las esculturas poderosas de la mejor belleza estilística del periodo helenístico.

A finales del siglo XIX un pintor desconocido, restaurador de la Academia de San Fernando, plasmaría una desesperación muy humana en su alegórico lienzo Luchar por la vida. La originalidad del pintor fue extraordinaria. En un estudio de pintor, ante el soporte del cuadro preparado para su retrato, la joven modelo se sienta ahora abatida, desconsolada o resignada entre los peldaños de su artístico cadalso elegido. Al fondo de la obra veremos la figura escultórica de una copia de la helenística estatua Venus de Milo, reflejo poderoso de la grandiosidad más estética de aquel periodo del Arte. Pero ahora no bastarían ya su figura primorosa ni la grandiosidad artística que representase el estudio acogedor, ni siquiera las alecciones de alguna ascendiente ahora que, a su lado, tratara así de calmar o sosegar su lamento despiadado. ¿Era el mismo lamento poderoso que, muchos siglos antes, sucediera también ante la crisis existencial de un mundo diferente? Entonces el Arte alumbraría un horizonte esperanzado por la necesidad de encontrar en la belleza de una escultura, por ejemplo, la verdad escondida que a los hombres se les negara sin remedio. Pero a finales del siglo XIX el Arte ya no perseguiría lo mismo. En esos años finiseculares del siglo XIX la verdad, la belleza y la esperanza irían entonces por caminos distintos. Para la joven modelo abatida del retrato lo único que le agobiaba era poder sobrevivir ahora sin menoscabar su honra. Porque se vería obligada a desnudar su cuerpo ante el Arte que, así, la eternizaría para siempre. En una sociedad tan injusta, donde los valores cotizarían interesados y mezquinos, la honradez y la vida no comulgarían sosegados. La vida era despiadada y la honradez una moneda gastada. ¿Por qué se lamentaba la modelo ante un altar despiadado del Arte donde ahora se elogiara la belleza? ¿Despiadado? El Arte, como la vida, puede ser un remanso de paz, belleza y armonía personal maravilloso, pero, del mismo modo, también un deslumbrador rastrero que volatice a veces las íntimas esencias más personales de los seres. 

En la obra del pintor español Rafael de la Torre Estefanía apreciaremos ahora esa contradicción sorprendente. Pero que irá más allá del Arte... A finales del siglo XIX el Arte ya no salvaría la vida. No la salvaría como la salvase entonces, hacía veintidós siglos antes. La búsqueda de la belleza no era en el año 1895 la sensación necesitada que los hombres reclamasen ahora, sin embargo, en un devenir histórico tan parecido a aquella época helenística. Porque entonces, en el periodo helenístico, la belleza, la calma de la belleza, la sensación de identidad de la belleza, fue un revulsivo personal y social buscado para enfrentar las contradicciones, las emergencias, el desasosiego y la orfandad de la vida. Pero ahora, sin embargo, cuando el pintor español compusiese su obra modernista, el mundo ya no buscaría en la belleza aquel refugio necesitado de una vida tan trastornadora. La sociedad no era modelo tampoco, como entonces, de justicia, moralidad y sosiego; no era, como entonces, tampoco un lugar de tranquilidad espiritual ni social ni económica. Pero, a cambio, la belleza habría sucumbido ahora ya bajo la satisfacción estética de los siglos y la evolución social de una quimera. El llanto de la modelo del cuadro modernista contrastaba con la hierática autocomplacencia de la Venus de Milo, con la serena atmósfera cultural de un estudio artístico, o con la acomodaticia actitud de la mujer que por encima la mira...  Nada en una sociedad bien amada debería obligar a realizar nada que algún ser no quisiera. Pero, sin embargo, la necesidad a veces condicionará la decisión personal de algunos seres por la vida. Ni siquiera el Arte lograría redimir esa sensación angustiosa; ni siquiera sus fragancias de belleza, tan milenarias, podrían conseguir reducir en algo esa sutil amargura. ¿Es por eso por lo que llora desolada la joven retratada del cuadro? ¿No sería también, como una añadida alegoría, ese llanto ahora ocasionado por una sociedad que habría desmontado ya la belleza del trono o pedestal en que antes estaría?

(Óleo Luchar por la vida, 1895, del pintor español Rafael de la Torre Estefanía, Museo del Prado, Madrid.)

27 de enero de 2020

Una obra neoclásica sin finalizar alcanzaría a obtener un cierto elogio de grandeza.



El pintor francés David abandonaría la composición de un retrato en su obra Psique abandonada durante el año 1795. Pero esta particularidad azarosa convertiría su obra en una suerte de metáfora afortunada de la personalidad abrumadora de Psique. Porque este personaje de la mitología no era una deidad o una divinidad siquiera, aunque al final de su aventura vital alcanzase a medrar con los dioses en su morada trascendente. Porque de entre todas las etapas existenciales de Psique la que supuso el momento de su abandono por Eros, el amante dios que la sedujese condicionado a no verlo nunca, es el mejor ejemplo expresivo para representar la figura material de la imagen de un alma. El sentido de abandono se corresponde muy bien con la explicación metafísica del alma humana. Es así porque el alma, entendida en su acepción más trascendente, proviene y va hacia un hecho aglutinante de manifestación divina poderosa. Pero, entremedias, durante su desarrollo anejo a lo material de un mundo terrenal poco sublimado, el alma vagabundeará solitaria y perdida entre los abruptos afanes de una liberalidad muy desubicada. Abandonada así por completo y sin poder evitar la sensación confusa de tener deseos, satisfacciones efímeras o imágenes engañosas en su etapa terrenal. El óleo abandonado -sin terminar-  por el pintor francés coincide ahora con el sentido metafórico de su obra neoclásica. ¿Fue una casualidad o no? Porque el alma nunca consigue desarrollar por completo su total evolución en este mundo. En nadie, ni siquiera en los grandes personajes tan gloriosos, místicos, santones o embargados de divinidad que la historia nos ofrece. 

La metáfora en la obra inacabada de David es a posteriori... La vemos inacabada pero el Neoclasicismo no era así, no finalizaría nunca una obra del modo en que David la dejara en el año 1795. Cualquier otra obra de este pintor nos lo demuestra. Porque los colores, los perfiles o el fondo sin confeccionar de la obra, no suponen el estilo tan elogioso de la iconografía neoclásica tan elaborada. Los que vemos la obra y conocemos el mito de Psique pensamos que, tal vez, ese abandono de la joven desesperada por haber perdido a su amante,  es sublimado aquí en el hecho de no haber terminado el pintor su obra de Arte. Parece incluso una obra de una etapa modernista de un siglo después, cuando los pintores, sin desmerecer la figura humana, pintaban el fondo, la textura y los colores con el sesgo modernista de solo esbozar, matizar o maridar tonos sin concierto o sin definición. Pero es que así mismo debe ser la pasión terrenal del recorrido vital del alma humana: apenas esbozado o matizado, sin concierto ni definición en su sentido inmanente. Debería hacerse el alma, se supone, como toda obra clásica, con los perfiles idealizados de una composición terminada por completo. Pero, no, no es así, sin embargo. Conseguirá a veces llegar a emocionar en sus alardes espirituales conseguidos -como el alma evolucionada de algunos seres avanzados- pero con los matices deslavazados observados así en la obra sin terminar del pintor David.  A pesar de sus indefiniciones la obra de Jacques-Louis David es extraordinaria por su alarde artístico apenas conseguido. Como el alma. Sin embargo, la obra no alcanzaría mérito artístico alguno en el Arte, lógicamente. ¿Y, ahora, por qué no tampoco? Porque el momento temporal de su creación es fundamental para valorar una obra artística. Una pintura clásica no tendría hoy conciliación estética magistral -admiración artística- más que con las características propias de su tiempo, no del modernismo posterior o de ningún otro momento artístico subsiguiente. Porque no es lógico ni coherente, ni tiene sentido iconográfico, un estilo fuera de su tiempo. El sentido coherente lo da la tendencia temporal propia de su momento histórico, y éste es un dato fundamental para evaluar una obra de Arte reconocida. Si hoy existiera un personaje como Rubens, por ejemplo, y pintase como lo hiciera éste en el siglo XVII, no sería muy valorado en nuestra época. 

El alma es igual. Necesita tener sentido en su propio tiempo azaroso de evolución personal. El alma solo es alma realmente cuando está perdida, ni antes ni después.  Así, el pintor David descubriría a posteriori que componer a Psique de ese modo, tan melancólicamente abandonada, era la mejor forma para representarla en un lienzo. Pero, sin embargo, no la acabaría. No lo hizo. Nunca finalizaría la obra neoclásica. ¿Se arrepentiría? Hay pocas obras de Arte representando a Psique sola, porque el sentido del mito era la unión con Eros y el Arte así lo representaría la mayoría de las veces. Pero David no solo la pinta sola, que es posible encontrar obras solitarias de Psique, sino que además la pinta con el gesto atribulado por la sensación del abandono más desolado que un ser tan desesperado pueda tener. Sin incluir además en la obra otra cosa más que sus propias manos inutilizadas o el semblante más perdido de un rostro tan abandonado. Hoy valoraremos la obra de David por la conjunción de haber sido compuesta por un gran pintor y representar una escena acorde con el existencialismo contemporáneo. Un pensamiento éste que, atropellado en la obra por el mito de su personaje vagabundo, veneramos más hoy por el devenir terrenal de una azarosa existencia, que por el anhelo inmortal de un espíritu tan meditabundo.  

(Óleo Psique abandonada, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, 1795, Colección privada, EEUU.)

17 de enero de 2020

El simbolismo de querer alcanzar a vislumbrar la belleza como una explicación a la vida.



Ya lo tratarían de explicar los antiguos griegos con su acercamiento a una filosofía que buscase el sentido originario del universo. Pero, ¿era eso exactamente, saber la causa de todo, el origen de la vida, lo que ocultaba la inquietud más desasosegadora del ser humano? Después de poco más de un siglo tratando de perseguir una quimera filosófica, llegaría Platón y desataría los fantasmas ocultos de la invisible sensación más placentera. En su diálogo El Banquete Platón dejaría escrito: Si hay algo por lo que vale la pena vivir es por contemplar la belleza.  Pero habría que tratar de definir ahora la belleza para entender aquel sentido filosófico. En la belleza, por ejemplo, se podría incluir todo aquello que motivara la vida o el sentido más profundo de la existencia humana. Pero, en este caso, sería su motivo último, es decir, aquella causa que estaría detrás de los innumerables motivos aparentes, fatuos, temporales, vagos o mezquinos de la vida. Y esa belleza el Arte simbolista la definiría una vez con la figura hermosa, desnuda y joven de una ninfa entregada a su delirio.  Su delirio, sí, una especie de éxtasis donde la extenuación de un ser, en este caso místico, se dejara llevar ahora por la sensación natural de un momento inspirado, de un estado de profundo desdén o de arrogante virtud arrebatadora por justificar así su sagrada belleza. Por plasmar ahora con ella, incluso, lo que no necesitara... Salvo estar destinado a ser de otro su delirio. Y es este otro ser el sentido más terrenal de ese delirio, el ser humano, aquel ente perdido que, orientado a veces, creerá satisfacer así, con la belleza, la desolada sensación de aquel misterio originario.

El Simbolismo pintaría ufano muchas obras para ensalzar la visión irreal de un mito desafortunado como era el de la belleza. Y era desafortunado por querer narrar la imposible búsqueda terrenal de ese maravilloso delirio. Polifemo y Galatea inmortalizaron la sutil representación más vil, inútil y sentida de una involuntaria existencia incomprensible. Los dos representaban los opuestos de una irrealidad como era la Belleza. Polifemo era el monstruo más monstruoso de una leyenda, simbolizaba al ser perdido y hundido por una imposibilidad absoluta: poder contemplar la belleza y hacerla suya para siempre. Galatea representaba esa belleza, la consecución más deseada o la finalidad más verdadera de una existencia humana en este mundo. Los autores clásicos escribieron la desolada pasión imposible del monstruo mítico, humanizado ahora por sus sentimientos, ante la hermosura luminosa de una bella Galatea. Los pintores simbolistas vieron en ese mito la mejor forma de representar el sentido principal de su tendencia artística. Porque eran los mejores símbolos esos dos personajes míticos para plasmar el mejor sentido artístico que aquellos pudieran expresar. En el año 1896 Gustave Moreau compuso su obra Galatea y, en 1914, Odilon Redon la suya El cíclope. En ambas obras simbolistas observamos la misma composición: el cíclope Polifemo mira desde lejos la figura tendida y anhelada de la ninfa Galatea. Las metáforas representadas en las dos obras se expresan con la fuerza poderosa de los colores modernistas y con el paisaje feraz y confuso de una naturaleza distante, agreste o lastimosa. 

Es la única explicación que desde el Arte simbolista y una filosofía imposible se le podría dar a la vida y a su eterna repetición de búsqueda de la Belleza. Fue representada la figura de Polifemo con la expresión de su terrible y único ojo monstruoso. Fue elegida Galatea por su etérea belleza pura, meteórica, absurda e inalcanzable. Y todo ello rodeado por la espesura incierta de un mundo transformable, salvaje, confuso, decadente y perecedero. Con esos elementos estéticos y mitológicos los dos pintores simbolistas crearon su espantosa metáfora de la existencia y la Belleza. Nada puede hacer conseguir alcanzar a contemplar ninguna belleza más allá de poder hacerlo desde lejos y siempre sin poder satisfacer más que una parte de su mera sensación terrenal o pasajera. Porque en esta visión del mito radica la explicación de una falsedad ante la que algunos seres sí pensarán, a cambio, conseguir llegar a dominarla. Pura falacia fantasiosa de una necedad engreída por una aparente sensación a veces satisfecha. Sólo es posible, si acaso, lo que ahora hace Polifemo: vislumbrarla. Y esto es además una realidad falseada y modelada por las mismas invenciones que el Arte puede llevar a efecto con la representación de alguna belleza manifiesta. Pero en el mito, en la fuerza inmisericorde de su sentido trágico, Polifemo viene a representarnos la inevitable búsqueda desasosegada de una explicación vitalista de la existencia. Y los pintores simbolistas, más aún Redon, destacarían la ridícula expresión inútil de un monstruo en su afanosamente imposible querencia vitalista. Y lo expresarían con el único, melancólico y horrible ojo frontal exagerado de Polifemo, con el que nos muestran ahora así el ridículo de querer, con él, poseer alguna belleza... Por eso en Redon ni siquiera con él mira ahora a la Belleza. Es inútil hacerlo y el monstruo lo sabe, resignado. Esta es la grandiosidad estética que nos muestra este personaje lastimoso. Sabe él que es inalcanzable y no puede más que admirar, desde lejos de su sentimiento, esa entelequia inmortal que llevará marcada su estirpe, la misma que la nuestra, en la repetitiva actitud insatisfecha de querer dominar la Belleza.

(Óleo Galatea, 1896, Gustave Moreau, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro El cíclope, c.a. 1914, del pintor Odilon Redon, Museo Kröller-Müller, Países Bajos.)

10 de enero de 2020

Cuando el estilo y el tiempo alcanzaron a mejorar al genio y al autor en un mito clásico.



El Barroco y el Romanticismo fueron dos tendencias artísticas con un cierto grado de semejanza estética. Utilizaban el clasicismo en lo formal pero con un cierto realismo mágico, irreverente o heterodoxo en su acabado estético. En este caso compararé a dos pintores incomparables. Incomparables porque uno es un genio y un maestro del Arte barroco, Rubens, y el otro tan solo un desconocido artista británico que no se acabaría de inscribir en ninguna tendencia propia de su tiempo, William Etty (1787-1849). Este pintor viviría en pleno fulgor del Romanticismo, cuando el sentimiento o la innovación determinarían gran parte de los comienzos estéticos del siglo XIX. Pero el pintor se decantaría más por el naturalismo realista sin ningún apego a la emoción, al sentimiento o al carisma romántico. Ambos pintores, con dos siglos de diferencia, compusieron, sin embargo, dos temáticas semejantes en dos respectivas obras: El mito de Hera y Leandro y el mito de Las tres Gracias. La biografía de Etty nos cuenta la curiosa circunstancia de un pintor que descubriría en época puritana las ventajas de incorporar el desnudo a sus obras. Se especializaría en representar siempre un desnudo en cualquier obra que crease. Fue criticado tanto por eso como alcanzaría el éxito por lo mismo. Sin embargo, al final de su vida dejaría de ser valorado por el público y sus obras estarían condenadas a la mediocridad. Aquí he elegido dos de sus obras que me parecen más elogiables. Al comprobar su temática no pude evitar la tentación de compararlas con obras de Rubens propias de lo mismo.

Para evaluar las obras de Etty y llegar a la temeridad de elogiarlas frente a Rubens hay que analizar las del pintor británico con franqueza estética. En el caso del mito de Hera y Leandro Etty consigue una composición extraordinariamente bella de la leyenda, cuando Rubens (su taller), a cambio, consigue espectacularidad compositiva y originalidad. En el caso de Las tres Gracias, Etty alcanzará originalidad, armonía, ritmo y soltura en su acabado, cuando Rubens, sin embargo, consigue obtener mayor genialidad compositiva y una belleza estética magistral. Hay ciertas obras de Rubens que fueron elaboradas por su taller, como sucede en esta obra Hera y Leandro, dónde observamos cómo las nereidas transportan el cadáver hundido y ahogado de Leandro. La obra muestra un remolino marítimo con la fortaleza de una composición exagerada de una mitología alejada ahora de cualquier atisbo emocional. En Etty es justo lo contrario, el cadáver de Leandro descansa en una playa del Helesponto adonde Hera ha llegado para poder abrazarlo. Los dos amantes forman una línea diagonal consiguiendo el pintor alcanzar un clímax emotivo extraordinario. En las tres Gracias, Etty, sin embargo, solo consigue apenas entusiasmarnos con la originalidad de una composición muy atractiva. No puede llegar a la genialidad de Rubens, pero sí nos emociona por la simpleza con la que lleva a obtener Etty una belleza natural muy elogiosa.

Rubens en su obra Las tres Gracias obtiene la mejor sinfonía artística en un cuadro de desnudo. Aquí es incomparable querer comparar algo. Es importante dejar claro esto, pero deseaba elogiar también la pintura de Etty frente a la de un maestro que había pintado lo mismo siglos antes. Sobre todo por el hecho curioso de haber elegido el pintor británico el que las tres ninfas miren ahora a un mismo lugar. No interactúan entre ellas, como la obra barroca, sino que independientemente son ellas las que, girando en un círculo imaginario, son la misma y a la vez  son diferentes. El mito romano de las tres Gracias definía el sentido metafórico de la esposa, la amante y la prometida. Dos se miran entre sí mientras la amante, menos virtuosa, mira sola o es marginada. Etty rompe con cualquier mito, prejuicio o leyenda y ofrece en su obra la libertad de elección o la dignidad de emoción en cada una de ellas. Del mismo modo, consigue un naturalismo estético que lleva a glosar una belleza muy atrayente a pesar de los atisbos puritanos en solo pintar medio cuerpo desnudo frente al desnudo integral de Rubens siglos antes.

La leyenda de Hera y Leandro contaba el amor imposible de una sacerdotisa de Tracia y un joven de Misia separados por el estrecho del Helesponto.  Este paso marítimo del mar Egeo hacia el Mar Negro hacía peligroso cruzar una costa a la otra. Una noche Leandro se atreve a cruzarlo a nado para ver a Hera, muriendo ahogado en sus aguas negras. En la obra de Rubens el dramatismo de la leyenda es compuesto con todo su detalle marítimo más macabro, incluso a la derecha vemos el cuerpo de Hera tirándose al mar para seguir a su amado bajo el agua. En el Barroco no hay salvación y la literalidad de la narración mítica es perseguida casi siempre en sus obras. En el caso de Etty, que no era romántico aunque vivió en ese periodo, conseguirá llevar su obra, sin embargo, al sentido más emotivo de un elogio romántico. No se expresa por ejemplo la fatalidad de acabar ella con su vida al descubrir el cadáver de Leandro, lo deja el pintor británico en suspenso, expresando mejor la emoción que el desencanto, o la propia gloria del amor que el cadalso irracional de un apego mortal ante lo inevitable. La realidad es que el creador flamenco buscaría atraer con espectacularidad la venta de su cuadro, y el británico llevar un motivo natural como el desnudo al mejor encuadre artístico en un cuadro. Porque ambos pintores fueron muy interesados económicamente en su trabajo. Etty encontraría en el desnudo el mejor sentido para alcanzar el éxito. Rubens no dejaría de componer con su taller todo tipo de obras que pudieran atraer a una clientela elitista. Pero ambos fueron honestos artísticamente al menos una vez en dos opuestas temáticas. Rubens alcanzaría la gloria más elaborada y magistral con su obra Las tres Gracias, y Etty llevaría a descubrir una genialidad en su alarde de componer una emoción romántica a pesar de no ser del todo fiel a la leyenda.

(Cuadro Hera y Leandro, 1828, William Etty, Tate Gallery, Londres; Óleo Hera y Leandro, 1610, Rubens (taller de), Museo de Arte de Dresde, Alemania; Obra Las tres Gracias, primer tercio siglo XIX, William Etty, Museo Metropolitan de Nueva York; Óleo Las tres Gracias, Rubens, 1635, Museo del Prado.)

7 de enero de 2020

La sed como una metáfora existencial situada entre la búsqueda y la necesidad.



Cuando Eugène Delacroix se tuvo que situar entre el clasicismo y la modernidad descubrió, con su peculiar Romanticismo, la gracia artística divina necesaria para alumbrar un nuevo sentido expresivo en el Arte. ¿Qué era entonces lo importante, la forma o la emoción? No podía alejarse de una cosa sin distanciarse de la otra, así que comprendió que la libertad creativa no era sino la única manera de expresar de siempre aunque dejando ahora que la inspiración fluyera sin prejuicios. En el año 1825 compuso una obra sorprendente, Bandolero herido apaga su sed. En ella sitúa a un paria de la sociedad tendido sobre un paisaje desolador ante el lecho de un río calmando su sed. Nada más. No hay otra cosa más. ¿Dónde está aquí la combinación de la forma y la emoción románticas? ¿Qué sentido tenía plasmar una agonía tan poco ejemplar para una especie humana tan evolucionada? Era la visión de un ser humano poco diferenciada de la de sus ancestros primitivos: representaba ahora la exposición más bestial frente a la más civilizada. Para el Romanticismo de Delacroix la expresión de la fuerza de lo primitivo era, sin embargo, un elemento artístico fundamental. Pero, ¿era sólo ese el sentido iconográfico de su obra? 

Porque el Realismo no formaba parte de la visión artística de Delacroix. No podía representar su estética nada que expresara algo muy real ni muy bello de la naturaleza o del mundo. Así que, entonces, cómo debemos entender esta romántica obra de Arte. Hay dos cosas que se complementan en la biología de nuestro mundo: la necesidad y su búsqueda para satisfacerla. Cualquier búsqueda es consecuencia de una necesidad, y ésta siempre conlleva una búsqueda para poder satisfacerla. En cualquier ser animado ambas cosas están ligadas por el mismo prurito biológico: sobrevivir.  Pero solo en el ser humano hay algo más, un sentido que en el Romanticismo de Delacroix formaría parte además de su filosofía artística: la emoción. No bastaba la forma, también era necesaria la emoción. Pero en este caso habría además que definir la emoción con rasgos no solo sentimentales sino también racionales. Es una definición que podría entenderse como la capacidad mental para sentir algo que nos promueva a la acción, sea ésta física o intelectual. Pero que se origina en el interior emotivo del ser humano porque un alumbramiento intelectual, por ejemplo, también puede ser entendido con emoción o alegría racional. Cuando sentimos sed física la calmamos con la naturaleza, cuando sentimos sed emocional o racional la calmamos con otra cosa. La diferencia es delatadora...  En la sed física no hay inquietud ni incertidumbre de cuál necesidad (sabemos lo que queremos). En la otra sed, la emocional, la cuestión es muy distinta. Entonces es cuando la búsqueda es mucho más angustiosa porque no sólo no sabemos dónde está el objeto, sino que ignoramos incluso qué cosa es o puede ser considerada como eso mismo que anhelamos.

Para el espíritu romántico esa metáfora existencial era un paradigma sutil muy necesario. Delacroix representa en su obra a un ser humano herido, a un hombre perseguido y fuera de la civilización ordenada. Con ello nos expresa la visión más perdida del sentido demoledor de una necesidad insatisfecha. Sin embargo en la obra romántica el sujeto satisface su ansia ante el objeto que necesita. ¿Sólo ahora y solo ése? No. Por esto es un ser herido el personaje en la obra. No bastará... La satisfacción de una necesidad perentoria no será suficiente para el sentido completo de una existencia humana. El pintor además nos expone la satisfacción mientras se lleva a cabo. Aquí, a diferencia de otras tendencias artísticas, el Arte nos representa el presente temporal más aleccionador. Está ahora, en el único instante artístico reflejado, llevándose a cabo la acción en la representación pictórica. En la metáfora de ese sentimiento humano tan vital -la satisfacción de una sed- el Arte romántico lo retrata en presente como una necesidad iconográfica ineludible. No está expresando la obra de Delacroix la búsqueda de una necesidad perentoria, sino la calma de una necesidad que se manifiesta justo en el momento actual más inmediato. Antes de esto sería la búsqueda, pero luego de satisfacerla, ¿qué será? Aquí está el sentido metafórico de la obra artística romántica. El luego no lo veremos en el Arte porque seguirá siendo una angustia retrasada esa búsqueda... No calmaremos la sed emocional/racional nunca. Por eso es un personaje marginado y lastrado el que nos representa la obra romántica. Ninguna satisfacción puntual logrará recomponer el imposible sentido de una necesidad incierta, desconocida e insatisfactoria. Porque no podemos satisfacer algo que ignoramos qué es o si existe incluso. Todo seguirá siendo una necesidad siempre insatisfecha, a pesar de querer transformarla a veces con sucedáneos que conviertan una búsqueda imposible en una diversión eternamente temporal.

(Óleo romántico Bandolero herido calma su sed, 1825, del pintor Eugène Delacroix, Museo de Bellas Artes de Basilea, Suiza.)

30 de diciembre de 2019

Solo el pasado y el futuro se celebran en el Arte simbolista de Moreau.



El presente no existe en el Arte. Cualquier representación artística tiene esta peculiaridad, ya que el instante es tan imposible representarlo como elogiarlo en un momento de esplendor. Fueron los impresionistas los que quisieron, no obstante, celebrarlo en sus inspiradas emociones artísticas. Pero, aun así, y por la imprecisa fijación de un momento indefinido, nunca llegaríamos a saber exactamente cuándo fue inspirado ese momento, ¿antes, durante o después de la impresión? Tuvo que llegar luego el Simbolismo para poner las cosas en su sitio. La vida representada en un lienzo nunca es determinada por el momento presente, porque el presente no reflejará nunca nada de lo que la vida es. En la inspiración no es posible imaginar el presente, las musas, por ejemplo, no se detienen ante el poeta para dejar constancia de otra cosa que no sea lo que pasó antes (nostalgia, recuerdo, elegía) o de lo que pasará luego (esperanza, anhelo, deseo). En el Arte como en la emoción creativa solo el pasado y el futuro tienen verdaderamente el objeto más preciso de la devoción inspirativa. Y así lo representaría una vez el simbolista Gustave Moreau en su obra Las Voces. La inspiración fue un asunto elogiado en muchas ocasiones por el Arte en su historia. Los griegos idearon las musas, ninfas femeninas que acercaban al creador o al intérprete la habilidad precisa para alcanzar la gloria artística. Ya entonces se consideraba al genio creativo como algo ajeno o fuera de uno mismo. Y era así porque nunca se alcanzaba siempre del mismo modo, no venía cuando se precisaba o requería para plasmarlo seguro en una creación. O se encontraba perdido en el pasado heroico de otras veces, o se lamentaba uno de no reencontrarlo hasta recorrer un tiempo más allá... El pasado y el futuro, de nuevo, marcaban su sentido para justificar la elogiosa esencia de lo que podría convertirse en un alarde de creatividad. O se recordaba un suceso pasado que, virtuoso, volvía quejumbroso entre las brumas, o se imaginaba, victorioso, la próspera celebración futura de un esplendor necesario y ferviente. 

En su obra simbolista Moreau elogia al gran poeta griego Hesíodo, creador de mitos y leyendas clásicas que inspiraron dioses, héroes, oráculos y centauros. Lo representa en su juventud, cuando en Beocia el poeta recorrería los prados pastoreando su ganado y, pensativo, imaginaba aún cómo el mundo se configuraba en sus misterios. Según el mismo poeta contaba las musas le enseñaron una vez un bello canto mientras apacentaba su ganado al pie del sagrado monte Helicón. Entonces me dieron un cetro de la rama de un florido laurel y me infundieron voz divina para celebrar el pasado y el futuro. Así me encargaron alabar con himnos la estirpe de los felices sempiternos y cantarles siempre a ellas al principio y al final... Solo para celebrar el pasado y el futuro, tan solo el principio y el final... Entremedias el presente impúber e indecoroso, ese que nunca exhibe poderoso ningún elogio artístico proverbial. En la obra de Arte simbolista el pintor destacaría artísticamente ambos divinos momentos gloriosos. Al fondo de la obra simbolista el Partenón exhibe triunfante su perfil más elogioso de un pasado destacable y merecedor. Y en la propia textura de su pintura modernista el pintor señalaría las glosas elogiosas de un futuro prometedor artísticamente. Así celebraría Moreau con su obra simbolista el elogio lírico más glorioso de aquel famoso poeta griego. ¿Será esta una premonición destacada de una revelación para la vida? ¿Es que solo mirando hacia detrás o hacia adelante es como tan solo podremos entender la vida?

(Óleo del pintor simbolista Gustave Moreau, Las Voces, c.a. 1880, Museo Thyssen, Madrid.)

18 de diciembre de 2019

La emoción y la razón no dejarán de ser dos cosas unidas por un mismo destino: la vida.



Cuando el pintor francés Jacques Louis David comprendiera que su relación con Francia había terminado luego de que Napoleón cayese bajo el cetro de Luis XVIII, decidió emigrar a Bélgica antes que aceptar la invitación del nuevo rey francés. No podía continuar en París después de haber sido cómplice en la ejecución del rey Luis XVI, del apoyo decidido a la Revolución y luego al seguidor imperio de Bonaparte. Así que se marcharía a Bruselas y allí pintaría los últimos cuadros neoclásicos de su vida. David se había inspirado casi siempre en la mitología grecorromana para sus obras. Para un pintor neoclásico no habría nada mejor;  sin embargo, al final de su vida, suavizaría los colores y perfilaría los contornos con una delicada y sutil delicadeza. Había padecido el pintor una larga vida tumultuosa y cambiante, incluso en algo arrepentida o, cuando menos, decepcionante. Pero, como pintor extraordinario que era, no podía rehuir de su querida teoría neoclásica del Arte, aquella que definía la pintura como el resultado de combinar grandeza, sublime originalidad y excelsa belleza. Para el año 1818 quiso plasmar en un lienzo la escena emotiva de una separación mítica, la de Telémaco y Eucaris. Aunque la Odisea de Homero no hablaba de ninguna relación entre la ninfa Eucaris (sirvienta de Calipso) y el hijo de Ulises, Telémaco, los escritores de los siglos XVII y XVIII compusieron poemas clásicos de la aventura de Telémaco para hallar a su padre, incluyendo algunos amores del afanoso hijo del gran héroe legendario.

El escritor francés Fenelón publicaría su relato Las aventuras de Telémaco en el año 1699, y el escritor español, nacido en Lima, José Bermúdez de la Torre, publicaría en el año 1728 su gran poema clásico Telémaco en la isla de Calipso. El pintor David trató siempre de buscar la inspiración de sus obras en sus propias emociones además de en el relato. Así lo haría con su obra El rapto de las Sabinas en el año 1799, cuando el sentimiento de las luchas fratricidas en Francia, luego de la sangrienta revolución, le llevara a necesitar expresar en un lienzo la salvífica intervención de las sabinas entre las dos huestes romanas enfrentadas. Pero ahora, en su vejez en Bruselas, había algo que le llevaría a componer una escena emotiva que reflejase su sensación más vitalista por entonces. La escena imaginada de Telémaco y Eucaris es la dolida despedida inevitable de dos amantes. La mitología griega ya tenía una despedida así, Venus y  Adonis, pintada magistralmente por Tiziano en el año 1553, o la genial Venus Adonis y Cupido pintada por Annibale Carracci en el año 1590. Pero entonces su representación era más una frivolidad que un deber moral, ya que el Renacimiento no era demasiado moral comparado con el Neoclasicismo posterior, más aún con el clasicismo del obcecado David y su alto sentido del deber, de la rectitud o de la moral republicana. Según la mitología, Adonis se marcha a una cacería a la que había sido llamado por Zeus, una invitación de la que Venus sospecharía, temería que algo le podría suceder a su vulgar amante...  Zeus acabaría con Adonis por la osadía que un simple pastor tuvo de enamorar a una diosa. Pero, con Telémaco, la leyenda y su imaginación poética llevaría al personaje a ser atribuido de un deber moral superior a cualquier cosa, incluso ante el amor que sintiera por Eucaris. La diosa Minerva le había dejado claro a Telémaco que debía continuar su viaje en busca de su padre, Ulises. Así que, ahora, fue el deber frente a la emoción. Ese fue, por tanto, el sentido básico y fundamental del motivo de la obra de David.

Así pintaría su cuadro La despedida de Telémaco y Eucaris, con el emotivo escenario de una cruel despedida romántica, carente ahora de todo romanticismo. Por eso hace fijar la mirada del hijo del héroe homérico hacia el espectador. Lo hace con la complicidad racional de lo clásico frente a lo romántico, y lo hace, además, en pleno momento del Romanticismo más desgarrador. Por eso esta obra refleja, más que ninguna otra, la terrible dicotomía estética entre lo racional y lo emocional de una forma sublime. Es la sempiterna diatriba existencial de los seres humanos: acoplar dos realidades diferentes y enfrentadas en una única realidad existencial. El pintor la sufriría en su propia vida, Francia además en su propia historia, y el Arte no podría ser menos... ante la dificultad de combinar emoción con razón, belleza con mensaje o equilibrio estético con atrevida creatividad. Para su obra el pintor neoclásico no cambiaría mucho su estilo o forma de componer con la grandiosidad de antes. Tal vez, alguna novedad en los colores,  más atenuados ahora, o en el perfilamiento de los contornos, ahora más señalados. Pero ninguna cesión al Romanticismo avasallador. O, tal vez sí. Porque la figura de Eucaris está entregada ahora a  su destino cruel, abrazándose así desolada a Telémaco. ¿Desolada? Porque su gesto no deja de ser el gesto resignado de una mujer fuerte ante la adversidad. ¿Y el gesto de él? Aquí Telémaco está decidido a marcharse porque su deber así se lo exige. Aunque sí deja entrever alguna emoción sentida. Primero, en su mano derecha apoyada en el muslo de Eucaris, y, después, en la inclinada suavidad de su cabeza dirigida hacia ella. Pero, nada más. Sujeta firme la lanza que su mano izquierda dirige hacia arriba, hacia la decisión ineludible e inflexible que su destino vital le obligue frente a cualquier otra sensación o sentido diferente.

¿Era una necesidad existencial que el pintor requería hacer consigo mismo al final de su vida, ante las desavenencias de una conciencia atribulada por los años y la decepción? Porque parece la mirada del personaje la misma del pintor: una mirada dirigida a nosotros, como queriendo justificar una vida entregada a sus pasiones más inevitables, pasiones que no fueron seguramente más que sentidos injustificados por un deber mal entendido. Cuando repasamos las decisiones que hemos tomado en la vida, no podemos más que aceptar que fueron tomadas a pesar de su buen o mal sentido. Hay como una obligación o sensación ajena a nosotros que nos lleva por las intrincadas sendas de una existencia indefinida. Telémaco nunca posaría así en ningún momento de su imaginada vida literaria. El Arte de David, como el de los poetas anteriores, lo utilizaría para justificar una emoción necesitada. Una emoción racional, nada romántica ni sentimental, sino todo lo contrario. Es por esto por lo que el Arte es una maravillosa excusa para comprender la confusa realidad del ser humano. Porque justificaremos casi siempre nuestras debilidades vitales o existenciales por razones sentimentales o emocionales, nunca por las racionales, cuando la realidad es que toda acción motivada, emocional o no, puede conllevar una consecuencia no deseada o no justificada. El pintor David lo sabría y no encontraría un mejor motivo estético que la dulce, sentida, resignada o calmada despedida emotiva de dos amantes.

(Óleo La despedida de Telémaco y Eucaris, 1818, del pintor neoclásico David, Museo Paul Getty, EEUU.)

6 de diciembre de 2019

No estamos salvados..., solo temporalmente confiados.



A finales del siglo XIX, en España surgieron algunos pintores muy bien formados por la Academia de Bellas Artes de San Fernando, entre ellos el catalán Luis García Sampedro (1872-1926). En el año 1892 sería premiado en la Exposición Nacional de Bellas Artes con una obra producida ese año y titulada ¡Siempre incompleta la dicha! Por entonces el realismo en la pintura era todavía la forma de mayor expresión artística, donde el detallismo, la composición equilibrada, el mensaje claro, la ética reconocida y el virtuosismo creativo eran elementos muy considerados. Como gran dibujante, García Sampedro nos abruma aún más en esta impresionante obra llena de emoción, sentido existencial, realismo social y semblanza histórica. Habían pasado las grandes gestas bélicas, pero todavía los conflictos que España mantenía en su desmembrado imperio, hacían de sus soldados expedicionarios una realidad histórica ofuscada por las difíciles condiciones sociales de entonces. En su obra de Arte el pintor consigue expresar el momento más crítico, ese que determina en la dramaturgia el más expresivo instante por su fuerza más trágica. Un soldado español destinado en las colonias -Cuba o Filipinas aún eran en el año 1892 parte de España- regresa a su hogar, después de haber superado la fiereza de la guerra, para hallar fenecida a su esposa ahora tendida en la cama. No hay mejor encuadre para entender una realidad existencial tan inapelable en nuestro mundo: no estaremos salvados nunca, tan solo confiados de que nuestra dicha es ahora, sólo por ahora, una realidad engañosa por la sensación temporal e imprecisa de una vida aparentemente controlable.

Vivimos anestesiados y auto-engañados por la multitud de sensaciones virtuales -hoy en día en exceso- que nos rodean y que nuestra mente provoca además, sosegada, por la frágil realidad material de un mundo profunda y retrasadamente peligroso... Es una huida inconsciente que obtiene un éxito temporal, que requerimos y encontramos siempre, para conseguir así, automáticamente, olvidar por ahora el abismo existencial de nuestro mundo. Es el éxito de nuestra especie y de la evolución científica y tecnológica que ha conseguido. La realidad virtual reforzará aún más ese éxito y, con la vana seguridad de un mundo personal controlado, nuestra mente nos acabará acogiendo en un islote existencial cerrado a las ignotas y tendenciosas fuerzas oscuras de lo inevitable. Es una falsa sensación, como todas las sensaciones, donde la duración de su efecto es tan escasa como efímera la reacción que sucede a su delirio. Por eso el Arte ayudará con obras como estas a reiniciar ese proceso existencial, a volver a resituar la inconsciencia humana en su sentido salvador. Pero la salvación es una falacia, un ardid para poder justificar la existencia y su sentido equivocado. Es tan débil y tan evanescente, tan liviana la realidad, que solo podremos exorcizarla con subjetividades cada vez más sofisticadas o ideadas para transformarla. Pero es un error que atraviesa la existencia, que solo nos aísla en una obcecación personal equivocada y peligrosa. No estamos salvados porque la salvación no es un significado acorde con el mundo en que vivimos. Vivir no es estar a salvo, es sortear con eficacia las olas de un fluir inesperado que la realidad de nuestro mundo hace de él lo que es y no otra cosa. Reconciliarse con este pensamiento nos fortalecerá para confiar en la aceptación existencial de una incertidumbre y no para engañarnos ante la falsa sensación de seguridad de un mundo fatalmente ideado.

Para la escena representada el pintor expone un encuadre cargado de figuras y elementos variados. Con la elección de un habitáculo inclinado consigue el artista dar profundidad y una sensación de vaga seguridad ante la inútil protección de un espacio resguardado. Una pequeña llama brilla al fondo del todo, que apenas ahora ilumina la oscuridad del habitáculo. La luz de la obra está además dividida en su propio origen, parte proviene de una ventana lateral que no vemos, y parte, que no vemos tampoco, nos llega de un pasillo exterior a través de la puerta. Las figuras de los seres humanos retratados configuran el escenario artístico con dos opuestos elementos. Por un lado el soldado arrodillado y su familiar ante la cama, por otro los seres humanos que se agolpan, distanciados, a la entrada. Los separa ahora aquí la figura enhiesta y equidistante de un sacerdote. Esos dos mundos representados son el personal o íntimo y el exterior de cada uno de nosotros. Ambos mundos determinarán una existencia. Pero es, sobre todo, la figura del soldado arrodillado la que nos muestra la expresión más dramática e impactante de esta iconografía. Esta figura es la representación más significativa del mensaje metafísico de la obra. Acaba de regresar el soldado de la guerra salvado, ha conseguido sobrevivir, ha conseguido sortear la realidad de su existencia con la falsa seguridad de una sensación temporal aleatoria... Porque ahora, sin embargo, descubrirá, asolado, aquella falsa sensación en el pequeño espacio inclinado del habitáculo de su vivienda. Una aritmética inapelable resulta ahora de sustraer una mera sensación por otra. Aquella dicha de sobrevivir antes acabará destruida aquí por la sorpresa y la muerte. La misma muerte que dejaría atrás él entre las duras y alejadas escenas sangrientas de una guerra displicente; la misma que superaría él gracias, tal vez, a un saber hacer ante la contienda concreta de una lucha diferente. Pero que, ahora, no superará, ni comprenderá, ni controlará, abatido. Porque ahora aquella salvación anterior no sería ya más que una parte, terriblemente equivocada, de una falsa sensación existencial enajenada, tan errónea, frágil, subjetiva e imaginada, como cruelmente engañosa.

(Óleo ¡Siempre incompleta la dicha!, 1892, del pintor Luis García Sampedro, Museo del Prado, Madrid.)