30 de julio de 2012

La vida es una sombra que pasa entre el ruido y la furia... o el sosiego y la calma.



Quizá una de las tragedias literarias más conseguidas de la historia, desde las antiguas griegas escritas por Esquilo, haya sido la conocida y clásica obra Macbeth de Shakespeare. En este fiel reflejo de la pérfida naturaleza humana el autor inglés quiso descubrirnos, sin pudor ni delicadeza, la obsesiva ambición más criminal: el asesinato vil de un rey a manos de uno de sus fieles servidores, el barón Macbeth. Una ambición que no perdonaría nada, ni siquiera la más que atribulada lealtad desmerecida, víctima propiciatoria y necesaria para escalar, sin ésta, los altos muros de lo inmoral. Así se dejaría traslucir la peor ambición, entre las egoístas sensaciones premeditadas de una cruel estrategia miserable. Y en ella cabe ahora todo: la ruin mentira, la grandiosa y falsa reverencia o la cobardía más insolente. Porque, como escribiera el famoso poeta inglés, no se quiere hacer trampa, pero se acepta una ganancia ilegítima.  Porque, continúa Shakespeare en su tragedia, se quiere poseer lo que te grita: ¡haz esto para tenerme!, y, sin embargo, termina el bardo inglés diciéndonos: esto sientes más miedo de hacerlo que deseo de no quererlo hacer.

En la última escena del quinto acto, cuando el desenlace atroz se sospeche por el protagonista, cuando las profecías -las propias y las ajenas- se adelanten sin reparos o la desgracia comience a debatirse entre las paredes de su refugio -un lugar donde el malvado protagonista se esconde de su error, de su horror y de todos sus lamentos-, descubrirá al fin la nítida filosofía ya inútil:  el mañana, el mañana y el mañana, avanzan a pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable, donde todos nuestros ayeres hayan alumbrado a los locos el camino hacia los polvos de la muerte. ¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha! ¡La vida no es más que una sombra que pasa, un mal actor que se pavonea y agita una hora sobre el escenario y después no se le oye más; un cuento narrado por un idiota lleno de ruido y de furia y que nada significa! Antes del final trágico, al principio del drama, cuando Macbeth comienza a elucubrar a solas lo que le han dicho -y le dirán- las profecías, sus cavilaciones y su codiciosa mujer, monologa dubitativo sobre su criminal elección: ¡Si con hacerlo quedara todo hecho! ¡Si el asesinato evitara todas las consecuencias y, acabado éste, se asegurase el éxito! Pero, no; la Justicia, del mismo modo que nosotros hacemos, también nos presentará las mismas añagazas contra nosotros. Y se plantea el protagonista, inquisitivo y mordaz, la ofuscación de su propia felonía, de su terrible traición imperdonable: La víctima está ahora aquí, bajo mi casa y mi protección. Además, como su anfitrión que soy, debiera yo cerrar las puertas a su asesino y no tomar, a cambio, el puñal. Ha usado él tan dulcemente su poder conmigo y con todos, tan intachable ha sido, que sus virtudes clamarán como trompetas angélicas contra el acto condenable de su eliminación.

Continúa Macbeth, melancólico casi, diciendo: Y la misma piedad, semejante a un niño recién nacido cabalgando desnudo sobre un huracán, o como un querubín transportado en alas por los corceles del aire revuelto, revelarán la acción horrenda a los ojos de los hombres. No tengo otra espuela para aguijonear los flancos de mi elección sino una honda ambición, esta que saltará en exceso mi cabalgadura, sobrepasándola del todo, para caer del otro lado...  De este modo tan poético fue como el pintor británico William Blake (1757-1827) se inspiraría en Shakespeare para componer su enigmática obra La Piedad. Este artista y místico romántico se adelantaría a los simbolistas creando imágenes fantásticas, oníricas, mitológicas o poéticas. Viviremos inmersos -sin querer a veces y otras queriéndolo- entre el desaforado y alocado estruendo de los ritmos furiosos o, a cambio, en el tranquilo acontecer de una experiencia agradable, en la sosegada calma de una emoción estimulante o en la serena visión placentera de una existencia maravillosa, inspiradora, fructífera y necesaria. Pero, a veces, no tendremos la elección de nuestra mano y, por tanto, no sabremos cómo una elección nos supone luego otra... La primera elección, elogiosa sería probablemente, pero, algo más tarde, la siguiente elección será espantosa, por sufrida, agresiva y vergonzosa elección anterior equivocada, por la cobarde decisión de la primera... Y, después, el horror, el fracaso, el deseo inconfesable de nuestro más oscuro anhelo maldiciente. Entonces, ¿cómo no caer ya del otro lado de las cosas? Posiblemente, estimando mejor la medida del impulso, esperando quedarse uno ya sin traza, sin fuerza casi, sin poder llegar apenas, sin herirse, sin que ahogue ahora otras voces o ademanes..., que pasarse.

(Acuarela y tinta en papel La Piedad, 1795, William Blake, Tate Gallery, Londres; Óleo Gruta de las Ninfas de la Tempestad, 1903, Edward Poynter; Óleo Flagelación de Cristo, 1880, William Adolphe Bouguereau; Obra Sosiego en las dunas, de la pintora peruana actual Cecilia Oré Bellonchpiquer; Cuadro del pintor realista Jean François Millet, El Ángelus, 1859, Museo de Orsay, París; Obra Serenidad, 1942, del pintor británico afincado en España, Jorge Apperley, Granada.)

24 de julio de 2012

El artificio artístico más natural y desapegado, indiferente, romántico y genial.



El Romanticismo se prodigaría más que otras tendencias en destacar duplicando sus obras con el contraste emotivo de una misma o parecida representación. Y esto fue así porque para los románticos cualquier escenario que cumpliera con la esencia del requisito emocional podía ser transformado, reutilizado o cambiado levemente. Daba igual lo que se hiciera, pero, eso sí, siempre que su sentido emotivo principal nunca se obviara o sustituyera. El núcleo de su motivación estética, su impronta ideal, su mensaje espiritual o trascendente, era sólo uno, algo que el autor romántico sabría definitivo, inmortal o permanente. El resto poco importaba. Es por eso que algunos pintores de esta tendencia duplicaron sin pudor su deseada e inspirada obra original. Uno de los creadores más curiosos del Romanticismo inglés del siglo XVIII lo fue Joseph Wright de Derby (1734-1797). Su adscripción romántica estaba participada además de un bello Neoclasicismo y un suave y sutil Realismo, éste último como una forma artística de sutil crítica social. Pero distanciándose siempre su estilo del resultado final de esa crítica, sólo mostrándola ligeramente, sin comprometerse y sin emociones parciales, ya que aún no era el momento histórico de criticar abierta, desgarrada y claramente.

Esos románticos dieciochescos recurrían a lo elaborado de la luz y del color pero también al sesgo o al gesto heroico, ideal, pomposo o emotivo para llegar a los espíritus sensibles más que a otra cosa. Sin embargo, Wright de Derby conseguiría una vez adelantarse a su época y mostrar con belleza plástica cosas reales, muy duras, hirientes o humanamente sobrecogedoras como lo hiciera en su obra Experimento con un pájaro en una bomba de aire. En el siglo de la ciencia experimental y del todo vale para descubrir la verdad el pintor británico nos presenta una imagen estremecedora: un investigador de la incipiente ciencia reúne a varias personas, entre ellas niños, para enseñarles el vacío, por entonces algo muy innovador y sugerente. Pero no se le ocurre otra cosa mejor que expresarlo crudamente. Dentro de una bomba al vacío de cristal introduce un pájaro como segura prueba física de su efecto mortal. La obsesiva búsqueda científica en aquellos años no se refrenaría ante nada y el pintor retrataría incluso el gesto abrumado de una niña rodeada de un entorno oscuro y misterioso. No desvelará el autor el fin del experimento, si el animal muere o no sin aire. Lo dejará sin mostrar, sin saber si perece o no finalmente el pájaro enclaustrado, sin sufrir ahora del todo la insidiosa realidad inevitable que sí mostrarían otras tendencias estéticas posteriores.

Pero lo que sí experimentaría una vez el pintor romántico sería repetir el mismo tema en su romántica forma de crear. En sus viajes por Nápoles descubre Wright de Derby la fuerza salvaje, frenética y violenta de los lugares naturales, pero bellos, del profundo sur mediterráneo. Y de esta forma pintaría el volcán Vesubio -que lo ve erupcionar una vez- o las agrestes grutas rocosas de unos hermosos acantilados misteriosos. Y pinta entonces la dura y hermosa luz brillante de una naturaleza muy diferente a las verdes campiñas de Derby. En el año 1774 compone su obra Caverna cerca de Nápoles. Una hermosa cueva al lado del mar que enmarca ahora un hermoso paisaje mediterráneo, sugerente, sereno y prometedor. Cuatro años después vuelve a pintar la misma cueva y desde el mismo lugar. Posee la misma fuerza nuclear -su misma esencia romántica-, pero ahora es completamente distinta. Porque ahora la representa llena de unos bandidos que la habitan ocultos, de unos seres inmisericordes con la vida y con la propiedad de los otros. Refugiados ahora en ese maravilloso lugar donde esconderán las remesas viles de sus actos. Pero es otra cosa lo que prima ahora en la obra romántica: la luz poderosa de la tarde. Porque debe ser un atardecer lo que ilumina, amarillento, toda esa hermosa gruta tenebrosa. Pero a la vez es un refugio de piratas, de violentos seres marginados que se ocultan de todos en ese lugar extraordinario. Lejos queda el paisaje encantador y las tranquilas aguas mediterráneas, lejos quedan los perfiles de una torre romántica o de una montaña señalada, lejos quedan incluso las alegres nubes inocentes o el resplandor sugerente de una sombra enigmática. Ahora, a cambio, todo aparece tenebroso, recogido y monocolor, pero, sin embargo, más pasional y poderoso que su debilitado entorno.

Cuando los británicos quisieron implantar su imperio en norteamérica lucharon denodadamente contra todos: contra los franceses, contra los indios y hasta contra los suyos propios, los patriotas norteamericanos. Durante casi medio siglo lucharon en lo que se llamó Guerras de América. Ganaron casi todas las batallas pero acabaron perdiendo la guerra. Sus hombres también murieron allí, entregando sus vidas y las de sus familias. Y así es como una vez Wright de Derby crearía su genial obra La muerte del soldado. Pero pintaría el creador romántico dos versiones diferentes de la misma escena dramática. ¿Por qué lo hizo? ¿Había algún motivo para hacer eso? Porque la idea esencial de la obra, basada en un verso de un poeta inglés, trataba de la desolación de los hijos ante la pérdida de un padre herido mortalmente en la guerra. El encuadre emotivo de la pintura romántica muestra postrada a una viuda y madre frente al cadáver tendido del esposo y padre. El pequeño nacido acaba de dejar el pecho de su madre y nos mira ahora a nosotros. Él es el único ser ahí que, sin saberlo, nos transmitirá así el desconsuelo más triste de la imagen.

Pero, detrás de ellos dos, está todavía la guerra indecente representada por unos cañones y algunos guerreros al fondo de la obra. Este lienzo bélico debe ser de los dos la obra original. El cuadro se encuentra en Inglaterra. Pero luego está la otra obra semejante, otro cuadro casi igual y exacto en su poético mensaje romántico, aunque no con el mismo fondo de la guerra. Fue cambiado ese fondo bélico. ¿Por qué? No lo sé. Sólo sé que este último cuadro está en América en un museo norteamericano. Para este destino americano, supongo, sería eliminado su contexto bélico original, su entorno histórico real y su cruel verdad más auténtica. Probablemente, al principio se expuso con el fondo original en ese museo norteamericano. Pero luego se llegaría a cambiar ese fondo. Porque para entonces, después de la guerra pero aún muy cerca los años sangrientos, la fuerza romántica de lo que aquel poema denunciaba, la fuerza emotiva de una familia desgarrada, eran por entonces lo importante y no la guerra. El resto, los símbolos de un conflicto repudiado, doloroso, sangriento y desolado, muy deseado ya de olvidar por entonces, no debían ahora desvirtuar, sin embargo, todo aquel hermoso, poderoso y romántico mensaje.

(Óleo Una gruta con bandidos en Nápoles, 1778, Joseph Wright de Derby; Cuadro Caverna cerca de Nápoles, 1774, Joseph Wright de Derby; Óleo Muerte del soldado, 1789, Joseph Wright de Derby, Inglaterra; Cuadro La muerte de un soldado, 1789, Joseph Wright de Derby, EEUU; Experimento con un pájaro en una bomba de aire, 1768, Joseph Wright de Derby, Tate Gallery, Londres.)

20 de julio de 2012

La emoción incomprendida, desolada, vengativa, abandonada y desierta.



La emoción nos maltrata a veces más que nos ayuda. Es así como puede ser un lastre en el ordenado caos determinante del Universo. Deambulará entonces atemorizada, cabizbaja, escurridiza o desatenta. No llegaremos a saber nunca cuándo hemos ya de comprenderla, sin complejos, sin preguntas, sin la duda que nos ata a sus descensos. Pero, sobre todo, ¿cuánto tiempo mantener la emoción así, tan desatada, de ese modo tan despiadado de ofrecerse? Porque no podremos sobrevivir tanto a sus efectos. La naturaleza de las cosas de este mundo es contraria al hartazgo de una sensación tan indecente. ¿Indecente, la emoción? Sí, indecente, porque la vida con exceso de emoción no podrá extenderse -no propagará sus alardes más vitales- con la inapropiada secuencia de unos actos tan poco realistas. Porque para la vida sólo los actos contrarios a la emoción, es decir, los racionales, comprensibles o responsables, son los únicos que la mantienen firme a su provecho, satisfecha de sí misma y decidida. Porque sólo los actos realistas son los que nos mantienen vivos, sin reparos, sin debilidades, arraigados fuertes a la Tierra, cabalgando sin parar en los detalles, en las cosas marginales o en la distraída esfera deslizante y peligrosa de la insufrible emoción.

Clitia fue en la leyenda griega una ninfa muy bella y decidida, hija de Océano y Tetis. Desde su atalaya marina veía todas las mañanas salir el Sol por el oriente. Entonces se embelesaría tanto de sus rayos, de su luz tan poderosa y de su bella singladura, que no dejaría ella de sentir una emoción desgarrada, ineludible y desatenta. No dejaría ella de verlo ni un momento, deseosa, hasta terminar ahora el Sol por el occidente su derrota. Pero, sin embargo, una vez el Sol terminaría por unirse a otra hermosa nereida, Leucótoe. Muy celosa por entonces, Clitia no sucumbiría resignada a los designios de la vida y sus azares, sucumbiría a los terribles y traicioneros emolumentos de su desolada emoción. Despechada, comunicaría Clitia al fiero padre de Leucótoe la pasión inapropiada de su hija por el Sol. Éste encerraría entonces a su hija en la oscura y desolada cueva del más insufrible dolor. Cuando el Sol comprendió lo sucedido despiadado condenaría a Clitia a su infértil deseo peregrino: la convertiría en un girasol solitario para el resto de sus días, manteniéndola eternamente contemplando el surcar tan poderoso de su luz.

Cuando el pintor academicista Alexandre Cabanel (1823-1889) decidiera seguir pintando como sus clásicos maestros en una etapa ahora diferente, más propia de pintores realistas, impresionistas o naturalistas, lo condenaron al oprobio de la vulgaridad convencional tan clásica de su pasado. ¿Qué habría sucedido para ese rechazo si Cabanel mantenía con su Arte un virtuosismo pictórico maravilloso? ¿Nació el pintor en el momento equivocado? ¿Anduvo Cabanel por senderos trillados que su brillo ahora, más que refulgir, rechinaría a cambio insolente y desabrido? Habiendo sido un extraordinario pintor, pasaría a la historia del Arte como un denostado insurgente. En el año 1848 compuso su obra de Arte Albaydé. Formaba parte de un tríptico que hacía, curiosamente, referencia al paso del tiempo. En su pintura plasmaría a una bella odalisca oriental, una joven que representaba el paso de la juventud a la madurez. Su perfecta realización clásica no desentonaría, sin embargo, con la representación de una imagen muy diferente y opuesta a su estilo convencional. Porque ella, su bella imagen retratada, nos evoca ahora una cierta ternura, una emoción inapreciable apenas que la modelo destilará bajo su lánguida mirada confusa, ajena del todo a esas alegres, prósperas o asépticas miradas de la tendencia clásica anterior.

El creador británico Samuel Lukas Fildes compuso en el año 1891 su impactante obra El doctor. Quiso ofrecer el pintor con su obra de Arte una mirada de elogio a la figura, humana y talentosa de los perdidos médicos -por entonces impotentes en su frágil ciencia- del tiempo anterior a los antibióticos. Aquí vemos ahora cómo una humilde familia acaba postrando ante un pensativo doctor la figura yacente e inmóvil de su pequeña hija enferma. En esta obra de Arte decimonónica la emoción desaparece por completo de la escena principal. Tan sólo ahora, a cambio, veremos en la pintura la reflexión y la ciencia, la razón y la vida, es decir, todo lo que trataría de salvar sin distracciones a la niña postrada y enferma. Porque ahora la inútil y vana emoción quedará detrás, lejos de lo necesario. En una mesa aparte, aturdidos y vencidos, reposan ahora juntos la desolación y el espanto.  El padre entonces, sin saber a qué entregarse, si a la razón o a la emoción, mantiene aquí su deseo congelado, indeciso, equidistante entre dos de las esferas más enfrentadas, opuestas y distintas de la vida.

Cuando el pintor norteamericano Edward Hopper quiso representar una escena poderosa, inquietante y crítica de la sociedad humana tan enajenadora, decidió pintar en el año 1927 su obra de Arte Autómata. Pero, ¿qué es lo que hay de autómata en esta obra? Porque en la imagen solo vemos a una joven sentada en un local vacío. Está sola ella además, es la joven que aparece sola y meditabunda en una mesa del establecimiento. Presenta la joven, sin embargo, una postura indulgente contra cualquier crítica, ya sea hacia la sociedad o hacia la vida. No hay nada ahora en esta inquietante obra de Arte que grite ni emocione claramente. No está ella tampoco obligada a estar ahí, y tampoco está dirigida ella ahí por nada ni por nadie para hacer lo que hace. Pero el creador insiste, insistirá en su obra, y no dejará de decirnoslo, ¡gritando casi!, que eso que ahora estamos viendo en la obra es un horror... El fondo del lienzo nos confunde ahora también, ¿es el mero reflejo de un espejo oscurecido o un cristal transparente con vistas a un oscuro mundo exterior? Porque hay luces que se ven, pero, ¿son luces reflejadas o translúcidas? Sin embargo es una vaga oscuridad lo que predomina ahí, una desolada e infinita oscuridad. ¿Estamos controlados, entonces, por algo exterior que no veremos? ¿No será todo eso más que el reflejo de una sociedad dirigente que atenaza así las frágiles emociones inhibidas de los seres? Unas emociones que están reflejadas ahora aquí -en la figura de esta joven solitaria- apenas por una de sus manos desguantadas, esa misma mano solitaria que sostiene aquí apenas, sin embargo, solo una fría taza sin consuelo.

(Cuadro del pintor simbolista George Fredreric Watts, Clitia, 1868; Óleo Los Girasoles, 1888, de Vincent Van Gogh, Alemania; Obra academicista de Alexandre Cabanel, Albaydé, 1848, National Gallery, Australia; Óleo del pintor academicista, victoriano, William Powel Frith, Retrato de Annie Gambart, 1851, muestra evidente de clasicismo aséptico, sin fisuras, más racional que el de Cabanel; Cuadro El Doctor, del pintor británico Samuel Lukas Fildes, 1891; Óleo Autómata, 1927, del pintor americano Edward Hopper, Art Center, Iowa, EEUU.)

16 de julio de 2012

Los contornos más reconocibles se darán a veces en la penumbra no en la claridad.



Diría una vez el filósofo alemán Hegel: La filosofía siempre llega tarde; es como pensar sobre el mundo, surge en el tiempo después de que la realidad haya cumplido su proceso de formación y se encuentre realizada. Cuando la filosofía pinta al claroscuro un aspecto de la vida, ya envejecido y en penumbra, éste no puede ser rejuvenecido, solo reconocido. ¿Qué es o significa ver algo bien, alcanzar a distinguirlo, comprenderlo, aprehenderlo o percibirlo plenamente? Porque en las representaciones artísticas había -y hay- que presentar a los ojos del espectador cosas que signifiquen algo, aunque, a la vez, también otras que nos inspiren o emocionen... bellamente. Fueron los pintores flamencos del siglo XVI los que comenzaron a utilizar el famoso claroscuro, ese recurso artístico con el que transmitirían algo más que con solo los trazos contrastados desde el negro en una obra. Pero, en el Arte pictórico, ¿cómo se puede comunicar tanto sin palabras? Es decir, cómo transmitir cosas sin utilizar el lenguaje que nos permite entendernos en un idioma y, además, hacerlo con la penumbra rebuscada de lo parcialmente informe. Pues, con las formas contrastadas que distinguen ahora unas cosas de otras, abandonando así normas y leyes para disponerse a ocultar, sin embargo, partes necesarias de un significado más completo. Porque los creadores del claroscuro supieron entender que el espíritu humano no requiere siempre de todos los datos para descubrir una verdad.

Luego, al pasar las tendencias artísticas y sus escuelas, los creadores modernistas fueron usando también esa misma técnica pictórica, aquel claroscuro de sus maestros renacentistas o barrocos. Porque no era por entonces -finales del siglo XIX- el claroscuro algo decadente ni retrógrado, ni dramático o pueril. Se representaba con ello lo que no se dice del todo en una obra artística, esos silencios estéticos que gritarán más de lo que parece sin tener ahora mucho contraste para hacerlo. Algo que los retóricos, incluso, supieron entender en el discurso hablado como un recurso muy valioso para poder transmitir cosas sin decir del todo alguna verdad. Así que en los últimos siglos habrían destacado creaciones pictóricas que, llevando el caravaggismo o el tenebrismo a un progreso técnico avanzado, habrían resultado ser geniales por su inspiración intemporal y sugestiva, mucho más cercana e intimista, pero, también, existencial, necesaria o bellamente preciosista. Cuando los impresionistas descubrieron en la luz y sus intensidades diurnas las mejores posibilidades para llegar a lo que deseaban impresionar en un cuadro: el momento pasajero y más efímero; otros creadores, los subsiguientes a su tendencia, descubrieron lo nocturno. Ahora los postimpresionistas, con sus diferentes resultados estéticos de la noche y sus efectos lumínicos diferentes, alcanzarían un mayor impacto emocional mucho más profundo y humano de lo que antes se habría hecho con una oscuridad tenebrosa, lo que acabaría conectando además así el espíritu del espectador con el sentido más íntimo de la obra.

Es por lo que Van Gogh atraparía la noche con las garras del deseo más espectacular en algunas de sus creaciones más hermosas. Y lo hizo con un escenario nocturno que, a diferencia del diurno impresionista, dos resplandores ahora necesariamente se solaparán aquí: el luminoso nocturno natural y el brillante artificial de lo humano. El genial pintor holandés se caracterizaría por esto en su rechazo al impresionismo. Él -como postimpresionista- deseaba resaltar siempre otras cosas además de las impresiones naturales o instantáneas del mundo. En sus obras quería añadir a lo sobrevenido del momento el sesgo humano que en una impresión pudiera acontecer de un modo más profundo, más emotivo o más sensible. Su obra Noche estrellada sobre el Ródano es, quizás, donde todo esto se observe más para poder entenderlo. Aquí está ahora el paisaje estrellado, natural, cósmico y resplandeciente: un cielo acogedor apenas oscurecido aquí por el clareado de sus brillantes estrellas tintineantes. Estas relucirán exageradas con el añadido sentimental de un misterioso cósmico sentido infinito. Pero, también hay ahora otras luces ahí diseminadas: las humanas, las de la población humana del fondo que, como una pantalla iconográfica reflectante además, parecerá ahora absorber parte del resplandor que un cielo estrellado antes emitiese.

Y también el río sosegado y oscuro que, junto al cielo estrellado de antes, ocupará ahora todo el universo artístico de la obra. Aquí aparecerá además el río deformado y tendido como un lienzo agradecido que a todos seduce. En él se reflejarán también las luces, pero, ¿qué luces, aquéllas -las cósmicas- o éstas -las humanas-? Porque nada nos impedirá sentir ahora que sus alargadas trazas luminosas nos confundan su verdadero origen. O, tal vez, se fundirán ambas -las naturales y las humanas- con las mecidas aguas medio ennegrecidas de la nocturna ribera sosegada del Ródano. Y para sentir aún más lo especial de su tendencia postimpresionista, Van Gogh nos sitúa cerca de nosotros -de los que vemos el cuadro- a unos personajes maravillados con esa misma escena que veremos absortos. Con este recurso el pintor dará la importancia al componente humano representado en su obra, un elemento estético oscurecido ahora entre sus sombras por una pareja caminante que, desoladamente, buscará el sentido más oculto de lo inevitable del mundo. Porque es este ahora aquí el sentido más radical de lo representable: los mismos seres humanos que perciben, comprenden y asumen todo ese misterioso y visual sentido esplendoroso. Es destacable en la obra modernista la razón oculta que, ahora, probablemente, deseará transmitir el pintor con ese oscurecido mensaje: que lo que no vemos ahora es precisamente lo que más estará ahí para nosotros. Y que todo esto se unirá, imperceptiblemente, con todos aquellos seres que sientan así esa misma presencia, esa misma necesidad, esa misma emoción, esa misma verdad o ese mismo desvelamiento.

(Óleo del pintor Jules Robert Auguste, Mujer Nubia, 1830; Cuadro En el espejo, 2007, del pintor venezolano Ángel Ramiro Sánchez, 1974; Lienzo de Edvard Munch, Hombre y Mujer, 1888; Óleo El monje junto al mar, 1809, del pintor romántico alemán, Caspar David Friedrich; Lienzo tenebrista del pintor barroco José de Ribera, Ticio, 1632, Museo del Prado; Óleo Muerte de César, 1867, del pintor neoclásico Jean-León Gérôme, en donde se observa que lo más iluminado no es lo más importante, que apenas se debe ver, ni distinguir, frente a lo oscurecido, el sentido -ahora solitario- más real del cuadro; Cuadro Noche estrellada sobre el Ródano, 1888, de Vincent Van Gogh, Museo de Orsay, París.)

12 de julio de 2012

No ignores tu belleza para que quedes aún más confundido por tu fealdad.



Fui capaz de sobrevivir porque fui capaz de amar; lo amaba todo..., una noche estrellada, la odiosa gangrena, la brisa suave del atardecer o la terrible serpiente venenosa; la hendidura hedionda de una herida o la luz sublime de un amanecer... ¿Cuánto de semejanza hay en las cosas opuestas?, ¿cuánto de necesario en la enfrentada complementación de lo contrario?, y, sobre todo, ¿cuánto de valioso a veces para la vida en la sórdida, escatológica, obtusa y cruel infelicidad...? Cuando en el siglo VI comenzaron las degradaciones morales propias de una sociedad en proceso de transformación o deterioro -la caída del imperio romano por un mundo bárbaro e impredecible-, Benito de Nursia (480-547) decidiría abandonarlo todo y refugiarse en una gruta del valle de Aniene a las afueras de Roma. Establecería luego las reglas monásticas que fueron famosas por su ascetismo, rigurosidad y eficiencia. Su mensaje entonces fue restaurar al hombre, para lo cual el aprendizaje que ofrecía de la caridad comprendía varios grados de humildad. Suponía además tomar conciencia y conocimiento de sí mismo. Para conocerse, decía san Benito, no hay que ignorar la lucha que se da en el alma rota, entre lo que permanece de bueno y el desgarro acaecido por la maldad heredada. Así que entonces los maestros de sabiduría de su primigenia orden benedictina aconsejarían a los postulantes conocer su propia miseria: No ignores tu belleza..., para que quedes aún mucho más confundido por tu fealdad.

La manumisión fue una práctica post-esclavista que se desarrollaría en Europa durante muchos siglos. Consistía en liberar de la esclavitud al servidor que, durante toda su vida, no había conocido la libertad. Y si desde la más lejana antigüedad había existido la esclavitud y no dejó de existir hasta mediados del siglo XIX, había sido mucho el tiempo en que se llevaría a cabo esa práctica en el mundo. En uno de sus viajes a Roma durante el año 1650, Velázquez pintaría su obra de Arte Retrato de Juan de Pareja. Se trataba de un esclavo morisco del famoso pintor español. Había entrado al servicio del maestro en el año 1630 y llegaría a aprender tanto de Velázquez que alcanzaría además a ser un pintor reconocido, fiel seguidor de la tendencia naturalista del barroco. Velázquez lo liberaría cuatro años después de haberlo pintado. Pero, para ese momento, para cuando lo retratase antes de haberlo liberado, habría conseguido ya el genial pintor dejar marcada en su obra toda la grandeza, dignidad y prestancia liberada del retratado.

Cuando el pintor impresionista Edgar Degas decidiera retratar a su amigo el también pintor Henri Michel-Lèvi, trataría entonces de compendiar en una imagen artística toda la compleja personalidad del retratado. Henri Michel-Lèvi, aun en pleno momento impresionista, se habría decantado hacia escenas más artificiales y menos naturales, algunas incluso de interior, por lo tanto lejos de la esfera ortodoxa impresionista del momento, propia de exteriores y modelos naturales. Así que Degas -en una actitud crítica hacia su amigo pintor- compuso su retrato pintando a Lèvi en su estudio dirigiendo ahora una mirada desafiante al espectador, rodeado además de sus cuadros y artilugios de pintura. Junto a él aparece un maniquí que representa ahora el desprecio que el arte impresionista tenía por la imagen humana y su figuración artística. Pero, fue lo que sucedió después lo que, realmente, haría famoso al cuadro de Degas. Ambos pintores se habían retratado mutuamente, y regalado luego cada uno su obra a cada cual. Sin embargo, Michel-Lèvi acabaría vendiendo el curioso retrato crítico que le había hecho su colega Degas. Éste ahora, agraviado, decidiría devolverle el suyo, aquel que le hiciera Lèvi, dejándoselo sin miramientos a la puerta de su casa.

La fuerza de la personalidad subyacente de cada uno de nosotros relucirá en ocasiones en la imagen que de nosotros mismos tendremos y expresaremos claramente. Unas veces, con la desinhibición propia de lo que de nosotros mismos no ignoramos; pero, otras con la naturalidad existente de la belleza que de nosotros, sin querer, relucirá sola...  Ambas cosas poseemos: lo que sabemos de nosotros y expresamos decididos y lo que nos sale de nosotros sin saberlo. Pero, a veces, ignoraremos que ambas cosas poseemos. Y es que, como en el dualismo de la vida y el mundo, vagaremos transportando las necesidades y las potencialidades de nuestra propia esencia desconocida. Así es como en ocasiones alguna filosofía oriental, concretamente de la antigua China, hablaban ya del wuji o principio de todo, cuando al inicio de la Tierra las cosas aún no estarían diferenciadas en el mundo. A partir de ese principio universal entonces las cosas evolucionarían en pares, es decir, siempre opuestas unas a otras en esencia. Y así vivirían todas, enfrentadas sin saberlo. Pero, al final del proceso de la vida, en su muerte o desaparición accidental, volverían luego a fundirse en el pléroma o elemento primordial, esa misma unidad primigenia de la que habrían emanado, sin saberlo, mucho antes todos los seres y elementos del mundo.

(Cuadro del pintor simbolista lituano Mikalojus Konstantinas Ciurlionis, El Zodiaco, Sagitario, 1907; Obra del pintor barroco holandés Govert Flinck, 1615-1660, discípulo del gran Rembrandt, Susana y los viejos, siglo XVII; Cuadro del pintor actual español Moisés Rojas, Madrid, 1946, Naufragio, en donde una representación de lo perdido, de lo hundido o desgarrado aparece, sin embargo, de un modo diferente gracias a la creación del artista, porque aquí los colores vivificantes y alegres del conjunto, de todo el conjunto, hace ahora que el sentido final de lo que representa sea justo lo contrario de lo que titula...; Dos obras del pintor español Gustavo de Maeztu, 1887-1947, Alegoría de don Juan Tenorio, 1926, y Los novios de Vozmediano, 1915, Museo Gustavo de Maeztu, Navarra, España, aquí se muestra la dualidad de la pareja y de sus motivaciones ocultas; Lienzo Retrato de Juan de Pareja, de Velázquez, 1650, Museo Metropolitan de Nueva York; Fotografía de la muchacha afgana Gharbat Gula, del fotógrafo Steve McCurry, 1984, ejemplo de belleza natural; Óleo Artista en su taller -el pintor Henri Michel-Lèvi- , 1873, del pintor impresionista Edgar Degas.)

6 de julio de 2012

El agravio más inspirador, altruista, neoclásico, sensual y bello en el Arte.



Fue una antigua guerra griega de la antigüedad lo que inspiraría una de las obras escultóricas y arquitectónicas -¿será una contradicción, escultura y arquitectura a la vez?- más emblemática, hermosa, armoniosa, noble, elegante o majestuosa de la humanidad. Cuando los persas invadieron el Peloponeso en la segunda guerra médica (480 a.C.) se aliaron con algunas ciudades griegas frente a la resistente Atenas. Una de esas ciudades traidoras lo fue Caria, población lacedemonia -de Esparta- que, finalmente, sería derrotada junto a los persas por los orgullosos atenienses. Los atenienses eran muy estrictos con sus leales o sus traidores y por eso decidieron dar un castigo ejemplar a la ciudad lacedemonia. Un castigo que no debían olvidar nunca las siguientes generaciones de griegos. Entonces ajusticiaron a muchos habitantes de Caria y decidieron que llevaran la más pesada carga el resto de sus vidas. Para esto vendieron como esclavas a todas las mujeres jóvenes de la ciudad, la mayor afrenta que se podía hacer a un pueblo griego por entonces. Los persas habían derribado en esa guerra muchos grandiosos templos en la Acrópolis ateniense. Uno de ellos, situado cerca del Partenón, fue un templo dedicado a la diosa Atenea Polias, una construcción que fue totalmente destruida por los persas en aquel año 480 a.C. Cuando los atenienses vencieron se decidió erigir otro templo parecido a ese, aunque más alejado del Partenón y con unas columnas drapeadas y antropomorfas en uno de sus pórticos.

Quisieron los griegos recordar así la traición de aquella ignominiosa ciudad lacedemonia. Y qué mayor agravio que representar las figuras femeninas de esas columnas soportando el duro entablamento de su infamia. El nuevo templo erigido, dedicado a Poseidón, fue construido con influencias estéticas del estilo arquitectónico de la Jonia clásica, estilo que mostraba más elegancia y esplendor que el frío racionalismo del antiguo dórico. Un edificio clásico con estructura de marmol blanco-dorado -piedras procedentes del monte Pentélico- y tres pórticos o vestíbulos hexástilos -compuesto de seis columnas-, y todo ello reflejaba la exquisita armonía del período más glorioso de Atenas. Uno de sus tres vestíbulos, el orientado al sur y denominado Erecteion, disponía de seis esculturas de mujer a modo de columnas jónicas que soportaban la cornisa superior de la techumbre. Esas columnas representaban aquellas muchachas lacedemonias traidoras que fueran condenadas a soportar la infame condena del agravio patriótico. Luego acabaría todo aquel esplendor ateniense a manos del poder de Esparta. Y tiempo después a manos del poder de Macedonia. Y aún mucho después, cuando el mundo heleno sólo fuera un sueño maravilloso transmitido por sus escritores, el poder e influencia de la cultura griega sería remozado y heredado por el inmenso poder de Roma. Así hasta que también ésta acabase siglos después hundida por la historia. Y nunca más la sombra de sus bellas cariátides griegas en piedra padeciendo el orgulloso designio de sus formas serían admiradas en el Ática ni fuera de él. Así continuaría la historia hasta que el Renacimiento viniera a recordarlas como un amante olvidado y desdeñoso que regresa, tardío pero renovado, a recuperar entusiasmado todo aquel antiguo esplendor.

En el Palacio Real del Louvre se construiría en el Renacimiento una clásica tribuna arquitectónica para albergar los músicos del vanidoso rey de Francia. En el año 1550 el arquitecto real Jean Goujon decide realizar un pórtico griego majestuoso que soportara toda aquella Real tribuna. Sin haber visto personalmente la Acrópolis compuso Goujon sus cuatro cariátides renacentistas. Fue un homenaje al arte ateniense del malogrado templo griego, el primero que se realizara mil ochocientos años después de su original en el Acrópolis. Pero ahora Goujon humaniza aún más las formas y los gestos clásicos feminizando aquella sutil semblanza de las maravillosas y sensuales esculturas de entonces. Pero no fue sino hasta un renacer clasicista posterior del neoclásico siglo XIX cuando los arquitectos y escultores inundarían las plazas, fachadas, pórticos, balaustradas, fuentes o salones de todo el mundo con las maravillosas, eróticas, armoniosas y bellas figuras de las cariátides griegas. Porque fue a mediados del siglo XIX cuando la hierática y altiva representación de las jóvenes griegas en piedra -donde sus brazos no impedían relucir la sensual esbeltez de sus cuerpos- fueran descubiertas por los escultores y artistas que mostraban la voluptuosidad de las bellas formas femeninas. Y esa maravillosa excusa neoclásica descubriría en un público asombrado la genialidad, belleza y sensualidad que encerraba la antigua e inspirada estatuaria  griega.

Cuando Francia fuese derrotada y humillada por los alemanes en la guerra franco-prusiana del año 1870, París acabaría siendo bombardeada, asaltada y maltratada por la escasez y el hambre. Los parisinos descubrieron el sufrimiento más terrible y espantoso en sus calles civilizadas. La ciudad de la Luz sería entonces asolada por el hambre, el desorden, la enfermedad o el desabastecimiento. El agua dejaría de fluir por sus tuberías y llegaría a valer más que el vino, lo que traería no pocos problemas sanitarios. En ese dramático momento se decide entonces reconstruir todo de nuevo. Y para resolver la escasez de agua se diseñan fuentes públicas, manantiales artificiales donde la población pueda abastecerse sin limitación alguna. Fueron construidas siguiendo unas determinadas normas arquitectónicas: las fuentes mayores se representarían con cuatro cariátides añadidas. Y todo ese alarde fue por entonces un maravilloso símbolo artístico y altruista para después de una guerra. Igual que lo fuera también hace muchos siglos antes en la antigua Grecia.

(Fotografía de dos de las cariátides del templo Erecteion de la Acrópolis, año 421 a. C., del arquitecto Filocles, Atenas; Imagen de La Tribuna de las Cariátides, del escultor francés Jean Goujon, 1550, Museo del Louvre, París; Fotografía de una escultura de mujer -cariátide- en una fachada de París, del escultor francés Charles Auguste Lebourg, 1865, París; Imagen de una Fuente Wallace, fuente de la ciudad de París, de Charles A. Lebourg, siglo XIX, París; Imagen del interior del Palacio del Musikverein, sede de la orquesta Filarmónica de Viena, el Salón Dorado, Viena, con las cariátides doradas en su interior; Imagen del chaflán de la entrada principal del edificio del Instituto Cervantes en Madrid, antiguo Palacio clásico, con las cuatro cariátides de su soportal, Madrid; Dos fotografías del Erecteion ateniense, con sus cariátides, desde diferentes ángulos, Acrópolis, Atenas, Grecia.)