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4 de septiembre de 2015

El anacrónico Romanticismo de la vida o la constatación palpable de una imposibilidad.



Cuando en la navidad del año 1913 desapareciera, de la iglesia de la Santa Cruz de  Nájera (La Rioja, España), el Tríptico de la Lamentación del pintor flamenco Ambrosius Benson (1490-1550), el mundo aún dispensaba un halo amable y sosegado de aquel romanticismo que el siglo XIX habría llevado a su esplendor... Los ladrones tenían muy claro entonces, como su conciencia les señalaría en su convencional avaricia, que el Arte seguía teniendo un valor incuestionable, muy avalado socialmente. Y ello a pesar de los avatares que el tiempo -podía tardarse en vender la obra- y unos compradores alejados pudieran ocasionar en tan arriesgada tarea delictiva. Ese Tríptico de Benson representaba a Cristo yacente ante su madre, a San Pedro y Santa Ana, y tendría unas dimensiones de casi dos metros de anchura por 1,4 metros de altura, así como un peso de 140 kilos aproximadamente. Es decir, que el botín artístico suponía un considerable esfuerzo romántico... teniendo en cuenta que los posibles compradores se encontrarían fuera de España y debían verlo en las mejores condiciones para adquirirlo. El Arte por entonces disponía todavía de esa clandestina forma de mercado en un mundo ávido por poseerlo (de admirarlo no de mercadearlo). Y el tesón por esperar a obtener su beneficio (en un caso económico y en otro espiritual) hacía de su arriesgado robo y tráfico una determinada forma de entender aún la vida y la Belleza, así como de los valores en los que ambos conceptos se sustentaban.

El treinta y uno de agosto del año 2015 se denunciaba a la policía española un robo en una iglesia de Sevilla. En la iglesia del Santo Ángel varias piezas de orfebrería y objetos de valor depositados y custodiados en ella habían desaparecido. En ese mes de agosto, mes que se encontraba cerrada la iglesia al público, se llevaron los ladrones varios elementos decorativos de metales nobles correspondientes al ajuar de la Virgen del Carmen, una imagen venerada en la iglesia sevillana desde el siglo XVII. Pero, así consta en la noticia publicada en la ciudad, no se habían llevado ninguna de las muchas obras de Arte que la iglesia del Santo Ángel dispone en cantidad, Pinturas y Esculturas artísticas, obras maestras del barroco y, por lo tanto, de una antigüedad y valor artístico considerables. Hace algunos meses conocimos la lamentable noticia de la destrucción de monumentos históricos en la antigua ciudad de Palmira en Siria. Y, hace solo dos días, la vergonzosa noticia de la terrible muerte de unos niños sirios en la costa turca cuando su familia trataba de embarcar, cruzando el Mediterráneo, con destino a un lugar mejor donde poder vivir en paz, lejos de la guerra, el horror y el fanatismo religioso. ¿Qué tienen que ver hoy en día el valor de las cosas ávidas, tanto de poseer como de admirar, con lo que tendrían que ver esas mismas cosas hace tan solo cien años? ¿Qué tiene que ver también ese fanatismo religioso islámico que sucede hoy en Siria, con la espiritualidad mahometana que un día brillase, por ejemplo, en la Córdoba medieval? Nada, absolutamente nada.

Cuando el mundo quiso constatar, a finales del siglo XVIII, un fenómeno humano que debería ser traducido en Belleza, surgió entonces el Romanticismo de los rincones más profundos del alma humana como un modo de sublimar la vida y sus miserias. Y ese Romanticismo -que hoy sigue traducido en muchas cosas mundanas y atávicas de la sociedad occidental- tuvo su manifestación cultural en la Literatura, en la Música, en la Pintura y, posteriormente, hasta en el Cine. Sirvió para sostener a una sociedad que luego se despeñaría, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, por la senda terrible de un fatalismo inevitable. Pero ese sentimiento romántico terminaría acabando a comienzos de los años treinta, definitivamente. Y nunca más volvería a resurgir ese sentimiento romántico..., sino apenas como un decorado nostálgico para embellecer, parcialmente, las confusas miradas de un existencialismo y de una posmodernidad hoy superadas. En la Literatura, por ejemplo, hubo dos autores norteamericanos que quisieron reivindicar aquel Romanticismo: el novelista Scott Fiztgerald (1896-1940) y el escritor Hemingway (1899-1961). Este último, certificaría además su defunción para siempre. En aquellos difíciles años veinte y treinta del siglo XX -pronto hará cien años de aquello- el mundo cambiaría del todo para siempre. El primero -Fiztgerald- quiso seguir comprendiendo la vida desde un sentido romántico por excelencia: todo podría justificarse por amor. "Cuando oscurece -escribiría Fiztgerald- siempre se necesita a alguien". El segundo -Hemingway- alcanzaría a buscar un sentido a la vida desde el incipiente compromiso social y, luego, desde un existencialismo apesadumbrado constatando así la más absoluta soledad humana. Ambos escritores, probablemente, buscaron lo mismo, pero la historia les subsumió a ambos en el más terrible de los abismos. Scott Fiztgerald terminaría falleciendo a los cuarenta y cuatro años, decepcionado y abatido por completo; Hemingway acabaría quitándose la vida, con algunos años más, del mismo modo desolado que su compatriota.

(Tríptico de La Lamentación, primera mitad del siglo XVI, del pintor renacentista flamenco Ambrosius Benson, colección particular desconocida, una obra de Arte robada de una iglesia española en La Rioja, Nájera, en la Navidad de 1913; Fotografía de la Iglesia del Santo Ángel, ciudad de Sevilla, 2015; Imagen fotográfica de una procesión de la Virgen del Carmen, imagen consagrada y venerada en la Iglesia del Santo Ángel, donde se aprecian los objetos de valor de orfebrería que han podido ser sustraídos en el robo de agosto de 2015, Sevilla; Fotografía de un agente de policía turco llevando en brazos el cadáver de un niño sirio ahogado en las costas turcas, cuando trataba de embarcar con destino a Grecia, Septiembre de 2015.)

29 de enero de 2015

Sobrevolando el espíritu por encima de todos, de los grandes, de los ángeles, de sus colores...



Aquí podemos comprobar la resolución extraordinaria de estas imágenes del Museo del Prado. Debían verse bien ahora los colores de El Greco. Es algo necesario para entender la entrada anterior del mismo pintor, donde no se alcanzaba del todo a ver la maravillosa tonalidad de este gran creador manierista. Porque es en esta obra maestra donde más se puedan descubrir no ya los colores sino la utilización de ellos para crear cosas diferentes: sutiles tonalidades como propias formas reflejadas en volúmenes perfilados de belleza. Otros reflejos, otras gamas, otras gradaciones, hacia los azules, los malvas, los bermejos, los amarillos, los grises, los verdes... Y, sin embargo, no son sólo los colores, o sus formas, los que hagan de esta obra una obra maestra del Arte. La historia de este lienzo es la historia del comienzo de El Greco en España. Durante su estancia anterior en Italia conocería en Roma al español Luis de Castilla, hijo natural del deán de la Catedral de Toledo, don Diego de Castilla. Entonces Luis le habla a su padre de las maravillas artísticas del pintor cretense. Y es cuando don Diego le solicita su labor creativa para el retablo de una iglesia en la ciudad de Toledo: la iglesia de Santo Domingo el antiguo. Estamos en el año 1576 y España brillaba en el orbe mundial como nunca nación europea lo hubiera hecho antes. Y este retablo de Toledo fue un maravilloso escenario donde plasmaría el pintor todo su misterioso, bello y sutil Arte manierista.

Compuso varios lienzos para ese retablo toledano. Imaginemos el hecho artístico: una pared, no muy grande, soportando cinco obras maestras del Arte. Pasarían ahí, en la iglesia de Santo Domingo el antiguo, estas obras los siglos en silencio, resguardadas del paso del tiempo sobre gruesas paredes y sus anchos marcos toledanos. Se mantuvieron estas obras de El Greco esos años con todo su vigor estético, con toda su fuerza y con todo su fulgor artístico, eternizados así por unos elegidos y fijados pigmentos cromáticos, tan emocionantes como duraderos. Y así hasta que llegaron los franceses de Napoleón en el año 1808 y lo cambiaron todo. Ellos descubrieron entonces la España tan artística, un país tan cercano y tan lejano a Francia. Descubrieron que la nación europea que invadían tenía, calladamente -a diferencia de Italia-, una de las colecciones de Arte más fascinantes del mundo. No pudieron evitarlo y se enamoraron artísticamente del país al verlo. Comenzaron expoliándolo, pero, luego, al marcharse, continuaron buscando y comprando aquel maravilloso Arte. Fueron los franceses los que crearon a principios del siglo XIX un mercado en España que no existía por entonces: la compraventa de obras de Arte. Hasta la aristocracia y el propio rey se contagiaron de ese fervor comercial y artístico en España. ¿Quiénes fueron los proveedores de ese Arte?: la Iglesia, una institución siempre necesitada de fondos y sensible a los galanteos monetarios de los oportunistas.

De ese modo, dos de los cinco lienzos del retablo manierista de Toledo, los dos más grandiosos, La Trinidad y La Asunción, fueron enajenados o vendidos durante la primera mitad del siglo XIX. Los que hoy se ven en Toledo son copias de los mismos. ¿Dónde están, entonces, los originales? En Chicago y en el Museo del Prado. Pero lo importante es que hoy los podemos ver fascinados, y, desde aquí, desde esta entrada, al menos este lienzo que vemos ahora, denominado La Trinidad. Y, ¿qué veremos? La representación de un dogma católico, de una verdad de fe reconocida por la Iglesia Católica desde sus inicios en el siglo IV. El dios único cristiano poseerá tres formas de expresión, pero una sola realidad. Nunca pudo ser representado muy bien eso en el Arte de un modo claro, solo a través de símbolos, o triángulos decorados, con mensajes o grabados referentes a ese dogma. Comenzaron a expresarlo los pintores del siglo XV.  Verdaderamente, fueron ellos los que crearon las primeras composiciones figurativas de este curioso dogma católico. Aunque ya los bizantinos y su peculiar Arte lo iniciaron tímidamente. Pero, luego, los italianos siguieron avanzando en esa representación trinitaria tan compleja. ¿Cómo hacer una representación de tres personas sagradas y, a la vez, de una solo? ¿De qué forma hacerlo estéticamente?

La mayoría de las veces, con las figuras antropomorfas de Dios y Jesús, y, después, el Espíritu Santo representado como una paloma sobrevolando ambos personajes. Pero separados entonces los dos -Padre e hijo- con sus figuras definidas, uno siempre algo más alejado del otro. Fue el renacentista alemán Alberto Durero el primero que uniría los dos en el año 1511: abrazados tras la sufrida pasión de Cristo. En esa obra de Durero se inspiraría El Greco para hacer, en el año 1579, lo mismo. ¿Lo mismo? No, exactamente lo mismo no. Porque el pintor cretense iría mucho más allá...  El creador alemán había representado centrados a los dos personajes fundamentales de la Trinidad, y, sobrevolando a ambos, al Espíritu Santo en forma de paloma. Alrededor de aquellos están los ángeles, separadas un poco sus figuras, formando un coro que rodea ahora respetuoso el sagrado sentido de los dos personajes principales de la Trinidad. En El Greco, a cambio, su Trinidad es absolutamente diferente: todos los personajes están juntos, formando ahora un único grupo cerrado. Hasta un ángel se permitirá tocar con su mano el hombro sagrado de Dios...  Es una composición compacta, donde aquel dramatismo de la escena de Durero no se percibe ahora en El Greco. Porque en la obra manierista de El Greco los gestos son más comprensivos, más compasivos, más justificados o amables, sentidos todos, además, como los de unos seres más humanos que divinos.

Y el Espíritu Santo representado sobrevuela aquí por encima de todos...  Se eleva ahora en forma de una blanca paloma perfecta, la más perfecta paloma sagrada quizá nunca representada así en toda la historia del Arte. Tan perfecta está pintada la paloma de El Greco, como aquellos detractores críticos suyos desearan que fuese, sin embargo, pintada toda la obra del creador cretense. Es tan perfecta, tan armoniosa, tan natural, tan majestuosa, tan brillante esa paloma que, con todo ese maravilloso alarde artístico clásico, el creador más original del Manierismo magnificaría el sentido iconográfico sagrado del propio Espíritu Santo. Un sentido aquí más prevalente, incluso, que el de las otras dos sagradas -más grandes doctrinalmente- representaciones de la Trinidad. Pero, también, más prevalente que todas las representaciones sagradas de siempre, o que todas aquellas que configurasen, antes o después, aquel mismo sentido místico de siempre. Un atrevimiento estético y místico que el pintor más original de la historia se permitiese, con su Arte innovador, poder crear sin prejuicios...

(Fragmentos del lienzo de El Greco, La Trinidad, 1579; Óleo La Trinidad, del pintor manierista El Greco, 1579, Museo del Prado, Madrid.)

20 de octubre de 2012

Renacer, volver a ser otro, ese es el auténtico renacimiento, algo que Arte alguno nunca podrá conseguir.



En el bíblico paraíso terrenal habitarían todo tipo de especies animales, fieras o no. Aunque, también cada cual obedecería a su propio instinto equilibrado o a su buen hacer biológico... o espiritual. Y así de bien funcionaría todo hasta que, de pronto, algo muy grave sucediera por entonces. Una de aquellas especies de aquel paraíso, una de las aves más extraordinarias habidas jamás, de colores brillantes y destacados, anidaría además beatífica y candorosa en lo alto de un espléndido rosal de ese paraíso. Pero poco después todo ese mundo idealizado se trastornaría por el descalabro fatal de un equilibrio inexistente. Porque cuando el hombre y la mujer eligieron -azarosos- ser libres y hacer su propia voluntad fueron condenados, inapelablemente, a abandonar de inmediato el edén paradisíaco. Y entonces un ángel flamígero con su espada decidida e insensible acompañaría, impasible, a los dos seres al final del paraíso. Pero de la invencible espada de ese ángel brotaría una chispa peligrosa, un rayo llameante que prendería fatalmente el inseguro nido de aquel ave extraordinaria. Ardería entonces todo el nido y lo que dentro de él había. Pero, por haber sido tan piadoso, por haberse negado a tomar parte en aquella perdición paradisíaca, a este ave desgraciado se le concedieron varios dones. El más importante acabaría siendo una inmortalidad peculiar: poder renacer siempre de las desprendidas cenizas de su sacrificio. Cuando sintiera que llegaba el momento de morir volvería a crear su nido confiado, colocaría en él su nuevo huevo, y, tres días después, empezaría a arder todo su cuerpo como entonces. El ave Fénix se consumiría así, de nuevo, por completo. Luego, del huevo inusitado renacería el mismo ave antes consumido, siempre ahora único, siempre permanente y siempre redivivo.

Para el ser humano su mundo personal no se limitará solo a los acontecimientos de su pasado, sino que deberá incluir también las enormes posibilidades de un futuro por vivir. Porque éste está ahí siempre para nosotros. Aunque no lo sepamos aún. Sin embargo, es nuestro antes de que exista. Debemos proyectarnos hacia él porque esa proyección es lo que nos hace, entre otras cosas, humanos y nos distingue de las demás especies terrenales. Lo que nos diferencia de sólo existir, de sólo habitar o de sólo vegetar. No debemos perder nunca esa sensación renacedora. Si lo hacemos estaremos condenados al despiadado pasado insidioso, a su poder subyugante, engañoso y devastador. El historiador y mitólogo francés Pierre Grimal dejaría una vez escrito esto: La leyenda del Fénix concierne a la muerte y al renacimiento de esta ave. Es única en su especie y no puede reproducirse como las demás. Cuando siente aproximarse su fin comienza a acumular plantas aromáticas y fabricará su nido. Hay dos versiones mitológicas: una que dice que se prendería fuego a su olorosa pira y que de sus cenizas surgiría un nuevo ave; otra que el Fénix se acuesta en el nido y muere impregnándolo en su propio semen. Entonces nace el nuevo ave y, recogiendo el cadáver de su padre -su otro yo de antes-, lo encierra en un tronco hueco que transporta hacia la ciudad de Heliópolis y lo deposita en el altar del Sol. Una vez alcanzado el altar del Sol el ave planea afuera a la espera que se presente un sacerdote. Cuando ha llegado el momento, éste sale del templo y compara el aspecto del ave con un dibujo representado en los textos sagrados. Sólo entonces comienza a quemar el cadáver del viejo fénix. Terminada la ceremonia el joven fénix reemprende el vuelo hacia Etiopía, donde vivirá alimentándose de incienso hasta el término de su existencia.

Al final de su vida el escritor ruso Dostoievski escribiría una novela fascinante y sorprendente, desgarradora a la vez que sensible, demasiado humana para todos o demasiado real para nosotros: Los hermanos Karamazov (1880). Dostoievski incluía siempre en sus relatos una aguda observación psicológica y moral, amén de una atrayente narración genial e inevitable. Pero conocía como pocos la auténtica naturaleza humana de la que estamos hechos. El escritor ruso opinaba que uno de los principales problemas de la sociedad de su tiempo (pleno siglo XIX) era la pérdida del valor espiritual y de su sentido en el mundo. Sostenía que los seres buscan la salvación en la obsesiva ideación de recrear un paraíso material fundado en la impasible razón o en la insensible voluntad. Temía el novelista que la falta de espiritualidad llevara a una tiranía tanto personal como colectiva. Su propia vida le había enseñado que sólo mediante el sufrimiento y la virtud quedaría el alma de cualquier ser purificada. En una de las ocasiones más dramáticas y esclarecedoras de la novela uno de los hermanos protagonistas, Dimitri Karamazov -un ser atormentado acostumbrado a sufrir a pesar de sus buenas intenciones-, se enfrenta a un juicio por el asesinato de su padre. Es injustamente acusado -con la prueba aviesa de un malévolo ser que le envidia- solo por una emoción intencional (su padre era un personaje cruel y despiadado con el cual él siempre se enfrentó), pero no por un hecho real (jamás haría daño a nadie, ni siquiera a su cruel padre). Entonces se dirige al tribunal inflexible y frío de su jurado diciendo, más o menos, algo así: ¡Aún quiero vivir, aún siento unas enormes ganas de vivir! He cometido injusticias, he pagado y pagaré por ello. Pero soy inocente de lo que se me acusa, yo no lo he hecho. ¡Castíguenme por mis propios delitos! Porque, sin embargo, ahora lo comprendo todo: sin castigo no hay salvación y sin salvación no hay renacimiento.

(Cuadro surrealista de Salvador Dalí, Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo, 1943, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Rusia; Grabado del antiguo Egipto con la representación del Ave Fénix; Fresco de Miguel Ángel, Expulsión del Paraíso, 1484, Capilla Sixtina, Roma; Aguafuerte del creador Paul Klee, Fénix anciano, 1905, Múnich, Alemania; Representación medieval del Ave Fénix; Pintura del pintor alicantino Ramón Pérez Carrió, Fénix, 1988; Óleo del pintor ruso Vasili Perov, Retrato de Fiodor Dostoievski, 1872.)

14 de agosto de 2009

Versos y ruinas: canto a la antigua urbe romana de Itálica.



Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.

Aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor de la espantosa
muralla, y lastimosa
reliquia es solamente
de su invencible gente.

Sólo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo;
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todas apenas quedan las señales.

Del gimnasio y las termas regaladas
leves vuelan cenizas desdichadas;
las torres que desprecio al aire fueron
a su gran pesadumbre se rindieron.

Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
¡oh fábula del tiempo, representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago!

(Fragmento de Oda a las Ruinas de Itálica (Sevilla, España), de Rodrigo Caro (1573-1647), poeta sevillano del Siglo de Oro español.)

(Fotografías de las ruinas de la antigua ciudad romana de Itálica, Sevilla, España.)