28 de septiembre de 2012

La autoría de una emoción, de la mejor y más gloriosa emoción encerrada entre los cuadros.



Cuando en el año 1880 un coleccionista estadounidense adquirió en España la obra -sin firmar- Ciudad sobre una roca, pensó sin dudar que tendría que ser por fuerza del genial pintor Goya. Luego se la lleva a su país y la mantiene durante años entre las paredes de su mansión, con el lujo de poseer un lienzo tan original del gran maestro español. Pero años después, a finales de 1929, la nueva propietaria de la obra, la colección de la señora Havemeyer, dona el lienzo romántico al Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En su ficha técnica el Metropolitan cataloga entonces la obra de Arte como: Una ciudad sobre una roca, siglo XIX, Goya. Y así continua descrita la obra hasta que llega el año 1970, cuando se comienza a dudar de la autoría del cuadro por Goya. Se dedujo que la creación debía haber sido confeccionada entre los años 1850 y 1870, no antes. Si el genial pintor aragonés falleció en el año 1828, ¿de quién fue entonces? Eugenio Lucas Velázquez había nacido en Madrid en el año 1817 y se educa en la eximia Academia de Bellas Artes de San Fernando. Para cuando comienza a pintar, el Romanticismo había dejado su lugar al Realismo y éste, a su vez, al Academicismo tiempo después, una tendencia esta última que regresaba a las hieráticas creaciones de estudio, tan frías y alejadas del vibrante universo cálido, onírico o natural de los grandes maestros españoles como Velázquez o Goya. Así que Lucas Velázquez lo tuvo muy claro por entonces: seguiría a su admirado Goya a pesar de que las tendencias artísticas fuesen por otro lado. Y tanto se parece a su maestro que hasta su obra Ciudad sobre una roca llegaría a ser atribuida a Goya por los expertos de entonces. En ella vemos el mejor homenaje que un autor pueda hacer a otro: imitarlo tan bien que parece ser del imitado en vez del imitador.  Pero, sin embargo, aquí no hay falsificación, ni copia. El artista no firmaría el cuadro y Goya nunca pintó una obra parecida. Sólo que habían algunos elementos de Goya pintados como en otras tantas obras de Eugenio Lucas -su discípulo más fervoroso- los hubiera, pequeños o grandes elementos inspirados de los grabados o pinturas de su maestro y que fueron reconocidos en esta peculiar, hermosa y desconocida obra del pintor Lucas Velázquez. 

Por ejemplo, con los seres voladores de Goya, esos seres extraños y propios del estilo goyesco en sus Caprichos. Se llegaría incluso a considerar esta obra de Lucas Velázquez como un pastiche, es decir, como una composición de cosas existentes de otro autor y combinadas en una obra supuestamente original. Pero no creo que sea justa, ni precisa, esa valoración. Representa la obra una ciudad o baluarte inexpugnable situado justo en lo alto de un gran montículo rocoso. Una ubicación idónea para salvar cualquier asedio violento de los otros. Se observa en el cuadro un grupo de personas abajo de la roca, unos seres que tratan con el fuego de sus cañones de doblegar a los que habitan el enclave rocoso de lo alto. En el cielo de la obra surgen seres voladores extraños, esos mismos seres alados que Goya pintara también en sus misteriosos Caprichos. Fue un magnífico homenaje a Goya, una maravillosa forma de homenajear al gran maestro, pero, también, una grandiosa creación original del pintor español Eugenio Lucas Velázquez. Un ser humano que pasaría sin reconocimiento por el Arte porque tuvo la mala suerte de nacer tiempo después, a la sombra de un gran genio. Obtuvo en su vida, a cambio, todo lo que un artista en su época pudiera desear socialmente. Pintaría el techo -hoy desaparecido- del Palacio del Teatro Real de Madrid y sería nombrado por la reina Isabel II pintor honorario de cámara y caballero de la Real orden de Carlos III.

Cuando el pintor francés Manet quiso componer una fuerte escena dramática, se inspiraría en uno de los creadores españoles más interesantes e injustamente desconocidos del siglo de Oro español: Antonio de Puga. Este pintor gallego nacido en el año 1602 se adelantaría, sin embargo, a los pintores impresionistas del siglo XIX. Original y atrevido, crea en el año 1630 una obra de Arte que sigue estando atribuida vagamente a él. Es decir, que no se sabe todavía con certeza su verdadera autoría. Como otros creadores del Arte, de Puga no firmó sus obras nunca -salvo una conservada en Inglaterra, un San Jerónimo-, pero sus pinturas, al igual que le sucediera a Lucas Velázquez, estuvieron influidas por otro gran maestro español, en este caso por Velázquez. Muchas de sus obras fueron asignadas al gran maestro sevillano, pero, finalmente, han sido atribuidas al desconocido pintor Antonio de Puga. El pintor francés Manet, genial y primordial pintor impresionista, admiraba la forma en que algunos pintores españoles habían sido capaces, hacía más de doscientos años, de fijar la figura de un cuerpo humano tendido sin vida entre los ángulos sombreados de un lienzo clásico. En su -dudosa- obra de Arte Soldado muerto, el pintor Antonio de Puga nos muestra el cuerpo yacente y en escorzo de un soldado abatido en un campo de batalla. No hay representada nada más que la figura solitaria y muerta del soldado, solo unos restos óseos aparecen en el cuadro, propio de la futilidad y evanescencia de la vida pasajera. Pero, genialmente, no hay nada más en la obra. La autoría de la pintura sigue siendo incierta, aunque el museo londinense de la National Gallery lo sigue catalogando aún como Anónimo napolitano. Sin embargo, Antonio de Puga es uno de los candidatos mejor adjudicado a ser el creador de esta curiosa y misteriosa obra de Arte. 

Asignar una autoría sólo hace que alguien se relacione históricamente con una obra. Las autorías de las obras son mera especulación a veces, elucubraciones cuasi arqueológicas para encontrar, ufano, al autor original que las compuso inspirado. Nos dejaremos en ocasiones condicionar por ese académico y divino magisterio sagrado. Pero, la obra de Arte, si es original y sabemos cuándo fue compuesta, y cuál fue su tendencia artística o estilística, si además es una hermosa imagen acreedora de emociones, sensaciones, ideaciones o congojas, sólo necesita ya del estímulo sincero de nuestro aliento más admirativo. Nada más. De nuestro ver sólo cómo unas líneas, un color, unos reflejos o unos trazos pictóricos determinados, son la única autoría material, la más perfecta de todas, la más admirada y definitiva autoría artística. Porque el Arte puede a veces, aun con un pincel anónimo, llegar a componer una especial emoción transfigurada de belleza, una tan elogiosa como emotiva ante nosotros. Una emoción ahora catalogada únicamente en nuestro personal y sincero afecto interior más emotivo y auténtico. Ese mismo afecto que nos hará sentir una especial emoción frente a lo que ahora veremos asombrado y perfecto.

(Óleo Ciudad sobre una roca, 1860?, Eugenio Lucas Velázquez -influido por Goya-, Museo Metropolitan de Art, Nueva York, EEUU;  Obra del pintor italiano Giovanni Francesco Grimaldi, Paisaje con Río y Barcas, 1640?, pintura conservada en el Museo del Prado, y que pudo ser la inspiración para la Ciudad sobre una Roca; Lienzo Soldado muerto, 1630, atribuida al pintor español Antonio de Puga, catalogada su autoría como Anónimo napolitano por el National Gallery de Londres; Obra Maja con perrito, 1865, del pintor Eugenio Lucas Velázquez, Museo Carmen Thyssen, Málaga; Obras de Goya, Caprichos, 1810-1820, Modos de volar y Todos caerán, Museo del Prado, Madrid; Óleo La muerte del torero, 1864, Manet, Museo Galería Nacional, Washington, EEUU.)

26 de septiembre de 2012

Deshacer el tiempo con el deseo, con la ilusión, con la desazón o el sinsentido.



En la vida del ser humano pueden existir diferentes formas de esperar. Por ejemplo, tres: la espera definida, la espera indefinida y la espera indiferente. Porque en ciertas ocasiones podemos desmenuzar el tiempo sin complejos, sin angustias, sin abstracciones ni lamentos. Es como en el caso de la primera obra, la espera definida, cuando nos sentamos a esperar, por ejemplo, un transporte en nuestra vida. Aquí sabremos cuál cosa esperar, la hora que llegará y, sobre todo, dónde nos llevará. Esperamos entonces seguros y definidos, convencidos de qué cosa esperar y de esperarlo. Así lo vemos en el cuadro del pintor James Tissot, A la espera del ferry, una obra realizada en el año 1878 y que representa dos figuras humanas sentadas en un embarcadero a la espera de un barco. Ella se muestra ahora tranquila y pensativa, aparentemente segura y a la espera... Preparada, incluso, para abordar ya todo aquello que le espere. Porque pronto llegará el vapor y todo cambiará... ¿Qué podemos entrever aquí ante esa espera femenina?: ¿resignación?, ¿confianza?, ¿ilusión? En cualquier caso algún tipo de sensación de seguridad ante la espera, algún control emocional que surge ante las cosas sabidas o por saber y que son parte de lo que se espera. El otro personaje retratado en la obra, ladeado y somnoliento, sugiere una mayor certeza, indolencia o cotidianeidad ante la espera. Él no espera, posiblemente, nada más de lo que espera. 

Pero otras veces esperar es sufrimiento. No espera, desespera más bien, el ser, alguien que no sabe nada de lo que ese deshacer el tiempo pueda o no traerle ante la espera. Aquí no hay definición alguna, es ahora aquí la espera indefinida, y lo es porque no sabremos con certeza si llegará o no aquello que se espera. Es el ejemplo paradigmático del personaje mítico y legendario de Penélope. Ella tan sólo sabe que debe esperar y qué esperar. Pero lo que no sabe, ni sabrá nunca, es si eso que espera llegará o no. Si los días o los años serán luego -después del sufrimiento- un favor consumido gratamente ante la escena de un posible final desagraviado. Como en el mito griego, Penélope vuelve a deshilar su ovillo para retomar, cada vez, de nuevo su esperanza. Ha pasado a la historia de la mitología como un ejemplo heroico de virtud sosegada ante la soledad, ante sí misma o ante la presión de un medio desalmado. 

¿Qué seguridad se puede tener ante la incertidumbre? Ninguna. Tan sólo, si acaso, la que uno quiera componerse entre los duros momentos de la ausencia.  Pero, todavía hay una espera que es aún más espera, algo imposible de salvar con nada ni con nadie. Es la espera indiferente, aquella que el ser recompone desde la nada, la que ni siquiera sabe muy bien qué esperar, ni si espera verdaderamente algo. Es una sensación entonces sin sentido, una extraña forma interior de desazón. Su espíritu albergará  entonces una vaga espera de lo inútil, de lo que no existe ni siquiera en su mente, de lo que no obedece ya a nada de una vida o de sus cosas. Como en la obra pictórica titulada Espera -del artista chileno Badilla-, donde ahora se nos transluce en la imagen una especial quimera sin respuesta. No sabremos más ahora que esperaremos algo sin saber siquiera el qué. No entenderemos muy bien qué nos pasa ni qué maldita sensación oculta nos abruma. ¿Qué esperar ahora, si nada se espera ya ni en tiempo, en cosa o en persona? Como también en la obra del pintor italiano Venanzio Zolla, La espera, del año 1917, donde lo único que ahora sabe la conciencia de la figura del cuadro es que algo debería acontecer para esperarlo. Porque aquí no existe ya una cosa ahora que se espere, sólo la rara sensación de no esperarlo.

(Óleo A la espera del ferry, 1878, del pintor inglés James Tissot -espera definida-; Pintura Espera, 2010, del autor chileno actual Francisco Badilla Briones, Chile -espera indiferente-; Óleo Penélope deshaciendo su trabajo, 1785, del pintor Joseph Wright de Derby -espera indefinida-; Cuadro La espera, 1917, del pintor italiano Venanzio Zolla -espera indiferente-; Fotografía de Parados en una cola en Oregon, años treinta, EEUU., -espera indefinida-.)

23 de septiembre de 2012

La interpretación más lúcida o más real, ¿es la escondida tras un análisis o la vertida transemocional?



En la Florencia renacentista del siglo XV surgiría pronto un espíritu sensible, misterioso, generoso y genial: Alessandro Botticelli (1445-1510). Fue uno de los primeros creadores que utilizaron el Arte para reflejar subliminales mensajes o para expresar, sin grandes asombros ni fuertes irreverencias, lo más inesperado o lo exquisitamente más inesperado: la Belleza más natural, metafísica y transparente. Su taller, que comenzaría a crear obras en el año 1470, llegaría a tener muchos seguidores que encontraron el más importante espaldarazo a su inspiración artística. Un lugar muy moderno para entonces, rebelde incluso, pero sagazmente creativo y sublimemente artístico. Este gran pintor florentino pasaría, sin embargo, los siguiente siglos taponado u ocultado por un gusto artístico del todo diferente y por una censura feroz. Sus obras no fueron descubiertas y su autoría reivindicada hasta casi mediados del siglo XIX. Muchas creaciones de su taller acabarían desperdigadas por el mundo y sus obras atribuidas, incluso, a otros pintores. Antes que él, otro creador pictórico surgiría en la Italia creativa de la explosión prerrenacentista: Masaccio (1401-1428), un pintor de la ciudad de Arezzo que revolucionaría los inicios del Arte con una novedosa perspectiva, con imágenes trazadas de un modo diferente, con colores atrevidos y con un fervor más emocional y humanista en su Arte.

Masaccio actuaría ya así frente a una creación artística -antes y durante su vida- rígidamente establecida por la tradición medieval. Leonardo da Vinci y Miguel Ángel le considerarían un maestro a seguir, pero también Botticelli y sus discípulos admiraron al avanzado artista de Arezzo. Muchas de las obras creadas en aquellos años renacentistas -mediados y finales del siglo XV- acabarían colgadas, siglos después, en las paredes longevas de muchos de los viejos palacios decadentistas italianos. Estos edificios albergarían durante siglos inmensas obras de Arte lejos de las miradas inquisidoras de un mundo post-renacentista, por entonces más intransigente ante obras demasiado incomprensibles o atrevidas, inspiradas en la antesala de lo que llegaría a ser la mayor revolución artística habida en la historia del Arte. Así, hasta que una pequeña pintura anónima renacentista pasara, durante el año 1816, de un vetusto palacio decadentista a otro... Giusseppe Rospigliosi (1755-1833), duque de Zagarolo, había adquirido una antigua pintura -Rea Silvia- a la antigua familia Amigoli de Florencia. Los Amigoli, que habían tenido hasta un pintor en su familia -Stefano Amigoli-, tenían catalogado el cuadro como perteneciente al pintor Masaccio. Hasta su título lo habían deducido audazmente con el muy romano nombre de la mítica madre de Rómulo y Remo: Silvia. Una leyenda latina contaba cómo una hermosa mujer, Silvia, hija del monarca del reino mítico fundado por el hijo de Eneas -Numitor-, sería obligada por su rebelde tío -Amulio- a convertirse en una sacrificada Virgen Vestal.

Pero el dios Marte, seducido por la belleza de Silvia, la rapta y viola en una ocasión terrible para ella. Como las vestales no podían tener hijos, Amulio la condena a ser enterrada viva y mandaría luego asesinar a los gemelos habidos con el dios. El sirviente encargado de tal crimen sólo cumpliría, sin embargo, lo primero. Se apiada de los pequeños hermanos y los abandona juntos en el río Tíber. La leyenda romana cuenta cómo fueron encontrados y amamantados por una loba, la loba capitolina. Pero esta historia fundacional de Roma, donde una gran mujer es sacrificada sin amparo alguno, sirvió luego -en el siglo XIX- para inspirar la interpretación artística de una escena sugerente. Porque en el cuadro renacentista aparecía sola una figura sedente y humillada ante los peldaños de una real entrada palaciega. Desolada y desconsolada, la figura acerca sus manos a su rostro para ocultar ahora lo que parece ser una mujer atormentada, despojada incluso de sus túnicas sagradas en una dura muestra de rechazo, marginación o agravio personal. ¿Quién podría ser entonces esa figura si no Rea Silvia, la virgen vestal condenada en la leyenda latina? Así que el duque italiano decadentista adquiriría a principios del siglo XIX esa obra de Arte, convencido entonces de poseer una obra de Masaccio que representaba la famosa heroína romana malograda.

Pero años después, cuando el historiador de Arte Adolfo Venturi analizara la iconografía de esa obra, concluiría que el autor de tan enigmático lienzo no podía ser otro que Botticelli. Y no se limitaría a afirmar eso solamente, también rebautizaría la obra. Acabaría por llamarla ahora La derelitta -La desamparada-, es decir, mantenía el historiador la misma temática por la que había sido interpretada antes -un desamparo legendario ante una injusticia-, pero cambiaría la autoría de la obra así como su fecha de creación. Situaría el historiador la composición de la obra alrededor del año 1475, cuando el taller de Botticelli estaba en plena actuación artística. Pero, todavía se equivocaría el historiador italiano en algo más, al parecer. A principios del siglo XX otros historiadores y críticos de Arte compararon esta obra con otras cinco obras de Arte parecidas expuestas en diferentes museos de todo el mundo. Todas esas obras representaban un mismo tema: la historia sagrada del Libro bíblico de Ester. Y mantenían además un mismo estilo y una misma técnica pictórica: el taller de Botticelli. Pero, sin embargo, la figura a la que se hace referencia en el relato bíblico de Ester como personaje desamparado no es una mujer sino un hombre. En el antiguo testamento la referencia a un caso de esa escenografía desamparada sólo podía ser un hombre: el personaje bíblico judío de Mardoqueo. Este hombre era primo de Ester, la hermosa judía que seduce con su belleza al poderoso rey de Persia, un reino donde los judíos por entonces habitaban exiliados. Pero, sería Ester elegida por Jerjes I de Persia -sin saber éste su procedencia hebrea- como concubina de su palacio y, finalmente, como esposa real. 

Los celos que esa boda real produjeron en un poderoso gobernante de la corte persa serían trágicos. No dejarían que una extranjera y su familia hebrea obtuviesen semejante privilegio real. Convencieron entonces al rey de que expulsaran a los judíos del reino. Y Mardoqueo ahora, enfurecido y desolado, se dirigirá al palacio real persa para, desgarrándose de sus vestiduras, comenzar a gritar y pedir ser escuchado en justa prueba de la inocencia de su familia y de su pueblo. Las seis obras pictóricas formaban parte de una serie sobre el Libro bíblico de Ester. Todas las obras tenían además las características maestras de Sandro Botticelli, pero tan sólo una de ellas divergía ahora en algo especial su personal estilo pictórico. Esta obra, por tanto, debía haber sido realizada entonces por algún discípulo de su taller, pero, ¿cuál de ellos? No se supo la respuesta hasta que la tecnología permitiera observar qué había grabado detrás de las capas de pintura renacentistas. Se descubrió que oculto por las túnicas desperdigadas de la obra se encontraba la clave de su autoría. Dos iniciales, F.L., llevarían a deducir a un poco conocido discípulo de Botticelli, Filippino Lippi (1457-1504). Este artista italiano llegaría al taller del maestro florentino poco después de fallecer su padre, Fra Filippo Lippi, el cual había sido incluso maestro del maestro. Pero, no sólo fue eso...

Fra Filippo Lippi, el padre de Filippino, comenzaría pintando frescos y lienzos sagrados para su comunidad carmelita, donde él profesaba entonces como fraile. Sin embargo, la pasión arrebataría al monje toscano cuando visitara una vez el monasterio de monjas de Santa Margarita, para pintar ahora una tabla de su altar. Lucrecia Buti, una hermosa novicia del monasterio, acabaría enloqueciendo inevitablemente de amor terrenal a Fra Filippo. Así que ambos huyeron juntos y acabarían abandonando sus órdenes religiosas. Cinco años después el Papa les dispensaría, pero, sin embargo, ambos habrían quedado ya estigmatizados para siempre. Fue por eso que su hijo Filippino trataría de cambiar con el Arte esa impronta personal tan desdichada en su familia. En un alarde de inspiración desesperada, crearía Filippino una obra de tal signo reivindicador... Botticelli, su maestro, lo sabría y dejaría a su discípulo inspirado que pudiera hacerlo sin trabas. Filippino Lippi se representaría entonces a sí mismo en la obra renacentista, ahora desgarrado y abatido, solicitando así que las puertas de la clemencia magnánima de la vida ejercieran su justa benevolencia con él. Como aquel Mardoqueo de la leyenda hebrea, aprovecharía ahora el joven pintor la ocasión para expresar así su lamento solitario, su desolada emoción ante la vida o la displicente e injusta forma de tocarle a él ese destino tan infortunado. Cuando Lippi empezara a trabajar en esa obra misteriosa tendría apenas quince años, la edad en la que una persona necesita de sustento milagroso en un momento en que la sociedad empieza a conocerle y él sintiera, sin embargo, el peso tan desgarrado de su origen. 

¿Cuál, entonces, debería ser la verdadera interpretación del personaje de la escena? ¿Aquella ultrajada y mítica virgen vestal sacrificada?; ¿el honrado y sentimental personaje hebreo ante su causa?; ¿o el desdichado reflejo del origen de un autor ante su vida? ¡Qué más da! Que se denomine el cuadro con un género femenino es, posiblemente, el único error imperdonable. Lo demás sólo es aquí el hecho del sentido simbólico de lo que una imagen general representa, de lo que desea expresar con su sentido iconográfico más general: el desamparo más rotundo, la soledad más incomprendida, el fatal momento desesperado donde, ahora, el ser grita y se rompe y cae, dirigiéndose además hacia ese lugar poderoso desde donde le acaben por fin escuchando. Y qué mejor cosa o altavoz por entonces para ello que un lienzo mediador y convincente, que el lugar ahora más solemne y permanente o el más rápidamente emocional para llegar, ¡y tan pronto!, a las conciencias insensibles de la gente.

Lienzos de la tragedia por las gradas
tendidas a cordel. Se han congelado
el rosa, el siena, el gris. Desventurado
el que tiene las puertas clausuradas.

Clausuradas están. Soñar espadas
contra el bronce tenaz es un pecado
de inocencia. No hay llave ni candado
que te abran paso al reino de las Hadas.

No te tapes la cara: nada puedes
hacer contra la faz del abandono
si ya pasó el umbral de tus retinas.

Por más que trates de abolir el trono
de la ausencia con llanto, las paredes
del dolor ya han formado cuatro esquinas.

Poesía La derelitta, del poeta y pintor español Aníbal Núñez San Francisco (1944-1987).

(Obra La Desamparada -La Derelitta-, 1475, Filippino Lippi, Taller de Botticelli, Palacio Rospigliosi, Roma; Óleo Ester, 1841, Théodore Chassériau, Museo del Louvre, París; Cuadro Virgen con el Niño y un Ángel, 1445, Fra Filippo Lippi, Galería de los Uffizi, Florencia; Cromolitografía del pintor italiano Gabriele Castagnole, Amor o Deber, 1873 -donde se representa el amor entre el pintor renacentista y su amada novicia; Detalle del rostro de la Virgen de un cuadro de Sandro Botticelli, Madonna de la Granada, 1487, donde se aprecia una imagen tan natural y terrenal del rostro típico botticelliano, parecido al de su diosa Venus; Detalle del rostro de la Venus del Nacimiento de Venus, 1485, Botticelli; Óleo Madonna de la Granada, 1487, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia; Obra El Nacimiento de Venus, 1485, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)

18 de septiembre de 2012

Los días de Alción o el tiempo en que la gravedad de las cosas se subordina ante la luz.



En la confusa vorágine social, ideológica, económica e industrial del siglo XIX, los filósofos buscaron en el Arte nuevos conceptos para renovar al hombre y su cultura decadente. Por entonces la idealización del mundo antiguo griego comenzaría de nuevo a ser un posible revulsivo para la atribulada humanidad. Así el filósofo alemán Nietzsche encontraría en el Arte y la Filosofía griegas el argumento necesario para esa renovación extraordinaria. Pero su pasión por la antigüedad helena no fue clasicista, es decir, no se basaría en los paradigmas clásicos del academicismo alemán de su tiempo. Alemania estaba muy influenciada entonces por el idealismo germano de sus grandes pensadores, y es cuando Nietzsche surge ahora con otra voz diferente para romper los cimientos decadentes de su sociedad. Pero no lo hace con el deseo de volver a lo antiguo, sino de retomar las ideas primordiales del hombre europeo, esas ideas filosóficas que lograron salvar, hace siglos, a tan abigarrado pueblo griego. Y entonces surgen los alciónidas. Unas personas que, según Nietzsche, son seres no idealistas, sin divinizaciones de ninguna clase, seres libres y espíritus libres. Los alciónidas son seres humanos fuertes que aceptan la vida y su realidad tal cual se presenta, sin disfraces y con toda su abismal plenitud terrenal. Son seres trágicos, pero no en el sentido negativo del término sino en el de asumir la dicotomía dramática de la vida y su destino. Son seres que no dañan la vida sino que producen nuevas oportunidades a través de sus capacidades creativas y artísticas. ¡En un lugar de curación debe transformarse la Tierra Ya la envuelve un nuevo aroma que trae salud y nueva esperanza! (Así habló Zaratustra, Nietzsche).

En su obra La Gaya Ciencia nos dice el filósofo alemán: Un espíritu así se libera de toda creencia y de todo deseo de certeza y es arrastrado sobre cuerdas y posibilidades ligeras incluso a bailar sobre el abismo.  En la mitología griega Alcíone era la hija de Eolo -el dios de los vientos- y acabaría uniéndose en matrimonio a Ceix, el hijo del astro de la mañana -lucero del Alba-. Es por lo que la unión de ambos sería tan hermosa y luminosa -Alcíone es una de las Pléyades o estrellas refulgentes de la constelación de Tauro- que tan sólo podría ser muy feliz. Pero es seguro que lo fueron en demasía, ya que suscitaron los terribles celos de los dioses. Una vez Ceix, confundido por esa ofensa divina por su felicidad, emprendería un viaje por mar para consultar al oráculo de Delfos qué hacer ante tal contrariedad. De pronto surgió una fuerte tormenta en el mar y el barco naufragaría acabando con la vida de Ceix. Fue la cólera de Zeus lo que llevaría su cuerpo al fondo del mar. Alcíone tuvo un sueño aquella fatídica noche mitológica. Morfeo -el dios de los ensueños- le haría ver a Ceix comunicándole lo que le había sucedido. Acudiría entonces ella a la orilla del mar donde las aguas habían llevado el cuerpo sin vida de su amado. Enloquecida por un momento de dolor, decidiría entonces Alcíone tirarse al mar desesperada. Pero, justo antes, es salvada por los dioses y transformada en un alción, una pequeña ave de colores que elevará siempre su vuelo por encima de las olas.

En el año 1508 el pintor del Renacimento Giorgione pinta su enigmática obra La Tempestad. ¿Qué significa esa atmósfera de calma y esa tranquila escena campestre ante la terrible tormenta que un rayo hace iluminar sobre el fondo de la imagen? ¿Por qué esa frágil mujer con su pequeño hijo en brazos está, sin embargo, tan sosegada? ¿Y el hombre, qué representa tan pasmosamente ajeno en la orilla opuesta? La genialidad de este pintor italiano es manifiesta además por ese curioso misterio iconográfico sin desvelar. Las interpretaciones a la sorprendente escena han sido muchas, algunas hasta tan simples que dicen ser sólo una escena natural, bucólica y sin pretensiones. Otra indica que podrían ser Deméter y Yasión. La mitología griega unió una vez a estos dos amantes. Curiosamente él -Yasión- no era un dios, como sí era ella. Tiempo después Yasión se dedicaría a los misterios de Deméter, difundiendo sus celebraciones místicas y esotéricas por toda Grecia. Deméter es la diosa madre de la Tierra, de la cosecha, de la germinación y de la vida. Una vez acudió Deméter a una de sus celebraciones mistéricas y allí se fascinaría de Yasión apasionadamente. Esto era algo extraordinario, ya que las diosas sólo de dioses pueden fascinarse. El joven Yasión no pudo más que vanagloriarse por ello. Entonces caería en la hibris, una cosa para los griegos muy lastimosa y detestable. El orgullo y la desmesura de sí mismo eran cosas que los dioses no perdonarían. Así que Zeus terminaría acabando con Yasión a consecuencia de un rayo fulminante.

El alción -o Martín Pescador- es una pequeña ave que habita en los ríos y lagos de casi todo el mundo. De colores maravillosos, sobrevive pescando bajo la superficie de las aguas y anida en los momentos en que la fuerza de los vientos, de las tormentas o del frío se calmen. Pero, como en los humanos, también estos pájaros tendrán su mitología... En los días de invierno la hembra alción llevará al macho muerto con grandes lamentos y construirá sola su nido, donde pondrá sus huevos que, luego, acabará arrojándolos al mar... En medio del duro invierno, en los días de tormentas y tempestades, los vientos dejarán por un momento de soplar y entonces se hará la calma. En esta quietud sobrevenida, sobre las olas medio sosegadas, volará el alción ufano, se esforzará haciendo su nido y poniendo en él sus huevos para que la vida siga a pesar de sus tormentas. Es ahora la calma activa, es la ataraxia -ausencia total de perturbación- positiva. Son entonces los días de alción, siete días antes y siete días después del solsticio de invierno, según la mitología. En esos días Eolo -el dios de los vientos- deja ahora que Alcíone pueda, segura, anidar sin miedos ni desgracias. Por eso el alcionismo nacería como una forma de mantener la serenidad ante los problemas pavorosos de la vida. Porque la serenidad es la esencia más necesitada del ser humano. La calma, entonces, él mismo se la crearía en medio de la congoja y el apuro. Como el alción.

(Detalle del óleo La Puerta del Amanecer -El lucero del Alba-, 1900, del pintor prerrafaelita-simbolista Herbert James Draper; Fotografía del telescopio de la NASA Spitzer, 2004, Pléyades, cúmulo abierto, imagen infrarroja; Óleo de Giorgione, La Tempestad, 1508, Galería de la Academia de Venecia, Italia; Imagen del Martín Pescador, Alcedo Atthis; Cuadro Alcíone, 1915, de Herbert James Draper.)

16 de septiembre de 2012

Detonador de vida, principal receptor de miradas; enojante, lascivo, emperador y rastrero: el color rojo.



El principal color del espectro electromagnético, el primer color de todos ellos, el más fuerte, el más poderoso, o el más querido de todos, lo fue el color rojo... Pero, entonces, ¿qué razón habría tenido ese color para llegar a ser, desde el Romanticismo para aquí, el tono más asociado a las fuerzas malignas, a lo más destructor o fiero del mundo? La única referencia histórica en este sentido vendría del antiguo Egipto. Por entonces estaba relacionado con la sangre y el fuego, aspecto lógico por su aspecto físico parecido -relacionadas esas dos cosas además con la regeneración o la vida-; pero, además se asociaba también el color rojo con fuerzas peligrosas o fuera de todo control. Porque los ojos, los cabellos y hasta la piel del despiadado dios egipcio Seth eran rojos... Este dios egipcio, envidioso de su carisma, asesinaría a su propio hermano Osiris. Por tanto, el dios egipcio Seth acabaría representando así el mal, el poder más destructor -descuartizaría en cientos de pedazos a su hermano Osiris- así como el ámbito de lo más desolador. Por eso el rojo fue para los egipcios el color del desierto. Pero, sin embargo, sería considerado también Seth un dios egipcio protector, siendo el benévolo patrón de las guerras, confundiendo o creando discordia entre los enemigos.

Luego, cuando el imperio romano conquistara y colonizara culturalmente todo el mundo conocido, el color rojo comenzaría a tener un sentido totalmente distinto. Ahora era un color glorioso, heroico, salvador, insigne, magistral y hasta aristocrático. Los emperadores y senadores romanos eran los únicos personajes que podían llevar ese color en su vestimenta. Es por lo que la Iglesia Católica, cuando alcanzara en Roma un simbolismo imperial y regulador parecido al de sus antiguos opresores, utilizaría ese mismo color rojo para sus próceres y jerarcas eclesiásticos. En el Arte, en el comienzo de su renacimiento histórico del siglo XV, llegaría a ser casi todo ese color rojo menos hiriente, erótico, demoníaco o destructor. El pintor Hans Memling, por ejemplo, lo utilizaría entonces para pintar una Madonna en su obra de Arte La Virgen y el niño. Y el pintor austríaco del Gótico -movimiento anterior al Renacimiento-, Michael Pacher, dejaría incluso claro que las fuerzas malignas eran por entonces de otra tonalidad -de color verde-, pero nunca encarnadas o rojas. Aunque, eso sí, con los ojos y la boca diabólicas pintadas ahora de un fuerte color carmesí...

El color rojo es el símbolo pictórico más emblemático por naturaleza. Su emoción, su firme consistencia y su clara fuerza sobre todos los demás, le ha hecho haber sido elegido para resaltar o indicar algo especialmente señalable en el mundo. Pero, entonces, ¿por qué ese cariz erotizante, pasional o de alarma mortal en este extraordinario color? Su rasgo alarmante y peligroso es propio en la Naturaleza -los vegetales rojos y los tonos encarnados de algunos animales urticantes así lo indican-, pero, sin embargo, habría un sentido muy inocuo moralmente por entonces con el rojo. Aun así, al pasar los años, después de la Contrarreforma religiosa del siglo XVI, el color rojo dejaría ya de utilizarse en las Vírgenes pintadas en el Renacimiento, algo que sí se había hecho antes, por ejemplo, en sus vestimentas sagradas y virginales... Se entendería ahora, a partir del Barroco, que la fuerza vigorosa y pasional de ese poderoso color no asociaría ya bien con la pureza divina y trascendente de la madre de Jesús.

La pasión humana más desaforada terminaría por asumirse así, con el tiempo, al color rojo. Los siglos posteriores al Renacimiento comenzaron a mostrar ya un claro motivo pecador con ese color encarnado, aquel mismo tono de la propia pecaminosa manzana del Paraíso... Fue mucho tiempo después, a partir del Romanticismo del siglo XIX, cuando el color rojo asumiría, sin embargo, su fuerza más trágica..., por ejemplo en el envolvente mundo de lo diabólico o de lo vampírico. Hasta que llegara luego el cine y santificara el perverso y seductor antiguo estigma del color rojo, glorificando ahora sus historias neogóticas. Y, poco antes, hasta los radicales movimientos sociales revolucionarios encontrarían en ese color rojo el justo emblema para sus reivindicaciones políticas. ¡Qué manipulado y sinuoso destino para el único, más desbordante, lúcido, inconfundible, útil, áspero y maravilloso color!

(Óleo El hombre del turbante rojo, 1433, de Jan van Eyck, National Gallery, Londres; Cuadro del pintor impresionista y retratista italiano Giovanni Boldini, La Dama de rojo, 1916; Cuadro El viñedo rojo, 1888, Vincent Van Gogh, Museo Pushkin, Rusia; Pintura Armonía en Rojo, 1908, Henri Matisse, Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Obra de Michael Pacher, San Agustín y el Diablo, 1475, Munich, Alemania; Cuadro del pintor expresionista Lovis Corinth, Cristo Rojo, 1922; Óleo Virgen y el Niño, siglo XV, del pintor Hans Memling, Museo diocesano de la Catedral de Burgos, España; Cuadro del mismo pintor Memling, San Jerónimo y el León, 1485; Óleo Retrato de una Dama, 1460, Rogier van der Weyden, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Fotografía de la fotógrafa holandesa Suzanne Jongmans, Julie, retrato de una mujer, 2012 -semejanza con el anterior, en este caso matizada con la envoltura reciclada con algunos signos rojos; Óleo Alegoría de la Historia, 1620, José de Ribera, Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Fotografía de la actriz estadounidense Scarlett Johansson.)

13 de septiembre de 2012

El Simbolismo: nada de muestras evidentes, ni declamaciones, ni realismo, ni falsa sensibilidad.



Posiblemente, el Simbolismo sea la única tendencia artística -ubicada a finales del siglo XIX- que podría compendiar, verdaderamente, la síntesis universal y definitiva de lo que debería ser considerado Arte. Porque a lo largo de la historia se han sucedido diversas escuelas o tendencias artísticas para expresar en imágenes bellas sentimientos inspiradores... Pero, ¿y hoy, con qué nos quedaremos para definir la mejor, la más sublime, la más bella, interesante y comunicativa forma de transmitir Arte? Porque hoy no hay una o dos o tres inclinaciones artísticas, como en otras épocas hubiesen incluso podido coexistir; no, hoy en día todas las tendencias modernas (abstracción, impresionismo, expresionismo, realismo, etc...) existirán juntas en una amalgama desenfocada sin personalidad propia ni impactante. Pero, sin embargo, algunos artistas actuales -como el pintor ruso Igor Samsonov- han comprendido a estas alturas que lo más importante es expresar Arte con una combinación efectista de belleza clásica y algo más... ¿Pero qué más? Pues una comunicación expresiva con el espectador que sea atrayente y a la vez misteriosa, sin evidenciar del todo el mensaje sino tratando de transmitirlo con metáforas, símbolos, sinestesias artísticas o  estéticas semblanzas. 

Pero, es que eso mismo lo comprendieron ya los primitivos creadores del Cuatroccento italiano, como lo hiciera el artista Paolo Uccello en el año 1470, o como en el Renacimiento posterior, o como en todas las maravillosas tendencias subsiguientes. Por ejemplo, como hicieran los sugestivos prerrafaelitas o los simbolistas del  siglo XIX. ¿Cuál fue la característica esencial de los creadores simbolistas, unos artistas que existieron tanto en literatura como en pintura?: el misterio; ese sentido semidesvelado por el mito y la palabra, por el símbolo y la representación real de lo expresado. Es decir, una realidad diferente de las cosas, confundida ahora con el gesto enigmático o con la semblanza onírica. En el año 1886 el poeta griego Jean Moréas trataría de definir el Simbolismo: En el simbolismo los aspectos de la naturaleza, de las acciones humanas y de todos los fenómenos concretos no se manifiestan en sí mismos, sino que son apariencias sensibles destinadas a representar sus afinidades esotéricas con las Ideas primordiales. Realmente esta forma de expresar simbólica es tan antigua como el mundo creativo del hombre. Por ello el Simbolismo nunca pudo cuajar como una escuela artística concreta, como una tendencia artística definida en un período organizado culturalmente, como lo fuera por ejemplo el Surrealismo posterior.

Su reivindicación idealista es lógica porque lo que expresa el Simbolismo es una forma de idealización de lo bello, de lo armónico, de lo justo o de lo eterno. Su marcado esoterismo es necesario para manejar el misterio y lo sagrado, lo mítico y lo trascendente. Y todos esos elementos los encontramos siempre en el mundo de la creación humana, como también ahora cuando, por ejemplo, lo vemos en el cine fantástico creado hoy en día, como fue el caso de Avatar, una forma de surrealismo útil añadido a la última tecnología cinematográfica para exacerbar la mejor calidad junto a la más maravillosa metáfora ficcional. En la temprana obra de Arte del pintor italiano Paolo Uccello titulada San Jorge y el Dragón tenemos una creación genial y una pintura extraordinaria. Es de noche en la escena retratada, y lo es porque vemos una media luna en un cielo muy poco oscurecido. Sin embargo, el pintor crea la penumbra tan visible como le permita lo que desea mostrar en su obra. En la parte inferior de una virtual diagonal artística del cuadro aparece dibujada una doncella ahora sin temor. Es de esa forma atrevida como la veremos retratada en la obra de Uccello, sin temor alguno, porque ella sujeta ahora un terrible dragón como si de algo suyo se tratara, como si de una dulce mascota el fiero engendro fuese para ella.

¿Por qué lo hace ella así? El dragón había sido representado como un monstruo feroz y terrible desde siempre, pero, ahora está aquí, sin embargo, sangrando apenas levemente por su boca. Menos daño no se puede causar al dragón con la firme lanza del héroe, ¿o es que el pintor no quiso defenestrar tanto al monstruo en su obra? Aparece en la pintura de Uccello la figura del héroe como un San Jorge adolescente, tal vez porque solo con audacia juvenil sea posible enfrentarse a luchar con tan horrible fiera. ¿Una audacia tan indómita motivada solo por amor? ¿Es que únicamente en la juventud o en los primeros años de la vida del héroe -o de cualquiera- es cuando sea posible disponer de tanto valor o arrojo? Un remolino celestial de origen divino surge justo detrás del héroe, algo poderoso que empujará aquí su lanza simbólicamente, ayudando así a herir al dragón de un modo eficaz. Pero, hay más cosas ahí representadas, algunas de ellas sin poder llegar a conocer siquiera su sentido. ¿Por qué dibujaría el pintor trozos de hierba delimitados pareciendo geométricas figuras verdecidas o perfectos signos enigmáticos? ¿Qué son?, ¿qué indican? En esto no es posible ahora más que elucubrar con el juego crítico más alusivo, es decir, con el intento -inútil- del desvelamiento de cosas que no serán más que una simple imaginación especulativa y misteriosa.

Luego, cuando el Renacimiento permitiera reunir el ideal clásico con la sutil metáfora brillante, algunos pintores, como el desconocido Dosso Dossi, llegarían a componer magníficos encuadres simbólicos, como en su obra Júpiter, Mercurio y la Virtud del año 1518. Aquí acudiremos también a la mitología. El dios de los dioses, el creador más poderoso, Júpiter -Zeus en Grecia-, está ahora pintando un lienzo como un artista universal creando así figuras y cosas reales en él. En este caso está pintando mariposas, símbolo del movimiento imperceptible. A cada una que crea el dios, van saliendo del divino lienzo volando... ¡Con vida! Aparece en el cuadro renacentista muy abstraído y ensimismado el dios Júpiter: necesitará estar así ahora, muy concentrado para realizar tal esfuerzo creativo divino. Sin embargo, ahora la Virtud -representada aquí por una amable mujer- de pronto necesitará consultarle algo al dios urgentemente. Entonces es instada ella por el dios Mercurio a callarse, le muestra incluso aquí su dedo indicativo el dios mensajero. ¡Ni siquiera a la misma Virtud se la deja que importune ahora! Porque ahora es sólo aquí la creación -misteriosa, enigmática, silente- lo único verdaderamente importante, lo más importante que exista en el universo, mucho más que cualquier otra cosa en el mundo.

(Témpera sobre lienzo San Jorge y el Dragón, 1470, Paolo Uccello, National Gallery, Londres; Obra Júpiter, Mercurio y la Virtud, 1518, Dosso Dossi, Castillo de Wawel, Cracovia, Polonia; Óleo Apolo y Dafne, 1524, Dosso Dossi, Galería Borghese, Roma; Pintura San Martín, 1882, del pintor simbolista Gustave Moreau; Cuadro Angélica, 1873, de Arnold Böcklin; Óleo David y Urías, actualidad, del pintor ruso Igor Samsonov, Rusia; Obra La Música, Lección II, actualidad, Igor Samsonov, Rusia; Óleo Temptation, actualidad, del pintor ruso -nacido en 1963- Igor Samsonov, Rusia; Óleo magnífico Despertar de la primavera, 1880, del pintor simbolista Arnold Böcklin.)

10 de septiembre de 2012

El mito más inspirado de lo nuevo, de lo avanzado, lo moderno, lo irreal..., o el inconsciente.



La premura del ser humano por entenderse a sí mismo y al mundo ha sido tan antigua como éste. Para tratar de entender tan sólo la imaginación pudo sustituir a una ciencia balbuciente, presuntuosa, incompleta, incapaz o lagunosa. ¿Cómo si no pudieron llegar a comprender los seres primitivos por qué se comportaban como lo hacían, o por qué algunas cosas producían luego otras cosas diferentes?, o ¿por qué la vida es tan contradictoria, escandalosa, silenciosa, transformable, abúlica, extraña o desdeñosa? Fue al principio de la humanidad cuando la mitología compuso su teorema imaginario, es decir, cuando los hombres buscaron en sus leyendas míticas algún sentido para poder entender al mundo y sus misterios. Hubo, según contaban las leyendas, un tiempo inicial en que la Divinidad abandonaría completamente al Universo. Entonces todo comenzaría a fluir al revés, en dirección contraria a la de antes. Así que, ahora, todos, la Tierra, los seres vivos, el tiempo y su destino, se dejaron guiar por pulsiones contrarias o deseos desordenados o fútiles. Es por esto que todo terminaría girando en sentido contrario al de antes, cuando los dioses primigenios tutelaban la vida y todo se movía hacia adelante. Al cambiar la dirección de las cosas los nuevos movimientos ocasionaron transformaciones telúricas, provocando así un trastorno en la corteza y en la vida del planeta. Grandes cataclismos, desapariciones de especies, caos evolutivo... Y todo porque el Universo marchaba ahora justo en sentido contrario al de antes. Hasta los seres vivos cambiarían gravemente su sentido biológico, los seres ahora rejuvenecían, no avanzaban envejeciendo sino que retrocedían hacia atrás. Al proseguir  al contrario la vida terminaría por llegar hasta su infancia, a la pequeñez total y, por consiguiente, a la completa desaparición y aniquilación de toda especie viva. Para ese fatídico momento algo habría de suceder para poder sobrevivir y crear así de nuevo vida en el mundo. Entonces tuvieron que surgir los seres vivos ahora de la Tierra, desde el profundo interior de sus entrañas, así nacieron otros seres, ahora diferentes, sin padres ni madres, sólo de la materia renovada de esos cambios.

La nueva divinidad -otros dioses renovados- volvería a sosegar los momentos iniciales, cambiaría de nuevo el sentido de vivir, aquel sentido que antes fuera hacia atrás, acabaría ahora por volver hacia adelante. Así hasta que naciera Cécrope, el primer rey mítico que tuvo Atenas. Este monarca primigenio mediaría entre dos de esos nuevos dioses renovados, pues trataba de erigirse uno de ellos en  el favorito de ese nuevo reino ateniense. Atenea y Poseidón fueron los dioses que lucharon por obtener el favor de aquellos nuevos mortales. Poseidón -el dios de los mares-, en un alarde poderoso de fuerza líquida, trataría de abrir una gran fuente en la Acrópolis. Atenea -la diosa de la sabiduría- sembraría a cambio solo un pequeño olivo entre sus montes. Esto último resultó más útil a la ciudad. Cécrope se decidió por la diosa Atenea y favoreció su culto y su cuidado, dedicándole una gran estatua en la ciudad, desde entonces grandioso símbolo de Atenas. El rey se uniría a la hermosa Aglauro y tendría tres hijas hermosas, inteligentes y caprichosas. Cuenta una leyenda que cuando el dios Hefesto -Vulcano en Roma- intentó poseer a la diosa ateniense, tanto se resistió Atenea que llegaría a derramar la semilla de Hefesto sobre la tierra. De ese fruto terrenal nacería Erictonio y la diosa quiso protegerlo para beneficio de Atenas. Lo entregaría a las hijas de Cécrope, las agláuridas, para que cuidaran al pequeño nacido de los dioses. Pero les exigió que no abriesen aún la cesta donde estaba. Al no poder evitar su curiosidad, acabaron todas ellas sepultadas por la diosa para siempre. Otra versión legendaria narraba que los atenienses se encontraban en una terrible guerra y que, al consultar el oráculo, éste les anunció que sólo acabarían los desastres si una de las agláuridas se sacrificase a los dioses. Debía arrojarse una -la hija llamada igual que la madre- por los escarpados terrenos de la Acrópolis. Así fue como esta leyenda se transformaría luego en un motivo festivo para las jóvenes del Ática, que celebrarían con bailes y cantos -las danzas agláuridas- el recuerdo de aquella valerosa y entregada ateniense. 

Siglos más tarde -en el siglo I, d.C.-, durante la época helenística más productora de belleza, se crearía un bajorrelieve en mármol mostrando una joven ateniense en un gesto de avance. Pero, un avance, ¿hacia dónde?, ¿sería ese gesto el momento inmediatamente después de la decisión fatídica -sacrificarse- de la joven Aglauro, o serían solo los gestos lúdicos de sus bailes atenienses? Históricamente, se sabe que el bajorrelieve acabaría entre los estantes del Museo Chiaramonti del Vaticano, dónde se muestra su grácil y clásica silueta. Únicamente ese fragmento es tan sublime y bello en sus formas, tanto como lo es su alarde de salir hacia adelante. En ese movimiento esculpido sus pies están apenas enseñados bellamente. ¿Por qué?, ¿sería sólo por el gesto de querer evitar tropezar con sus ropajes? Uno de sus pies está elevado grácilmente sobre sus dedos, el otro, el avanzado, decidido a avanzar inapelable. Así se mantuvo el clásico bajorrelieve, entre los despojos ruinosos de aquel museo de entonces. Hasta que un escritor alemán lo descubriese, y quisiese que otro alemán -su personaje literario- también lo hallase, convencido y fascinado con esa maravillosa visión de avance...  Wilhelm Jensen (1837-1911) escribió su novela Gradiva en el año 1903, con ella pretendía contar una historia fascinante, tanto como las emociones que la imagen de la doncella griega le habían subyugado entonces, una belleza decidida, elegante, misteriosa, erotizante.

La sinopsis de la novela compendia un arqueólogo que descubre el bajorrelieve, adquiere una copia y se la lleva consigo. Después imagina que la doncella del relieve no es romana sino de algún otro lugar de Italia. Viaja al sur hasta llegar a Nápoles persiguiendo el origen de esa imagen. Cree entender que fue en Pompeya donde la joven acabaría su momento fascinante. La busca trastornado, ofuscado en el deseo por alcanzar esa belleza fascinante. Presiente haberla visto antes entre unas ruinosas calles pompeyanas... El argumento de la novela se imbrica ahora con el personaje de una joven turista -la que él cree entrever en el relieve-, una mujer que piensa, a su vez, reconocerle a él como un amigo de su infancia. Él está ahora confundido, ella, sin embargo, salvándolo así oportunamente. Y todo en el entorno ruinoso de la destruida ciudad de Pompeya. Al final, termina el arqueólogo alcanzando el amor de entonces (curado de su delirio por buscar amores imposibles), salvado de sus sueños obsesivos por su bella amiga rediviva. Freud, años después, elaboraría su obra El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen. En este ensayo vuelve el famoso psicoanalista sobre sus teorías inconscientes. Asombrado por esa historia, comprende Freud que los ocultos deseos -de arqueólogos, de adictos, de escritores, de todos nosotros- saldrían a la luz del psicoanálisis -la amiga rediviva- y que la terapia trataría de evitar -terminaría curando- el inconsciente maltratado -las ruinas pompeyanas- de los seres mentalmente afligidos. La analogía entre Arqueología y Psicoanálisis evidencia aquí sus semejanzas. Sin embargo, no acabarían aún las consecuencias de ese curioso relato. Cuando años más tarde, 1931, se tradujese al francés la obra de Freud, los surrealistas del momento, aquellos pintores y escritores que transformaban la realidad en otra cosa, descubrieron asombrados una de sus mayores inspiraciones artísticas. Tiempo después, en el año 1937, el poeta surrealista parisino André Breton, por ejemplo, abriría una galería de Arte cerca del Sena y acabaría llamándola Gradiva en homenaje a esa inspiración.

Pero sería Dalí, el gran genio surrealista, quien llevaría esa obsesión inspiradora a lo más profuso de su Arte moderno. Intentaría incluir a Gradiva en su obra El hombre invisible del año 1929 -una pintura sin terminar incluso-. El desdoblamiento del personaje retratado -la doncella obsesionante del relieve y la mujer que alumbra el inconsciente- lo utilizaría Dalí en su confusa creación surrealista. En la representación de las dos figuras de la derecha -que es la misma mujer-, una atropellada -pétrea- y otra bendecida -humana-, trataría el artista español de reflejar la contradicción más pasional -Eros/Thanatos, amor/muerte- y enfermiza de los seres humanos. Después, en otra obra surrealista del año 1932, Gradiva descubre las ruinas antropomorfas, aparecen dos figuras extrañas -la misma mujer también- pero ahora abrazadas, sin embargo. Una de ellas, la velada más humana, está  unida a una horadada y pétrea escultura enigmática. Esas dos mujeres, una de piedra y otra entelada, ¿están ahora sollozando?, porque ambas están en un desierto de ruinas... El caso es que los surrealistas hicieron de Gradiva una heroína de su moderna tendencia artística. El nombre de la doncella legendaria -Gradiva- lo tomaría el escritor alemán de un término latino que, traducido, significa la que camina.  De hecho, en la mitología latina, cuando el dios Marte se dirigía a la guerra decidido, cuando emprendía su avance hacia la lucha, los poetas clásicos acabarían por denominarlo Marte Gradivus. El Surrealismo tomaría ese nombre como un talismán o una maravillosa creación imaginaria para expresar ahora todo lo que avanza. Y, por aquel entonces, en aquellos inicios del Arte moderno, ¿qué podría expresar mejor lo que avanza sino la belleza del mañana, el Arte más avanzado, el Surrealista...?

(Bajorrelieve de estilo neo-ático, siglo I, d.C, fragmento de las agláuridas, Museo Chiaramonti, Vaticano, Roma; Gradiva, metamorfosis de Gradiva, 1939, del pintor francés surrealista André Masson; Fotografía de 1937 de la Galería de Arte surrealista Gradiva. París, Francia; Óleo Gradiva descubre las ruinas antropomorfas, 1932, Salvador Dalí, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid; Cuadro de la pintora española Mercedes García Bravo (1963-2011), Gradiva, la que avanza, 2007, Jaca, Huesca; Obra de Dalí, El hombre invisible, 1929, Museo Reina Sofía, Madrid; Detalle del mismo cuadro, El hombre invisible, 1929, Dalí, Museo Reina Sofía, Madrid; Retrato de Wilhelm Jensen, Lápiz de color y pastel al óleo sobre papel de color, de la autora italiana actual (nacida en Monza en 1973) Siri Pasina, Italia.)