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9 de enero de 2013

Cuenten que viví en los tiempos de Héctor..., cuenten que viví... en los tiempos de Aquiles.



En una de sus películas el director de cine Woody Allen nos sorprende -como siempre- con uno de sus discursos ingeniosos en boca de uno de sus personajes, diciendo algo así: Posee complejo de nostalgia de otro tiempo, piensa que los años veinte en París fueron el mejor momento para haber vivido y para sentir la musa de la inspiración creativa. Cuando el protagonista logra -gracias al milagro del cine- regresar ahora a esa época parisina de entonces, consigue relacionarse con los seres más fascinantes de aquel momento culturalmente excelso. Sin embargo, una de las muchas amantes de Picasso con las que consigue hablar, de pronto le dirá:  Ah, que maravilla la Belle Epoque -años finiseculares del XIX-, esa sí que fue una época única. Aun así, cuando alcanza el protagonista -volvemos a la maravillosa magia cinematográfica- a ir a una época anterior a los años veinte, ahora los pintores Monet y Degas alabarán el Renacimiento como la más sublime, extraordinaria e inspiradora época del mundo para vivir y crear.

¿Cualquier tiempo pasado fue mejor...? Por ejemplo, cultural y artísticamente, ¿quién se atreve a afirmar lo contrario? Porque en este momento histórico que vivimos hoy se está desarrollando el mayor cambio cultural y social producido nunca, la mayor transformación vivida por el hombre como nunca antes. Ya comenzaría hace treinta años aproximadamente y su evolución es cada vez más rápida, progresiva, duradera y determinante. Tecnológicamente estamos aún en la infancia de nuestro acontecer. Y la tecnología ha transformado absolutamente los medios, las formas, las recreaciones, los estímulos, el ocio, el trabajo y las fantasías de los humanos como nunca antes se había producido en la historia. Seguiremos expresando nuestras contradicciones, nuestros miedos, nuestras aflicciones o nuestras emociones con cualquier tipo de arte..., pero, sin embargo, todo será muy diferente a como antes -desde las paredes pétreas de las cuevas primitivas hasta los lienzos sublimes de los artistas de principios del siglo XX- se hubiese llegado a expresar en un soporte visible a nuestros ojos ávidos.

Por eso el Arte será arqueología cultural dentro de poco. Nos seguirá fascinando ver las creaciones artísticas de antes como nos fascina ver ahora los esqueletos paleontológicos. No es esto desmerecedor de nada, todo lo contrario, el Arte conseguirá aumentar su valor y admiración con el paso del tiempo aún más todavía. Pero ya está, se acabó. Como se acabaron los dinosaurios, a pesar de que deseen reactivar el ADN imposible de sus restos petrificados en la tierra. Posiblemente, lo que sí se ha conseguido en estos últimos años sea un mayor conocimiento e interés por el Arte como nunca se había alcanzado antes. Y eso es sintomático de que su valor ha pasado, tal vez, de ser solamente algo estético a ser casi, casi, algo muy espiritual... Lo necesitamos más de lo que creemos, como los dioses fueron necesitados cuando el hombre comenzara a emanciparse de sus dominios olímpicos y tuvieron que aprender entonces a luchar, solos, en el campo despiadado de la evolución implacable.

Pero el ser humano no puede dejar de crear o de expresar de nuevo todas sus angustias y deseos con sus inspiradas y atrabiliarias nuevas formas de creatividad. Y es cuando ahora surgirán, de la mano de la última tecnología, las nuevas maneras de seguir fascinando a los demás -y el propio creador a sí mismo- para poder obtener así lo mismo que entonces, sólo que ahora de otra forma distinta. ¿Cuál será la mejor forma? ¿Cuál es la que auténticamente consiga emocionar aún más al hombre? No se sabe. El futuro es tan imprevisible que pocos autores se atreven a recrearlo con alguna forma desafortunada de ciencia-ficción. No quieren hacer el ridículo que otros hicieron antes. Estamos en el camino de un mundo diferente. Y esta es la angustia y, a la vez, la mayor y más fascinante de las tesituras que nunca humanidad alguna hubiese conseguido, siquiera vagamente, llegar a comprender con sus anhelos.

(Óleos del Renacimiento: La edad de oro, 1587, Jacopo Zucchi, Galería de los Uffizi, Florencia; La edad de plata, 1587, Jacopo Zucchi, Uffizi, Florencia; Óleos Impresionistas: Dos bailarinas en reposo, 1898, Degas, Museo de Orsay, París; Cuadro de Monet, Sauce llorón, 1919; Obra de Picasso, Los techos azules, 1901, Oxford, Inglaterra.)
   

6 de enero de 2013

La creación anónima y las libertades artísticas de sus autores.



Todos los reinos europeos tuvieron sus paladines políticos, unos personajes históricos que lideraron y determinaron el destino prodigioso y grandioso de sus pueblos. En España, por ejemplo, la reina Isabel I -la católica- y sus descendientes Carlos I y Felipe II han pasado a la historia como artífices de lo que alcanzaría a ser una de las más grandes naciones de todos los tiempos. Pero Francia también comenzaría su hegemonía histórica gracias a alguno de sus personajes coronados, reyes que llevaron a cabo los cimientos que la convertirían en otra de las más grandes naciones europeas. Francisco I de Francia sería el promotor -malogrado en sus objetivos iniciales- de lo que acabarían consolidando Enrique II y algo más tarde Enrique IV con su nueva, decisiva e histórica dinastía borbónica. Francisco I de Valois (1494-1547) no se limitaría a luchar en los campos de batalla europeos sino que trataría de ganar la carrera artística para su país con el grandioso Renacimiento, una tendencia cultural que ya había conseguido dominar en Italia desde mediados del siglo XV.

Príncipe verdaderamente renacentista, se ocuparía Francisco I de transformar su corte en un reducto de artistas de toda condición, origen y naturaleza. Ha pasado a la historia por haber acogido al gran Leonardo da Vinci en uno de los momentos más dramáticos para el artista. El gran creador florentino le bendeciría luego con grandes obras maestras hoy depositadas en el museo del Louvre. Enrique II continuaría la devoción de patronazgo nacional que su padre emprendiera para hacer de Francia una gran nación. Aunque ha pasado más a la historia por haber sido uno de los reyes franceses que adorase más a su amante que a su real esposa. Tres años después de celebrar su matrimonio con Catalina de Médicis -siendo él Delfín de Francia-, se uniría para siempre con la hermosa Diana de Poitiers, una concubina de extraordinaria belleza y piel tan blanca como solo las modelos renacentistas pudieran tener. Fue Francisco I quien en un viejo castillo al norte de Francia, el castillo  de Fonteinebleau, introdujese el Manierismo en su país. Redecoraría, rediseñaría y albergaría en ese vetusto castillo toda la creatividad que unos artistas italianos -entonces los mejores del mundo- pudieran realizar en suelo francés.

Se crearía así una escuela artística, la Escuela de Fontainebleau, una tendencia manierista que formaría a artistas franceses como François Clouet (1510-1572), el cual retrata en el año 1571 a la hermosa amante del rey Enrique II, Diana de Poitiers. Retrato que determinaría un peculiar estilo en la forma de plasmar la característica sensualidad del renacimiento manierista francés. Clouet había realizado en el año 1559 su mitológica creación El baño de Diana, donde el pintor representa al rey Enrique a caballo al fondo de la obra -distante del plano principal- en una escena en la que una diosa -Diana cazadora, ahora como una amante enamorada- está solazándose satisfecha rodeada de ninfas y sátiros manieristas. Estas obras de Clouet marcarían la tendencia que Fonteinebleau determinaría con su virtuosismo tan sensual, mágico o misterioso. Pero, a diferencia de obras de autores conocidos, muchas de las creaciones de ese período francés pasaron a la historia anónimas, sin posibilidad de saber quiénes fueron sus auténticos creadores. Es el caso del famoso cuadro más paradigmático de esa efímera escuela, Retrato de Gabrielle d'Estrées y una de sus hermanas. Siguiendo la influencia de Clouet, el autor anónimo realizaría una maravillosa obra de Arte, sin él saberlo incluso. ¿Qué mayor grandeza en un creador que la de no firmar su obra para jamás desvelar su autoría? Sin embargo, esta eventualidad -nunca sabida muy bien por qué- conllevaría a que el pintor se permitiese incluir algunas señales creativas y misteriosas. Unas libertades o mensajes semiocultos que hicieron de esta obra una de las creaciones más inquietantes y enigmáticas -además de bellas- habidas en la Historia del Arte.

Después del fallecimiento del rey Enrique II, Francia entraría en uno de los momentos históricos más difíciles en su edad moderna. Sus hijos hirían reinando frágilmente, sucediéndose en instantes cortos influidos por los terribles conflictos causados por las guerras de religión francesas. Los hugonotes -protestantes franceses- lucharían por el poder en Francia frente a los católicos fanáticos e intransigentes. Es entonces cuando Catalina de Médicis -la reina madre- piensa que un matrimonio resolvería todos los problemas de Francia. A su hija menor Margarita de Valois la compromete con el líder de los hugonotes franceses, un familiar lejano de los Valois, Enrique de Navarra (en aquellos años la Baja Navarra era un pequeño reino bajo influencia francesa). Pero, ambos contrayentes se detestaban y el matrimonio sólo mantuvo a salvo sus vidas frente a las traiciones de los otros candidatos al reino. Hasta que el trono francés acabase en manos de Enrique de Navarra  -el futuro rey Enrique IV- en el año 1589. Enrique IV fue uno de los más importantes reyes franceses ya que determinó las bases de la grandeza del país. Un año después, aún en luchas religiosas el país, un amigo del rey, el duque francés de Bellegarde -Roger de Saint-Larry-, le presenta a Enrique IV a su propia amante, la bella y joven Gabrielle d'Estrées, y entonces el rey francés quedaría fascinado de la hermosa amante del duque.

Enrique IV trataría de anular su matrimonio con Margarita de Valois, una mujer promiscua y lasciva en exceso, sin escrúpulo alguno en compartir su lecho con todo aquel que algún beneficio pudiera reportarle. Gabrielle, como la mayoría de las cortesanas de Francia, era una joven heredera de la alta sociedad que su padre acabaría uniendo en matrimonio con Nicolás d'Amerval. Sin embargo, Gabrielle d'Estrées abandonaría meses después a su noble marido para convertirse en la amante del rey de Francia. Tuvo Gabrielle con el rey tres hijos: César, Catalina y Alejandro, bastardos todos. Sin embargo, Gabrielle no dejaría de visitar a su antiguo amante Roger de Saint-Larry -el duque de Bellegarde- cuando el rey estuviese lejos, ocupado o enfermo. Cuenta una leyenda -que como todas no es verdad ni mentira- que Gabrielle d'Estréss quedaría embarazada de un cuarto hijo en octubre del año 1598, cuando el rey se encontraba recién operado de un absceso que le impedía orinar. Es entonces cuando retrataron a Gabrielle de ese sensual modo en Fontainebleau. ¿Quién la retrata así? No se sabe. ¿Por qué la pintaron de esa forma tan curiosa, sensual, provocativa y misteriosa? Tampoco se sabe.

Alguien -se supone un pintor- sabría todo lo relacionado sobre ella y su vida licenciosa, sus amoríos y leyendas. Entonces, con el virtuosismo que solo el Arte tiene, la pintarían atrapada entre el anhelo de ser reina, su futura maternidad y un padre enigmático, al parecer Roger de Saint-Larry. Este personaje -el duque de Bellegarde- está retratado dentro del cuadro -encima de la chimenea-, aunque sólo sus piernas se verán en la pintura. El sentido erótico del lienzo no fue sexual sino maternal. Lo fue así porque una de las características de su comprometido estado -el pezón desarrollado- se señala ahora entre los dedos de su compañera retratada. ¿Quién fue esta otra mujer? El título dice que su hermana, pero, ¿lo era realmente? Otros afirman que no, que se trata de la siguiente amante que tuvo el rey francés, Henriette d'Entragues. En abril del año 1599, cinco meses después de su misterioso embarazo, fallecería Gabrielle d'Estrées de una infección mortal. ¿El destino de Francia había estado en manos de un amor tan inadecuado para el rey? Enrique IV le prometería a su amante que, a su anulación matrimonial de Margarita, se esposaría con ella. Pero, sin embargo, esto nunca lo cumpliría el monarca.

Moriría Gabrielle d'Estrées antes y la familia Médicis acabaría reinando de nuevo en la corte de Francia. Enrique IV se casaría finalmente con María de Médicis en el año 1600. Y el reino comenzaría entonces un esplendor nunca visto antes en el país galo, ahora pacificado, próspero e ilusionado con su futuro. Para ese momento, el Manierismo triunfante en el Arte había acabado decayendo, poco a poco, frente al poderoso, balbuceante pero definitivo Barroco. Sin embargo, este nuevo estilo artístico barroco el rey francés no lo vería jamás.  El 14 de mayo del año 1610, cuando Enrique IV de Francia -el primer rey Borbón coronado en Europa- paseaba en su elegante carruaje por París camino de palacio, un iluminado católico fanático -François Ravaillac- se avalanzaría furioso hacia el monarca decidido y, con toda la fuerza de su ira vengativa y odiosa -por acabar tolerando el rey la Reforma protestante en Francia-, terminaría por herir mortalmente la vida de aquel rey francés tan enamorado, atribulado y ambicioso.

(Óleo Gabrielle d'Estrées -a la derecha- y una de sus hermanas, 1594, Escuela de Fontainebleau, Museo del Louvre, París; Obra manierista El baño de Diana, 1559, del pintor francés François Clouet, Museo de Rouen, Francia; Óleo Diana de Poitiers o Dama en el baño, 1571, de François Clouet, Galería Nacional de Washington, EEUU; Detalles -tres- de Gabrielle d'Estrées y una de sus hermanas, 1594, Escuela de Fontainebleau; Retrato de Margarita de Valois, Margarita de Navarra, 1572, François Clouet; Retrato de Enrique IV de Francia con armadura, 1610, del pintor flamenco Frans Pourbus el joven, Museo del Louvre, París.)

10 de noviembre de 2012

Una expedición española maldecida: la historia de la Comisión Científica del Pacífico.



Años después de la pérdida de las posesiones americanas de Ultramar, la corona española de la reina Isabel II apostaría por realizar una misión científico-cultural para estrechar las difíciles relaciones con las antiguas colonias emancipadas de América. Pero entonces, a pesar de lo que pudiera parecer, la reina española poco podía hacer frente a unos gobiernos veleidosos, cambiantes y demasiado seguros de sí mismos. Aunque el periodo liberal -el bienio progresista- de los años 1854 a 1856 había intentado provocar esos posibles encuentros culturales, el nuevo gobierno fuerte del presidente Leopoldo O'donell se aprovecharía de esos intentos para afianzar, años después, algo más que unas buenas relaciones culturales. Así que en junio del año 1862 se nombraría una Comisión de profesores de ciencias naturales para acompañar a una escuadra naval española que marcharía al océano Pacífico. La comisión científica estuvo compuesta por el marino gallego retirado y aficionado a los moluscos Patricio Paz Membiela, cuya sordera no le impediría dirigir la comisión; por el entomólogo y catedrático madrileño Fernando Amor; por el zoólogo y catedrático madrileño Francisco Martínez; por el zoólogo murciano del Museo Nacional de Ciencias Naturales Jiménez de la Espada; por el botánico del Museo de Ciencias, el catalán Juan Isern; por el antropólogo cubano Manuel Almagro; por el médico y disecador catalán Bartolomé Puig; y, finalmente, por el pintor, dibujante y fotógrafo madrileño Rafael Castro Ordóñez.

Todos salieron de la ciudad de Cádiz el 10 de agosto de 1862 a bordo de la fragata de la Armada Triunfo. Entonces, junto a la fragata capitana La Resolución, formaban parte de una escuadra naval militar que el gobierno español utilizaría para ejercer en la zona una influencia más político-económica que científico-cultural. Se dirigieron primero a las islas Canarias para pasar por las islas más al sur de Cabo Verde; más tarde llegarían a las islas de San Vicente hasta, por fin, alcanzar Bahía en la costa de Brasil. De aquí pasaron a Río de Janeiro el 6 de octubre de 1862. Desde Uruguay fue a recogerles la goleta de la Armada Covadonga, con lo que, al regresar con ella, pisaron por primera vez suelo hispano-americano el 6 de diciembre de 1862 en la bahía de Montevideo. Algunos expedicionarios se adentraron entonces en el interior del continente y otros continuarían en la goleta Covadonga hacia el estrecho de Magallanes. Ambos grupos se reunirían finalmente en Chile, donde estuvieron radicados hasta mediados del año 1863. Desde Chile recorrerían toda la costa suramericana del Pacífico hasta llegar a California incluso, para luego volver a las costas del Perú a mediados del año 1864. Cuando la escuadra naval, mandada por el almirante Pinzón -un descendiente de los hermanos Pinzón del descubrimiento-, se encontraba en las costas peruanas un incidente local alteraría gravemente el inestable equilibrio diplomático de la zona. Unos colonos vascos que trabajaban de operarios en la hacienda Talambo -propiedad de un rico peruano-, se enfrentaron entonces con otros peones del lugar resultando de la pelea muertas dos personas, un español y un peruano.

Los ánimos desde la independencia no se habían llegado a calmar y los diplomáticos españoles -y un gobierno peruano recién salido de un golpe- no ayudaron a resolver el pequeño incidente, un conflicto que acabaría ocasionando finalmente una de las guerras más absurdas en las que España hubiera participado nunca. Los científicos españoles tuvieron además sus diferencias con los militares de la escuadra naval de la Armada. El responsable de la Comisión científica Paz Membiela regresaría a España en diciembre del año 1863 por los duros encuentros con el mando naval. El entomólogo Amor enfermaría en mayo de 1863 en el desierto de Atacama en Chile y moriría en octubre de ese mismo año en San Francisco, EEUU. El botánico Isern contraería una enfermedad infecciosa en el río Marañón en 1865, falleciendo en España meses después. En marzo de 1864 el conflicto con Perú llevaría al Jefe de la escuadra naval a disolver la expedición científica. Debían regresar todos a España cuanto antes. Pero entonces cuatro de los científicos se negaron a marchar, Martínez, Jiménez de la Espada, Almagro e Isern decidieron seguir con la expedición. Entonces atravesaron, transversalmente, todo el continente sudamericano desde Guayaquil -Ecuador- en el oeste hasta llegar a la ciudad costera de Belén -Brasil- en el este. 

El pintor, grabador y fotógrafo madrileño Rafael Castro (1830-1865) se había formado en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando y viajaría luego a París para aprender de uno de los pintores que más influiría en los artistas de mediados del siglo XIX, Léon Cogniet -un maestro del Romanticismo y del Neoclasicismo-.  Rafael Castro buscaría antes de partir con la expedición el consejo de uno de los pioneros en fotografía de viajes, el inglés Charles Clifford, por entonces trabajando en España. Estos fotógrafos decimonónicos utilizaban el colodión húmedo, una técnica que permitía un menor tiempo de exposición, aunque, a cambio, sus destartalados equipos, de grandes placas de vidrio e instrumentos ópticos abigarrados, les obligaban a llevar pesadas cargas durante las difíciles tomas en el exterior. Finalmente la expedición científica española del Pacífico conseguiría una importante documentación sobre flora y fauna americanas, introduciría algunos animales autóctonos en España e incrementaría los fondos museísticos con cantidad de datos naturales y culturales. Pero la realidad fue que sólo pasaría a la historia marginalmente, sin ninguna gloria nacional ni científica. Jiménez de la Espada se empeñaría en continuar la expedición a partir de marzo de 1864 y esa iniciativa -llamada entonces El gran viaje- le llevaría a conseguir un cierto prestigio científico. La aventura fue considerable ya que atravesaron el río Amazonas y las selvas peruanas y brasileñas hasta llegar a la desembocadura del poderoso río en el Atlántico. Escribiría de aquel viaje Jiménez de la Espada su obra Mamíferos del alto amazonas y publicaría la monografía Especies desconocidas de la fauna neotropical.

El fotógrafo Castro Ordóñez regresó a España en el año 1864 trayendo consigo unas trescientas placas fotográficas y un gran número de bocetos e ilustraciones de Brasil, Chile, Bolivia, Perú y la costa pacífica hasta California. Mostraría, como buen creador y artista, sus discrepancias con la Comisión científica por utilizar ésta más esfuerzos a la inmensidad que a la intensidad de las cosas... No podría él dedicar así el tiempo que consideraría necesario para profundizar en las costumbres y en los lugares impresionados. Al llegar a España a principios de 1865 -los restantes expedicionarios lo hicieron a finales de ese año- las autoridades le dieron la espalda, negándole cualquier retribución económica por su trabajo en la Comisión del Pacífico. El día 2 de diciembre del año 1865 se dispararía Castro Ordóñez en su domicilio de Madrid un tiro de revólver en el corazón, falleciendo así uno de los pioneros españoles en fotografías documentales de grandes viajes. La guerra del Pacífico, aquel enfrentamiento tan absurdo entre España y dos países sudamericanos -Perú y Chile-, llegaría a acabar también con el suicidio del Comandante general de la escuadra española en el Pacífico, José Manuel Pareja. Este almirante se habría sentido deshonrado por las fatídicas decisiones que llegó a tomar en un enfrentamiento naval con Chile donde se perdió la goleta Covadonga, cuando además la flota chilena era bastante inferior a la española. Tan sólo la intervención del nuevo recién nombrado Comandante general, el contralmirante español Méndez Núñez, consiguió recomponer el maltratado orgullo nacional y dejar en tablas -salvado el honor de la Armada- aquel desesperado conflicto naval del Pacífico. Hasta sucedería que en pleno conflicto, en las islas Chincha del Perú, la fragata Triunfo, aquella fragata en la que los expedicionarios se embarcaron ilusionados en Cádiz dos años antes, sufriría un trágico accidente en noviembre de 1864, cuando un producto inflamable provocase un incendio terrible y la fragata española acabara perdida, como toda aquella expedición maldecida, en el lejano océano Pacífico para siempre. 

(Fotografía de algunos de los expedicionarios españoles de la Comisión científica del Pacífico, 1862; Imagen de la cubierta de la fragata Triunfo, 1862; Autorretrato fotográfico de Rafael Castro Ordóñez, pintor y fotógrafo de la Comisión, 1862; Óleo del pintor francés Léon Cogniet, Autorretrato en su habitación en Villa Médicis, 1817, Museo de Cleveland, EEUU; Fotografía de los expedicionarios, 1862; Fotografías de Rafael Castro Ordóñez: Vista del acueducto de Río de Janeiro, 1862, Fotografía de la Estación de Chañarcillo, Desierto de Atacama, Chile, 1862; Fotografía del Teatro Principal, Lima, Perú, 1862; Imagen fotográfica de los científicos de la Comisión, de izquierda a derecha: Juan Isern, Fernando Amor, Patricio Paz, Jiménez de la Espada, Francisco Martinez y Manuel Almagro; Imagen de la fragata de la Armada española Triunfo, 1862; Cuadro del pintor español Castellón, Batalla Naval de Abtao -1866, Chile-, pintura de principios del siglo XX, Museo Naval de Madrid.)
 

10 de octubre de 2012

El Arte embellece la historia y transformará la leyenda en algo más auténtico y sensible.



Cuando la zarina Isabel I falleciera sin descendencia legítima en el año 1762, dejaría el trono ruso a su sobrino Pedro III. Este zar acabaría siendo derrocado pocos años después por su ambiciosa y desleal esposa, la gran zarina Catalina II. Todo se desarrollaría sin sobresaltos gracias a la intervención de los ambiciosos hermanos Orlov. Grigori, su amante y valedor, y Alexei Orlov, su paladín más atrevido. Como sucediera en otras ocasiones, una mujer se presentaría en París reivindicando el trono ruso. En el año 1772 la hermosa joven Aly Emeté Vladimirskaya acabaría afirmando que era la princesa heredera rusa Yelizaveta Alekseyevna, más conocida como Tarakanova. Poseía un testamento secreto de la antigua zarina Isabel. El testamento real le otorgaba el derecho al trono ruso por ser la única hija tenida con el conde Alexei Razumovski, un consorte-amante de la zarina Isabel I. Por esos años París era un refugio de rebeldes polacos desterrados por Catalina II, así que al conocer éstos la existencia de una opositora no dudaron en apoyarla claramente. Cuando la zarina Catalina tuvo noticia de esa rival -su posible prima política- enviaría a Alexei Orlov a París para que la trajese a San Petersburgo como fuese.

El audaz Orlov citaría a Tarakanova en un barco ruso en un encuentro romántico en el puerto italiano de Livorno. Ella no puede resistir sus encantos y quedaría enamorada de Alexei. Una vez en el barco, territorio ruso, no pudo escapar y partieron hacia San Petersburgo, donde Catalina la encarcelaría en una mazmorra para siempre. Fue encerrada en la primavera del año 1775 en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, un castillo situado a orillas del caudaloso y peligroso río Neva. Allí padecería los momentos más terribles y angustiosos de su vida hasta que una tuberculosis fatal la debilitara y acabara falleciendo en diciembre de ese año. Sin embargo, el Romanticismo ruso del siglo XIX la retrataría orgulloso como si de una gran heroína se tratase, víctima despiadada de las crueldades del absolutismo reaccionario de Catalina la grande. Y el pintor romántico Konstantin Flavitsky la pintaría subida al lecho de su cárcel justo en una de las crecidas más espantosas del río Neva. Entonces desolada, vencida por completo, totalmente perdida y abatida en su celda, entregaría Tarakanova su vida sin salvación posible a las heladas aguas del río ruso.

Pero algo no concordaba con la historia retratada: nunca crecida alguna se produjo en ese ni en el siguiente año en el río Neva. El aumento trágico de sus aguas sucedería en el año 1777, dos años después de fallecer la desgraciada princesa Tarakanova. Pero eso no importaba al Arte y a su glosa épica enaltecedora del momento dramático más encumbrador de emociones. Esas emociones que expresaron entonces los pintores rusos al apreciar el sacrificio de una vida inocente a manos de un poder tiránico para mancillar la debilidad heroica de una sagrada belleza. Porque la realidad no habría sido lo suficientemente útil para poder representar el sentido romántico necesitado. Otro pintor ruso trataría de llevar, a cambio, la realidad cruda de la vida a niveles indecentes con la emoción romántica, siendo ahora absoluta y sórdidamente fiel a lo acontecido. Tan fiel y verosímil fue la realidad de lo que representaban sus obras que hasta algunos oficiales rusos quisieron prohibirlas. Pero el pintor ruso Vaslily Vereshchagin no dudaría en retratar la triste -nada emotiva ni épica ni romántica- realidad de la guerra y de sus sufrimientos. Al Arte realista de entonces no le interesaba ya representar el gesto dramático inventado, aunque fuese tan emotivo.

Con el Arte se consigue todo eso: retratar lo sórdido, lo verídico, lo terrible o lo acongojador, pero, también lo excelso, épico o más inspirador de emociones románticas, aunque éstas sean provocadas por la manipulación de la historia y sin ser fiel a la verdad. Pero, sin embargo, todo es posible gracias a la libre sutilidad artística del Arte. Hasta la belleza expresada a medio camino entre la realidad, la emoción, la falsedad y el virtuosismo artístico. El pintor ruso Fyodor Bronnikov consigue todo eso -dureza realista y emotiva belleza romántica- con una obra decimonónica muy diferente. En su obra de Arte  Los crucificados de la antigua Roma, entre las trazas estéticas de un escenario verosímil y realista, entre las duras y crueles realidades también de una historia antigua despiadada, aparecen ahora, sin embargo, la subyugación más emotiva de una escena inspirada por sensaciones muy románticas. Y lo es por ser tan estética como sensible o evocadora su composición, pero, al mismo tiempo, por ser la obra muy verosímil, muy realista y completamente fiel a la realidad histórica.

(Óleo Muerte de la princesa Tarakanova, 1864, del creador ruso Konstantin Flavitsky; Retrato de Konstantin Flavitsky, 1866, del pintor ruso Fyodor Bronnikov; Fotografía de la Fortaleza rusa de San Pedro y San Pablo, a orillas del río Neva, San Petersburgo, Rusia; Cuadro La apoteosis de la guerra, 1871, del pintor ruso Vasily Vereshchagin, Moscú; Pintura de Vasily Vereshchagin, Requiem por los muertos, 1874, Moscú; Óleo Ataque inesperado, 1871, Vasily Vereshchagin, Galería Tretyakov, Moscú; Óleo Los crucificados de la antigua Roma, 1878, del artista ruso Fyodor Bronnikov.)

24 de julio de 2012

El artificio artístico más natural y desapegado, indiferente, romántico y genial.



El Romanticismo se prodigaría más que otras tendencias en destacar duplicando sus obras con el contraste emotivo de una misma o parecida representación. Y esto fue así porque para los románticos cualquier escenario que cumpliera con la esencia del requisito emocional podía ser transformado, reutilizado o cambiado levemente. Daba igual lo que se hiciera, pero, eso sí, siempre que su sentido emotivo principal nunca se obviara o sustituyera. El núcleo de su motivación estética, su impronta ideal, su mensaje espiritual o trascendente, era sólo uno, algo que el autor romántico sabría definitivo, inmortal o permanente. El resto poco importaba. Es por eso que algunos pintores de esta tendencia duplicaron sin pudor su deseada e inspirada obra original. Uno de los creadores más curiosos del Romanticismo inglés del siglo XVIII lo fue Joseph Wright de Derby (1734-1797). Su adscripción romántica estaba participada además de un bello Neoclasicismo y un suave y sutil Realismo, éste último como una forma artística de sutil crítica social. Pero distanciándose siempre su estilo del resultado final de esa crítica, sólo mostrándola ligeramente, sin comprometerse y sin emociones parciales, ya que aún no era el momento histórico de criticar abierta, desgarrada y claramente.

Esos románticos dieciochescos recurrían a lo elaborado de la luz y del color pero también al sesgo o al gesto heroico, ideal, pomposo o emotivo para llegar a los espíritus sensibles más que a otra cosa. Sin embargo, Wright de Derby conseguiría una vez adelantarse a su época y mostrar con belleza plástica cosas reales, muy duras, hirientes o humanamente sobrecogedoras como lo hiciera en su obra Experimento con un pájaro en una bomba de aire. En el siglo de la ciencia experimental y del todo vale para descubrir la verdad el pintor británico nos presenta una imagen estremecedora: un investigador de la incipiente ciencia reúne a varias personas, entre ellas niños, para enseñarles el vacío, por entonces algo muy innovador y sugerente. Pero no se le ocurre otra cosa mejor que expresarlo crudamente. Dentro de una bomba al vacío de cristal introduce un pájaro como segura prueba física de su efecto mortal. La obsesiva búsqueda científica en aquellos años no se refrenaría ante nada y el pintor retrataría incluso el gesto abrumado de una niña rodeada de un entorno oscuro y misterioso. No desvelará el autor el fin del experimento, si el animal muere o no sin aire. Lo dejará sin mostrar, sin saber si perece o no finalmente el pájaro enclaustrado, sin sufrir ahora del todo la insidiosa realidad inevitable que sí mostrarían otras tendencias estéticas posteriores.

Pero lo que sí experimentaría una vez el pintor romántico sería repetir el mismo tema en su romántica forma de crear. En sus viajes por Nápoles descubre Wright de Derby la fuerza salvaje, frenética y violenta de los lugares naturales, pero bellos, del profundo sur mediterráneo. Y de esta forma pintaría el volcán Vesubio -que lo ve erupcionar una vez- o las agrestes grutas rocosas de unos hermosos acantilados misteriosos. Y pinta entonces la dura y hermosa luz brillante de una naturaleza muy diferente a las verdes campiñas de Derby. En el año 1774 compone su obra Caverna cerca de Nápoles. Una hermosa cueva al lado del mar que enmarca ahora un hermoso paisaje mediterráneo, sugerente, sereno y prometedor. Cuatro años después vuelve a pintar la misma cueva y desde el mismo lugar. Posee la misma fuerza nuclear -su misma esencia romántica-, pero ahora es completamente distinta. Porque ahora la representa llena de unos bandidos que la habitan ocultos, de unos seres inmisericordes con la vida y con la propiedad de los otros. Refugiados ahora en ese maravilloso lugar donde esconderán las remesas viles de sus actos. Pero es otra cosa lo que prima ahora en la obra romántica: la luz poderosa de la tarde. Porque debe ser un atardecer lo que ilumina, amarillento, toda esa hermosa gruta tenebrosa. Pero a la vez es un refugio de piratas, de violentos seres marginados que se ocultan de todos en ese lugar extraordinario. Lejos queda el paisaje encantador y las tranquilas aguas mediterráneas, lejos quedan los perfiles de una torre romántica o de una montaña señalada, lejos quedan incluso las alegres nubes inocentes o el resplandor sugerente de una sombra enigmática. Ahora, a cambio, todo aparece tenebroso, recogido y monocolor, pero, sin embargo, más pasional y poderoso que su debilitado entorno.

Cuando los británicos quisieron implantar su imperio en norteamérica lucharon denodadamente contra todos: contra los franceses, contra los indios y hasta contra los suyos propios, los patriotas norteamericanos. Durante casi medio siglo lucharon en lo que se llamó Guerras de América. Ganaron casi todas las batallas pero acabaron perdiendo la guerra. Sus hombres también murieron allí, entregando sus vidas y las de sus familias. Y así es como una vez Wright de Derby crearía su genial obra La muerte del soldado. Pero pintaría el creador romántico dos versiones diferentes de la misma escena dramática. ¿Por qué lo hizo? ¿Había algún motivo para hacer eso? Porque la idea esencial de la obra, basada en un verso de un poeta inglés, trataba de la desolación de los hijos ante la pérdida de un padre herido mortalmente en la guerra. El encuadre emotivo de la pintura romántica muestra postrada a una viuda y madre frente al cadáver tendido del esposo y padre. El pequeño nacido acaba de dejar el pecho de su madre y nos mira ahora a nosotros. Él es el único ser ahí que, sin saberlo, nos transmitirá así el desconsuelo más triste de la imagen.

Pero, detrás de ellos dos, está todavía la guerra indecente representada por unos cañones y algunos guerreros al fondo de la obra. Este lienzo bélico debe ser de los dos la obra original. El cuadro se encuentra en Inglaterra. Pero luego está la otra obra semejante, otro cuadro casi igual y exacto en su poético mensaje romántico, aunque no con el mismo fondo de la guerra. Fue cambiado ese fondo bélico. ¿Por qué? No lo sé. Sólo sé que este último cuadro está en América en un museo norteamericano. Para este destino americano, supongo, sería eliminado su contexto bélico original, su entorno histórico real y su cruel verdad más auténtica. Probablemente, al principio se expuso con el fondo original en ese museo norteamericano. Pero luego se llegaría a cambiar ese fondo. Porque para entonces, después de la guerra pero aún muy cerca los años sangrientos, la fuerza romántica de lo que aquel poema denunciaba, la fuerza emotiva de una familia desgarrada, eran por entonces lo importante y no la guerra. El resto, los símbolos de un conflicto repudiado, doloroso, sangriento y desolado, muy deseado ya de olvidar por entonces, no debían ahora desvirtuar, sin embargo, todo aquel hermoso, poderoso y romántico mensaje.

(Óleo Una gruta con bandidos en Nápoles, 1778, Joseph Wright de Derby; Cuadro Caverna cerca de Nápoles, 1774, Joseph Wright de Derby; Óleo Muerte del soldado, 1789, Joseph Wright de Derby, Inglaterra; Cuadro La muerte de un soldado, 1789, Joseph Wright de Derby, EEUU; Experimento con un pájaro en una bomba de aire, 1768, Joseph Wright de Derby, Tate Gallery, Londres.)

24 de mayo de 2012

El sentido de la vida es no tenerlo, las acciones, incluso las más nobles, derivan siempre luego en otra cosa.



Todos los raptos de la mitología trajeron consecuencias funestas, unas más graves que otras. Sin embargo, inspiraron a muchos pintores que crearon imágenes grandiosas para acabar ilustrando las paredes de algunos grandes museos del mundo. Según la mitología griega existió al principio de los tiempos una joven y hermosa princesa oriental llamada Europa, hija del rey Agénor de Fenicia.  Una bella mujer que fuera por entonces objeto de la lujuria insaciable del dios más poderoso del Olimpo. Un día, estando en la serena playa de su reino, se le apareció un atrayente toro blanco con unas astas muy brillantes, casi doradas, y una seductora y maravillosa forma de media luna creciente en su cabeza. Pero este hermoso toro blanco se le mostraba ahora a ella manso, afable y confiado. Así fue como, transformado en un toro, se acercaría el dios Zeus a la joven Europa. Ella sintió ahora que no podía más sino admirarlo, así que, enamorada y paralizada, sin razón para poder evitarlo, quedaría atrapada por su atractiva y salvaje belleza para siempre. Se subió Europa a lomos de la bestia, se sujetó a su cornamenta y avanzaría así hacia lo lejos, hacia algún lugar más allá de aquel reino de Fenicia. El dios Zeus la llevaría entonces a Creta, la isla avanzada de un continente por formarse -de ahí el nombre que se le diese al continente, Europa, en homenaje a esta mujer y a su linaje-. Pero entonces el rey Agénor, alzando su indignación y su venganza, llamaría a su hijo Cadmo y le conminaría a que fuese en busca de Europa allá donde estuviese. Le juró que, de no conseguirlo, mejor que no regresase jamás sin ella al reino. Ante esta tajante admonición Cadmo se armaría de valor, de empuje, guerreros y osadía.

Marchó hacia el lugar adonde le dijeron que el toro habría huido: hacia el este. Recorrieron todo el Asia menor y nada, no la encontraron; fueron después hacia el norte y tampoco; luego hacia el oeste y no hallaron rastro alguno del raro astado blanco ni de Europa. Cadmo había fracasado, no logró encontrar a Europa en ninguno de los lugares en los que había estado buscándola. Nadie la había visto ni habían oído hablar de un toro tan extraño. Ante esa realidad no pudo Cadmo regresar a Fenicia sin Europa, su padre lo había amenazado claramente si no volvía con ella. No supo entonces Cadmo qué hacer ni dónde ir, después de haber recorrido casi medio mundo sin hallarla. Se encontraba ahora en un nuevo continente situado hacia el oeste, justo al lado de la costa plácida de una península mediterránea, muy cercana a la región griega de la Fócida. Así que, ahora, desesperado, vagabundo, confundido y perdido, sin ninguna inspiración ni conocimiento, decidió Cadmo consultar al oráculo de Delfos. Lo hizo para saber qué podía hacer entonces consigo y con su vida ante esta difícil situación tan desesperada. Pero el oráculo le contestó aún más confusamente, los oráculos transforman una duda en otra y revuelven así, como el destino insolente, los iniciales deseos de los hombres para convertirlos luego en otra cosa. El oráculo de Delfos le contestó: ¡cierra tus ojos y elige la puerta que al azar abras!; toma esa dirección, camina y sólo detente cuando veas un buey con una media luna en su cara. Donde lo veas funda tu propio reino y tu casa, labra la tierra que pises y establécete allí...  Cadmo no entendió nada, él sólo quería encontrar a su hermana, era, pensaba, la única forma de poder resolver toda aquella confusión en la que vivía. Pero, sin embargo, como en la vida misteriosa, las cosas imposibles sólo llevarán a otras cosas diferentes, sin nada que ver con lo de antes.

A los oráculos no hay que tratar de entenderlos, sólo dejarse llevar, desdeñosos, por su azar caprichoso e insensible. Cadmo eligió su puerta y encontraría tras de ella a una vaca, no a un buey, con una mancha en forma de media luna en su cara, y a la que siguió decidido junto a sus hombres. Cuando el animal se detuvo comprendió Cadmo que ahí debía aposentarse, no se preguntó entonces otra cosa. No había encontrado a Europa ni podía regresar sin ella. Decidió entonces crear ahí su propio pueblo, su lugar ahora para vivir de nuevo, lo único que podía hacer y que el oráculo además le había predicho. Decidieron hallar antes agua y enviaría Cadmo algunos de sus hombres a buscarla. De ese modo encontraron la providencial fuente de Ares, o Aretíade, que les permitiría poder sobrevivir tranquilos durante un tiempo. Pero entonces, cuando los hombres llenaban sus odres de agua, una terrorífica criatura, el terrible dragón Aonio, les asaltaría feroz, violenta y sanguinariamente.  Cadmo ahora debía matar al dragón necesariamente, no podía evitarlo si deseaba vivir ahí. Había sobrevenido este maldito monstruo en este bendito lugar, había matado a sus hombres y tenía que acabar con él si debía cumplir con el propósito del oráculo. Lucharía entonces con todo su poder, con toda su fuerza y con todo su deseo fatigoso. Decidido, dirigió entonces su lanza hacia la boca flamígera del dragón para matarlo.

El mito continuaba describiendo a un Cadmo solitario junto al dragón abatido, sin nadie más que él en ese lugar sobrevenido. Es entonces cuando la diosa Minerva acude en su auxilio, le aconseja que siembre en esta nueva tierra los dientes del dragón muerto. Surgirán hombres, le dice la diosa, ¡y aún lucharán entre sí!, por tanto, protégete de ellos también. Al final sólo quedarán los mejores, pero con ellos crearás una nación fructífera y poderosa...  Hasta aquí la leyenda enrevesada y sin sentido, pero que acude sabia a reconfortarnos de las cosas incomprensibles del mundo. Porque, ¿cuál es el sentido de la búsqueda de una persona, de Europa en este caso, cuando luego todo fluirá de un modo del todo diferente, para nada relacionado con su búsqueda? ¿Por qué matar a un dragón y narrarlo además como si fuera lo más importante, cuando no era la causa de aquel rapto ni la finalidad ahora de una existencia? ¿Qué cosas tan prolijas, confusas, desligadas y caprichosas decidirán un final que, para nada, tiene ya que ver con el principio? Pero, así es la vida, así también el mito y el Arte. Esta es otra lección que el Arte nos facilitará. Todo es un fluir existencial incomprensible, donde los eslabones fragmentarios solo serán una mera excusa material y sin sentido.

El pintor flamenco Jacob Jordaens (1593-1678) no es tan conocido como otros paisanos suyos más famosos, Rubens o Brueghel. Sin embargo, fue un extraordinario pintor del Barroco holandés, una tendencia artística donde crearía obras con gran maestría y equilibrio estético. Como en su extraordinaria pintura Cadmo y Minerva creada en el año 1637. Aquí vemos derrotado por Cadmo al dragón Aonio, justo ahora detrás del héroe mitológico, cuando todavía mantiene aquél sus ojos abiertos pero inertes. Cadmo está escuchando ahora a la diosa Minerva lo que ésta le dice. Le está convenciendo ella de que le ayuda, de que le está ayudando al valiente buscador en su destino.  Le indica lo que ha pasado, lo que pasa y lo que le obliga luego su decidida elección de continuar así con su destino. Antes que Jordaens, había pintado otro lienzo del mismo mito su compatriota Hendrick Goltzius (1558-1617). En esta otra obra Cadmo está matando al dragón con su lanza, vemos aquí al héroe padecer con su esfuerzo ante la terrible fiera monstruosa. Algo tan horrible, tan imposible de afrontar, de superar o vencer sin esfuerzo, sin decisión, sin ardor o sin coraje, ¿cómo es posible que, después de haber hecho todo por vencerlo, luego de hacerlo, y victorioso incluso, aún haya que comenzar de nuevo así con otro esfuerzo...? Pero, sobre todo, ¿cómo es posible que un mero rapto haya provocado unas consecuencias absolutamente diferentes a lo que propiciara la búsqueda de Europa? Porque esperamos que, ante una épica huida de secuestro, algo tan radical y definitivo, la historia continuase así hasta encontrar lo buscado o morir en el intento. Porque cuando la monstruosidad de lo imprevisto nos sobreviene como un reto poderoso, y lo enfrentamos y abordamos con la fuerza de todo nuestro aliento, pensaremos que sólo con eso todo ya termine para siempre. Pues, bien, ¡nada de eso!, todo en la vida es un confuso azar entrelazado, para nada nunca terminado. Volveremos a empezar de nuevo, sin entenderlo, escuchando ahora los sonidos de los dioses diciéndonos de nuevo, como entonces: ¡continúa creyendo en lo que haces..!, confiando así otra vez en esas palabras misteriosas, unas que, sin embargo, nunca oyes...

(Óleo Cadmo y Minerva, 1637, del pintor Jacob Jordaens, Museo del Prado, Madrid; Obra del pintor holandés, del barroco aunque también de un manierismo tardío, Hendrick Goltzius, Cadmo matando al Dragón, aproximadamente 1600, Museo de Kunst, Alemania; Óleo El Rapto de Europa, 1590, del pintor manierista, también flamenco, Marten de Vos, Museo de Bellas Artes de Bilbao, País Vasco, España.)

15 de abril de 2012

Los significados imprevistos de una perspectiva diferente: el escorzo como salvación y el Arte.



Cuando el mítico personaje efebo de Ganímedes fuese raptado por un águila poderosa -el mismo dios Zeus disfrazado-, éste lo agarraría fuertemente para que no cayese desde tan alto. En el maravilloso cuadro del pintor renacentista Correggio un perro mira ahora a Ganímedes dirigido, inclinado y sorprendido al verlo así elevarse. Sin embargo, el deseado príncipe Ganímedes no está mirando ahora a nadie sino a nosotros, a los que, desde fuera del cuadro, le veremos a él. Y en esa precisa mirada compungida el creador consigue expresar genialmente la resignada sensación de lo inevitable, de lo imposible ya de remediar.  De ese modo Ganímedes nos dirige sus ojos afligidos, transmitiéndonos así que nada puede hacer ahora: ni soltarse ni zafarse de las afiladas garras decididas de su raptor. Porque si lo hiciera -caer desde tan alto- terminaría mucho más malogrado de lo que ahora está, vencido por completo y acabado para siempre. El filósofo español José Antonio Marina nos advierte con una de las formas de salvarnos del caos contemporáneo que nos acucia: Nuestra inteligencia creadora es nuestra gran arma contra la pesadumbre de las cosas. Inteligencia resuelta que significa inventar soluciones y marchar con decisión. La inteligencia humana es una mezcla de conocimientos y valentía. El ingenio viene a decirnos que en la aparente monotonía pueden encontrase nuevas relaciones, significados imprevistos, escorzos divertidos o parecidos sugerentes.

El escorzo en el Arte es la representación de una figura u objeto que se encuentra ahora situado de un modo extraño al plano de la imagen, o perpendicular u oblicua a ésta. Es como cuando la mirada se posiciona con respecto a un objeto en un lugar desde donde no puede verse completamente, desde donde no se ve natural el objeto, es decir, como éste ha de verse para relacionarlo con lo que es, con lo que siempre ha parecido que es. Al principio de la historia moderna del Arte -en el medievo inicial del siglo XV- fue cuando los artistas comenzaron a utilizar este procedimiento de la perspectiva en sus figuras -el escorzo- para asombrar o llegar mejor al interés geométrico del espectador, dejándolo incluso más sorprendido. Para que éste admirase lo que de otro modo reconocería al pronto, sin forzar el intelecto al ser visto como siempre. Es una técnica difícil que requiere habilidad y un gran conocimiento de la perspectiva, de los matices de los ángulos o de las posiciones relativas de la geometría.

Fue en el Arte donde se realizaron grandes obras en escorzo, desde las del pintor Mantegna hasta las de los creadores más modernos. Pero en Filosofía también se ha tratado de relacionar y utilizar este término haciendo ahora referencia a la perspectiva con la que podamos analizar alguna cosa, concepto o hecho determinado. Porque para que aprehendamos bien una cosa, para que conozcamos mejor algo concreto de ella, verdaderamente necesitamos verla bien, pero, ¿desde dónde la veremos mejor? Y, sobre todo, verla completamente bien, en toda su naturalidad, ¿nos permitirá captar también su esencia realmente o necesitaremos, sin embargo, ver otras cosas diferentes de ella, partes ahora inopinadas o sorprendentes de la misma?

(Óleo del pintor Rosso Fiorentino, Moisés defendiendo a las hijas de Jetró, 1523, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro del pintor actual mexicano Alberto Castro Leñero, Figura en escorzo, 2005, México; Detalle del gran cuadro de El rapto de Ganímedes, de Correggio; Óleo El Rapto de Ganímedes, 1531, Correggio, Museo de Viena; Óleo de Andrea Mantegna, Cristo muerto, 1480-90, Pinacoteca de Brera, Milán, Italia; Lienzo del pintor español del modernismo Ramón Casas, Desnudo, 1903, particular.)

21 de marzo de 2012

El gozo o la desdicha, dos reflejos muy humanos de una única y misma realidad.



En la antigua Roma se erigió un templo en el año 260 a. C. entre el monte Capitolino y las antiguas murallas Servianas. Estas eran unas murallas que protegían la ciudad y fueron llamadas así en homenaje a uno de sus antiguos reyes latinos, Servio Tulio. A ese sagrado templo romano le llegaron a colocar unas puertas muy grandes, unas jambas enormes en las que se instalaron cien cerrojos de hierro. Las hicieron tan grandes y pesadas para que fuese siempre difícil poder abrirlas. El sagrado edificio fue dedicado al dios Jano, una de las divinidades del extenso olimpo latino. Según cuenta una leyenda romana, cuando Jano reinaba en el antiguo Lacio acogería al desterrado dios Saturno, uno de los más importantes primigenios dioses de Roma. Este dios había sido expulsado de los cielos por su propio y ambicioso hijo Júpiter. Agradecido a Jano por acogerlo, Saturno le ofrece un don extraordinario: la capacidad del doble conocimiento, el dominio así sobre el pasado y el futuro. Es decir, le permitía poder dirigir ahora su mirada tanto en una dirección futura como en su opuesta. Fue por esto que los romanos representaron de ese modo la efigie de Jano: con dos caras en oposición. Un bifrontismo que le permitía disponer de un perfil duplicado representando dos caminos enfrentados, pero también hacía referencia a un portal que separase el comienzo del final de lo que fuese.

En este caso -las puertas cerradas o abiertas del templo- representaba algo muy importante para Roma: la guerra o la paz.  Porque al comenzar una guerra Roma invocaba al dios Jano abriendo las puertas de su templo de par en par. Y permanecían así, abiertas del todo, hasta que la paz no entrase al fin por ellas.  Cuando el primer emperador romano Octavio Augusto finalizara su largo reinado de años, dejaría escrito para la historia lo siguiente: El templo de Jano, que nuestros ancestros deseaban que sus puertas fuesen cerradas sólo cuando en todos los dominios de Roma se hubiera establecido la paz, no había sido cerrado sino en dos ocasiones desde la fundación de la ciudad hasta mi nacimiento. Durante mi principado el Senado determinó en tres ocasiones que debía cerrarse.   Las dos caras más opuestas de la emoción humana -la alegría y el dolor- son un reflejo simbólico de ese bifrontismo mitológico. Porque nacen de lo mismo, del mismo ser dividido ante sí, ante su realidad o ante la vida que lo sustenta. ¿Cómo pueden el gozo y la desdicha surgir del mismo elemento emotivo que forma parte intrínseca de su naturaleza? Pero, sobre todo, en esa mitología, ¿qué hacía que se cerraran o abrieran las puertas al albur de los destinos indescifrables?

En este cuadro de Rubens se observa cómo la diosa Venus -la esposa del dios Marte- trata ahora de detener el ímpetu belicoso del dios más guerrero de los dioses, Marte. Un dios romano que sin consideración alguna pisotea los símbolos de la cultura, atropella a las madres indefensas y despliega su espada ensangrentada contra todos. Inspirado, seducido y atraído además por una de las fieras Erinias, llamadas también Furias -divinidades maléficas-, que enarbola ahora una antorcha encendida representando la humana venganza y el horror. A la izquierda de la imagen vemos una de las puertas del Templo de Jano desplegada por completo, abierta ahora así para la desdicha y el tormento del pueblo. Y que no se volverían a cerrar mientras esos mismos males, impenitentes en su delirio, perdurasen, indecentes y obcecados, con un maldito terror despiadado.

(Óleo de Rubens, Los horrores de la Guerra, 1638, Palacio Pitti, Florencia; Cuadro La Duplicidad, 1640?, del pintor italiano Salvator Rosa, Palacio Pitti, Florencia; Lienzo El Racimo de Uvas, 1868, del pintor clasicista francés William Bouguereau, en donde se muestra la gozosa felicidad en los rostros y gestos de una madre y su hijo; Óleo del pintor español Joaquín Sorolla y Bastida, ¡Otra Margarita!, 1892, donde el magistral artista realista plasmará la angustia contenida de una joven detenida y esposada, llevada ahora custodiada así en un vagon por haber matado a su recién nacido. La escena es de las más tristes y desdichadas que autor alguno haya podido reflejar jamás; Busto romano de Jano, Museo Bellas Artes, Montreal.)