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31 de mayo de 2014

La imagen emotiva de un suburbio victoriano o la transversalidad del Arte.



Fue en el siglo XVIII cuando el arquitecto escocés Robert Adams rediseñara una de las zonas más degradadas del oeste de Londres. Allí, cercana a la orilla del Támesis, se encontraba el antiguo palacio de Durham House, una residencia episcopal de época bajo medieval que, durante 1585, acabaría en manos de Walter Raleigh, el famoso corsario británico tan molesto para la flota española de Indias. Desde alguna de las torres de su palacio divisaría el pirata inglés la abadía de Westminster, el Palacio Whitehall y hasta las verdes colinas de Surrey. Luego de la muerte de la valedora del corsario, la reina Isabel I de Inglaterra, el obispo de Durham reclamaría el palacio al nuevo monarca -menos protestante- Jacobo I de Inglaterra. Autorizaría este nuevo rey el cambio de propiedad, perdiendo entonces Raleigh el palacio de Durham House frente al obispo. Sin embargo, el obispo nunca lo ocuparía -el siglo XVII británico fue muy convulso- y el palacio de Durham House acabaría en ruinas y abandonado. Así que, para cuando el arquitecto Adams se encargó de su remodelación, parte del palacio se demolería y, en su lugar, se construirían unas estructuras urbanas para solaz de industrias y mercados.

Parte del mismo complejo urbano sería utilizado como sede para una nueva iglesia en Inglaterra, Los Arminianistas. Pero la más suntuosa parte de aquel antiguo palacio derruido la ocuparían ahora aristócratas ingleses, como el quinto conde de Pembroke, cuyos deseos de construir su mansión acabarían solo en el rediseño de algunas de las calles más próximas al Támesis. Años después, entre 1768 y 1772, todo acabaría derribado de nuevo para erigir en su lugar una gran edificación en estilo neoclásico, tendencia arquitectónica que Robert Adams daría al nuevo complejo urbanístico de Adelphi. Con esta tendencia neoclásica levantaría un conjunto de edificios adosados con una galería de arcos que enfrentaba sus perfiles a la orilla del río. Y es precisamente una de las galerías de esos arcos la que pintaría en el año 1858 -vista desde su interior- el creador victoriano Augustus Leopold Egg (1816-1863) para su lienzo Pasado y Presente III. La imagen que representa es típicamente dickensiana, porque refleja el Londres decimonónico más desolador, el más infame o depravado de aquellos difíciles, injustos y duros años. En el interior de una de aquellas bóvedas diseñada por Adams para su complejo Adelphi, sitúa el pintor a una mujer abatida por unas circunstancias trágicas en un momento personal desgarrador. Sentada a los pies de una barca, entre las piedras y desechos de una desdeñosa ciudad, mira ahora con nostalgia a un cielo desolado y su luna nueva entre las sombras.

Luna que, entre nubes alejadas, brillaría también para todos los demás, tanto seres amparados como desamparados. Pero ahora, entre sus brazos y cubierto con sus propios ropajes, llevará un pequeño niño que duerme. Es a su hijo al que protege, pero a un hijo ilegítimo. Solo las pequeñas piernas del bebé son de él lo único que veamos. El pequeño no percibe ni siente nada de lo que su madre, nostálgica, sí puede ahora sentir mirando la luna entre sus sombras. El pintor nos muestra en su obra emotiva y desolada la escena característica de  una orfandad paterna o de una maternidad soltera, ambos estados que, presumimos, pueden llevar a pensar en algún tipo de ser marginado por su condición social o económica. Puede representar una mujer de la calle, una prostituta o una hija abandonada a causa de alguna pasión defraudada; también alguna viuda que, sin reconocimiento oficial, no pueda reivindicar nada de su fallecido esposo. Pero ella sigue mirando la luna, esa misma luna que está, sin embargo, también para los otros, la misma luna que mira ahora desde ese recóndito y oscurecido lugar. En una de las paredes de la oscura galería el pintor sitúa incluso unos carteles callejeros, panfletos que anuncian y recuerdan, metafóricos, la vida acomodada de los otros. En uno de esos carteles públicos se anuncian dos galas representadas en el teatro londinense de Haymarket -Victims y The cure of love-, uno de los centros culturales por entonces de moda de la zona de Adelphi. En el otro veremos la publicidad de un viaje de placer turístico a la bella y soñada París.

Todo un terrible contraste sutil que, junto a la visión de la luna y sus reflejos en el río, enmarcan la emoción más efectiva de todo el conjunto de la obra. Pero toda obra tiene su propia historia detrás. Cosas que han pasado antes, durante o después de lo pintado... Es ahora la transversalidad de cualquier obra de Arte. Muchas obras -realmente todas- pueden tener esa transversalidad narrativa. Casi todas ellas lo tienen. ¿Por qué no? Cualquier emoción retratada en un lienzo posee su antes y su después. Lo que sucede es que los creadores solo pintarán lo que ellos sientan más de cualquier gesta. La única emoción que ellos piensen que pueda reflejar mejor su inspiración decisiva. Porque para contar otros posibles momentos, de antes o de después, surgieron ya los trípticos, por ejemplo. Con ellos se pretendía completar alguna cosa no contenida en la representación inspirada inicialmente. O, sencillamente, ofrecer así la narración que llevará al espectador a comprender mejor el sentido de la obra. Cosas que, de no hacerlo, hubiesen obligado al artista a exponerlas, solas y juntas, en un único lienzo limitado. La realidad fue que el pintor Egg quiso criticar la sociedad victoriana con tres imágenes distintas, pero relacionadas, tres cuadros separados para llegar, más profundamente, a las conciencias indolentes de la gente.

Porque aquella no es ninguna mujer de la calle, ni ninguna hija desamparada, o viuda desolada, no, es una esposa repudiada por su propio marido tiempo antes. La narración comienza con el lienzo I de la serie Pasado y Presente. En esta obra vemos ahora un salón de clase media londinense, y en él una familia retratada en una escena sorprendente. Están las hijas jugando ahora alegres en un extremo del cuadro, pero en el otro extremo hay una mujer sola, derruida y desesperada, juntando ahí sus manos contra el suelo, abatida al saber la decisión de su esposo al conocer la noticia. Ella ha cometido adulterio, y él lo certifica así, con una carta delatora que arruga entre las manos. La escena es dolorosa y participa del contraste entre un hogar sosegado y la cruel decisión sobrevenida. En la obra de Arte, típica del momento Prerrafaelita, se muestran algunos elementos retratados alegóricamente. Por ejemplo una puerta abierta, reflejada en el espejo del fondo, por donde deberá salir ella; una manzana partida por la mitad en el suelo, símbolo de la ruptura del matrimonio; y un pequeño cuadro en la pared con la escena del destierro bíblico. Los colores en la obra son fuertes y acusados, como rémora iconográfica del trágico momento.

Pero, debe existir otro cuadro aún más moralizante, uno para entender el sentido crítico de la anterior obra. Porque el creador quiere hacernos ver el sinsentido tan inhumano de la sociedad de su época. Tal vez, por eso el pintor pensaría que con tres imágenes pudiera llegar mejor a la conciencia de la gente. La secuencia narrativa de las tres obras tiene su mejor sentido con el lienzo intermedio. Es decir, el primer cuadro es el salón con la noticia y el último la mujer ante la luna. Pero hay otro que, situado entre ambos, completará, trágicamente, la decisión primera. Dos jóvenes hermanas miran ahora la misma luna de aquella misma noche. Porque es ésta ahora la misma luna, de la misma noche oscura, mirada desde aquella galería de arcos. Han pasado algunos años y las niñas de antes -las que jugaban en el salón abrigado- están ahora solas, con más años y sin nadie. El padre ha fallecido hace semanas y ahora se encuentran abatidas, desoladas y sin nadie. Y el creador inglés utiliza la luna como un nexo, como un elemento que, sutilmente, trata de enlazar la mirada con el gesto, el semblante con el sesgo, o la desesperación más humana con la decisión más absurda. También la oscuridad del destino más sombrío con la sentida nostalgia, o la metáfora más alumbradora con la penumbra menos romántica. O quizás, por fin, la visión de un cielo trascendente y abierto con la cruel realidad tan oscura y dramática.

(Tríptico del pintor inglés Augustus Leopold Egg, 1858: Óleo Pasado y Presente, El número III; Grabado del siglo XVIII del complejo Adams, Adelphi, Londres; Óleo Pasado y Presente, El número I; Óleo Pasado y Presente, El número II, todas las obras de Egg en el Museo Tate Gallery de Londres.)

18 de abril de 2014

Sin el deseo de ver no se verá; algo debe existir para ser amado, aunque sólo después se conocerá.



El pintor alemán Franz Xaver Winterhalter (1805-1873) acabaría especializándose en grandes retratos de la realeza europea de mediados del siglo XIX. Extraordinario creador naturalista, manejaría el color y la composición con tal fuerza que llevaría a reflejar bellamente el tema retratado de su obra. Sin embargo, el tema o motivo de la obra sería para él una justificación para realzar la creación artística por encima de cualquier otra cosa, incluso del propio prestigio, de los honores o de la propaganda. Los creadores viven y perciben en su propia época y entorno, y desarrollan así su labor con los condicionamientos sociales que les permitan poder crear... y vivir. O, tal vez, pudieron algunos pintores atrevidos, sutilmente, hacer otras cosas, aunque no quisieran realmente ellos hacerlas así. De todos modos, qué mayor grandeza que realizar lo que impone la realidad o la sociedad con planteamientos sutiles que dejen entrever alguna crítica del autor gracias a las peculiaridades de su genio artístico. En su obra La emperatriz de Francia y sus damas de honor, el pintor Winterhalter crea una escena de grupo donde nueve figuras consiguen que nos perdamos buscando cuál es la emperatriz entre tantas hermosas, nobles y orgullosas damas de su corte.

En el año 1856 la emperatriz francesa era la noble española Eugenia de Montijo. El pintor alemán la retrató muchas veces, sola o con su pequeño hijo, pero aquí, en este grandioso óleo clásico, llevaría a la emperatriz a confundirla con otras mujeres, tan bellas o más que ella, formando un grupo con sus damas de honor. El entorno elegido es un idílico bosque casi rococó colmado de ramas, árboles y hojas que enmarcan el solemne y espectacular cuadro de grupo. Luego de mirarlo, hojear algunos comentarios y equivocarme en acertar el rostro regio, se descubre por fin que la emperatriz de Francia es la cuarta por la izquierda, con un vestido blanco, flores en su pelo y un lazo malva. ¿No parecería mejor que fuese la emperatriz la hermosa joven del primer plano que, con su mano izquierda, sujeta un ramo de flores en el suelo? Está en el centro de la obra y es el lugar más adecuado para estar además rodeada de un grandioso coro de bellezas. Pero el autor sitúa el motivo principal de la obra -la emperatriz de Francia- en un lugar ahora, sin embargo, muy descentrado del conjunto.

El pintor, como su regia modelo, obran aquí una especial grandeza artística y personal. En un caso, el creador alemán nos ofrece una composición excéntrica y original; en el otro, la real modelo nos regala su muy grande nobleza y sencillez, porque, ¿qué mujer tan poderosa dejaría a otra ser el centro de la obra y rodearse además de mejores bellezas que ella? La realidad es que la grandeza de la emperatriz Eugenia de Montijo (Granada, 1826 - Madrid, 1920) no ha sido suficientemente reconocida en la historia francesa -el segundo imperio francés no fue muy afortunado- ni en la española -la castiza forma hispana de eludir los grandes personajes nacidos en el país pero exitosos fuera-. La pintura de Winterhalter fue calificada como muy romántica, brillante y superficial. Fue reconocido el pintor sólo por la aristocracia que retrató en sus obras, un ejemplo del condicionamiento social que algunas creaciones artísticas puedan tener por las circunstancias en las que su creador se hubiese desarrollado.

Pocos años después de fallecer Winterhalter, el pintor prerrafaelita británico Edward Burne-Jones (1833-1898) pintaría una de las muchas versiones que hiciera sobre su obra El espejo de Venus. En su obsesión por una visión prerrenacentista de la vida, los creadores prerrafaelitas buscaron en la mitología y en lo sagrado las suaves o sutiles composiciones de una belleza elegante, medieval o hierática, y apenas meramente sugerida. Es decir, mostraban solo lo que ellos entendían como parte esencial de la vida, la más importante parte representada de la vida. Unos más y otros menos, porque formaron una cofradía artística más que una escuela de Arte definida. En su sentido más cercano a la pintura italiana del siglo XV, Burne-Jones buscaría, sin embargo, asombrar más que sugerir. Y lo primero que hace al pintar una Venus mitológica es confundirnos ahora con varias modelos dibujadas muy parecidas a ella. Modelos todas ellas que podrían representar también la misma diosa del mismo modo en la obra. En este espejo de Venus que supone el estanque natural se reflejan ahora no una ni dos, sino hasta diez figuras de mujer que miran sus aguas. Consigue el autor prerrafaelita que volvamos a mirar inquietos y pensar: ¿cuál es de todas la maravillosa Venus mitológica? Poco tardaremos en comprender que debe ser la que está de pie, la única mujer más derecha y levantada. Pero, sin embargo, esta mujer mira ahora las aguas del lago con desgana, ni siquiera vemos su reflejo pintado en el agua. También el pintor la descentra del conjunto de la obra. No está la diosa más hermosa de la mitología en el centro de la obra, sino que está -como en la obra de antes- en un extremo de la misma. Diez figuras esta vez conforman el cuadro, es decir, nueve mujeres que acompañan a la auténtica diosa.

Todas ellas maravillosas, como la misma Venus era, como diosas todas que buscan ahora sus reflejos en el agua.  Pero el pintor nos muestra ahora en su obra una Venus diferente, una mujer retratada como la propia tendencia prerrafaelita propiciaba: nada vanidosa, ni gloriosa ni pretenciosa, de su belleza clásica. Ahora es acompañada Venus de otras mujeres tan hermosas que podían pasar también por ella. Una de ellas mira ahora incluso directo hacia la diosa. No necesita nada más -ni siquiera reflejarse en el estanque- para saber ella misma que no es la diosa. Las demás desean o necesitan mirar su reflejo en el agua para poder saber: ¿seré yo la diosa?, y acercan así todas sus ojos al estanque para comprobarlo. Pero lo hacen ahora con deseo, con cierto miedo, con curiosidad, o con el ánimo de saber cuál de ellas es la venus misteriosa. Esa misma imagen virginal que cada una de ellas ocultará tras de sí perdida ahora entre las aguas.   

(Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El Espejo de Venus, 1877, Museo Gulbenkian, Lisboa; Cuadro La emperatriz Eugenia rodeada de sus damas de compañía, 1856, del pintor alemán Franz Winterhalter, Compiègne, Francia.)

19 de enero de 2014

El momento anterior a la tragedia, el instante creador de mil acciones, o la belleza de lo incierto.



La Literatura clásica fue siempre un motivo de inspiración para los pintores de todas las épocas. De hecho, la poesía, como la mayor representación excelsa de aquélla, sería comparada con la pintura: Así como la poesía, así la pintura, diría el famoso adagio clásico latino. Aunque, luego acabaría demostrándose esa máxima clásica más como un alarde de interpretación acomodaticia que como una realidad estética objetiva. Pero, entonces, ¿cómo es posible compendiar en el encuadre limitado de un pequeño espacio -el lienzo pictórico- la narración poética de varios momentos sucesivos ahora en un único tiempo, en un solo instante? Porque el pintor o el escultor encierran su creación en un instante único, arriesgándose a elegir el momento más idóneo o el más abierto o el más inspirado de todos. Y lo hacen así para que la imaginación de los otros, de los que vean la creación, pueda hacer el resto. La cuestión -además de elegir la creación compositiva más estética- es, entonces, ¿cuál momento o instante elegir de todos? En la tragedia -la temática más clásica-, por ejemplo, los pintores no debían mostrar nunca el mayor instante de dolor o el de más extrema pasión. Y no debían hacerlo así porque con ese instante elegido acabaría cualquier posible deducción posterior. Ya no se podría ir, imaginativamente, más allá. Estaría fijado para siempre ese sombrío -trágico- momento elaborado, haciendo su visión con el tiempo más una pantomima de su pasión que otra cosa. Perdería entonces el alarde representado su fuerza con las veces de mirarlo. Porque no sería más que un instante sin avance, una esencia definida, una realidad finalizada, sin pensamiento causado, sin ofrecer al que lo mira la oportunidad, aún, de poder decidir así otra cosa.

Medea fue quizá la tragedia griega más desoladora, la más dura, la más dramática o la más desesperadamente cruel. En ella una madre acaba con la vida de sus hijos en un paroxismo de pasión, venganza, celos y sufrimiento inevitable. Contaba la leyenda mitológica, antes de que el poeta trágico lo narrase, cómo Jasón -el héroe de los Argonautas- llega por fin a su destino, la Cólquide, el reino no griego del rey Eetes. Y ahí su hija Medea acabaría arrebatadoramente apasionada por Jasón. No puede ella apartar ya su mirada de él. La locura de amor se reflejará muy pronto en su delirio. Ante las dificultades del héroe griego por conseguir el Vellocino de oro, Medea le ayuda siempre, salvándole incluso de la muerte. Así consigue por fin Jasón su objetivo, para, pronto, acabar él luego por marcharse. Y ella también lo hará, a pesar del rechazo de su propia familia. Medea terminaría hasta matando a su hermano Apsirto cuando tratara éste de evitar su huida. Y subirá ella al fin a bordo del navío Argo para cruzar con su amado Jasón el Helesponto. Pero, se detuvieron antes de su destino final -el azar indecente- en el istmo griego del reino de Corinto. Su rey Creonte recibirá al héroe griego entusiasmado, ofreciéndole ahora incluso la mano de su hija, una hermosa y prometedora griega como él.

Así que Medea -la no griega- quedará ahora como una vulgar concubina a pesar de haber engendrado con Jasón dos hijos antes. Y aun así la nueva esposa, la hermosa griega de Corinto, trata ahora de desterrar a Medea incluso sin sus hijos. Pero, surge de pronto ya el conflicto, el pavor, el dolor y el estruendo más pavoroso de la vida, esa llama mortífera que, poco a poco, empieza a arder y no podrá ya parar ni controlarse. En el siglo IV, a.C. -cien años después de que el poeta griego Eurípides crease su famosa tragedia Medea- un pintor griego, Timómaco de Bizancio, compuso una obra pictórica con la figura estética de la trágica celosa mítica. Pero, para entonces, debía reflejar en su obra de Arte la expresión más elocuente, la que más belleza consiguiera poseer en una única escena retratada. Y este creador pictórico de la Antigüedad griega no elegiría el degollamiento de los niños, ni el sangrante instante de una espada, no, para nada en absoluto. Para él, para el primer pintor que la crease en un cuadro, la eximia hermosura de un retrato debía cumplir con el sagrado momento de lo eterno. Y eligió entonces Timómaco la indecisión, la duda espantosa o la terrible lucha interior entre la pasión y el sentido.

El gran poeta y escritor griego Eurípides en su famosa tragedia Medea relataba así ese crítico momento:  ¿Por qué me volvéis, mis hijos, la mirada hacia mí, dedicándome esa última sonrisa? ¡Oh, no, no, alma mía, no lo hagas; infeliz, no cometas tal crimen! ¡Déjales, a tus hijos perdona! Pero no, yo no voy a dejar a mis hijos que sean ultrajados. Comprendo qué crimen tan grande voy a osar; pero en mis decisiones impera la pasión, que es la mayor culpable de los males humanos... Y es justo ese preciso momento el que el pintor clásico griego elegiría para componer su inspirada escena pictórica trágica. Siglos después, la escuela romana de Pompeya elaboraría un fresco para la pompeyana Casa de los Dioscuros, una obra pictórica donde también se plasmaría ese mismo instante clásico. Medea está ahora en el fresco pompeyano de pie, a la derecha de la obra, mientras sus hijos juegan seguros al cuidado de su preceptor. Aquí aparece ahora una serena Medea con el silencio atronador más espantoso, ese mismo silencio que antecede al momento trágico de la fatídica ejecución de su crimen. Pero, sin embargo, nada hace presagiar aún que algo tan terrible se vaya a cometer, ni que se cometa.

No fue así como el gran pintor francés Delacroix expuso luego, con su Romanticismo decimonónico tan apasionado, el momento trágico elegido para retratar aquel drama clásico. En su Medea furiosa del año 1838, el extraordinario creador romántico avanzará más allá de una simple diatriba psicológica. Porque aquí describe Delacroix el instante donde toma a sus hijos una Medea decidida y les arranca los vestidos por el esfuerzo de asirlos ante su fatídica arma, un cuchillo mortal que acabará pronto con sus vidas sin remedio. La diferencia en Delacroix es el gesto; allí -en el icono clásico de Timómaco-, sin embargo, la mirada. En el Romanticismo el gesto prima siempre sobre la mirada. Un ademán, el gesto, que no sería lo que ni Timómaco ni el fresco pompeyano señalaban como la más virtuosa forma de representar una bella escena en un cuadro. Porque con el gesto es ira vengadora, pero con la mirada es meditación reflexiva. En uno -Delacroix- es el hecho inminente trágico; en el otro -Timómaco- es el instante indefinido anterior a todo eso.  Porque en la obra clásica griega se trataba de reflejar todo el drama, no la resolución final irreparable. Toda la narración trágica estaría entonces concentrada en un sólo momento, en un instante único que no muestra aún nada, esperanzador incluso, que dejará así a los que lo veamos luego la ocasión que nos enseñe que aún hay tiempo, que lo habrá, que todavía todo puede ser distinto, de pensar, de sentir, de poder decidir ahora así otra cosa...

(Óleo romántico de Eugène Delacroix, Medea furiosa, 1838, Palacio Bellas Artes de Lille, Francia; Boceto para su obra Medea y Jasón, del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, 1906; Fresco pompeyano, casa de los Dioscuros, Medea debate asesinar a sus hijos, basado en una obra anterior clásica griega, siglo I, d.C., Museo Arqueológico de Nápoles;  Obra Galería de pinturas romana, 1866, del pintor clasicista Alma-Tadema, en esta obra se observarán obras clásicas antiguas, como la Medea pintada por Timómaco en el siglo IV, a.C.; Fragmento del mismo cuadro anterior, donde se apreciará aquí ampliada la obra de Timómaco de Bizancio, una Medea que, con su mirada, recreará así la obra más conseguida de belleza, con esa sensación ahora de belleza que buscarían ya los clásicos grecolatinos -según dicen, el propio Julio César la admiraría tanto que llegaría a comprarla, por muchos talentos, para el templo de Venus en Roma.)

7 de noviembre de 2013

La consolación del Arte, de la filosofía o de las creencias, al final, solo consolarán a éstas.



Uno de los poetas líricos de la antigüedad griega que comenzara componiendo cantos en homenaje a grandes gestas heroicas lo fue Simónides de Ceos (556 a.C-468 a.C). Sería él quien dijese: la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda...   De la leyenda griega de Dánae y Perseo crearía una famosa oda clásica. Esta leyenda y su mito contaban cómo el padre de Dánae -monarca de un mítico reino griego-, asustado entonces por una profecía que anunciaba que un hijo de ella -Perseo- acabaría destronándole, terminaría introduciendo a los dos -madre e hijo- en un arca y los lanzaría al mar para deshacerse de ellos para siempre. Acabarían, sin embargo, salvados por los dioses; por ese mismo dios -Zeus- que, meses antes, con su dorada simiente furtiva, lograse vencer el cerco poderoso -una torre cerrada- en el que estaba guardada y prisionera la hermosa Dánae. Y el poeta jonio escribiría el siguiente mítico verso elegíaco:
 
Cuando a la tallada arca alcanzaba el viento
con su soplo y la agitación del mar
la inclinaba a temer,
con las mejillas húmedas de llanto,
echaba su brazo en torno a Perseo y decía:
"Hijo, ¡por que fatigas pasas y no lloras!
Como un lactante duermes, tumbado
en esta desagradable caja de clavos de
bronce,
vencido por la sombría oscuridad de la noche.
De la espesa sal marina de las olas que
pasan de largo
por encima de tus cabellos no te preocupas,
ni del bramido del viento, envuelto en mantas
de púrpura, con tu hermosa cara pegada
a mí."


Pero, ¡claro!, Perseo nada temería por entonces, ya que era un semidiós, un gran héroe, ¡el hijo de Zeus! Para todos los demás, para nosotros los humanos normales, que nacemos y morimos y vivimos apurados entremedias, algunas cosas lacerantes de la vida nos superarán, despiadadas, y, entonces, necesitaremos consuelo... Lo apotropaico es un término de origen griego que hace referencia al fenómeno por el cual los seres humanos tratarán de alejarse del mal que los acecha. Para ello, para sentirse seguros, todo alarde psicológico servirá. Así, cualquier superstición, pero, también, cualquier otra cosa que conlleve un impulso de conservación inteligente.  El caso es consolarnos, y, para esto, los hombres idearon, inicialmente con los dioses y luego con sus propias promesas terrenales, todo lo que les llevara a recuperar aquella seguridad, ahora perdida, de antes.

La diosa Afrodita llegaría a adorar una vez tanto a un bello efebo griego, Adonis, que cuando éste desapareciera transformado por los dioses, no encontraría la diosa de la belleza consuelo alguno de tanto sufrir.  El dios Apolo -dios racional y luminoso- le recomendaría entonces a la diosa que acudiese a los acantilados de la isla de Leúcade, donde él mismo había ido alguna vez, para tratar de saltar desde lo alto de sus rocas blanquecinas a las azules aguas del mar Jónico. Luego, le aconsejaba Apolo, saldría de las aguas del todo transformada, relajada y tranquila para siempre, habiendo olvidado ya de seguro todo lo que antes la hiciera sufrir. De ese modo comenzaría a conocerse por entonces el ritual legendario y sagrado de la isla de Leúcade...  Por que todo el mundo iría allí acuciado por sus cuitas o dolores, convencido de que Apolo les ayudaría a salir  después de sus profundas aguas sin peligro.  Liberándose así ya de todos los malos recuerdos y recobrando, al fin, la calma y  la felicidad perdidas de antes. Pero la leyenda no garantizaba nada de eso, sobre todo de salir indemne del peligro de sus aguas profundas y fieros acantilados. Muchos morirían ahogados, y otros despeñados, en los acantilados sagrados y míticos de la isla de Leúcade. Una de las personas más famosas de la historia que acudieron allí para consolarse fue la poetisa griega Safo (640 a.C-580 a.C). Ella saltaría en una ocasión desde lo alto de una de las rocas del blanco acantilado griego de Leúcade por última vez en su vida. Moriría Safo allí, después de no haber sido correspondida, al parecer, por el amor de un tal Phaón...  ¿Quiso redimirse ella verdaderamente, o sólo morir? La historia no lo aclararía, del mismo modo que tampoco su leyenda es del todo fiel a la verdad, ya que ésta fue compuesta siglos después de su muerte, cuando se quisiera mejorar la imagen sexual de la insigne y atormentada poetisa griega. Se inventarían por entonces el amor de ella por un remero jonio, para darle así  una más correcta interpretación a su vida y oscurecer, de este modo, su apasionado y conocido lesbianismo.

Fue ese mismo momento legendario, ese instante justo donde saltara inicialmente ella al vacío, el que el pintor neoclásico francés Antoine-Jean Gros (1771-1835) inmortalizaría en el año 1801 en su romántico lienzo Safo en Leúcade. Formado el pintor en las aulas neoclásicas de la época napoleónica, compuso Gros retratos y escenas propias de la gesta y la estética neoclásica. Pero, sin embargo, no pudo al final de su vida llegar a superar, artísticamente, el Romanticismo triunfador... ¿Tan sólo artísticamente? No, exactamente, porque sería, por un lado, el propio rechazo de su antiguo estilo neoclásico, por entonces para él algo decadente, lo que los críticos no le perdonaron en sus últimas obras; pero, también, sus propios problemas personales y conyugales le acabaron arrebatando, además, aquel consuelo... Ese mismo desconsuelo que retratara años antes, tan seguro por entonces de crearlo en un lienzo, distante y orgulloso además, con el retrato de su famosa heroína romántica, desfallecida ya para siempre. Un desconsuelo que, sin embargo, le haría sucumbir también a él, al igual que antes lo hiciera con su antiguo famoso personaje clásico. Morirá el pintor francés ahogado también en las oscuras, pero no tan profundas, aguas del río Sena, después de haberse lanzado del mismo modo a como, muchos siglos antes, lo hiciera su famosa malograda poetisa griega. Tan desolado y sobrepasado entonces el pintor francés por una ahora tan igual de despiadada, oprimida, dura y romántica pena.

(Óleo Safo en Leúcade, 1801, de Antoine-Jean Gros, Museo Baron Gèrard, Bayeux, Francia; Retrato de Antoine-Jean Gros, del pintor Francois Baron Gèrard, 1790; Detalle del lienzo del pintor Mattia Preti, Boecio y la Filosofía, siglo XVII; Cuadro barroco del español Pedro de Orrente, Sacrificio de Isaac, 1616, Museo de Bellas Artes de Bilbao; Obra del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Dánae y Perseo, 1892.)

1 de noviembre de 2013

Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar.



Los festejos, celebraciones o efemérides relativos a la muerte no fueron llevados a lo más desarrollado culturalmente sino por el inteligente pueblo griego. Todas las culturas de la Antigüedad, desde el primitivo Paleolítico incluso, entendieron pronto que el fin de la vida encerraba un misterio posible, finalmente, de poder llegar a comprenderse... Pero fue la mitología helénica la que más conseguiría acercar esa eventualidad inevitable y maléfica, irreversible o descorazonadora, a la vida más cotidiana o a los sentimientos más emotivos y sencillos de los hombres. ¿Qué mejor historia que contar para edulcorar lo devastador de la muerte y sus oscuros caminos que la leyenda griega de Perséfone y Deméter? Todas las religiones del mundo desde los antiguos egipcios en adelante trataron de exorcizar esa finitud de la vida. Elaboraron rituales, leyendas y procedimientos para entender la muerte así como diferentes maneras para sublimarla. Egipto fue una de las primeras culturas de la historia en hacerlo, de lo que idearon los egipcios de la muerte muchas otras culturas compusieron sus propias maneras de entenderla. Pero sólo Grecia fue originalmente la más sutil, la más elaborada, la que más prosperaría e influiría culturalmente en la historia. Roma acabaría asimilando la cultura griega y llevando a su sentido religioso toda aquella mitología helénica de la muerte. Hasta que el cristianismo apareciese después para vencer a todas las religiones precedentes. Y lo hizo por entonces ignorando muchas cosas, evitando otras, transformando algunas y creando las suyas propias.

Pero nunca el cristianismo festejaría las formas paganas que enaltecían la muerte o la celebraban sin complejos ni miedos. No lo haría jamás. La festividad católica de Todos los Santos y Fieles difuntos, por ejemplo, fue una celebración católica que evolucionaría con los siglos para honrar a los mártires cristianos de los primeros años del cristianismo, aquellos santos mártires caídos por su Dios. Porque llegaron a ser tantos los caídos que no habían días suficientes al año para recordar a cada uno de ellos. Se decidió entonces que todos los mártires juntos, los conocidos por sus gestas y los que no, celebrarían un día al año para recordar su entrega y segura resurrección posterior. En los primeros momentos del cristianismo, entre los siglos II y III, se comenzó eligiendo el domingo anterior a la fecha de Pentecostés (cincuenta días después de la resurrección de Cristo) para recordarlos a todos. Fue el papa Gregorio III quien en el siglo VIII consagraría una capilla en el Vaticano para homenajear a todos los santos, y coincidió que lo hizo el primero de noviembre. Así se fijaría luego esa fecha aleatoria para homenajear a los santos cristianos. Su sucesor años más tarde, el papa Gregorio IV, llevaría a celebrar esa festividad del uno de noviembre a toda la Cristiandad. Pero no fue esa festividad cristiana ni una exaltación de la muerte ni un ritual que la acercara a sus misterios -algo que sí hizo la mitología griega-, tampoco que satisfaciera los necesitados anhelos de los hombres por conocer qué era la muerte y por qué existía... Esas eran cuestiones que se enaltecieron antes en el paganismo y que luego la nueva religión triunfante no estaría dispuesta a confundir los misterios paganos con los suyos. Cuando el cristianísimo emperador Justiniano I de Bizancio decide en el siglo VI anular por completo el culto pagano de Isis y Serapis, acabaría para siempre con cualquier leyenda que tuviera en sus misterios acoger, con serenidad y sentido, el oscuro camino de la muerte.

Y el Arte, como siempre, nos ayudará a descifrar las leyendas y las formas que la cultura grecorromana -la que prevaleció en Occidente y habría llevado a lo más tranquilizador y elaborado la idea de la muerte- tuvo para comprender la muerte y sus misterios. Cuando los griegos de Alejandro Magno alcanzaron a dominar todo el mundo conocido durante el siglo IV antes de Cristo, llevaron a Egipto sus propios dioses utilísimos. Pero lo hicieron entonces muy amablemente, es decir, combinando los suyos con los autóctonos, creando así un sincretismo útil muy efectivo. Isis era la diosa madre egipcia de la fecundidad y del renacimiento, de la resurrección por tanto. Osiris era su dios-hermano, la versión egipcia masculina de todas las cosas, y, al mismo tiempo, su propio esposo. Apis era la divinidad egipcia de los ritos funerarios, el dios egipcio de la muerte. Pero tenía Apis figura de animal y los griegos rechazaban ver imágenes de dioses con forma de animal. Así que los egipcios helenizados crearon entonces a Serapis (de Osiris y Apis), un dios helenizado ahora de Egipto, un dios pagano que acabaría simbolizando todas las fuerzas ocultas y todos los misterios de la vida. Los siglos pasaron y los romanos alcanzaron a dominar todo lo que los griegos habían dominado antes. Para Roma el sentido de la muerte que los griegos habían ideado era algo muy necesario y, por tanto, compartido por ellos. Sus misterios y celebraciones -los cultos y festejos griegos de Eleusis- y sus mitologías escatológicas -referidas a la muerte- de la diosa Deméter (Ceres en Roma) y de Perséfone (Proserpina en el mundo latino), fueron algo que los romanos no solo mantuvieron sino que llevaron más allá.

Al conquistar Egipto Roma trataría de asimilar también, como antes lo había hecho con Grecia, toda la cultura egipcia que ellos considerarían valiosa. Así fue como los romanos convirtieron a una diosa madre egipcia, la fecunda y natural Isis, en una diosa también de los infiernos, de la muerte y de sus misterios. Isis acabaría siendo asimilada a Proserpina, aquella diosa romana consagrada y matrimoniada con Hades -el dios de los infiernos y el lugar de los muertos- y, por tanto, con sus oscuros destinos escatológicos.

Feliz aquel de entre los hombres que sobre la tierra vive que llegó a contemplarlo. Mas el no iniciado en los ritos, el que de ellos no participe, nunca tendrá un destino semejante, al menos una vez muerto bajo la sombría tierra.

(Culto mistérico. Himno a Deméter. Homero. VV. 480-482.)


Sería el emperador romano Calígula y después su tío el emperador Claudio quienes llevaron a Roma el culto egipcio de Isis, representando además de una diosa de la vida ahora una diosa de la muerte. El pintor británico Alma-Tadema pintaría en el siglo de las épicas consagraciones artísticas más clásicas, el siglo XIX, su obra artística Un emperador romano. La obra de Alma-Tadema es excepcional y grandiosa, su composición asombra y maravilla a la vez. En dos escenas diferentes representaría el momento de la muerte de Calígula por un pretoriano romano. Por un lado vemos el cadáver imperial asesinado por su propia guardia, por otro la exaltación o nombramiento del siguiente nuevo soberano: el apocado y pusilánime Claudio. Otra obra clásica de ese siglo decimonónico es la del pintor polaco Henryk Siemiradski (1843-1902): Friné en el festival de Poseidón en Eleusis. Aquí veremos ahora una escena de los Cultos de Eleusis en la antigua Grecia, en este caso la presentación de Friné -una hermosa prostituta griega- representada como una bella Afrodita entregada a los mares para llevar a cabo su virginal purificación.

Pero es de nuevo el genio extraordinario de Rembrandt, el gran pintor holandés del Barroco, el elegido ahora para inmortalizar el rapto de Proserpina (o Perséfone), rapto llevado a cabo por Plutón (o Hades), el dios de los infiernos. La divinidad más oscura de la mitología -Hades- secuestra a la joven y bella diosa Proserpina para llevarla al único lugar desde donde no es posible regresar. Esta obra maestra del genio holandés consigue que admiremos aún más esa mitología griega de la muerte, ya que utilizaría el pintor para impresionarnos los claroscuros más sutiles para compendiar bellamente una leyenda tan misteriosa. Dividido diagonalmente, el lienzo de Rembrandt nos permite vislumbrar la frontera entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Esta separación está representada aquí entre un cielo azul profundo, ¡vivo!, y el fondo opuesto de un oscuro universo mortal, vil y tenebroso. Pero aquí son ahora los cuerpos inclinados los que el creador holandés utiliza para delimitar esa frontera temible hacia un paso misterioso. La túnica de Proserpina forma en el lienzo de Rembrandt una línea liminar delimitada.  Esta línea es una separación sutil entre la vida y la muerte que es representada aquí por un elemento material -el manto de Proserpina y las manos de los compañeros de la diosa- asido ahora desesperadamente para rescatar a Proserpina de aquel terrible abismo subyacente. Un movimiento este tan opuesto y espontáneo, tan decidido, con el que tratarían sus amigos, inútilmente ya, de que el dios del inframundo no consiguiera así su terrible propósito.

(Óleo de Rembrandt, El Rapto de Proserpina, 1631, Berlín, Alemania; Fotografía de la escultura helenística del siglo II d. C., Serapis, Cancerbero e Isis-Proserpina, Museo de Arqueología de Heraklion, Creta; Imagen de Isis-Proserpina, Museo de Heraklion, Creta; Lienzo del pintor polaco Henrik Siemiradski, Friné en el festival de Poseidon en Eleusis, 1889, Museo de Arte Ruso, San Petersburgo; Óleo Un emperador romano, Claudio, 41 dC, del pintor Alma-Tadema, 1871; Óleo El regreso de Perséfone, 1891, del pintor prerrafaelita inglés Frederic Leighton.)

10 de octubre de 2013

Cuando lo importante no se ve, no está, no aparece, cuando sólo apenas se vislumbra...



Qué mayor cualidad artística que representar, sin trazos ni colores, lo que el creador manifiesta de un modo subliminal pero que es ahora, sin embargo, el sentido principal de la obra.  Por que, ¿cómo componer en un lienzo lo que existe apenas en la mente curiosa del que observa, ahora desbordada...?, o, mejor aún, ¿lo que sólo existe en la mente aislada de algunos de los personajes representados? Sin embargo, esto es para el Arte una de las más grandes cualidades, tan misteriosa, que sus creadores puedan llegar a disponer. Porque siempre podremos relacionar o imaginar, paradigmáticamente, ese esbozo sutil con alguna que otra cosa relevante. Es decir, elegir ahora las posibles variables emocionales que, de existir visibles, pudieran ser deducidas de una representación así, creando nuestra propia imagen de lo que, sin embargo, no se vea realmente en el lienzo. Un lienzo ahora sublimado por ser aquello no representado una ideación mental imaginada, no expresada gráficamente en ninguno de los personajes o elementos retratados.   Cuando la dulce y bella Psique -según cuenta la mitología griega- quiso encontrar el deseo perdido de su amante -Eros-, no dudaría en recorrer todo el duro camino necesario y preciso hasta llegar incluso a los infiernos, decidida a recuperar aquel maravilloso anhelo emocional fuese como fuese.

Porque en el Hades, el infierno griego, existía un cofre donde la bella diosa Afrodita había guardado un poco de su Belleza inigualable, algo que Psique anhelaba como un poderoso talismán para poder llegar a recuperar a su amante perdido. A pesar de que Perséfone -la diosa consorte del dios Hades- le había prevenido de que no mirase nunca en su interior, Psique acabaría abriendo el cofre de Afrodita y mirando dentro sin dudar. Como consecuencia, Psique terminaría dormida para siempre, un poderoso sueño del que sólo su amante Eros la podría despertar...   ¿Qué nos espera entonces a nosotros, afanados observadores de la esencia oculta en el Arte, de aquello especial que solo pueda apenas vislumbrarse en una obra?: ¿el delirio, la frustración, la decepción, el rechazo, la conmiseración o el sueño eterno? Porque cada una de esas cosas puede resultar de nuestro ánimo por conocer eso que veíamos antes... sin llegar a saberlo exactamente.  Pero, conocer luego ¿el qué?  Mejor será ignorarlo. Mejor es no llegar a saberlo nunca. Mejor dejarlo así, sin desvelar, como cosa imaginada -por tanto oculta- por cada ser que mire anhelante sin realmente percibirlo.  El Arte nos regalará entonces ese bello instante de sumisión a lo no visto, sin embargo. Pero, al mismo tiempo, nos ofrecerá también la estética certeza de que aquello que elijamos creer que sea, aquello que solo nosotros veamos, sin verlo, ¡eso será!

(Óleo de John William Waterhouse, Psyque abriendo la caja dorada, 1903, colección privada; Cuadro La Muerte, 1904, del pintor polaco Jacek Malczewski, Polonia; Obra Mar en calma, 1748, del pintor Claude Joseph Vernet, donde el Sol no se ve, pero, sin embargo, el pintor muestra, magistralmente, sus efectos y su posición... ahora fuera del lienzo, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Óleo de Dalí, Afgano invisible con aparición sobre la playa del rostro de García Lorca en forma de frutero con tres higos, 1938, Colección Particular; Cuadro Amanecer con monstruos marinos, 1845, del pintor Turner, Tate Gallery, Londres; Óleo Almiar en un día de lluvia, 1890, donde el genial Van Gogh nos muestra cómo la lluvia sólo se puede vislumbrar ahora imaginando apenas sus efectos, Vincent Van Gogh, Holanda; Óleo de Waterhouse, Desaparecido no olvidado, 1873, donde nunca sabremos qué es exactamente lo pensado ahora por el personaje femenino ante una tumba..., tan solo imaginarlo.)

4 de mayo de 2013

El Arte nos enseña que nada es para siempre, ni inevitable, ni grandioso, ni único.



Marta de Florian fue una actriz de teatro francesa que vivió en el París de la Belle Epoque y en los felices años de entreguerras. Llegaría a conocer al pintor Giovanni Boldini (1842-1931), el cual la retrataría en fulgurantes cuadros modernistas como a otras tantas modelos-amantes del creador italiano. A finales de los años treinta, poco antes de que la Segunda Guerra europea llegara a París, moriría Marta de Florian dejando sus recuerdos queridos adosados para siempre a su apartamento parisino. Sus descendientes decidieron entonces abandonarlo, marcharse al sur de Francia antes de que llegaran los alemanes a pisar sus alegres bulevares parisinos. Y allí, en la suave costa azul francesa, viviría hasta su muerte la nieta de Marta, producido su óbito a comienzos del siglo XXI, sin haber pisado jamás el apartamento de su abuela. Cuando se marcharon de París, la familia cerraría definitivamente el apartamento de Marta de Florian dejando atrás ahora, ocultamente, todos y cada uno de los recuerdos apasionados de la maravillosa vida de la actriz y modelo, desde objetos, muebles y cartas, hasta sus más queridos cuadros o retratos modernistas. Así se mantuvo el inmueble desde entonces, cerrado por completo y sin vida durante casi los setenta años siguientes.  Unos años en los que nadie lograría ver su interior, olvidado como estaba desde que se alejaran, decididos, a abandonarlo para siempre. 

Así estuvo la vivienda hasta que en junio del año 2010 unos empleados de una casa de subastas lograron, por fin, abrir el viejo y olvidado apartamento parisino. Estaba cargado de recuerdos y guardaba en su interior una obra de Arte, una obra desconocida -no vista nunca antes por nadie- que le hiciera Boldini a su dueña a finales del siglo XIX. Era un retrato de Marta de Florian pintado hacia el año 1898, cuando ella tendría entonces unos maravillosos treinta y cuatro años. Alojaba el cerrado lugar los emotivos recuerdos de una vida ya pasada, alocada y errabunda, donde los deseos y sus satisfacciones nunca fueron descubiertas. De cartas llenas de remitentes perdidos entre cajas entreabiertas, de personajes escondidos entre múltiples mensajes de amor resguardados por el tiempo. No existían referencias conocidas de la obra de Arte de Boldini. Nunca se habría llegado a mencionar ese retrato del pintor por nadie. Se mantuvo la obra así, inexistente en vida, sólo entonces olvidada -con vida ya extinguida- por su modelo parisina, la cual la dejaría abandonada junto a cientos de existencias ya perdidas justo antes de su muerte. Cosas que luego para nada quisieran recordarlas su familia llevándoselas decididas. Fue subastado luego aquel retrato de Boldini -vuelto a recordar o vuelto a nacer ahora para el Arte- en más de dos millones de euros. Mucho más, o mucho menos, que cualquier otro valor que para ella y su familia tuviese -antes como ahora- todos aquellos fugaces recuerdos ya perdidos desde entonces.

El Arte fue desarrollado inicialmente por los antiguos griegos hace muchos siglos. Ellos fueron los primeros que le dieron el sentido de belleza resguardada, de memoria de lo bello... Pero también le dieron un sentido de grandeza con el que quisieron eternizar tanto valor efímero como albergara, sin embargo, el fútil sentido de una vida y su existencia. La mitología fue el sostén literario de aquel Arte, los poetas y los pintores fueron los primeros creadores griegos que divagaron artísticamente sin pudor por sus épicos lugares mediterráneos. Esos mismos lugares tan bellos que ellos quisieran recordar con su Arte para siempre. Y así fue como descubrieron la memoria... Así fue como quisieron ellos glorificarla luego  con el Arte. Y la ensalzaron, la cubrieron de pasión, de emoción o de subyugantes efluvios divinos y dionisíacos. Dionisos, el dios griego de los placeres, el dios oscuro de los momentos a recordar, fue el mayor símbolo mítico de sus eternas creaciones artísticas primorosas. Así surgieron pronto sus obras, sus relatos, sus leyendas o sus imágenes de Arte, así, también, sus recuerdos adosados a su Arte. Orfeo sería uno de los míticos personajes griegos recreados también de aquella mitología inicial de entonces. Él consagraría su vida mitológica -o real- a su pasión más desbordante, a sus deseosos momentos de mayor gozo o de mayor éxtasis personal. 

Pero, también Orfeo olvidaría muy pronto su recuerdo -la bella Eurídice-, asombrado ahora, quizás, por lo visto por él en su delirio... Porque ahora Orfeo olvidaría a Dionisos para adorar, a cambio, al dios Apolo, el gran dios -contrario por completo a aquel delirio- de la luz más poderosa, de la más perfecta luz desconocida, de aquella misma luz que todo lo asombrara deslumbrante. Las Ménades fueron unas bellas muchachas dionisíacas que habían bailado enamoradas de la excitante música de Dionisos. Ellas desataron un día la furia hacia su antiguo héroe -Orfeo- al verse ahora despreciadas por su favor al nuevo dios impertinente. Orfeo acabaría siendo decapitado por la violencia de estas muchachas despechadas. Desde entonces se representaron ellas alocadas en las bacanales fiestas de sus bailes dionisíacos, donde acabarían siendo luego también, a su vez, sacrificadas. En el cuadro del pintor simbolista Gustave Moreau aparece ahora la degollada cabeza de Orfeo entre las manos de una desolada joven dionisíaca. La imagen melancólica de la obra enfrentaría, simbólicamente, las miradas de ambos opuestos personajes. Uno ahora destruido y olvidado y otra que, sin embargo, le recordaría nostálgica y triste para siempre. ¿Querría así la joven, con su gesto gentil y bondadoso, olvidar ya aquella locura fatal que cometieran con Orfeo las ménades dionisíacas?

El filósofo griego Platón escribiría una vez sobre la magia del Arte y sus sobrecogedores efectos en el alma del espectador. Acusaría de magos a los creadores de imágenes, tanto poetas como pintores. Todos ellos atraen -decía el filósofo griego- los ojos de los hombres hacia imágenes fulgurantes antes que hacia el fulgor de la verdad.  Entonces, ¿es lícito recordar con la memoria del Arte todo lo que queramos recordar o sólo lo que, verdaderamente, merezca serlo? Plutarco, otro griego que vivió años después de Platón, escribiría también acerca del recuerdo: La memoria es para nosotros la visión de las cosas para las cuales estábamos antes cegados.  ¿Qué nos puede decir de todo esto el Arte? Porque, ¿qué es lo que nos ofrece una imagen iconográfica?: ¿un presente permanente?, ¿un pasado inspirador?, o ¿un eterno sin tiempo que permanecerá por siempre vívido y recordado? ¿Bastará una sola imagen o puede haber nuevas imágenes que nos hagan olvidar las anteriores? Un gran escritor francés, Marcel Proust, dejaría una prodigiosa cita escrita en su gran obra En busca del tiempo perdido: Este falso efecto, que me acercaba un momento del pasado incompatible con el presente, este falso efecto, no duraba. Esta contemplación, aunque de eternidad, me era fugitiva...

(Óleo El beso, 1925, Franz Helbing; Retrato de Marta de Florian, 1898, Giovanni Boldini; Óleo Contemplación, siglo XIX, del pintor británico Thomas Benjamin Kennington; Cuadro Orfeo, 1865, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Relieve romano Baile de las Ménades, 140 d.C., copia de una obra griega del siglo V a.C., Museo del Prado, Madrid.)

13 de enero de 2013

El amor representado por un Arte interesado, aliado, expansivo y liberador...



Habría sido el Romanticismo decimonónico el que viniera a transformar la representación más desinhibida, reivindicada y elevada del sentimiento amoroso más inevitable... Aunque la literatura medieval tuvo su anticipación en las historias o leyendas del apasionamiento amoroso más desaforado, el mundo no se permitiría evidenciarlo claramente hasta llegado el siglo XIX. Porque sería Dante, el gran poeta italiano del siglo XIII, quien contase la historia adúltera de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta de Verruchio. Y pudo hacerlo sin problemas porque por entonces muy pocos leían aún, y, además, lo contaría el poeta desde el propio infierno... Desde ese desconocido lugar del inframundo que le permitiera a Dante desnudar las estúpidas rigideces de una sociedad mezquina e intolerante. En Rimini, una pequeña población de la Emilia-Romaña italiana, vivieron los protagonistas de esta famosa y triste historia de amor medieval. Y allí, entre los enfrentamientos sociales de güelfos (partidarios del poder territorial del papado) y gibelinos (partidarios del poder imperial contrario), regiría como magistrado supremo de la ciudad el condottiero Malatesta. 

Su hijo mayor Giovanni, un hombre físicamente poco afortunado, le seguiría pronto en sus hazañas bélicas y poderosas. Así que sería Giovanni el designado para celebrar un matrimonio acordado y necesario entre aquellas dos facciones familiares. Francesca era la hija hermosa, joven y obediente de Guido de Polenta. Ambas familias establecieron una unión obligada e inevitable durante el año 1275. Sin embargo, cuando Francesca de Polenta conoce poco después al hermano menor de Giovanni, Paolo Malatesta, quedaría absolutamente imbuida del arrebato más desolador y poderoso que la especie humana pueda desarrollar entre sus miembros. Paolo era todo lo contrario a su hermano: un ser atractivo, cultivado y entregado a la literatura y sus narraciones poéticas. Unas narraciones que la clase adinerada se permitía orgullosa y satisfecha de poder promocionar. Y entonces fue Paolo el maestro elegido para atesorar, con su lírico saber, las necesitadas frustraciones o las fervientes pasiones tan desvaídas de su insatisfecha cuñada. En una famosa ópera de comienzos del siglo XX, su autor italiano, Gabriele d'Annunzio, describiría -en su segundo acto- la escena tan paradigmática que el Arte enmarcaría luego, de modo tan sublime, entre las eternas sensaciones de aquel sinsentido vital y poderoso. Cuando Paolo está leyéndole a Francesca un poema suyo, como en tantas otras ocasiones lo hiciera, sucedería entonces que toda aquella inhibición de antes se deformaría por completo convirtiéndose ahora, irremediablemente, en un deseo amoroso del todo irrefrenable.

A cambio de esas otras veces inocuas de antes, ahora el verso acabaría transformándose en un beso..., y la pasión desanudada desbocaría así en la mayor tragedia amorosa medieval conocida por entonces. En ese mismo momento, cuando ambos amantes se entregaban a su deseo pasional, Giovanni los sorprendería a los dos... sin quererlo. Y, sin quererlo, los asesinaría a los dos también. En aquellos años los amantes adúlteros eran condenados para siempre a la eternidad más pavorosa y desalmada. Tan sólo sería el gran poeta Dante quien los cubriría de gloria gracias a su divino canto poético. En su gran obra literaria La Divina Comedia Dante los retrata elogioso a ambos, compasivo e inspirado gracias a sus hermosos, indelebles e incisivos versos medievales. Algo que después, mucho más tarde, pasaría de la palabra a la imagen, de la rima a los óleos seductores de aquellos románticos pintores decimonónicos, unos creadores artísticos ahora cómplices, inspirados e inspiradores, de toda aquella inevitable, dulce, exultante y apasionada emoción romántica. Toda una emoción por entonces, sin embargo, del todo ya transformada por el crimen en una muy estéril e inútil pasión...

(Óleo Francesca de Rimini y Paolo de Verruchio observados por Dante y Virgilio, 1855, del pintor francés de origen holandés Ary Scheffer, 1795-1858; Cuadro Muerte de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, 1870, del pintor Alexandre Cabanel, Museo de Orsay, París; Obra prerrafaelita Paolo y Francesca, 1867, del pintor Dante Gabriel Rossetti; Obra del pintor austriaco Ernst Klimt -hermano menor de Gustav Klimt-, Paolo y Francesca, 1890, Museo Belvedere, Viena; Cuadro Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, 1837, del pintor escocés William Dyce; Obra Francesca de Rimini y Paolo, 1870, del pintor italiano Amos Cassioli; Dos obras del pintor neoclásico Ingres, Giovanni descubre a Paolo y Francesca, 1819, y detalle de otra obra del mismo autor, Paolo y Francesca, 1819.)

25 de octubre de 2012

Sólo se ama lo que se conoce, y ese conocimiento debe ser libre, accesible y primario.



Uno de los corsarios del siglo XVI más desesperantes para la Corona española lo fue el inglés Walter Raleigh (1552-1618). Apasionado del mar, atravesaría el Atlántico decenas de veces para conseguir la gloria en la conquista y el honor en la victoria. Apoyado por la reina Isabel I de Inglaterra, lograría colonizar las costas atlánticas de la Virginia norteamericana. En el año 1596, participaría en el asedio británico a la ciudad de Cádiz en una de las muchas guerras de Inglaterra contra España. Sin embargo, con los años iría alejándose de la corona británica -Isabel I, su valedora, moriría en 1603-, sobre todo después de la llegada de un nuevo rey al trono inglés. Sería el pirata Raleigh entonces hasta encarcelado por traición -no apoyaría al nuevo monarca favorable a España- durante doce años en la Torre de Londres. Las relaciones entre ambas coronas europeas terminarían mejorando y la piratería inglesa dejaría, al menos por entonces, de tener patente oficial. Es por lo que ante una de sus últimas acciones corsarias, Walter Raleigh acabaría siendo detenido, condenado a muerte y decapitado finalmente en Whitehall durante el otoño del año 1618. El pintor prerrafaelita John Everett Millais lo pintaría una vez de niño sentado cerca del mar, absorto ante historias relatadas de lugares lejanos llenas de monstruos, tesoros, maravillas, luchas o leyendas del mar. El marinero relator -de espaldas a nosotros- le señala al joven Raleigh hacia el sur o hacia el oeste, indicando así las lejanas y enemigas fronteras de España y su imperio. Lugares todos a los que, algún día, mucho tiempo después, osaría el corsario inglés dirigirse para realizar sus apasionados sueños de la infancia.

Unos deseos de aventuras alumbrados por sus mayores, por aquellas leyendas y relatos contados al amparo de un anhelo impenitente o de una voluntad litigadora, o de una visión de conquistas, triunfos y gloria. Recreamos así nuestros deseos más arraigados en la infancia, provocados por el influjo inconsciente de un ambiente propiciatorio. Imitamos los anhelos seducidos de los otros y descubriremos así sus historias, esas que nos enamoraron de las cosas que sedujeron nuestros años precoces. Admiraremos todo ello con los ojos sorprendidos de lo ajeno, de lo que desconocemos aún pero que aprenderemos luego, en nuestra mente, arrogados por un sueño implantado por los otros. Rodeado entonces de pasiones, de gestos y mensajes; también de imágenes, de versos, de gráficos o de cantos... De misterios, en definitiva. De cuentos desvelados por el ejercicio continuo y sutil de un saber influenciado. Sólo las cosas que se marquen profundas a una edad temprana, podrán llegar a causar luego el sentido más poderoso de nuestro acervo perviviente. Ese sentido que, mucho más tarde, precisen las acciones que nos basten para calmar los deseos que arrastren así nuestra vida hacia adelante.

Las técnicas o alardes estilísticos de muchos creadores fueron establecidos ya desde su infancia. El historiador Gombrich, para justificar esa teoría, utilizaría una vez el caso del gran pintor barroco Rubens. Con ella probaría que este genio flamenco del Arte comenzaría a dibujar el cuerpo humano así, de esa forma característica tan suya, como lo hacía con su expresión tan rubensiana, condicionado por los manuales que instruyeron ya su infancia. Y el dibujo no sería por entonces, sin embargo, una asignatura especialmente destacable en el aprendizaje de la infancia. No lo sería hasta el siglo de las Luces, es decir, un siglo después de Rubens. Fue el filósofo francés Rousseau quien establecería las bases o enseñanzas del dibujo moderno. Lo haría en su obra literaria Emilio, publicada en el año 1762, donde incluiría al dibujo como una disciplina fundamental para la educación de los niños. A partir de ahí, finales del siglo XVIII y principios del XIX, esa influencia de Rousseau determinaría toda la creación pictórica posterior, llegando a alcanzar su influjo a una de las revoluciones artísticas tiempo después más decisivas de la historia: el advenimiento del Arte moderno.

Cuando el pintor español Delfín Salas alumbrase su familiar vocación militar se encontraría, sin embargo, influido por un aprendizaje artístico orientado ya desde su infancia. Admirado por las historias de sus mayores y los dibujos de soldados de aquellos Tercios españoles, dejaría volar su deseo artístico inspirado ahora en la imagen gallarda de su vocación primera. De ese modo, se acabaría dedicando luego más al Arte que a la guerra. Crearía en sus lienzos épicos los momentos emocionales escuchados de su infancia, esos relatos de orgullo, leyenda y gloria de sus héroes románticos. Pintaría una vez una de las cargas de caballería más heroicas de su ejército español. En su pintura Carga de Taxdirt (hecho real sucedido en Marruecos en el año 1909) proyectaría el pintor español toda aquella expresión asumida desde antes. En ella, plasmaría el trágico momento heroico en el que un regimiento de caballería español se decide a cargar entre enemigos a cubierto. Y, sin embargo, sólo la carga de caballería está ahora aquí insinuada (no vemos nada más que nos exprese qué es lo que pasa) tan solo por el gesto ofensivo de una desenvainada espada.

El pintor prerrafaelita Everett Millais pintaría una obra legendaria y sorprendente sobre el año 1857, Sir Isumbras en el vado. Con ese título se relataba un poema medieval de historias y leyendas de caballerías. En la obra pictórica un anciano caballero cabalga aún por la vida, después de haber llevado muchos años de vaivenes, luchas, soledades y dramas. Pero, en esta ocasión lleva sobre su cabalgadura a dos pequeños junto a él. Esos pequeños son su legado más vital y duradero. Y el pintor lo decide así, dedicando al héroe compungido el alarde de poder transmitirles algo de toda aquella heroica vida vagabunda. Es ahora la infancia quien recoge aquí la potestad de toda esa experiencia cabalgada, de una etapa vital que puede ahora ya, por fin, reconocer las desgranadas o sabias ansias de una vida terminada. La fotógrafa rusa Anka Zhuravleva (1980) comenzaría su infancia rodeada de libros de Arte y útiles de dibujo de sus padres artistas. Quedaría huérfana de ambos tiempo después, y, para entonces, se entregaría a una vida vagabunda, bohemia y artística a saltos. Pero pudo dirigir a cambio su vida a la pintura, aquello que aprendiera de pequeña entre los ojos de una niñez determinada. Aun así, en el año 2006 cambia definitivamente su vocación artística del Arte a la fotografía. En esta actividad desarrollará toda aquella ilusión artística primigenia de entonces. Toda aquella pasión creativa que aprendiera en los años en que ella comenzara entendiendo, aun vagamente, que lo único que existe es lo que quedará de antes..., de aquello que ella viera y aprendiera rodeada de su infancia.

(Óleo La infancia de Raleigh, 1870, del pintor John Everett Millais, Tate Gallery, Londres; Cuadro Carga de Taxdirt, del pintor español Delfín Salas -fallecido en 2007-, representa una carga de caballería en Marruecos en 1909; Dos fotografías de la fotógrafa rusa Anka Zhuravleva, actualidad; Óleo Sir Isumbras en el vado, 1857, del pintor John Everett Millais, Inglaterra.)

18 de septiembre de 2012

Los días de Alción o el tiempo en que la gravedad de las cosas se subordina ante la luz.



En la confusa vorágine social, ideológica, económica e industrial del siglo XIX, los filósofos buscaron en el Arte nuevos conceptos para renovar al hombre y su cultura decadente. Por entonces la idealización del mundo antiguo griego comenzaría de nuevo a ser un posible revulsivo para la atribulada humanidad. Así el filósofo alemán Nietzsche encontraría en el Arte y la Filosofía griegas el argumento necesario para esa renovación extraordinaria. Pero su pasión por la antigüedad helena no fue clasicista, es decir, no se basaría en los paradigmas clásicos del academicismo alemán de su tiempo. Alemania estaba muy influenciada entonces por el idealismo germano de sus grandes pensadores, y es cuando Nietzsche surge ahora con otra voz diferente para romper los cimientos decadentes de su sociedad. Pero no lo hace con el deseo de volver a lo antiguo, sino de retomar las ideas primordiales del hombre europeo, esas ideas filosóficas que lograron salvar, hace siglos, a tan abigarrado pueblo griego. Y entonces surgen los alciónidas. Unas personas que, según Nietzsche, son seres no idealistas, sin divinizaciones de ninguna clase, seres libres y espíritus libres. Los alciónidas son seres humanos fuertes que aceptan la vida y su realidad tal cual se presenta, sin disfraces y con toda su abismal plenitud terrenal. Son seres trágicos, pero no en el sentido negativo del término sino en el de asumir la dicotomía dramática de la vida y su destino. Son seres que no dañan la vida sino que producen nuevas oportunidades a través de sus capacidades creativas y artísticas. ¡En un lugar de curación debe transformarse la Tierra Ya la envuelve un nuevo aroma que trae salud y nueva esperanza! (Así habló Zaratustra, Nietzsche).

En su obra La Gaya Ciencia nos dice el filósofo alemán: Un espíritu así se libera de toda creencia y de todo deseo de certeza y es arrastrado sobre cuerdas y posibilidades ligeras incluso a bailar sobre el abismo.  En la mitología griega Alcíone era la hija de Eolo -el dios de los vientos- y acabaría uniéndose en matrimonio a Ceix, el hijo del astro de la mañana -lucero del Alba-. Es por lo que la unión de ambos sería tan hermosa y luminosa -Alcíone es una de las Pléyades o estrellas refulgentes de la constelación de Tauro- que tan sólo podría ser muy feliz. Pero es seguro que lo fueron en demasía, ya que suscitaron los terribles celos de los dioses. Una vez Ceix, confundido por esa ofensa divina por su felicidad, emprendería un viaje por mar para consultar al oráculo de Delfos qué hacer ante tal contrariedad. De pronto surgió una fuerte tormenta en el mar y el barco naufragaría acabando con la vida de Ceix. Fue la cólera de Zeus lo que llevaría su cuerpo al fondo del mar. Alcíone tuvo un sueño aquella fatídica noche mitológica. Morfeo -el dios de los ensueños- le haría ver a Ceix comunicándole lo que le había sucedido. Acudiría entonces ella a la orilla del mar donde las aguas habían llevado el cuerpo sin vida de su amado. Enloquecida por un momento de dolor, decidiría entonces Alcíone tirarse al mar desesperada. Pero, justo antes, es salvada por los dioses y transformada en un alción, una pequeña ave de colores que elevará siempre su vuelo por encima de las olas.

En el año 1508 el pintor del Renacimento Giorgione pinta su enigmática obra La Tempestad. ¿Qué significa esa atmósfera de calma y esa tranquila escena campestre ante la terrible tormenta que un rayo hace iluminar sobre el fondo de la imagen? ¿Por qué esa frágil mujer con su pequeño hijo en brazos está, sin embargo, tan sosegada? ¿Y el hombre, qué representa tan pasmosamente ajeno en la orilla opuesta? La genialidad de este pintor italiano es manifiesta además por ese curioso misterio iconográfico sin desvelar. Las interpretaciones a la sorprendente escena han sido muchas, algunas hasta tan simples que dicen ser sólo una escena natural, bucólica y sin pretensiones. Otra indica que podrían ser Deméter y Yasión. La mitología griega unió una vez a estos dos amantes. Curiosamente él -Yasión- no era un dios, como sí era ella. Tiempo después Yasión se dedicaría a los misterios de Deméter, difundiendo sus celebraciones místicas y esotéricas por toda Grecia. Deméter es la diosa madre de la Tierra, de la cosecha, de la germinación y de la vida. Una vez acudió Deméter a una de sus celebraciones mistéricas y allí se fascinaría de Yasión apasionadamente. Esto era algo extraordinario, ya que las diosas sólo de dioses pueden fascinarse. El joven Yasión no pudo más que vanagloriarse por ello. Entonces caería en la hibris, una cosa para los griegos muy lastimosa y detestable. El orgullo y la desmesura de sí mismo eran cosas que los dioses no perdonarían. Así que Zeus terminaría acabando con Yasión a consecuencia de un rayo fulminante.

El alción -o Martín Pescador- es una pequeña ave que habita en los ríos y lagos de casi todo el mundo. De colores maravillosos, sobrevive pescando bajo la superficie de las aguas y anida en los momentos en que la fuerza de los vientos, de las tormentas o del frío se calmen. Pero, como en los humanos, también estos pájaros tendrán su mitología... En los días de invierno la hembra alción llevará al macho muerto con grandes lamentos y construirá sola su nido, donde pondrá sus huevos que, luego, acabará arrojándolos al mar... En medio del duro invierno, en los días de tormentas y tempestades, los vientos dejarán por un momento de soplar y entonces se hará la calma. En esta quietud sobrevenida, sobre las olas medio sosegadas, volará el alción ufano, se esforzará haciendo su nido y poniendo en él sus huevos para que la vida siga a pesar de sus tormentas. Es ahora la calma activa, es la ataraxia -ausencia total de perturbación- positiva. Son entonces los días de alción, siete días antes y siete días después del solsticio de invierno, según la mitología. En esos días Eolo -el dios de los vientos- deja ahora que Alcíone pueda, segura, anidar sin miedos ni desgracias. Por eso el alcionismo nacería como una forma de mantener la serenidad ante los problemas pavorosos de la vida. Porque la serenidad es la esencia más necesitada del ser humano. La calma, entonces, él mismo se la crearía en medio de la congoja y el apuro. Como el alción.

(Detalle del óleo La Puerta del Amanecer -El lucero del Alba-, 1900, del pintor prerrafaelita-simbolista Herbert James Draper; Fotografía del telescopio de la NASA Spitzer, 2004, Pléyades, cúmulo abierto, imagen infrarroja; Óleo de Giorgione, La Tempestad, 1508, Galería de la Academia de Venecia, Italia; Imagen del Martín Pescador, Alcedo Atthis; Cuadro Alcíone, 1915, de Herbert James Draper.)