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27 de diciembre de 2014

El Barroco, una pasión brusca y realista entre dos maneras sofisticadas y sutiles de hacer Arte.



¿Cómo se pudo en tan poco tiempo cambiar tanto la forma de representar las cosas en un lienzo? Es el tiempo que media, por ejemplo, entre dos obras de dos pintores italianos: uno manierista, Giovanni Battista Crespi (1573-1632), y otro barroco Orazio Gentileschi (1563-1639). Los dos pintores además de la misma generación y del mismo lugar incluso de Europa. ¿Fue solo el devenir artístico? Desde luego que no. La Reforma protestante había hecho mucho daño al Catolicismo en Europa durante la primera mitad del siglo XVI. Roma entonces tuvo que reaccionar. Y tras el concilio de Trento (1545-1563) idearon algo muy inteligente y poderoso. Algo que llegaría a ser el germen de lo que mucho tiempo después, en el siglo XX, viniera a ser utilizado por los que quisieran influir en la opinión de los demás: la publicidad más eficaz, la iconográfica. La Contrarreforma católica establecería entonces que toda Pintura debía acercarse más a los creyentes, especialmente al pueblo llano, y del modo ahora más claro y hermoso que éstos pudieran entender: con mensajes comprensibles y personajes creíbles, con historias donde las escenas bellas formaran parte de la vida más normal. 

El Barroco tardaría en llegar un tiempo -al final del Manierismo-, pero pudo hacerlo luego libre y rápido porque fue recibido con los brazos abiertos. Nunca pudieron imaginar entonces los poderosos -cardenales, obispos o el papa- que pudiera llegar a ser tan bello algo que, poco tiempo antes, parecía imposible de pensar siquiera que pudiera serlo tanto. Y este es el caso de dos creaciones artísticas sobre la misma temática narrativa: la huida a Egipto de la sagrada familia. La leyenda evangélica nos cuenta cómo María y José viajan con el pequeño Jesús a Egipto para evitar las matanzas indiscriminadas de las hordas de Herodes. En la pintura de Crespi (realizada en el año 1600) podemos admirar ahora una obra maestra del Arte de finales del Manierismo. Hay que fijarse bien en la composición tan sutil de la escena de los tres personajes: ellos están entrelazados formando además una espiral con el grueso tronco inclinado del árbol. Todo encaja en el lienzo estrechamente: los ángeles traviesos, la mula despistada y hasta el pie derecho de la Virgen situado ahora entre dos rocas del agua. Los colores encendidos de la obra son, tal vez, lo único que acerca más, de tan bellos, a aquel mensaje conciliar de la Contrarreforma. Fue la obra de Crespi un homenaje a ese gran Renacimiento languideciente por entonces, con un estilo tan semejante al de Leonardo da Vinci y sus parecidos lienzos sagrados.

Veintiseis años después, el toscano pintor Orazio Gentileschi crearía su obra El descanso de la huida a Egipto, pero, ahora, sin embargo, ¡con una escena diametralmente distinta! Porque en esta obra barroca no hay ninguna exquisita sofisticación manierista en la forma de componer una representación alegórica: ni en las figuras ni en los gestos ni en las actitudes. En nada. ¿Son los mismos personajes sagrados de antes los que están representados aquí? No, ¡no puede ser! ¿Cómo va a ser ese el entregado y correcto san José de antes? ¿Cómo puede ser ahora ese pequeño bebé el sagrado y altivo niño de Crespi? ¿Cómo puede ser la mujer en Gentileschi de vestimenta tan tosca aquella otra fragante, sutil y elegante María del lienzo manierista? Imposible. Pero, sí, así es. Representarán lo mismo: la Sagrada Familia en un descanso de su huida a Egipto. Pero, claro, esto de ahora es el Barroco. Aquí ya no hay sofisticación estética alguna que valga, aquí aquel mensaje contrarreformista está muy claro. Son personajes como nosotros, personas normales que se han parado a descansar y ella hasta amamanta a su hijo burdamente. Y él descansará incluso tan vulgarmente. Es este el sentido extraordinario del motivo artístico de la escuela naturalista del Barroco, la caravaggista. Y la Iglesia de entonces lo vio magnífico además. Hay que reconocer en esto a la Iglesia Católica una de las más atrevidas y avispadas formas de teología de toda la historia. Ninguna otra religión del mundo retrataría a su dios ni a su familia así de natural, banal o vulgarmente.

En el año 1610 el pintor Bartolomeo Manfredi, otro caravaggista (seguidor del importante creador naturalista italiano Caravaggio), compuso su lienzo Alegoría de las cuatro estaciones. Qué alarde más grandioso para describir no el paso de las estaciones, que es la excusa aquí, sino el paso de las edades existenciales del ser humano. El Barroco además era una tendencia muy atrevida sutilmente. Sutilmente, pero muy atrevida. Aquí se pintaría por primera vez un beso erótico, claramente expresado, entre dos amantes retratados. Y no hay una razón sentimental, ni sensual, ni sexual siquiera para ello, tan sólo una metafórica. Pero era una razón y entonces nadie pudo discutirla. Ellos -los seres masculinos- son ahora la estación otoñal e invernal; y ellas -los seres femeninos- la primaveral y estival. El otoño es una estación equinoccial, es decir, está el Sol lo más cerca posible en su trayectoria a la Tierra, al igual que sucede en la primavera, y por eso se besan ambos aquí. El verano está representado por una mujer joven y adulta, la primavera por una joven adolescente, el otoño por un adulto y el invierno por un hombre anciano. Es la mujer joven y adulta el único personaje que mira al espectador, es ella la única persona que se identifica ahora con el observador -con nosotros mismos-: quizá porque todavía ella puede aún vivir un poco más de lo vivido... El invierno está arropado con su capa abrigadora y cálida, tal vez porque el frío es lo único que ahora le importa atender en su vida.

Pero después del Barroco llegaría una tendencia artística que nunca pudo ensombrecerlo. Nunca. En la historia del Arte pictórico es un periodo artístico banal casi. Nada destacaría especialmente en esa otra tendencia. Los pintores o se repetían o modificaban cosas con lo único que, creían ellos, se podría progresar en el Arte: con los colores y las fantasías galantes, ahora éstos desperdigados por igual entre sus lienzos desenfadados o frívolos. Pocos artistas de esa tendencia -el Rococó- brillaron en el orbe artístico del siglo XVIII. Pero alguno hubo, como el gran pintor francés Watteau (1684-1721), el pintor de las bellas escenas galantes y desenfadadas. La sociedad había cambiado mucho a principios del siglo XVIII. Ya no era tan brutal como lo era antes, ya no era tampoco claramente sensual. Francia y su corte establecieron los principios -hipócritas, por supuesto- de lo que debía ser la moral de las costumbres. Se acabaron los alardes sensuales, se acabaron los deseos atormentados, se acabaron todos los deseos. Ahora se disfrutaba de la escena natural solo por el hecho de estar representada en la Naturaleza, no porque lo fuera especialmente. Además aquélla, la escena natural representada, se modificaba y se recreaba artificialmente con cosas añadidas por los hombres (obras escultóricas, decoraciones, etc...) Es entonces cuando los genios, que a pesar de las tendencias y sus limitaciones seguirán existiendo, harán otras cosas para seguir sorprendiendo a los espectadores con otro Arte. En su obra rococó Fiesta veneciana el pintor Antoine Watteau crearía una escena galante, natural y sofisticada, todo en ella fue maravillosamente elegido en el lienzo: el traje de tafetán, las flores embellecidas, los músicos elegantes... Todo con los elementos artísticos propios del Rococó inicial. Pero, sin embargo, el hábil pintor dieciochesco incluiría además otra cosa para hacer de su obra una ferviente y sensual escena veneciana. ¿Cómo podía crear él una escena así, tan veneciana, sin añadir el alarde sensual de una figura tan voluptuosa? Imposible para un veneciano. Y un Arte vino a salvar a otro... El pintor veneciano compuso en su lienzo rococó entonces la figura más sensual que de una mujer pudiera, pero, eso sí, ahora ella solo como una piedra más esculpida de una fuente, dibujada lo más lejos de la escena.

(Óleo del pintor Giovanni Battista Crespi, Descanso de la huida a Egipto, 1600, Museo del Prado; Cuadro barroco del pintor Bartolomeo Manfredi, Alegoría de las cuatro estaciones, 1610, Instituto de Arte de Dayton, EEUU; Lienzo Descanso de la huida a Egipto, 1626, Orazio Gentileschi, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Óleo del pintor Antoine Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia, Reino Unido; Detalle del lienzo de Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia.)

22 de diciembre de 2014

Los destinos en la vida y el Arte o cómo el mundo dividirá el sentido de la vida.



Cuando le fuese en el año 1550 solicitada una obra a Tiziano por el Príncipe de Asturias -el joven heredero Felipe de Habsburgo, luego rey Felipe II-, resultaría que la habría comenzado el pintor veneciano, sin embargo, casi treinta años antes. Es uno de los casos más curiosos de motivación para una creación artística. ¿Quién la mandaría a hacer realmente? ¿Fue una idea solo del pintor? ¿Influyó alguién más? Es un misterio. Porque la obra existía ya cuando Felipe II de España -entonces príncipe- la solicitara en el año 1550. Tanto misterio encierra la obra que la reseña que la describe en la web del Museo del Louvre, donde está el lienzo, indica que fue realizada para Felipe de España en el año 1551. Es posible que el pintor la terminara entonces, pero, según algunos historiadores -Panofsky por ejemplo-, la comenzaría en el año 1515 dedicando más de treinta años a terminarla, borrando cosas o añadiendo otras en su pintura. Toda una curiosidad creativa que se agrega a las peculiaridades geniales de este pintor veneciano. Pero es que la obra de Tiziano es una representación artística del misterio más iconográfico. Se titula en el Museo del Louvre Júpiter y Antíope..., pero también es conocida como la Venus del Pardo. Una sutil confusión más.

Primero porque existe el error desde el siglo XVIII de llamar Antíope a Venus y viceversa. Son personajes mitológicos distintos aunque fuesen dos mujeres bellísimas y muy desnudas casi siempre las dos. Pero empecemos por el principio, cuando el lienzo llega a Madrid en el año 1552 la obra se titulaba Venus, pero luego fue llamada La Venus del Pardo porque fue a este Real Palacio madrileño -El Pardo era una residencia palaciega y cinegética del reino español desde el año 1400- donde se llevaría para depositarla. En el año 1552 se cuelga en las paredes de El Pardo junto a muchas otras obras de Arte que se guardaban allí. La mitología distingue a Venus de Antíope claramente. Esta última fue una princesa mitológica de Tebas que Zeus -el dios enamorado- quiso poseer una vez como fuese. Para ello se transformaría el dios en un sátiro según la leyenda. Y ahí radica el error ya que los sátiros también persiguen la visión esplendorosa de Venus, la diosa mitológica de la Belleza. Y los pintores crearían lienzos de ambas bellas mujeres míticas confundiendo, a veces, las dos. Esta obra de Tiziano cuando fue archivada en las Colecciones reales españolas se terminaría llamando La Venus del Pardo.

Sin embargo, el pintor no quiso pintar solo la figura de Venus. Hay otros personajes representados que no tienen nada que ver con ella y su belleza. Otro misterio. La diosa está ahora dormida, como Venus fuese siempre representada. ¿Por qué dormida? Pues porque la Belleza es así siempre: distante, displicente, ajena, imparcial... Está también representado Eros -su hijo-, el pequeño dios alado del Amor con sus flechas determinantes a la pasión. Símbolo de que la Belleza -Venus- animará al Amor -Eros- a perseguir raudo el sentido de la vida. Está también el Sátiro, único personaje mítico que se atreve a mirar directamente a la diosa de ese descarado modo. El único que, gracias a su fuerte deseo, obviará aquí el desdén mitológico de ella. Pero el creador pinta una escena más grandiosa y complicada ahora con cazadores, pastores y otros personajes mitológicos. ¿Por qué? Tiziano fue de los primeros creadores del Renacimiento junto a Giorgione que iniciaron la representación de símbolos o mensajes misteriosos para expresar algún sentido oculto de la vida. No se limitaban a describir una leyenda mitológica conocida, irían mucho más allá. Y en esta obra Tiziano describe el mundo misterioso del hombre, de su vida en el mundo y, finalmente, para qué vivimos en él. Es decir, ¿por qué los diferentes seres humanos tienen intereses tan distintos o dispares unos de otros? 

Y entonces surge la interpretación de un historiador que nos dice que el mundo se divide en tres actitudes vitales: la vida activa, la vida sensitiva y la vida contemplativa. Es decir, en un caso, seres que dedican su existencia a la actividad dinámica, a realizar cosas o a producirlas. En otro caso seres que dedican su vida a los sentidos: a la satisfacción, lo voluptuoso o la búsqueda del placer físico. Por último, seres que primarán la contemplación sobre cualquier otra cosa. Es evidente que la vida es una unión no equilibrada de las tres actitudes humanas. Pero en cada ser humano siempre primará una de ellas sobre las otras dos. El pintor Tiziano describe todo eso con la representación de las diferentes figuras que plasma en su lienzo. Por un lado la vida sensitiva que vemos en la Venus dormida y el Sátiro que la descubre y la mira. ¿Sólo para verla? No, y por eso Eros aparece ahora decidido a lanzar su flecha. Debe enamorarse el Sátiro además. Por otro lado las figuras de unos cazadores, activos personajes con sus perros a la caza. Y luego la pareja sentada, seres ahora que observan las cosas que suceden y contemplan la vida con paciencia. Él -de espaldas- como un Dionisos griego, el dios de lo inefable, de lo misterioso y de lo oculto. Ella ahora frente a él como una meditabunda diosa de la floración o de la vida interior o metafísica.

El cuadro padecería una de las existencias más agitadas que un lienzo pudiera tener en la historia. Sufriría un dramático incendio cuando el Palacio del Pardo ardiese en marzo del año 1604. Entonces se perdieron todas las obras que allí estaban, excepto ésta. El rey español de entonces, Felipe III, asombrado, pronunciaría al saberlo: Si se salvó este cuadro lo demás no importaba... El lienzo de Tiziano se mantuvo en la Colección real de la corona española hasta que el rey Felipe IV se lo regala al rey inglés Carlos I en el año 1623. Luego, cuando este rey fue ahorcado por Cromwell en el año 1649, el cuadro lo compra el cardenal francés Mazarino y se lo lleva a su palacio en París. A su muerte, sus herederos lo obsequiarían al rey francés Luis XIV para terminar después, por fin, en el Museo del Louvre. Ha sufrido restauraciones poco apropiadas a lo largo de los siglos, algo que no ha hecho sino deteriorarlo más. Actualmente está en proceso de preparación para ser expuesto con su original esplendor en las salas del Louvre. Una maravilla del Arte renacentista donde podrá admirarse el largo deseo en el tiempo por representar parte del misterioso y diverso sentido de la vida.

Algunos pintores duplicaban en sus obras las inspiraciones que grandes creadores tuvieron antes. El pintor Manet (1832-1883) había nacido en una familia acomodada de funcionarios estatales de Francia. Como jefe de un departamento del ministerio de Justicia, el padre de Manet podía ofrecer a su familia una vida relajada. La experiencia inicial en el Arte del joven Manet fue tangencial, solo recibiría algunas lecciones de dibujo como tantos jóvenes franceses en su educación normal. Pero, a cambio, sí visitaría el Museo del Louvre junto a su amigo artista el pintor Antonin Proust. Sin embargo, para nada su destino estaría entonces dirigido al Arte. Debía dedicarse como toda su familia al Estado francés. Y el joven Manet aceptaría resignado dedicarse mejor al trabajo más aventurero de un funcionario, el de oficial naval. Para ello debía realizar el duro examen de ingreso en la Escuela Naval. En el año 1848 se presentaría sin éxito alguno. Las exigencias militares eran tales que de suspender solo podía volver a presentarse después de estar seis meses embarcado. A finales de ese año embarca como cadete en el Havre et Guadeloupe. Al regresar a París se presenta de nuevo y vuelve a fracasar. Ante ese fatídico destino el padre consiente que estudie Pintura, pero ahora bajo rígidas y estrictas condiciones académicas.

En sus años de estudio, Manet pasaba muchas horas en el Museo del Louvre copiando obras de grandes pintores venecianos, como Tintoretto o Tiziano. Así fue como crearía en el año 1857 su obra -mal titulada- Júpiter y Antíope, una versión modernizada de aquella creación manierista que realizase Tiziano siglos antes. La figura de Venus está dormida, como la retrataban todos los pintores que conocían la versión mitológica. Años antes que Tiziano el gran pintor Giorgione crea su obra Venus dormida, una Venus sin nada más que su figura ante un lejano paisaje crepuscular. En el año 1510 fallece Giorgione sin terminarla y la historia cuenta que Tiziano la finalizaría. Es una de las primeras Venus extraordinarias de toda la historia. La contemplamos en su plena y magnífica belleza, ¿puede pintarse una Venus clásica mejor? Es el Renacimiento más bello de un desnudo femenino, el más definitivo y el que más influyó en la representación de una Venus tendida.

Siglos después un pintor desconocido -tan misterioso como Tiziano- pintaría con sólo veinte años su propia Venus desnuda. Pero, en este caso, el joven pintor francés la pintaría despierta. Sin embargo, no la titularía Venus, la denomina entonces Joven desnuda sobre una piel de leopardo. El malogrado creador francés Félix Trutat (1824-1848) fallecería en un accidente de equitación solo cuatro años después de realizarla. Como Manet, también se influenciaría de los pintores venecianos y copiaría obras maestras del Louvre. Es uno de los casos en la historia del Arte de una promesa malograda antes de que su genio llegara a culminar. Pero al menos nos dejaría algunas obras, muy pocas, entre ellas este maravilloso desnudo clásico tan sugerente. Aquí vemos ahora la grandeza artística del joven creador francés. Pasaría su obra desnuda la censura de la Academia francesa gracias a su excelente calidad artística. Si no hubiese sido por su calidad estética no la hubiesen dejado exponer. El Arte salvaría por entonces la vergüenza... El autor trataría de hacer mover los ojos del espectador del arrebatador desnudo a la hermosa piel de leopardo que lo cubre. Pero, además el pintor francés quiso situar en el cuadro una cabeza de hombre entre las sombras. La efigie de un hombre mirando tal maravillosa Belleza desnuda. Es una cabeza solitaria y fantasmal de un hombre que se vislumbra, difícilmente, hacia la derecha del lienzo. Es esta creación académica el mejor sutil homenaje que pudiera hacerse -con una cabeza mirando asombrada la belleza- a aquella actitud tan humana y estética de la contemplación en el mundo.

(Obra de Edouard Manet, Júpiter y Antíope, 1857, Colección Particular, Francia; Óleo Júpiter y Antíope-La Venus del Pardo, 1551, Tiziano, Museo del Louvre; Lienzo del pintor veneciano Giorgione, Venus dormida, 1510, Galería de maestros antiguos, Dresde, Alemania; Óleo Joven desnuda sobre una piel de leopardo, 1844, del pintor francés Félix Trutat, París, Francia.)

10 de diciembre de 2014

La reinvención del Arte se basará en el realismo de la vida, el de la más normal y pasajera.



Cuando el romántico y realista -y casi impresionista- pintor Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875) crease en el año 1843 su lienzo Marietta, no pudo sospechar entonces lo que su gesto artístico supondría luego en la historia. Corot sería precursor de otras tendencias posteriores, como los impresionistas, que se inspirarían en él para comprender que la luz y el instante elegido podían ser elementos esenciales para la creación artística. Pero antes de eso, antes de alumbrarse el Impresionismo en el mundo, crearía Corot un desnudo de mujer como aquellas clásicas odaliscas o heroínas hermosas pintadas de antaño. Pero ahora, a cambio, solo plasmaría el pintor francés a una simple y vulgar prostituta de Roma. Y no sólo eso sino que ahora su composición no era tan elaborada ni decorada ni arrebatadora sensualmente como lo había sido antes. No, ahora su obra de Arte solo fue la simple imagen desnuda de una vulgar mujer tendida en un catre. Nada más. Y nada menos... Corot fue el primer pintor que desarrollaría eso que, mucho tiempo después, se acabaría llamando Modernismo. El escritor y poeta francés Baudelaire (1821-1867) lo entendería también así. En el año 1863, veinte años después de que Corot pintara su Odalisca romana, Baudelaire escribiría su ensayo El pintor de la vida moderna. En su escrito quiso reflejar el ofuscado poeta la experiencia fluctuante y efímera de la vida moderna, la responsabilidad que tendría el Arte ahora de captar esa nueva experiencia existencial. Así empezaría la modernidad. La definió Baudelaire diciendo que: era lo transitorio, lo contingente, lo fugitivo, la mitad del Arte, cuya otra mitad sería lo eterno o lo inmutable representado por el Arte clásico de antes. Pero que ahora el Modernismo debía incorporar lo no eterno, lo vulgar y lo pasajero.

Algo difícil de obtener en el Arte de entonces. Sin embargo, había motivos para conseguirlo y Corot fue el primero que comprendió que lo contingente del Arte no podría ser ya tan elaborado, no podría ser tan perfilado como lo había sido antes, con aquellos académicos rasgos excelsos de la Pintura más consagrada. Así nacería el Modernismo, aunque aún muy tímidamente. Porque aún tendrían que pasar más años hasta poder llegar al Arte más moderno. La famosa actriz de teatro Sara Bernhardt (1844-1923) fue la primera que comprendería, desde que empezara a declamar sus dramas por los teatros de Europa, que la naturalidad de la vida normal debía sustituir el histrionismo rígido y alejado de las actuaciones clásicas tradicionales. Y así lo hizo ella, y triunfaría en todas las ocasiones que su arte interpretativo tan realista le permitiera hacerlo. Con ella comenzaría el nuevo teatro y las nuevas formas de interpretarlo. El Realismo en el Arte tiene, básicamente, dos formas de entenderse: una forma es la descripción natural de la vida normal y vulgar de los hombres (el Barroco fue el primer estilo artístico que lo hizo así), otra forma es el verismo fiel a las cosas de la naturaleza, es decir, pintar las cosas como son realmente, no sólo en sus detalles sino en su realidad más cercana a la visión exacta de las cosas, a su reflejo real que los ojos humanos vean, algo que solo empezaría a producirse a mediados del siglo XIX.

Y el color es algo muy significativo para dilucidar ambos modos. Porque las cosas no son tan contrastadas en la vida real como el Barroco las pintase, sin embargo, con sus colores exagerados o no tan conformes a como son reflejados por la propia luz de las cosas. Pero, tampoco la perfección real del cuerpo de las personas o la proporción exacta ante el resto de las cosas o el reflejo real que de la luz natural sus cuerpos emitan a los ojos receptores. Además de la autenticidad que, de sus propias imágenes, pudiera obtenerse de esa verdad representada en una obra, algo que de estar dentro de la escena retratada el propio receptor así lo viera. El creador francés Aimé-Nicolas Morot (1850-1913) fue un ejemplo del más sublime verismo en el Arte académico y realista de finales del siglo XIX. Fue un dibujante extraordinario y un recreador de la verdad en sus diversas facetas artísticas más estéticas. Sin embargo, su modernismo no fue tal porque no cumpliría aquel sentido existencialista del hombre moderno que hablara Baudelaire. Sus obras son representaciones de gestas históricas o legendarias que siempre se habían representado en el Arte. ¿Qué interés podría tener descubrir el perfecto perfil anatómico de un vulgar personaje? Es por lo que estos pintores tan escrupulosamente realistas crearon obras de seres humanos reconocidos en la historia o en la leyenda -Herodías o el Buen Samaritano-, y no de representaciones de seres normales, genéricos, vulgares o banales.

Tuvo que llegar la posmodernidad a finales del siglo XX para crear ahora las cosas de otra forma. La posmodernidad era algo impreciso de entender, pero que, ahora, asesinaba por la espalda a la modernidad utópica de antes, esa que tanto Oscar Wilde como Baudelaire habrían jurado que nunca algo así jamás pudiera morir. Sin embargo, aún mantendría una de las dos cosas que el escritor decadentista francés había augurado: la fugacidad de la vida reflejo de la existencia efímera de los seres sometidos a su influencia. Y, así, acabarían llegando luego el Hiperrealismo, el Realismo más fotográfico o el Superrealismo. La verosimilitud de la escena retratada se ha conseguido extraordinariamente en el Arte, como es el caso del pintor chileno Claudio Bravo (1936-2011) y su obra Venus del año 1979. A diferencia de Corot, el pintor chileno nos sorprende iconográficamente ahora: ¿es una fotografía o no lo que vemos? En la obra superrealista de Bravo el Arte trastoca claramente aquel sentido de modernidad. Ahora la postmodernidad del pintor chileno le llevaría a sublimar lo eterno del Arte en una eternidad nada gloriosa, ni idealizada ni reflejada en ningún alarde más allá de la fidelidad exacta de la imagen a la naturaleza. Sin embargo, la pintora brasileña Marta Penter (Porto Alegre, 1957) sí consigue aquella otra mitad efímera del Arte, esa mitad que nos describe a nosotros, seres humanos desconocidos o perdidos, en un mundo conocido y real. Porque es ahora la necesidad del ser humano de verse a sí mismo, de reflejarse de cualquiera de las posibles maneras naturales que la vida actual obligue. Pero con belleza, sensualidad y originalidad artísticas. También, con las sutiles formas de aquellos detalles naturalistas del Barroco clásico, aunque, sin embargo, sin los colores tan grandilocuentes ni tan disconformes a la naturaleza o la vida.

(Imagen reproducida -sin color- de un óleo del pintor Aimé-Nicolas Morot, Herodías, 1880, Francia; Óleo de Aimé-Nicolas Morot, El Buen samaritano, 1880, Museo de Bellas Artes de París; Cuadro de Camille Corot, Marietta, Odalisca romana, 1843, Museo de Bellas Artes de París; Obra del pintor superrealista Claudio Bravo, Venus, 1979; Óleo del pintor modernista y orientalista francés Georges Clairin, Retrato de Sara Bernhardt, 1871, Francia; Detalle azulado de una imagen fotográfica de Sara Bernhardt, del fotógrafo Felix Tournachon, conocido como Nadar, 1865, París; Imagen fotográfica original de Felix Tournachon, 1865, Retrato de Sara Bernhardt; Cuadro hiperrealista de la pintora Marta Penter, Pintura realista en óleo, 2009; Imagen fotográfica de la pintora Marta Penter creando su obra, 2009; Óleo barroco del pintor español Juan Bautista Maíno, Adoración de los pastores, 1614, Museo del Prado; Detalle de la misma obra de Maíno, con los reflejos realistas del Barroco en una imagen.)

5 de noviembre de 2014

La manera en que los elementos forman un conjunto armonioso, o la composición artística.



¿Por qué surgió el Arte renacentista en Florencia? ¿Qué cantidad de cosas tuvieron que darse en esa ciudad para que naciera el Arte más brillante? Para todo fenómeno histórico y cultural existe una explicación, también para este. Coincidieron más de un elemento racional y espiritual para que una armonía de seres, riqueza, intereses, emociones, creatividades y algo impreciso hicieran que el Arte naciera ahí. Un lugar céntrico en Europa entonces porque el mundo medieval pasaría por Florencia de la mano de un fluido comercio entre Asia y Europa. Un lugar vibrante por la participación de una sociedad menos feudal, más burguesa o comerciante, hizo que las ideas que fluyeran fueran recogidas libremente por lo único que puede ser representado sin demasiadas explicaciones: el Arte. Cuando los ingleses ilustrados del siglo XVIII descubrieron el viaje cultural como medio para conocer la historia clásica, visitaron Italia y su núcleo artístico principal, Florencia. Allí, años después de esos viajes -llamados el Grand Tour-, un pintor prerrafaelita quiso retratar la maravillosa ciudad renacentista en un lienzo de tamaño descomunal.

La tendencia prerrafaelita no se caracterizaba por ser muy naturalista, es decir por reflejar la naturaleza tal como es, sino por utilizar la fantasía, la imagen sesgada y medieval o el efluvio de ensoñación de ideales decadentes frente a lo material o moderno de la civilización. Aun así uno de los pintores adscritos a esa tendencia, John Brett (1831-1902), compuso en el año 1863 su obra Vista de la ciudad de Florencia con los montes Apeninos al fondo. Es una enorme obra donde los detalles y la minuciosidad determinan más que la poética o alegórica forma de plasmar imágenes en un lienzo. La obra está dividida horizontalmente entre un nuboso cielo azul y una tierra llena de edificios. Nos presenta la visión objetiva y real de la villa toscana a mediados del siglo XIX, cuando por entonces la bóveda de su hermosa catedral, diseñada por Brunelleschi, destacase orgullosa del resto de los edificios. La obra fue, sobre todo, una muestra de la ciudad más artística de la historia. Por eso fue pintada. No hay otra razón. La belleza de la obra no está en sus colores o en sus formas, estos reflejan verosímilmente una naturaleza conocida, creada o dominada por el hombre. Tampoco por una composición brillante; si acaso demasiado simple al enfrentar un paisaje apenas confundido entre montañas y lo construido por el hombre. Todo compuesto de una manera distante y panorámica, con lo que no podemos más que leer ahora -para los desconocedores de la ciudad- la leyenda de su título para poder identificar la obra y lo que representa.

Pero otro pintor prerrafaelita, Edward Poynter (1836-1919), sí que fue especialmente original y creativo con su obra. Un lienzo con dos rasgos que diferencian al pintor del resto de sus correligionarios en tendencia: lo clásico y lo académico. En el año 1880 creó su obra Una visita a Esculapio. El tema versa sobre la mitología griega, pero el pintor diseña libremente la forma de cómo  pintar la escena mitológica y la escena misma. Porque la escena representada no es clásica en el sentido de que fuese fiel a una leyenda conocida o escrita por los griegos. No está basada en ninguna leyenda sino que fue recogida por el pintor de un verso renacentista del poeta Thomas Watson (1555-1592), el cual describe el momento que la diosa Venus, herida en un pie, visita al dios de la medicina, Esculapio, para que la cure. La obra está compuesta en una estancia clásica donde las grandiosas columnas lo dominan todo. Incluso tras las hojas de unos árboles vemos el talle grueso de fustes acanalados de las columnas de un templo.

El dios Esculapio observa pensativo el pie que Venus le enseña sin mostrar dolor. Porque ella es una diosa, aunque ahí no lo parezca. Las palomas blancas volando representan ahora su divinidad. Acompañan a Venus tres ninfas desnudas como ella. El Arte clásico justificaba el desnudo gracias a las leyendas mitológicas. Pero, ¿por qué son tres mujeres además de la diosa? Porque representan las tres gracias, tres clásicas mujeres desnudas que el Arte utilizaba de una forma determinada en su iconografía. Dos de ellas miran hacia un mismo lugar -con pureza virginal-, la tercera -con impureza-  mira hacia el contrario. Esta es una forma de composición que los romanos se permitieron cambiar de los griegos. Estos últimos no distinguían nada entre ellas, eran solo tres hermosas musas iguales -de puras o de impuras- para ellos. Pero los romanos, a cambio, hicieron que una de las tres no fuera virgen ni esposa, y no tuviese ningún tipo de pureza. Esta era la amante, es decir, la vil o depravada, no la pura. En toda la historia del Arte esto se respetaría siempre, es decir, que una se pintaba mirando hacia el lado contrario de donde miraban las otras. Tanto las obras de Rubens como las de Rafael y otros pintores habían sido compuestas así siempre.

Y aquí no podía dejar de serlo también. ¿Pero cómo componerlo ahora -con originalidad diferente- para no alterar el conjunto artístico? Es decir, ¿cómo hacerlo para que algo tan importante como esa forma clásica en que se disponían las figuras de las tres gracias pudiese hacerse ahora, sin embargo, ajustada a una escena muy diferente? El autor necesitaba acompañar a las tres gracias de la diosa Venus, pero una de ellas debía mirar hacia el lado opuesto, por tanto, expresar su cuerpo la parte anatómica distinta de las otras. Dos de ellas están de frente al observador, la tercera de espaldas. Pero, ¿cómo conseguir que el equilibrio de todo, no solo de ellas sino de todo el cuadro, consiguiera mantener la armonía clásica? Pues con el maravilloso alarde original que el creador ideó: hacer mirar y dirigir el brazo de la tercera figura hacia la derecha de la obra, hacia una figura ahora distante y situada en la fuente, una mujer vestida que también señala claramente. Con este pequeño detalle -grande iconográficamente- el pintor consiguió hacer de su obra un conjunto bellamente equilibrado. Con este curioso ardid artístico no hizo el pintor prerrafaelita más que obtener la sagrada composición artística requerida, esa que los rigores clásicos y académicos exigían siempre hacer. Algo tan sutil como importante, tan necesario como representativo, tan bello como inevitable.

(Óleo Una visita a Esculapio, 1880, del pintor británico Edward John Poynter, Museo Tate Gallery, Londres; Detalle de la misma obra Una visita a Esculapio; Pintura Vista de Florencia desde el Bellosguardo o con lo Apeninos al fondo, 1863, del pintor inglés John Brett, Tate Gallery, Londres.)

20 de octubre de 2014

Y, sin embargo, la Belleza es esquiva, ingrata, lujuriosa, inconsciente y diversa.



La Belleza no podemos aprehenderla nunca, incluso aunque creamos ser dueños del momento en que sus efectos satisfagan nuestro anhelo por tenerla. Porque ahí acabará. Luego, resignados, podremos acaso recordarla, imaginándola ahora con sutiles ensoñaciones fantásticas o con ciertas imágenes propiciatorias. Pero, no será ella misma entonces, tan solo su representación enigmática. Porque, además, no nos hará entonces la Belleza sentirnos como el único ser sobre la Tierra. Únicamente, recrearemos con ella así su efímera fragancia imaginada. Pero no nos bastará. Necesitamos más de ella, tenemos que llegar a poseer algo más para poder hacerla nuestra. Entonces idearemos eternizarla gracias a unos grandiosos alardes artificiales, cosas casi permanentes originadas de los obtusos materiales de la tierra, antes apenas nada entre nosotros y, ahora, una fascinante, brillante, armoniosa o elogiosa imagen reflejada: el Arte y su Belleza.  Un reflejo de luz entre las sombras, pero, por fin, ahora una Belleza del todo vislumbrada. Para ese momento creeremos haberla poseído para siempre. Vanamente. No es ahora nada más que una muestra de lo que nunca volveremos a sentir como entonces, como aquella ocasión tan inconsciente, lujuriosa o esquiva entre las sombras... 

Cuatro años después de haber realizado su obra de Arte Lydia el pintor inglés Matthew Williams Peters (1742-1814) sería ordenado pastor anglicano en el año 1781 y para ese momento se arrepentiría de haber realizado aquella creación tan sublime, tan absolutamente innovadora y sincera, tan inspirada, fascinante y arrebatadoramente lujuriosa. Pero ya la había hecho y su nuevo propietario la poseería con el júbilo que le produciría entonces -un momento histórico tan poco avanzado- disponer de una imagen tan atrevida y original. Se había formado el pintor en Italia absorbiendo la magia de pintores como Correggio, Rubens o Caravaggio. No se ha valorado suficientemente el mérito de los mecenas en el Arte, mucho más mérito que los propios creadores, ya que éstos han sido a veces solo pintores al dictado y no ejecutores libres propiamente. Estos promotores del Arte -los mecenas del Arte- consiguieron que otros seres -los pintores-, capaces de componer Belleza, creasen unas obras extraordinarias sin ellos idearlas. A su regreso de Italia el pintor terminaría residiendo en la mansión de Lord Grosvenor a orillas del Támesis. Este aristócrata aficionado al Arte le encargaría entonces al pintor que compusiese la imagen cortesana de una mujer desnuda y excitante...

Y el pintor se atrevería y dejaría batir las alas de la creación con la libertad artística que su mecenas le inspirase. El resultado fue una inédita obra de desnudo, el único desnudo realizado por el pintor en toda su vida. Nunca más volvería a crear nada parecido. Su representación está basada en un verso del poeta John Dryden: Y unos ojos amables vinieron a concederme... El pintor quiso componer la imagen de esos ojos tan amables que realzarían ahora lo más lujurioso o atrevido de la obra. Se observa lo forzado de una mirada exageradamente provocadora. Pero, aun así consiguió el pintor lo que Lord Grosvenor se propusiera con su mecenazgo. La extraordinaria obra de Peters combina su estilo clásico con una liviana coloración pastel -propia del momento- para compensar el alarde erótico de descubrir unos senos junto a unos ojos tan propicios, toda una insinuante forma artística de poder apelar aún más al que lo viera.

Poco menos de un siglo después el creador irlandés Daniel Maclise (1806-1870) se decide a pintar una escena acorde con la época romántica y liberal de comienzos del siglo XIX. Una obra de Arte como tantas, pero ahora sin demasiada semblanza atrevida de composición romántica, como sí otros pintores de esa tendencia llegaran a realizar entonces. Sin embargo el pintor consigue hacer algo más. Contrasta dos mundos -el noble y el campesino- que coinciden ahora en el inconsciente y superficial universo de la superstición popular. Y lo hace genialmente a pesar de no ser la obra más que una mera copia de lo que otros grandes pintores hicieran antes. Con la luz de la razón dejada fuera y las sombras intrigantes y misteriosas vibrando dentro, los personajes coinciden en la oscura cueva de un bosque romántico. Sólo la luz del vestido lujoso brilla con la dama entre las sombras. La gitana arrodillada lee su mano blanca y desdeñosa. Pero, nada más, no hay aquí, artísticamente, nada más. Entonces, ¿qué tiene esta obra de especial? Pues que la dama no se acaba de creer nada de lo que está ahora oyendo y el pintor lo demuestra con el gesto descortés de un personaje orgulloso y desatento. ¿Así que una Belleza tan perfecta, tan romántica, tan extraordinaria y tan hermosa, puede llegar a ser también, sin embargo, tan esquiva, tan ingrata y desdeñosa?

(Óleo Lydia, del reverendo inglés Matthew Williams Peters, 1777, Tate Gallery, Londres; Obra del pintor e ilustrador irlandés Daniel Maclise, Gitana leyendo la fortuna, 1836.)

15 de octubre de 2014

El misterio femenino mejor representado nunca en toda la historia del Arte.



Entre los años renacentistas 1508 y 1553 pintaría el creador alemán Lucas Cranach (1472-1553) hasta dieciocho obras con la representación de la figura bíblica de Eva. Es probable que incluso más, e incluso antes, pero lo ignoro por completo. El desaforado alarde iconográfico de la tentación bíblica del Génesis fue muy frecuente entre los pintores alemanes del Renacimiento (1450-1550). Pero Cranach, en su obsesión con la figura de Eva, llegaría a componer a la primera mujer en distintos momentos de su tentación y con distintos comportamientos estéticos, reflejando así diferentes semblantes, ademanes, gestos o miradas. La leyenda sagrada siempre realizaría la misma triangulación mítica, es decir, esa intencionalidad dirigida desde la serpiente hasta el hombre -representado por Adán- pasando por la mujer representada por Eva. ¿Qué intencionalidad era esa? El relato del Génesis nos cuenta cómo el reptil es la voz del ángel caído que trataría de seducir verbalmente -en el idílico Jardín del Edén- a la confiada Eva. Había un motivo inicial en ese diálogo mujer-serpiente que es el que hábilmente fue utilizado como excusa por la sierpe. Y ese sentido fue el fruto de un determinado árbol que no podría comer jamás la pareja idílica. Y la voz maligna sabría dejar hábilmente en Eva la duda, esa sensación inquietante, pero firme, de pensar: ¿y por qué no?

Muchos pintores antes y después del creador alemán recrearon ese mismo momento edénico, ese instante seductor y legendario de los tres personajes míticos. Pero, a veces, solo con la imagen de ellos dos solos -Adán y Eva-, los primeros seres más desamparados del mundo, unos seres que se encontrarían por primera vez ante la propia desnudez de sus deseos y sus individualidades. Porque ese es el rasgo más humano -el menos divino o trascendental- que subyace en la mitología del relato edénico: la asunción de la individualidad autónoma del ser. La transformación entonces de una entidad sin pensamiento autónomo en entidades ahora libres, es decir, en personas auto-emancipadas para poder ejercer así su propia decisión personal. Aun siendo ésta -o no- una decisión equivocada...  La mitología, el relato sagrado o la leyenda escrita nos pueden orientar sobre cómo sucedió aquel hecho bíblico, qué palabras se dijeron o qué consecuencias produjo. Pero tan sólo el Arte es capaz de llegar más allá de todo eso. Y este pintor alemán del Renacimiento, un artista reconocido más a causa de sus no tan bellas o poco elaboradas imágenes clásicas, es el que ahora consigue aquí, en esta extraordinaria pintura -una de las muchas que hizo en su vida sobre este tema-, reflejar uno de los rostros femeninos más enigmáticos de toda la historia del Arte.

Porque aquí tiene ahora la manzana Adán en su mano -el fruto mencionado por la serpiente como una cosa poderosa, algo muy diferente a lo indicado antes por la Conciencia Divina-, la ha tomado ya en su mano y la posee ahora él decidido. También tomará así él su propia decisión... Pero luego se la presenta a Eva, quiere hacerla a ella partícipe claramente de esa misma decisión que él ya habría tomado antes, o aún no... Pero ella no dice aún nada ni hará nada aún. El creador renacentista alemán obtiene así en su obra un gesto de Eva muy extraordinario: sin inmutarse ella para nada, absolutamente inmóvil en su semblante, sin ninguna emoción en su rostro ni nada que la delate ni la defina sobre alguna posible decisión, ella ahora solo medita... Sin embargo, al final, tomará una decisión que, probablemente, ella deseaba ya en su interior desde mucho antes de haberla tomado, pero que, ahora, sin inmutarse, no diría ni haría nada aún. Así conseguiría Eva -sin proponérselo, o, tal vez, sí, no se sabe- llevar a Adán a que fuese él mismo, y no ella, quien tomase la determinación final y definitiva. Porque, además, aquí, ¿hacia dónde -hacia qué lugar- está mirando ahora Eva? El pintor alcanza a componer en su obra una de las miradas más interesantes de toda la historia del Arte. ¿Qué está pensando ella en este preciso momento? Imposible saberlo. Esta maravillosa forma que tiene el Arte -el pictórico fundamentalmente- de expresar varias cosas en una sola, o miles de cosas diferentes en una única expresión, ha sido utilizada por muchos artistas pero sólo Lucas Cranach el viejo lo llevaría a plasmar tan sutilmente en esta genial creación -sólo en ésta, en ninguna de las otras diecisiete Evas que pintase- para conseguir la mejor forma de expresar un sentimiento íntimo tan indefinido. Uno de los sentimientos humanos más enigmáticos que, sin emoción exterior alguna, pudiera llegar a ser representado así en un rostro femenino. En este caso el recreado por el paradigma femenino bíblico más universal que representa al personaje más legendario, más primigenio y más confuso de Eva.  

(Detalle de la La caída del Hombre, ca. 1537, Lucas Cranach el viejo; Óleo La caída del Hombre (Adán y Eva), ca. 1537, del pintor renacentista alemán Lucas Cranach el viejo, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Detalle del cuadro La caída del Hombre, de Lucas Cranach el viejo)

23 de septiembre de 2014

La evanescencia de la emoción en la vida frente a la perennidad de la emoción en el Arte.



Podemos enfrentarnos a la emoción en el Arte con la certeza de que no nos abandonará, desgarrada, luego de que acabe agotada por la propia esencia fugaz de su naturaleza. Algo que, sin embargo, sí sucederá con la emoción destinada a la vida. Pero en el Arte no porque la emoción en el Arte no se agota en sí misma, ya que no existe de igual modo a como subyace -más bien que existe- la emoción en la vida. Porque en la vida subyace la emoción más que existe. Se encuentra en la vida la emoción al pairo de los vaivenes de las cosas veleidosas, de aquello que es la vida contingente en sí misma, algo conflictivo, sorprendente o azaroso. Pocas mujeres han habido filósofas en la historia, una de ellas lo fue Anne-Louise Germaine Necker, más conocida como Madame de Staël (1766-1817). En el año 1796 escribiría su obra Acerca de la influencia de las pasiones en la felicidad de los individuos y las naciones. El convulso momento que le tocó vivir, la Revolución francesa, fue el marco social inspirador que le serviría de contraste para afrontar sus reflexiones sobre la infelicidad humana. Para Madame de Staël la felicidad es un concepto idealizado para tratar de conciliar con ella los elementos tan contrarios de la vida. Por ejemplo para tratar de conciliar la esperanza y el temor, o la actividad y la quietud, o la gloria y la calumnia, o la grandeza y la falsedad, o el amor y la inconstancia. La ambición es una pasión egoísta que llevará al uso de cualquier cosa para satisfacer los fines más personales. Esa emoción egoísta se sobrepone a veces por encima de los valores sociales o políticos y acabará triunfando sobre otras pasiones afines menos demoledoras. La piedad, como una cualidad más social que individual, la destacaría Madame de Staël por entonces -pleno momento de violencia social revolucionaria- como un valor para la reconciliación entre los franceses, dadas las experiencias tan terribles vividas después de las heridas de la Revolución. Pero, sobre todo, trataría ella de explicar algo tan moderno como es la insatisfacción producida por la emoción en los humanos. En su obra literaria nos dejaría escrito este pensamiento agudo y demoledor: Nada hay más penoso que el instante que sucede a la emoción; el vacío que deja tras de sí nos causa mayor infelicidad que la privación misma del objeto cuyo deseo nos excitaba antes; lo más difícil de soportar para un jugador no es haber perdido sino dejar de jugar.

John William Godward (1861-1922) nació en un hogar victoriano de clase media con profundas convicciones y ambiciones materiales y sociales. En un lugar así, tan ausente de espiritualidad vital y artística, vería la luz uno de los seres más imbuidos de un sentido clásico de Belleza, de una forma genuina de contemplar la vida con una permanente, emotiva, trascendente, sugestiva, sensual o prodigiosa manera de hacerlo. Luego de enfrentarse a su familia para no ser un exitoso empleado de finanzas más -como lo eran su padre y hermanos-, se marcharía a la artística y sublime Roma donde se consagraría a lo más inalcanzable para él en la vida: plasmar la belleza emotiva de lo inasible. Una belleza emotiva guarecida ahora entre los trazos de su creación artística tan sublime. Porque la belleza emotiva es algo posible de conseguir y mantener tan solo con el Arte, al menos con aquel Arte armonioso, bello y sensible que él había aprendido de sus neoclásicos maestros. Pero nacería el pintor inglés en el momento más equivocado de todos. Su espíritu no supo asimilar el rechazo de una sociedad vertiginosa que evolucionaba demasiado rápido hacia el abismo de una fealdad estética: por entonces el advenimiento del Arte más moderno, el Dadaísmo, frente al más bello y amado Arte clásico. El día 13 de diciembre del año 1922, en su estudio 410 de Fulham Road, al sudoeste de Londres, sería hallado muerto el pintor de la belleza a causa del monóxido de carbono inhalado de un pequeño hornillo indiferente, un instrumento tan mortífero que el propio artista manipularía desbordado y perdido por la infame vida desatenta. 

En la vida, queramos o no entenderlo así, la emoción humana es casi siempre un medio muy sutil y eficaz para tratar de conseguir algún fin deseado por alguien, sea el que sea. El Arte, a cambio, tomará frente a la emoción una posición muy particular y distante, una por cuanto ésta constituirá solo un objeto en sí mismo, pero nada más que eso, un objeto estéticamente más, sin idealización ni solvencia o preponderancia efímera alguna. El Arte no necesitará sentir ensalzado o aumentado su propio sentido cuando termine la emoción que exprese con su alarde primoroso, como, a cambio, sí sucederá siempre en la vida de los hombres. Porque para el Arte no existe limitación, ni temporal ni espacial, para poder llegar a sentir la emoción que exprese indiferente. Para la vida, sin embargo, la emoción es el comienzo de una secuencia vital inevitable y poderosa, un itinerario de un proyecto mucho más grande -prosperar generacional o socialmente a costa de lo que sea, incluso de la propia felicidad personal- que aquel propio sentimiento que se había precisado para sentirla. Simplemente, esto es lo que sucede con la frágil emoción en la vida de los seres humanos. Pero, no así en el Arte, algo que, sin embargo, hallará siempre su sentido excelso en la propia, exclusiva y ferviente emoción, a la vez instantánea y permanente. El grito emocional de la vida es muy breve, se agotará en sí mismo muy pronto, sin embargo. El del Arte se prolongará eterno, pues concentra en ese álgido momento -el que refleja la obra artística- todo el propósito, el genio y el impacto más íntimo y profundo que, sin embargo, la vida no contendrá nunca para siempre.

El ser humano necesita del Arte porque no hallará nunca satisfacción completa tan solo con la vida, algo demasiado simple y vulgar, siempre preocupada de sí misma y de sus cosas, sin gusto, sentido ni espiritualidad. Lo concreto, lo banal -también lo efímero-, excitarán a la vida siempre; lo inseguro, lo misterioso, lo permanente o lo fervientemente emotivo, sin embargo, pertenecerán al Arte eternamente. Es la manera genuina de sentir la emoción, a diferencia de la vida, lo que llevará al Arte a perpetuarla y a no defraudarla, a reencontrarse con la bella emoción cuando el ser la necesite, en el momento preciso en que el ser la necesite... A ver, en definitiva, nuevas sensaciones emotivas a cada ocasión de visionar el Arte sin espanto. La vida ama lo material y perecedero; el Arte ama lo inmaterial y lo eterno. Una diferencia esencial entre la vida y el Arte es que éste último solo piensa en el ser humano. Pero, a cambio, la vida solo piensa siempre en sí misma, en perpetuarse a costa de las emociones, en propagarse genéticamente a pesar de las mismas, en promocionarse a costa de lo bello; también en dar para recibir pronto, en emocionar condicionando al sujeto, en alejarse luego, desdeñosa, cuando termine por entender que su gesto sublime, esa emoción tan deslumbradora que sintiera alguna vez, no pueda ya mantenerse tanto tiempo. En el Arte no. En el Arte sus imágenes de belleza mantendrán siempre la emoción con la promesa de elogiarnos cada vez que la busquemos anhelosos. Porque en el Arte no existirá nunca ningún instante posterior a la belleza... Algo que en la vida sucederá siempre pues sus emociones nos retirarán pronto, desafectas, sus fragancias alegres, placenteras, fervorosas o amorosas. La Belleza -la emoción de la belleza- con el Arte siempre estará ahí para nosotros. No existirá en el Arte ningún vacío después de la belleza. Tan sólo podrá existir la libertad de dejar de querer mirar o de sentir alguna vez sus escondidas, misteriosas o veladas, emociones absolutamente sempiternas.

(Todos óleos del pintor neoclásico John William Godward: Detalle de su obra Venus anudándose una cinta en su cabello, 1913; Obra completa Venus anudándose una cinta en su cabello, 1913; Cuadro Joven con vestido amarillo drapeado, 1901, Colección particular; Obra Pensamientos lejanos, 1892; Óleo Belleza clásica, 1908, México.)

1 de septiembre de 2014

La contradicción estética de la imagen: el caballero medieval frente al héroe clásico.



El rescate de la bella joven maniatada y forzada a sucumbir ante el mal, había sido una mitología recurrente en todas las épocas y culturas de la humanidad. El mito griego lo contaba con la gesta del héroe Perseo y su bella rescatada Andrómeda. La leyenda es tan antigua como la mitología: una bella joven es obligada a sacrificarse a causa de la hybris -la humana vanagloria imperdonable por los dioses- de su madre -Casiopea- por presumir de la belleza de su hija -Andrómeda- ante las bellas nereidas del dios del mar Poseidón. Pero no es ella ahora la víctima directa de los dioses, éstos solo desatarán el horror en el reino de su padre Cefeo, el cual consulta pronto al oráculo para saber qué hacer para calmarlos. El oráculo le aconseja entregar a su hija Andrómeda a los dioses, sacrificarla a Poseidón atándola a una roca frente al mar tormentoso. En el mito antiguo, sin embargo, no había ninguna llamada a su rescate, nadie se atrevería entonces a eso, ni se le ocurriría; tampoco habría una búsqueda anterior de una belleza..., una belleza ahora a rescatar ante las fuerzas malignas de los designios contingentes. Nada de todo eso obligaría entonces a que existiese un héroe antes de que exista, incluso, una posible rescatada.

Porque el héroe griego Perseo únicamente pasaba por allí. Su objetivo no era otro que luchar contra las gorgonas y los enemigos de su herencia materna. Él es el héroe más grandioso de la mitología helena. Un ser sin debilidades ni errores, sin atropellos, sin falsedades, sin omisiones, sin vanaglorias, sin deseos equivocados, sin necesidades especiales, sin complejos; sólo el héroe sin condiciones, el héroe que lucha desde los dos aspectos de su propia existencia: su mitad divina -hijo de Zeus- y su mitad humana, agnegada y eficiente -la de la bella y mortal Dánae-. De regreso por conseguir la cabeza de la Medusa -arma terrible y poderosa-, Perseo ve a Andrómeda atada y gritando frente a las olas poderosas del mar. Y entonces decide rescatarla. Esta curiosa circunstancia llevaría a los dos a unirse luego para siempre. De hecho, la historia excelsa de ambos es eternizada en dos grupos de estrellas refulgentes en el cielo, dos luminarias estelares que recordarán la belleza elogiosa de sus vidas: las constelaciones de Perseo y Andrómeda.

Sin embargo, hay otra leyenda de rescate, la medieval de los caballeros errantes o andantes, personajes inspirados que trataban de luchar contra los feroces seres que atormentaban, violaban o vejaban a las bellas doncellas de sus reinos. Pero aquí no es como en el mundo clásico de antes. Aquí la belleza enajenada, representada ahora por la joven dama atropellada, es la búsqueda en sí misma. Una búsqueda que, desde antes incluso de ser ella ultrajada, el caballero medieval -un héroe no accidental, al contrario que Perseo- lleva en su propio sino vital desde siempre y que incluye tanto deseo como destino personal por alcanzar un objetivo tan sublime. El Arte nos ayuda ahora a comprender la dicotomía estética y ética entre las dos figuras legendarias del héroe rescatador: el medieval y el clásico. El gran pintor barroco Rubens comenzaría su obra Perseo liberando a Andrómeda pocos meses antes de morir. De hecho la obra hubo de ser finalizada, al dejarla inacabada el creador flamenco, dos años después por otro pintor flamenco seguidor suyo: Jacob Jordaens (1593-1678).

En la obra barroca vemos a Perseo vestido con los ropajes guerreros de la época del pintor -habitual en la pintura Barroca-, es decir, con la armadura de refinados engarces articulados o exquisitos acabados de metal bruñido, elementos sofisticados de protección sólo para destacados militares. Se ven aquí prendas de los tejidos de moda del tiempo del pintor: como la capa, la camisa o el faldón bajo renacentistas, vestimentas que humanizan y modernizan además al guerrero y al héroe. Vemos a Andrómeda desnuda -propio de la representación iconográfica de la mujer rescatada-, muy voluptuosa, entregada decidida por completo a su salvador. Que sonríe al ser liberada y demuestra así, con su gesto afirmativo, el sentimiento inevitable de amor ante la presencia inesperada de su héroe. Ambos se miran y se acercan -la pierna derecha de él roza segura la izquierda de ella-, y hasta el pequeño dios Cupido -el dios de la unión irrefrenable- aparece en la imagen como enlace seguro ante dos seres encontrados ahora, curiosamente, sin un motivo anterior que los hubiese unidos. 

La otra imagen de rescate, la del pintor prerrafaelita -tendencia que admira y elogia la edad media- John Everett Millais (1829-1896), representa el rescate medieval del caballero andante, del guerrero cortesano o del noble personaje que, a cambio del héroe de la antigüedad clásica, sí que busca rescatar a su heroína. Aquí los papeles se cambian: ella es ahora la heroína de él. Porque él solo es aquí un caballero errante que buscaba, deseaba o anhelaba a ella desde mucho antes de encontrarla. La figura del caballero andante es originada en la Edad Media (siglos XI y XII). Y lo fue entonces por las combinaciones de tres características de la sociedad medieval, cosas mediatizadas por una cristiandad fortalecida que llevó a la época un sentido más espiritual o trascendente. Por un lado, es el soldado que debe luchar para salvar a la cristiandad del infiel, en este caso el musulmán impenitente y avasallador. También es el cortejo y el respeto por la dama, por la mujer como símbolo de lo más sublime, un objeto sagrado que determinaría incluso su propio sentido existencial. Por tanto, un sentido de amor trascendente, de sentimiento espiritual que el ser sublima para alzarse ahora ante lo material o terrenal de la vida. Algo que llevaría al caballero medieval a justificar su fuerza ante la lucha y ocasionaría, además de esa espiritualidad, la oportunidad de favorecer un eficaz amor más sensual o terrenal en este mundo. El caballero errante es garante además de los oprimidos -de las doncellas, los huérfanos, las viudas- frente a la malicia pecaminosa de otros caballeros o seres desalmados, no como él.

La obra de Millais es interesante porque retrata un mundo medieval a la vez que lleva también a expresar, de modo subliminal, la sociedad tan reprimida del pintor. Detalles como el sentimiento amoroso existente en el momento en que se elabora la pintura, una sociedad decimonónica muy reprimida en afectos y en sexo. Pero además también como reflejo de una espiritualidad medieval extraordinaria (el siglo XII fue uno de los siglos más espirituales de la historia). Aquí el caballero viste la armadura completa de un guerrero medieval, solo vemos de él el rostro y las manos. Y así, protegido y respetuoso, se acerca el caballero a su dama, una mujer vejada y magullada por unos sanguinarios asaltadores que no aparecen en la obra. La bella mujer desnuda se muestra atada al tronco de un abedul, una gruesa figura material que se interpone aquí -representación de la represión sexual decimonónica- como una infranqueable barrera entre una dama deseosa y su anhelante caballero inhibido. Ella no mira aquí, como sí lo hacía la rescatada en la versión clásica, a su rescatador. Todo lo contrario, oculta su mirada, avergonzada de ser hallada así, de este modo tan humillante. Sin embargo, la espiritualidad de la representación -o el pudor del momento- no deja esconder el deseo más oculto: el anhelo sexual del caballero por su bello objeto rescatable. Algo que él mismo deseaba desde mucho antes de ser el objeto rescatado un sujeto rescatable. Porque a diferencia de Perseo -que solo mira las ataduras de Andrómeda-, el caballero medieval mira aquí a ella claramente. La mira con cierto temor vago, con cierta suspicacia indefinible, algo que no puede evitar el caballero ante la confusión que el propio objeto de deseo le produce: la dualidad de un ser -la tímida y voluptuosa dama rescatada- que representa aquí tanto al mundo trascendente -la belleza sublime, eterna y perseguida- como al mundo terrenal, sensual o más humano del deseo más erótico y ferviente.

En su fascinante novela El lobo estepario (1927), el escritor Hermann Hesse nos relata también esa dualidad de amor trascendente y deseos terrenales: Mientras nosotros estábamos abismados calladamente en los juegos afanosos de nuestro amor, perteneciendo el uno al otro más íntimamente que nunca, se despedía mi alma de María y de todo lo que ella me había significado. Por ella aprendí a entregarme infantilmente en el último instante al jugueteo de la superficie, a buscar las alegrías más fugaces, a ser niño y bestia en la inocencia del sexo, un estado que en mi vida anterior sólo habría conocido como excepción rara, pues la vida sensual y el sexo habían tenido para mí casi siempre el amargo sabor de la culpa, el gusto dulce, pero timorato, de la fruta prohibida ante la cual debe ponerse en guardia un hombre espiritual. Ahora Armanda y María me habían enseñado este jardín en toda su inocencia; agradecido, había sido yo su huésped; pero pronto se hacía tiempo ya para mí de seguir andando, resultaba demasiado bonito y demasiado confortante este jardín. Seguir aspirando a la corona de la vida, seguir purgando la culpa infinita de la vida, era lo que me estaba reservado. Una vida fácil, un fácil amor, una muerte fácil, no eran cosas para mí.

(Óleo del pintor prerrafaelita inglés John Everett Millais, El caballero errante, 1870, Tate Gallery, Londres; Óleo barroco del pintor Rubens, finalizado por Jacob Jordaens, Perseo liberando a Andrómeda, 1642, Museo del Prado, Madrid.)