Mostrando entradas con la etiqueta Eros y la Imagen. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Eros y la Imagen. Mostrar todas las entradas

24 de julio de 2019

De sentir a pensar, de emocionar a racionalizar, de sublimar a liberalizar, así se cambió de pintar hace doscientos años.



Hay tres momentos trascendentales en el Arte, tres situaciones temporales en la historia que modificaron absolutamente la forma de expresión artística. El Renacimiento fue la primera, un periodo situado a finales del siglo XV; el Arte Moderno fue la última, un periodo situado a comienzos del siglo XX. Pero hubo otro momento decisivo, el segundo momento trascendental, que coincide con el Romanticismo y se sitúa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Fue un momento muy interesante porque no rompió nada o no revolucionó nada, realmente, en la forma de pintar, como sí hiciera el Arte Moderno o el Renacimiento con sus antecesores. Entonces sucedió que fue el modo no la forma, fue el talante artístico no el concepto, fue el pensamiento no la manera de expresarlo, fue el sentido no el fin plástico. Y no fue el fin porque el Arte seguiría planteamientos clásicos nada evolucionados plásticamente. Pero el sentido de crear algo expresivo o de comunicar algo diferente con lo más intangible fue lo que, verdaderamente, se transformaría en los albores del siglo XIX. El Romanticismo fue solo el disparadero, ya que éste generaría diversos herederos creativos en otras tendencias o maneras de expresar las cosas, algo que variaba de cómo se había hecho antes. El pintor británico George Richmond (1809-1896) es un ejemplo curioso y representativo de esa etapa artística. Completamente fascinado por su maestro romántico William Blake, seguiría ahora el movimiento Los Antiguos. Esta tendencia estuvo formada por seguidores del arte arcaico y espiritual de Blake. Miraban al pasado para componer ahora sus obras no como en el Renacimiento o en el Barroco sino de otra forma distinta. El motivo era el mismo pero la forma era totalmente diferente.

Cuando se había alcanzado ya el dominio del color más perfecto, de la forma más maravillosa que el clasicismo barroco había conseguido en el Arte, luego, en el momento que el Romanticismo revolucionara el Arte para siempre, los creadores necesitaron expresar las cosas de otro modo. El trasfondo era el mismo y las historias eran las mismas; es más, la historia pasada era buscada y necesitada para expresar las mismas cosas pero ahora de forma distinta. Cuando George Richmond quiso componer la leyenda evangélica de la mujer samaritana no duda en hacerlo justo de un modo opuesto a como se había hecho antes. Pero, sin embargo, el escenario era el mismo: la Samaria palestina bíblica de la época de Jesús. El mismo que el Arte había compuesto siempre de esa parábola sagrada. Jesús se dirige a Galilea desde Judea y debe pasar por la región de Samaria, un lugar poco ortodoxo en la religión hebrea de entonces. Tiene sed y ve de pronto una mujer en un pozo. Al pedirle agua se sorprende de que un judío ortodoxo (Jesús era un rabí judío) se dirija a ella, judía heterodoxa. Jesús aprovecha para ofrecerle ahora el agua espiritual de una sed que ella ignora. Cuando los pintores clásicos del Renacimiento o el Barroco compusieran obras parecidas mostraban siempre el carácter tradicionalmente sagrado de un momento como ese. El Guercino (1591-1666) crearía en el año 1640 su óleo Jesús y la mujer samaritana con los perfiles correctos de su clasicismo barroco. La perfección en el diseño de la obra, en el celaje, en los vestidos plisados, en las miradas, en los objetos, en el brocado del pozo marginal y perfecto. El ademán de Jesús, dirigido a ella ahora es el tradicional en la figura sagrada: muestra su mano derecha con su dedo índice hacia arriba indicando así el mundo trascendente que puede calmar la sed necesitada.

Es esa la representación paradigmática de la expresión clásica de una forma comprensible de salvación espiritual expresada en una obra. La receptora del mensaje está ahora escuchando, sorprendida y temerosa, el sentido trascendente. Sorprendida porque no lo espera de un judío; temerosa porque comprende que debe ser la verdad ahora lo que escucha. Menos de doscientos años después, en el año 1828, el pintor George Richmond compone su obra Cristo y la mujer de Samaria. Basado en el mismo capítulo de Juan evangelista, sin embargo el pintor británico crea una imagen donde la metáfora es transformada sutilmente. El pasado se reivindicaba ahora con todo lo que suponía de verdad y de autenticidad, pero se mostraría a su vez de otra forma el mensaje o la metáfora. Jesús se humaniza más en su postura, está más relajado y sentado además frente al hierático semblante de la anterior figura en pie de El Guercino. La samaritana está ahora ensimismada, pensando más que escuchando, racionalizando más que emocionando, lo que se le transmite sereno. Su figura contrasta absolutamente con la barroca de antes, ahora no lleva ella una jarra ni nada en su regazo, hasta descubre el pintor uno de sus senos bellamente. ¡Qué audacia para una imagen tan representativa de lo sagrado! Pero es que esa fue la revolución que se llevaría en el Arte por entonces: se pasaría de emocionar con los colores a racionalizar con la forma. La obra de Richmond parece incluso más arcaica que la de El Guercino, con esos rasgos medievalistas tan antiguos. Pero era en lo único que eran antiguos, en los rasgos, porque en todo lo demás consiguieron expresar entonces las cosas de una forma completamente avanzada. Hasta la mano de Jesús en la obra del año 1828 se pinta dirigida también, como entonces. Ahora su dedo índice de su mano derecha está pintado, como entonces, para señalar algo claramente. Pero ahora no como en la obra barroca, hacia el cielo, sino justo lo contrario, hacia la tierra, hacia un suelo donde ahora transita el agua que da vida al mundo. 

(Óleo Cristo y la mujer de Samaria, 1828, George Richmond, Museo Tate Gallery, Londres; Cuadro Jesús y la mujer samaritana, 1640, El Guercino, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

5 de junio de 2019

Las libertades representativas del manierismo nórdico y su imaginación sorprendente.




Cuando el Manierismo estaba en su mayor apogeo, segunda mitad del siglo XVI, los pintores del norte de Europa (flamencos y holandeses) desarrollarían su peculiar manierismo nórdico. Cuando en el sur de Europa los temas más tratados en ese estilo eran religiosos, los pintores norteuropeos se inclinaron más por asuntos mitológicos o, los más moderados de ellos, por una temática antiguo-testamentaria donde las leyendas de la antigua Israel tan sensuales podían utilizarse sin arañar demasiado la sensibilidad puritana. El Segundo Libro de Samuel describe el momento en el que el rey David ve por primera vez la belleza de Betsabé: David se quedaría en Jerusalén. Una tarde el rey se levantó de su cama y se puso a pasear sobre la terraza de su palacio, vio entonces desde ahí a una mujer muy hermosa que se estaba bañando.  Este fragmento bíblico ocasionaría un motivo iconográfico fundamental en el Arte europeo: la alegoría más expresiva de la visión de la belleza, del Arte mismo. Porque el rey David mira ahora pero no es visto; desea ahora y acabará poseyendo lo mirado. Y esto es una fiel representación metafórica de lo que es cualquier admirador del Arte -de nosotros-  al experimentar lo mismo que el rey israelita sintiese en su ávida visión de una belleza.

Cornelis van Haarlem (1562-1638) es uno de los mejores pintores manieristas de la historia del Arte. Extraordinario seguidor de la escuela de Haarlem, pero también de la de Amberes, el lugar más frenético del Arte manierista del norte, mezcla por entonces tanto del estilo flamenco como del italiano. Los pintores norteuropeos fieles a esa tendencia simbiótica de estilos nunca desecharon los colores, las formas, la elegancia, la sensualidad ni la desenvoltura de los maestros italianos. Para cuando Cornelis pintase su obra Betsabé en su baño, el siglo XVI empezaba a declinar. En el año 1594 los pintores italianos comienzan a vislumbrar el naturalismo de Caravaggio y su fortaleza compositiva tan realista. Pero Cornelis sigue siendo un enamorado de la belleza sugerente así como de la belleza misteriosa más interiorizada o subjetiva. Para el pintor holandés el Arte no tiene razón de ser si lo que expone en sus obras es la representación más realista, cruda o explicitada de la vida. Aun de una mitología sagrada, aun de una historia consagrada por la transcripción textual de una enseñanza bíblica, fiel además a la deriva impenitente de lo más humano: el irrefrenable deseo pasional o sexual. Porque la pasión calculada del rey David (luego de ver a la esposa de Urías decide el rey poseerla pensando hacer desaparecer al marido) es una forma intelectualizada de deseo. Como lo es el Arte al fin y al cabo. También lo es acabar poseyendo esa belleza, porque el Arte es una forma de belleza que acabaremos aprehendiendo luego de mirarla deseoso. 

Trescientos años después, y algunas tendencias entre medias, Gérôme (1824-1904) compone en el año 1889 su lienzo Betsabé, pero, para entonces, lo hace el pintor francés con un manifestado y explicitado modo de hacerlo todo totalmente diferente y opuesto al de Cornelis van Haarlem. En la obra realista academicista de Jean León Gérôme la visión reflejada del mensaje bíblico es conforme a lo textual: el rey David está admirando desde su terraza el cuerpo desnudo de Betsabé mientras se baña junto a su sirvienta. Sólo el cielo los separa ahora con sus tornasolados trazos magistrales. Porque la pequeña y lejana figura de David y su objeto de deseo están en la línea de un punto de fuga tan erótico y manifiesto como la obra fija, sin secretos, todo su sentido erótico justificado. Pero en la pintura manierista no es esto así. En la obra manierista no hay línea de fuga erótica, pero, a cambio, sí hay misterio y suspense. Para los pintores como Cornelis la verdad explicitada de la realidad no es razón para plasmar belleza en un cuadro. La belleza es autónoma en el Manierismo, no dependerá de ninguna mirada directa, salvo la del espectador ajeno -fuera del cuadro-, es decir, de nosotros mismos. La belleza manierista no es ni exagerada ni desenvuelta, por tanto no es mirada ni atropellada (por otros personajes) claramente en el cuadro. Entonces, ¿cómo llevar a cabo una representación artística que se basa ahora precisamente en la utilización de la mirada como justificación? En la obra de Gèrôme el palacio de David está visible a la izquierda, y con él al rey David, que lo vislumbramos ahora sin error. Pero, ¿y en la obra de Cornelis, dónde está el rey israelita? Veremos el palacio de David, pero no a éste, al fondo de la obra en unos trazos ahora apenas en grisalla, demasiado lejos como para poder ver la belleza desde allí...

El Manierismo es la representación del Arte más puro jamás realizado. Arte donde lo intelectual y lo sensual se dan la mano sin ruptura, sin límites, sin fisuras, sin aditamentos extraños a una manifestación de belleza trascendente. Belleza material y sensual, pero que ahora irá más allá -que trasciende- de los referentes reales o más naturales de lo bello. Por eso en la obra manierista de Cornelis no vemos al rey David. Solo vemos un paisaje frondoso -el bosque acogedor simbólico de belleza inmaculada-, vemos los desnudos señalados o por el marfil más blanco y puro o por el azabache más negro y misterioso. También vemos un paisaje y fuentes estatuarias, pero, sin embargo, la ausencia imperceptible de un cielo, algo ahora que no vemos porque no es aquí la belleza... Betsabé está siendo lavada por dos personajes en Cornelis, cuando  en Gèrôme solo hay una sirvienta. En el Manierismo la belleza es compartida por todos los personajes posibles, no solo por el principal. En el Academicismo, a cambio, el personaje protagonista es solo lo importante. Es esto, disponer de dos sirvientas, otra libertad que se tomaría Cornelis para componer su obra, porque Betsabé no era más que la mujer de un mero soldado de Israel, no una gran señora. Sin embargo, el pintor manierista va más allá en su intelectual y bella tendencia metafórica. La belleza sugerida es acentuada en un simbólico triángulo de cuerpos alternados de belleza, un triángulo donde dos cuerpos blancos son realzados por el bello y exótico cuerpo negro de la sirvienta. Pero no bastaría esa belleza, porque ahora el cuerpo blanco de la mujer atendiendo al baño de Betsabé tiene una apariencia algo masculina. Todo un alarde misterioso y magistral para representar la presencia visual tan necesaria de aquella metáfora admirativa. Es este cuerpo aquí la representación de la figura transpuesta del rey David. Es esa representación que exigirá la imprescindible situación de un personaje en una obra cuya justificación solo tendría sentido si, para que exista una belleza observada, debería existir también un observador que la admirase...  Como en el Arte. 

(Óleo Betsabé en su baño, 1594, del pintor manierista Cornelis van Haarlem, Rijksmuseum, Ámsterdam; Cuadro del pintor academicista Jean León Gèrôme, Betsabé, 1889, Colección Privada)

26 de mayo de 2019

Alegoría del deseo en el ocaso de una vida longeva en el Arte.




En el museo de Historia del Arte de Viena existe una misteriosa y sublime pintura de Tiziano, La Ninfa y el Pastor. Fue Tiziano uno de los casos más sorprendentes en el Arte: mantuvo su genialidad por casi cien años de vida. Nacido en 1477 en Cadore y fallecido en Venecia en 1576, vivió un periodo de lo más revulsivo, inspirador y creativo en el Arte. Ver sus obras es ver una evolución magistral, algo lógico en el devenir tan prolongado de un genio tan excelso como Tiziano. Cuando observé esta obra navegando virtualmente no sabía, al pronto, de qué autor era la pintura que veía absorto. Si conocemos más o menos las obras representativas de Tiziano, sus Dánaes, sus Venus, etc., era difícil identificar esta obra con su autoría clásica. Pero es casi mejor que la ignorancia del autor no condicione el gusto inicial por ver la obra. Y era difícil porque los rasgos faciales de las protagonistas de sus desnudos de obras compuestas diez o quince años antes son muy diferentes. También el paisaje y la pincelada, mucho más gruesa ahora así como el tono más sombrío. Todo menos perfilado o correcto a como lo hiciera antes, siguiendo las normas renacentistas más clásicas, y, por lo tanto, con un cierto modernismo ahora para la época, algo, sin embargo, muy sugerente e innovador.

Interesante obra donde la belleza está ahora en otras cosas. Pero, ¿en dónde? Es una belleza original llevada a cabo en las postrimerías del Renacimiento, entre los años 1570 y 1575. Y realizado además por uno de los creadores más paradigmáticos en cuanto a belleza clásica fijada en un lienzo. En un paisaje no muy sugerente o atractivo, se sitúan dos personajes mitológicos: una ninfa y un pastor. Se habrían tratado de identificar su relación con algunos personajes mitológicos conocidos, por ejemplo, en el caso de ella, Diana o Venus; y en el caso de él, Endimión o Eneas. Pero, nada, no hay posibilidad más que de una arbitrariedad interpretativa. Son lo que parecen, no lo que pensamos que podrían parecer. Y lo que parecen es: una ninfa y un pastor. Ella no tiene pinta de diosa y el no la tiene de héroe. No hay más que mirar. Al final de su vida Tiziano fue en todo más simple, aunque fuese más complejo en la interpretación de su contenido. La figura de la ninfa, porque es una ninfa lo que parece, nos muestra todas las características de este tipo de personaje: sugerencia erótica evidente, una cierta vulgaridad, desinhibición y naturalismo (personajes campesinos o naturales más que urbanos o sofisticados). En el caso del pastor, porque es un pastor lo que parece, el cuadro señala los elementos propios de estos personajes: vestidos con ropajes simples, posición servil (impropio de héroes), los cabellos adornados por ramas y una flauta en ristre.

Las representaciones de ninfas desnudas, sugerentes y solas interactuando con un pastor tienen una connotación erótica evidente. En este caso además el gesto de la ninfa es claramente seductor. ¿Hay un objeto iconográfico más deseable cuando se expone así? Independientemente de la belleza. Porque aquí son los símbolos eróticos y no otra cosa. Pero esos símbolos son acentuados por la posición, el gesto y la mirada. Es lujuria, deseo, y no otra cosa. En el caso de él, sin embargo, hay una interpretación diferente. Aislemos el personaje masculino: no es más que un pastor que desea tocar su flauta y mira embargado de amor, no de deseo. Es sentimiento el proceso de su actuación contenida. No hay impulso, no hay contacto, no hay gesto exaltado de pasión. Pero en ella sí. La insinuación y la disponibilidad en ella son evidentes. Hay un contacto expresivo de comunicación no verbal que indica un deseo inevitable. Pero no hay contacto ni intención. Tanto es el deseo que el pintor siente la necesidad de tocar el cuerpo de la ninfa. Y lo toca él, lo está tocando el pintor... Porque la mano que toca el brazo derecho de la ninfa, ¿de quién es? ¿Del pastor? Imposible. ¿De la ninfa? ¿Es ella misma la que se toca a sí misma? Pero es que no parece ser su muñeca ni su mano, ¿o sí? Aunque es la única posibilidad real, porque no hay nadie más que ellos dos ahí representados. Sin embargo, no es muy conforme a la belleza de los gestos renacentistas esa torsión tan forzada. Pero, si lo fuera, ese gesto de ella reforzaría el deseo, aumentaría la emoción lujuriosa de ese momento crítico. Siente ella la necesidad de tocarse para comunicar la sintonía erótica que siente de ser tocada.

Hay otras cosas más en la obra de Arte que representan erotismo o lujuria: las pieles, vivas o muertas, de animales salvajes. En un caso sobre la que ella descansa, la piel de un tigre bajo su formidable cuerpo deseoso, en otro la piel viva de una cabra que se apoya, enhiesta, en un tronco roto. ¿Por qué el árbol está ahora así, roto por la mitad? En otra obra muy anterior de Tiziano, Alegoría de las tres edades de la vida, se observa también un árbol roto y deteriorado. Entonces había que representar los diferentes momentos de una vida humana: entre ellos la finitud, el fin de la vida. Por eso la figura simbólica de un árbol raído y a punto de morir. Pero, ¿y aquí, en esta obra de ninfa y pastor, dónde está la decadencia? En el pintor. Un creador que fue capaz de sentir tanto la belleza, la emoción física de la atracción de la belleza, ¿cómo pudo conciliar esa fuerza arrolladora de años de irrefrenable inspiración con el lógico apaciguamiento de su deseo? Hay que pensar que, al menos, el pintor tendría ochenta y cinco años al pintar esta obra. Tal vez por esto compuso una visión no armonizada con el deseo. El pastor admira y quiere agradar con su música -su Arte- la belleza inconteniblemente erótica y salvaje de su adoración. Sólo eso. Ella, sin embargo, es la modelo más deseosa e insinuante de todas las que el pintor veneciano crease en su larga y creativa vida. Un homenaje más que una alegoría al deseo de la belleza, esa belleza que el pintor pudo componer al final de su elogiosa y fértil carrera artística.


Lo que mueve al santo,
la renuncia del santo
(niega tus deseos
 y hallarás entonces
lo que tu corazón desea),
 son sobrehumanos. Ahí te inclinas, y pasas.
 Porque algunos nacieron para santos
 y otros para ser hombres.

Acaso cerca de dejar la vida,
de nada arrepentido y siempre enamorado,
y con pasión que no desmienta a la primera,
quisieras, como aquel pintor viejo,
una vez más representar la forma humana,
 hablando silencioso con ciencia ya admirable.

 El cuadro aquel aún miras,
 ya no en su realidad, en la memoria;
la ninfa desnuda y reclinada
y a su lado el pastor, absorto todo
de carnal hermosura.
El fondo neutro, insinuado
 por el pincel apenas.

La luz entera mana
 del cuerpo de la ninfa, que es el centro
del lienzo, su razón y su gozo;
la huella creadora fresca en él todavía,
la huella de los dedos enamorados
que, bajo su caricia, lo animaran
con candor animal y con gracia terrestre.

Desnuda y reclinada contemplamos
esa curva adorable, base de la espalda,
donde el pintor se demoró, usando con ternura
diestra, no el pincel, más los dedos,
con ahínco de amor y de trabajo
que son un acto solo, la cifra de una vida
perfecta al acabar, igual que el sol a veces
demora su esplendor cercano del ocaso.

Y cuando había amado, había vivido,
había pintado cuando pintó ese cuerpo:
cerca de los cien años prodigiosos;
mas su fervor humano, agradecido al mundo,
inocente aún era en él, como en el mozo
destinado a ser hombre sólo y para siempre.

Luis Cernuda (Poeta español, 1902-1963)
(Versos inspirados en este cuadro de Tiziano)

(Óleo La Ninfa y el Pastor, 1570-75, Kunsthistorisches Museum, Viena; Pintura Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1565, Museo del Prado, Madrid; Óleo Venus recreándose con el Amor y la Música, 1555, Museo del Prado, Madrid; Todas obras del pintor renacentista Tiziano.)

22 de junio de 2018

Cuando la idealización nos confunde, nos aleja o distorsiona la idea, sin embargo, de la propia realidad.




La hermandad prerrafaelita no fue una tendencia artística propiamente, sino una asociación de creadores que buscaron enfrentarse a la pujante definición académica de lo que por entonces -mediados del siglo XIX- debía ser considerado Arte. Para entenderlo mejor se debe situar esa forma de pintar -como reacción- en el contexto de una sociedad brutalmente industrializada que financiaba y justificaba un tipo de Arte clásico encumbrador de belleza. Porque esa sociedad sofisticada que mantenía y soportaba el clasicismo académico -lo contrario del Prerrafaelismo- combinaba autocomplacencia con falsa belleza ilusoria. Los creadores prerrafaelitas dejaron claro con sus principios estéticos lo que entendían debía ser considerado Arte. Primero, debía expresar ideas auténticas y sinceras, algo que la sociedad había dejado de hacer desde hacía siglos. Segundo, debía fijarse en la naturaleza para componer un escenario natural libre de artificios banales. Tercero, debía buscar las ideas estéticas en las formas del periodo anterior al siglo XVI, cuando el Arte era puro, sin matices de sofisticación artificiosa. Por último, debía buscar la perfección en la creación, pero entendida no desde un punto de vista formal sino conceptual. Es decir, buscaban la perfección en la idealización estética, no en el entramado plástico -ya determinado en el clasicismo-, con el que solo se alcanzaba una meta estética elaborada y sofisticada.

Era evidente que existía por algunos críticos, poetas o artistas un rechazo a la sociedad industrial, que  transformaba la vida, las emociones, la estética y los valores de los humanos, atribulados por una sensación de absorción asfixiante de una estética (paisajes urbanos carentes de belleza junto a una idealización clásica de Arte encorsetado) que sobrepasaba las ideas entusiastas de unos espíritus artísticos que veían en el pasado la mejor alternativa a un mundo insensible e industrialmente vertiginoso. Y entonces una idealización sustituyó a otra...  Se admiraba la Edad Media como modelo de sociedad más sincera, ferviente de principios estéticos, sociales, éticos y económicos elogiosos. El pensador escocés Thomas Carlyle influiría en la idea prerrafaelita. Para este crítico las riquezas materiales son una falsedad porque conducen a una crisis personal de la que solo puede salvar un idealismo espiritual. Así que los prerrafaelitas y sus adeptos llevaron su estética a una idea de rechazo y de amor, es decir, rechazo a una sociedad y amor a una idea.

Cuando en octubre del año 1857 uno de los creadores más insignes de esa hermandad artística, Dante Gabriel Rossetti (1828-1882), viese en un teatro de Oxford a la joven Jane Burden (1839-1914), comprendería que su etérea imagen femenina era parte de aquella idealización estética con la que habían perseguido hallar una belleza elusiva, efusiva y distante. De ese modo se convertiría Jane Burden, una joven de muy bajo extracto social, en la deseada modelo de una nueva forma de componer belleza. Rossetti la pintaría como paradigma de su estética prerrafaelita, pero también otro anhelado creador adepto la pintaría, aunque ahora además con una amorosa admiración personal irresistible. Lo hizo también en un sentido de justificar su estética con una apasionada forma de sugerir una perfección social en la idealización exagerada de una forma de vida diferente. William Morris (1834-1896) era un artista al modo de aquellos renacentistas anteriores a Rafael (lo que es el prerrafaelismo) como, salvando las distancias, el genial Leonardo da Vinci lo fuera. Arquitecto, poeta, escritor, pintor, diseñador y activista social, Morris anhelaba un mundo que nada tenía que ver con el que vivía. Cuando pinta a Jane Burden en su obra La Bella Isolda descubre en ella la belleza idealizada que su idea estética de perfección habría provocado en su pensamiento socialmente progresista. Se comprometen ambos y acabarán viviendo una relación desentonada y desequilibrada tanto en emociones como en pasiones. Ella vió en él la posibilidad de un progreso que su vida necesitaba y él en ella aquella idealización que tanto anhelase y buscase en el mundo. 

En el año 1890 William Morris escribiría una novela utópica, Noticias de ninguna parte o una era de reposo.  En esos años finiseculares del siglo industrial más vertiginoso, Morris deseaba expresar una ensoñación utópica y vital para una humanidad por entonces despiadada, descarrilada e infame socialmente. Y entonces imagina cómo debería ser la sociedad ideal un siglo después, en el año 2000. Es una visión idealizada de un mundo futuro carente de conflictos sociales, sin clases que se enfrenten y sin objetos materiales que condicionen la dulce convivencia. Pero no lo hace desde la evolución sosegada de una mejora sostenida sino desde la transformación absoluta de las cosas: sin industrias, sin escuelas, sin matrimonios, sin grandes ciudades... Algo que para su sensación tan idealizada de la vida conllevaría el enfrentamiento absoluto con la única sociedad que existía. Un escritor británico, Chesterton, elogiaría su deseo, pero, a cambio, pensaría que era del todo inconsistente ya que hacer una reforma de algo que no se ama es difícil de llevar a cabo solo ahora desde el odio...  Porque cuando idealizamos alguna cosa corremos siempre el riesgo de vituperar (des-idealizar) alguna otra. Decía Chesterton de Morris al criticar éste la sociedad tan abrumadora de entonces: A menos que el poeta pueda amar al monstruo tal como es, y pueda sentir, con algún grado de generosa excitación, su gigantesca y misteriosa alegría de vivir, la escala inmensa de su anatomía de hierro y el latido atronador de su corazón, no podrá transformar la bestia en el príncipe encantado... 

Siete años después de su matrimonio con William Morris, Jane Burden comenzaría un discreto romance con Rossetti. Ella había confesado que nunca había estado enamorada de William, aunque tuvo dos hijas con él y vivieran ambos respetuosamente alejados entre sus diferentes emociones personales. Él entregado a su utopía y ella a una sensación desenfrenada e insatisfecha. Con la frustrada elaboración de una tendencia los prerrafaelitas consiguieron, en poco más de cinco años, que su forma de expresar solo pasara a la historia con el mismo impulso temporal de aquella utopía de Morris. Fue una pintura denostada luego y su decadentismo estético no se recuperaría en elogios hasta finales del siglo XX, casi cuando ubicara Morris su sociedad tan idealizada. ¿Qué quedará hoy, sin embargo, de toda aquella gesta idealista? De la estética nada en absoluto, de la idealización una constatación de que la idea no puede ser motivo de un sentido único en el mundo, sea el que sea. La belleza, por ejemplo, no puede configurarse desde la idealización sino desde su propia esencia artística. La sociedad no puede transformarse tampoco desde una idealización sino también desde su propia esencia social. Porque, como decía aquel escritor ufano, nunca puede llevarse a cabo una reforma desde profundas diferencias, ofensas o rechazos, sino desde el amor o la sintonía más auténtica y sincera de mejorar. Como los principios prerrafaelitas..., aunque estos fueran idealizados sin contar con que lo auténtico no es una sola cosa idealizada, sino la amalgama sostenible de un universo más complejo, diverso, también esencial y reformable...

(Óleo La Bella Isolda, 1858, del pintor prerrafaelita William Morris, Tate Gallery; Fotografía de la modelo Jane Burden (Jane Morris), 1865; Lienzo Proserpina, 1874, el pintor prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti, Tate Gallery; Óleo Pía de Tolomei, 1880, Dante Gabriel Rossetti, Museo Spencer de Kansas; todas las modelos son Jane Burden.)

8 de junio de 2018

La reminiscencia de la belleza entre el sentido más sensual o el más intelectual o conceptual de ella.



Cuando los antiguos griegos se empleasen tanto en representar la Belleza, descubrieron la emoción que su visión ocasionaba en un recuerdo humano tan primigenio y efímero de ella. Una impronta ancestral que una reminiscencia interior desconocida produciría, entonces, en su propia y querida pervivencia. ¿Qué sensación era esa tan erróneamente desconocida? Porque la sensación estaba siempre ahí, en el profundo recuerdo genético de una existencia desarrollada durante muchas generaciones antes. Lo que se ignoraba, verdaderamente, era la existencia misma o real de esa reminiscencia profunda, no la sensación que produciría recordar luego esa Belleza. El Arte fue ideado precisamente para eternizar esa sensación, algo que debía representarse o fijarse para siempre ante las traicioneras veleidades del paso del tiempo o de la muerte. Pero, para un pueblo tan dado a la mitología, a la palabra, al pensamiento, a la lógica y a la vida, ¿qué sentido tendría expresar una sensación, por otro lado, tan poco práctica o tan efímera o tan escasa? Una sensación, la de la Belleza, que no se adecuaba tampoco a la verdad o a la eternidad o a la mayoría. Pero, sin embargo, existía. No tanto ni tan acusadamente, no con la insistencia de lo urgente o con el estruendo de lo imprescindible, ni con la repetición de lo fatídico, ni con la vaga ensoñación lastimera de lo fútil; tan sólo entre los momentos de la vida que únicamente eran entonces coincidente a veces, tan solo a veces, con el puro azar y la fragancia. Así se representaría la Belleza, con el prurito desesperado de no perderla, con el desagravio inmoderado de no olvidarla, pasados ya los momentos de fugaz intervención de sus esencias.

Después de la caída de Roma, cuando el helenismo sufriera ya su mortal agonía decisiva, el mundo occidental no volvería a redescubrir la Belleza sino hasta el Renacimiento. ¿Cómo se pudo trascender por entonces esa reminiscencia? Con el sentido intelectual más espiritualizado de grandeza. Es decir, con la representación no de la armonía natural de las bellas formas recordadas, sino con los conceptos universales o con las palabras, o con las construcciones heroicas de un gótico salvador de formas elevadas. Siglos después, cuando el Romanticismo vengara la emoción intelectual medieval frente al clasicismo elogioso de Belleza, la idea o el concepto prosperarían frente a la reminiscencia armoniosa de una belleza desnuda. Desnuda no en el sentido voluptuoso sino en el sentido de transparencia absoluta de las formas frente a consideraciones éticas, morales, religiosas o filosóficas. Entonces el Arte se escindiría -y así sigue- entre la Belleza ofuscada y el concepto engrandecido de belleza. No el concepto sensual de Belleza sino ahora el concepto en general como argumento intelectualizado de cualquier elemento psíquico que, también, produzca sensaciones gratificantes parecidas a la belleza. Pero estas sensaciones tan solo ahora en la idea del contenido de las cosas o de la vida, de la sociedad o del pensamiento. La sensación sensual de Belleza es, al contrario, la representación de la forma armoniosa más amada y perdida, aquella resguardecida entre la memoria interior más fugaz o vaporosa. Esa misma sensación de emociones humanas arraigadas que no necesitarán reflexión ni desarrollo, ni justificación intelectual ni social ni filosófica.

Cuando el pintor prerrafaelita Albert Joseph Moore (1841-1893) quiso homenajear la Belleza recordada, tuvo muy claro que debía inmortalizarla con la escena de una antigüedad helénica que la había glosado ya sin otra consideración más que su efímera y frágil belleza. Pero había que materializarla ahora en la forma natural más idealizada de una belleza humana: la del cuerpo desnudo de una joven mujer griega. Sin embargo, no bastaba eso para glosarla. Para recrear esa belleza la escultura griega ya habría logrado su grandeza. No, había que escenificar además un lugar que hiciera prosperar, aún más, la sensación reminiscente de aquella sensual belleza perviviente en un recuerdo, ahora, apenas algo meramente poderoso. En el año 1887 compone su obra Una noche de verano. En su obra de Arte representa Moore cuatro jóvenes griegas que establecen la expresión exagerada de la armonía voluptuosa más sublime y manifiesta. Cuatro figuras que se complementan ahora con la sensación más placentera de aquel recuerdo ancestral reminiscente de belleza. Pero, además, el paisaje alejado del crepúsculo más atardecido de belleza enlazará ahora la sensación humana voluptuosa con la natural de una imagen de fondo tan estimulante como tan inesperada de ella. ¿Hay que componer así un fondo de paisaje ahora para complementar, necesariamente, aquella sensación tan profunda de Belleza? Sí, porque la armonía de ambas sensaciones hacen ahora mucho más real el recuerdo ancestral tan perviviente de belleza. No es solo frivolidad, ni molicie, ni gratuidad, ni vanidad, ni insolvencia. Es tan solo ahora recordar, con soltura artística y sutileza, la emoción ancestral más perviviente de belleza.

Cien años antes, el pintor alemán Johann Heinrich Wilhelm Tischbein (1751-1829) compuso su inmortal obra Goethe en la campiña romana. Aquí ahora esta obra clásica y romántica propone justo todo lo contrario que la de antes: representará la armonía del concepto grandioso, de una idea intelectualizada de un placer muy distinto. Son dos imágenes artísticas que se enfrentarán en lo opuesto de lo que el Arte supone para la Belleza. Para Tischbein la grandeza más placentera era expresar en su obra de Arte la visión estereotipada de un poeta en una determinada escena de belleza. Como antes, ahora el escenario representará también el acorde perfecto para delimitar la sensación buscada de ferviente necesidad eterna. Ahora es el poeta y su segura y firme convicción de sujeto vinculador de sabiduría, de pasado y de grandeza. Antes era la emoción de la Belleza y su reminiscencia de recuerdo placentero natural, genético o más terrenal. Ambas cosas se tocarán, sin embargo, entre los aledaños sutiles de un Arte tan humano como misterioso. Porque el poeta alemán se retrata ahora entre las ruinas y bajorrelieves helenísticos de un pasado tan homenajeado culturalmente como justificado en su belleza. Ese mismo pasado que el pintor Moore recrease después, sin embargo, entre las fragancias tan poco intelectuales o tan poco culturales de su bella, sensual y tangencial obra.

(Óleo Una noche de verano, 1887, del pintor prerrafaelita Albert Joseph Moore, Galería de Arte Walker, Liverpool, Reino Unido; Cuadro del pintor neoclásico y romántico Johann Heinrich Wilhelm Tischbein, Goethe en la campiña romana, 1787, Museo Städel, Frankfurt, Alemania.)

1 de junio de 2018

La genialidad es irrepetible, como la inspiración, la motivación o el entusiasmo.



En solo tres años de diferencia el pintor italiano Orazio Gentileschi (1563-1639) pintaría dos versiones de un mismo tema durante su estancia en Inglaterra. El tema era Moisés rescatado de las aguas. La primera está fechada en el año 1630 y fue compuesta para la corte del rey inglés Carlos I, la segunda es del año 1633 y  fue una obra de regalo compuesta para el rey de España Felipe IV. Son unas composiciones curiosas porque, aun partiendo de la misma estructura, personajes, posiciones y narración, solo una de ellas, la del año 1633 -en el museo del Prado-, no incorpora un personaje que antes sí estaba, así como difiere también en algunos gestos o ademanes que sí estaban en la primera. Uno de los personajes deja de mirar y señalar al río para fijarse ahora en el pequeño rescatado de las aguas. Diferencias estas que, junto a una mayor rigidez o gravedad de algunos personajes, hacen mucho menor la genialidad de la segunda obra. ¿Es que no se avanzará siempre desde la genialidad hacia la genialidad...? Porque el equilibrio compositivo que consigue el pintor italiano en su primera obra es más estético y original que en la segunda. Los brazos extendidos de los personajes situados a la derecha compensan en la obra de 1630 la aglutinada agrupación de los personajes de la izquierda. En la izquierda del cuadro se sitúan los personajes más importantes: la princesa egipcia, la madre de Moisés -de pie y túnica roja- y Miriam, hermana del pequeño rescatado que ahora, de rodillas, está situada al lado de su madre, ofreciéndose Miriam como niñera del pequeño Moisés a la princesa egipcia.

Orazio Gentileschi nace en el tiempo y en la región italiana de los grandes creadores manieristas del siglo XVI. Pero, pronto el mundo del Arte cambiaría con la fuerza poderosa del revolucionario Caravaggio. A Orazio le entusiasmaba su amigo Caravaggio, y le seguiría en tendencia y en sentido artístico todo lo que pudo. Para sobrevivir a Caravaggio y a la vida, Orazio debía elegir ahora otra cosa, y descubriría así una expresión más lírica y elegante en sus nuevas obras clásicas de Arte.  Pero la genialidad no se mantiene por siempre. Como la inspiración, no abundará la genialidad en todos los casos. Sobre todo cuando como en Gentileschi se primaría sobrevivir a crear. Al pintar para Carlos I de Inglaterra y su corte Orazio creó nuevas obras inspiradas pero, a diferencia del Naturalismo de Caravaggio, llenas ahora de armoniosa, sugerente y original belleza barroca. Gustaban sus obras por la capacidad de combinar matices y tonalidades clásicas con originalidad y estilización barrocas. Su Moisés, terminado en el año 1630, fue una obra realizada para la esposa del rey Carlos I de Inglaterra, una francesa con gustos cosmopolitas y deseos muy atrevidos de belleza... Aquí, el pintor barroco-manierista realizaría una composición muy original llena de gestos atrevidos, desnudos insinuantes y unos matices fríos que sostienen ahora, compensados, todos los elementos más importantes de la obra.

Pero, tres años después, cuando el pintor buscase seducir artísticamente a otro mecenas regio -el rey español-, pintaría la misma obra, Moisés rescatado de las aguas, pero, ahora, con unas diferencias muy calculadas para su majestuoso y más serio destinatario. Realizaría una obra  estéticamente mucho más austera. Viste  ahora más a los personajes -ya no hay desnudos insinuantes-, acentúa los colores cálidos y elevaría la figura noble de la princesa egipcia al eliminar los personajes más altos, evitando señalamientos o brazos extendidos por encima de su figura. Con este desequilibrio compositivo aumentaría la fortaleza de la princesa frente a los personajes secundarios, creando un mejor efecto de grandiosidad majestuosa, algo más adecuado para una corte real como la de Felipe IV, la más majestuosa y exigente de toda Europa. Durante esos años (1630-1633) la corte inglesa estaba fascinada aún por dos pintores flamencos, Rubens y Van Dyck, así que el pintor italiano sospecharía que esta competencia sería difícil de vencer tan solo con sus cuadros. Buscaría viajar entonces a Italia o a España, pero no lo consigue, terminando por fallecer en Londres en el año 1639. Sin embargo, dejaría antes estas obras de Arte para, sin desmerecer ninguna, comprender que la genialidad artística sólo la llegó a rozar el pintor con la primera de las dos obras. 

La primera es más caravaggista y la segunda es más clásica. La primera es más original, más sorprendente; la segunda más elegante, aséptica, correcta o majestuosa. Hasta la corona de la princesa egipcia brillará elegante y regia solo en la segunda, ya que en la primera no la pintaría siquiera. Hasta la sofisticación y la elegancia del vestido regio es mayor en la segunda obra que en la primera. La narración estética también es diferente, ya que en la primera obra hay una más interesante visión estética gracias a una composición más original de todos sus personajes. Están aquí mostrando algunas mujeres el lugar donde han encontrado al pequeño Moisés, y esta eventualidad hace no centrar la mirada solo en la princesa sino en algo que no se ve en la obra por ningún lado. Los colores y sus tonalidades son más fríos -azules frente a ocres- y obtienen un contraste más original que en la obra del año 1633. Pero, sobre todo, es la naturalidad de los personajes en la primera obra.  Porque ahora, sin pudor,  muestran su interés por el hallazgo del bebé sin reparar en sus gestos ni en sus vestidos indecorosos, éstos más acordes con haber estado rescatando a Moisés que paseando lejos de la orilla sin mojarse. ¿Fue ésta una genialidad o una forzada inspiración creativa interesada? 

La genialidad es tan sutil como imposible comprenderla exactamente. Es decir, ¿cómo saber que algo es hecho conforme al genio o no? Pero, no hay duda posible, o no debería haberla. La genialidad no puede estar condicionada nunca. Si lo está no es genialidad, es otra cosa. La genialidad, como la inspiración, debe fluir sin condiciones previas, debe prosperar sin determinaciones que lleven al creador a definir un planeamiento de lo que, finalmente, persiga calculado. Cuando el pintor compuso su obra desde la honestidad de su sentido inspirador, es cuando brillaría la genialidad más artística o más grandiosa. Cuando Orazio Gentileschi decidió volcarse en el lirismo estilístico más clásico, lo hizo porque no pudo componer como lo había hecho antes Caravaggio. Fue Orazio un extraordinario pintor barroco, sus obras consiguen combinar manierismo tardío, tan bello, sutil y original, con el modernismo por entonces tan naturalista de Caravaggio. Sin embargo, tuvo el pintor que sobrevivir y componer sus obras desde una poderosa razón, económica más que artística. Fue uno de los mejores seguidores de Caravaggio, a la vez que fue uno de los más grandes creadores de un barroco por entonces tan fértil y original, pero, a veces, artísticamente muy despiadado.

(Óleo Moisés salvado de las aguas, 1630, Orazio Gentileschi, Colección Particular, actualmente prestado en la National Gallery, Londres; Obra del pintor barroco Orazio Gentileschi, Moisés salvado de las aguas, 1633, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

30 de abril de 2018

La sutil geometría del Arte es invariable a pesar de la evolución de las tendencias.



¿Qué definió Leonardo da Vinci de la estructura del Arte? Pero, sobre todo, ¿qué relación meta-artística sobrecogería a los grandes creadores para entrever en sus obras la ideación geométrica más sutil o inevitable? El manierista Tiziano compuso a mediados del siglo XVI una versión de la mítica leyenda de Marte y Venus ahora con la apasionada estilística renacentista. Su composición es sublime, absolutamente bella y definitiva para el Arte más clásico. Los amantes clandestinos (Venus estaba unida a Hefesto pero acabaría enamorada de Marte) son aquí entrelazados desde una visión artística sugerentemente original. Es Venus sobre todo quien es retratada en la diagonal más resolutiva del cuadro. Marte solo perfila una mínima parte en el lienzo manierista: el perfil de su cabeza ladeada y su brazo derecho son de él ahora lo único visible. No abraza a Venus sino que apenas la roza, porque la diosa renacentista no puede nunca ser alterada en su excelsa figura tan desnuda y divina. Sutilidad de manierismo delicado o principios estéticos refulgentes de cierta caballerosidad erótica renacentista. Pero el pintor debe manifestar en su obra, sin embargo, la pasión y la entrega más ardientes. En la mirada atenta y fervorosa y en su mano derecha abrazadora, Venus atiende a la consecución de una entrega decidida de ella. En la posición de la mano de su brazo poderoso, Marte determina la pasión más incontenida, aunque ahora ésta muy subliminalmente manifiesta. 

Pero la geometría artística de Tiziano está aquí insinuada ahora en el ángulo recto que forma el brazo derecho de Venus sobre el hombro de Marte. Es tan recto el ángulo, tan perfecto y delineado, como la armonía renacentista obligara siempre en su diseño artístico. Ahí está el ángulo recto para modelar la sensación incontenida de un estilo manierista ante la pasión, también incontenida, de esta leyenda. No puede el pintor más que situar a Cupido levitando con su flecha al otro lado de los amantes. El resto es pasión poética y mitológica, una dialéctica amorosa señalada ahí entre los trazos esbeltos del genial Tiziano. Así, de forma tan decidida, compuso el creador veneciano su ángulo recto sobre el brazo enamorado de ella. Podía haberlo inclinado un poco, podía tal vez haber mostrado un poco de incontinencia pasional. Pero, no. El renacimiento desconsiderado no era una opción para el pintor, como tampoco era una opción no buscar la geometría perfecta. ¿Qué ojos no ponen un maravilloso interés en el perfil delimitado por la ortogonalidad más armoniosa de una figura tan esbelta? El pintor remarca además el contorno del ángulo en Venus para dar más fortaleza a su figura tan recta. Cuatrocientos años después el Arte volvería a magnificar los volúmenes geométricos. El Postimpresionismo lo descubriría entusiasmado antes incluso. El Cubismo lo revolvería muy necesitado después. 

Y Picasso lo llevaría a su mayor genialidad compositiva en su personal tendencia modernista, sea cubista o no. En el año 1925 pinta a su hijo Pablo como un Pierrot, demostrando entonces la intemporalidad más genial del Arte en sus tendencias. Ahora, lejos de aquella amalgama de belleza desmesurada renacentista, Picasso busca la armonía equilibrada más sublime para el nuevo Arte que llegaba. Las líneas rectas determinan también la composición compacta de su obra moderna. Los rectángulos delinean el fondo simple y modelado de ese cuadro. Pero es ahora un triángulo el formado aquí entre las dos piernas del niño retratado. Es ese que configura dos triángulos rectángulos con un ángulo recto... tanto como lo fuera aquel renacentista. ¿Dónde se simboliza el lenguaje artístico entre estas dos tendencias tan diferentes? En la geometría configurada por el deseo de los creadores de buscar resortes en que apoyar el equilibrio para sostener un sentido artístico. Sin él no es posible componer nada que alcance una cierta belleza modelada. Por muy pequeña que sea, por la mínima expresión incluso. La geometría artística acompañará siempre la belleza sublime más desmesurada, aunque apenas se vislumbre -como aquel ángulo recto manierista- absorbida ahora por la sutileza grandiosa de una perfilación tan ensoñadora. 

(Óleo Marte, Venus y Cupido, 1550, del pintor veneciano Tiziano, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria;  Lienzo Paulo en Pierrot, 1925, del pintor español Picasso, Museo Picasso, París, Francia.)

6 de marzo de 2018

Cuando el color de la luz es el escenario más decisivo y justificado de una representación artística.



Cuando el pintor romántico Turner estaba en su lecho de muerte cuentan las leyendas que pronunciaría esta última frase lapidaria: Dios es el sol.  Y lo es...  Para los seres humanos es la fuente de la vida y la vida misma; para los paisajistas como Turner era la única razón de pintar. Pero en el Arte no es el sol únicamente el sentido de su razón de ser. Es la luz. La emisión de cualquier luz o fuente luminosa que, no solo producida por el sol, sea manifestada por el maravilloso efecto electromagnético de, por ejemplo, una llama en combustión. Y esa luz es la que ahora veremos en esta extraordinaria obra neoclásica del año 1817. La veremos reflejada con los diferentes matices de color que sabemos que la luz puede producir en un recinto oscurecido. ¿Qué es primero en esta obra, el sentido de un acecho a un dormitorio nocturno o el sentido poderoso de una luz tan seductora? La realidad es que Pierre-Narcisse Guérin (1774-1833) consiguió una excelente composición lumínica no superada en otras obras de esta leyenda. Daba igual que la leyenda de Clitemnestra y Agamenón exigiera una noche; también pudo ser una siesta vespertina... Pero, no, en este caso era preciso resaltar dos escenarios divididos en la obra y, además, crear una sensación de duda silenciada por las sombras. Y para esto último la luz artificial debía reflejar entonces poderosa.  El pintor no muestra en su obra la fuente de luz, solo la luz, y en el plano principal no hay luz sino penumbra, aunque la suficiente ahora como para ver la vil intención de ella.

En el Arte los detalles son importantes. Por ejemplo, si no tuviese Clitemnestra el cuchillo asesino en su mano derecha, ¿qué podría también representar su imagen? Un deseo erótico claramente. Solo por ese pequeño detalle -el no incorporar el cuchillo en el lienzo- nos podría confundir toda una leyenda. Agamenón, el personaje dormido, es el marido de Clitemnestra. Ella desea terminar con su vida porque se ha enamorado de Egisto, que lo anima aquí a llevar la intención a un hecho. Pero el Arte aquí -y su creador- buscan resaltar ahora la duda. Este es el mensaje ilustrador y clásico de la sabia mitología helénica: aún podemos cambiar nuestra elección.  Esto es lo que le interesa al Arte: que nos enseña y alecciona a sentir una emoción salvífica ante las cosas demoledoras del mundo. El pintor detiene y fija la escena artística en ese instante, los demás instantes no interesan para nada. Sabemos por la leyenda que ella asesinó a Agamenón, un personaje que no era un héroe glorioso ni un modelo de hombre. Pero en el Arte lo importante no es la leyenda que cuenta una mitología, lo importante es el sentido inspirador que nos produce la sensación de comprobar, ante las luces y las sombras, que siempre hay un instante para dudar y poder elegir luego así otra cosa.

Es la sutil escisión psicológica que produce el Arte a veces. Y en esta obra neoclásica lo es además por la grandiosidad artística de los efectos poderosos de la luz. Cuando al pronto vemos la obra no vemos un crimen ni un planeamiento de tal barbaridad; lo que vemos es la maravillosa reflexión óptica de la luz amarillenta de una llama que ahora, sin embargo, no veremos. Un sentido añadido de aquel clásico mensaje moralista. Los efectos para el Arte son más importantes que la acción en sí, incluso que su causa. Porque los efectos nos deslumbrarán, pero no los ojos sino el alma interior de nuestra conciencia. Y el pintor Guérin lo consigue aquí prodigiosamente. Vemos incluso una sombra en el suelo tras la cortina plisada que ignoramos, e ignoraremos para siempre, qué es lo que la produce. También vislumbramos algo la poderosa llama detrás de la sugerente cortina plisada. Porque debe ser poderosa la llama que la causa, aunque no la veamos, pues sus efectos en el cuerpo dormido de Agamenón son muy señalados en la obra. Además es muy importante que se vea este personaje con claridad: Agamenón es el objetivo criminal. Para que la duda de ella sea elogiosa hay que ver muy bien el sujeto motivador de la misma. No se duda ante lo que no se ve, como no se paraliza nadie fácilmente ante la invisibilidad de un objetivo a malograr. Sin embargo, distinto es verlo claramente. Porque ahora sí se detiene el ánimo ante la visión, sin aristas, de un posible mortal equivocado... Pero la luz no solo detiene al personaje de Clitemnestra, también a nosotros, que ahora no vemos un crimen desolador sino una obra de Arte. Una obra extraordinaria de contrastes de luces y de sombras que seducen, atraen y condicionan a cualquier espectador que lo aprecie.

Porque esta obra de Arte clásica dispone además de una composición cromática magnífica. Comienza a la izquierda del lienzo, cuando la oscuridad protege a los cómplices; continúa luego en el centro, cuando la cortina translúcida determine así una tonalidad más pronunciada. Y pasa luego más a la derecha, a la parte más iluminada de la obra. Pero la maestría del pintor hace representar estos tres escenarios concatenados en tres planos ahora de perspectivas diferentes, cada uno de ellos más alejado del espectador. Pero no acaba así la sensación lumínica. En el plano final una ventana presenta ahora la luz mortecina de una luna que tampoco veremos, pero que cierra ahora aquí el círculo de luces de un escenario sobrecogedor. Toda esa magistral estructura artística lumínica nos distrae del motivo esencial de la obra. ¿Esencial un asesinato? ¿Es ese el motivo esencial, un vil crimen, en esta neoclásica obra? No. El motivo ese es solo aquí una extraordinaria excusa para el Arte. Por un lado para mostrar la sensación emotiva de un momento de tensión dubitativa y, por otro, para recrear la maravillosa justificación cromática de componer diferentes escenarios en uno. Escenarios de luces, de sombras, de reflejos, de brillos, de transparencias...

(Óleo neoclásico sobre lienzo del pintor francés Pierre-Narcisse Guérin, Clitemnestra duda antes de matar al dormido Agamenón, 1817, Museo del Louvre, París.)

1 de marzo de 2018

El Arte no se vive, se admira desde lejos, por eso no decepciona ni cuestiona nada.



La Fenomenología es una parte de la Filosofía que tratará de acercarnos a la verdad del mundo. ¿La verdad? ¿Qué es eso? Eso, para resumir, fue el gran error de esa filosofía. Pero fue, sin embargo, una tendencia del pensamiento occidental muy decisiva e influyente, ideas que se desarrollarían con fuerza a lo largo del siglo XX en diferentes escuelas o formas de pensamiento. Una de ellas lo fue el Existencialismo. La vivencia es fundamental para acercarse a la verdad, según aquel pensamiento fallido, pero lo único importante es lo que el individuo vive en su existencia, según el Existencialismo. Por lo tanto, la Fenomenología y su ahijado rebelde, el Existencialismo, básicamente, consideran la vida como una extraordinaria posibilidad realizable..., o no. Es decir, que podremos acercarnos a la verdad de lo que pensamos, deseamos o actuamos sin más dificultad que el límite de nuestra existencia. Esto, salvando otras cuestiones que ambas tendencias del pensamiento han supuesto, ha provocado que desde la Revolución Industrial -mediados del siglo XIX- el ser humano haya tratado de realizar sus anhelados sueños de una u otra forma. El famoso apelativo "vivir el sueño americano" proviene precisamente de las grandes posibilidades de desarrollo que el boom económico de los Estados Unidos consiguiera a comienzos del siglo XX. Mero panfleto publicitario para albergar así las incoherentes vidas personales de los miembros menos afortunados de la sociedad.

Pero también en otras sociedades y en otros ámbitos de la vida, no solo el económico, se llegaría a padecer el poderoso influjo seductor de esos pensamientos. Para el ser humano construir la vida es, generalmente, un complejo mecanismo de insatisfacción. Pero es precisamente por querer construir la vida por lo que la fatalidad de lo obtenido, finalmente, llevará a la frustración. La sabiduría, a cambio, consistirá en no querer construir nada sino tan solo en vivir lo construido. Hay una gran diferencia y tiene que ver con vivir más que con construir. Pero vivir sin pretensiones, sin complejos, sin objetividades precisas, sino con una sosegada, ligera y armoniosa forma de hacerlo. Es realizarse sin un plan articulado, sin un continuo objetivo determinado. Como el Arte. Porque en la composición de una obra artística, por ejemplo, no hay un plan ideado con una premeditación subordinada a un objeto ajeno a un sentimiento. Y si lo hay no es Arte. Cuando vemos la obra Nacimiento de Venus del extraordinario pintor neoclásico Bouguereau, ¿qué vemos ahí?: ¿un objeto concreto?, ¿una realización completa de algo, incluso del propio pintor?, ¿una manifestación de existencia o de pensamiento? No, nada de eso. La obra terminará en sus bordes físicos y en su estética primorosa. ¿Hay alguna verdad ahí? Ninguna. Por eso el Arte, algo que no se vive, ni siquiera por su autor, no conllevará asociación con fenomenología alguna, es decir, no pretenderá albergar nunca ninguna realidad o verdad física, mental o pasajera. Ahí estará comprendido por oposición parte de lo que aquel fenómeno es: algo pasajero.  Si acaso, el Arte se acerca más a lo que el filósofo Kant ideara con el concepto contrario al fenómeno, el nóumeno, la cosa en sí, o la esencia de las cosas. Pero, sin embargo, en el Arte, a diferencia de la filosofía, la teología, la mística, etc..., no existe nada más que sentimiento. Esto, en definitiva, es lo que hace al Arte un extraordinario motivo para sustituir cualquier sistema de autorreflexión humana, venga de donde venga. No podemos vivir nada de lo que el Arte nos presenta desdeñoso. Lo sabemos, además. Porque el sentimiento artístico proviene de una sensación y no de un deseo. Y esa sensación no está fuera de uno mismo. Pero tampoco está del todo dentro, ya que para que exista deberá verse...

Lo admiramos -el Arte- como admiramos un paisaje o un bello atardecer. No es algo nuestro, no nos pertenece, no forma parte de nuestra existencia. Ni siquiera si poseyésemos el cuadro y nadie más lo pudiese ver sería nuestro. Pero, a diferencia de un paisaje, el Arte sí está para nosotros siempre. Aunque no lo esté. En eso sí se acerca algo a la Fenomenología: como una intuición poderosa o como una aprehensión de algo...  Pero no de una idea sino de un sentimiento, lo que lo distingue extraordinariamente de ese influyente pensamiento. En el cuadro de este pintor francés vemos una representación idealizada de Belleza, de Amor y de Vida placentera. Como sus maestros clásicos, Bouguereau compone a la diosa Venus emergiendo del mar con la voluptuosidad más deseosa del mundo. La vemos y la deseamos... Pero, ¿la deseamos realmente? No, porque no existe ahí como deseo. El Arte no la representa para eso. Por eso la idealiza de Belleza por un lado y, por otro, nos la permite ver. Está y no está ahí, y acabaremos comprendiendo esa leve contradicción. La comprenderemos más cuanto más equilibrio, composición, sutilezas, detalles, fragancias o contrastes bellos de color consiga el creador elaborar en su obra. No está ahí para hacernos mejores ni peores, ni para conseguir algo físico, ni para calmar, ni para pensar siquiera. Está ahí para sentir una emoción de belleza, de equilibrio o de grandeza inconsistente. Es por lo que el Arte como fenómeno no materializará una idea de una sensación sino que provocará una sensación de una idea. No decepciona, por tanto. Porque cuando una sensación se transforma solo en una idea intuitiva, y no en un hecho, no hay manera de malograr nada.  El escritor israelita Amos Oz escribiría en una ocasión: La única manera que hay de que un sueño siga siendo completo, esperanzador y no decepcionante, es que nunca intentes vivirlo; un sueño cumplido es un sueño decepcionante. La decepción está en la naturaleza de los sueños.  Todo lo contrario del Arte, que nunca es ni será un sueño, sino la sensación, a veces no vivida, de un sentimiento.

(Óleo Nacimiento de Venus, 1879, del pintor neoclásico francés William-Adolphe Bouguereau, Museo de Orsay, París.)

13 de febrero de 2018

La dicotomía del Amor entre la sensación más pasional y la emoción más virtuosa de Belleza.




El pintor más filosófico o metafísico del Barroco lo fue Nicolas Poussin. Nacido en Francia en el año 1594, pasaría sin embargo la mayor parte de su vida Roma. Ha sido el exponente más grandioso de la pintura clasicista en la Europa barroca del siglo XVII. Obsesionado por la mayor virtuosidad del Arte clásico, así como por la Belleza como expresión de su mejor virtud manifestada, compuso el pintor francés muchas obras donde representaría la dicotomía de la Belleza, es decir, la doble vertiente que se nos representa siempre a los humanos para discernir la Belleza. ¿Discernir la Belleza? La Belleza no tiene una sola visión o sensación sino que tiene dos, y esto hace la vida estética de los seres humanos un continuo desazón entre una elección sensual y otra intelectual de la Belleza. En la mitología grecorromana Venus representaba la elección sensual y Mercurio la intelectual. En el año 1627 Poussin compuso un lienzo que apenas un siglo después sería seccionado violentamente y llevado una de sus partes a Inglaterra. Esta parte seccionada es la que vemos aquí; la otra parte, unos amorcillos desperdigados, se encuentra en el Museo del Louvre.  Aun así esta obra parcial de Poussin, expuesta en la Galería Dulwich de Pintura -llamada Venus y Mercurio-, es una manifestación prodigiosa de virtuosa Belleza estética. Pero no es ahora la ocasión de criticar un expolio artístico, que lo fue, sino la extraordinaria oportunidad de abordar el tema tan sutil de la dualidad de la Belleza y hacerlo además con esta representación del genial y misterioso Poussin.

Hay dos formas de manifestar o percibir placer frente a la Belleza. Uno es sensual, carnal, terrenal, lo que expresará pasión por la vida, por la Naturaleza y por su manifestación de equilibrio y armonía estéticas. El disfrute de los sentidos que nos comunicará con cualquier objeto placentero y ajeno a nosotros. Por otro lado está el placer intelectual reflejo de los aspectos más sutiles de nuestra conciencia o mente, como puedan serlos la intuición o la imaginación creativa. También la capacidad de transmitir pensamientos o ideas, es decir, la sensación de disponer de la curiosidad por la expresión de lo abstracto. El Arte es reflejo de las dos formas de percepción o creación. Por un lado, veremos el placer sensual gracias a la representación de lo que nuestros ojos transmiten a nuestro cerebro, reflejo así de sus emociones más primarias. Por otro, asimilaremos el sentido metafórico de la idea, del concepto o de la creación mental que identificará una cosa representada con su definición más sublime. En la pintura de Poussin aparecen dos dioses míticos que representaban esos dos aspectos contrapuestos de la Belleza: Venus y Mercurio. En la mitología, Venus es la divinidad que simbolizaba fundamentalmente la pasión más desenfrenada. Pasión en su acepción de sentimiento muy intenso. Sentimiento de sentir, de padecer con los sentidos el fulgor más tangible del deseo físico. Y satisfacer además ese sentimiento gracias a los elementos de una Naturaleza pródiga, existente, asequible, visible, tangible y cercana.

Mercurio representa en la obra el símbolo de los elementos no tangibles más alejados de la Naturaleza. Elementos trascendentes -por tanto sublimes o más elevados- que para acceder a los seres terrenales, humanos o sensibles se transmiten a través del intelecto por ideas que la mente consigue reproducir con un sentido estético. Elementos armoniosos también dado su origen y su significación de Belleza, aunque ahora ésta sea más introspectiva, serena y trascendente. En la obra de Poussin los dos dioses son representados con la perfección clásica más elaborada del Arte barroco. Sin embargo, el pintor no evitaría aquí el sentido metafísico -perfecto, sublime- con alardes sensuales más allá de lo figurativo. Es Belleza lo que vemos, pero es una clase de belleza que inspira ahora adecuación del intelecto con los sentidos, equilibrio sublime con plasticidad física, o sosiego sereno con armonía natural equilibrada. Hasta la posición de ambos personajes míticos, ahora relajados y cómodamente sentados, sin ningún enfrentamiento pasional, definirá el sentido estético de su iconografía más simbólica: transmitir una armonía no tanto sensitiva como intelectual. Una armonía tan sutil que la mirada de Venus está ahora ensimismada en un pensamiento evadido espiritualmente, no en una visión pasional o en un deseo carnal o en un delirio sensual y manifiesto, sino todo lo contrario. Por su parte Mercurio, convencido y sereno, señalará aquí con su dedo cómo el amor reflexivo -Eros- vencerá decidido al amor visceral más pasional y lastimero -representado por Anteros- en su virtual lucha tan opuesta, fratricida y metafísica.

En la obra de Arte vemos a la derecha los símbolos artísticos que representan parte de esa virtualidad armoniosa de Belleza sublime: el laúd, la paleta del pintor, el caduceo de la retórica, el libro abierto o la partitura de música.  Vemos en la parte opuesta la lucha de Eros y Anteros. Anteros está representado como un pequeño amorcillo mitológico con piernas de carnero, simbolizando el amor pasional más desaforado o el placer sensual más incontenible. Vencerá Eros, que defiende aquí el placer trascendente o intelectual, la Belleza más sublime de la virtud manifestada ahora por el Arte. El pintor barroco glosaría además una obra donde mostraría también la belleza más sensual que pudiera representar el clasicismo en una obra. Pero lo hace con tal sublimidad que el placer obtenido por los sentidos -el visual- no nos lleva ahora sino a calmar las desenfrenadas manifestaciones más sensuales de la belleza. Porque finalmente lo que nos muestra Poussin en su obra es la geometría artística más favorecedora de una armonía estética idealizada de belleza. Un sutil equilibrio estético ahora entre una sensación apenas físicamente tangible y una concepción abstracta idealizada de belleza. Una concepción genial por lo sublime y trascendente que encierra siempre la Belleza.

(Óleo Venus y Mercurio, 1627, Nicolas Poussin, Galería de Pinturas de Dulwich, Reino Unido; Detalle del boceto del dibujo original antes de ser seccionado en el siglo XVIII, Nicolas Poussin.)

28 de enero de 2018

La belleza desnuda solo pudo ser representada bajo la forma civilizada de una cultura.



La grandiosidad de Rubens fue muy destacable, ya que, además de haber sido un gran pintor, debió haber sido también una persona extraordinaria. Su talento no lo llevaría solo a buscar una vanidad de por sí no necesitada. ¿Qué gran pintor dejaría que una de sus obras fuera realizada en colaboración con otro genio del Arte? Obviando su interés comercial o económico -tal vez fue el primer empresario del Arte, no solo un gran creador- por componer pinturas para la realeza o la aristocracia, Rubens valoraría más el resultado artístico de una creación sublime que cualquier otra cosa. Al final de su vida buscaría la belleza más voluptuosa y más primaria. Estamos a comienzos del siglo XVII y solo la alta sociedad podría permitirse vislumbrar una belleza desnuda sin menoscabar virtud doctrinal alguna. Para la composición mitológica de Ceres -divinidad de la fecundidad, la agricultura y la vida-, Rubens solicitaría la colaboración de otro pintor flamenco, Frans Snyders (1579-1657). Este pintor se había formado en Amberes también y adquirió un talento extraordinario para pintar animales y bodegones. Así que cuando Rubens quiso crear una pintura sobre la abundancia de la vida y la belleza, entendió que la expresión estética de ese esplendor natural debía ser acompañada de animales y fértil cosecha. Pero, ¿fue realmente ese el motivo, el sentido final de ese alarde?

No se podía pintar la belleza desnuda en el siglo XVII sin algo que la justificase, distrajese o completase. Rubens sabía pintar la belleza más abrumadora de las formas humanas. Pero la belleza no podría ser pintada en ese momento histórico tan claramente desnuda.  Sin embargo, la belleza no necesitará de nada más que ella para serla. Observemos la obra y tratemos de eliminar todo lo que no sea belleza desnuda. Quitemos las frutas, el cuerno de la abundancia, los papagayos, el mono y la joven vestida del fondo. ¿Qué quedará? Solo la belleza, la belleza desnuda y descubierta, ingenua, sublime y eterna. La que Rubens compone con su Arte y su grandeza. La otra belleza, la accesoria, complementaria o  necesitada para justificar la obra, la realizaría Frans Snyders con su maestría y ternura. La obra Ceres y dos ninfas fue el resultado de crear Belleza voluptuosa para poder ser ésta expuesta a los ojos cultivados de una sociedad circunspecta. Aun así la obra no podría ser expuesta en cualquier lugar, solo donde la minoritaria observancia aristocrática garantizara una reserva estética.

Es por lo que Rubens idearía complementar su desnuda belleza con el paisaje sorprendente, exótico -los papagayos y el mono- y desequilibrado -la ninfa vestida del fondo- que pudiera sostener así la justificación de una evidente belleza. ¿Qué especial sensación debía haber sentido Rubens al plasmar toda esa belleza? Es de suponer que antes compuso su desnudo y luego Snyders el resto de la obra. Entonces solo Rubens vería la verdad tan desgarradora y desnuda de una sensación tan bella y efímera.  La Belleza sublime y desnuda, la más auténtica belleza, ¿precisará de algo más para expresar toda su grandiosidad artística? No, por supuesto. Pero entonces no podía existir en el mundo terrenal de los seres mortales esa única, evidente y eterna belleza desnuda. Es una contradicción que hace de esa Belleza una cosa difícilmente asequible o bendecida. Los creadores como Rubens lo sabrían y por eso solo pudo entonces ser representada la belleza desnuda en el Arte desde la civilización europea tan puritana. ¿Existirá una belleza representada con tal sublimidad erótica y natural en cualquier otra cultura del mundo? No. Solo pudo ser representada así en el ámbito de aquel refinamiento cultural de la edad Moderna. Y solo así, genialmente compuesta bajo los principios estrictos de aquella Europa compungida, pudo ser eternizada toda esa sagrada belleza desnuda.

(Óleo sobre lienzo Ceres y dos ninfas, 1617, Rubens y Frans Snyders, Museo Nacional del Prado, Madrid.)


12 de octubre de 2017

El Arte como una de las creencias más precisas sobre espiritualidad y vida.



¿Qué es creer?, ¿significa depositar tu confianza, tu admiración, tu compromiso y tu esfuerzo vital -psicológico, emotivo, intelectual- en algo distinto a ti? Algo poderoso, además. Es decir, algo que no puedes ser sino solo percibir y que dominará tu carácter y el sentido de tu vida mientras lo sientas. Así podríamos definir, por ejemplo, el ejercicio personal de la creencia. Pero ese sentimiento interior (digo bien, sentimiento, porque se padece, se necesita y se busca ávido para calmar, para esperar o para desear) surgiría muy pronto en la historia del ser humano. Antes incluso de que la civilización llegara a organizar un sentimiento como ese. Por tanto, es una cualidad especial de lo humano. Creer es consustancial a lo humano. ¿Es que se necesita creer en algo, en lo que sea, siempre y en cualquier circunstancia? Sí. Por esto el ejercicio de la creencia ha sido lo que más ha contribuido -y sigue contribuyendo- a condicionar la convivencia y satisfacción humanas. El problema es que la creencia no hace distingos en nada de lo que se pueda creer. Hay seres que llegarán a creer en cosas inverosímiles, otros en cosas fútiles y otros más, peor aún, en cosas peligrosas, lamentables o dañinas. El peor síntoma de una creencia es aquel que necesita del otro para justificar la suya. Es decir, aquella creencia que para sentirla, vivirla o desarrollarla tratará siempre de condicionar, alterar, trastornar o anular la vida o el pensamiento de los demás, del otro, del semejante o del contrario, para poder sentir que la creencia de uno tiene sentido y puede prosperar. 

A comienzos del siglo XVII los pintores del movimiento barroco descubrieron el extraordinario poder del mensaje alegórico del Arte. ¿Mensaje alegórico? La pintura había sido utilizada por la Iglesia durante gran parte del siglo anterior para prosperar en un mundo enfrentado por las creencias. Así se compusieron maravillosas obras de Arte, independientemente de lo sagradas o no que fueran. Hay que insistir en la equidistancia del Arte, es decir, en la capacidad que tiene el Arte para ser solo Arte, sin estar vinculado a un propósito o a una ideología o a una creencia. Pero, claro, hablamos de Arte con mayúsculas, de excelencia artística, no de cualquier forma representada iconográficamente. Por tanto, la alegoría, una forma de expresar algo utilizando expresiones que nada tienen que ver con ese algo, fue una de las temáticas más utilizadas por los pintores que deseaban transmitir alguna cosa sin menoscabar el sentido estético del propio Arte. Así se confeccionaron obras alegóricas donde se trataba de aunar belleza estética con mensaje sutil. Jan Brueghel el joven (1601-1678) no llegaría a ser tan reconocido en la historia como lo fueran su padre y su abuelo, el genial creador Pieter Brueghel el viejo. Pero, sin embargo, utilizaría su talento para algo que el Arte sabe hacer sin tener que llegar, necesariamente, a la excelencia estética: componer alegorías inteligentes. 

La época de Brueghel el joven fue aquella donde los pintores comenzaban a reivindicar su labor como una tarea más intelectual que artesanal. El Arte tiene eso especial que hace de una obra plástica una concepción espiritual (espiritual en el sentido de algo que llegará más allá de lo intelectual) que pueda servir al ser perceptor para cuestionarse, para identificarse, para comprenderse o para mejorarse. En algún momento del primer cuarto del siglo XVII Jan Brueghel el joven compuso su obra La Abundancia y los Cuatro Elementos. Los elementos de la naturaleza habían sido definidos desde la antigua Grecia: el aire, la tierra, el fuego y el agua. El poeta español Pedro Calderón escribiría: En quien un mapa se dibuja atento; Pues el cuerpo es la tierra; El fuego el alma que en el pecho encierra; La espuma el mar, y el aire es el suspiro...  En estos versos se perciben las cuatro formas conceptuales genéricas de entender la vida y el mundo de los seres humanos: la forma material, el soporte físico del mundo, lo marchitable y pasajero (la tierra); el aspecto intelectivo, trascendente, no necesariamente eterno en su representación aunque sí en su esencia (el fuego); lo moldeable, lo adaptable o lo asimilable, lo vivificador (el agua); y, por último, lo invisible, lo necesario, lo interior y exterior a la vez, lo espiritual, aunque también lo efímero en un momento y en un mismo lugar (el aire).  

Pero el pintor quiso antes de nada plasmar una Alegoría de la abundancia no de los elementos. ¿La abundancia? ¿Qué es eso? Pues no dejar de poseer o disponer de lo necesario cualquier sistema, organismo o ser. Pero, si nos fijamos bien, los cuatro elementos no son abundantes.  Y, sin embargo, el pintor quiso relacionar la abundancia con los elementos. Lo quiso hacer desde la óptica de lo precisos que éstos son para vivir. Es de comprender que la abundancia de ellos sería una creencia o un deseo propio de cualquier vida próspera en el universo. Pero, solo una creencia. Una alegoría...  En la obra barroca de Brueghel vemos sutilmente los cuatro elementos representados. Aunque lo que más se ve es la abundancia. Esto parece una contradicción, pero el Arte es así de contradictorio, como la vida. Los cuatro elementos están ahí representados, pero es ahora la abundancia lo que más veremos entre las figuras, el paisaje, los frutos o los animales del mundo. Ahí están los peces, los vegetales, el ganado, la caza, las plantas, las flores...  

Todo abunda y todo se regenera sin solución de continuidad en un universo perpetuo. Pero, sin embargo, no, no es así la realidad. Los elementos no son eternos y esta es la grandiosidad espiritual representada en la obra del creador flamenco. Podemos criticar la composición de la obra, podrá gustarnos más o menos su color, su tensión estética o su luz, pero hay algo en la pintura de Brueghel que no se ve tanto y determina gran parte de lo que encierra y el Arte es capaz de ofrecer. La sutileza con la que el pintor compone los cuatro elementos es muy original. La tierra es la materia más representada en la obra: desde los propios seres físicos hasta los árboles, las plantas, la vida latente o la espectacularidad de aquella abundancia natural. El agua está localizada en una parte concreta del lienzo: es la ninfa altiva que, con su caracola marina, deposita el líquido elemento sobre una tierra fecunda y bella; también en el río, que desliza los peces y es fuente de vida sobre ese paisaje feraz. El aire es el cielo donde una diosa volando se muestra poderosa llevando entre sus brazos a un hombre. Y ese hombre es Prometeo, el amigo de los hombres, el semidiós que transporta -como lo hace aquí- el fuego para alumbrar la vida, los misterios o la apasionada voluntad del ser humano por desear aquello que no podrá alcanzar sin empezar a creer en ello...

(Obras del pintor barroco Jan Brueghel el Joven: óleo La Abundancia y los Cuatro Elementos, siglo XVII; y óleo La Abundancia -una obra donde podemos observar la figura de una mujer con seis pechos, símbolo de la abundancia, una figura que, siendo grotesca, no llegará a ser estridente ni ofensiva gracias al Arte sutil de este creador-, 1625, ambas obras maestras en el Museo Nacional del Prado, Madrid.)

21 de agosto de 2017

Las mentiras sutiles del Arte o como lo importante no es qué es algo sino cómo se ve.



Betsabé fue el personaje femenino de una historia bíblica davídica. El rey israelita David se obsesiona con ella luego de observarla bañarse desnuda. Esta obsesión llevaría al monarca de Israel a requerirla en sus reales aposentos. La forzaría regiamente, es decir, con las prerrogativas reales que un monarca absoluto tuviese sobre su pueblo por entonces, siglos XI-X a.C. Pero fue algo que entonces no pudieron evitarlo ni ella ni él. Y tal vez no hubiese pasado a ser historia o leyenda bíblica alguna. Podría haber sido un adulterio clandestino más, uno de los millones que la historia noble hubiese tenido en sus desconocidos anales de la vida. Pero Betsabé quedaría encinta de aquella afrenta regia. Según cuenta la leyenda sagrada (la historia real del rey David es desconocida), Israel por entonces (c.a. 1000 a.C.) se encontraba en guerra con los amonitas -el sitio de Rabbath Ammon- y el conflicto se estaba prolongando demasiado. El ejército del rey David se encontraba desplazado hacia el sureste de Israel, muy lejos de Jerusalén. En su ejército estaba el soldado Urías, esposo de Betsabé. Cuando ésta comprueba su estado maternal se alarma y escribe entonces una carta al rey, pues llevaba sin ver a su esposo más de seis meses y el adulterio en Israel estaba terriblemente penado. El rey entonces ordena a Urías que regrese a su casa urgentemente. Pero éste se niega a abandonar a sus compañeros, sería un deshonor para él. Esto resultaría fatídico, sin embargo, para su vida. El rey no pudo hacer, entonces, más que mandarlo sacrificar. 

Esta es la leyenda sagrada del Libro de Samuel, donde se relata la historia de Urías y Betsabé. Pero el Arte tomaría la leyenda como un referente estético para consagrar ahora un sentido moralista. Porque los relatos sagrados o leyendas bíblicas eran para el Arte posibles metáforas que inspiraban otras cosas. Una inspiración tanto del creador como del observador que la percibe...  Y ahí está la capacidad del Arte para mentir sutilmente. Porque los pintores no identificaban el sentido estético de un personaje con el origen real de su leyenda conocida. La escuela holandesa que Rembrandt llevaría a su esplendor tuvo algunos seguidores adscritos a la sutileza del color y a la técnica de la belleza más emotiva. Salomón Koninck (1609-1656) fue uno de ellos. Algunas de sus obras fueron confundidas con las de Rembrandt incluso. Sin embargo, no alcanzaría la genialidad de su compatriota más famoso, a pesar de retratar esa belleza con rasgos más asequibles a un sentido estético más comprensible o deseable. Es interesante observar en las obras de Betsabé cómo la mirada del personaje -su expresión- es muy diferente en Rembrandt que en Koninck. También su técnica cromática -la cantidad de matices y sus detalles reflejados- así como la originalidad de su composición, lo que hace a Rembrandt uno de los más grandes pintores de la historia.

Salomón Koninck compuso dos obras diferentes de dos composiciones parecidas, algo que el Arte se permite porque no es el sentido fidedigno de una representación lo más importante, sino cómo veremos el resultado final, variando por ejemplo la mirada o algún que otro elemento para, finalmente, obtener así el sentido tan personal que el autor desea. En la Galería Nacional de Finlandia se encuentra la obra de Koninck  Joven y su proxeneta de 1640. En esta obra de la escuela holandesa el pintor consigue la composición de un personaje que, aparentemente, parece la legendaria Betsabé bíblica. Pero, sin embargo, no lo es. No lo indica el título ni ningún elemento iconográfico tampoco. Salvo la inspiración. Pero, en este caso, la inspiración es muy subjetiva, es metafórica y sutilmente engañosa. Diez años después, el mismo pintor Koninck compone su otra obra Betsabé. Observemos bien esta otra obra: es la misma escena, la misma figuración representativa, la misma composición,  la misma expresión del personaje principal,  la misma acompañante y casi los mismos elementos representados. Salvo una cosa. Lo que expresa ahora, en un caso, el sentido inequívoco de su relación con la leyenda bíblica: la carta escrita en su mano por Betsabé al rey David. Tan solo eso nos ayuda a discernir ahora el sentido real de la obra. 

Pero, entonces, ¿el sentido iconográfico de la otra obra cuál era? El titulo lo expresa muy claro: Joven y su proxeneta. ¿Es que el Arte relacionaba, sutilmente, a la madre del rey Salomón -hijo del rey David- con una prostituta? Sí. ¿Cuál es entonces la verdad? No existe en el Arte la verdad, solo la sensación de asimilar una belleza a un artístico mensaje sublimado. Lo que es la mentira del Arte... Lo que el Arte hace a veces para realzar, así, con belleza, el sentido de lo que expresará siempre: que lo importante no es el personaje retratado con rasgos identificativos para expresar un ser concreto -su aspecto ontológico-, no; que lo importante es la expresión de una belleza indefinida para alcanzar a comunicar algún sentido misterioso o trascendente -su aspecto estético-. Nada significará más en el Arte que el mensaje estético.  En una obra -Joven y su proxeneta- con la sensación de elogiar una belleza erótica y de menospreciar ahora las veleidades materiales de la vida.  En la otra obra -Betsabé- con la complicidad de llegar a entender la oscura moral detrás de una decisión real. El Arte nos ayuda a entender siempre expresando la belleza y las acciones que esa misma belleza nos inspire en la vida.  Aunque con su sutil mentira estética muy bien representada. Y especialmente en Rembrandt, además, con la mirada...

(Óleo barroco Joven y su proxeneta, 1640, del pintor holandés Salomón Koninck, Galería Nacional de Finlandia, Helsinki; Obra barroca del mismo pintor Salomón Koninck, Betsabé, 1650, Colección Privada; Óleo El baño de Betsabé, 1643, del pintor Rembrandt, Metropolitan Art de Nueva York.)