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7 de febrero de 2022

El Arte como una metáfora del mundo y la mente del ser humano: el terror al vacío o la necesidad de llenar la nada.

 





Desde la Antigüedad el vacío no se entendía en el mundo. El filósofo Aristóteles consideraba que no existía en el Universo. Y, sin embargo, fue exorcizado inconscientemente a lo largo de la historia del Arte. Cuando se busca la representación del mundo no podemos obviar la distancia entre las cosas. Esa distancia es tanto más peligrosa cuanto más grande es la superficie a llenar con aquella. Es decir, no podemos ahuecar el espacio entre dos elementos del mundo, como no podemos escindir de nosotros mismos la idea del mundo a nuestro alrededor. Esa experiencia personal está imbricada con nuestra realidad existencial y, por tanto, la representación de cualquier expresión del mundo debe estar obsequiada con el sentido justificador de todo lo que existe. Y todo ello para sentir que pertenecemos a un proyecto más grande que nosotros mismos. Cuando más abstracta era la sensación de pertenencia al mundo, mayor era su espiritualidad, más rellenada de elementos armoniosos era precisada la representación de éste. Por eso el Arte bizantino como posteriormente el islámico fueron manifestaciones artísticas donde la geometría y el equilibrio llenaban los espacios vacíos de las superficies arquitectónicas y pictóricas de sus obras. Así hasta que el Renacimiento comenzara a combinar clasicismo grecorromano con espiritualidad judeocristiana. De esa fusión plástica, así como de la herencia oriental (bizantina-islámica), el Arte occidental compuso las obras más abigarradas de rechazo al vacío más asombrosas que jamás se hubiesen realizado nunca. ¿Era una necesidad estética? ¿Era una necesidad mental, psicológica? Efectivamante, hay una explicación geométrica, física, estructural, para la combinación de elementos equilibrados que consigan completar un espacio con belleza. Pero también es una necesidad espiritual, psicológica, producida por el extraordinario horror humano a la nada, a la insuperable sensación de la nada.

En la obra del pintor holandés Pieter Bruegel el viejo vemos un paisaje lleno de seres y escenas inconexas, donde la naturaleza apenas es vista en su magnanimidad. No hay orden salvo en la totalidad. Aquí el equilibrio pictórico no ofrece esa oposición al vacío, propia de cualquier artificio estético que buscara exorcizarlo con belleza. Sin embargo, la obra de Arte de Bruegel consigue obtener otra cosa: completitud humana frente a la Naturaleza, frente al Universo. Con su obra, el pintor holandés deseaba representar todas las necedades humanas que nos llevarán a ser lo que somos. En ellas nos vemos reflejados con una inexistente figuración para el tedio, para ese espacio preciso que nos permita reflexionar más de la cuenta sobre nosotros. Una forma de crítica donde no hay lugar más que para la distracción es una de las cualidades extraordinarias de este pintor. Sus figuras humanas extravagantes quieren exponer en forma gráfica los proverbios más conocidos de la historia. Todos ellos recrean una composición donde la realidad no es una sino varias. Todas ellas hacen además que la ridícula exposición de un delirio humano sea justificado por la abundancia de ellas. Así el pintor no ofende sino que exalta la naturaleza humana. Aquí el horror es interior, es salvado por la forma en que el Arte expresa la grotesca actitud de los seres humanos ante la estupidez o la falla. Porque luego está el horror exterior, ese que el ser llevará desde el momento en que lo de afuera pueda ganar terreno a su interior. Este es expresado con la espiritualidad más que con otra cosa. Busca no caer en el abismo de la nada, un abismo exterior que pueda alterar su sentido equilibrado del mundo. Las grandes representaciones artísticas desarrolladas por las grandes religiones buscaron una forma estética de llenar un vacío existencial provocado por el sentido más misterioso del Universo. 

Pero no acabaría el misterio con la espiritualidad, el mundo grecorromano buscaría lo mismo desde el paganismo más artístico. Cuando el Barroco compuso sus obras más abigarradas de equilibrio estético donde una belleza expresiva ganase al ardor de lo abismado, el clasicismo buscaría, antes y después, el sentido primoroso de satisfacción más personal ante la nada más insulsa de lo existente. Por eso el grutesco, por ejemplo, aquellas formas decorativas halladas en las grutas arqueológicas de Roma, formaron parte de las valiosas y armoniosas estructuras arquitectónicas de las maravillosas representaciones clásicas. Habían sido compuestas siglos antes en Grecia esas estructuras también, donde la realización formal de sus ordenadas medidas ofrecían un sentido justificador al mundo y al hombre. Cuando el noble renacentista español Rodrigo de Mendoza quiso decorar el interior de su castillo fortaleza granadino a comienzos del siglo XVI, no dudaría que debía ser el Arte italiano de entonces el que lo hiciera con todo lujo de detalles clásicos. La fortaleza había sido iniciada en pleno siglo XV, cuando el territorio aún era un lugar de guerras y batallas peregrinas. Pero, luego de su viaje a Italia en el año 1499, el mecenas español conseguiría realizar una hazaña artística extraordinaria. Por fuera el castillo de La Calahorra es una estructura militar sin ningún atisbo de belleza exquisita, más allá de las formas medievales de una fortaleza aislada. Pero, en su interior el mundo había sido transformado por completo. Sus arcos, sus columnas, sus capiteles, sus grutescos, sus formas armoniosas, habían acogido una atmósfera que nada tenía que ver con su exterior tan desolador. Era una metáfora, una maravillosa metáfora de la manera en que el ser humano buscase exorcizar el terror interior tanto como el exterior a su sentido del mundo.

(Óleo Proverbios holandeses, 1559, del pintor rencentista Pieter Bruegel el viejo, Museos estatales de Berlín; Obra clasicista Fidias mostrando los frisos del Partenón, 1868, del pintor británico Alma-Tadema, Museo de Birmingham; Imagen del Castillo-fortaleza de La Calahorra, Granada; Fotografía del Patio interior renacentista del Castillo de La Calahorra.) 

27 de enero de 2022

La confusa, inevitable, inconsistente, efímera, sorprendente, inspiradora, ilusa y misteriosa naturaleza del amor.


 

A finales del siglo XIX hubieron unos creadores que necesitaron expresar de un modo desgarrador los deseos, frustraciones, anhelos, miedos y experiencias de los seres abatidos por la ilusión y la decepción del amor. La sociedad llevaría ya el germen del cambio que haría explosionar la sosegada, huérfana, opresiva e hipócrita forma de mantener las relaciones sentimentales hasta entonces. Cuando el dramaturgo rompedor noruego Ibsen transformara el teatro para siempre, estrenaría en el año 1879 su obra Casa de muñecas. Era la primera representación teatral donde una pareja acababa rota para siempre a causa de la decepción, de la manipulación, de la confusión, de la inflexibilidad y de la arrogancia. Especialmente parcial ante la debilidad social de la esposa, la obra es una justificación de la mujer y de cómo estará condicionada su relación marital por situaciones que la harán reaccionar de un modo radical ante la sociedad y ante sí misma. La libertad había sido un componente exclusivamente masculino, y las disenciones amorosas en el matrimonio habían sido desequilibradas en detrimento de la mujer. Los dos padecían el horror del desamor insidioso, pero las elecciones quedaban indefensas mucho más por las debilidades o inseguridades femeninas. En el año 1900 el pintor británico de origen alemán William Rothenstein (1872-1945) compuso en Francia su obra de Arte La Casa de Muñecas. Pero lo que el pintor finisecular expresaría en su obra pictórica iría mucho más allá de lo que la obra teatral supondría. Como toda inspiración creativa del Arte, las representaciones pictóricas muestran una síntesis vaporosa de la esencia nuclear de una emoción, especialmente contenida ahora ésta entre formas estéticas aparentemente armoniosas. No hay mejor alarde comunicativo que el Arte para transmitir lo que sólo puede verse en un instante emotivo. El pintor sitúa a dos de los personajes, no precisamente a los protagonistas, en una escena de pareja frustrada por la imposibilidad de realizar lo que ya es imposible. La escena retratada es original, ya que en la obra teatral no están situados en una escalera ni de ese modo tan expresivo cuando acaban así. El pintor transformará la representación para crear con ella otra cosa, la imagen que él considerará más emotiva para compendiar la sensación artística más desgarradora que deseara expresar.


Entonces la obra pictórica se hace universal y obtiene una expresividad por sí misma, sin necesidad de conocer la obra teatral ni la historia que subyace a los personajes. Ahora son una pareja que no pueden serlo ya, no necesariamente los personajes dramáticos de Ibsen. El pintor además utiliza la escalera como un símbolo extraordinario de desigualdad, huida, desnivelación, ruptura espacial y pérdida temporal. Tiene la osadía además de dirigir la mirada de él a los observadores de la obra y la de ella hacia la nada. Pero ni la una ni la otra son dos miradas perdidas. La de él parece desafiante, es una mirada resignada pero segura, acorde y asumida; la de ella es una no mirada, ni la detiene ni la anima. Sin embargo, están absolutamente perdidos ambos. Nada habrá que pueda relacionar ya lo irrelacionable. La atmósfera de la obra es el tercer personaje en ese encuadre desolador donde se encuentra ahora la mejor expresión de una causa perdida. Es la gravedad del espacio y la imposibilidad de moverse en él, así como de poder cambiar ya nada. No hay sitio. Sólo se puede huir o quedarse. No hay alternativa a esas dos opciones. El tiempo también es limitado, pero no porque no lo haya sino porque no se puede hacer nada ya con él. Los peldaños siguen ahí sólo para recordar que nada es posible también hacer ya con ellos. No hay luz hacia donde sube la escalera, como no hay lugar mejor donde estar que aquel que no se mueve, ni se pierde, ni se facilita al intercambio. La fugitiva sensación es aquí inútil apreciarla o buscarla. No existe porque ya no hay nada de qué huir, más que de la propia sensación apremiante de la nada. Las libertades se han igualado apenas en la obra para expresar ahora lo que de ellas tampoco ha podido conseguirse, para dilucidar tal vez el extraordinario misterio del amor y sus extrañas motivaciones, situaciones y esperanzas.


El sutil filósofo Platón consiguió hace muchos siglos componer una explicación a lo que imaginaba él como algo muy especial a los seres humanos y, a la vez, radicalmente mendaz y falsario. En su diálogo Fedro escribiría algo así: Y si mientras estar enamorado es pernicioso y desagradable, cuando cesa de estarlo se convierte en desleal para el futuro; ese tiempo para el que hizo muchas promesas con muchos juramentos y súplicas, reteniendo a duras penas unas relaciones que eran ya difíciles de soportar para el ser amado, gracias a las esperanzas de bienes venideros que le infundía. Pero precisamente en el momento en que sería menester que las cumpliera, poniendo a otro guía y patrono en su interior, el buen juicio y la templanza en lugar del amor y la pasión, se convierte en otro sin que el ser amado se dé cuenta. Entonces le reclama éste el agradecimiento de los favores del pasado, recordándole los dichos y los hechos, como si estuviera conversando con el mismo amante de siempre. Pero ahora, por vergüenza, ni se atreve a decir que se ha convertido en otro, ni tampoco sabe cómo podrá mantener los juramentos y las promesas de su anterior e insensato estado, ahora que ha adquirido juicio y calmado sus pasiones, sin convertirse otra vez, por hacer las mismas cosas de antes, en un ser idéntico o semejante al de antaño. Así que el amante del pasado viene a ser un desertor de sus promesas, forzado a la no comparecencia y, al caer de la otra cara de la moneda, da asimismo la vuelta y emprende la huida.


La lírica ha dado respuesta a veces a la naturaleza incomprensible o paradójica del amor, a su sinsentido o a su inevitabilidad. Como todas las cosas inventadas por el ser humano, también el amor es una forma elaborada de insatisfacciones, deseos, refugios, distracciones o vagas esperanzas. 


Debieramos hacer como si nada nos uniera;

esperar sin deseos el regreso de la vida,

volver a comprender lo que una sorpresa

pudiera ser, de nuevo, el mejor acontecer

de una belleza perdida.

No existe lo vivido más que en la distancia

calumniosa, desmemoriada, espantosa del pasado;

lo mejor es la asunción de una alborada,

el amanecer permanente de una luz inesperada.

Vuelve siempre lo que no esperamos,

así recuperaremos la distancia, la agonía,

la fuerza;

la atonía incluso necesaria.

El sentido de lo vivo no es más que arrullo,

espasmo, revoltijo y calma;

amarlo es no perder nunca la dicha de ser,

de justificar, de querer la vida,

de volver la espalda..., 

sin buscar una respuesta,

ni derramar una lágrima.


(Óleo La casa de muñecas, 1900, del pintor británico William Rothenstein, Tate Gallery, Londres.)



15 de enero de 2022

La arbitrariedad de las elecciones, de la libertad, del determinismo, o de cualquier otro destino desconocido de los seres.


 

El secreto fascinante de la imagen artística deriva del hecho sutil de que ignoramos qué es, exactamente, lo que representa una iconografía. Hemos de acudir al título de la obra y, entonces, así, comprender, en parte, el sentido emotivo que habríamos percibido antes. Separamos entonces, por lo tanto, dos cosas, la sensación estética primaria, emotiva y placentera, fundamentalmente plástica, física o de belleza visual, de la percepción intuitiva que su imagen representa de su propia realidad, sea legendaria o histórica. Esas dos cosas van unidas en el Arte. En el Arte que pretende aleccionar o gratificar siempre con sus muestras extraordinarias de un cierto embeleso místico... Ya que entonces, ¿qué si no es la fuerza intangible que nos llevará a valorar una representación estética que nada esconde y todo lo guarda, como es el Arte desgarrado e inspirado de la estética vital más humanística? En las profundidades del pensamiento filosófico de siglos se habría debatido ya una de las polémicas existenciales más enfrentada por su fuerte oposición. ¿Somos libres verdaderamente los seres humanos o estaremos determinados en nuestras acciones, en nuestro desarrollo o en nuestro destino vital por otra cosa?  Es complejo el dilema ya que la libertad es un hecho contrastado: se es o no se es libre, esto es algo constatable. Cuando se es libre el ejercicio de la vida nos lleva por caminos que decidimos, por elecciones que tomamos o por acciones que seguimos de nuestra propia voluntad libre. Por tanto, la decisión al falso dilema está muy clara. Existe la libertad y el ser humano puede ejercerla libremente. Y al mismo tiempo es un falso dilema porque tampoco podremos negar lo contrario... No podemos, aunque seamos libres para no hacerlo. Esta es la difícil cuestión que la polémica o dualidad del desarrollo de la vida tiene realmente. Hay una libertad posible, cercana, limitada, cierta, pero, sin embargo, existe también una infinidad de motivos para poder condicionarla o trastocarla completamente. Lo cual nos llevará al principio, ¿podemos libremente decidir o estaremos determinados por algo ajeno a nuestra voluntad? 

Los grandes relatos mitológicos griegos fueron la fuente cultural que permitieron a los europeos comprender la vida, sus misterios, sus valores, su estética y su ética, en este mundo. La Odisea de Homero permitió situar el destino de un hombre en perspectiva por primera vez. O uno de los primeros, ya que también los babilonios tuvieron un héroe encantado, meditabundo y confundido en su Epopeya de Gilgamesh. El de un hombre no el de un dios, o un santo o un místico, o un gran rey o un extraordinario semidiós. Simplemente un héroe limitado por sus debilidades humanas, por su única capacidad humana limitada, aunque a veces ésta estuviese inspirada por la inteligente fuerza de la superación más heroica. Porque Ulises es un personaje con el cual podemos identificarnos, a pesar de las hazañas que, a veces, realizará propias de un gran héroe estimado. Esta es una de las características aleccionadoras que podemos señalar del relato homérico: la humanidad del héroe, su cercana vulnerabilidad humana. En sus decisiones, sin embargo, es implacable con las terribles fuerzas contrarias que, a cada paso de su viaje, le salen azarosas para impedirle proseguir o avanzar sin menoscabo. Hay una capacidad que no dejará de poseer el héroe: su libertad de elección, su sagaz independencia ante los terroríficos condicionamientos que se le presentan en su camino. Ejerce su voluntad y prosigue su viaje, desea hacerlo así, porque éste es su propio destino elegido libremente. Sin embargo, hay un capítulo del relato griego que hará enfrentar la voluntad inicial de Ulises con otra voluntad diferente, con otra situación extraña que el personaje no puede controlar, o no sabe, o no entiende. Cercano ya al recorrido final de su destino fijado inicialmente, la embarcación del héroe arribará a las costas de una isla desconocida. En ella podrán descansar ya Ulises y sus hombres de una terrible tormenta marina. Es una salvación y, a la vez, una maldición del destino. Porque en el reino de esa isla misteriosa gobierna Calipso, una hermosa, decidida y amable mujer. Es recibido Ulises con la mayor de las bondades y remesas gratificadoras. Se recuperan de las fuerzas perdidas, descansarán de los vientos, de las monstruosidades o de las calumnias que su odisea azarosa les habría hecho padecer por los temerarios lugares por donde habrían navegado. Ahora están a salvo, y, además, en un paraíso, en un lugar afortunado donde la vida y las satisfacciones de la vida se les ofrecen sin limitaciones, sin malicia o sin deletéreas intenciones oprobiosas. 

En ese idílico lugar se llevaría Ulises muchos años ofrendado así por el amor incondicional de Calipso, ya enamorada para siempre del héroe griego. Porque además su necesidad de salvación fue extraordinaria, tanta como el sufrimiento que llevara acumulado poco antes de arribar en la anhelada isla de Ogigia. Eso y la actitud generosa, amorosa y venerable de Calipso llevaría al personaje decidido a enfrentarse, por primera vez, con su destino, con su íntima libertad poderosa. No le falta de nada ahora en su vida. Después de muchos años de alejamiento de su reino, podría decirse que aquella decisión inicial tan ineludible que albergara su voluntad de regresar a su isla de Ítaca, a su reino, a su familia, a su abnegada Penélope, habría sucumbido ante la fuerza contraria, novedosa y alternativa, que supondría el nuevo medio ambiente vital que disfrutaba ahora, ya tan acogedor y satisfactorio. No se acierta a especificar en el relato el tiempo que Ulises pasó en la idílica isla de Ogigia con Calipso. Tan solo que fue mucho tiempo, tanto que no alcanzará el propio personaje a comprenderlo siquiera. ¿Qué habría pasado con su decisión? El tiempo y la bondad, el amor y el cansancio, habían condicionado todo ya, lo habrían transformado todo haciendo ahora una nueva realidad del todo maravillosa. Hay un olvido y, a la vez, por tanto, ya no hay una esperanza... Porque está en su paraíso, es éste, el que vive ahora y que le ofrece todo lo que necesita. Pero, sin embargo, Ulises no acabará por identificarse con esa nueva situación, o con esa nueva decisión, o con esa nueva actitud en su vida. ¿Esa nueva libertad? El caso es que presiente que no es él mismo o que no es su libre voluntad lo que le mantiene, sereno y feliz, sin embargo, en ese destino sobrevenido tan maravilloso. No tiene nada que reprochar a Calipso, ni a su reino, ni a su nueva vida placentera. Es más, no desea hacer nada, no lo deseó durante los muchos años que estuvo disfrutando de su vida allí. Pero, a pesar de todo eso, siente que algo no va bien, algo que es incapaz de saber qué es, o de entender qué es lo que siquiera pudiera llegar a pensar sobre ello. Aun así, un día, decide de pronto abandonarlo todo, la isla de Ogigia y a Calipso, y dirigirse, con su barco, a su inicial destino interrumpido. ¿Qué le habría hecho tomar esa otra decisión? El poeta griego Homero escribe que es la diosa Atenea, su mentora divina, quien no puede dejar que Ulises no cumpla con su determinado destino. La libertad del héroe homérico fue parcial entonces, fue condicionada, fue relativa. Al final, sólo una misteriosa y enigmática causa, del todo incomprensible para el ser humano, llevaría al protagonista de La Odisea a desvirtuar cualquier elección verdaderamente libre, a abandonar una vida satisfactoria por otra cosa, tal vez satisfactoria o no, pero, finalmente, a abandonarla sin ejercer él mismo, realmente, ninguna autonomía en su decisión personal más definitiva.  

(Óleo Calipso, 1852, del pintor neoclásico-romántico francés Henri Lehmann, Colección Privada.)


12 de enero de 2022

Una alegoría de la vida expresada en un retrato de interior del realismo sensible más inspirado.


 

Corot fue un pintor francés de exteriores, sus paisajes sensibles competían con el realismo desesperado de mediados del siglo XIX. Pocas obras de él disponían de un perfil humano sin más. Pero, al final de su vida, tal vez por la pesadez también de ir a las afueras de la ciudad para plasmar belleza natural encontrada, recurriría el pintor a la socorrida escena de interior. Pero lo que el romántico y realista creador francés consiguió con esta obra sorprendente fue representar la alegoría más introspectiva de la vida humana, la que define lo que ésta es sin ninguna palabra, tan sólo gracias a una simple y única imagen estética. La expresión de una mujer leyendo sí había sido compuesta, en las sutiles y evanescentes pinturas barrocas, románticas o impresionistas de entonces, pero, ahora, Corot consigue representar, sin el gesto propio de la lectura, otra cosa mucho más sublime aún: una alegoría de la vida humana. Porque la vida humana, la humana propiamente, es justo todo lo que existe cuando se interrumpe una lectura. ¿Cómo se puede expresar tanto con tan poco? Corot lo consiguió genialmente. Y lo hizo a pesar de no decir nada ni expresar nada más que el instante indefinido de una simple interrupción lectora. Cuando leemos la vida se interrumpe, del mismo modo que, a la inversa, la lectura se interrumpe cuando aquélla regresa. El Arte casi siempre había compuesto a sus personajes, sagrados o profanos, leyendo mientras eran eternizados por los pintores. Era la forma en que expresaban el sentido de introspección que la lectura ofrecía a sus retratados y a la lectura misma. Pero, nunca habían creado una escena los pintores tan definida de una abstracción de la vida humana con un instante artístico tan indefinido. No tendría sentido hacerlo. ¿Por qué sino se representaba un personaje leyendo? El mundo del ser humano, la vida humana, no era entonces lo que los pintores reflejaban en su obra, era al propio personaje, a la abstracción del personaje leyendo (no a la vida misma) como el sentido divulgativo de una actividad introspectiva que suponía la interiorización así de algún conocimiento. La vida humana en el Arte no interesó, realmente, hasta que, a finales del siglo XIX, no comenzara un cierto sentido existencialista a prevalecer en el pensamiento. Ese sentido ya se habría intuído algo por los novelistas precoces del siglo anterior, cuando el ser humano empezaba a ser el objeto de interés de una narración y no las idealizaciones o generalizaciones de un mundo distante o despiadado.

Al leer abandonamos la vida que vivimos y distraemos así cualquier atención de ésta para introducirnos en otra esfera distinta. Es así como la vida se interrumpe y deja de ser una manifestación física y psíquica de la que antes teníamos. Así que cuando, por algún motivo, interrumpimos la lectura de un libro volvemos a la vida y ésta entonces es lo que representa realmente, lo que ella es, la vida que dejamos antes al comenzar a leer. Por eso en su obra Corot expone un personaje, concretamente una mujer, que ahora está sosteniendo su libro interrumpido y que, con su gesto meditabundo o melancólico, expresará así la verdadera apariencia de la realidad de la vida misma, esa que ahora vuelve a retomar la mujer retratada por un instante. Toda una alegoría extraordinaria de la vida humana. Los filósofos idealistas radicales defendían que la vida no era más que lo que nuestro yo creía percibir o percibía; los realistas que era justo lo contrario, lo que existía a pesar de nuestro yo. Como pintor realista, Corot sabría que la vida se acerca bastante a esta última definición. Como pintor también romántico, sabía que la vida podía decorarse además con otros sentimientos. Es por eso que su obra Lectura interrumpida contiene las dos caras de su propia realidad artística. Nunca se definiría en una tendencia, así que sus obras rezuman tanto sensibilidad como realismo. Esta obra de Corot es la manifestación más aséptica de un retrato sin artificios. No hay nada más que una mujer y un libro entre sus dedos, entreabierto, cercado, dominado, perdido... Las formas se mantienen aquí, en la obra, huérfanas de color atribulado o de perspectiva profunda o de fondo iluminado. No hay nada que distraiga en su representación estética, más que la abstracción propia de un cierto sentido alegórico. Su expresión estética encierra emociones o no encierra ninguna. Es por ello que lo que vemos ahora es una percepción fragmentada del personaje abstraído en su interrupción, porque ya no hay una línea argumental de otra vida, una que no existe realmente, en la que estaba imbuida ella poco antes; ya no hay una historia que percibir ahora por ella. Tan sólo hay imaginación, distanciamiento y vacío. Lo que es la vida humana en sí misma cuando no hay nada que la distraiga. 

Por eso mismo lo que consigue expresar con genialidad el pintor francés en su obra es la vida humana misma, lo que queda, aunque sea por un instante, después de haberla abandonado poco antes con otra vida distinta. Porque ese instante artístico reflejado es la vida en su expresión más contenida, más constreñida. No olvidemos que el pintor trata de expresar una alegoría de la vida con una imagen artística representada. Podríamos, sin embargo, expresar cualquier representación estética de la vida humana en otra obra, en el Arte hay muchas, para decir ahora: esta es una alegoría de la vida humana. Pero no se trata aquí de definir la vida humana en general, ya que ésta es múltiple, compleja, confusa e incierta. Se trata ahora mejor de comprender en un instante sensible lo que, alegóricamente, la vida humana es, sin distracción, sin aditamentos, sin decoración alguna. Con la cualidad íntima de un gesto humano individual que representa la forma más objetiva, ni siquiera subjetiva, de lo que es la vida humana en sí. O de lo que no es...  Sólo los que se han sumergido alguna vez en la narración absorbente, maravillosa y exultante de un relato único, pueden entender el hecho de lo que, en esos momentos de placer absorbente de lectura, la vida dejará de existir para introducirse en otra forma distinta ahora de percibirla. Algo que no es la propia vida, la vida humana real, y que sólo lo empezará a ser cuando interrumpamos la lectura, aunque sea por un instante, para regresar así a la percepción real de lo que es la vida verdaderamente. Por esto mismo en esa interrupción, representada en la obra de Corot de manera genial por su simplicidad, se expresará, por oposición, por enfrentamiento con lo de antes, la alegoría más significativa de lo que es la vida humana. La que se había dejado antes, la que vuelve ahora, la que nos regresa ya al comienzo de todo, cuando, ansiosos, deseábamos empezar a sentir una sensación diferente, una que nos aleccionara o nos abandonara a la forma impenitente de percibir o de sentir la vida real, no la romántica o la imaginada, sino la real o desapasionada que vivimos.

(Óleo Lectura interrumpida, 1870, del pintor francés Jean Baptiste Camille Corot, Instituto de Arte de Chicago.)




15 de diciembre de 2021

La desesperanza y el Arte, la Belleza y la muerte, la esperanza y la vida.


 

¿Cómo combinar las cosas? ¿Cómo combinar las diferentes cosas de la incomprensible vida múltiple? En el trasiego existencial de un mundo vertiginoso y sin sosiego, sólo es posible alguna combinación desde la abstracción estética que traduce el Arte. No hay otra cosa que, desde la distancia ideológica, pueda satisfacer las opuestas contradicciones de un mundo diverso y complejo. Porque la ideología no es transversal pero el Arte sí. Para entender esto hay que encontrar algo que satisfaga la completitud que el mundo encierra en su diversidad y en su sinsentido. Para los pintores que se acercaron al Arte desde planteamientos puramente estéticos, la única valoración que se podía hacer del Arte para alcanzar a satisfacer no sólo la armonía sino la combinación más conseguida del sentido del mundo, era poder reflejar todas las contradicciones de la vida sin dejar de apreciar su belleza. Para el pintor holandés Adriaen Van Der Werff (1659-1722) el motivo principal de la representación estética era esa combinación perfecta. En el año 1705, cuando el mundo había entrado en un nuevo siglo lleno de cambios y sorpresas, el pintor barroco, que se resistía a cambiar de crear la belleza, compuso su obra El entierro de Cristo. En ella vemos la expresión más lograda de esa combinación perfecta. Hay elementos opuestos que el pintor se obliga a componer juntos para obtener el sentido que él creía mejor para expresar el Arte. Por entonces, comienzos del siglo XVIII, el mundo empezaba ya a separar unas cosas de otras. La ciencia, la filosofía, la sociedad, aunque tímidamente, buscaban una explicación racional al mundo y la vida y no entendieron otra forma mejor que el análisis, la separación, la catalogación y el desperdigamiento. Esa actitud intelectual llevaría a la mayor revolución en el pensamiento que hasta entonces el mundo habría tenido. Entonces no se comprendería otra forma más adecuada que el enfrentamiento de las cosas para tratar de llegar a dilucidarlas. Fue una opción racional que trajo evolución y avance, pero que dejaría huérfanos los principios que habían hecho sostener la mente humana a la extraordinaria diversidad que encierra la vida. 

En la obra de Werff hay oscuridad y luz, hay muerte y hay Belleza, hay desesperanza y hay vida. Y no es una expresión ideológica o religiosa, es una expresión estética que llevará una combinación de esas cosas opuestas para conseguir la armonía plástica necesaria que nos descubra el misterio del mundo. ¿Qué misterio? El único que es posible aclarar sin aclararlo, aquel que hace entender el sentido universal de lo que no lo tiene. Cuando observamos la simetría curva que forman la figura maternal de azul intenso y el personaje masculino de la izquierda ante el cuerpo sin vida, es esa armonía vigorosa la que traduce, sin error, la incomprensible realidad de la muerte y la vida. Para el pintor holandés la representación estética además es una sutil combinación de naturalismo y de belleza sublime. Es decir, de realismo impactante y de detallismo exagerado de equilibrio y preciosismo clásicos. Otra combinación. Realidad absoluta y artificio logrado. Para hacer más acusado ese contraste el pintor utiliza el color como un elemento imprescindible de la combinación. El manto azul resaltará ante toda desesperación uniformada de la vida monocorde. Ese es aquí el leit motiv de la obra, el sentido primordial de un referente estético que debe romper con la angustia de lo esperado, de lo no esperado más bien, de la desesperación, de la defenestración o de la muerte. Pero también de un mundo incomprensible, lleno de oscuridad, de fragor inconsistente ante la dificultad de poder combinar las cosas para poder entenderlas. A partir de esta creación ya no se volvería a pintar de ese modo nunca más. Con Werff terminaría una forma de expresión que no trataría de resolver el problema de la vida, sino que trataría de sosegar la orfandad posible que llevaría una escisión tan dolorosa del mundo, como es la de separar las cosas sin tener en cuenta la posible crueldad de la desesperanza que supone. El Arte a partir de entonces separaría las cosas, al igual que la ciencia, el pensamiento o la cultura. Esa separación llevaría con el tiempo a no comprender que la belleza, por ejemplo, pudiera entender mejor una contradiccción que cualquier otra forma de explicarla.

Para la vida la combinación es el mejor sentido que dispone para serla. Todo es una mezcla aleatoria y sin sentido para llegar a disponer de vida maravillosa. Como esta obra de Werff. En su lienzo, el pintor barroco holandés mezcla desesperanza oscura y misteriosa con equilibrio armonioso de belleza. No hay, precisamente por esa combinación perfecta, otra sensación mejor que toda esa al vislumbrar ahora una escena de muerte, de desolación, de terror, de pasión, de oscuridad... ¿De dolor?  En la obra estará sublimado el dolor, como lo está el espacio que describen unas formas que, aparentemente, parecen determinadas a extraer lo más negativo del mundo y su sentido. Pero no, la armonía del color, de los pliegues del color, de la forma del color, del sentido del color azul en esta obra macilenta, llevará a sublimar el desterrado y elogioso alarde de poder combinar la vida con la muerte, la belleza con la desesperación o el Arte con el mundo. Nunca podremos explicarnos por qué una armonía sorprendente podrá conseguir eso, como tampoco podremos explicarnos por qué la desesperación existe a la vez que la esperanza... ¿Es una forma de combinar? ¿Es una manera estética de ver las cosas? La realidad es que la obra de Arte de Werff nos llevará a preguntarnos cómo es posible que la belleza pueda estar tan cerca de la desesperación y no sentirla... Y esa pregunta es la pregunta que el Arte nos hace cada vez que descubrimos una representación donde la verdad no es lo que reluce..., sino la belleza, la calmada, exultante, sorprendente, efímera y eterna belleza.

(Óleo El Entierro de Cristo, 1705, del pintor tardobarroco Adriaen Van Der Werff, Museo de las colecciones estatales de Baviera, Munich.)


4 de diciembre de 2021

El Arte es la nostalgia que experimentamos, aunque no lo hayamos vivido, cuando miramos un cuadro.


 

Esta pintura de Pietro Vanucci, conocido también como el Perugino, es un ejemplo claro del sentido modulador que el Arte puede llevar a la memoria inconsciente del ser humano. ¿Existe una memoria inconsciente? Debe existir. Es esa que, sin recordar nada, nos alinea con un acorde de elementos familiares o complacientes que nos llevarán a sentir que lo que vemos ahora es una experiencia vivida o compartida alguna vez con nosotros. Para el Renacimiento el Perugino lo es todo. En su Arte comprobaremos esa particularidad especial que hace que la vida no sea más que un sueño ajado recordado en bellas imágenes serenas. ¿Cómo es posible que eso que miramos ahora sea una lamentación? No, no puede ser eso lo que vemos. Para una obra coral, es decir, para una obra de Arte donde aparecen muchos personajes, no dos o tres, es además todo un reto expresar esa emoción sin desmejorar el resultado. Este pintor italiano consiguió definir el concepto de Arte sin él mismo saberlo. El Arte es una comunicación incomprensible con algo que no acaba de existir, pero que vemos, que sentimos, que hacemos nuestro. La sensación es muy vaga, apenas perceptible. Tiene que ser así, el Renacimiento es eso, insinuación, delicadeza, inspiración, instante... Pero la elección de un grupo tan numeroso para una obra de Arte (decían algunos entendidos que superar nueve personajes es un riesgo) es aquí genial y necesaria. Porque basta solo uno, uno de ellos, para que el sentido de la obra cambie por completo. Es una alegoría de la vida, del mundo, de los seres humanos, más que otra cosa. Bastará uno solo de los personajes que nos resulte halagador, entre un abrumador elenco, para transformar ahora el sentido del cuadro. Pero aquí, además, todos son necesarios, todos son precisos, todos comunicativos, todos son conformados de una manera especial para el sereno conjunto expresivo. Ahí estará también parte de esa emoción sorprendente. A pesar de ser un grupo numeroso, la sensación de intimidad o de serenidad no dejará de experimentarse ante su visión artística compleja. Esto lo consigue el Renacimiento del Perugino genialmente. Para entonces, como para nunca, el mundo no era un paraíso ni un equilibrio de gratas emociones peripuestas. Los artistas y pintores buscaron en el Arte entonces la mejor forma de expresar, sin embargo, otra cosa del mundo...

Pero, ¿existe otra cosa del mundo? Aquí nos acercaremos, con el Renacimiento, a la subjetividad mucho antes de que los filósofos o pensadores hablaran sobre la parcialidad con la que miramos el mundo. En la obra del Perugino no sólo hay personajes existe también un paisaje muy inspirador. Son las dos cosas necesarias en toda obra renacentista: seres humanos y paisaje. El paisaje es ahora aquí un personaje más de los que están ahí sin expresividad. Porque no hay expresividad en el Renacimiento. Pero, sin embargo, ¿cómo se puede expresar algo sin expresividad? Se puede, y la mayor parte de los pintores renacentistas lo consiguieron. La inexpresividad no es exactamente falta de expresividad. Cuando expresamos cosas, varias cosas, muecas, gestos, guiños, sonrisas o emociones especialmente fuertes es expresividad. Cuando sólo expresamos una suavemente es inexpresividad. Al menos en el Arte es así. Pero esa inexpresividad aparente es aquí, en esta obra, el motivo de que no se altere nuestra sensación particular de serenidad. De que podamos ejercer la nostalgia, una emoción especialmente familiar o íntima de los seres individuales. Ante la visión de este cuadro del Perugino no podemos dejar de sentir que hay algo ahí que nos llevará a presentir una emoción particularmente indefinida. Y no me refiero a una cuestión religiosa, que es posible, sin duda, pero no especialmente a eso. Es una sensación artística en el sentido de que el Arte nos traslada a otra dimensión donde el tiempo y el espacio se subliman. En el paisaje de esta obra anacrónica (porque el sentido de lo representado, muerte de Cristo en Palestina a comienzos del siglo I, y el sentido de lo expresado, reunión de seres humanos ante el cuerpo sin vida de otro humano en la Italia del siglo XV, no estará acoplado realmente) el referente especial de la nostalgia es aquí el lago Trasimeno y la silueta de los torreones y murallas grises de una ciudad y sus orillas. Hay en la obra del Perugino una referencia emotiva a su lugar de nacimiento, la región de Umbría y su lago Trasimeno. Para el Renacimiento la emotividad nostálgica es más importante que la representación mimética de las cosas expresadas.

Otra especial característica de la nostalgia es la individualidad, ya que no es posible compartirla tanto como sentirla a solas. La composición de la obra del Perugino nos ofrece esa particular forma de poder compartir una emoción, sea la que sea, sin compartir la nostalgia. Y es por eso mismo que los seres representados disponen de una individualidad expresiva extraordinaria. Solo comparten el tiempo pero no el espacio. Hasta uno de ellos parece mirarnos ahora, ensimismado, alejándose del sentido colectivo para reflexionar, perdido, sobre el sentido de lo que no comprenderá muy bien. Es el único que no inclina la cabeza de esa forma similar en que todos los personajes, vivos o muertos, inclinarán la suya. Esa extraña serenidad no compartida es visible desde la nostalgia de la obra artística tan extraordinaria. Qué sensación de vida hay en esa lamentación sobre la muerte... El Arte consigue eso en las composiciones donde el observador se identifica con parte de lo representado. Pero esa identificación es general, apenas insinuada, llevada a cabo por la armonía del conjunto donde nada desmerece la visión de una nostalgia. Las emociones inexpresivas son precisamente las que más se parecen a la nostalgia, porque no se siente del todo, porque no se termina por ver qué cosa hace que la sienta uno o que la recuerde a veces. En su obra el pintor Perugino consigue algo que hasta entonces no se había visto en el Arte, la perceptividad psicológica de algunas expresiones. Y esa sensación solo puede representarse en un entorno acorde con los principios renacentistas de entonces. No hay otro estilo, salvo el Manierismo, donde podamos descubrir mejor ese instante que no representa nada especialmente, pero que tiene una característica muy personal, muy íntima, muy trascendental. No hay nada en la obra que nos haga sentir repulsión, ni siquiera la imagen evidente de un cadáver, como para que la emoción no pueda volar ahora libre entre los perfiles inexpresivos de unos gestos tan diversos. La vida y el mundo están aquí retratados bajo la suave sensación silente de unos rostros ajenos. Con todo ello, con los seres humanos y con el mundo alrededor, el pintor consiguió hacernos percibir belleza ante la nostalgia presentida de un cierto misterio tan incomprensible como inevitable.

(Óleo sobre tabla Lamentación sobre Cristo muerto, 1495, del pintor renacentista italiano Pietro Perugino, Palacio Pitti, Florencia.)

6 de noviembre de 2021

El lenguaje del color, como el verso y las palabras, buscarán la armonía precisa para no llegar a exceder la emoción.



Hay dos épocas históricas muy parecidas en la efusión de rasgos artísticos transgresores, pero que éstos no alcanzarán a traspasar todavía el sentido universal de la comunicación artística más emotiva. La poesía generará esa sintaxis propiciatoria para que los materiales de la que están hecha no dejen a la emoción huérfana de razones para sentir cosas. Una fue la modernista finisecular de comienzos del siglo XX y finales del XIX; otra se desarrollaría en pleno siglo de oro español, mediados del siglo XVII. Ambas épocas fueron herederas de la culminación artística clásica más elogiosa o desarrollada. Sin embargo, esa culminación clásica no satisfizo a los nuevos creadores que, perdidos entre tanta maravillosa forma y composición plástica, dejaron que la emoción volara sobre las musas para alcanzar una síntesis armoniosa entre la gravedad de las cosas y la sublimidad de lo sentido. Así se consiguió crear, en esas dos extraordinarias épocas, combinaciones de elementos artísticos que, apenas antes, no habían sido utilizados ni contrastados de manera tal que fueran ubicados con la genialidad atrevida de la sencillez y de la emotividad, de la introspección y la memoria. El espacio y el tiempo, por tanto, fueron sublimados. Siempre habían sido glosados en la poesía, por supuesto, pero entonces, primera mitad del siglo XVII y finales del XIX, llegaron a ser elevados en un simbolismo casi místico de la emoción y el intimismo. Con la pintura sucedió algo parecido. Había sido elaborada con los rasgos efectistas de las tonalidades más artificiosas para obtener una inspiración magistral. Así los pintores renacentistas consiguieron excelsas obras maestras. Pero en el Barroco la emotividad y la introspección hicieron alcanzar a nivelar el sentido heroico de los colores con el menos distinguido de los personajes, obteniendo un equilibrio. Los colores se esforzaron por servir a la emoción, no al revés. Fue la época de la invención del subjetivismo, cuando el filósofo Descartes señalaría el yo de cada cual como el motivo principal del sentido del mundo. 

La extraordinaria nómina de pintores que prosperaron artísticamente, no tanto personalmente, en España durante el siglo XVII no ha sido suficientemente valorada. A la sombra de grandes genios maestros del Arte, estos creadores barrocos desconocidos compusieron obras de una maravillosa factura artística que llevaron a combinar emotividad con simbolismo. Para ellos el color fue un lenguaje poético donde la armonía estaba al servicio de la pasión emotiva, y no tanto un alarde plástico de grandes artificios volumétricos. El humanismo, que nació en el Renacimiento, fue llevado en el Barroco a su sentido más personal, más íntimo, más emocional. Pero la emotividad no podía erigirse entonces desde presupuestos heroicos reconocidos, aún no había llegado Rousseau ni el Romanticismo posterior. Por eso cuando el pintor español Francisco Rizi compuso sobre 1660 su óleo Un general de Artillería, no dejaría referenciado claramente de qué personaje concreto se trataba tal retrato. La emotividad artística, como el verso vinculante de un sentido íntimo, no es particular aquí, no se individualiza sino que se universaliza con la fragante sensación de un lenguaje más compresivo, más amable, más amplio, más acorde con la ruptura de lo convencional que un ser personal pueda llegar a concebir desde su más profundo arraigo interior para poder llegar a sentir, sin embargo, algo más intemporal e indefinido. En su original obra barroca, Rizi no pintaría el "color" sino la armonía de los colores; no pintaría las "formas" sino la vaguedad de éstas; de ese modo el retratado formará parte del paisaje tanto como el color formará parte de los sentimientos. Es la sintaxis del color; es el lenguaje que los versos universales buscarán para tratar de llegar a la emoción más universal de los humanos. Cuando el poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939) quiso encontrar su sentido expresivo emocional más íntimo, lo buscaría en el lenguaje novedoso de un cierto desapego heroico clásico para poder acercarse, así, a una comunicación íntima a la vez que universal. En su poema Sueños rotos Yeats meditaría por entonces con belleza sobre el desengaño del tiempo y la decadencia de los propios sentimientos. 

Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros
vagos recuerdos, nada sino recuerdos.
Así dirá un muchacho a un viejo cuando los viejos callen:
«Hábleme de esa dama que el poeta
de obstinada pasión cantó para nosotros
cuando la edad más bien debía helar su sangre».

En el año 1904 el padre del poeta irlandés, el pintor John Butler Yeats (1839-1922), crearía el retrato de Maire Nic Shiubhlaigh. En su obra modernista el pintor irlandés manejaría genialmente el lenguaje del color, aquel lenguaje que los pintores barrocos vislumbraron meramente, un lenguaje ahora lleno de matices con los rasgos emotivos claramente desaforados en su expresión artística más subjetiva. Porque ahora las emociones se personalizarían sin ningún pudor, se mostrarían sin ocultar nada esencial, solo apenas aún los valores estéticos plásticos más clásicos, esos que denotarían la naturaleza objetiva de lo retratado y no fragmentado todavía, como lo es el rostro o las facetas más características de una figura humana. "Tu belleza no puede sino dejar entre nosotros vagos recuerdos...". Ahora, en los inicios del siglo XX, el color y su lenguaje comenzaban a transformarse para poder llegar así a alcanzar una armonía muy diferente. No bastaba la sabiduría de las combinaciones hermosas, no importaba su mensaje trascendente, como aquel que el pintor barroco consiguiera expresar en el equilibrio universal del gesto meditabundo de un personaje anónimo y de las ajenas tonalidades de un paisaje emotivo...  Ahora, en el Modernismo finisecular, el paisaje no tendría que ser emotivo y el personaje, sin embargo, dejaría de ser confuso en su determinación expresiva para ser definido como sensible, como plenamente emotivo en todos sus rasgos estéticos. El sentido emotivo se manifestaría, sin embargo, en ambos casos, sólo que en uno, en el barroco, el lenguaje artístico completaría totalmente la sintaxis emotiva más universal. Aunque hubo un caso en el que la emoción subjetiva barroca alcanzaría tonos semejantes a los que hacen que éstas sean tan universales como íntimas. El poeta español barroco Andrés Fernández de Andrada (1575-1648) consiguió emular una vez la belleza artística de una emoción universal como símbolo muy particular de una especialmente más íntima:

Ya, dulce amigo, huyo y me retiro
de cuanto simple amé; rompí los lazos.
Ven y sabrás al alto fin que aspiro,
antes que el tiempo muera en nuestros brazos.

(Obra modernista Retrato de Maire Nic Shiubhlaigh, 1904, del pintor irlandés John Butler Yeats, Galería Nacional de Irlanda; Óleo barroco del pintor español Francisco Rizi, Un general de artillería, 1660, Museo Nacional del Prado.)

10 de agosto de 2021

Ver el trasfondo de las cosas, algo necesario para conocer la verdad del mundo o la visión del Arte.

Uno de los filósofos más importantes y, a la vez, más desconocidos del siglo XX lo fue el francés Henri Bergson (1859-1941). Concibió una teoría filosófica que no iniciaría él, propiamente, sino que habría sido intuida, vislumbrada o sospechada por otros pensadores a lo largo de la historia. En síntesis su teoría trata de la separación, del contraste o la diferencia entre la razón con la que observamos y comprendemos el mundo, por un lado, y lo que el propio mundo, verdaderamente, nos revela. La utilización de la razón es esquemática, es analítica, y tomará la realidad en pequeños trozos asequibles, en pequeños pedazos autónomos que, separadamente del mundo, trata el ser de aprehender con su sola inteligencia. Pero el mundo no está fragmentado, es un universo global, un continuo todo completo que rechaza, para ser entendido verazmente, toda escisión o parcialidad utilitaria. Esta filosofía le llevaría al pensador francés a entender que la inteligencia racional se comportaría como una foto fija, como una parte inmóvil y seccionada de la realidad dinámica total del mundo. Y entonces se podría pensar que sumando todos esos pequeños trozos de la realidad podríamos comprender, racionalmente, toda la realidad. Pero, sin embargo, esa realidad artificiosa es ficticia, no existe nada así en el universo. La realidad no es un collage de momentos separados e inspirados por una razón analítica. La verdad del mundo es una dinámica continua imposible de ser escindida para su comprensión real. La razón puede ser útil en la teoría de las cosas imprecisas, pero absolutamente ineficaz en el conocimiento práctico real del mundo. Bergson sugería que la visión auténtica del mundo debía ser un continuo vital no una parcialidad teórica y que, por tanto, la intuición debía ser más acertada que la razón para ponernos en contacto con la realidad del mundo. Y esto mismo es lo que pienso sobre la forma en la que habría que mirar una obra de Arte, algo que nos debería llevar a la verdad más profunda y completa de un cuadro.

Uno de los elementos que el Arte nos regala a veces es la capacidad trascendente que el ser humano posee cuando transforma la realidad según alguna inspiración artística. Tanto se entienda el mundo con planteamientos materialistas o idealistas. Es decir, que da lo mismo que creamos en algo distinto a la naturaleza como origen de la vida y el mundo. Es imposible que una ideación intelectual, lo que es una representación creada por el hombre, pueda dejar de existir sólo por el hecho de que el mundo, alguna vez, desaparezca entre tinieblas. Y eso da trascendencia al Arte de un modo extraordinario, ya que, aparte de cualquier otro artificio creado por el ser humano, el Arte no tiene ninguna utilidad ni pretensión física o material para ser aprovechado, por ejemplo, en un entorno azaroso donde la entropía campe, indecente, por sus caprichos estocásticos. Fueron los románticos los primeros creadores que de modo claro, muy claro, buscaron en sus representaciones esa trascendencia sin pretensiones. Porque, como en el Arte, las ideas más honestas que impulsarán mejor los movimientos estéticos, en este caso el Romanticismo, son aquellas que sólo determinan rasgos artísticos exclusivamente, sin ninguna otra consideración, ni social, ni política ni religiosa, o filosófica incluso. Caspar David Friedrich fue un prototípico romántico en su capacidad artística pictórica más extraordinaria. Nacido justo cuando el Romanticismo iniciaba la senda transformadora más exitosa del mundo, había tenido una infancia muy relajada en la germánica costa báltica de la Pomerania Occidental (actualmente entre Polonia y Alemania). Por entonces, el año 1774, esa zona báltica pertenecía a la corona sueca desde la guerra de los Treinta años. Sin embargo, pronto la tragedia familiar alcanzaría la vida del pintor, primero con el fallecimiento de su madre, al año siguiente de una hermana, cinco años después de otro hermano y, cuatro más tarde, de otra hermana víctima del tifus. Esta eventualidad vital tan terrible en su infancia le acercaría al tema de la muerte (paradigma muy romántico), de una forma que el pintor supo sublimar representando el drama interior que todo ser experimenta ante la visión trascendente del mundo. 

El mismo año que Friedrich se casa con su joven esposa Caroline Bommer, 1818, pintaría su obra Viajero sobre un mar de nieblas. En esta representación pictórica romántica se ofrecía, por primera vez, la perspectiva de un hombre mirando desde arriba el mundo a sus pies. La neblina que impide desplazarse con orientación eficaz es dominada ahora por la misma altura desde la que el individuo se sitúa. También los picos aterradores que, al fondo, le observan, presuntuosos, en su poderosa representación telúrica más definitiva. Pero ahora no hay aquí temor, ni limitación, para manifestar la sensación tan poderosa que un ser humano pueda disponer al enfrentarse así, desde su privilegiada posición, a un mundo desolado. Hay que elevarse, por tanto. Hay que elegir esa posición que permita visionar el mundo gracias a dos elementos necesarios. Primero aquel que no nos fracciona la visión, que, a cambio, la afronta desde la más absoluta globalidad; y, segundo, aquel que nos lleve más allá de nosotros mismos, de la realidad limitada que una perspectiva acotada o sesgada del mundo nos impida aprehender el sentido trascendente y completo de la vida. Para cuando el pintor Vincent van Gogh llegó a la conclusión de que su vida amorosa había sido un completo fracaso, pintaría su óleo postimpresionista Noche estrellada sobre el Ródano. ¿Qué había pasado en Arlés aquel final del verano del año 1888 para que el genio más romántico de los impresionistas se inspirase una noche? La ciudad francesa de Arlés se sitúa a pocos kilómetros de la desembocadura del Ródano. A su paso por la ciudad provenzal el río gira casi noventa grados, de ese modo parece un gran lago en la noche iluminada, tan brillante además por uno de los cielos más estrellados que un oscurecer romántico y mediterráneo pudiese pintarse alguna vez.

A diferencia del pintor romántico, el pintor postimpresionista nunca se casaría, ni alcanzaría, como el artista romántico alemán, una felicidad conyugal al final de su madura vida, tan sabia y edulcorada por el amor sublime e inspirador que de una esposa cariñosa pudiese vivirse. En la obra romántica de Caspar David vemos un hombre solo frente al mundo, un ser humano que contempla poderoso y satisfecho la vida y sus representaciones misteriosas que puedan conferirle, sin embargo, tranquilidad y belleza o inquietud y desasosiego. En su pintura intimista el ser humano no es acompañado en la pintura por ningún otro ser vivo que pudiera alterar, confundir o mediatizar alguna cosa que no sea su exclusiva perspectiva vital. Sin embargo Vincent van Gogh, que buscaría la misma sensación de trascendencia, tranquilidad, belleza, inquietud o desasosiego que el pintor romántico, pintaría una obra radicalmente distinta. Aunque de estilos diferentes, no hay tanta diferencia entre un pintor y otro. El Postimpresionismo, se ha dicho a veces, es una forma de Romanticismo desubicado. En su lienzo impresionista  van Gogh buscaría lo mismo que Caspar David: una perspectiva desde donde poder vislumbrar el mundo con la inspiración sublime de una sensación íntima poderosa. Ahora, con la noche estrellada como excusa, vemos aquella realidad que necesitaba ser completada para poder ser entendida. La orilla no es en la obra de van Gogh una línea diferenciadora para admirar un mundo sobrecogedor. Éste, el mundo representado, no se distingue demasiado bien entre un cielo iluminado de estrellas y la superficie, igual de iluminada, de una tierra indistinta entre los reflejos proyectados sobre el brillante río como sobre el pálido y confuso relieve de la ciudad dormida. 

Pero también, a diferencia del pintor alemán, el trágico, desolado, meditabundo, confuso y pasional pintor holandés añadirá una cosa distinta en su óleo misterioso. En la visión que los personajes retratados en ambas obras tienen del mundo, van Gogh no compuso un ser humano solitario frente al universo fascinante. El pintor postimpresionista pintaría dos seres unidos, abrazados, a diferencia de Caspar David Friedrich, que pintó un hombre solitario. Pintaría mejor una pareja caminando por la orilla en la noche estrellada sobre el Ródano. Toda una inspiración intuitiva mucho mejor que la que tuviera el afortunado pintor alemán, que pintaría un hombre solo frente al mundo. Contemporáneo del pintor holandés lo fue el filósofo alemán Nietzsche. En una de las obras más misteriosas y profundas que escribiese para tratar de alcanzar a dominar la verdad que encierra el mundo, nos diría el vitalista filósofo alemán: Soy un viajero, un escalador de montañas. No me gustan los llanos y no puedo quedarme quieto mucho tiempo. Sean cuales sean mi destino y los acontecimientos que me esperen, siempre habrá en ellos que viajar y que escalar montañas; pues, a fin de cuentas, no se tienen vivencias más que de uno mismo. Ya ha pasado el tiempo en que me podían sobrevenir hechos casuales; ¿qué podría sucederme ya que no fuera algo mío? Mi sí mismo y todo cuanto de él estuvo durante mucho tiempo en tierra extraña y disperso entre las cosas y acontecimientos casuales, ya no hace sino retornar, volver por fin a casa. Y sé otra cosa más: que ahora me hallo ante mi última cima y ante todo lo que se me había estado evitando durante largo tiempo. Tengo que emprender, ¡ay!, mi ascenso más difícil. Ahora empieza mi viaje más solitario. Pero los que son de mi estirpe no pueden escapar a semejante hora, a la hora que nos dice: "¡En este momento es cuando sigues el camino de tu grandeza!". Las cimas y los abismos constituyen ahora una misma cosa. Sigues el camino de tu grandeza: lo que antes constituía tu último peligro es ahora tu refugio postrero. Sigues el camino de tu grandeza: reconfórtate el ánimo pensando que detrás de ti ya no queda ningún camino. Sigues el camino de tu grandeza: en este camino nadie ha de seguirte a escondidas. Tus propios pies van borrando el camino que dejas tras de ti y sobre él queda escrita la palabra "imposibilidad". Si en adelante encuentras escaleras, aprende a trepar por encima de tu propia cabeza. De no ser así, ¿cómo ibas a poder seguir subiendo? ¡Por encima de tu propia cabeza y más allá de tu propio corazón!  Lo que haya más blando en ti se ha de convertir ahora en lo más duro... ¡Bendito sea lo que nos endurece! Nunca alabaré el país en el que corre leche y miel. Para ver mucho hay que empezar por apartar la vista de uno mismo: todo el que haya de escalar una montaña precisa de ese endurecimiento. Pero quien tiene unos ojos inadecuados para ser un hombre de conocimiento no captará más que los aspectos superficiales de las cosas. Tú, en cambio, Zaratustra, has querido ver el fondo y el trasfondo de las cosas, y por ello has de subir más allá de ti mismo, cada vez más arriba, hasta que puedas ver las estrellas a tus pies. Sí, tener que bajar los ojos para verme a mí mismo e incluso para ver las estrellas: esta sería mi cima definitiva, la cima que aún me queda por escalar.

(Óleo Noche estrellada sobre el Ródano, 1888, del pintor holandés Vincent van Gogh, Museo de Orsay, París;  Cuadro romántico Viajero sobre un mar de nieblas, 1818, del pintor alemán Caspar David Friedrich, Museo Sala de Arte de Hamburgo, Alemania.)

9 de febrero de 2021

La satisfacción humana más visceral eludirá a veces la belleza.

 



Cuando en el Paleolítico superior (hace unos 40.000 años) el ser humano realizara las más extraordinarias muestras de creación artística de la Prehistoria, el clima en el mundo era helador, intempestivo, duro y muy desagradable. Entonces los humanos se refugiaron en cuevas profundas más acogedoras que el páramo desolador de su salvaje entorno. Las pinturas elaboradas en las paredes de sus refugios fueron compuestas ante la incertidumbre, la rudeza, la escasez, la violencia o la desesperación. Lo fueron como un maravilloso subterfugio frente a la salvación, la satisfacción o la esperanza anheladas. El clima de la edad del hielo obligó a ocultarse en las cálidas grutas, donde la sublime creatividad artística buscaría una belleza entonces apenas conocida. Así pasarían los años esos humanos prehistóricos sin comprender todavía el misterioso sentido de su existencia. Pero hace 12.000 años el clima cambió de repente. Las temperaturas subieron como no se había conocido antes, casi diez grados de media en algunas latitudes. Entonces el Mesolítico (12.000 - 8.000 años antes del presente) llegó para asombrar a la especie humana, que empezaría abandonando sus habitaciones ocultas para acercarse a las praderas florecidas, a las suaves marismas sobrevenidas o a las verdes riberas maravillosas donde la vida y sus recursos proliferaban sin carencias. El Arte entonces, sin embargo, disminuiría alarmantemente. Para ese momento prehistórico el ser humano reduciría sus composiciones artísticas con respecto al período anterior (Paleolítico Superior). ¿Qué había sucedido para que el hombre dejara de necesitar la belleza? Su satisfacción vital tan extraordinaria. Porque cuando el ser humano alcanza la mayor satisfacción existencial conseguirá eludir la necesidad tan visceral de crear, combinar, admirar o producir belleza.

Con la mitología griega los poetas idearon pronto el concepto de Edad de Oro. Fue una época muy antigua donde la abundancia, la felicidad, la igualdad, la serenidad, la armonía, favorecían con sus dones. Pero, pronto todo eso acabaría en la siguiente Edad de Plata, luego la de Bronce, después la de los Héroes, para, finalmente, llegar a la Edad del Hierro. En la cronología histórica se establecieron unas etapas parecidas (Edad de Cobre, de Bronce, de Hierro) para los períodos de las etapas llevadas a cabo después del Neolítico. Haciendo un paralelismo, se podría asimilar el Neolítico a la edad de Plata mitológica. Entonces la idealizada edad de Oro sería el Mesolítico, la etapa prehistórica en que el ser humano experimentara mayor satisfacción con su vida, luego de que las masas de hielo desaparecieran de la Tierra. La satisfacción humana acabaría con la deseada necesidad de un Arte buscador de belleza. Nunca se volvieron a realizar esas extraordinarias composiciones artísticas parietales, ni en cuevas, terrazas o en salientes telúricos que el Paleolítico helador viese florecer entre sus desgracias. El ser humano buscará ávido entonces la belleza cuando la satisfacción no alcance un mínimo imprescindible. No hubo un período más satisfactorio, comparativamente con lo vivido antes, como el Mesolítico en la historia del hombre. Ni siquiera después, ya que el Mesolítico ofreció abundancia para una población relativamente reducida. Todo abundaba entonces y la temperatura y los recursos no hacían más que producir esa belleza natural que, años antes, sólo podía el ser humano reproducir con su arte. 

El mundo volvería a experimentar cambios climáticos tiempo después. También a evolucionar en población, guerras, enfermedades y desgracias. El clima se mantuvo cálido hasta el año 1000 antes de Cristo, pero, sin embargo, se volvería a enfriar a partir de entonces paulatinamente. Unos pocos grados menos, como para que el ser humano necesitara resguardarse ahora en palacios, casas o refugios construidos. El Arte volvería a prosperar en los siglos VI y V antes de Cristo y años subsiguientes, sobre todo en parte de la cornisa oriental mediterránea. Pasaron los siglos y el clima volvería a calentarse entre el siglo X y el siglo XIII después de Cristo. El medievo final fue también cálido, como aquel período mesolítico. Así se reflejaría también en el Arte, que dejaría por entonces de ser producido, al menos comparativamente con periodos anteriores, pero, sobre todo, con los posteriores. A partir del siglo XIV el clima empezaría a enfriarse de nuevo. Sería el período histórico moderno más prolongado de temperaturas menos templadas. De hecho, ha sido llamado pequeña edad del hielo (en comparación a los grandes periodos de hielo prehistóricos). Con el Renacimiento conseguiría el mundo llegar a un acorde clima necesario para animar al hombre insatisfecho a alcanzar de nuevo la belleza. Acabaría ese clima desasosegado a mediados del siglo XIX, cuando, curiosamente, el ser humano y su Arte occidental dejaran poco a poco de admirar, producir o recrear belleza como antes. Para cuando el genial Miguel Ángel, subido a unos frágiles andamios, compusiera su maravilloso fresco de la Capilla Sixtina, el mundo no había nunca antes visto una belleza semejante. La representación de la forma humana, el reflejo de su insatisfacción más íntima, la sintonía perfecta de unos colores deslumbrantes, eran entonces la expresión más auténtica de una estética requerida, comenzada miles de años antes, para tratar de exorcizar la maldición de una vida tan difícil. Un siglo después de la decoración de aquella capilla, Caravaggio compuso decidido la mejor expresión primorosa de una representación artística. Con su obra David vencedor de Goliat Caravaggio realizó otra grandiosa creación no antes, ni después, conseguida en la historia. ¿Cómo es posible alcanzar a componer algo tan excelso de belleza sin disponer de una mínima decepción ante el mundo? La satisfacción humana más profunda dejará a un lado cualquier necesidad de creación y belleza. No es posible conseguir esa tonalidad, ese contraste, esa delineada forma tan artística, sin la compensación grandiosa de una belleza que el ser humano, sin embargo, no hallará disfrutando tanto de su existencia. 

(Óleo David vencedor de Goliat, 1600, del pintor barroco Caravaggio, Museo del Prado, Madrid; Detalle del fresco de la Capilla Sixtina, Profeta Jeremías, 1511, del renacentista pintor italiano Miguel Ángel Buonarroti, Roma.)

6 de febrero de 2021

La versatilidad del Arte es la más prodigiosa forma de comprender el mundo sin necesidad de verlo.

 


Una de las maravillosas consecuencias que el Arte tiene es la de hacernos sentir cosas que no correspondan exactamente a lo que la representación objetiva de sus formas reflejen del mundo. La auténtica percepción del Arte hará que lo que sintamos al ver una obra sea más lo que brote en nuestro espíritu que lo que nuestros ojos decidan equivocados. Sólo la poesía y el Arte lo consiguen. Es una experimentación física imposible lo que hacen inspirados. Sin embargo, eso mismo es una de las cosas que nos hacen humanos verdaderamente. Ni la inteligencia racional, ni la capacidad de imaginación calculada, ni la evolución desarrollada de estrategias para sobrevivir lo conseguirán igual. Lo que nos hace especialmente humanos es la capacidad de sentir aquello que no es y, sin embargo, acabará siendo. Es una forma de representación que sobrepasa el horizonte previsible y real del mundo. Algo que no es posible demostrar desde las expresiones propias de lo corroborable. ¿Qué extraño sobrecogimiento universal fue aquel que llevara al ser humano a ser el único viviente en el mundo que pudiera transformar una experiencia en otra diferente? A hacer, por ejemplo, que la realidad fuese solo una palabra auxiliar de algo que no tuviera nada que ver con la realidad íntima del sujeto. Cuando vemos la obra clásica del pintor americano (nacido en Inglaterra) Benjamin West llamada La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, observamos en ella un gesto expresivo tan humano que llegará a traspasar la estereotipada escena bíblica tan manida. ¿Quiénes son esos seres que, abrumados, han convertido su deseo en una congoja tan inesperada como irresoluble? ¿No servirán también esos gestos para hacernos ver la grandeza de una especie tan capaz de poder transformar ahora una desesperación en una esperanza? ¿No hay ahí también un prodigio para comprender la verdadera razón de dos seres tan distintos? Entrelazados por el destino inapelable del terrible gesto exaltado del ángel, llevarán ellos a descubrir el profundo sentido misterioso de su efímera existencia. La serpiente instrumental a sus pies vaga aquí sin culpa por el frío escenario de lo incomprensible. ¿Cómo habrán sido los hechos del Universo para que nada sea responsable e inocente al mismo tiempo? ¿Son esos hechos lo real, son lo auténtico? ¿Qué sutil cosa puede ahora ayudarnos a comprenderlo?

El sentido estético representado por el pintor de una leyenda tan confusa, hace que la mera realidad de lo causado (la expulsión dramática) se convierta en una ocasión para poder comprender el mundo. Lo auténtico no es lo real, del mismo modo que lo que percibimos no es lo que sería creado expresamente para ello. Hay una autenticidad que no puede corromperse nunca, ni por la transformación, ni por la adecuación, ni por la tradición, ni por la veneración de lo necesario. De lo aparentemente necesario, claro. Es todo esto como un canto universal y misterioso. Canto es existencia..., decía el poeta Rilke en sus sonetos a Orfeo, porque cantar o expresar es pertenecer así a la totalidad de lo que es el mundo. Y ese canto de salvación universal no puede ser el premeditado gesto de imponerse y prevalecer que representa el ser calculador y realista. Ese canto salvífico no es una plegaria en el sentido de desear, sino aquella otra plegaria que no pide nada ni trata de transformar nada con su expresión sincera. No, ahora lo que se obtiene con esta plegaria es como lo que decía un antiguo verso romántico del poeta Hölderlin: Y mientras el hombre calla en su tormento, un dios me dio el poder para saber decir cuánto sufro...  Y al poder decirlo se liberó, convirtió la realidad en un prodigio y transformó así una mera circunstancia en una posibilidad muy distinta. Es lo que la obra del pintor West nos ofrecerá con su sobrio estilo clasicista. A que no acabemos de comprender hasta que nuestros ojos dejen de estar encadenados a algún destino falsamente primoroso. Reconocer un mal no es entregarse a él, como abatirse no es expresar sometimiento sino asumir lo humano que tiene todo sentido incomprensible. La humanidad de las cosas está en lo acompasado que dos seres al menos puedan llegar a tener para aferrarse a la vida. No hay en esta imagen pictórica nada que lleve a presentir, para quien lo sepa ver, algo que tenga algún atisbo de destierro trágico o de desarraigo improductivo o de desolación espantosa.

El filósofo Nietzsche dejaría escrito este lamento, a la vez que el más prodigioso canto de esperanza:   Cuando ayer vi la luna me pareció que iba a parir un sol; tan abultada y grávida yacía en el horizonte. Pero me engañaba con ese presunto embarazo; antes creeré que la luna es hombre, no mujer. Aunque a decir verdad ese tímido noctámbulo que se pasea por los tejados de la noche sin tener la conciencia tranquila parece poco hombre.  Piadoso y callado, camina sobre alfombras de estrellas, pero no me gusta ese hombre que anda con sigilo y que ni siquiera hace sonar espuelas. Los pasos del hombre honrado hablan por sí solos, mientras que el gato se desliza furtivo por el suelo. "Cuánto me gustaría amar la tierra como la ama la luna y tocar su belleza tan solo con los ojos", se dicen los hombres sin espuelas. No amáis la tierra como creadores, como engendradores, como los que gozan de devenir. ¿Dónde se da la inocencia? ¡Donde hay voluntad de engendrar! Para mí, quien posee una voluntad más pura es aquel que quiere crear por encima de sí mismo. ¿Dónde se da la belleza? ¡Donde yo tengo que querer con toda mi voluntad; donde quiero amar y hundirme en mi ocaso, para que la imagen no quede reducida a pura imagen! ¡Amar y hundirse en su ocaso son dos cosas que van unidas desde toda la eternidad! Voluntad de amor significa estar dispuestos incluso a morir. ¡Esto es lo que tengo que deciros, cobardes! Pero vosotros pretendéis llamar contemplación a vuestra forma bizca y castrada de mirar. Encontráis bello lo que se deja mirar por unos ojos pusilánimes. ¡Cómo prostituís hasta las palabras más nobles! Estáis malditos, hombres inmaculados del conocimiento puro; sí, estáis malditos a no engendrar jamás, por muy hinchados y preñados que aparezcáis en el horizonte. Os llenáis la boca de nobles palabras, ¿y hemos de creer, mentirosos, que hay una gran abundancia en vuestro corazón?... ¡Empezad teniendo fe en vosotros mismos y en vuestros intestinos! Quien no tiene fe en sí mismo siempre miente. Vosotros los puros os tapasteis el rostro con la máscara de un dios. Y, realmente, habéis conseguido engañar, contemplativos. En otro tiempo, hombres del conocimiento puro, creí yo ver jugar en vuestros juegos el alma de un dios. No creí que hubiera un arte superior al vuestro. La distancia no me permitía captar vuestro mal olor a serpientes. Pero me acerqué a vosotros y despuntó el día en mí, como ahora despunta para vosotros. ¡Se acabaron los amores con la luna! ¡Mirad allí cómo se ha quedado la luna atrapada ante los resplandores de la aurora y qué pálida se ha puesto! ¡Sí, ya surge la ardiente aurora solar; ya llega su amor a la tierra! El amor del sol es inocencia y afán de crear. ¡Mirad con qué impaciencia se alza sobre el mar! ¿Es que no sentís ya la sed y el cálido aliento de su amor? Quiere sorber el mar y tragarse su profundidad para llevárselo a las alturas, y el deseo del mar se eleva con mil pechos. Y es que el mar ansía ser sorbido y besado por la sed del sol; quiere convertirse en aire, en altura, en rastro de luz, ¡en luz incluso! En verdad os digo que yo también amo la vida y los mares profundos. Y esto es, para mí, el conocimiento: que todo lo profundo debe ascender hasta mí.

(Óleo del pintor neoclásico Benjamin West, La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, 1791, National Gallery of Art, Washington D.C., EE.UU.)


 

23 de enero de 2021

Un triunfo dionisíaco desestabilizaría la estética del mundo: la ilusión imaginativa dejaría paso a la infame realidad.

 


Es curioso que el mundo se base en una ilusión imaginativa más que en una infame realidad... Pero así es. Aun cuando la desolación anegue nuestras vidas. Hay una magnitud, realmente dos, que determinarán siempre cualquier hecho deleznable en nuestro mundo. Son la cantidad de maldad y el tiempo de duración. Cuando algo está muy extendido, cuando afecta a multitud de sus criaturas y no a una o a pocas; cuando además esa adversidad se prolonga en el tiempo no durando un día o una semana o meses, sino años, entonces es cuando sus consecuencias son determinantes para conseguir que algo sea verdaderamente insoportable. La historia de los inicios del ser humano llevaría a la conclusión de que el homo sapiens comprendería muy pronto que, para calmar sus angustias vitales tan desesperantes, debería alzar su mirada hacia lo alto, hacia la grandiosidad de un poder universal que todo lo guiase. Los griegos fueron los que más se plantearon esas cosas ante el mundo. Así nacería el dionisismo, una religión arcaica griega basada en el culto a Dionisos, un dios mitológico tan misterioso como necesario. Ese culto griego, a diferencia de los demás cultos helénicos, ofrecía una sensación de comunicación o de participación íntima de los seres con la divinidad. El ser humano entonces conseguía así unos poderosos efectos psicológicos en su interior. Primero una liberación de los límites impuestos por la razón o la costumbre social. Segundo sustituía su conciencia individual por una colectiva, salía así de sí mismo ampliando sus capacidades sin la opresión de la responsabilidad personal, disuelta ahora en una nueva conciencia no reglada de un grupo. Y tercero, en ese estado de éxtasis individual, divino y colectivo, conseguía una relación muy especial con lo primario, con lo más elemental o con lo más terrenal. Dionisos encarnaba la expresión de lo otro... Con él no había una categorización de las cosas del mundo, unas pasaban a ser otras y lo contrario. En él se reunían lo masculino y lo femenino, lo joven y lo viejo, lo salvaje y lo civilizado, lo lejano y lo próximo, lo terrenal y lo celestial. El dios Dionisos iba más allá aún, anulaba las distancias que separaban a los seres humanos de los dioses, pero, también las que separaban a los hombres de las bestias.

El milenarismo también había sido una forma de expresión estética, una que llevaba a la consecución de un cataclismo inevitable que anunciaba la salvación solo para algunos elegidos. Sin embargo, nunca pasaría de ser una estética adornada con los efluvios imaginativos de una salvación anhelada. A finales del siglo pasado proliferaron las estéticas milenaristas en el cine, por ejemplo. Multitud de películas pronosticaban, en sus ilusas fantasías estéticas, la transformación o la catástrofe. Pero solo era una compulsiva industria destinada a conseguir los mayores beneficios a costa de la ilusión del mundo. El mundo, a finales del siglo XX, a pesar de sus bandazos, había obtenido aquella bendición nietzscheana de equilibrio deseado entre un poder apolíneo, racional, bello, soñador y artístico, representado por el dios Apolo, y un poder dionisíaco, desenfrenado, oculto e irracional expresado por Dionisos. Las catástrofes eran localizadas y duraban poco, habían contribuido a reajustar las cosas y sus efectos no llevarían más que a una sustitución de un poder terrenal por otro. Pero veinte años después de aquel fin de siglo, el mundo abordaría por primera vez en mucho tiempo una realidad muy diferente. Ahora lo dionisíaco desequilibraría sutilmente la balanza existencial requerida. Ahora la realidad superaría cualquier posible imaginativa ficción cinematográfica. Dionisos volvía así, metafóricamente, a prevalecer ahora entre los desasosegados momentos de una tragedia. Y, como entonces, la máscara formaría una parte expresiva del culto adornado en el mito dramático. Así también surgiría la tragedia ática en el siglo V antes de Cristo, aquella forma estética que llevaría a los griegos a exorcizar el mundo y sus miserias. El comienzo de la tragedia tuvo además una gran relación con la política populista de los tiranos, algo que favoreció el culto a Dionisos. ¿No es todo eso una aproximación más que simbólica a la realidad infame de lo que hoy vivimos asombrados?

En el año 1635 el pintor holandés Paulus Bor (1601-1669) compuso su obra barroca Baco. En su juventud viajaría el pintor a Roma y allí cofundaría un grupo de artistas nórdicos, denominado Bentvueghels, una asociación de pintores que agrupaban a los no aceptados en la prestigiosa Academia romana de San Lucas. El grupo era conocido por sus rituales de iniciación báquica, unas celebraciones  paganas que duraban hasta veinticuatro horas y concluían con una marcha a la iglesia mausoleo de santa Constanza, donde hacían libaciones a Baco (Dionisos) ante el sarcófago de Constanza. ¿Qué haría a unos pintores barrocos llevar a cabo actos paganos en la tumba de una santa cristiana? Constanza fue la hija del emperador Constantino el grande. Su padre había hecho del Cristianismo una religión aceptada por el imperio romano y  en Roma el emperador mandaría construir un mausoleo para su hija. En la alta edad media Constanza sería santificada, aunque nunca por motivos reales o históricos, ya que había sido todo lo contrario, una pérfida, malvada, sangrienta y vengativa mujer. Ese contraste, tal vez, tuvo que ver con la peregrinación  pagana de aquellos pintores marginados hacia su tumba. La realidad es que el pintor Bor regresaría a su país años después dedicándose ahora a una pintura tenebrista. En su obra Baco refleja los rasgos misteriosos que el dios grecolatino representaba en el mito. Ahí está la meditación abrupta, la desconfianza placentera, la desidia, o la satisfacción inconsciente. Con este mito griego los pintores habían realizado extraordinarias obras de Arte. Tiziano lo había compuesto como el salvador más primoroso ante las vicisitudes desoladoras del mundo (El triunfo de Baco o Baco y Ariadna, National Gallery, Londres). Otros pintores lo compusieron como el genio alegre y desenfadado de las orgías naturalistas. Pero Paulus Bor lo pinta ahora solo, sin sonrisas, sin desmanes, sin espasmos, sin confabulaciones dionisíacas extravagantes. Con su gesto tan oculto como su filosofía, el dios provocador de vaciamiento, de escándalo morboso por la vida, reflexionaría aturdido ante la escabrosidad humana del mundo. ¿Cómo no habían comprendido los humanos que la verdad no está solo en lo que miran? La luz, la poderosa luz apolínea, entorpecía la nitidez de lo verdadero. Solo la luz no hace resplandecer toda la realidad del mundo. Esta está oculta bajo el poder de lo imposible... Necesitamos la luz para no verla tanto como necesitamos la oscuridad para vislumbrar la verdad de lo que no es. Con su claroscuro barroco el pintor holandés forzaría aún más la desolada figura de su personaje mítico. Con ello resplandece la expresión de lo que el Arte a veces consigue: hacernos mirar más allá de lo que vemos. Tal vez sea este el mejor alarde estético que podamos conseguir para evitar que la realidad no acabe trastornando nuestra ilusión poderosa.

(Óleo barroco Baco, 1635, del pintor holandés Paulus Bor, Museo Nacional de Poznan, Polonia.)


15 de enero de 2021

La serenidad, el erotismo y la historia, o cómo el surrealismo de Delvaux nos acerca, serenamente, a la verdad.


 Cuando en la novela rusa Los hermanos Karamazov el protagonista, Dimitri Karamazov, se encuentra de pronto, desolado ante su vida, con un sabio monje en los atribulados momentos de su mayor angustia, aprovechará la ocasión para preguntarle, desesperado: ¿Qué tengo que hacer para ser redimido? Entonces el monje ortodoxo le contestaría, serenamente: Antes de nada, no te engañes a ti mismo. Para la desesperación el engaño es, sin embargo, una forma de supervivencia. Esa manera de luchar donde todo vale, ha sido la estrategia poderosa de los vencedores ante la bisoñez de los incautos o de los confiados. ¿Entonces cómo no engañar puede ser una salvación determinante? Esas son las confusas realidades de la sabiduría... El engaño, en ningún caso, puede ser nunca contra uno mismo. Pero, ¿puede ser entonces contra los otros? Nunca, tampoco. Lo que sucede es que engaño es una palabra ambivalente. No hay un engaño activo, verdaderamente. Sólo se engaña el sujeto receptor. No engaña nadie, sólo uno mismo se engaña. Y esta sí es una forma legítima. Pero sólo una forma, no es falso testimonio, no es mentir, no es dejar de ser uno mismo. ¡Es sorprender! Sorprender al otro. Entonces, el otro acabará engañado, pero no por aquel sino por sí mismo, por el equivocado modo de prejuzgar al contrario que él tuvo. En una fábula japonesa se contaba la leyenda del viajero cansado que buscaba alojamiento para pasar una noche. Encontraría entonces una pequeña cabaña en la montaña, donde vivía un viejo guerrero samurái:  Con su amabilidad de sabio, me recibió y acogió en su cabaña el viejo guerrero, nos sentamos al fuego y empezamos a hablar de mi viaje y de su vida. Le pregunté cómo un guerrero había renunciado al mundo, y entonces me respondió que, antes de renunciar al mundo, había sido servidor de un príncipe al que enseñaba el arte de la guerra. Comprendí que sería una oportunidad esta para conocer un arte como ese, teniendo en cuenta las tribulaciones azarosas que el propio viaje me esperaba al día siguiente. Ante mi insistencia, el viejo guerrero me dijo que sólo me contaría una historia, que no me enseñaría nada más y que yo sacara mis propias conclusiones. Acepté encantado.

Y empezó contándome su historia: En una de las veces que, acampados antes de la batalla, nos solazábamos los compañeros en una taberna, apareció un fiero guerrero fanfarrón y descarado. Entonces uno de mis compañeros, el más fuerte, que se deleitaba con este tipo de enemigos, se enfrentaría a éste decidido. Sin embargo, saltó aquel de pronto a su cabeza, le abatió y cayó mi amigo sin remedio. Comprendí que debía yo ahora enfrentarme con mi sable. Cuando le quise asestar un golpe logró esquivarme. Entonces yo daba a diestra y siniestra cuchilladas en el aire, pero nada. De súbito saltó sobre mí y consiguió derribarme. Así que ya no quedaba más que uno de nuestros más viejos compañeros. Este viejo guerrero tenía un aspecto lamentable, apenas podía moverse con alguna muestra de firmeza. No, decididamente acabaría siendo abatido fácilmente. Entonces se dirigió al fiero pendenciero enfrentándose a él fija y tranquilamente. Éste se detuvo inseguro e inquieto, y el viejo guerrero terminó por herirle... Al final, todos quisimos preguntarle. Él sólo respondió que el secreto para vencer en toda circunstancia era hacer de la serenidad una forma de vivir. El que está tranquilo dejará fluir la realidad. Su misión como guerrero fue ir al enemigo y eso había hecho. El oponente no pudo reaccionar porque no comprendió su tranquilidad. Ante nuestra insistencia, él decía: sois jóvenes, vuestros movimientos son muy vivos, pero en realidad desconoceréis la forma de salir victoriosos. El poder enfurecido con el que os enfrentáis es una fuerza temporal y vana, no se puede contar con ella siempre. Si deseáis vencer al enemigo no olvidéis que él también lo desea. Se piensa ser el mejor, pero eso no basta. Hay que tener una amplia visión. Es como el que se pierde en el bosque y se muere de vergüenza... Eso fue lo que le sucedió al pendenciero fiero guerrero de la taberna: en ese momento único, indeciso y trágico, ya no contaba nada, ni su vida, ni su muerte, ni su victoria, ni su derrota. No intentó siquiera defender su cuerpo ante la figura desgarbada de un guerrero tan viejo. La obsesión por la victoria es un estado que favorecerá siempre al enemigo. El secreto de la victoria está en la habilidad y en la falta de resistencia, pero, sin embargo, no en la que pensáis que debiera ser. Cuando el egoísmo es el que nos anima y buscamos solo nuestro beneficio, la sabia intuición poderosa  no puede fluir. Vuestro ser, dominado por el egoísmo, no dejará surgir el brote divino de la inspiración natural. Es ésta, nacida del no-yo y del no-deseo, la única forma que tiene nuestro espíritu de poder vencer. La verdadera naturaleza del secreto de la vida no tiene ni tiempo ni olor, debe ser algo que se asemeje al vacío, incluso a la muerte, puesto que vive en todas partes... Es una esencia maravillosa que actúa en todas partes de forma muy curiosa. Sumergida en esa esencia, aunque pueda parecer extraño, los malos pensamientos, los deseos infatigables, todo lo acosador, desaparecerá como la niebla disuelta por el sol de la mañana. La sospecha, la ilusión, la angustia, se derretirán totalmente y el espíritu verdadero nos inundará por completo. Sentiremos entonces una satisfacción enorme y el mundo limitado se disolverá ante nosotros. El secreto de la vida no reside ni en la victoria, ni en la derrota, sino en asimilar la verdad. Parte del secreto de todo es olvidar el propio ser y a los obsesionantes deseos.

El Surrealismo como Arte pictórico se habría expresado, sin embargo, inspirado con los elementos de la propia realidad. El genial pintor belga Paul Delvaux (1897-1994) se obsesionaría tanto con la muerte como con la vida. Tanto con el amor como con la desolación. Para cuando el Arte empezara a descubrir que la verdad estética no tendría por qué enfrentarse con el contenido tan expresivo de lo moderno, el pintor surrealista belga compuso su obra surrealista Serenidad. En ella observaremos el contraste más bello y distendido entre la espiritualidad y el erotismo. ¿Se habría enfrentado alguna vez el erotismo a la espiritualidad sin descubrir satisfecha la Belleza? Con las rémoras de la composición gótica más elogiosa, el pintor surrealista descubriría la maravillosa exaltación de la vida ante un gesto primoroso de satisfacción. Pero, no es una satisfacción erótica, ni tampoco es una satisfacción histórica, ni artística, ni prodigiosa, ante los fenómenos displicentes de la mundanidad. No, es sólo serenidad... Ante la serenidad la vida se despliega entonces sin temores, sin alardes, sin rencores, sin voluptuosidad equívoca que confunda o exaspere. Ahora, con la serenidad de la auto-referencialidad de uno mismo, pero sin uno mismo, con la mera posibilidad de tan solo ser para solo ser, el Arte de Delvaux nos adentrará en la misteriosa senda de lo existente...  Pero lo existente ahora como un hecho inapelable, como un gesto corresponsable con la propia vida manifiesta. No hay enfrentamiento que no sea una falacia si no es vivido como una inercia propia de la vida satisfecha. No hay vida tampoco si no hay enfrentamiento ante la realidad como parte inevitable de la existencia. Pero la serenidad será una parte esencial de todo eso...  Como la perspectiva tan clásica del cuadro, la serenidad no dejará nunca de asemejarse a la vida, a expresarse como si vivir fuera la única función (de lucha, de resistencia, de persistencia) que no obligara a otra cosa que a la propia vida displicente.

(Óleo Serenidad, 1970, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Colección Privada, Brujas, Bélgica.)