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23 de abril de 2018

La frágil memoria del Arte en la injusticia de un legado artístico oculto en la historia.



La abundancia de grandiosidad o de lo más primoroso en un período concreto del Arte -la extraordinaria producción artística del barroco en la corte española durante el tercer cuarto del siglo XVII-, ha llevado en ocasiones a maltratar las obras menos aplaudidas o menos conocidas o menos celebradas o más desubicadas, luego de que su efusión, tal vez, no llegara a colmar las exigencias de un triunfo apenas por entonces persistente. Fue el caso del pintor español Benito Manuel de Agüero (1629-1668). ¿Qué hace que prosperen o no algunas obras o personas legitimadas en su Arte frente al excelso y meritorio, sin embargo, reconocimiento de los aparentemente más grandes? La desidiosa injusticia arbitraria de los hombres. También la irreverencia de la memoria, de una memoria ahora deslavazada e inconclusa consecuencia de los arraigados arquetipos tan convencionales de los hombres. ¿Dónde estará la celebración y la grandeza más auténtica? ¿En los perfiles sobrecogedores de una influencia sociológica? ¿Entre los estigmas inconfesables de una despiadada sombra psicológica? ¿En los trastornados afanes de la gloria encumbrada por raíces meramente decorosas o interesadas? ¿En las vagas elucubraciones subjetivas de personajes elevados sobre la universal y serena cumbre de las verdades más poderosas? Entre los años 1630 y 1670 se produjeron en España, concretamente al amparo de la corte real en Madrid, una grandísima cantidad de obras de Arte primorosas. Fue una excelsa escuela que llevaría con Velázquez, entre otros muchos, a ser una de las más grandiosas de la historia del Arte. En la nómina virtual de esa grandeza artística hubieron muchos pintores, conocidos algunos pero desconocidos muchos. Al final son sus obras, no ellos, los que reconocerán el sentido y la grandeza. Sin embargo, a veces sus obras no las reconocieron ni las cuidaron, ni las nombraron ni las asignaron lo suficiente como para que la memoria, que todo Arte requiere para serlo, venga para poder transmitir o asistir para siempre su belleza.

Pero, algunas creaciones artísticas no dejarán de tener la misma suerte que sus entornos. Para el Palacio Real de Aranjuez se crearon una serie de paisajes en la década de los años cincuenta del siglo XVII. Sería el pintor Agüero el que más composiciones de ese tipo crease para el real sitio de Aranjuez. Sin embargo, la decadencia española de aquellos años tristes para el reino, finales del siglo XVII, llevaría a deslustrar la memoria de algunas de sus obras. El propio Palacio de Aranjuez fue paralizado en su desarrollo artístico y arquitectónico. Solo hasta el año 1747 con el rey Fernando VI el Palacio no volvería a brillar con su belleza, como también el propio reino lo hiciera de nuevo por entonces. Pero antes de eso, alrededor del año 1700, se llevaría a cabo un inventario de las obras depositadas en ese Palacio real. Entonces se describirían todas aquellas obras y autores asignando el nombre de Benito Manuel de Agüero a muchas de sus obras. Pero pasarían los años, sus grandezas, sus rigurosidades estéticas y sus asignaciones recordadas o inciertas. El caso es que aquel inventario desaparecería entre legajos ocultados de miseria. Ahora, en el año 1794, otro nuevo inventario prosperaría al amparo de la desidia, de la negligencia o de la desmemoria. El pintor Agüero desaparecería de los nombres, de los títulos y de sus obras. El siglo XIX no bastaría para ser nefasto en otras cosas, en otras razones o en otras historias, también lo fue para esas creaciones de grandeza y originalidad artísticas, obras que, entonces perdidas y olvidadas, padecerían la oscuridad más infame tras la mera asignación de un frágil legajo de la historia.

Pasarían las glorias y las guerras, pasarían los deterioros y la decadencia, pasarían las reacciones y las revueltas, o las revoluciones y las pérdidas... Y, entonces, desapareció. La figura artística de Agüero se disolvería en la historia como sus bellos paisajes, deteriorados o descoloridos ahora por el paso del tiempo y la desmemoria. Así hasta que, bien entrado el siglo XX, durante el año 1933, dos historiadores rigurosos -Elías Tormo y Sánchez Cantón- recuperasen la verdad de aquel inventario desidioso y parcial. Recuperaron entonces la memoria, la grandeza, la sutileza, la extraordinaria originalidad, la anticipación y la belleza del Arte de los paisajes de Benito Manuel de Agüero. La belleza sugerida, la belleza enardecida, aquella que resultaba de cuidar y alentar más los colores y sus formas que los pinceles ilusorios, malheridos o desahuciados por la historia. No prosperaron antes sus matices estéticos porque no fueron reconocidos en el tiempo. Porque fue un reconocimiento malogrado, es decir, fue el reconocimiento que alguna vez tuvo en sus inicios pero que, luego, se malograría o difuminaría entre las veleidosas y maliciosas decisiones personales tan injustas. Porque entonces -siglo XVII- sí se verían y admirarían sus bellezas alegóricas, luminosas y compositivas, primorosas bendiciones de anticipación estética de una obra tan sutil como esa. Nunca los paisajes habían tenido una fuerza tan poderosa en la narración estética de una escena mitológica. Claudio de Lorena sería el pintor barroco que lo comenzara a engrandecer en Francia, pero en España pocos creadores habían adquirido esa grandeza. Nunca hasta entonces se habían pintado escenas marginando la narración conocida frente a otras cosas solo exclusivamente estéticas. Agüero destacaría en su obra Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago la mera gloria de la civilización con la fuerza ahora más poderosa de una naturaleza estimulante; también de la historia o la leyenda del hombre con la belleza refulgente de un horizonte ahora bellamente manifiesto; y además la magnitud exagerada de unos alardes atmosféricos tan excelentes con la pequeñez de las figuras o de los encuadres de una humanidad ahora apenas vertiginosa o nada reseñable.

Para una sociedad y una época -siglo XVII- de proliferación de obras religiosas esos paisajes narrativos -tan anticipadores- de escenas paganas, míticas, naturales o de fuerza desgarradora, hacían de las creaciones de Agüero un ejemplo de extraordinaria exposición de obras ahora con un especial cariz más humanista y natural, prerrománticos incluso, donde lo principal es subsumido ahora por la emoción de un entorno tan desgarrador como impresionante. En esta obra barroca el pintor seccionaría la historia así como la cultura que la sustentaba frente a la poderosa escena destacable de una naturaleza arrogante y fervorosa. Ahora los seres humanos son pequeñas criaturas que, para nada, pueden merecer el verdadero sentido estético de la historia. El Arte situaba así las cosas en su sentido justo, donde ahora la fatua actitud humana no puede más que ridiculizarse ante la grandeza de un universo tan dadivoso como estéticamente inigualable. Hasta los dioses lo sufrieron... En la obra Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas el pintor Manuel de Agüero cuenta la leyenda mitológica de Latona y sus hijos, los dioses Apolo y Diana, cuando son desatendidos por unos vulgares pastores. La inmensidad del grandioso paisaje natural sobrevuela ahora sobre las dogmáticas sombras de la leyenda mitológica. Ahora la belleza de esta obra encierra un mensaje diferente..., uno recurrido de primorosidad estética novedosa ante cualquier otra magnanimidad iconográfica más tradicional o clásica. Toda esa belleza anticipada y el artista que lo compuso fueron relegados por la ignominia cruel de una negligencia injustificable. Aquella relación inventariada del año 1700 quedaría olvidada, perdida y desolada por la desmemoria artística más imperdonable. Las autorías fueron confundidas, las obras mantenidas ocultas sin relieve, la memoria sin sustento y la belleza ahora velada y ausentada de glosa, cultura, sentido y permanencia.

¿Es que no pasará lo mismo con los nombres, los personajes y las historias? ¿Cómo saber que lo que sustenta una historia es lo que de verdad supuso y fue su gloria? Sólo quedará la memoria. Sólo sus obras..., apenas éstas vislumbradas en ocasiones por el reflejo desvaído de la desatención y la miseria. Pero también el recuerdo ligero, limitado, afanoso y desposeído de cierta grandeza que nos quedará ahora para tratar de comprender, así, la fortaleza de una decisión artística como fue la de -hace cuatrocientos años casi- componer por entonces una imagen como esa. Una imagen más llena de sentimiento humano que de gloria majestuosa. Una creación artística gozosa de belleza natural de un paisaje que motivará el espíritu del hombre a alcanzar las metáforas sublimes de un destino histórico, sin embargo, ahora sin mucho sentido primoroso. Porque es el sentimiento lo que primará ante las grandiosidades narrativas de un mundo artificial desposeído de belleza. Agüero lo intuiría. Como así adivinarían ya sus obras la fuerza del desatino ante las fragilidades de un sino insostenible de grandeza. En los años en que el pintor barroco compusiera sus obras, el grandioso imperio español comenzaría, balbuceante, un descalabro paulatino de su frágil fortaleza. Ese mismo descalabro que obtuvieran también con su nombre y creaciones el desconocido pintor barroco. Para cuando el Palacio de Aranjuez, sin embargo, alcanzara de nuevo su grandeza -segunda mitad del siglo XVIII-, para ese final del siglo más ilustrado, sus recuerdos artísticos proclamados -desde hacía cien años antes- de belleza acabarían ahora desmantelados ante la infame, insensible y desatenta negligencia. Y ya no existirían ni su nombre, ni su fama, ni su grandeza. Cruel realidad de una injusta y vil desmemoria. Pero, como el destacado celaje de su paisaje mitológico, vibraría de nuevo ahora, aunque desvanecido de grandeza, bajo el sol impenitente de una fiel historia descubierta. Porque unos historiadores entonces recuperaron su memoria, descubrieron su nombre, su Arte y su grandeza. Y ya nunca más nadie podrá mencionar ahora que, bajo aquellos reflejos barrocos dorados de grandeza, no existieron ni otros nombres, ni otros deseos, ni otros alardes, ni otras estéticas...

(Óleo Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago, c.a. 1650, del pintor español Benito Manuel de Agüero, Museo del Prado; Óleo Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas, 1660, del pintor Benito Manuel de Agüero, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

23 de marzo de 2018

La perspectiva como una emoción continuadora, evolucionadora, de historia, cultura y sentido artístico.



Clamado de introspección y atávico sentimiento ancestral para mirar desde la cueva acogedora y poderosa el ser humano, curioso y sensible, promovería su deseo de comprobar y aprehender el mundo fascinante que se le presentara a sus ojos. Y desearía entonces fijarlo en su memoria. El Arte es posible que fuese la incipiente transformación de una realidad evanescente en una conformación indeleble. Pero cuando lo fascinante se desea elogiar artísticamente en todas sus maravillosas formas y contrastes, el ser agente procurador de esa belleza buscará conformar la imagen grandiosa desde el mejor encuadre para verlo. Sin embargo, ¿qué sentido tiene hacerlo sin manifestar toda la estética traducible y comprensible de una belleza grandiosa? El escorzo en el Arte es una forma de distorsionar la imagen comprensible o natural de un objeto armonioso. El escorzo es un extraordinario modo de elaborar una representación artística concreta. Pero, sin embargo, las formas identificables de la naturaleza del objeto representado no serán asimilables en el sentido habitual comprendido por una mente esquemática. Los pintores han conseguido embelesar nuestros ojos ante la expresión diferente, pero artística, de una representación voluntariamente distorsionada. Habitualmente del cuerpo humano ha sido el escorzo una técnica utilizada por el Arte, pero, ¿y de los objetos artificiales creados por el hombre?

No es razón hacerlo de una belleza que solo puede ser objetivada desde sus perspectivas más armoniosas. ¿Perspectivas más armoniosas?, ¿cuáles son esas? Aquellas que descubren en una creación artificial la más completa y mejor sinfonía de sus formas más significativas. El escorzo en general es un trasunto, es una excusa, es una recreación accesoria de algo más sublime. Tiene un contexto, pues no presentará únicamente la imagen principal de lo objetivado, sino más cosas. Por eso existe el escorzo, para articular así una narración. Entonces las diferentes partes conforman un todo ante la rara imagen escorzada, sea protagonista o no de la obra.   Pero, cuando lo que se desea es representar la armoniosidad de un conjunto estético, de un objeto bello producido por el hombre -lo que tiene menos sutilidad y más proporción-, es preciso albergar su imagen entre las mejores angulosidades de una bella visión estereoscópica. Salvo cuando lo que se desee vislumbrar sea otra cosa. Entonces la genialidad sustituirá a la grandeza...  El pintor desconocido Giuseppe Bernardino Bison (1762-1844) marcharía muy joven con su familia a Venecia, en donde aprendería las formas estéticas de su Academia reconocida. Pero entonces, finales del siglo XVIII, la pintura no era ya en Italia una forma lucrativa de vivir, así que se dedicaría a la escenografía y a la decoración de castillos para nobles de Padua. A comienzos del siglo siguiente empezaría a pintar para los advenedizos más prósperos de una nobleza empobrecida. Compuso entonces paisajes con una panorámica propia del vedutismo, la tendencia artística de sus maestros venecianos -Canaletto, Guardi- que destacaba así una visión escenográfica o prodigiosa de un mero paisaje urbano.

En su vejez acabaría Bison en Milán, donde seguiría componiendo obras y decorados para la aristocracia vetusta, aunque no tendría ya mucho éxito ante los gustos transformables de la estética por entonces, muriendo pobre y desconocido en el año 1844. Pero, unos trece o catorce años antes, en la setentena, se inspiraría el pintor en la plaza del Duomo milanesa para componer su obra Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado. Aquí necesitamos conocer el título de la obra para identificar el escenario retratado. La imponente catedral milanesa, el Duomo, es una maravillosa construcción gótica producida por el hombre en las postrimerías del medievo y desarrollada durante casi seiscientos años. Su decoración gótica es maravillosa, con multitud de pináculos y cresterías elaboradas, elementos estéticos que precisan de una magnífica proporcionalidad para ser elogiosos. Y es la armoniosidad de sus proporciones y detalles la que producirá la belleza más sublime a su gran estructura arquitectónica. Su fachada pentagonal, enarbolada de suaves torres chapiteladas que enmarcan cresterías elaboradas, muestran la mejor y más fascinante decoración producida por el gótico. Es precisamente la fachada la sublimación más artística de cualquier construcción catedralicia, sea gótica o no. Sin embargo, el pintor italiano no la destacaría en su obra sino que la escorzaría. Así perdería su rasgo identificativo más destacado. Sólo en una narración visual, es decir, en una descripción estética de más cosas, es como únicamente tendría sentido componerlo de ese modo original. 

Pero, sin embargo, aquí no hay narración, no existe un motivo principal, histórico, social o representativo, para ser objetivado en la obra frente a cualquier otra cosa añadida, por grandiosa que sea. Es ahora solo el paisaje urbano de una parte muy delimitada de la grandiosa plaza milanesa, sesgada además por la perspectiva limitada de una galería porticada. Pero, sin embargo, la perspectiva de la obra encierra ahora una emoción cultural e histórica muy determinada. Hay varios contrastes en la visión acotada de esta representación. Por un lado el sublime solapamiento de dos estilos arquitectónicos: el gótico y el neoclásico. Las columnas de los arcos del soportal presentan un capitel corintio propio del estilo más clásico. El propio arco del soportal neoclásico, de medio punto, está destacado en la obra por el encuadre de tres de ellos -tres, el sentido numérico más primoroso de una proporción estética-, y se enfrenta ahora al arco ojival alargado de un conjunto de cuatro arcos góticos -menos proporcionalidad estética- de la insigne pared lateral de la catedral milanesa. Tradición y desarrollo, cultura y evolución, sintonía y vértigo... El paso aquí de una encrucijada en el Arte, así como en la vida, muy destacada por entonces (comienzos del segundo tercio del siglo XIX): el advenimiento de un Neoclasicismo arrollador. Más para un pintor o creador -decorador, escenógrafo- que viviera los últimos momentos de un estilo artístico en la historia. No hay que olvidar que la escena neoclásica es más estimulante que la gótica, la escena, aunque no los detalles. 

La obra de Arte -¿romántica, clásica, vedutista?- de Bison es una alegoría del sentido más histórico y cultural -civilizador- de Europa. Todo lo que vemos en la obra de Arte son creaciones del ser humano, son artificios o construcciones de la civilización del hombre y su desarrollo a lo largo de la historia. Por no haber nada natural, no existe paisaje que altere la visión de una cultura humana, salvo el cielo azul de la obra. El creador debía destacar la emoción de esa visión cultural, no solo la pintoresca de una edificación grandiosa. Por eso se situó dentro de la galería porticada para componer su obra original. Era un homenaje a la evolución de la belleza artística, era un homenaje a la cultura que la sostuviera y a los seres que la procuran, admiran o transmiten. Era un homenaje al Arte,  al Arte que sabría destacar la visión emotiva frente a la práctica, la estética de un encuadre subjetivo frente al objetivo grandioso de lo más principal. Porque en esta obra de este pintor dieciochesco, educado en la tradición rococó de paisajes utilitarios, vendría a solazarse ahora un ingenio de emoción teñido de un cierto romanticismo vetudista. Había que plasmar una visión urbana y había que destacar un paisaje de civilización grandioso, pero, al mismo tiempo, había también que emocionarse situando la perspectiva dentro de una oquedad que destacara lo cercano ante el aparatoso fondo cultural e impresionante. Pero, sin embargo, fijándolo todo ahora como si el motivo lo fuera sin brillo, sin fulgor, sin entusiasmo... 

(Óleo Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado, alrededor de 1830, del pintor italiano Giuseppe Bernardino Bison, Colección Particular; Fotografía actual del Duomo, la catedral de Milán, con la galería porticada a la izquierda de la imagen, Plaza del Duomo, Milán, Italia.)

9 de agosto de 2017

Goya y un relato verídico de sencillo valor, compromiso, responsabilidad, dignidad y justicia.



En el Instituto de Arte de Chicago se encuentran estas seis pequeñas imágenes en óleo sobre tabla, pintadas por el pintor español Goya entre los años 1806 y 1807. Representan una secuencia artística de un hecho real sucedido en la provincia de Toledo el día 10 de junio del año 1806. Todo empezaría diecisiete años antes, a finales del año 1789, cuando Pedro Piñero -llamado el Maragato por ser natural de la provincia de León- comenzara sus delitos de robos y crímenes. En sus andanzas criminales llega a matar en abril del año 1800 a un dragón del rey que le perseguía y cinco meses después a un vecino de Tejada, provincia de Burgos. Angustiado por el cariz implacable que la Justicia tuviese por sus crímenes, el 23 de noviembre del año 1800 se presenta -él y dos compinches- en el Palacio Real del Escorial para pedir clemencia al rey Carlos IV. Fueron conducidos a la cárcel de la Corte para ser enjuiciados según la ley. Tres años después del juicio fue condenado el Maragato a morir en la horca. Pero los jueces tuvieron en cuenta el arrepentimiento y su presentación voluntaria. El rey Carlos IV les ofrece la clemencia el 22 de enero de 1804. Le conmuta al Maragato el monarca español la pena capital por doscientos azotes y diez años de trabajos forzados en el penal de Cartagena.

Apenas tres años estuvo Pedro Piñero en Cartagena, no pudo él esperar al resto de la condena y escapa el Maragato del penal el 28 de abril de 1806. Dos meses después vuelve a sus correrías y delitos por la Sierra de Gredos, hasta llegar más tarde a Oropesa, al noroeste de la provincia de Toledo, cerca de la de Ávila, y ver desde lejos la casa del guarda de una hacienda. Necesitaba el Maragato un caballo y quiso robarlo a los guardeses de la hacienda. Encierra al guarda, su mujer, sus tres hijos pequeños, al subguarda y a un pastor en una estancia de la casa. Pero al salir él se encuentra de pronto con un fraile que viene hacia la estancia. Lo apunta con su escopeta y le obliga a entrar también. El fraile, un joven religioso de la orden de San Pedro de Alcántara, pasaba por allí para pedir limosna. Al salir de nuevo de la casa Pedro Piñero recuerda haber visto al subguarda unos zapatos mejores que los suyos. Decide entrar por ellos y el fraile, decidido, sabiendo que lleva él unos zapatos en su zurrón, le dice que tiene unos mejores y se los ofrece. En un gesto de querer entregárselos sale el fraile de la estancia con él y, acercándole los zapatos con el brazo izquierdo, consigue que el bandido se distraiga un momento y alcance el fraile su arma.

En la secuencia que Goya pinta recrea la escena de aquel impetuoso momento dramático. Primero, cuando consigue la escopeta, luego el forcejeo de ambos, después el disparo del fraile y, por fin, el derribo del Maragato. Pero para cuando Pedro de Zaldivia, el joven fraile de 29 años, se encontraba forcejeando con el bandido grita a los demás -que ya no están encerrados- que le ayuden para poder vencerlo. Pero los demás no se atreven, lo dejan solo ante el peligroso bandido. Es entonces cuando la suerte, la fortaleza del fraile o la providencia harán que el Maragato sea vencido y abatido, herido en una de sus piernas por el disparo decidido del fraile. Luego, cuando estaba caído el bandido, hasta los demás quisieron golpearle. Pero el valeroso fraile lo impide. Fue entonces de nuevo el Maragato apresado y condenado a muerte. De nada sirvió el auxilio que el propio fraile solicitase al monarca. El día 18 de agosto de 1806 Pedro Piñero, el Maragato, fue ajusticiado en Madrid en el cadalso de una horca. Y el pintor Goya decide inmortalizar de toda esa historia solo la secuencia donde el fraile y Piñero luchan ambos. Para el Arte y Goya -lo que es decir lo mismo- era la primera vez que el realismo de un acontecimiento fuera plasmado en una obra de Arte de ese modo, es decir, con los perfiles tan verídicos y crueles de una escena tan dramática. Antes incluso que los momentos realistas tan trágicos eternizados por Goya de los terribles momentos de la Guerra de la Independencia del año 1808.

Pero, ¿qué motivaría al pintor español a decidirse por esa secuencia concreta tan dramática? Algunos piensan que, dado el anticlericalismo del pintor, fue una forma de mostrar el enfrentamiento entre el pueblo y la Iglesia. En las figuras se puede entrever, por ejemplo, una cierta preferencia iconográfica por la figura del bandido. Hay que pensar también, sin embargo, en la humilde condición del fraile, de hecho el Maragato confía en él cuando acepta sus zapatos y le deja acercarse tanto. Era el único de los que estaban encerrados en la estancia que el bandido nunca podía pensar que se abalanzase decidido. Por otro lado la figura romántica del bandolero no tendría mucho sentido todavía para un pueblo que entonces -1806- sufriría sus desmanes criminales tan crueles. Así que el pintor más atrevido y premonitorio de todos, al querer eternizar la historia de aquel suceso, no tuvo en cuenta más que el decidido compromiso del valor más humilde ante la impunidad o el avasallamiento de unos seres desalmados.  Algo que, apenas dos años después, se traduciría en el apasionado alzamiento impulsivo y rebelde que sufriera un pueblo ante la terrible agresión poderosa y ofensiva de un despiadado invasor francés.

(Óleos sobre tablas del pintor español Francisco de Goya, serie de seis cuadros titulados en general La captura del bandido Maragato por fray Pedro de Zaldivia: el Maragato amenaza con un arma a fray Pedro; Fray Pedro desvía el arma del Maragato; Fray Pedro arrebata el fusil al Maragato; Fray Pedro golpea con el fusil al Maragato; Fray Pedro dispara al Maragato; Fray Pedro ata al Maragato, todas obras realizadas entre los años 1806 y 1807, Museo Instituto de Arte de Chicago, EE.UU.)

3 de julio de 2017

El naturalismo barroco menos realista, el más humano, cercano y entrañable.



Durante la extraordinaria etapa artística que vivió España en la primera mitad del siglo XVII -aquel siglo de oro tan poco comprendido-, la pintura española florecería con algunos grandes creadores que hicieron del Barroco la más sugerente de las tendencias que una forma de comunicar belleza tuviese en el mundo. Velázquez, sin duda, fue su mayor paradigma artístico, pero, no fue el único creador que brillara en el firmamento pictórico de aquel tiempo glorioso. Aunque, sin embargo, la sombra de este genio fue tan ancha, tan larga y potente que todos los demás quedaron apenas en un apunte marginal en los grandes libros de historia. José Leonardo de Chavacier había nacido en la población aragonesa de Calatayud en el año 1601, pero, muy niño, marcharía a Madrid, huérfano, para terminar aprendiendo con un maestro de pintores de entonces, Pedro de las Cuevas. Pero fue el patronazgo real, el hecho de que la tan artística corona española de Felipe IV amase tanto el Arte, lo que llevaría a este pintor, como a otros desconocidos, a poder al menos iluminar el orbe creativo tan luminoso de aquellos genuinos años barrocos. Pero, sobre todo, lo que deseo es reconocer la grandeza que consiguiese este pintor cuando le encargan componer, en el año 1635, la gesta heroica de la toma de Breisach el 20 de octubre de 1633 (realmente el socorro o ayuda de Breisach) por los tercios españoles al mando del general Gómez Suárez de Figueroa (1587-1634).

Breisach era una ciudad estratégicamente situada a comienzos del siglo XVII. Para España se situaba a mitad de camino entre Italia y sus dominios flamencos: entre Alsacia-Renania y la parte borgoñona francesa (el franco condado español). La ciudad había estado bajo dominio español durante los primeros años del siglo XVII, pero fue sitiada por el gobernador sueco de Alsacia, Otto Louis, en el año 1633, durante la Guerra de los Treinta años (1618-1648). El imperio sueco protestante fue muy belicista en esa guerra europea y lucharía contra los españoles por el dominio de algunas importantes ciudades del Rin. Breisach fue una de ellas. Durante el año 1633 el general Otto Louis la hostigaría hasta la extenuación de sus habitantes. Fue entonces cuando el duque de Feria, Suárez de Figueroa, la libera del acoso de las fuerzas suecas a finales de octubre de ese año. Pero no duró mucho tiempo el dominio español de Breisach. Cinco años después, en 1638, el príncipe alemán Bernardo de Sajonia-Weimar tomaría definitivamente la ciudad alsaciana con el decidido apoyo francés. A la muerte de este príncipe alemán, la ciudad sería anexionada finalmente por Francia. Pero, lo que deseo transmitir ahora no es una historia bélica europea, sino la belleza más emotiva del Arte barroco español durante aquellos años.

Otros pintores españoles del barroco de esos años también pintaron heroicas gestas de ese general español. El pintor español de origen florentino Vicente Carducho (1578-1638) fue uno de ellos. Pintó también al general Gómez Suárez en su obra del año 1634 sobre la liberación de la ciudad suiza de Rheinfelden, producida durante septiembre de aquel exitoso año de 1633, mes y medio antes de la toma de Breisach y compuesta un año antes de pintar la suya Leonardo. Pero no es la misma semblanza, ni la misma sugerente composición emotiva que hiciera José Leonardo en su toma o socorro de Breisach que la gesta parecida que hiciera Carducho de este general y sus hombres en la liberación de la ciudad de Rheinfendel. Y no lo es porque fueran dos momentos diferentes, no porque durase más uno que otro asedio, o fuese uno u otro más difícil o más estratégico, tampoco porque tenga más o menos luz. No. La sutil diferencia de las dos obras está en el matiz de crear instantes muy emotivos de sus personajes retratados, además de la originalidad que José Leonardo demostrase en su obra. Porque la geometría plástica de esta obra barroca está diseñada para gozar mirando, y no tanto para recordar agradecido heroicas y grandiosas batallas triunfantes (aunque también). 

Es el momento elegido por el creador lo importante aquí, es el instante único que fija el pintor lo que hace que una imagen artística sea emotiva o no lo sea. Este es el secreto. Pero, sin embargo, esto no es fácil. ¿Cuántos posibles momentos podríamos fijar en un lienzo de una escena concreta y determinada? Con matemáticas probabilísticas podríamos llegar a componer una cifra enorme de posibles momentos. Pero, es solo uno, uno solo el instante que hay que elegir para hacer, con él, una sutil, hermosa y emotiva obra de Arte. Ese fue el instante elegido por José Leonardo en el año 1635 para expresar el momento que Suárez de Figueroa, el más insigne general de aquellos años ilustres (junto al gran Ambrosio de Spínola, retratado por Velázquez en su famoso Cuadro de las Lanzas), tuviese aquella mañana del 20 de octubre de 1633 en las cercanías de la ciudad de Breisach. Con la maestría de un primer plano ladeado, propio de la escuela española barroca (todos pintan en un lado del lienzo al principal personaje), subido en su caballo triunfante (en posición de corveta, elevado ahora sobre sus cuartos traseros) y dirigido hacia la ciudad asediada que, a lo lejos, se vislumbra apenas en grisalla (con los perfiles grises descoloridos propio de la lejanía).

Pero, además, la figura cabalgada del general gira ahora hacia atrás, su cabeza especialmente lo hace, en un forzado gesto no demasiado favorecedor en el Arte. Sin embargo, Leonardo de Chavacier lo consigue  genialmente. ¿Por qué ahora girado el general hacia atrás? Este es un gesto y acto de gallardía y consideración hacia el observador que hace el insigne general (lo hace el pintor realmente), también un gesto de cortesía hacia la visión de la obra por el propio rey. Pero, sobre todo, y este es el emotivo gesto humano del Arte barroco de Leonardo, hacia sus hombres, hacia los oficiales o suboficiales que, ahora, acompañan a Suarez de Figueroa, unos personajes incruentos aún aquí, serenos, convencidos personajes anónimos para luchar absolutamente decididos en su arrojo. Unos seres humanos que, junto a su general, están unidos por un sentido que va más allá de lo meramente belicista: por un poderoso sentido de vida y compromiso, por un poderoso y mágico destino vital de lealtad, de colaboración, de cercanía, de confianza, de conmiseración incluso, o de entrega emotiva que el Arte barroco español supo destacar, bellamente, una vez más en su historia.

(Óleo barroco del pintor español José Leonardo de Chavacier, Socorro de Brisach (Toma de Breisach), del año 1635, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

22 de abril de 2017

Homenaje al tiempo y al espacio en el barroco español más desconocido.



El gran pintor español Velázquez no solo nos dejaría las obras maestras más extraordinarias, también un legado artístico sorprendente en su discípulo más cercano y querido: Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667). Casado con su hija Francisca de Silva, Martínez del Mazo aprendería todo lo que su suegro pudiera enseñar a un hijo. Y así acabaría pintando como Velázquez, tanto que fue difícil distinguir la autoría de algunas de sus obras. En el año 1660, el mismo año en que fallece Velázquez, Martínez del Mazo pinta una obra que nos hace ver la original magia creativa que este pintor -tan desconocido por haber vivido a la sombra de un genio- tuviese en las fronteras barrocas más subjetivas del Arte. Unas particularidades que a veces ofrece el Arte a algunos de sus pintores inspirados. Paisaje con Mercurio y Herse es una obra que, al pronto, no despierta mucho interés plástico: las figuras parecen estar apenas esbozadas, los colores brillan mortecinos, la atmósfera rezuma intrigante...  ¿Qué puede haber de atractivo en una visión tan oscura de un arte clásico sin muchas pretensiones? Basado en la leyenda mitológica de Hermes -Mercurio en Roma- y Herse -una bella joven ateniense-, el pintor español compuso un paisaje donde glosaría dos conceptos muy abstractos: el tiempo y el espacio.  Para nada, como justificaba la leyenda,  vemos el amor de Mercurio por Herse, tan solo insinuaría el pintor el destino de los seres -de todos los seres- como el único escenario y sentido del mundo.

Es una creación algo atrevida para entonces, pleno momento barroco español, un periodo más propio de obras solemnes, épicas, heroicas o de grandes gestas. Pero esto mismo nos ayudará a elogiar aún más la tan afición artística de la monarquía española de Felipe IV, mecenas del pintor. Toda obra de Arte, gustase o no, fue apreciada por este rey hispano. Porque la escena de Martínez del Mazo representaba un templo en ruinas... ¿Quién se hubiese atrevido a pintar algo así en un momento tan poco alentador para la monarquía hispana? Tanto las guerras europeas como los levantamientos territoriales hicieron de ese año 1660 un anno terribilis para España. Pero Martínez del Mazo, a pesar de eso, o tal vez por eso, llevaría su obra a cabo pintando un paisaje donde ahora el espacio -la naturaleza feraz- y el tiempo -como elemento fenecedor- culminarían el sentido de su obra barroca. Según la mitología, Mercurio decide ir veloz a ver a su amada Herse -la figura de él aparece cayendo desde un cielo ofuscado- cuando ésta, una bella ateniense, se postra resignada ante las puertas de un ruinoso templo griego, ahora cubierto en parte de agrestes plantas trepadoras. La leyenda cuenta cómo su hermana Aglauro trató de impedir ese amor por despecho, pero el dios mensajero conseguiría evitar la estrategia envidiosa de Aglauro convirtiéndola en una vana piedra oscurecida. Sin embargo, nada de todo eso veremos reflejado en la obra. Es más, sin conocer el título de la obra nada sabremos de la leyenda en que se inspira. El paisaje solo nos expone tres cosas: unos seres humanos deslavazados e imprecisos, una Naturaleza usurpadora junto a un gran edificio rotundo -el espacio poderoso y feraz contenido de un mundo- y, por último, un tiempo maldecido y oscuro entre las sombras -con las ruinas apenas visibles por unas plantas favorecidas por el paso del mismo-. 

Como reflejo de un sentido poético que el siglo de Oro español mantuviese en su literatura, Martínez del Mazo expresaría aquí la finitud del tiempo -nada mantendrá su gloria eterna- y del esplendor del mundo -de la Naturaleza y del espacio que nos condiciona- para exponer su personal visión de un destino poderoso frente al frágil hombre. A pesar del esfuerzo meteórico del veloz dios Mercurio en llegar, el templo grandioso no volverá a refulgir o brillar como tiempo antes lo hiciera. No hay tiempo ya para eso. El pintor lo dejaría claro en la caída del dios y en la visión ruinosa del templo, ambas cosas visibles en un mismo instante. Y todo esa visión a pesar de la perspectiva grandiosa del magnífico edificio heleno, un monumento que ocupa aquí casi todo el espacio de la obra. La decrepitud y la distancia sucede ahora justo a pesar de lo grande y hermoso que el templo y el momento hubiesen ya sido antes. El pintor español -yerno de Velázquez- llegaría a ser nombrado en el año 1643 pintor de la casa del príncipe Baltasar Carlos, heredero grandioso, pero maldecido, de la monarquía española. Este príncipe fue la maravillosa promesa de un futuro esplendoroso para el reino hispano. Una promesa que acabaría con la muerte, tres años después, de este esperanzador mesías hispánico. Luego del fallecimiento de su hijo, el rey enviaría al pintor a componer paisajes de ciudades o de vistas gloriosas de los lugares más alejados del reino. Unas obras espléndidas de belleza y corrección artísticas, pero sin sentimiento alguno expresado entre sus trazos. Así hasta que en el año 1660, cuando la corte llorara la desaparición del mayor pintor del reino -Velázquez-, Martínez del Mazo se decidiera a pintar una obra diferente. Una creación artística que nada glosaría ni elogiaría ni consagraría al Arte como se hubiese hecho antes con suma Belleza... Solo quiso el pintor español homenajear apenas lo único que determinaría más la vida de los seres humanos: el destino inevitable.  Un destino condicionado ahora, sutilmente, tanto por el espacio poderoso que nos sostiene como por el paso inevitable y efímero de un tiempo insobornable.

(Óleo del pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, Paisaje con Mercurio y Herse, 1660, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

17 de abril de 2017

El encuadre ajustado y la perspectiva grandiosa: la batalla de los bátavos contra los romanos.



De la inmensidad de una escena grandiosa es difícil obtener una imagen emotiva y placentera, a menos que se dominen técnicas iconográficas. El parlamento holandés encargaría en el año 1613 al pintor Otto van Veen (1556-1629) componer la antigua batalla de los bátavos contra los romanos. El pintor entonces homenajearía artísticamente más a sus enemigos de antaño -los romanos- que a sus ancestros holandeses, los bátavos. Pero nadie rechazaría la obra, menos un pueblo tan enamorado del Arte. La rebelión bátava fue feroz en los tiempos del dominio romano, ya que los bátavos -germanos del norte- habían sido adiestrados como tropas auxiliares para el propio imperio. Fue además un momento delicado en el imperio romano porque coincidió con la inestabilidad del año de los cuatro emperadores, el año 69 d.C., cuando Nerón muriese y dejase el imperio en manos de unos oportunistas gobernadores o cónsules. En la pintura de Van Veen la perspectiva de la obra nace en las figuras derrotadas o muertas de los romanos atrapados por sorpresa a orillas del Rin. La visión del campo de batalla es la que tendría alguien situado a la misma altura de los romanos caídos. No es una visión de pájaro ni una visión general de todo, solo es la sesgada visión desde un ángulo imposible para poder apreciar la batalla completa.

Pero eso es lo genial en esta pintura, es lo inesperado, lo sorprendente, lo artístico. El pintor fue maestro de Rubens y además nació en la creativa ciudad de Leiden, donde naciera años después Rembrandt. Volviendo a la obra, ¿cómo encuadrar toda esa batalla tan ingente de guerreros multitudinarios para poder hacer una maravillosa obra de Arte? Pues lo consiguió el pintor con la intersección de dos planos que no se acaban de tocar... Por un lado el plano de los romanos caídos y de los bátavos rebeldes que, detrás de aquellos, se dirigen decididos portando los emblemas tomados al enemigo. Por otro lado el grueso plano de la infantería romana que se prepara ahora a la lucha y culmina el paisaje panorámico del cuadro. Porque los romanos habían sido sorprendidos por la terrible fiereza del pueblo bátavo rebelde. Las figuras de los soldados romanos heridos en el plano principal configuran ahora, junto al cuello y la cabeza de un efectista caballo muerto, el encuadre más poderoso y emotivo de esta obra de Arte. Está representado el heroísmo y el arrojo guerrero de los bátavos que consiguieron avanzar su frente y mantener cierta prevalencia en su rebelión, pero,  también está el sentimiento épico de los soldados romanos caídos por su imperio. Toda una genialidad añadida en la obra holandesa, ya que la revuelta bátava fue sofocada al año siguiente por el emperador Vespasiano definitivamente.

Estamos al final del Renacimiento y comienzos del Barroco, cuando la caballerosidad, el reconocimiento al enemigo por su valor y virtudes, el respeto por el clasicismo latino y el amor al Arte más elogioso habían sido elementos iconográficos que Otto van Veen consiguió expresar en su lienzo. ¿Lienzo barroco?, ¿renacentista?: humanista mejor. Porque lo fue el propio pintor en su época. Como los grandes hechos humanos, la valoración de una gesta bélica es mayor por la magnitud del enemigo, en este caso Roma, como defensor además de los principios que determinaron el sentido más elogioso de su singladura histórica. Roma fue una civilización cuyos principios en la época del pintor mantenían aún una sólida significación. Pero habían pasado muchos siglos desde entonces y los holandeses, los descendientes de aquellos bátavos rebeldes, se enfrentaban ahora con los españoles, los descendientes de aquellos romanos latinos imperialistas. Y ahora sucedía lo mismo que antes, la historia se repetía, caprichosamente. Los holandeses guerrearon con los españoles en Flandes durante los siglos XVI y XVII y perdieron algunas batallas, aunque ganaron finalmente la guerra. A diferencia de Roma, España acabaría abatida por las circunstancias políticas de una Europa de intereses contrapuestos. Roma ganaría la batalla y la guerra a los bátavos y solo caería al final, cuando su imperio se derrumbase para siempre. 

La obra de Arte Los bátavos derrotan a los romanos en el Rin es un modelo de la belleza que los pintores flamencos glosarían años después en la historia más gloriosa del Arte barroco. Porque ahí están vislumbrados ya Rubens y Rembrandt: en su composición, en sus colores, en sus gestos, en su dinamismo o en su emotividad. Cómo no apreciar la perspectiva tan extraordinaria del paisaje de un campo de batalla donde vemos una gradación de multitud de cascos guerreros diseminados. Cómo no apreciar ese caballo caído que indica ahora el sentido entre lo que no tiene remedio y lo que se enfrentará pronto a su destino. La obra no es del todo belicista, todo lo contrario. El humanista pintor holandés no pudo menos que transmitir, sutilmente, esos valores propios de la civilización europea. Por eso muestra a uno de los soldados heridos con un gesto aturdido, mirando sentimentalmente  hacia ninguna parte. Tal vez pensando el soldado herido el hecho incomprensible de producirse una rebelión como esa -los rebeldes bátavos eran tropas auxiliares que luchaban junto a los romanos frente a otros bárbaros-, algo inexplicable para él -representante de la civilización más insigne-, una barbarie que esa sublevación supondría para el futuro y el progreso de todos. Pero el pintor debía satisfacer a los gobernantes holandeses de entonces y recordar aquella gesta heroica de sus ancestros. Y lo hizo el pintor con la belleza artística que mejor pudiera hacer sentir la forma en cómo el Arte puede llegar a expresar así la incongruencia, la estupidez o la necedad más humanas.

(Lienzo del pintor holandés Otto van Veen, Los bátavos derrotan a los romanos en el Rin, 1613, Museo Nacional de Ámsterdam, Rijksmuseum.)

23 de marzo de 2017

El desengaño de una transformación social elaborado por Goya entre los bocetos de un tapiz real.



Uno de los recuerdos que más impronta pueda dejar en la mente por hacer de la infancia es la visión permanente de un cuadro en la pared de un pasado desvaído en la memoria. Es como el sonido retenido de una melodía impactante que, al pasar de los años, sigue estando depositada su música entre los recónditos espacios de la memoria. Los tapices fueron creados para las paredes frías de los palacios o de las casas solariegas. Paredes que durante el invierno pudieran acoger, con sus tejidos adornados de belleza, a los seres humanos ante sus paramentos ahora templados y maravillados. También sus reproducciones se llevaron a cabo para homenajear a los creadores que ayudaron a fijar, con sus paisajes o leyendas, los engarces tejidos de belleza de sus acabados tapices de Arte. Nunca olvidaré el pardo cuadro-tapiz monocolor, decolorado y algo raído de mi infancia que, horizontal no vertical -como es su original-, decoraba una estancia de mi niñez. Representaba La vendimia del genial maestro Goya. Porque Goya era todo lo que existía en el Arte español más cercano a todos, con sus ahora alegres, bucólicos y sencillos motivos tradicionales. No había que saber Arte para conocer a Goya. Todo el mundo sabía quién era Goya. Él lo era todo en España y sus obras reproducidas en una pared -cualquier pared de España- servían entonces para entender que la vida también podía representarse con belleza, placer y desenfado. 

No hubo otro personaje de la historia artística de España más conocedor de la realidad social de su país. Francisco de Goya comprendió muy bien la terrible inconsistencia social de una nación que no alcanzó a tomar el tren de las reformas ilustradas de Europa. Por entonces, el último cuarto del siglo XVIII, España tenía una clase política que pudo, sin embargo, entender y tratar de hacer las cosas bien -y algunas se hicieron-, de disponer el impulso que algunos de esos personajes históricos de entonces sabían que habría que tener para cambiar las cosas. Pero no bastaron esos elogiosos personajes históricos hispanos. La sociedad española, demasiado estructurada en corsés tradicionales, clericales y medio-feudales, no estaba dispuesta a afrontar todos esos retos sociales tan importantes y avanzados. La realidad económica era desastrosa en un entramado imperial de opereta que, para sus habitantes más desfavorecidos -la mayoría-, no alcanzaría a generar ningún tipo de beneficio no ya económico sino social de ningún tipo. Y en pleno neoclasicismo del Arte los pintores debían componer entonces grandes gestas o momentos históricos, magníficos escenarios mitológicos o sagrados, excelsos retratos pomposos y clásicos de grandes cosas representables. Goya fue, sin embargo, el primero que popularizaría el Arte en España con otras simples cosas. Nadie se habría atrevido a pintar cosas muy diferentes a las grandes cosas representadas en un lienzo clásico. Pero él lo hizo con sencillez, con pocas figuras o con paisajes tan realistas que, de tan escaso aditamento natural o artificial, parecerían mejor por entonces los grabados decorativos de vulgares lupanares o de meros fogones rústicos deslucidos y pedestres.

El Arte servía entonces para criticar también, para expresar cosas que los genios saben hacer sutilmente. Lo cual es ambivalente porque a veces sirve y otras no sirve para nada. No sirve porque los ojos de los que lo vean entonces no alcanzarán a comprender las sutilezas críticas de esas obras. Y los pintores no se las iban a decir -porque no podían hacerlo- claramente tampoco. Ellos -los pintores sutiles y críticos- confiaban en que los receptores de sus obras pudieran entenderlo por sí mismos, que supieran ver lo que había representado detrás justo de esas creaciones artísticas manipuladas... Cuando a Goya le encargan desde la Real Fábrica de Tapices que elabore cuatro escenas para componer cuatro grandes tapices para la corona, alguien le debió sugerir que pintase las cuatro estaciones ya que algunos tapices irían al Palacio del Pardo, un lugar de caza real que, aun en invierno como en otoño, la familia real pudiera disfrutar de sus estancias decoradas. Y elaboraría Goya los bocetos y luego los óleos que representaban escenas bucólicas, cinegéticas o festivas que darían soporte visual para confeccionar luego los tapices en la fábrica. Y los hizo entonces con esa inexistente capacidad que el Arte, sin embargo, puede tener para aprovechar, en una oportunidad crítica única ante el mayor poder de un reino, el transmitir ahora mensajes que lleguen a la sensibilidad del monarca o de sus príncipes.

En todas las estaciones creadas no hubo crítica social efectiva excepto en una que pintara: El invierno, también conocido como La nevada. Nada se había pintado socialmente así, tan sutilmente, ni en España ni en el mundo nunca. Era el año 1786 y el Neoclasicismo era la tendencia más imperante en el Arte. Es decir que nada de personajes desconocidos o vulgares, nada de minimalismos estéticos en una escena sin ningún interés, sin que diga o exprese algo relevante, histórico o subyugador épicamente. Y Goya pintaría todo eso ahí por entonces, sin embargo. Pinta ahora personajes marginados, campesinos que transportan un vulgar cerdo sacrificado. Un animal muerto así para venderlo en Madrid sin pasar por el impuesto al consumo, una tasa que debían abonar todos los comerciantes por entonces. Pero serán apresados antes de llegar a la capital del reino. Es en ese momento cuando, guiados por los oficiales del rey en su trayecto frustrado, una nevada gélida y desapacible comienza a caer desde un cielo gris y desalentador. No se había pintado nunca algo así en la vida. Ninguna representación de un invierno había sido compuesta en un lienzo con esa insulsa y desmerecida escena tan vulgar, sin ningún alto sentido iconográfico. ¿Qué interés podían tener tres tipos desafortunados abrigados por un frío helador para ir a dar cuenta de su fracaso? ¿Qué gracia estética tendría una obra cuyo paisaje no disponía siquiera de un adorno natural que embelleciera algo el horizonte? ¿Qué belleza podría tener un hecho tan poco merecedor de elogios iconográficos donde ni la composición, ni los colores, ni nada especial llevara ahora a alegrar el sentido de la vista?

Pero, sin embargo, Goya lo quiso hacer tan minimalista y naturalista como su escena triste supusiera: cinco personas desangeladas, desmerecidas y ocultas por capas o abrigos invernales acompañados ahora de un burro, un perro y un cerdo muerto. El resto es desolación, intemperie imposible, frío helador, naturaleza sin vida y un blanco monocolor como único recurso tonal para una existencia sin relieve ni contraste. Es la representación social desengañada de un país en los finales del siglo XVIII. Porque las figuras humanas son ahora el pueblo, los seres que habitan en ese injusto, descolorido y paralítico país. Expresan con sus vestimentas las diversas regiones de España: dos de los apresados calzan ropajes castellanos y el más alejado -el único que mira al espectador- con vestimenta valenciana; los apresadores están representados con el vestuario de los guardas rurales de entonces. Los animales representan simbólicamente a los dirigentes políticos: el asno a los gobernantes que transportan apresado al cerdo muerto, arquetipo desafortunado del propio país. ¿Llegarían entonces a comprender a Goya con esta obra sutilmente apelativa? En absoluto. Pero tampoco se la impidieron hacer así, a pesar de su poco embellecido escenario retratado. La licencia real debía ser ofrecida directamente por el monarca. Goya fue al Palacio Real del Escorial en el año 1786 para que el propio Carlos III aprobara la obra para ser boceto de un real tapiz. Y la aprobó. 

Lo que ignoraba el monarca español era que Goya estaba expresando en su obra El invierno todo el desengaño que sintiera por el fallido impulso ilustrador que su país no consiguiese tener. Y aún no se sabrían todas las terribles calamidades que España iba a sufrir luego en su próxima historia. ¿Cómo es posible que el ingenio de un pintor pudiera por entonces, año 1786, llegar a alcanzar a tener ese mínimo sentido premonitorio? Pero así fue. Porque Goya tuvo una de las mayores intuiciones que puedan disponer los artistas a veces. Y su intuición le hizo componer esa escena tan desgarradora a la vez que tan poco evidente para verlo. La hizo así porque sabría él dónde su obra se iba a depositar: frente a los ojos soberanos de los máximos gobernantes de España, en este caso el príncipe de Asturias, futuro Carlos IV. Al rey Carlos III le quedaban dos años de vida y su hijo el príncipe era la promesa soñada de un futuro diferente. Goya quería con su obra de Arte tapizada poder ofrecer la visión dura y difícil de un país abandonado. Pero, no serviría. Las calamidades de las guerras, las intransigencias de su sociedad tradicional, las rémoras de un pasado imperial desarbolado y la triste situación de una economía de subsistencia, llevarían al país a un colapso que ni el propio pintor pudo siquiera imaginar entonces. La obra de Goya no consiguió llegar a la razón de los dirigentes. Pero tampoco llegó a sus sentimientos, algo que el gran creador español matizara especialmente en su tapiz con la mirada furtiva de uno de los personajes desolados. Es la mirada de ese valenciano que observa ahora aquí, con sus ojos interrogadores, a los que, desde lejos, vieran así su emotiva y apelativa escena tan desengañada y ofuscada en el cuadro.

(Óleo El Invierno o la Nevada, 1786, Francisco de Goya, Museo Nacional del Prado, Madrid; Óleo La Vendimia o el Otoño, 1786, del pintor español Goya, Museo del Prado.)

21 de diciembre de 2016

Homenaje al clasicismo hispano más realista y filosófico: La muerte de Séneca.



En la misma época que naciera Jesucristo en la provincia romana de Judea, nacía en la Córdoba romana -provincia romana de la Bética hispana- el sabio, político y filósofo latino Lucio Anneo Séneca. Prácticamente en el mismo año ambos personajes vieron la luz al amparo del inmenso y extraordinario imperio romano. Uno al este del imperio y otro al oeste del mismo. Sin embargo, no sería esa la única coincidencia. La sociedad humana, no sólo la romana sino toda la existente por entonces, era absolutamente una sociedad injusta, insensible, desaprensiva y violenta. En todos los órdenes de la vida era una sociedad cargada de prejuicios funestos e irracionales fundados en las motivaciones o en las acciones más egoístas de los humanos. Y en un lugar de ese gran imperio, en Judea, las leyes teocráticas del pueblo elegido -el judío- habrían condicionado una moral que, años después, llevaría a una espiritualidad monoteísta de salvación, el caldo de cultivo religioso que propiciaría luego la semblanza mesiánica de un gran personaje, Jesús. Algo que transformaría las leyes religioso-pragmáticas del pueblo judío en una realidad ahora más personal o individual no vistas hasta entonces en la historia. En el occidente de aquella Roma imperial civilizada Séneca contribuiría a su vez a profesar un espíritu estoico que formulase propuestas concretas para poder disponer el ser humano de una vida mejor, más justa, más igualitaria y feliz. 

Hasta ambos personajes históricos murieron por denunciar injusticias. Uno crucificado y el otro suicidado en el cadalso imperial más ignominioso del infame Nerón. Pero, sin embargo, aquéllas y éstas serían las únicas coincidencias... Séneca, a diferencia de Jesús, fue un aristócrata romano, un afortunado romano que habría llegado a lo inmediatamente anterior a lo más alto en el imperio: senador de Roma. Aunque, sin embargo, había tenido una vida muy poco elogiosa o heroica en algunos de los momentos de esplendor político que viviera. Pero estas contradicciones personales no desmejorarían su figura histórica como pensador, escritor y filósofo. El estoicismo había sido una filosofía personal creada por los griegos doscientos años antes, pero con Séneca esa escuela filosófica de rigor personal y austeridad social llegaría a su mayor grado de expresión mundana. Tuvo con Séneca un pensamiento práctico y realista muy dirigido a la vida real y a los ejemplos concretos de la sociedad romana, la más avanzada de las sociedades habidas antes del Renacimiento. Pero su mensaje virtuoso, como toda su filosofía, no prosperaría más allá de una literatura latina resguardada entre los legajos perdidos de un imperio fenecido para siempre. Fue el Renacimiento el que descubriría, elogiaría y reivindicaría su figura filosófica. Pero para entonces -el siglo XVI- la figura de Jesús, sin embargo, llevaba más de mil años manteniendo la suya en un auge ascendente.

Cuando en el año 1864 el pintor español Manuel Domínguez Sánchez (1840-1906) llegase a Roma para su formación en la Academia de España, había sido educado antes por el maestro Federico de Madrazo, el pintor más clasicista del universo romántico español. Pero los jóvenes pintores españoles de la segunda mitad del siglo XIX querían expresar algo más que la perfecta sintonía de sus maestros. Al sentido grandioso y romántico, al gesto tan heroico y elogioso o digno y poderoso del sentido más histórico, ellos querían incorporar ahora otra cosa diferente: el realismo más sobrecogedor, el verismo desgarrador propio de la época que reflejase la verdad de las cosas y su mayor aproximación a la realidad de lo que ellas fueron. Por su enorme obra Muerte de Séneca recibiría el pintor el primer premio Nacional de Bellas Artes del año 1871. En su obra Domínguez compuso una maravillosa escena de sacrificio, sobria pero elegante. El equilibrio de la obra lo consiguió por la fortaleza de la propia figura del pensador romano. Consigue un equilibrio entre la figura de su torso, su cabeza prosternada y el personaje de la derecha frente a los otros personajes situados ahora agrupados en la izquierda. Basta su sola efigie entregada voluntariamente para admirar su virtud. Un ser caído en defensa de unos valores y principios humanos que entonces, como ejemplo para todos, sus seguidores -los que aparecen en el lienzo- se encargarían de dar a conocer a la posteridad más desencantada. 

La obra fue un homenaje a su gran figura humana y a su origen hispano. El pintor español solo se permitió torcer un poco el verismo de la obra con la melodramática inclinación sedente tan romántica de un personaje secundario, el más entregado ahora a su dolor. Esta actitud doliente le permitiría al pintor establecer el genio clásico de su talento creador: porque dos brazos ahora, el mortecino de Séneca y el afligido del personaje sollozante -ambos el mismo brazo izquierdo desplegado- configuran aquí el leit-motiv de la fuerza estética más romántica. Es ahora el paralelogramo estético formado por las líneas paralelas del brazo de Séneca y el cuerpo sedente de su discípulo afligido, por un lado, junto con el brazo de éste y el cuerpo del difunto elogiado por otro. Todo muy necesario para reforzar el clasicismo de la obra de Domínguez Sánchez. Pero el Romanticismo de su maestro Madrazo también está en la obra. La muerte de Séneca expresa un frenesí elegíaco, un excelso drama sobrevenido por el extraordinario plano de su cabeza alejada ahora de la vida tanto como de la cuba del fatídico baño. Un elemento éste, la cuba del baño, que acogería minutos antes el cuerpo decidido a morir del afamado filósofo. Y luego está el Realismo más feroz de aquellos años setenta del siglo XIX.  Porque así es como realmente debió morir el gran pensador romano luego de que se cortara las venas, algo que aquí no se ve, sin embargo, ya que no moriría desangrado sino por los gases inhalados de una pira tóxica. 

Todo lo que representaba la obra fue una grandeza artística hispana que, sin embargo, no prosperaría. Para finales del siglo XIX, veinte años después de crear su obra Domínguez, el Arte español no elogiaría ya las grandes obras heroicas, realistas, académicas o moralistas. Para ese momento histórico el gusto artístico en España no perseguiría hechos tan alejados o personajes tan distantes. De hecho, la figura artística del pintor Manuel Domínguez Sánchez no pasaría de aquel premio del año 1871. ¿Quién conocerá a este pintor español extraordinario? Posiblemente ahora qué mejor metáfora -su obra y su Arte- para entender una realidad de nuestro mundo ingrato. Porque la vida y la filosofía de Séneca -salvo en el Renacimiento- no sería tan elogiada ni tan reconocida sino hasta llegar el siglo XIX. Como la de aquel joven pintor decimonónico español pensionado en Roma... Un creador que una vez pensó que sería un grandioso y justo homenaje del Arte eternizar en un lienzo la maravillosa muerte del más extraordinario pensador y humanista romano.

(Óleo sobre lienzo Séneca, después de abrirse las venas, se mete en un baño y sus amigos, poseídos de dolor, juran odio a Nerón que decretó la muerte de su maestro (Muerte de Séneca),  1871, del pintor español Manuel Domínguez Sánchez, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

10 de diciembre de 2016

El paisaje como un vínculo vital y justificador del Arte y la vida.



El paisaje sería descubierto pronto por los pintores flamencos durante el barroco. ¿Qué otra temática mejor para poder expresar el sentido más cromático de los colores, la forma más universal de un escenario o la calma más poderosa de un solo momento? El siglo XVII comenzaría con paz en el mundo. Pero, sólo comenzaría. Aquellos años parecieron infantiles e ingenuos, comparados con los duros, despiadados y belicosos años del anterior siglo XVI. La paz se vislumbraría entonces y aquellos hombres ahora, herederos e hijos de los guerreros belicosos de antes, atisbarían débilmente la necesitada visión de un mundo muy diferente. España firmaría la paz con Inglaterra, y Francia haría lo mismo con sus guerras civiles y religiosas. Y el imperio Sacro germánico dejaría incluso de luchar en la frontera del este. Así que el mundo parecía otra cosa en los albores de ese nuevo siglo cargado de promesas. Pero, no duraría. Duraría tan poco como la impresión perceptiva del paisaje coloreado de un óleo sosegado de Jan Brueghel el viejo (1568-1625). Porque en los óleos de Jan Brueghel -hijo del famoso Pieter Brueghel- la emoción de los colores duraría el tiempo justo del instante representado. Los colores parecen vivir en el único tiempo que reflejan..., porque, luego, desaparecerán. Como en la propia vida desatenta. Como en el paisaje real que representan. Pero, ahora, están aún vivos... justo el tiempo de visión que tengan para nosotros. 

En el año 1607 Jan Brueghel pinta sobre cobre su sosegado óleo Paisaje de Río. Pero no es un paisaje inventado, o, mejor dicho, no todo es inventado ahí. Como con sus colores. Porque para el creador flamenco los colores deben ser como los del cielo o como los del agua, o como las tersuras reflejadas de algunas de las velas transparentes. El Arte flamenco es la invención del mundo para un oficio de imitadores de la naturaleza. ¿Por qué una invención? Pues por lo mismo que la vida humana es una parodia a veces. Los creadores pintan lo que sienten, no solo lo que ven. Para ellos, la verdad que encierra una creación artística es superior a la verdad que supone la visión terrenal. Y en ese tiempo de tregua (en Flandes, España firmaría una paz con los rebeldes holandeses desde abril de 1607 hasta el año 1622) el mundo pareció entonces florecer de nuevo. Pero solo lo hizo aparentemente. Jan Brueghel fue un hombre nacido en plena guerra de Flandes (el duque de Alba comenzaría su terrible represalia en el año 1568), conocedor por tanto de los sufrimientos y desmanes de aquel conflicto regional. Moriría justo cuando volviese la guerra de nuevo a comenzar. Por eso el pintor compuso en su madurez una pintura amable, paisajista, decorativa, iluminada, sosegada y esperanzadora. Sin embargo, denunciaría con su Arte sosegado -mucho más que con cualquier realismo- la incongruente y contradictoria forma de vivir de los humanos.  

En su obra, Jan Brueghel pintaría su paisaje colorido sobre el río flamenco Escalda. Es en ese escenario donde los seres viven, laboran, disfrutan, participan, colaboran y se ayudan juntos para vivir mejor. Pero el paisaje lo divide aquí el pintor. Está separado entre la tierra florecida y  verde de la izquierda, por un lado, y el agua y el cielo azul de la derecha, por otro. Porque el río y el cielo azul forman incluso un escenario sin ruptura entre ellos: están unidos ambos por el afán emotivo del pintor. El firmamento azul y el río azul establecen un único universo compositivo cromático. Para los hombres del siglo XVII el mundo era una eternidad divinizada, y el cielo formaba parte de su representación más sagrada. El río comunica ahora ese espacio divino con la tierra apesadumbrada de los hombres. Los barcos surcan desde un horizonte indefinido para llegar a la orilla donde desembarcan los seres anhelosos. A la izquierda del lienzo, el esbozo de la silueta de la iglesia de San Miguel de Amberes completa ahora el místico paisaje. Define así el paisaje un círculo poderoso de justificación existencial. ¿Hay que glosar la vida a pesar de los terribles efectos de un mundo tan desolador? El pintor dice que sí, y realiza para ello uno de los paisajes más elaborados del Barroco. Los detalles sutiles de belleza los compone con una maravillosa fragilidad. Como la vida. ¿No da la impresión de que todo ese escenario placentero terminará por desaparecer muy pronto? Que el horizonte se oscurecerá con el ocaso; que los árboles dejarán ese color verdoso; o que las aguas no reflejarán ya la vida que posee. Fue casi un precursor impresionista, el flamenco Jan Brueghel

Porque el cielo dejará de estar unido con el río muy pronto; porque los hombres dejarán de estar unidos y colaborando después de que desembarquen; porque los colores acabarán desdibujados con el paso inexorable de la falta de luz. Todo eso lo presentiría el pintor entonces, y lo pintaría así, sin embargo, fijado en un deseo de paz mucho antes de que acabara sucediendo lo contrario. Y el Arte volvería a expresar con belleza lo que los seres no terminarán de comprender... si no es con sufrimiento: que la vida existe con infinitos colores y el tiempo transcurre con maravillosos momentos de belleza solo si queremos que todo eso sea así en la realidad de nuestro mundo. Porque el mundo de lo humano es una recreación, estará recreado siempre en la vida, como lo está también en el Arte. Y es hecho el mundo así por los mismos seres que lo deciden o alarman, lo coaccionan o dañan, lo destruyen... o viven.

(Óleo sobre cobre Paisaje de río, 1607, del pintor flamenco Jan Brueghel el viejo, Museo Galería Nacional de Arte, Washington D.C., EEUU; Detalles del mismo óleo de Jan Brueghel el viejo, Paisaje de río, 1607, National Gallery de Art, Washington D.C.)

14 de diciembre de 2015

A lo largo del curso de la historia lo cierto es que el amigo del hombre es siempre el hombre.



Aunque parezca una contradicción los propios medios productores de un desastre cambiarán lo necesario luego de pensarlo bien, para mejorar ahora aquello que ellos antes habían deteriorado decididos. Ante las terribles consecuencias, por ejemplo, en el cambio climático producidas por el consumo desaforado de carbono terrestre, llevado durante años por una economía poderosa y egoísta, esos mismos medios productores -las empresas y estados inescrupulosos- llevarán luego a buen fin las transformaciones que sean precisas para, mejorando el mundo, poder continuar ellos ganando. Porque no es por altruismo, ni por un sagrado deber moral, ni por fraternidad global ni por esas cosas románticas que nunca en la vida económica han sido, sino tan sólo por el mismo interés económico de siempre por lo que cambiarán. Ese interés que compensará ahora para cambiar de opinión, de producir o de vivir. Pero es que es así, sin embargo, el único sentido de progresión en la historia. Porque sin desastre no hay avance tampoco. Sin pérdida no hay transformación. Y es que vivimos mucho más inmersos en lo que se podría llamar historia cuantitativa o diacrónica (la contabilidad, la renta, el grano o el beneficio), que en lo que se podría entender por historia cualitativa o sincrónica (el pensamiento, la conciencia de lo eterno o de la belleza o del Arte).

En la historia de la humanidad los inicios más tempranos de civilización se dieron en el oriente próximo, justo en la parte más occidental de Asia. Ahí, en lo que se ha dado en llamar Creciente fértil (Egipto, Mesopotamia y Siria), prosperaría el sedentarismo, la agricultura, las ciudades, la escritura o el comercio. Pero también existieron otros lugares en el mundo donde pronto se dieron también todas esas cosas, excepto dos de ellas: la escritura -la compleja no la ideográfica- y la organización compleja de las ciudades. Y esos dos sitios alejados del Creciente fértil fueron la llanura aluvial china y el sur del desierto de Gobi al pie del Himalaya. Es decir, en China y en la India. Y un elemento fundamental para poder entender el progreso del hombre fue su alimentación. En el Creciente fértil pronto la humanidad descubriría el trigo, el primer cereal cultivado por el hombre. Su grano era más grande entonces que el de ningún otro cereal conocido, imposible de prosperar salvajemente si no era cultivado (el viento no podría elevarlo y trasladarlo para ser fertilizado por sí solo), y por lo tanto un grano con mayor capacidad nutritiva (cuantitativa pero no cualitativamente). Sin embargo hubo otro cereal, uno que crecía fácilmente de modo salvaje (su grano es mucho más pequeño) y que se utilizaba en África desde los primeros momentos del homo sapiens. Sólo consiguió ser consumido luego y cultivado en la India y en China, pues el trigo no llegaría a ser utilizado en estas regiones asiáticas hasta dos mil años después de ser conocido en la cuenca oriental del Mediterráneo.

En China podía prosperar este cereal en regiones de escasa lluvia y poca fertilidad de suelo, incluso crecería en los suelos salinos. Xiaomi es la palabra china para denominar al mijo. En China su medicina fue anterior a todas, y el mijo tendría además un valor de bienestar físico además de nutritivo, ya que era fácilmente digerible por no contener la proteína del gluten. Además su consumo combatía la cándida, un hongo unicelular cuya infección produciría la micosis. En Europa también se consumió en la antigüedad el mijo, entre otras cosas porque era un cereal de duradera conservación. En Venecia, en la alta edad media, se conservaba el mijo almacenado en fortalezas lejos de la costa, llegando incluso así hasta durar veinte años su almacenamiento. Cuando el transporte mejoró ya no era necesario su almacenamiento durante tanto tiempo y los cereales cultivados en ciertos lugares pudieron ser consumidos en otros. Por esto el mijo dejaría de tener sentido práctico y su consumo en Europa declinaría frente al poderoso trigo nutritivo. Hoy, cuando son conocidas las ventajas del mijo, su consumo se considera beneficioso para la salud humana y se incrementará, poco a poco, su producción y su comercio. Lo que no era antes importante lo es después...

Cuando el pintor Turner (1775-1851) comprendiera el sentido de progreso como un movimiento crearía su obra Lluvia, vapor y velocidad. Expuesta en el año 1844 -aunque compuesta años antes-, fue por entonces una revolución a los ojos que no estaban aún acostumbrados a ver algo tan poco visible, tan farragosamente disperso entre colores que parecían no estar acabados. Con Turner los impresionistas tienen una deuda artística parecida a la de Manet, pero sobre todo mucho más antigua. Para el pintor romántico inglés la luz lo es todo. En este lienzo es lo principal la luz, aunque no lo parezca tanto. Turner glosará o expresará, sin embargo, aquí mucho más la velocidad, el movimiento, el cambio de espacio o de lugar para transportar ahora la vida, las cosas, las emociones, las ideas o las sensaciones. En su lienzo romántico vemos a un tren cruzar ahora por el puente de Maidenhead, un viaducto inglés construido en el año 1838 para ese tren tan primitivo. Veremos la chimenea de la locomotora y por eso sabremos que es un tren lo que ahora vemos. Para Turner el detalle principal es el único detalle importante, lo demás lo tendremos que adivinar.  La lluvia es otro elemento importante en este cuadro, veremos trazos leves e inclinados de líneas delgadas en un cielo asolado de brumas doradas. Brumas que ocultan ahora el azul celeste desperdigado del fondo. Y suponemos o presentiremos que esos trazos leves de líneas delgadas serán finas ráfagas de lluvia. El vapor era por entonces la causa de la velocidad, de esa rapidez que conseguiría el hombre con su artefacto y que acabaría empezando a consumir ávidamente aquel carbono peligroso.

Pero, no es esta la única velocidad que aquí veremos. En el río cruzado por el puente de Maidenhead se vislumbra ahora una pequeña barca en la parte izquierda del lienzo. Y en la parte derecha extrema del cuadro, al otro lado del tren, el pintor dibuja -apenas se distingue por la falta de contraste- algo que parece una liebre corriendo. Tres formas de entender aquí la velocidad. Una lenta y sosegada, otra menos lenta, pasajera y fugaz en su contienda con la vida y las cosas, y, por último, la de la naturaleza, la que era la más veloz de todas por entonces. Y es este aquí ahora el contraste. Para que veamos bien las cosas siempre hay que contrastar, aunque no las veamos bien del todo. En el Arte, lo único que permite hacerlo así, esas mismas cosas más tarde o más temprano se acabarán viendo. Puede que al ver por primera vez un cuadro no veamos bien algo, pero seguro que al verlo luego mejor después acabemos viéndolo. Con la luz pasará lo mismo. Para Turner la luz lo es todo, porque cómo si no veremos algo. Pero, ¿qué vemos ahora en esta obra de Arte si no es lo que pinta el artista exactamente igual a como es en la naturaleza? Pues la luz reflejada o refractada. Solo la luz. Por sus reflejos o por los diferentes efectos cromáticos en las cosas, vistas ahora éstas como se verían de no poder ser vistas detenidamente, como por ejemplo en un fugaz movimiento a los ojos del que las mire desde un lugar en movimiento. Es como cuando miramos perpendicularmente hacia una ventanilla desde un vehículo a gran velocidad: no veremos más que ráfagas de colores. Lo que sin poder aún experimentarlo -las velocidades en su época no eran tan rápidas- Turner intuiría genialmente entonces en su mente tan artística y prodigiosa. Como el progreso humano.

(Óleo Lluvia, Vapor y Velocidad, 1844, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, National Gallery, Londres.)

11 de diciembre de 2015

La victoria como un impulso ante la barbarie más que como una conquista arrolladora.



Cuando en el año 1909 publicase el poeta e ideólogo italiano Tomasso Marinetti (1876-1944) su Manifiesto Modernista, el mundo occidental había comenzado a caminar por un precipicio tenebroso, por un equivocado sentimiento de euforia que le llevaría a despeñarse pronto por uno de los siglos más violentos de toda su historia. Y en ese manifiesto modernista Marinetti escribiría: La Pintura y el Arte han magnificado hasta hoy la inmovilidad del pensamiento, del éxtasis y del sueño; nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada, el puñetazo. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo, o un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia. Los antiguos griegos fueron los primeros occidentales que entendieron la verdadera diferencia entre la vida y la muerte, entre elegir vivir o elegir equivocarse. Y crearon toda una cultura de libertad incipiente, de elogio a la vida, de riqueza por armonizar lo práctico y lo eterno, lo terrenal y lo divino. ¿Cómo si no iba a surgir allí el Arte equilibrado, el más idealizado, el más exquisito, aquel que combinara belleza y sabiduría?

Porque antes de los griegos o existía la belleza o existía la sabiduría. Las dos cosas juntas, unidas y entrelazadas la inventaron los griegos entre los siglos VI y V antes de la era cristiana. Y no pudieron menos que componer a sus dioses con las bellas formas de los seres humanos. Entonces asimilaron esa belleza divina a la propia belleza humana, dándole así un sentido creíble y real a las elevadas cualidades o virtudes sagradas que ellos mismos habían ideado antes. En la genealogía de sus dioses Nike fue la divinidad griega de la victoria. No de la guerra, que también tuvo su dios, no, sino de la victoria, de la alegría por vencer al contrario o a lo diferente, por alcanzar con la victoria la gloria más excelsa de la vida, el triunfo más deseado o la mayor bendición de ésta. La representación de la diosa griega Nike combinaba el cuerpo de una bella mujer con alas desplegadas a su espalda. El símbolo alado -las alas- indicaba un enlace trascendente con la divinidad, un rasgo sagrado para las imágenes o esculturas que así lo llevaran. Pero, era algo más lo que suponía llevarlas... Porque todas las efigies sagradas no llevaban alas, solo aquellas divinidades que podían cambiar o dejar de ser lo que eran para transformarse justo en lo contrario. Como Eros, el dios del Amor, Nike también podía dejar de ser un motivo de salvación para sus protegidos y convertirse ahora en otra cosa.

Nike podía volar, podía ahora esfumarse con el viento para regresar luego pasado un cierto tiempo. O no regresar. Por esto llevaba alas Nike, por eso fue compuesta (en el siglo II a. E.C.) con alas a su espalda la diosa griega Victoria que fuera encontrada -descabezada su escultura- durante el año 1863 en la isla griega de Samotracia. El mundo de aquellos siglos -VI y V a. E.C.- fue entonces un escenario bélico donde dos fuerzas contrarias luchaban por vencer: el inmenso imperio Persa y el conglomerado de pueblos griegos situados alrededor del mar Egeo. Pero había una especial diferencia en ese enfrentamiento. Uno de ellos quería la victoria para conquistar al otro, para dominar con su civilización el occidente de su vasto imperio. El otro sólo quería defender con su victoria su propio mundo, el que ellos habían comprendido como el mejor mundo posible, el más sabio y el más bello. Lucharon los griegos en una fiera batalla en un golfo cercano a una de sus islas, la de Salamina, en el año 480 a. E.C. Y vencieron ellos. Y no pudieron más que agradecer a la diosa Nike por su victoria. Una diosa que desde entonces igualaron a su más grande diosa ateniense, Atenea. Y decidieron erigir un templo a su memoria para no olvidar, para elogiar y para seguir viviendo. A pesar de ese deseo tardaron casi sesenta años en elegir el momento adecuado para levantar el templo. Sería construido en la densa Acrópolis ateniense en un pequeño espacio que quedaba libre para ello, en un lugar ahora privilegiado a su entrada, elevado sobre un muro o paramento de relieve.  

Un templo muy pequeño para un sentido tan grande. Pero los griegos no asociaban nunca grandeza con tamaño físico. Los primeros en toda la historia que erigieron templos a la medida del hombre. Los griegos que más sufrieron aquel bélico acoso imperial persa fueron los jonios, los griegos asentados en la costa del Asia menor, al otro lado del mar Egeo. Allí en Jonia surgirían el pensamiento filosófico más sutil, el verso lírico más hermoso o la arquitectura más bella y armoniosa del mundo. Por eso el pequeño templo erigido en la Acrópolis para homenajear a Nike fue construido en el orden arquitectónico jónico, el más sublime de todos. Sus arrebatadoras columnas jónicas resaltaban ante su limitada estructura arquitectónica. Cuatro columnas delante y cuatro detrás, con el orden, la elegancia, el sentido de equilibrio, de sabiduría y belleza que aportaban al mundo con sus formas. No fue necesario tanta dimensión para albergar ahora lo más sagrado, lo más elogioso o lo más glorioso. Solo la belleza, solo la medida perfecta para representar el sentido eterno de lo que permitiera vivir, no morir. Para mantener así el impulso vital ante lo avasallador, ante toda esa barbarie extranjera.

Pocos años antes de comenzar a levantar el templo de Nike, Atenas comenzaría otra guerra decisiva. Fue una guerra ahora contra sus propios hermanos griegos, contra Esparta. Fueron otros griegos quienes lucharían con ellos. Y perdieron esta vez. Pero los vencedores no arrasaron nada, sólo consiguieron la hegemonía frente a la vanidosa Atenas. Mantuvieron aquel templo y sus dioses. En ese templo de Nike se guardaba una efigie de la diosa que no llevaba alas. Y no las llevaba para que no pudiera salir volando y escapar así la victoria de su lado. Luego pasaron los siglos y los griegos dejaron paso a Roma, y, algo más tarde, al Cristianismo y su teología transformadora. Y así hasta que los otomanos y su imperio turco -reminiscencia de aquel imperio avasallador persa-, siglos después, no tuvieron escrúpulos en destruir esa sagrada belleza de templo griego para, con sus restos, construir una mera posición de vil artillería. Todo acabaría entonces bajo las piedras amontonadas de la barbarie. Tiempo más tarde, cuando Grecia consiguiera su independencia frente a Turquía, fueron reconstruyendo aquella Acrópolis con las piedras encontradas en parte de lo que fuera todo aquel hermoso lugar sagrado de antes. ¿Qué victoria puede hoy homenajearse en un mundo donde aquellos principios ancestrales de belleza están en gran parte ignorados o superados? ¿Dónde estará hoy la barbarie? Es tiempo de comprender que lo que hoy somos forma parte de lo que se hizo entonces, tanto lo bueno -la belleza y sabiduría ancestrales- como lo malo -la ideología violenta y el rechazo a la virtud más elogiosa de lo eterno-, pero es vital saber que no puede prosperarse sin recuperar aquella actitud ancestral ante lo decisivo de la vida, esa que elogiaremos para poder vivir todos sin menoscabo. La memoria sirve, pero mejor la memoria de lo virtuoso, de lo sagrado -en sentido trascendente en general-, de lo permanente como virtud humanística... De lo que hace que una piedra sobre otra llegue a representar lo más insigne o lo más bello, o lo más armonioso o lo que nos recuerde, siempre, la elección de la vida sobre cualquier otra forma de destrucción o de barbarie.

(Imagen de la estatua La Victoria de Samotracia, Siglo II a. E.C., Escuela de Rodas, Periodo Helenístico, Museo del Louvre, París; Estatua de Atenea-Nike, Siglo V a. E.C., Museo Arqueológico de Atenas; Fotografía actual del Templo de Nike, Acrópolis, Atenas; Acuarela del pintor alemán Werner Carl-Friedrich, 1877, Templo de Nike, vista desde el noreste, Museo Binake, Atenas; Imagen fotográfica de la Acrópolis ateniense derruida, durante el periodo de reconstrucción en el año 1869, a la derecha el pequeño templo de Nike, fotografía de James Stillman; Fotografía actual de un lateral del Templo de Nike, Atenas; Imagen fotográfica del frontal del Templo de Nike durante el año 1896 donde se observa la reconstrucción del templo jónico, piedra a piedra, Museo Hallwyl, Estocolmo; Fotografía actual del mismo frontal del Templo de Nike, con sus columnas jónicas, el arquitrabe y parte reconstruida de su frontón y cubierta.)