Mostrando entradas con la etiqueta La Justicia y la Historia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta La Justicia y la Historia. Mostrar todas las entradas

7 de agosto de 2014

La mayor humillación consiste en provocarla, la menor en ser fiel a lo que piensas.



Cuando la época napoleónica terminase en España los reaccionarios, afines al rey Fernando VII, impusieron sus antiguos privilegios frente a la nueva tendencia liberalizadora que la guerra y ocupación francesa habían motivado. Los liberales españoles pronto comprendieron que nada tendrían que hacer con un régimen que desoía las demandas sociales de su pueblo. Luego de la corta revolución liberal de 1820 a 1823, España entraría en una represión y retroceso que país europeo hubiese por entonces padecido. De modo que muchos liberales españoles tuvieron que expatriarse en una de las grandes emigraciones que tuviese España en su historia. Uno de aquellos emigrantes lo fue el escritor toledano Juan Antonio Hermógenes Calderón (1791-1854). Ingresado en un convento desde niño, aceptaría la reclusión religiosa buscando más una cultura prominente que una ferviente religiosidad. Llegaría luego a convertirse en Francia en un filósofo y filólogo reconocido.

La guerra de ocupación francesa del año 1808 lleva a Hermógenes Calderón a luchar por la liberación de su nación ocupada. Pero arraigado en la tradición liberal, defendería después de la guerra sus creencias progresistas -fuera ya del convento- con los escritos que su pluma ácida y avanzada pudiese realizar. Después del trienio liberal Hermógenes Calderón cruza la frontera y llega a Francia en el año 1823. Apartado de su fe católica acaba convirtiéndose a la fe protestante evangélica y se casa con una francesa, dedicándose entonces a publicar sus estudios filológicos en Francia. En este país nace su hijo Philip Hermógenes Calderón, un pintor que, con los años, terminaría haciéndose británico y afín a las tendencias artísticas de la fértil época victoriana. Como creador pictórico combina el clasicismo con narraciones históricas o legendarias cargadas de emoción romántica, algo que a finales del siglo XIX atrae a un público ilustrado y seducido por la belleza. 

Isabel de Turingia (1207-1231) era la segunda hija del rey Andrés II de Hungría y Croacia y desde pequeña mantuvo una delicada, sensible y extraordinaria personalidad. Como hija de rey que era, debía contraer matrimonio con un vasallo de gran importancia y nobleza para su reino, así que se compromete entonces con el conde de Turingia Luis de Hesse. Su matrimonio la llevaría desde sus catorce años a vivir una vida feliz llena de dulzura y confianza personal. Pero en la primavera del año 1226 irrumpe una plaga de peste terrible en la ciudad alemana de Turingia. En ese momento el conde estaba fuera de viaje y ella tomaría entonces las riendas del condado, ofreciendo así su ayuda a los más necesitados de su feudo. Construye incluso un pequeño hospital y acabaría atendiendo a los enfermos con su precoz -solo diecinueve años- actitud ante los dramas humanos sufridos por su pueblo. Un año después Luis de Turingia -Luis de Hesse- se marcharía a la Sexta cruzada en Tierra Santa (1228-1229), donde fallecería de peste en el sur de Italia antes de poder embarcar a Palestina. 

Quedaría entonces Isabel desamparada por completo después de haber nacido incluso su única hija Gertrudis. Esta niña fue entregada a un convento al tener que hacer frente Isabel a las intrigas oportunistas de los poderosos de su feudo. Controversias que, por su bondad, no pudo soportar ya su espíritu tan entregado y sensible. Finalmente decide Isabel tomar el camino religioso a los veintiún años hasta los veinticuatro años en que, enferma, muere agotada. Antes de eso el noble y clérigo alemán Conrado de Marburgo había sido su guía espiritual y ella se acabaría convenciendo de que no podía su vida ir por otro camino que el de la entrega a los demás -algo que sólo podría hacer la alta nobleza ingresando en una orden religiosa-, terminando por acceder a la prestigiosa -por caritativa y entregada- reciente orden franciscana. Pero el inflexible Conrado -acabaría llegando incluso a ser inquisidor alemán- no creía que Isabel de Hungría pudiese dejar las alhajas, la alta cuna y su vida desahogada y noble para poder soportar una existencia de pobreza y entrega extremas. Alumbrado por su excesivo celo y una hipócrita represión irracional de celibato libidinoso, el irrespetuoso Conrado de Marburgo la obligaría a renunciar a la vida terrenal arrodillándola ahora frente al altar de su convento, humillándola así incluso al exigirle hacerlo desnuda por completo. En esa iconografía tan tendenciosa (humillación provocada por una religión católica desastrosa según la iglesia anglicana) influiría tanto la leyenda desconocida (no sabemos si sucedió así o no), como la actitud heterodoxa de los liberales (la mayor parte eran ateos) y hasta el propio anticlericalismo del pintor y de su padre.

Es de ese modo tendencioso como el pintor Philip Hermógenes Calderón (1833-1898) compuso su impresionante obra clásica en el año 1891. En la asombrosa y bella imagen se destaca la iluminada y hermosa forma serpenteante del cuerpo desnudo de Isabel de Hungría. Detrás de ella se sitúan las figuras del descarado Conrado y otro fraile que oculta ahora su rostro avergonzado, también de dos monjas franciscanas que tratan de evitar mirarla. Pero no el clérigo alemán, personaje que la mira con libidinoso deseo no reprimido por ser el único que pueda admirar ahora una belleza noble tan desnuda. La composición es solemne y sencilla, oscura, depravada, obtusa, dominante, natural, extraordinaria, orgullosa, victoriosa y triunfante. Triunfante porque esa vil humillación e innecesaria forma de renunciar a su vida civil no fue una afrenta personal a Isabel de Turingia, sin embargo. No terminaría siendo ninguna forma de agraviar a una dama - una magnífica belleza joven y aristocrática- sino todo lo contrario. Así, finalmente, quedaría bellamente expresada la imagen de la afrenta a una mujer, a una santa, siglos después, en este emotivo, romántico e impactante cuadro clasicista.  

(Óleo del pintor británico Philip Hermógenes Calderón, 1891, Acto de renuncia de Santa Isabel de Hungría, Tate Gallery, Londres.)

29 de marzo de 2014

La masacre de la imagen perfecta ante la perfecta maldad de los seres: su mensaje interesado y su crueldad.



No había habido antes una tendencia cultural que condicionara filosófica, política, psicológica o emocionalmente tanto en la historia como lo fuera la compleja, abrumadora, indefinible y transversal inclinación o tendencia romántica. Fue simplificada a sus estereotipos más populares o tenida a veces como una visceral o sentimental forma de entender las cosas. Pero, sin embargo, no fueron esos rasgos manidos más que una pequeña gota en el inmenso océano de la diversidad que el Romanticismo supuso en la historia del Arte como de la vida. Y que supone aún, sobre todo en lo que hoy por hoy nos hemos convertido como sociedad tan compleja, diversa e insatisfecha. Porque el Romanticismo fue una de esas propensiones estéticas que más se nutriría de la ideología, de la filosofía o del pensamiento. Por eso se desarrolló -y sigue aún haciéndolo- a lo largo de varios siglos desde que naciera a finales del siglo XVIII. Jamás una manera de impresionar una imagen se sustentaría tanto en una revolucionaria forma de concebir la sociedad humana. Y así es como se reflejaría esa diversa visión del mundo en los creadores románticos, seres humanos que, visceralmente -cómo no-, se enfrentarían incluso entre ellos mismos tanto estética como ideológicamente. Surgido de la Ilustración más temprana del siglo XVIII, el Romanticismo nacería imberbe, sin detalles, apenas sin sábanas acogedoras ni desenvueltas desde las atormentadas, revulsivas, incomprendidas, complejas o fieras palabras del ilustrado pensador Rousseau (1712-1778). 

La Revolución francesa tomaría luego esas ideas filosóficas de la Ilustración, absolutamente radicales para entonces, y las llevaría a la jerga de cada una de las dos tendencias que lideraron el movimiento romántico: una la más liberal y otra la más conservadora. Y aún sigue hoy, por ejemplo, con sus posiciones políticas y sociales de izquierda y derecha. Es decir, en lo social o con la más atormentada afinidad colectiva y coercitiva o con la opuesta afinidad más individualista o liberal. Pero otros pensadores más alejados de aquel horror revolucionario, entonces sin patria o en un destierro propiciatorio, buscaron con otro sentido aquel cambio turbador tan humanista: hacer de la esencia ideológica romántica una nueva y estremecedora visión para el hombre. Un motivo ahora, sin embargo, mucho más trascendente que aquella colectiva intención social francesa. Fue liderado más por la idea que por el concepto, es decir, fue liderado más por la fuerza cultural inspiradora que por la intención social revolucionaria. Y así surgiría pronto desde tierras germanas la reivindicación de una tendencia romántica con un cariz más elevado, más divino, mesiánico casi: el Idealismo alemán. Un pensamiento filosófico en el que se sustentaría una de las estéticas más románticas de Europa.

El nacionalismo fue, por ejemplo, un concepto ideológico y social surgido de una de aquellas balbuceantes pisadas destempladas en que el Romanticismo se dispersara socialmente. Hasta antes de la Revolución francesa, la identidad cultural no fue la nación sino la población donde se nacía, la patria nativa o el lugar donde radicaba la esencia de los sentimientos geográficos, de las gentes o cosas que rodeaban la vida o el ámbito particular de una región. Luego existía otro concepto: la lealtad o fidelidad a un rey o estamento, entendido éste como un ámbito más general de seguridad o de protección, unas fronteras más amplias para desarrollar e intercambiar, sin sobresaltos, los medios económicos y culturales necesarios para prosperar una sociedad. Sin embargo, cuando el estamento cayese luego tanto desde el cuello seccionado del rey Luis XVI como desde la ambición poderosa de un general -Napoleón-, se sustituiría el concepto reino por imperio y el procedimiento patria por nación.

Hoy, después de tantos conflictos o de historia no leída, se repiten las mismas cosas peregrinas de antes. Y así se puede ver la vigencia que tiene todavía aquella tendencia romántica de entonces. Una tendencia que subsiste maquillada, desempolvada o manifiesta junto con el dúctil y práctico racionalismo, este fuerte pensamiento ilustrado del que fuera hija adoptada el Romanticismo. Y para comprender mejor la diversidad o complejidad del movimiento romántico qué mejor lienzo artístico que el de uno de sus mejores representantes, Eugène Delacroix (1798-1863). Cuando los artistas, poetas, literatos o pintores románticos acudieron a reivindicar aquella nueva forma de entender nación que surgiera de las devastadoras guerras napoleónicas, muchos políticos oportunistas o expansionistas vieron la mejor forma de justificar una intervención militar en la inestable Europa suroriental de comienzos del siglo XIX. Grecia, la antigua Grecia homérica y primigenia de la gran cultura occidental, estaba ocupada entonces por el imperio otomano desde el siglo XV. Y en los primeros años luego de la caída de Napoleón se crearon organizaciones que buscaron la independencia de aquella vasta y antigua región mediterránea. 

De ese modo, se crearon y financiaron movimientos armados para apoyar los reductos de población autóctona que, animados por rusos, franceses, ingleses o austro-húngaros, hicieron de aquella zona europea durante diez años, 1821-1831, una región sumida en el horror, la crueldad y la muerte. Pero, sin embargo, todo eso era entonces tan sólo un símbolo romántico de lo más genuino... Hasta el famoso poeta Lord Byron lucharía y moriría allí. Pero dos años antes de su muerte, en 1822, los turcos habían decidido acabar con una rebelión griega habida en la isla egea de Quíos. La intervención otomana fue feroz e inmisericorde, acabando con unos veinticinco mil griegos violentamente. Fue un gesto terrible que deseaba vengar la matanza de la peloponésica ciudad de Trípoli llevada a cabo un año antes a manos de los ahora oprimidos griegos. Y el extraordinario pintor romántico Delacroix entendió que aquella masacre terrible de Quíos debía ser el motivo de su impresionante, reivindicada, grandiosa y romántica obra de Arte.

Este pintor francés, un auténtico revolucionario en su arte y tendencia romántica, un innovador tanto en la ruptura con el clasicismo como en el propio sentimiento romántico de sus creaciones, no se dejaría llevar entonces sino por las inspiradas, liberales o épicas semblanzas que Lord Byron hiciera con su desgarradora literatura romántica oriental. Tanto transformaría Delacroix la forma de crear Arte que otro pintor, el neoclásico -y posterior romántico- Antoine-Jean Gros, diría de su obra La masacre de Quíos: Es la masacre de la pintura.  Y lo era porque Delacroix rompería ya con el sentido más ilustre del Arte, aquel más elegante o clásico de las correctas formas retratadas en un lienzo. Ahora, pensaba Delacroix, debía incluir en su épica y romántica pintura la sensación más impactantemente humana por muy dura que fuese. Los cuerpos no podían ser aquellos lustrosos, bellos, arrogantes o eternos cuerpos de las obras neoclásicas de antes. No, los cuerpos ahora, en su obra romántica, tendrían que ser como la misma escena de horror vivida por ellos los habría convertido: en despojos humanos, en pieles oscurecidas y demacradas; en ojos perdidos, en formas deslucidas o en una vana esperanza desolada por la crueldad maldita de sus heridas.

Así compuso Delacroix su gran obra romántica La masacre de Quíos. Con un paisaje donde ahora el Romanticismo de una parte, de aquella parcialidad ideológica de una parte -el pensamiento ilustrado del que el Romanticismo fuera hija-, brillaba claramente sobre el sufrimiento más universal y desolado del hombre. Pero eso fue lo que algunos criticaron entonces, el oportunismo histórico del creador francés: ¿era peor esta masacre turca de Quíos que la matanza griega de Trípoli producida un año antes? Los artistas románticos, especialmente Delacroix, se dejaron llevar por el sesgo particular de aquella ideología social revolucionaria y nacionalista, esa de la que su tendencia romántica había sido heredera. Pero el Arte, sin embargo, y a pesar de todo, siempre lo es pinte lo que pinte. Y aquí, en esta grandiosa, extraordinaria y universal obra maestra, el autor romántico francés consiguió lo que por entonces no se llegaría a entender aún -aunque seguro que la intuición del artista sí lo hiciera-: que el Arte viene a reivindicar siempre la esencia universal de los hechos, no la secuencia histórica o particular de los mismos. 

¿Qué mayor representación artística de la cruel humanidad que la desesperación de unos humanos ante la vil, atropellada, lacerante y brutal agresión de otros? El pintor francés sitúa en primer plano las figuras de las personas sometidas por la cruel masacre de los turcos. Sus figuras se abrazan y se besan, se acogen entre ellas enternecidas ahora bajo la fuerte y poderosa cabalgadura del opresor otomano. Las miradas están perdidas, los gestos abandonados por el ímpetu y la fuerza, los cuerpos humanos abatidos ahora sin fulgor alguno que los embellezcan. Figuras todas ellas que no podrían competir con las anteriores formas heroicas representadas por los clásicos trazos de lo más excelso; salvo la perfecta silueta de una mujer desnuda, atada y deseada que cuelga ahora voluptuosa de la ecuestre montura asesina del opresor turco. Tan sólo ella mantiene aquí en su figura desnuda aquel alarde poderoso tan bello y tan clásico de antes. Porque todo lo demás es demacración o desconsuelo, abatimiento, horror y muerte. Y el pintor romántico consagraría en su obra la imagen más paradigmática -no la más particular o subjetiva- del desgarro más humano ante el dolor afligido por otros seres humanos. Un maltrato universal expresado desde esas fuerzas malignas, simbólicas o personales que siempre existirán tras cualquier acto egoísta, interesado, desalmado o criminal que pueda ocasionar, sin pudor alguno, un ser humano a otro.

(Óleo La Masacre de Quíos, 1824, del pintor romántico francés Eugène Delacroix, Museo del Louvre.)

25 de marzo de 2014

Una sutil melodía insinuada en la grandiosidad de un lienzo, su parcialidad y su crítica.



El Impresionismo no supo cómo conseguir aparecer en el inmóvil y conservador mundo burgués de mediados del siglo XIX. París era, sin embargo, todo un referente de modernidad, de refinamiento cultural, de cierta pícara forma de acercarse al mundo de la bohemia y de los arrabales más atrevidos de entonces. Pero la sociedad francesa estaba en esos momentos (1850-1870) bajo el cetro imperial del rígido imperio de Napoleón III, y los creadores y artistas -libres por definición- se encontraron con la reticente y obtusa manera de condicionarles y limitarles sus nuevas, aperturistas o críticas formas culturales de expresión, esas con las que ellos, tímidamente, tratarían de soliviantar las protegidas y acomodaticias conciencias de sus alineados y satisfechos contemporáneos. La pintura clasicista -neoclásica- habría dejado paso antes a la grandiosa y exultante representación romántica de sus creadores más atrevidos. Pero, a la vez esos creadores eran aún respetuosos con las consignas clásicas del orden, de la metáfora, de la mitología, de la historia, de la cultura, del sentido de lo bello, de lo representable o de lo más justificable de llevar a un lienzo. Así que no se habrían decidido aún los pintores parisinos a representar una visión tan actual, tan normal, tan cotidiana, tan vulgarmente natural como era la de reflejar una escena habitual de la sociedad parisina de entonces. Los incisivos poetas decadentistas o simbolistas, como lo fuera el decidido y ácido Baudelaire, ya habrían recomendado a los creadores que dejaran de pintar esas escenas míticas grandilocuentes tan alejadas de la vida normal, y que se atrevieran ahora a retratar lo cotidiano, lo cercano, lo que llegara a traspasar la imagen real de los que, luego, lo miraran.

Totalmente convencido de lo mismo, el pintor Manet elegirá crear en el año 1862 una escena de esa misma sociedad, aunque no de la bohemia sangrante de los marginales barrios parisinos, no, sino de la más burguesa y encopetada sociedad parisina de entonces. Y decide el pintor impresionista que sea inmortalizada toda esa gente real en uno de los lugares más elegantes de una de las zonas más concurridas de París, los jardines de las Tullerías. El Palacio de las Tullerías era por entonces -y durante toda la historia de Francia lo había sido- la residencia parisina de la monarquía francesa. Durante el segundo imperio francés -el de Napoleón III-, en sus jardines abiertos a un público burgués y bienintencionado se celebraban conciertos y fiestas, siendo entonces cuando los flamantes parisinos se concentraban en él para disfrutar de aquel maravilloso entorno y poder escuchar lo único que no era sospechoso de subversión social: la música sutil y envolvente de alguna sinfonía clásica..., compuesta, por ejemplo, por el celebrado compositor Jacques Offenbach (1819-1880). Fue entonces la música, sobre todo la sínfónica, el único arte incapaz de molestar con sus críticas sociales o políticas a esa burguesía susceptible y bienpensante. Sobre todo en sus óperas u operetas. Porque Offenbach se hizo muy famoso por esas composiciones operísticas divertidas, populares, alegres y bailadas..., pero con algún que otro trasunto que pudiera añadírsele. Eso fue lo que, especialmente, conseguiría este curioso compositor francés.

Es por lo que, con alguna que otra crítica social, formaría parte de esos artistas como Baudelaire y Manet que trataban de hacer ver a la sociedad de entonces lo que ésta no podría o no sabría ver por sí misma. Pero, a pesar de decidirse el pintor Manet por componer una obra de Arte que reflejara ese espíritu -llamada la obra Música en las Tullerías-, en esta grandiosa pintura no aparece ningún instrumento ni ninguna partitura, ni ningún músico ejecutándola, además. Como obra de Arte, como composición pictórica, es una extraordinaria obra que avanzará el sentido de lo que, poco después, será denominado Impresionismo... Pero, ¿qué más será? Porque aquí está ahora toda esa sociedad burguesa bien trajeada, con sus elegantes diseños y sombreros a la moda. Éstos, los sombreros, configurarán una línea imaginaria horizontal que dividirá la obra maestra en dos espacios. Arriba está la Naturaleza, verde, exuberante, libre, espaciosa y grandiosa. Abajo, la sociedad, oscura, gris, encorsetada, abigarrada, blanca, negra o azulada. Y el creador Manet los pintará a todos como objeto y como sujeto de toda esa impresionante y enigmática visión social. Como objeto por los representantes, ahora anónimos, de la sociedad parisina: en ese momento, indolente o sorda a los cambios que la misma requería. Como sujeto serán aquí ahora los conocidos y amigos del pintor, tan alertas como él a los cambios requeridos por esa sociedad; fijos ellos en su mirada como los representará Manet: mirándolos a él. Y así se apreciarán en la obra de Arte, sutilmente divididos por el delgado tronco encorvado y oscurecido de un árbol. A la izquierda del tronco -algo menos de la mitad de la obra-, están todos esos personajes subjetivos, el músico Offenbanch, un colega del pintor, Fatin-Latour, y escritores como Baudelaire y Gautier, etc...

Todos ellos nos miran a nosotros ahora, al pintor que los crease y a los espectadores que miramos inseguros la obra de Arte. Ellos son el sentido que laterá en la atmósfera semioculta de la obra, como un motivo cómplice de todo aquello que el pintor quisiera transmitir. Al otro lado -la parte derecha del lienzo-,  nadie mirará al frente, nadie se atreverá a dirigir su mirada hacia lo que, por entonces, era aún imposible de admitir: que los cambios sociales no eran aceptados aún. Como no lo fuera todavía aceptado el Impresionismo; como tampoco la crítica a un sistema político -el segundo Imperio- que habría cercenado libertades y avances; como no fuera la apertura a una sociedad más acorde con el espíritu de lo que había sido Francia antes. Todo eso no podría todavía relucir libremente entre las cenagosas aguas de una sociedad hipócrita, autoindulgente y profundamente cínica. Y el  pintor impresionista se decidió entonces por pintarla y criticarla, aunque entonces con la única música que se pudiera insinuar: la de su paleta y la de su audacia misteriosa. Cosas intangibles o perezosas que mentes limitadas nunca hubieran podido aún descubrir entre sus trazos...

(Óleo La música en las Tullerías, 1862, del pintor impresionista Édouard Manet, National Gallery, Londres.)

22 de febrero de 2014

Un naufragio artístico salvado entonces por la impenitente ansia tan humana de copiar.



Cuando las cosas naufragan dejarán de ser aunque sigan existiendo. Entonces vagarán por el limbo jurídico de lo impreciso o de lo indelimitado, de lo imposible, de lo insensato o de lo desaparecido sin final. De ese modo las obras de Arte creadas antes de un naufragio dejan de serlo después, incluso como si no hubiesen existido nunca. Salvo que algún día las cosas hundidas dejen de estarlo. Porque en determinadas circunstancias la tecnología permitirá recuperar del inframundo abisal de los naufragios parte de lo perecido en el pasado. Pero, ¿y antes, cuando los mares vencían con su magnitud la voluntad de los hombres de recuperar lo perdido? Por eso las obras de Arte -objetos que sólo existieron si existen aún- nunca se catalogaban después de los desastres irreversibles -no en el caso de los robos, que sí pueden ser reversibles- como objetos con algún sentido real, con un pasado, con una entidad o con un recuerdo. Sencillamente dejaban de existir y, por tanto -en el Arte-, como si nunca hubieran existido. Uno de los períodos artísticos más exitosos en la historia de Holanda fue el comprendido desde sus inicios como país hasta la invasión francesa del año 1672. Fue el momento conocido como el Siglo de Oro de la pintura holandesa.

En esos años Holanda conseguiría una sociedad tan próspera y liberal que los pintores proliferaron mucho. Tanto la economía -fueron los más activos comerciantes- como la religión -el calvinismo cambiaría las costumbres- condicionaron un tipo de hacer pintura y Arte. Ahora las escenas dejaban de ser religiosas o mitológicas para transformarse en realistas escenas cotidianas, en un reflejo de las costumbres ordinarias en los interiores de los hogares.  Esas obras abundaban y eran adquiridas no solo por ricos o pudientes, sino por cualquier persona -artesana o comerciante- que quisiese adornar las paredes de su casa con ese Arte. La calidad, sin embargo, desmerecería mucho los valores estéticos entre la abundancia de obras y temáticas -cosas vulgares y simples- de sus creaciones artísticas. Así que algunos creadores -de la escuela holandesa de Leiden, por ejemplo- comenzaron a afinar más sus trazos de estilo para hacer de sus obras ahora unas elaboradas composiciones aunque se trataran de escenas cotidianas o de costumbres tan vulgares y corrientes.

En la escuela holandesa de Leiden proliferaron algunos artistas, pero sólo unos pocos llegarían a merecer el elogio con los años. Algunos muy conocidos -como el gran Rembrandt-, pero la mayoría no lo fueron tanto. Sin embargo, sí destacaron otros pintores que no fueron tan valorados en su época y pasado el tiempo los grandes compradores de Arte -las cortes europeas- volvieran sus ojos a esas sencillas -por su temática- y tan originales obras de Arte holandesas. Uno de aquellos creadores lo fue el pintor barroco Derrit Dou (1613-1675), también conocido como Gerard Dou en el resto de Europa. Sobre el año 1648 compone un tríptico no religioso, una estructura más habitual en obras religiosas de países europeos más devotos -Italia, España o Francia-. Pero ahora llegaría a reflejar su creación algo más intimista, sugerente y humanista para el momento. Desarrollada no tanto para adoctrinar, extasiar o iluminar, sino más bien para asombrar, estimular, maravillar o educar bellamente.

Así fue como su obra Alegoría de la educación artística sorprendió entonces por su elaborada técnica del claroscuro o por la manera en que componía diferentes formas de educar un tipo de arte -en este caso artesanas actividades- con otras no menos carentes de habilidad. Pero esta magnífica obra de Gerard Dou no la veremos nunca -al menos por ahora- en el mundo. Lo que ahora vemos no lo realizó él, aunque sí compuso la original de antes, perdida ahora o inexistente para el mundo. Esta que vemos fue copiada de la suya por un pintor alemán afincado en Amsterdam, Willem Joseph Laquy (1738-1798), que la pintaría con toda seguridad antes del fatídico verano de 1771. El tríptico de Dou adquiriría tanta fama entonces -mediados del siglo XVIII- que los más poderosos compradores europeos quisieron hacerse con la obra. La amante del rey francés Luis XV, la marquesa de Pompadour, quiso regalársela al monarca galo febrilmente. Pero ignoraba ella que todavía había otra gran mujer -mucho más grande- que deseaba la obra apasionadamente. La emperatriz de Rusia Catalina II anhelaría el tríptico de Gerard Dou quizá con mayor ahínco. Esta zarina rusa se caracterizó por ser una de las mujeres más ilustradas de ese siglo y no podía dejar pasar la oportunidad de poseer una de las obras más emblemáticas de la época.

Así que cuando se celebró una subasta en Holanda en julio de 1771, el Tríptico de Dou se llegaría a cotizar por unos 14.000 florines de entonces, una cantidad que abonaría Catalina II por su deseada obra del maestro Dou. Los holandeses organizaron entonces el traslado de la obra a Rusia. El cargamento del buque fletado incluía otras creaciones y otros objetos artísticos de gran valor, y la carga, al parecer bien embalada y protegida, embarcaría en Amsterdam con destino a San Petersburgo en septiembre de ese año. Pero, sin embargo nunca su contenido llegaría a Rusia ni a ninguna otra parte. El buque holandés, el Lady María -Frau Maria o Vrouw Maria-, naufragaría a unos doce kilómetros al sudeste de la isla de Jurmo en el mar Báltico, hoy una isla de Finlandia pero por entonces territorio de Suecia. Y el Museo Nacional de Amsterdam, el Rijksmuseum -aperturado a comienzos del siglo XIX-, quiso poseer el recuerdo de aquel tríptico como de otras obras de Arte desaparecidas entonces. Todas copias de obras originales desaparecidas en aquel naufragio. Así es como hoy aparecen expuestas sus copias en ese importante museo holandés. Pero ahora con la leyenda titulada del famoso apelativo que suele añadirse a las obras que han sido copiadas: después de... La obra holandesa aquí mostrada es: Alegoría de la educación artística después de Gerard Dou del pintor Willen Joseph Laquy. Existe una obra en ese mismo museo de otro cuadro que naufragó también en aquel accidente, en este caso de otro famoso pintor holandés, Gerard Ter Borch (1617-1681). Este otro lienzo se copiaría sobre el año 1728 por un autor desconocido y se titularía en el museo de Amsterdam como Joven con perro después de Gerard Ter Borch (aunque en algunos lugares ni siquiera se especifica el después de, lo que lleva a una confusión histórica).

De aquel naufragio y de esas obras originales no se volvió a saber nada hasta el año 1999, cuando el buzo y buscador de pecios finlandés Rauno Koivusaari hallara los restos hundidos de aquel famoso velero. Así que ahora la inexistencia, de pronto, acabará por devolver a la realidad de lo inesperado aquellos objetos maravillosos, obras de Arte que un día dejaron de ser. Ahora los holandeses, los fineses, los suecos y, por supuesto, los rusos, desearán eliminar más de doscientos años de golpe para volver a aquellos años de 1771 (aunque menos a Finlandia le interese atrasar el tiempo, hay que tener en cuenta que no hace ni cien años que Finlandia existe como país). Al parecer los cuadros fueron envueltos en estuches de piel de arce y colocados en vasijas de plomo cubiertas con cera. De ser todo eso así es muy posible que el tiempo y el agua no hayan deteriorado mucho aquellas maravillosas -y ahora reexistentes- obras del Arte holandés.

(Tríptico Alegoría de la educación artística, después de Gerard Dou, realizado entre 1760-1771 por Willem Joseph Laquy, -sin embargo, la obra original fue realizada ya por el pintor del barroco holandés -de la escuela de Leiden- Gerard Dou sobre 1648, desaparecida en el naufragio del Frau Maria en octubre de 1771-, Rijksmuseum, Amsterdam; Óleo La villa a orillas del río después de Jan van Goyen -pintor holandés del barroco, 1596-1656-, obra realizada por su compatriota y coetáneo Jan van der Heyden, 1637-1712, antes de 1712, aunque el original relacionado en la aduana holandesa de 1771 aparece esta obra como del maestro Jan van Goyen, perdida en el naufragio del Frau Maria en 1771, Rijksmuseum, Amsterdam; Pintura desaparecida también en este naufragio, Joven con perro después de Gerard Ter Borch -pintor holandés del barroco, 1617-1681-, realizada por autor desconocido antes de 1771, Rijksmuseum de Amsterdam, Holanda.)



19 de febrero de 2014

Cuando también el Arte desaparece poco a poco como aquel que fenece bajo la sombría historia.



A mediados del siglo XV el Renacimiento había llevado al arte de construir palacios bellas formas con la revolucionaria y pujante arquitectura de Florencia. Plantas rectangulares y definidas, pequeños arcos de ventanas decoradas, paredes macizas, casi rústicas, con curiosos y estéticos sillares almohadillados, algo muy costoso de hacer por entonces. Así fue como el Ducado de Medinaceli construiría, en la villa guadalajareña de Cogolludo, su renacentista palacio ducal a finales del siglo XV. Una fachada extraordinaria se elevaba entonces por entre las rudas laderas castellanas según los principios clásicos de la época. Según esos principios, la belleza arquitectónica debía disponer de un cierto orden y una cierta unión dentro del organismo del que forman parte, conforme a una definida delimitación y a una colocación de todo de acuerdo con un número determinado de cosas, tal y como lo exige la armonía de la belleza. De esa forma, la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo se dividiría en dos partes iguales desde su mismo centro. A cada lado se situarían tres ventanas geminadas con el escudo nobiliario inscrito entre sus tímpanos. Esas ventanas, divididas por una pequeña columna de mármol, estaban diseñadas con pequeños arcos trilobulados decorados todavía con los elementos góticos de antes (las llamadas cardinas decorativas vegetales). También con sus grandiosos relieves superiores formando un arco conopial que enlazaba con el florón final que lo apuntara. Así que toda esa decoración mostraba aún trazas de un gótico agonizante frente al conjunto arquitectónico propio del triunfante, armonioso y espectacular Renacimiento.

El palacio de Cogolludo se construyó a finales del año 1492 cuando el reino de Castilla y León había alcanzado su máximo esplendor político. Luis de la Cerda (1442-1501) fue el V conde de Medinaceli, título castellano que le sería otorgado a uno de sus antepasados en el año 1368, un noble francés que se uniría en matrimonio con una descendiente de un malogrado infante de Castilla (el infausto Fernando, primogénito fallecido del rey Alfonso X). Un día cualquiera de un siglo después, cuando el rey Enrique IV de Castilla deseara reconocer como heredera a su hija Juana -frente a su hermanastra Isabel la futura reina Católica-, ese conde castellano, demostrando gran valor, se negaría a reconocer a Juana por las dudas sobre su legitimidad. Ante aquel gesto valiente y decidido la futura reina Isabel le otorgaría el ducado de Medinaceli, siendo el primero de su familia en ostentarlo. Fue este duque quien quiso construir el palacio en Cogolludo siguiendo el Renacimiento inspirado ya en Italia. Era nieto del marqués de Santillana -cultivado poeta castellano enamorado del arte clásico-, descendiente de la familia Mendoza y sobrino del famoso cardenal Mendoza. Los Mendoza fueron los primeros que importaron a España el gusto renacentista. En Florencia existían palacios con estas características: fachadas de sillares almohadillados, patio interior de galerías ajardinadas, jardín elevado, espacio anexo para servicios, caballerizas, capilla y dependencias propias del palacio. Tan maravilloso alojamiento suntuario fue aquel palacio de Cogolludo que el propio duque acabaría residiendo en él sus últimos años.

Cuentan las crónicas que en el año 1502 los príncipes de Castilla y Aragón, Juana y Felipe de Habsburgo, visitaron Guadalajara en su primer viaje a España desde Flandes. En otros palacios de la familia Mendoza -duques del Infantado- estuvieron alojados varias noches, pero quisieron visitar entonces el palacio de Cogolludo del que habían oído hablar de sus bellezas artísticas renacentistas. El propio chambelán flamenco del archiduque Felipe escribiría sobre este palacio: Vale siete veces cualquiera de los nuestros; es el más rico alojamiento que hay en España. Así de impresionante debía ser la maravillosa visión de aquella hermosa fachada, de sus patios, de sus galerías ajardinadas o de sus ornamentos interiores. Porque toda aquella decoración del palacio fue de estilo renacentista, pero también del estilo gótico y mudéjar. La construcción y la decoración superaban con mucho -decían las crónicas- cualquier otra edificación flamenca o castellana construida por entonces. Pero, sin embargo, toda esa maravilla del arte renacentista castellano acabaría malograda a principios del siglo XVIII. De toda aquella exquisita magnificencia decorativa, de sus artesonados, azulejería, yeserías y grandeza, sólo quedarían la estructura de su fachada y poco más. El resto moriría; acabaría como toda aquella grandeza hispana de entonces, como toda aquella gran historia gloriosa que alguna vez existiera. El último miembro de la familia de la Cerda que ostentaría el ducado fue don Luis Francisco de la Cerda y Aragón (1660-1711), IX duque de Medinaceli. Con él finalizaría la gloria del palacio castellano, fueron los años de la decadencia española de finales del siglo XVII, cuando la descendencia maldita de los reyes españoles de la dinastía austríaca acabaría por hacer estallar el reino frente a las ambiciones de otros grandes poderes europeos. Al morir sin descendencia el rey Carlos II en el año 1700, la monarquía hispánica no pudo más que hacer uso de un real testamento que otorgaba la sucesión del trono español al más poderoso reino europeo de entonces, a Francia.

Con esa decisión se precipitaría entonces una guerra, una dolorosa escisión del reino, pérdidas territoriales, y, luego, la decadencia malograda más absoluta y definitiva. Así entraría España en su postrer enfisema. Muchos nobles apoyaron la decisión real y otros aceptaron a regañadientes la influencia francesa. Pero, aunque Luis Francisco de la Cerda aceptase inicialmente al joven Felipe de Anjou -el rey español de origen francés Felipe V-, luego opinaría el duque de Medinaceli sin reservas que la excesiva influencia francesa de la corte no sería buena para España. El caso fue que, como su valeroso antepasado ya lo hiciera, no rehusó dar su opinión en unos graves hechos ocurridos por entonces en Flandes -los intereses inconfesables de ambición territorial de Francia-, ni ocultarlo ante el nuevo monarca claramente. Así que ahora el rey Felipe V -el primer rey Borbón de España- lo mandaría encarcelar por traición en el Alcazar de Segovia en el año 1710, falleciendo en el castillo de Pamplona al año siguiente el duque y su legado. Sus dos únicos hijos tenidos en dos matrimonios diferentes fallecieron antes que él. Así que el ducado de Medinaceli pasaría a uno de sus sobrinos, el cual nunca quiso residir en un palacio tan antiguo, alejado y decadente. Con su abandono de Cogolludo la población guadalajareña entraría en una completa decadencia, tanta como aquella misma que su reino habría comenzado a padecer.

Pero tiempo antes de suceder todo eso, en el año 1684, el pintor flamenco Jacob-Ferdinand Voet (1639-1689) pintaría al joven IX duque de Medinaceli en un retrato de salón en otro de sus palacios. En esta extraordinaria -y premonitoria- pintura barroca se vislumbraría ya la atmósfera decadente que el autor flamenco insinuara aún levemente en su obra. Al ser un pintor extranjero no se puede evitar pensar la audacia, suspicacia y brillantez que anticipara tener el creador ante su singular personaje retratado. Porque en esos años se comenzaría a identificar España más con su gloria pasada que con su incierto porvenir, pero, sin embargo, nadie se atrevería por entonces siquiera a mencionar o expresar algo parecido. Y en este curioso retrato barroco subyace veladamente esa sutil sensación decadentista, una sensación crítica que solo algunos extranjeros -en este caso artistas como Voet- podían acaso percibir, comprender y atreverse a expresar así en un lienzo. Pintaría por entonces Voet el retrato del duque en un escenario desolado, casi declinante, sin demasiada luz o con una palidez inquietante en su decadente lienzo barroco. Hasta una columna del fondo aparece ahora oscurecida, tenebrosamente incluso, donde parte de la misma está cubierta por una cortina encarnada, simbolizando un estremecido, sangriento y desalentado porvenir. Además observaremos la visión parcial a la izquierda de la obra de un balcón entreabierto, desnudo y sin brillo, mostrando un mar ahora reducido con unos cuantos buques atracados, muy pocos y deslucidos, casi nada enarbolados y algo escorados incluso. Reflejando así el pintor, vagamente, la por entonces terrible realidad de un poder disminuido. Y con la imagen solitaria sobre la mesa de la estancia de un antiguo casco emplumado de armadura, un símbolo deslavazado del poder imperial que España una vez fuese en el mundo, de lo que sólo fuese una vez y dejaría ya de ser entonces. Y el semblante hosco, casi entristecido, de un noble retratado con aspecto inseguro, indolente, rígido o más sorprendido que sus grandiosos antepasados de antes. Con una apostura sin fuerza, desposeída de la gracia o de la finura de un esplendor ya perdido. Y con su vestimenta ridícula, desproporcionada, decadente, muy poco a la moda, menos avanzada o menos florecida.

(Óleo Barroco del pintor flamenco Jacob Ferdinand Voet, Retrato de Luis Francisco de la Cerda, 1684, Museo del Prado; Fotografía de mediados del siglo XIX realizada por el francés Jean Laurent, Palacio de Cogolludo, entonces transformado en una fonda o posada decadente; Imagen fotográfica actual de la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo, Cogolludo, Guadalajara, España; Fotografía del palacio renacentista Medici Riccardi, siglo XV, Florencia, Italia; Fotografía del palacio renancentista Strozzi, siglo XV-XVI, Florencia.)

16 de octubre de 2013

La virtud sólo como representación no como una realidad ni sentido fuera del Arte.



En muy pocas Venus retratadas en el Arte aparecen dos cupidos junto a la hermosa diosa de la Belleza. El pintor del barroco tardío veneciano -finales del siglo XVII y principios del XVIII- Sebastiano Ricci (1659-1734) lo realiza una vez así, sin embargo, en su maravillosa obra Venus y dos cupidos. También representa en otra obra suya una mujer yacente pero en esta ocasión solo como un símbolo del Arte. Compone esta obra situando también a dos o tres pequeños diablillos o sátiros frente a la mujer, pero ahora ésta representa un símbolo alado -metáfora de sabiduría, inmortalidad o misterio- que consagra al Arte como una figura sobrenatural, divina y trascendente. La escuela veneciana tuvo una especial sensibilidad por las formas de los colores. Sí, las formas de los colores...,  aparecer éstos como si en vez de ser un complemento del dibujo fuesen el propio dibujo en sí. Y los colores venecianos debían además ser colores muy contrastados: los rojos fuertes e indecorosos; los azules remarcadamente oscuros, no celestes, cuando así debían ser para señalar mejor la figura humana o los lugares o cosas reflejadas especialmente en la obra. Todos los pintores venecianos, más o menos, fueron fieles a esta artística devoción pictórica por los colores.

Sebastiano Ricci, como casi todos los grandes creadores de Arte, no habría sido un modelo de virtud humana en su vida personal. En su juventud fue acusado de haber intentado envenenar a una joven que había dejado embarazada. ¡Qué tamaña barbaridad!, especialmente para un espíritu que se supone de tal sensibilidad artística. Esta es otra muestra más de que la capacidad sensible para crear no tiene nada que ver con la sensible capacidad hacia los otros, hacia los demás. Tal vez por eso el pintor en su madurez decidiría componer una Alegoría del Arte. Una obra donde unos diablillos o sátiros -pequeñas criaturas molestas y grotescas que aparecen en la obra junto a la imagen principal- tratan ahora de atraer las atenciones de la hermosa y deseada figura femenina, un personaje alado que representa aquí al glorioso Arte divinizado. Pero que ahora ella, sin embargo, rechaza decidida cualquier maldad o vicio -representado por los pequeños seres grotescos- frente a los grandes símbolos o virtudes que representan las eximias, extraordinarias o virtuosas artes humanas. Otra de sus obras geniales lo fue el motivo histórico de la reconciliación que, a comienzos del siglo XVI, consiguiera el papa Paulo III de dos monarcas europeos y católicos. Unos reyes europeos que no dejarían por entonces de guerrear entre ellos sin tregua: Carlos I de España y  Francisco I de Francia. La historia cuenta las tribulaciones que el emperador Carlos V -Carlos I de España- pasaría frente a las ambiciones sin escrúpulos del poderoso rey francés. El monarca francés no dudaría en aliarse incluso con los turcos otomanos a riesgo de poner la Europa cristiana en peligro. Todo con tal de conseguir Francisco I sus propósitos expansionistas frente a la hegemonía del emperador Carlos V. Sólo por unos pocos años conseguiría el papa que dejasen de guerrear. Aun así, el pintor Ricci lo recordaría siglos después elaborando esta magnífica y geométrica obra de Arte.

Porque en esta obra de Ricci, a cambio de sus dos anteriores pinturas, lo importante para el Arte no era la historia que contaba el pintor; lo verdaderamente importante ahora para el Arte es la extraordinaria composición que habría ideado el artista veneciano para representar tal acontecimiento histórico. Es originalísima la obra barroca de Ricci. Vemos la figura de un hombre más joven -Carlos V- a la izquierda de la imagen y frente a él la figura del rey francés, creando así una dialéctica artística genial en la composición: dos personajes regios muy iguales que no pueden erigirse ahora, sin embargo, uno más allá que el otro. Y aunque aparezca aquí cierto desnivel -parece estar más elevado uno que otro personaje-, el primero sitúa la mano izquierda en su corazón en un gesto de honesta y sincera concordia. Ambos monarcas muestran en la pintura solo una de sus dos piernas, otro alarde de equilibrio o igualdad que se permite el creador para con ellos. Y no haría demasiada falta expresar toda esa prudencia -el recuerdo de aquella sensibilidad entre los dos monarcas enemigos no estaba tan vivo ya- en la época del pintor, casi doscientos años después de los hechos históricos, pero el artista quería dejar todo ese sentido de equilibrio muy claro en su obra barroca.

El triángulo iconográfico que forman las tres figuras representadas está perfectamente compuesto y delimitado en la obra de Arte. Porque esta geometría artística tiene toda su armoniosa razón de ser. Los colores venecianos son más solemnes pero están ahora un poco menos destacados. Sin embargo, parecerán destacados los colores por la virtuosa forma que Ricci tiene de ponerlos ahora sobre parte de un cielo colorido o entre las vestiduras reales de los regios personajes. Pero, ¿qué argumentar ahora de esa virtud encumbrada por el Arte y la Filosofía que, sin embargo, no se tendrá en realidad en ninguna de las vidas de ningún ser humano, retratadas o no? Porque el mismo papa Paulo III defraudaría las sinceras demandas del emperador Carlos V para que adelantase un concilio católico que arreglase el cisma que Lutero precipitara en la Iglesia; porque el propio emperador Carlos utilizaría su poder imperial para llevar sus intereses personales por encima de los de sus súbditos españoles; porque el rey francés no cumpliría nunca su palabra de real caballero. Y porque hasta el propio pintor cometería en su juventud un desalmado y vil intento de asesinato. ¿Para qué, entonces, vanagloriar con el Arte una virtud del todo inexistente en este mundo? Pues, precisamente, para tratar de honrar a lo único que pueda resarcirnos de las miserias de nuestra desmerecedora vida nada elogiosa: el maravilloso Arte. Lo único que no decepciona ni violenta, ni ambiciona ni maldice, ni se vanagloria...

(Obras todas del pintor veneciano Sebastiano Ricci: Venus y dos cupidos, ignoro la fecha y el lugar; Alegoría del Arte, 1694, Italia; El papa Paulo III reconcilia a Carlos V y Francisco I, 1688, Palacio Farnese, Piacenza, Italia.)

9 de marzo de 2013

Un abismo cultural de siglos: el patrimonio español desconocido.



Don Juan de Mendoza y Luna fue un funcionario español enviado a Méjico en el año 1603 para convertirse en el nuevo virrey de la Nueva España. Fue uno de los mejores gobernantes y administradores hispanos que hayan existido jamás en la historia americana. México, su capital, le debe mucho, y, sin embargo, ha pasado a la historia tan sólo como uno más de los cientos de virreyes que gobernaron, en nombre del rey, aquel inmenso territorio. Se llevaría con él en su viaje a Nueva España a artistas y poetas para que le hicieran más llevadera su estancia tan lejos de su patria. Uno de ellos lo fue el pintor manierista andaluz Alonso Vázquez (1565-1608). Prolífico creador de extraordinarias obras pictóricas para iglesias y retablos en Sevilla, acabaría el pintor su vida en México sin pasar a la historia y sin ser reconocidas las obras de Arte que hiciera en sus últimos años. La proliferación cultural -pictórica y arquitectónica- que la Iglesia patrocinara en Europa desde el siglo VI hasta el XVIII, no ha llegado a superarse por ninguna otra institución cultural en la historia. Hay países, como Italia, donde eso es una realidad cultural maravillosa. Hoy existen aún todas las obras culturales y artísticas -la mayoría de ellas- que se crearon en Italia en esos siglos de gloria cultural extraordinaria. Pero, en España es diferente. Siendo un país donde los artistas patrocinados por la Iglesia hubieron creado también muchas obras arquitectónicas, pictóricas y escultóricas, hoy en día más de la mitad -aproximadamente- de lo creado en España en esos casi doce siglos ha desaparecido por completo. ¿Por qué? Porque la historia de España está repleta de conflictos, vaivenes, cambios sociales y poder fatalmente interesado, y cuyas consecuencias fueron funestas para el propio país, para su población y su cultura.

En la luminosa ciudad de Santa Cruz de Tenerife existe un Museo de Bellas Artes que contiene pocas pero excelentes obras de Arte. Las islas canarias dieron grandes creadores que no llegaron a ser muy conocidos, como el pintor tinerfeño Cristóbal Afonso (1742-1797), del cual existe un maravilloso retrato de mujer -Antonia de León- en ese Museo canario que consigue, sin embargo, impresionar al que lo mire. Con un estilo dieciochesco -algo barroco- parecido a la Escuela Cuzqueña sudamericana, el cuadro combinará estilo, virtuosismo, elaboración y belleza. Pero, como algunos otros museos suspicaces, impiden ahora fotografiar las obras expuestas, y éstas, además, no estarán lo suficientemente catalogadas ni impresas en documentos que permitan su óptima divulgación y especial disfrute. En uno de los frontales del vestíbulo de la primera planta del edificio -donde se ubica el Museo de Bellas Artes- aparece un inmenso lienzo que promete: La venganza de Fulvia. Esta obra decimonónica, del pintor español Francisco Maura y Montaner (1857-1931), retrata una escena romana que nada tendría que envidiar a las maravillosas escenas latinas del pintor inglés Alma-Tadema. Pero, sorpresa, tampoco se puede fotografiar... En la investigación internauta posterior al menos consigo encontrar una imagen -en blanco y negro- de tan grandiosa obra de Arte. Pero, sin su color, es imposible apreciar toda su genialidad y belleza.

En estos tiempos de noticias desmoralizadoras y nefastas aparece una, sin embargo, que casi pasó desapercibida entre los medios: España ha subido al cuarto puesto como país más competitivo del mundo en materia de turismo... Además, continúa la noticia, España destacará por la herencia cultural, un capítulo en el que ocupa la primera posición. ¿La primera posición? ¿Qué posición no ocuparía España si además se hubiese conservado, divulgado y conocido toda su inmensa creación artística y cultural de siglos? Ahora -como casi siempre antes- que el complejo de inferioridad en lo hispano nos subyace impenitente, imbuido en gran parte por países envidiosos y retadores, deberíamos recuperar la memoria cultural, deberíamos divulgar lo que hicimos en el Arte, deberíamos catalogar lo que nos arrebataron, o se perdió, por las orillas de lo ignominioso. Deberíamos, en definitiva, enorgullecernos de haber contribuido a mejorar, culturalmente, el mundo mucho más de lo que, quizás, ninguna otra nación haya soñado jamás en toda su historia.

(Cuadro San Pedro Nolasco redimiendo cautivos, 1601, Alonso Vázquez, Museo de Bellas Artes de Sevilla; Lienzo del pintor español Pablo de Céspedes, Descenso de Cristo al limbo, 1600, Museo de Indianápolis, EEUU; Óleo José vendido por sus hermanos, 1655, del pintor cordobés Antonio del Castillo, Museo del Prado; Fachada del Museo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife, 2013; Reproducción de la imagen del enorme lienzo del pintor español Francisco Maura y Montaner, La venganza de Fulvia, siglo XIX, Museo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife; Óleo El Calvario, 1660, del pintor Antonio del Castillo, Museo de Bellas Artes de Córdoba, España; Retrato del virrey Juan de Mendoza y Luna, 1571-1628.)

21 de noviembre de 2012

El más exquisito de los creadores del barroco español.



El mayor asalto y expolio al Arte español de todos los tiempos se produjo durante la guerra de la Independencia española de 1808. Los ávidos gustadores entonces del mejor Arte compuesto no tuvieron pudor en robarlo y extraordinarias obras barrocas salieron de España para nunca más volver. No, nunca no, excepto una vez que una obra española expoliada regresaría, después de ciento treinta años casi, aunque para ello hubiera de entregarse otra obra a cambio. En el año 1813 sale de Sevilla para París el cuadro La Inmaculada de los Venerables del pintor español Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682). El general francés Jean de Dieu Soult arrebató, entre otras muchas obras maestras, este exquisito cuadro barroco del año 1678. Un lienzo luminoso de colores ocres, azules y blancos, una creación artística extraordinaria.

En el siglo XIX los franceses alabarían esta obra como algo prodigioso, algo no visto antes. Tanto la alabaron que fue depositada en el año 1852 en el Museo del Louvre parisino para fervor de todos sus visitantes. De todas las inmaculadas creadas por Murillo era la de los Venerables la única de ellas que no se encontraba en España. Así que, en el año 1940, con ocasión del acercamiento diplomático de España con la Francia ocupada por Alemania, el gobierno español ve entonces una ocasión para recuperarla. Las creaciones de esplendor religioso habían dejado de estar de moda en Francia -entre el paganismo nazi y el modernismo cultural-, así que no se pusieron demasiados inconvenientes por cambiar una obra tan religiosa. Es curioso pensar que el Arte se convierta más que en Arte propiamente -por su valor estético y cultural- en una forma de atractivo ideológico o sociológico dependiendo del gusto coyuntural de la época.

El gobierno de Franco -y su neocatolicismo visceral- perseguiría la obra de Murillo como un buscador de Arte renacentista persiguiera un Tiziano. Las autoridades francesas del gobierno de Petain -la Francia ocupada- no la entregarían por cualquier cosa. A cambio hubo de darles otra gran obra, pero, ¿cuál obra elegir para ese cambalache? Existía un retrato de la reina Mariana de Austria -la esposa del rey español Felipe IV- de las que Velázquez había realizado, y podía ser ahora una moneda de cambio para el caso. Efectivamente, poseer un Velázquez -aunque fuese ese, no especialmente muy magistral- no admitiría discusión. En el año 1941 llegaría por fin, por carretera hasta Madrid, el extraordinario lienzo La Inmaculada de los Venerables, obra maestra del barroco español compuesta por el pintor sevillano Murillo en el año 1665 para el antiguo Hospital de los Venerables, una residencia de ancianos clérigos en la Sevilla decadente del decadente siglo XVII.

El crítico español de Arte Antonio Manuel Campoy (1924-1993) escribiría  una vez de Murillo: Hay pintores que desde sus comienzos tuvieron su justa fama, en la que, justamente también, se mantuvieron siempre. Velázquez puede ser el máximo ejemplo de temprana celebridad y nunca regateada gloria. Otros, como el Greco, fueron sólo minoritariamente estimados en su tiempo. La valoración definitiva de éste es muy tardía, casi del siglo XX. Goya tampoco dejó de ser famoso desde sus inicios, y lo mismo le ocurrió a Picasso. Murillo, en cambio, aunque conquistó la fama en su época, la mantuvo en el siglo XVIII y la aumentó en el XIX, ha sido un pintor al que los gustos y las modas atacaron más o menos superficialmente, llegando a creerse de buen tono no sentirse atraído por su arte, y en muchos casos hasta se consideró necesario restarle méritos. Murillo, entre los menos avisados, también entre los menos sensibles, vino a ser sinónimo de cromo de la Purísima, y se tuvo por debilidad burguesa gustar de sus cuadros de feria. Las causas de este desvío han sido muchas, la primera de ellas el escaso conocimiento que ciertas élites tuvieron del maestro sevillano, luego, ese vicio español que consiste en juzgar comparando, por oposición. Si las comparaciones, como dijo Cervantes, pueden ya ser odiosas, en materia de arte lo son todavía peor, pues son tontas.

(Óleo Muchacha con flores, 1670, Murillo, Dulwich Gallery, Londres; Cuadro Tres muchachos, 1660, Murillo, Dulwich Gallery, Londres; Lienzo en medio punto El patricio revela su sueño al papa Liberio, 1663, Murillo, instalado originalmente en la iglesia Santa María la Blanca de Sevilla, Museo del Prado, Madrid; Obra de Velázquez, Retrato de la reina doña Mariana de Austria, 1653, entregada a cambio de la Inmaculada de los Venerables en 1940 al Museo del Louvre francés; Óleo La Inmaculada de los Venerables, 1678, Murillo, Museo del Prado, Madrid; Obra Las Bodas de Caná, 1672, Murillo, Birminghan, Inglaterra; Óleo La Inmaculada de Aranjuez, 1675, Murillo, Museo del Prado; Obra La Inmaculada del Escorial, 1665, Murillo, Museo del Prado; Cuadro Muchacho con un perro, 1650, Murillo, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Obra de Murillo, El regreso del hijo pródigo, 1670, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Óleo Rebeca y Elíecer, 1655, Murillo, Museo del Prado; Fotografía del Monumento a Murillo, Puerta de Murillo, Museo del Prado, Madrid.)

10 de noviembre de 2012

Una expedición española maldecida: la historia de la Comisión Científica del Pacífico.



Años después de la pérdida de las posesiones americanas de Ultramar, la corona española de la reina Isabel II apostaría por realizar una misión científico-cultural para estrechar las difíciles relaciones con las antiguas colonias emancipadas de América. Pero entonces, a pesar de lo que pudiera parecer, la reina española poco podía hacer frente a unos gobiernos veleidosos, cambiantes y demasiado seguros de sí mismos. Aunque el periodo liberal -el bienio progresista- de los años 1854 a 1856 había intentado provocar esos posibles encuentros culturales, el nuevo gobierno fuerte del presidente Leopoldo O'donell se aprovecharía de esos intentos para afianzar, años después, algo más que unas buenas relaciones culturales. Así que en junio del año 1862 se nombraría una Comisión de profesores de ciencias naturales para acompañar a una escuadra naval española que marcharía al océano Pacífico. La comisión científica estuvo compuesta por el marino gallego retirado y aficionado a los moluscos Patricio Paz Membiela, cuya sordera no le impediría dirigir la comisión; por el entomólogo y catedrático madrileño Fernando Amor; por el zoólogo y catedrático madrileño Francisco Martínez; por el zoólogo murciano del Museo Nacional de Ciencias Naturales Jiménez de la Espada; por el botánico del Museo de Ciencias, el catalán Juan Isern; por el antropólogo cubano Manuel Almagro; por el médico y disecador catalán Bartolomé Puig; y, finalmente, por el pintor, dibujante y fotógrafo madrileño Rafael Castro Ordóñez.

Todos salieron de la ciudad de Cádiz el 10 de agosto de 1862 a bordo de la fragata de la Armada Triunfo. Entonces, junto a la fragata capitana La Resolución, formaban parte de una escuadra naval militar que el gobierno español utilizaría para ejercer en la zona una influencia más político-económica que científico-cultural. Se dirigieron primero a las islas Canarias para pasar por las islas más al sur de Cabo Verde; más tarde llegarían a las islas de San Vicente hasta, por fin, alcanzar Bahía en la costa de Brasil. De aquí pasaron a Río de Janeiro el 6 de octubre de 1862. Desde Uruguay fue a recogerles la goleta de la Armada Covadonga, con lo que, al regresar con ella, pisaron por primera vez suelo hispano-americano el 6 de diciembre de 1862 en la bahía de Montevideo. Algunos expedicionarios se adentraron entonces en el interior del continente y otros continuarían en la goleta Covadonga hacia el estrecho de Magallanes. Ambos grupos se reunirían finalmente en Chile, donde estuvieron radicados hasta mediados del año 1863. Desde Chile recorrerían toda la costa suramericana del Pacífico hasta llegar a California incluso, para luego volver a las costas del Perú a mediados del año 1864. Cuando la escuadra naval, mandada por el almirante Pinzón -un descendiente de los hermanos Pinzón del descubrimiento-, se encontraba en las costas peruanas un incidente local alteraría gravemente el inestable equilibrio diplomático de la zona. Unos colonos vascos que trabajaban de operarios en la hacienda Talambo -propiedad de un rico peruano-, se enfrentaron entonces con otros peones del lugar resultando de la pelea muertas dos personas, un español y un peruano.

Los ánimos desde la independencia no se habían llegado a calmar y los diplomáticos españoles -y un gobierno peruano recién salido de un golpe- no ayudaron a resolver el pequeño incidente, un conflicto que acabaría ocasionando finalmente una de las guerras más absurdas en las que España hubiera participado nunca. Los científicos españoles tuvieron además sus diferencias con los militares de la escuadra naval de la Armada. El responsable de la Comisión científica Paz Membiela regresaría a España en diciembre del año 1863 por los duros encuentros con el mando naval. El entomólogo Amor enfermaría en mayo de 1863 en el desierto de Atacama en Chile y moriría en octubre de ese mismo año en San Francisco, EEUU. El botánico Isern contraería una enfermedad infecciosa en el río Marañón en 1865, falleciendo en España meses después. En marzo de 1864 el conflicto con Perú llevaría al Jefe de la escuadra naval a disolver la expedición científica. Debían regresar todos a España cuanto antes. Pero entonces cuatro de los científicos se negaron a marchar, Martínez, Jiménez de la Espada, Almagro e Isern decidieron seguir con la expedición. Entonces atravesaron, transversalmente, todo el continente sudamericano desde Guayaquil -Ecuador- en el oeste hasta llegar a la ciudad costera de Belén -Brasil- en el este. 

El pintor, grabador y fotógrafo madrileño Rafael Castro (1830-1865) se había formado en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando y viajaría luego a París para aprender de uno de los pintores que más influiría en los artistas de mediados del siglo XIX, Léon Cogniet -un maestro del Romanticismo y del Neoclasicismo-.  Rafael Castro buscaría antes de partir con la expedición el consejo de uno de los pioneros en fotografía de viajes, el inglés Charles Clifford, por entonces trabajando en España. Estos fotógrafos decimonónicos utilizaban el colodión húmedo, una técnica que permitía un menor tiempo de exposición, aunque, a cambio, sus destartalados equipos, de grandes placas de vidrio e instrumentos ópticos abigarrados, les obligaban a llevar pesadas cargas durante las difíciles tomas en el exterior. Finalmente la expedición científica española del Pacífico conseguiría una importante documentación sobre flora y fauna americanas, introduciría algunos animales autóctonos en España e incrementaría los fondos museísticos con cantidad de datos naturales y culturales. Pero la realidad fue que sólo pasaría a la historia marginalmente, sin ninguna gloria nacional ni científica. Jiménez de la Espada se empeñaría en continuar la expedición a partir de marzo de 1864 y esa iniciativa -llamada entonces El gran viaje- le llevaría a conseguir un cierto prestigio científico. La aventura fue considerable ya que atravesaron el río Amazonas y las selvas peruanas y brasileñas hasta llegar a la desembocadura del poderoso río en el Atlántico. Escribiría de aquel viaje Jiménez de la Espada su obra Mamíferos del alto amazonas y publicaría la monografía Especies desconocidas de la fauna neotropical.

El fotógrafo Castro Ordóñez regresó a España en el año 1864 trayendo consigo unas trescientas placas fotográficas y un gran número de bocetos e ilustraciones de Brasil, Chile, Bolivia, Perú y la costa pacífica hasta California. Mostraría, como buen creador y artista, sus discrepancias con la Comisión científica por utilizar ésta más esfuerzos a la inmensidad que a la intensidad de las cosas... No podría él dedicar así el tiempo que consideraría necesario para profundizar en las costumbres y en los lugares impresionados. Al llegar a España a principios de 1865 -los restantes expedicionarios lo hicieron a finales de ese año- las autoridades le dieron la espalda, negándole cualquier retribución económica por su trabajo en la Comisión del Pacífico. El día 2 de diciembre del año 1865 se dispararía Castro Ordóñez en su domicilio de Madrid un tiro de revólver en el corazón, falleciendo así uno de los pioneros españoles en fotografías documentales de grandes viajes. La guerra del Pacífico, aquel enfrentamiento tan absurdo entre España y dos países sudamericanos -Perú y Chile-, llegaría a acabar también con el suicidio del Comandante general de la escuadra española en el Pacífico, José Manuel Pareja. Este almirante se habría sentido deshonrado por las fatídicas decisiones que llegó a tomar en un enfrentamiento naval con Chile donde se perdió la goleta Covadonga, cuando además la flota chilena era bastante inferior a la española. Tan sólo la intervención del nuevo recién nombrado Comandante general, el contralmirante español Méndez Núñez, consiguió recomponer el maltratado orgullo nacional y dejar en tablas -salvado el honor de la Armada- aquel desesperado conflicto naval del Pacífico. Hasta sucedería que en pleno conflicto, en las islas Chincha del Perú, la fragata Triunfo, aquella fragata en la que los expedicionarios se embarcaron ilusionados en Cádiz dos años antes, sufriría un trágico accidente en noviembre de 1864, cuando un producto inflamable provocase un incendio terrible y la fragata española acabara perdida, como toda aquella expedición maldecida, en el lejano océano Pacífico para siempre. 

(Fotografía de algunos de los expedicionarios españoles de la Comisión científica del Pacífico, 1862; Imagen de la cubierta de la fragata Triunfo, 1862; Autorretrato fotográfico de Rafael Castro Ordóñez, pintor y fotógrafo de la Comisión, 1862; Óleo del pintor francés Léon Cogniet, Autorretrato en su habitación en Villa Médicis, 1817, Museo de Cleveland, EEUU; Fotografía de los expedicionarios, 1862; Fotografías de Rafael Castro Ordóñez: Vista del acueducto de Río de Janeiro, 1862, Fotografía de la Estación de Chañarcillo, Desierto de Atacama, Chile, 1862; Fotografía del Teatro Principal, Lima, Perú, 1862; Imagen fotográfica de los científicos de la Comisión, de izquierda a derecha: Juan Isern, Fernando Amor, Patricio Paz, Jiménez de la Espada, Francisco Martinez y Manuel Almagro; Imagen de la fragata de la Armada española Triunfo, 1862; Cuadro del pintor español Castellón, Batalla Naval de Abtao -1866, Chile-, pintura de principios del siglo XX, Museo Naval de Madrid.)