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10 de diciembre de 2014

La reinvención del Arte se basará en el realismo de la vida, el de la más normal y pasajera.



Cuando el romántico y realista -y casi impresionista- pintor Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875) crease en el año 1843 su lienzo Marietta, no pudo sospechar entonces lo que su gesto artístico supondría luego en la historia. Corot sería precursor de otras tendencias posteriores, como los impresionistas, que se inspirarían en él para comprender que la luz y el instante elegido podían ser elementos esenciales para la creación artística. Pero antes de eso, antes de alumbrarse el Impresionismo en el mundo, crearía Corot un desnudo de mujer como aquellas clásicas odaliscas o heroínas hermosas pintadas de antaño. Pero ahora, a cambio, solo plasmaría el pintor francés a una simple y vulgar prostituta de Roma. Y no sólo eso sino que ahora su composición no era tan elaborada ni decorada ni arrebatadora sensualmente como lo había sido antes. No, ahora su obra de Arte solo fue la simple imagen desnuda de una vulgar mujer tendida en un catre. Nada más. Y nada menos... Corot fue el primer pintor que desarrollaría eso que, mucho tiempo después, se acabaría llamando Modernismo. El escritor y poeta francés Baudelaire (1821-1867) lo entendería también así. En el año 1863, veinte años después de que Corot pintara su Odalisca romana, Baudelaire escribiría su ensayo El pintor de la vida moderna. En su escrito quiso reflejar el ofuscado poeta la experiencia fluctuante y efímera de la vida moderna, la responsabilidad que tendría el Arte ahora de captar esa nueva experiencia existencial. Así empezaría la modernidad. La definió Baudelaire diciendo que: era lo transitorio, lo contingente, lo fugitivo, la mitad del Arte, cuya otra mitad sería lo eterno o lo inmutable representado por el Arte clásico de antes. Pero que ahora el Modernismo debía incorporar lo no eterno, lo vulgar y lo pasajero.

Algo difícil de obtener en el Arte de entonces. Sin embargo, había motivos para conseguirlo y Corot fue el primero que comprendió que lo contingente del Arte no podría ser ya tan elaborado, no podría ser tan perfilado como lo había sido antes, con aquellos académicos rasgos excelsos de la Pintura más consagrada. Así nacería el Modernismo, aunque aún muy tímidamente. Porque aún tendrían que pasar más años hasta poder llegar al Arte más moderno. La famosa actriz de teatro Sara Bernhardt (1844-1923) fue la primera que comprendería, desde que empezara a declamar sus dramas por los teatros de Europa, que la naturalidad de la vida normal debía sustituir el histrionismo rígido y alejado de las actuaciones clásicas tradicionales. Y así lo hizo ella, y triunfaría en todas las ocasiones que su arte interpretativo tan realista le permitiera hacerlo. Con ella comenzaría el nuevo teatro y las nuevas formas de interpretarlo. El Realismo en el Arte tiene, básicamente, dos formas de entenderse: una forma es la descripción natural de la vida normal y vulgar de los hombres (el Barroco fue el primer estilo artístico que lo hizo así), otra forma es el verismo fiel a las cosas de la naturaleza, es decir, pintar las cosas como son realmente, no sólo en sus detalles sino en su realidad más cercana a la visión exacta de las cosas, a su reflejo real que los ojos humanos vean, algo que solo empezaría a producirse a mediados del siglo XIX.

Y el color es algo muy significativo para dilucidar ambos modos. Porque las cosas no son tan contrastadas en la vida real como el Barroco las pintase, sin embargo, con sus colores exagerados o no tan conformes a como son reflejados por la propia luz de las cosas. Pero, tampoco la perfección real del cuerpo de las personas o la proporción exacta ante el resto de las cosas o el reflejo real que de la luz natural sus cuerpos emitan a los ojos receptores. Además de la autenticidad que, de sus propias imágenes, pudiera obtenerse de esa verdad representada en una obra, algo que de estar dentro de la escena retratada el propio receptor así lo viera. El creador francés Aimé-Nicolas Morot (1850-1913) fue un ejemplo del más sublime verismo en el Arte académico y realista de finales del siglo XIX. Fue un dibujante extraordinario y un recreador de la verdad en sus diversas facetas artísticas más estéticas. Sin embargo, su modernismo no fue tal porque no cumpliría aquel sentido existencialista del hombre moderno que hablara Baudelaire. Sus obras son representaciones de gestas históricas o legendarias que siempre se habían representado en el Arte. ¿Qué interés podría tener descubrir el perfecto perfil anatómico de un vulgar personaje? Es por lo que estos pintores tan escrupulosamente realistas crearon obras de seres humanos reconocidos en la historia o en la leyenda -Herodías o el Buen Samaritano-, y no de representaciones de seres normales, genéricos, vulgares o banales.

Tuvo que llegar la posmodernidad a finales del siglo XX para crear ahora las cosas de otra forma. La posmodernidad era algo impreciso de entender, pero que, ahora, asesinaba por la espalda a la modernidad utópica de antes, esa que tanto Oscar Wilde como Baudelaire habrían jurado que nunca algo así jamás pudiera morir. Sin embargo, aún mantendría una de las dos cosas que el escritor decadentista francés había augurado: la fugacidad de la vida reflejo de la existencia efímera de los seres sometidos a su influencia. Y, así, acabarían llegando luego el Hiperrealismo, el Realismo más fotográfico o el Superrealismo. La verosimilitud de la escena retratada se ha conseguido extraordinariamente en el Arte, como es el caso del pintor chileno Claudio Bravo (1936-2011) y su obra Venus del año 1979. A diferencia de Corot, el pintor chileno nos sorprende iconográficamente ahora: ¿es una fotografía o no lo que vemos? En la obra superrealista de Bravo el Arte trastoca claramente aquel sentido de modernidad. Ahora la postmodernidad del pintor chileno le llevaría a sublimar lo eterno del Arte en una eternidad nada gloriosa, ni idealizada ni reflejada en ningún alarde más allá de la fidelidad exacta de la imagen a la naturaleza. Sin embargo, la pintora brasileña Marta Penter (Porto Alegre, 1957) sí consigue aquella otra mitad efímera del Arte, esa mitad que nos describe a nosotros, seres humanos desconocidos o perdidos, en un mundo conocido y real. Porque es ahora la necesidad del ser humano de verse a sí mismo, de reflejarse de cualquiera de las posibles maneras naturales que la vida actual obligue. Pero con belleza, sensualidad y originalidad artísticas. También, con las sutiles formas de aquellos detalles naturalistas del Barroco clásico, aunque, sin embargo, sin los colores tan grandilocuentes ni tan disconformes a la naturaleza o la vida.

(Imagen reproducida -sin color- de un óleo del pintor Aimé-Nicolas Morot, Herodías, 1880, Francia; Óleo de Aimé-Nicolas Morot, El Buen samaritano, 1880, Museo de Bellas Artes de París; Cuadro de Camille Corot, Marietta, Odalisca romana, 1843, Museo de Bellas Artes de París; Obra del pintor superrealista Claudio Bravo, Venus, 1979; Óleo del pintor modernista y orientalista francés Georges Clairin, Retrato de Sara Bernhardt, 1871, Francia; Detalle azulado de una imagen fotográfica de Sara Bernhardt, del fotógrafo Felix Tournachon, conocido como Nadar, 1865, París; Imagen fotográfica original de Felix Tournachon, 1865, Retrato de Sara Bernhardt; Cuadro hiperrealista de la pintora Marta Penter, Pintura realista en óleo, 2009; Imagen fotográfica de la pintora Marta Penter creando su obra, 2009; Óleo barroco del pintor español Juan Bautista Maíno, Adoración de los pastores, 1614, Museo del Prado; Detalle de la misma obra de Maíno, con los reflejos realistas del Barroco en una imagen.)

28 de noviembre de 2014

Arte y Belleza, dos cosas compatibles pero que no siempre contiene una a la otra.



La belleza existe en casi cualquier cosa de este mundo que sea propia a emitir signos de equilibrio, medida y gusto. Este placer estético es abundante y puede hallarse en muchas cosas de la naturaleza con solo mirarlas de otra forma. También en aquellas otras cosas que no lo posean propiamente. Porque son cosas que luego, tiempo después, no son las mismas que antes y producirán luego incluso una belleza desconocida, nueva, si son observadas ahora de otro modo diferente o bajo otras condiciones distintas. Entretejidas de un modo nuevo tal que no correspondan a lo que aquella vez vimos antes de ellas. Y todo esto aunque luego volvamos a ignorarlas también, desdeñosos. Pero en el verdadero Arte eso, sin embargo, nunca se dará. Si queremos entender lo que es el Arte deberemos comprender antes la diferencia entre una cosa que puede a veces producir belleza, de algo que siempre la produce. Y no solo esa belleza permanente produce el Arte, es decir, no solo equilibrio, medida o gusto, sino que motivará además en el espíritu humano algo más todavía: un inacabable gozo de identificación estética con lo que percibamos satisfechos. 

La sensación interior que experimentamos en el momento en que percibimos belleza es como una impronta plástica de rasgos emotivos o espirituales en lo más profundo de nuestra conciencia. Por esto cuando miramos un cuadro sin ser una obra maestra, o algo tan solo aparente de belleza, pero que no es Arte en verdad, solo percibiremos un vago placer efímero que desaparecerá tan pronto hayamos encontrado otra cosa tan bella que lo sustituya. En el auténtico Arte, sin embargo, nada de eso sucederá.  Nicolás Poussin (1594-1665) fue uno de los más importantes creadores del Barroco con los que poder comprender el Arte, su belleza y su verdad misteriosa. Y si nos sucede lo contrario no está en el Arte sino en nuestra impenitente naturaleza insatisfecha. En pleno momento del Barroco, cuando la belleza habría alcanzado las mayores cumbres de la representación de la historia, un pintor que amaba profundamente las pautas clásicas del arte, alcanzaría parte de esa  grandiosidad con la más simple de las cosas que pudieran representarse. En su obra Teseo encuentra la espada de su padre vemos un escenario clásico derruido además de un paisaje frugal, lejano y monocolor donde se representan tres figuras deslucidas de belleza. Pero en ellas hay, sin embargo, algo más de lo que reflejan esas pinceladas sutiles y nostálgicas del pintor francés.

Tres personas están ahora bajo las sombras de un ruinoso edificio clásico. Un hombre trata de levantar, difícilmente, una losa del suelo y dos mujeres le miran llevar a cabo el esfuerzo que hace. Todo correctamente dibujado: las columnas perfectas, los arcos grandiosamente perfilados y separados por el arquitrabe destacado, tan perpendicular, a las columnas dóricas. También extraordinaria es la perspectiva geométrica, que acerca y da profundidad a los personajes clásicos. Las figuras de los personajes no son nada hieráticas, apenas endiosadas y revestidas de un misterio peregrino contrastado por el alarde pedestre de querer descubrir lo oculto bajo la piedra. El gran Arte siempre trataría de contar alguna historia, leyenda o mito escondido entre sus entramados artísticos de colores, trazos o distancias. Este tipo de representaciones era obligada en el canon académico de entonces -el siglo XVII-, algo fundamental para ejecutar una obra de Arte clásica. En esta obra de Poussin se cuenta la leyenda griega de Teseo. Este es un héroe ateniense que nace huérfano de padre y su madre ahora -en la imagen con su hija- le anuncia quién fue su verdadero padre -el rey Egeo- y qué le habría dejado en herencia: las armas y su legado regio y espiritual...  Pero, sin embargo, todo eso está oculto ahora bajo la losa pesada de un grandioso templo en ruinas. Qué mejor excusa para elogiar el mundo clásico de virtudes humanas que recogen los héroes con su legado espiritual, a pesar de estar escondidas o perdidas en ruinosos, abandonados o desolados lugares del mundo. En la obra su madre le indica el lugar exacto y Teseo se esfuerza en descubrirlo, una metáfora ahora del Arte. Porque todo está representado en la obra: la Belleza y el Arte pero también la magia de la vida, la fuerza del destino o la consagración inevitable y virtuosa al sentido del mismo.

Con un parecido conjunto iconográfico vemos otra imagen distinta en una obra de Arte más moderna. Pero ahora sustituyendo las columnas dóricas por un vallado pedestre, los héroes clásicos por un conjunto de niños y la leyenda elogiosa por un infantil escenario de arrabal. También hay una perspectiva como la de antes, aunque ahora, a cambio de la sagrada piedra ruinosa, vemos los simples tableros de madera de un vulgar vallado de ciudad. Esta obra decimonónica titulada Una Reunión fue pintada por la artista ucraniana María Bashkírtseva (1858-1884). Pero ella, que consiguió crear imágenes correctas, reflejo de una época y de un momento social, no alcanzaría la gloria por su pintura. Pasaría a la historia más por su vida contada que por su Arte pictórico, es decir, por cómo contó su vida y cuándo lo hizo. Cómo porque fue desgarradoramente sincera en su diario; cuándo porque lo terminaría poco tiempo antes de morir. Así consiguió la fama, contando una historia que no alcanzó a llevar a ningún lienzo para representarla. En su despiadado diario dejaría escritas cosas como éstas: Es una naturaleza desafortunada la mía; yo querría una armonía exquisita en todos los detalles de la existencia. A menudo las cosas que pasan por elegantes o atractivas me chocan por no sé yo qué falta de arte, o de gracia particular. ¿Naderías? Todo es relativo. Y si una espina nos hiere tanto como un puñal, ¿qué es lo que los sabios tienen que decir? Desaparecería María Bashkírtseva a los veinticinco años de edad de una tuberculosis maligna, habiendo dejado un legado de pintura y escultura que no alcanzarían, sin embargo, la belleza de su obra literaria. 

Cuando la ciudad italiana de Bolonia se planteó construir una grandiosa catedral en el siglo XIV, sus promotores quisieron que fuese la más grande de todas las edificaciones sagradas de la cristiandad, incluida la basílica de San Pedro en Roma. Y así lo fue. Su nave es inmensa, su altura descomunal y su volumen arquitectónico albergaría al sagrado templo junto a las capillas y los retablos más artísticos elaborados entonces. Sin embargo, su fachada gótica, su apoteósica fachada proyectada como una espléndida decoración para los transeúntes, no pudo ser acabada nunca. Y así sigue hoy. A lo largo de los siglos fue interrumpida su decoración de mármoles aguerridos. A finales del siglo XV fueron convocados escultores para que tallaran el mármol con escenas bíblicas para su fachada inacabada. Uno de aquellos escultores lo fue la desconocida artista Properzia de Rossi (1490-1530). Apoyada por su padre aprendería de artistas boloñeses a cincelar el mármol en aquel Renacimiento lleno de atrevimiento, sutileza y clasicismo. Fue contratada en Bolonia para esculpir el mármol de la fachada de su catedral con alguna leyenda bíblica. En una de esas esculturas representó Properzia de Rossi la leyenda de José, el hijo menor del patriarca bíblico Jacob, que alcanzaría la sabiduría más providencial en la altiva corte del faraón de Egipto. Expresaba el relieve el momento en que la esposa de Putifar -alto cargo del faraón- atropellaba a José tratando de seducirlo, pero éste se resiste decidido como la leyenda bíblica contaba orgullosa. Properzia se atreve, ¡en el año 1520!, a esculpir entonces una de las primeras mujeres con los senos desnudos en un relieve artístico. Tal belleza consiguió que fue envidiada por otros escultores, que trataron entonces de denostar su figura y su Arte. Diez años después de realizar aquel bajorrelieve, moriría Properzia en la más desolada situación artística, desprestigiada por la maledicencia y por una de las peores ofensas creativas: la envidia.

(Óleo Teseo encuentra la espada de su padre, 1638, Nicolás Poussin, Museo Condé, Chantilly, Francia; Cuadro La Reunión, 1884, María Bashkírtseva, Museo de Orsay, París; Fotografía de María Bashkírtseva, París; Lienzo de María Bashkírtseva, Autorretrato con paleta, 1882, Museo Bellas Artes de Niza, Francia; Óleo En el estudio, 1881, María Bashkírtseva, Museo de Arte de Dnipropetrovsk, Ucrania; Bajorrelieve José y la mujer de Putifar, de la escultora Properzia de Rossi, 1520, Museo de San Petronio, Bolonia, Italia; Fotografía de la Basílica de San Petronio, Bolonia.)

24 de noviembre de 2014

El romántico gesto de un pintor agradecido y el descubrimiento de otro.



¿Qué peor pesadilla puede sufrir un pintor que llegar a no ver más? ¿Hay algo peor en el mundo para un creador de imágenes artísticas? Esto fue lo que le sucedió al pintor romántico sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857). A los treinta y tres años sufrió una enfermedad cuya consecuencia fue que sus ojos no pudieran ver. Tiempo antes se había marchado muy joven a Madrid, donde ingresaría en la Academia de Arte de San Fernando. Fue uno de los promotores además del efímero Liceo Artístico y Literario de Madrid (1831-1851), una sociedad intelectual que solo duraría veinte años y donde poetas y pintores soñaban con compartir una visión romántica del mundo. Así que, al sentir el pintor que su único sentido de vivir -mirar y ver- podía ir desapareciendo, decidió regresar a su ciudad natal durante el año 1839. Sin embargo, deprimido luego por completo, hasta intentaría suicidarse arrojándose -románticamente- al poético río Guadalquivir. Fue cuando sus colegas, poetas, literatos y pintores, comprendieron que el pintor no podría vivir sin sus ojos. Juntos acordaron colaborar para contribuir al tratamiento que un médico francés ofrecía para su enfermedad ocular. Tiempo después, en el año 1846, decide pintar, una vez curado, una obra con todos los amigos poetas y pintores que habían participado en sanar sus ojos. Eran tantos que mejor los imagina el pintor reunidos y juntos en su estudio de Madrid. Los compone demostrando su gratitud además con el noble gesto de auto-retratarse en la obra: aparece el pintor deteniendo su creación para poder escuchar atento los románticos versos del poeta Zorrilla...

La gran obra, única en el género de un grupo de artistas -en este caso poetas y pintores-, recuperaba la costumbre del barroco holandés donde algunos gremios profesionales se hacían retratar con sus elementos de trabajo. Aquí el pintor lograría crear una atmósfera romántica, donde el poeta Zorrilla lee a los demás. Las palabras no se ven, las presentimos: son las mismas que quisiéramos escuchar de conocidas estrofas o de algún estribillo de nuestra memoria. El pintor debía homenajear a la Pintura también, y lo hizo con el gesto heroico reconociendo a sus amigos con un silencio artístico. Vemos algunos lienzos ubicados en paredes o en caballetes y muestra así algunas obras maestras de la historia. Un estudio imaginado pero donde los cuadros representados son obras de Arte reales, tanto suyas como de otros pintores.

El cuadro de la derecha se titula  El Martirio de San Andrés, una obra manierista realizada por el pintor Luis Tristán (1585-1624). Esta pintura fue una obra de Arte que quedaría olvidada en el silencio resguardado de un museo antillano. Existió la duda sobre su autoría, en algún momento del siglo XX se catalogaría la obra como del pintor Ribera. Sin embargo a mediados de ese siglo se afirmó que era de Luis Tristán, un pintor manierista toledano alumno de El Greco, el único seguidor que tuvo -además de su hijo- el insigne creador cretense. Este lienzo que aparece en la obra de Esquivel tiene las dimensiones que en el cuadro romántico se vislumbra: 279 cm x 173 cm, un inmenso lienzo. ¿Por qué el cuadro dejó de ser conocido de los trabajos de Tristán? La historia cuenta que la obra manierista pertenecía a uno de los amigos del pintor romántico, uno de los poetas que le ayudan en su enfermedad y que el pintor retrata agradecido en su obra -a la derecha de Zorrilla-, don José Güell y Renté. Este poeta, periodista y político español había nacido en La Habana (Cuba) en el año 1818 de padres catalanes. Fue Güell muy activo en política gracias además a su matrimonio -morganático- con la hermana del rey consorte de España, Francisco de Asís de Borbón. 

En el año 1852 dona don José Güell y su esposa Luisa Carlota el cuadro al Colegio de Belén de La Habana, una escuela que pertenecía a la Compañía de Jesús y donde la obra permaneció ajena al mundo. Con la revolución cubana del año 1959 el cuadro de Tristán fue enviado al Museo de Bellas Artes de La Habana, donde se encuentra en la actualidad. Pero nunca una obra de Arte había contribuido tanto a dar a conocer un lienzo, como lo hiciera este romántico cuadro de Esquivel del desconocido cuadro de Tristán. Tampoco nunca un agradecimiento personal había tenido tanta razón de elogiar algo, no solo la de homenajear el maridaje de la poesía y la pintura, sino el de eternizar una obra dentro de otra para reivindicarla. Luis Tristán aprendió de El Greco la forma tan peculiar de componer figuras humanas. Luego derivaría el pintor hacia el Barroco, un estilo diferente al Manierismo de su maestro. En su obra La última cena del año 1620 se observan, sin embargo, los dos estilos juntos. Por un lado el gesto manierista en los personajes, algo propio de El Greco, por otro el acabado naturalista del Barroco en algunos elementos de la escena, como la mesa, el perro, las vituallas o el blanco mantel desplegado mostrando además sus perfectas arrugas.

(Óleo romántico del pintor Antonio María Esquivel, Los poetas contemporáneos, una lectura de Zorrilla, 1846, Museo del Prado; Autorretrato, Antonio María Esquivel, 1856, Museo del Prado; Óleo Nacimiento de Venus -Venus anadiómena-, 1842, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra Nacimiento de Venus, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Detalle de la obra Los poetas contemporáneos, imagen representando la obra El Martirio de San Andrés de Tristán, 1846; Imagen del lienzo original El Martirio de San Andrés, ca.1624, del pintor manierista español Luis Tristán, Museo de Bellas Artes de la Habana; Cuadro La última cena, 1620, Luis Tristán, Museo del Prado; Obra María Magdalena, 1616, del pintor Luis Tristán, Museo del Prado; Retrato de anciano, 1624, de Luis Tristán, Museo del Prado, Madrid.)

18 de noviembre de 2014

El clasicismo francés transformó una tragedia clásica en una inspiración muy romántica.



Los griegos habían definido ya claramente cómo debía ser entendida la tragedia. El desenlace de esta representación dramática debía ser siempre, necesariamente, fatal. No podría ser de otro modo. ¿Cómo si no tendría sentido su significado catártico o su enseñanza moral? El héroe, el héroe que fuese, debía perecer siempre bajo la pesada carga que las cosas o los dioses habrían conspirado contra él. Así se desarrollaron las tragedias clásicas, donde se mostraban las aspiraciones que los personajes épicos atrevidos se permitían tener frente al destino. Como consecuencia, el fatídico final se producía siempre para demostrar que las decisiones de los héroes trágicos nunca se debían llevar tan lejos. Sobre todo, el retar a los dioses. Pero también para que la vida supusiera lo mismo para todos, héroes o no, postrados todos bajo la inevitable losa ciega del poderoso piélago universo. Sin embargo, el clasicismo trágico de Grecia terminaría con Eurípides, el último gran poeta trágico griego del siglo IV a.C. Esto sucedió justo antes de la muerte de Alejandro Magno (acaecida en el año 323 a.C.). Tras su muerte se pudieron representar historias y leyendas, pero nunca con el sesgo trágico tan dramático de antes. Además, el helenismo, periodo grecorromano que empieza a la muerte de Alejandro y termina con el nacimiento de Jesús, glosaría más la escultura, la poesía lírica o la pintura que cualquier otra actividad o representación artística.

Así que la tragedia reposaría el sueño más injusto hasta que Shakespeare la retomase, mucho tiempo después, con el brío moderno y más humano de la senda renacentista. Pronto llegaría el Barroco y el teatro se hizo más cómico que dramático. Tuvo que renacer el clasicismo a mediados del siglo XVIII para recuperar el drama trágico de nuevo con una Francia clasicista que había impulsado desde el siglo XVII las formas clásicas heredadas de las antiguas griegas, esas que determinaban cómo debían ser comunicadas las cosas representadas en el mundo. Pero hubo una leyenda del helenismo basada en la historia real de uno de los generales que sucedieron a Alejandro Magno en su imperio. Una leyenda que contaba la vida de uno de los más importantes sucesores de Alejandro, el general Seleuco (ca. 358 a.C.- 281 a.C.), un militar macedonio que lucharía siempre en todas las batallas que librase el gran conquistador griego. A la muerte de Alejandro sus generales se repartieron el extenso imperio conquistado, y Seleuco obtuvo entonces Babilonia como reino. Aun así, lucharon todos contra todos y Seleuco conseguiría más reinos hacia Persia y la India. Fue Seleuco, sin embargo, un gobernante moderado y prudente. En el año 300 a.C. se vuelve a casar con una joven y bella princesa macedonia, Estratónice, cuyos cuarenta años de diferencia no fueron ningún obstáculo por entonces. De su anterior esposa, Apame, una princesa sogdiana del Asia central, tuvo Seleuco a su único hijo Antíoco. En aquellos años los reinos se perdían o ganaban en batallas o en intrigas palaciegas, así que Seleuco, ocho años después de su boda con Estratónice, designaría a su hijo Antíoco corregente ya de su poderoso reino.

Pero le ofrecería en el año 292 a.C. algo más a su hijo Antíoco: su esposa Estratónice y la gobernación de uno de sus reinos. Las razones fueron estratégicas; al parecer necesitaba Seleuco la ayuda leal de su hijo para poder gobernar con tranquilidad todo su extenso reino. Sin embargo, historiadores posteriores, como Plutarco (50-120), difundieron otra historia diferente, un relato de separación provocada por una pasión sentimental más que por la guerra, un relato que tendría una causa de amor más que otra cosa. En las antiguas tragedias griegas el amor, los celos, las traiciones o los engaños eran elementos recurrentes que asolaban de sangre, dolor y muerte las leyendas clásicas. Así que esta historia helenística tendría mucho tiempo después, en pleno momento Neoclásico del siglo XVIII, un motivo justificado para componer una tradicional tragedia clásica. Y, como una representación a lo Tristán e Isolda anticipada, llevaría ahora al teatro más moderno y clásico de Francia una ópera con sus alardes musicales tan melodramáticos. Compositores franceses del momento como Etienne Méhul (1763-1817) asumieron el reto de crear un drama musical basado en la historia de Estratónice. El compositor Méhul lo llevaría a cabo en el año 1792, el momento más cumbre del Neoclasicismo francés. En un manuscrito basado en el relato de Plutarco, recrearía la leyenda de Antíoco y Estratónice con las trazas de una historia de amor imaginada y no con los históricos hechos de una excusa política. El relato contaba entonces cómo Antíoco se había enamorado secretamente de su madrastra, pero, como no podía defraudar a su padre, enfermaría tanto que Seleuco buscaría la ayuda de uno de sus mejores médicos para curarle. Erasístrato, un famoso médico griego, descubriría el sentimiento que se ocultaba detrás de los síntomas de Antíoco. Lo descubre gracias a las observaciones que hace a Estratónice cada vez que entra en la alcoba donde Antíoco reposa. Entonces observa el médico como Antíoco empeora en presencia de ella, se le altera el pulso y palpitaría excitado su pecho. Así que, decidido, delante ahora de todos, el médico griego señalaría a Estratónice como la causa de la terrible enfermedad de Antíoco.

Los pintores habían creado desde el barroco de Antonio Bellucci obras de Arte con el instante del descubrimiento de la enfermedad de Antíoco. Pero fue el Neoclasicismo el estilo que mejor llevaría la leyenda trágica a su representación más elogiosa. Dos pintores neoclásicos, David y su discípulo Ingres, compusieron sus obras Antíoco y Estratónice en los años 1774 y 1840 con la magistral forma de hacer que llevaría de relatar una historia clásica a ser representada como la más romántica de todas. Porque ahora no fue realmente una tragedia, para nada era ahora la traición, ni la ofensa, ni el engaño, ni la muerte. Al conocer por su médico la causa pasional de la enfermedad de su hijo, Seleuco le entregaría resignado su esposa para poder salvarle la vida. Pero, sin embargo, todo eso sería inventado entonces en la tragedia clasicista. Porque ni su hijo enfermaría en el palacio de su padre, ni enfermaría de amor, ni Erasístrato lo pudo atender entonces (año 292 a.C.) porque éste tendría sólo trece años (había nacido el médico en el año 305 a.C.) en ese momento. Así que, más de veinte siglos después, el fatal final de una tragedia griega se había convertido en un feliz final muy diferente, aunque del todo ficticio gracias al neoclasicismo francés y a su forma para entonces tan romántica de hacerlo.

(Óleo Antíoco y Estratónice, 1774, de Jacques Louis David, Museo de Bellas Artes de París, Francia; Cuadro barroco Antíoco y Estratónice, 1700, Antonio Bellucci, Kassel, Alemania; Lienzo Antíoco y Estratónice, 1840, Jean-Auguste Dominique Ingres,  Museo Condé, Francia.)

6 de octubre de 2014

La esencia del idilio será el canto de un cisne que canta sabiendo que lo hace por última vez.



Dos de las miradas más geniales retratadas en el Arte la consiguieron, si acaso, dos creadores muy diferentes de dos épocas muy distintas. Dos obras radicalmente diferentes pero que se asemejan ahora en el incierto sentido de sus causas... Hay mirada en esas obras, pero ahora no hay nada concreto, sin embargo, que esos ojos miren en ninguno de ambos lienzos, aunque los personajes retratados parezcan mirar algo. Existe mirada ahí, en las dos obras, a pesar de ser tan diferentes los motivos para retratar a esos dos personajes tan distintos. Uno porque su desprendimiento interior radicará en que nada puede aturdirle ahora mientras mira. La otra porque nada de lo que ella tenga que mirar la subyuga ahora demasiado. En pleno momento cumbre de su carrera artística, Velázquez compone tres obras tan curiosas como impropias de un alarde tan imperialista...  Porque las tres obras de Arte las realiza Velázquez para la tan imperial corte del rey español Felipe IV y su Torre de la Parada madrileña. Junto a otras obras de esa misma serie, Esopo y Marte, el gran pintor barroco español crea en el año 1638 su particularísima obra Menipo. El filósofo y escritor Menipo de Gándara (siglo III a.C.) fue uno de esos pensadores griegos sin complejos. Adscrito a la escuela cínica, idearía una forma de sátira donde lo criticado no fuese una persona, como era lo habitual en la sátira burlesca y personal de Aristófanes, por ejemplo; no, sino que ahora serán cosas de la vida en general, de la propia sociedad o de los diversos modos de vivir en ella.

Es por lo que su fama de filósofo pasaría a la historia por el desdén hacia las cosas mundanas, hacia las apariencias o hacia lo más insustancial de las cosas menos relevantes de la vida. Y entonces Velázquez comprende el valor de acudir a tan curioso personaje griego para plasmarlo en una obra. ¡Y hacerlo además en pleno mundano siglo XVII! Porque, ¿cómo representar la imagen de un ser para el que nada tuviera sentido, ni siquiera su propia imagen? Este fue el reto de Velázquez. Y lo consiguió expresar el artista barroco español con la mueca del gesto más imposible de descifrar ante la mirada de un hombre. ¿Qué nos quiere transmitir con ese gesto particular el pintor?: ¿la indecible falta de interés de Menipo hacia los mismos libros, abiertos ahora y tirados en el suelo?; ¿su satisfacción por presentarse de esa guisa tan humilde?; ¿la escasa ornamentación decorativa del lienzo, donde sólo una vasija de barro se asienta en el inestable soporte de una tabla apoyada ahora sobre dos esferas imprecisas? Siglos más tarde el pintor francés Joseph-Désiré Court (1797-1865) crearía el retrato -según algunos críticos- de su propia esposa. La obra de Arte -creada en el año 1828- la intitularía el creador Mujer en un diván. Observémosla bien, ¿a quién dirige ella aquí su mirada? Imposible saberlo.

El pintor quiso plasmar la belleza de ella, pero no quiso desvelar con ello su mirada... No quiso que la fuerza de la sensación profunda y misteriosa de sus ojos -y de otras cosas bellas- se dirigieran ahora hacia los ojos maledicentes de los que la miran deseosos. ¿Lo consiguió el pintor? ¿Mantuvo el autor de la obra también el mismo alarde ante su propia vida? Es decir, ¿supo mantener el pintor en su vida conyugal ese mismo anhelo de lo que, para él, no fuese tal vez nunca poseído del todo tampoco? Al menos, lo entendería una vez y lo expresaría así, de esa forma tan sutil, con su propio Arte. Y ahí radicará la grandeza personal de este pintor francés: que a la vez de retratar la belleza prodigiosa de ella la protegió de sí mismo y de los otros. La lírica poética que admiramos desde antiguo la comenzaron los griegos que nacieron después de morir Alejandro Magno. Fueron llamados esos poetas griegos helenísticos. Fueron los poetas griegos que, como Teocrito, idearon otras formas de sentir que las arcaicas clásicas odas homéricas de antes, aquellas grandes epopeyas donde los héroes o los dioses triunfan por doquier o donde las duras palabras articulaban también la difícil tragedia. Así que, entonces (siglo III a.C.), cantaron esos poetas helenísticos sobre cosas sencillas o sobre seres humanos que, rodeados de serena y bella naturaleza, se atrevieran a vivir con sus miserias o con sus pequeñas alegrías ahora sin desfallecer...  Y así nacieron los primeros versos que, luego, progresaron con los siglos hasta llegar a los versos desgarradores que alumbraron los poetas románticos del siglo diecinueve. O incluso, algo más tarde, hasta los clásicos poetas languidecientes del decadentismo, del modernismo o del parnasianismo.


El susurro del viento en aquel pino, cabrero,
es como un rumor de agua viva,
dulce, como las notas de tu flauta.
Después de Pan,
merecerías el segundo premio.
Y si él se ganara un macho cabrío,
la cabra tendría que ser tuya;
y si él escogiera la cabra,
a tí te tocaría en suerte el cabrito.

Tu canción es más dulce, pastor,
que el sonido de las aguas
que salpican de lo alto de las peñas.
Si las musas escogieran una oveja,
a tí se te daría como recompensa
un cordero engordado en el establo,
y si ellas prefiriesen el cordero,
tu obtendrías como premio ya la oveja.

¿No quisieras, cabrero, por las ninfas,
sentarte un momento en las lomas,
entre los tamariscos,
y tocar para mi tu flauta mientras cuido mi rebaño?

No, pastor, nada de eso:
no debiéramos perturbar la quietud del mediodía.
Debemos temer a Pan, quien, de seguro,
reposa por algún sitio, cansado después de la caza.

Mas, pastor, que tan bien cantas las penas de Dafnis,
y que tanto has meditado la retórica pastoril,
ven aquí conmigo a sentarte bajo el olmo de Príapo,
delante de las hadas de la fuente,
junto a los robles donde vienen los pastores a retarse.

Ah, si cantaras como aquel día
que enfrentabas a Cromis de Libia,
te dejaría ordeñar, , tres veces,
una cabra que cría mellizos,
y que aun dando de mamar a sus dos cabritos,
da dos cubos repletos de leche.

Y después te daría un cuenco de madera con dos asas,
frotado con ceras de abeja,
y que aún huele a la navaja del tallista.
Por sus bordes se extiende la hiedra,
una hiedra salpicada de flores amarillas,
y a su lado, retorcido,
un zarcillo con el fruto jubiloso del azafrán.

Y por dentro, muy bella, como tallada por los dioses, 
hay una mujer grabada, vestida de amplio manto,
y el cabello recogido en una red.
A su lado dos jóvenes de hermosas cabelleras
que, por turnos, luchan por ella
sin que logren conmover su corazón.

La joven mira a uno, ahora, risueña,
y luego, ligero, le arroja un pensamiento al otro;
pesados los párpados de ambos,
por los desvelos del amor,
sus esfuerzos, sin embargo, son vanos.

Además, está allí representado
un anciano pescador y una roca,
una áspera roca donde, con todas sus fuerzas,
aquel lleva una amplia red para lanzarla,
como quien pone el corazón en la tarea.

Se diría que pesca con toda
la potencia de sus músculos,
las venas de su cuello se le hinchan.
A pesar de sus canas, posee el vigor de un muchacho.
No lejos de aquel viejo marino,
curtido por el mar,
hay un viñedo cuajado de racimos rojos como el fuego,
y, sentado sobre un muro tosco,
un niño que se encarga de cuidarlo.

A su lado acechan dos zorras,
una que va y otra que viene a lo largo de los surcos;
una para comerse unas uvas,
mientras la otra empeña su astucia en esperar
junto a lo que antes ha sido cosechado,
jurando no apartarse del muchacho,
hasta dejarlo pelado y sin desayuno.

Pero él está haciendo una hermosa caja,
y trenza robinias y asfódelos,
que entrelaza con carrizos,
y le importa menos su morral  y las viñas
que el placer de trenzar.

A todo lo ancho del cuenco
crecen ramas de blando acanto,
admirable milagro de artesanía.
Por este cuenco he pagado,
a un barquero Caledonio,
una cabra y un enorme queso blanco.

No lo he tocado aún,
sus labios no han tocado los míos.
Para que se cumpla mi deseo
daría alegre este cuenco,
si tú, mi amigo, cantas para mí tu alegre canción.
No tengo otra cosa que darte.

Empieza, pues, amigo,
ya que no puedes, lo aseguro,
llevarte tu canción,
que nos hace olvidarnos de todo,
al otro mundo contigo.

Idilio I., del poeta griego Teócrito, época helenística, siglo III a.C.


(Óleo de Diego Velázquez, Menipo, 1638, Museo del Prado, Madrid; Acuarela del pintor impresionista español Mariano Fortuny, Menipo según Velázquez, 1866, Museo del Prado; Óleo del pintor neoclásico Joseph-Désiré Court, Retrato de una dama en el diván, 1828, Museo Fabre, Francia.)

2 de octubre de 2014

El idealismo profético del Amor cortés más como un fenómeno estético que como otra cosa.



Cuando el pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones  tuvo ocasión de ver los manuscritos provenzales de los Cuentos de Canterbury -traducidos al inglés por Geoffrey Chaucer (1343-1400)-, quedaría absolutamente asombrado por tal efusión de pasión mística y profana, de emoción divina y terrenal,  que suponían las poéticas palabras escritas por unos autores franceses del siglo XIII. Esos manuscritos componían la gran obra lírica medieval titulada el Roman de la Rose. Divididos en dos partes separadas, fueron escritos por dos poetas diferentes, Guillaume de Lorris y Jean de Meung. Relataba el poema inicialmente un sueño, una ensoñación maravillosa en la que el protagonista es recibido por una dama ociosa que le abre las puertas al Jardín del placer. En esta alegoría del amor idealizado el personaje protagonista pasará también por la influencia de otros personajes alegóricos, todos ellos representativos de ideas o conceptos muy humanos. Así entonces el personaje de la Alegría, por ejemplo, llevará al protagonista a un baile donde se encuentra con otros personajes alegóricos que tratarán de seducirle, como el de la Riqueza y el de la Generosidad. Más adelante el protagonista se enamora de una Rosa, una flor maravillosa muy alejada de él, distante ahora en el centro mismo de aquel Jardín del placer. El poema medieval describe cómo tiene el peregrino-protagonista que corregir su carácter y aprender así los mejores modos para poder conseguir el amor deseado, el amor cortés. Según el romance, para alcanzar  su objetivo amoroso tan anhelado obtiene también la ayuda de otros personajes contingentes: de Paciencia, de Esperanza, de Pensamiento agradable, de Mirada dulce o de Verbo suave.

Pero antes de llegar al centro de ese mítico Jardín, el peregrino atraviesa un bosque que le llevará a ser recibido por Acogida agradable. Aunque de pronto se encuentra con Peligro..., y para ese momento Razón le disuadirá de querer continuar. Sin embargo, el protagonista insiste en seguir adelante, aplacará a Peligro y, decidido, llegará por fin a ver su deseada Rosa. Y a besarla incluso luego. Pero la tierna escena romántica la observa ahora Mala persona, que solicita ayuda a los enemigos del caballero-protagonista, a Miedo, a Vergüenza y a Peligro, personajes alegóricos que cierran el bosque y encarcelan a Acogida agradable en una torre para siempre. En ese preciso instante el caballero empieza a dejarse llevar ahora, sin poder evitarlo, por un sentimiento desconocido muy parecido al dolor...  En esta obra poética se trataba de encumbrar al amor cortés, una concepción platónica del amor humano más furtivo permitido por entonces. Es decir, una especie de amor aristocrático con el cual sólo un tipo de sentimiento tan  elevado o tan extraordinario como ese podría acaso acercarse así, fugazmente y por medios poéticos, al deseo prohibido provocado por unas nobles señoras del todo inalcanzables. En pleno momento del feudalismo medieval esas señoras concentraban en sí mismas dos objetivos diferentes en aquella sociedad: por un lado fortalecer el sentimiento de admiración, devoción o  servidumbre hacia los deseos, nada amorosos, de relaciones de poder social (unos señores más favorecidos frente a otros mucho menos),  y, por otro, un motivo más civilizado para poder ejercer así una forma de adulterio más o menos consentido. A pesar de esas razones cortesanas o mundanas los creadores prerrafaelitas del siglo XIX, unos pintores enamorados de la idea romántica medievalista del amor, consiguieron retratar sin complejos la pasión, la mística, la devoción o el deseo elevado más exquisito y excelso.

Entre ellos proliferaba el sentimiento de que la existencia debía procurar los placeres de la vida y el amor en esta morada terrenal más que los que nos tuviera reservada la ansiada eternidad misteriosa. De ese modo el pintor británico Burne-Jones crearía su tríptico basado en aquel Roman de la Rose del siglo XIII, donde ahora la Rosa es aquí el objeto más codiciado de ese amor imposible. La Rosa, una flor cuya belleza durará tan poco como la fragancia que desprendan sus delicados pétalos efímeros. Porque es ahora el símbolo del amor más perfecto, el más idealizado o el más frágil y, por tanto, expresión  del amor más perecedero y caduco. En su obra El amor y el peregrino consigue el pintor mostrarnos el difícil y apesadumbrado peregrinaje del protagonista hacia el objeto de su pasión. Lo vemos junto a un ángel alado -símbolo del amor más puro- que le guía silencioso, incluso con gesto poco alentador, por el tortuoso camino a través de los traicioneros ramajes del bosque. Unos obstáculos peligrosos que se le presentan al caballero en el devenir azaroso de su deseo. Se deja guiar de ese modo el peregrino a pesar de no sentir fuerzas para ello. El pintor no deja de señalarnos en su obra el contraste entre una idealización maravillosa y el farragoso deambular del peregrino. Pero tan solo al final, en una de las obras del tríptico realizada años antes, consigue por fin el protagonista llegar a presenciar la anhelada Rosa de su deseo.  Esta es ahora la rosa inaccesible, representada en otro lienzo del tríptico prerrafaelita -El corazón de la Rosa- por una mujer idealizada que, de manos de ese guía impenitente, se muestra ante el peregrino con un semblante tan distante como lo fuese aquel sentido prosaico y feudalista del medieval romance. Por tanto ahora un sentimiento amoroso poco más que indefinible, muy alejado de todo deseo real, bastante interesado y del todo imposible.

(Óleos -tríptico- del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El amor y el peregrino, 1897, Tate Gallery, Londres; Cuadro El peregrino ante las puertas de la ociosidad, 1884, Museo de Arte de Dallas, Texas; Óleo El corazón de la Rosa, 1889, Colección Privada.)

11 de septiembre de 2014

El sentido de la justicia o el prejuicio inmoral sobre cómo debe ser un cuadro.



El Renacimiento nació entre otras cosas de la ruptura, de la inmoralidad, de la violencia, de la lucha o del ansia de poder. Es curioso, las grandes cosas suelen nacer así, quizá sea una terrible contradicción, aunque la realidad histórica lo certifica siempre. Para que las grandes cosas sean llevadas a cabo -progresen- en lo ignominioso deben cohabitar, además de con los atrevidos, insensibles, oportunistas o cínicos seres, con otros seres muy extraordinarios. Esos seres virtuosos se encuentran entre las simientes azarosas de un mundo desatento, inmisericorde e injusto, pero, sin embargo, ahora del todo genial, absolutamente genial y extraordinario. En Italia se dieron las ventajas político-sociales que harían que pequeñas localidades-estados fuesen dirigidas por grandes familias nobiliarias. Familias liberales que habían adquirido un poder no visto antes. Todo comenzó en el siglo XII con el enfrentamiento entre el Imperio Sacro-Romano de Occidente -reminiscencia del antiguo imperio romano y del de Carlomagno- y la Iglesia Católica -heredera de aquel imperio y sus estructuras de poder-. Italia fue el escenario más combativo y allí se encontraba además Roma, la ciudad que se convertiría en el centro de la Cristiandad. Nunca dejaron los papas y sus cardenales que el poder imperial ejerciera sus influencias terrenales en suelo itálico.

Como el emperador era coronado por la Iglesia y firme defensor de ella, no podía enfrentarse directamente con el papado. Tampoco el papa debía luchar claramente en los campos terrenales...  Así que ambos bandos utilizaron a los nobles para que defendieran sus egoístas intereses. Estas acabaron siendo las luchas entre los gibelinos -partidarios del sacro imperio germánico- y los güelfos -partidarios de los papas-. Luchas que dieron poder a esos nobles italianos y les dieron además independencia, aunque sin llegar a ser estado propio. Fueron unos oportunistas que sus patrocinadores -el imperio y la iglesia- utilizaron para ejercer influencia en Italia. Por entonces todo valdría: la lucha moral en el campo de batalla pero, también, la inmoral llevada a cabo con asesinatos, venganzas, asaltos o supremacía violenta. Hasta en el Arte...  Este se usaría como algo más que un mero alarde artístico. ¿Cómo podía el noble de un pequeño estado -Florencia, Ferrara, Milán, Venecia o Mantua- demostrar que era un señor mejor que sus vecinos, que era un ser digno de poder ostentar -sin serlo porque el imperio no les otorgó nunca el cetro real- reconocimiento, grandeza o florecimiento social? Y se movieron los señores muy bien en ese tiempo cultural nuevo -Renacimiento-, donde el impulso de progreso era una justificación de sus formas y deseos políticos.

Una de esas grandes familias italianas lo fue el ducado de Ferrara. Hércules de Este fue el duque de Ferrara entre los años 1471 y 1505. Lucharía contra Venecia para tratar de alcanzar más gloria para su ducado. Pero no pudo obtenerlo. No llegó a conseguirlo en una de las batallas más duras que sufriera su ducado -La guerra de Ferrara entre los años 1482 y 1484-, una guerra en la que tuvo que ceder territorio y perder ventajas económicas. Para resarcirse el duque ante el mundo no se le ocurre otra cosa que fomentar las Artes patrocinando todo tipo de  artistas. Ahí empezó un deseo compulsivo por buscar en el Arte el prestigio que no pudieron hallar en la guerra. Tuvo varios hijos, tres destacaron en la historia: la inteligente Isabel de Este, la bella Beatriz de Este y el mecenas y futuro duque Alfonso de Este (1476-1534). Alfonso se casaría con la célebre Lucrecia Borgia. Sus hermanas, mayores que él, acabarían siendo marquesas y duquesas consortes: Isabel lo fue de Mantua y Beatriz de Milán. Las dos hermanas fueron retratadas por Leonardo da Vinci. Una de ellas, Isabel, posiblemente enamorada platónicamente del genial artista florentino. Ellas fueron mujeres representativas de una época que revolucionaría la forma de ver y entender el mundo. Pudieron permitirse ser diferentes a otras aristócratas europeas, porque sus ventajas sociales y culturales -las ciudades-estados eran las más relajadas en costumbres y libertades- fueron superiores a las que podían gozar cualquier infanta francesa, inglesa o española. Dos artes brillaron por entonces, la literaria y la pictórica. La literatura influyó en la forma en cómo se debía ver el mundo. No fue la pintura la que empezó por tener una visión renacentista de la vida, fue la literatura, que utilizaría a la pintura para representar bellamente esa visión.

Así surgieron poetas y escritores que dirigieron con sus ideas la manera en que los mecenas deseaban ver esas imágenes. Representaciones que sus patrocinados -los pintores- fueron capaces de plasmar con las nuevas técnicas renacentistas: el óleo, la perspectiva, el escorzo, el paisaje, el retrato...  Curiosamente, sería la Iglesia la que empezaría primero a utilizar esas ventajas estéticas en sus encuadres sagrados. Hasta que llegaron luego los filósofos y escritores neoplatónicos que se inspiraron en el mundo clásico para descubrir las viejas narraciones o los antiguos tratados. Uno de los más curiosos escritores del Renacimiento lo fue Mario Equicola (1470-1525). Él llevó la metafísica griega y la literatura latina a un compendio actualizado para mostrarlas a un mundo nuevo en pleno cambio, donde la mujer alcanzaría además un nuevo estatus representativo de esa nueva sensibilidad ante las costumbres, las ideas o las visiones del mundo. La estricta moral de la iglesia se atenuaría después de años de firmeza medieval. Había que encontrar otra forma de espiritualidad, y el Neoplatonismo fue la mejor opción, ya que combinaba trascendencia con filosofía y flexibilidad clásicas; aunque, también con mucho rigor estético y ético, algo que incluía nuevas formas de rigor: por ejemplo, el mejoramiento del hombre, su libertad de creación o  el tener una visión amplia de las cosas, trascendente, pero también inmanente.

Mario Equicola fue llamado a la corte de Mantua, donde Isabel de Este era la esposa del duque Francisco Gonzaga. Entonces ella empieza a conocer las ideas fascinantes que Equicola había recopilado. En el año 1510 el hermano de Isabel, Alfonso de Este, duque de Ferrara, se plantea construir un lugar lleno de obras que representen esas nuevas ideas. Poseía el duque su palacio y su castillo separados por unas decenas de metros. Cada vez que pasaba Alfonso de un lugar a otro debía ir por la intemperie, un sub-mundo -metáfora medieval- sórdido y lleno de barro cuando lloviese o de polvo cuando no. Así que Alfonso idea levantar un pasadizo cubierto en superficie, una galería con estancias que le permitiese -metáfora estéticamente renacentista- desplazarse sin desfallecer por la fealdad. Pero no podía estar un lugar así indecorosamente vacío. Una de las estancias que componía el pasadizo la manda construir de paredes de alabastro, un mármol blanco tan refinado que acabaría llamándose la estancia así: la Cámara de Alabastro.

Había que decorar con hermosas pinturas esas paredes, pero, ¿exactamente, con qué? Su hermana Isabel le recomienda imágenes que representen esas nuevas ideas de Equicola, un mundo nuevo para un lugar nuevo, una visión clásica -nunca vista en la historia medieval- y que los nuevos poderes progresistas y humanistas -aunque violentos y criminales en sus actos- debían tener para distinguirse del imperio o de la iglesia, o de los grandes reinos europeos, o de sus otros competidores en Italia. Las ideas fueron las clásicas neoplatónicas, pero, ¿cómo llevarlas a cabo en un cuadro? El tema elegido fue la mitología latina del poeta Ovidio y sus historias atrevidas. Mario Equicola establecería la narración a representar: una leyenda basada en la obra Fastos de Ovidio, relato escrito en plena época gloriosa del imperio romano. ¿Qué pintores podían llevarla a cabo? Los mejores de entonces. Alfonso de Este llama a los mejores pintores de Italia: a Rafael, a Fray Bartolomeo, a Giorgione, a Bellini.  Rafael era el más grande entonces, pero ocupadísimo en Roma; Bartolomeo era un dominico rústico, alguien que, aunque había hecho alguna obra mitológica para Alfonso, no conseguiría entender la nueva estética que Equicola sugería. Giorgione moriría pronto. Giovanni Bellini (1435-1516) fue la mejor opción. Era un pintor veneciano abierto a las nuevas tendencias del color y sus formas. Era un pintor consagrado, nacido en el año 1435, por tanto con experiencia de diversos estilos, tanto del antiguo como del moderno: el gótico y el renacentista. Pero, además era un creador muy inteligente. Fue capaz de volver a aprender de los jóvenes. Giorgione (1479-1510), con cuarenta años menos que él, fue el primer pintor veneciano que rompe las formas de pintar arcaicas. Lo hizo tan bien que Bellini no pudo más que reconocerlo y le seguiría en la manera de representar los personajes, ahora más humanizados. También le seguiría en el color, la perspectiva y una manera de componer lejos de la rígida, gótica y sagrada de antes.

La última creación que Bellini hiciera en su vida, la más profana, audaz y progresista de su vida, fue la que compuso para Alfonso de Este y su Cámara de Alabastro: El festín de los dioses. Representaba una leyenda mitológica de Ovidio. Pero, ¿cuál debía ser la escena de la leyenda o qué sentido había de darle a la obra? Ante la rígida moral que la iglesia propiciaba, Alfonso de Este, como muchos aristócratas renacentistas, estaba subyugado por ver la vida de otra forma, con más liberalidad, pero también con mensaje ético y estético aleccionador, es decir, con placer pero con justificación ética. La leyenda de Ovidio contaba una escena donde los más importantes dioses de la mitología -los mejores seres entonces, los más grandes y poderosos- están ahora juntos en una bacanal, un momento de delicia donde el vino y la molicie conjugan un sentido de la vida. Luego de la fatiga del placer, todos acaban dormidos. Todos, salvo uno, Príapo -dios de la fertilidad masculina-, el cual, personaje taimado, sensual y atrevido como era, trata ahora de violar a una bella ninfa dormida. Pero en ese mismo instante un burro, el asno mitológico de las leyendas de Ovidio, rebuzna indignado justo cuando Príapo intenta levantar el vestido de la joven. No, ¡eso no se permitiría! Y todos terminan criticándolo hasta expulsar a Príapo de la escena. Esta era una escena como nunca antes había sido representada. Los dioses aparecen como hombres corrientes, tanto que luego Bellini tuvo que colocarles atributos divinos para identificarlos, cosa que el pintor no quiso o no se le ocurrió hacer antes. Y vemos al dios Hermes sentado con un casco en su cabeza, o vemos a Dionisos -Baco en Roma- como un niño pequeño, detrás de aquél, junto a un barril de vino; a la derecha de Hermes vemos a Zeus -Júpiter en Roma-, bebiendo al lado de un ave de presa ennegrecido. Más a la derecha observamos al dios Poseidón sentado, tocando con su mano el muslo de una bella ninfa, diosa o semidiosa. A su lado, la diosa Deméter está tocando a Apolo, quien, junto a su instrumento de cuerda, bebe de una pequeña vasija. A su izquierda, de pie, está el dios Príapo, inclinado ante la sugestiva ninfa dormida. Bellini era un pintor del Quattrocento, del final del medievo y el comienzo del Renacimiento, uno de los mejores creadores de entonces, el que mejor comprendía el sentido de crear en ese tiempo de cambio, en ese paso de tiempo artístico entre lo antiguo y lo nuevo, el que había entendido lo que sus maestros arcaicos le habían enseñado, pero el que también comprendía que las cosas habían cambiado para siempre. 

Aun así, Bellini modifica algunas cosas de la obra durante el año 1514, e incluso -aunque imposible saberlo- durante el siguiente año 1515, y luego en parte durante el año 1516 hasta su fallecimiento. Una de las cosas que cambia el pintor fue la procacidad con la que debía haber pintado las vestiduras de algunos personajes femeninos. Seguro que su mecenas le insinuó que debía enseñar más cosas de las que en sus retratos góticos le hubieran permitido hacer antes. Hay que entender que Bellini tendía ya setenta y nueve años en 1514. Lo cambió el pintor, sin embargo, y compuso una obra extraordinaria. Pero no es, exactamente, la misma obra que ahora vemos. Cuando en alguna ocasión he tenido el placer de visualizar esta obra he visto que el autor no llevaba el nombre de Bellini sino el de Tiziano, confundiendo así obra y autor. ¿Es que el gran pintor manierista italiano -Tiziano- había hecho una copia -cosa habitual en el Arte- de una obra de otro creador, en este caso de Bellini? ¿O es que, sencillamente, ambos habían hecho una obra muy parecida? El cronista Giorgio Vasari -pintor y primer crítico de Arte- había escrito en el año 1568 que Bellini dejó inacabada a su muerte, en 1516, la obra que Alfonso de Este le encargase para su Cámara de Alabastro. Y que el duque de Ferrara, conocedor de la pericia de un discípulo suyo -Tiziano-, mandó llamarlo para hacer dos cosas. Una, componer otras obras que completaran su Cámara, otra, mejorar la obra de Bellini; obra de Arte que, a su vez, había modificado antes otro pintor renacentista a sueldo del duque, Dosso Dossi. Hoy sabemos que Bellini terminó su Festín de los dioses en el año 1514 y cobraría los 85 ducados de oro que el duque le prometiera. Pero, después del año 1516 no dejaría Alfonso de Este de modificar la obra. ¿Por qué? No sería por la falta de liberalidad de los gestos o por las insinuaciones atrevidas de la leyenda. No, debía ser otra la razón. Quería el duque hacer de la obra de Bellini una forzada obra aún mucho más renacentista, con todos los atributos artísticos y estilísticos que la nueva singladura pictórica llevara con los tiempos.

Bellini hizo su maravillosa creación, incluso la modificaría luego, según ideas de su mecenas, pero así quedó la obra hecha por entonces, como el pintor la terminó antes de morir. Y lo que pudo haber sido una obra contextual y artísticamente extraordinaria, terminaría siendo una mezcla de estilos y una injusta forma de atropellar el Arte. No tuvo escrúpulos Alfonso de Este al hacer cambiar partes del paisaje -no de los personajes- que Bellini imprimiese en su -¡magnífica de poder verla ahora!- visión gótico-renacentista de una obra ya atrevida para entonces. Porque Bellini no pintó un paisaje como el que vemos ahora, ni esa inmensa colina montañosa, ni esa elevación culminada en unos riscos con ruinas pintó.  Bellini pintó un bosque de árboles justo detrás de los personajes mitológicos. Pero no era ese el estilo progresista renacentista que Dosso Dossi, nacido en el año 1490, ni Tiziano, nacido en 1485, tendrían de la visión de un fondo de paisaje más moderno, verdaderamente renacentista. Así que el primero modificó parte de los árboles que Bellini compuso en la izquierda de su cuadro, y añadiría además un faisán en la rama de uno de ellos -a la derecha y más arriba de Príapo-, incorporando también otra ave más pequeña cerca de la manga blanca del dios Hermes. Cosas que Bellini no había compuesto en su obra. Tiziano añadirá años después, entre 1518 y 1529, la montaña y el cielo, elementos que Bellini no incluyó en su lienzo. Bellini compuso, a cambio, un frondoso fondo de copas de árboles y troncos. Fue su estilo, su forma de pintar, su manera de componer la obra como pensaba debía ser creada. ¿Cómo alcanzar a entender la justicia de las cosas? ¿Por qué algunos, por ejemplo, no respetan la vida de los otros o las obras de los otros? ¿Por qué el prejuicio prospera ante el criterio o los gestos de los demás, de sus estilos o de sus decisiones, de sus formas o maneras de hacer o de ser? ¿Es que cómo hacemos las cosas o cómo componemos las cosas debe ser cuestionado luego de haber sido hecho o compuesto así, y que, además, esas cosas pasen a la eternidad de forma distinta a como fueron concebidas por su autor original? Si el creador fallece y deja inacabada la obra tiene sentido completarla por un sensible creador que respete temática y estilo. Pero aquí, en este caso, fue una tropelía llevada a cabo en una obra de Arte, ya realizada por  un creador que se impregnó en un siglo de transformación y desarrollo de una nueva forma de hacer Arte... Aunque, sin embargo, finalmente, también quedara así la obra casi perfecta.

(Óleo renacentista El festín de los dioses, obra realizada en 1514 por el pintor Giovanni Bellini, modificada por Dosso-Dossi a la muerte de su autor, y finalizada parte con otro estilo, entre 1518 y 1529, por Tiziano, Museo Galería Nacional de Washington, EE.UU; Radiografía con rayos X realizada a mediados del siglo XX de la misma obra El Festín de los dioses, donde se observan las originales composiciones que ya hizo su autor inicial Bellini; Fotografía de una reproducción de lo que sería la Cámara de Alabastro de Alfonso de Este, donde se aprecian las otras obras que completaría la Cámara, además de esta, obras de Tiziano y de Dosso-Dossi, todas ellas de temática profana y mitológica, un gabinete destruido a finales del siglo XVI y sus obras desperdigadas por otros propietarios y lugares.)

1 de septiembre de 2014

La contradicción estética de la imagen: el caballero medieval frente al héroe clásico.



El rescate de la bella joven maniatada y forzada a sucumbir ante el mal, había sido una mitología recurrente en todas las épocas y culturas de la humanidad. El mito griego lo contaba con la gesta del héroe Perseo y su bella rescatada Andrómeda. La leyenda es tan antigua como la mitología: una bella joven es obligada a sacrificarse a causa de la hybris -la humana vanagloria imperdonable por los dioses- de su madre -Casiopea- por presumir de la belleza de su hija -Andrómeda- ante las bellas nereidas del dios del mar Poseidón. Pero no es ella ahora la víctima directa de los dioses, éstos solo desatarán el horror en el reino de su padre Cefeo, el cual consulta pronto al oráculo para saber qué hacer para calmarlos. El oráculo le aconseja entregar a su hija Andrómeda a los dioses, sacrificarla a Poseidón atándola a una roca frente al mar tormentoso. En el mito antiguo, sin embargo, no había ninguna llamada a su rescate, nadie se atrevería entonces a eso, ni se le ocurriría; tampoco habría una búsqueda anterior de una belleza..., una belleza ahora a rescatar ante las fuerzas malignas de los designios contingentes. Nada de todo eso obligaría entonces a que existiese un héroe antes de que exista, incluso, una posible rescatada.

Porque el héroe griego Perseo únicamente pasaba por allí. Su objetivo no era otro que luchar contra las gorgonas y los enemigos de su herencia materna. Él es el héroe más grandioso de la mitología helena. Un ser sin debilidades ni errores, sin atropellos, sin falsedades, sin omisiones, sin vanaglorias, sin deseos equivocados, sin necesidades especiales, sin complejos; sólo el héroe sin condiciones, el héroe que lucha desde los dos aspectos de su propia existencia: su mitad divina -hijo de Zeus- y su mitad humana, agnegada y eficiente -la de la bella y mortal Dánae-. De regreso por conseguir la cabeza de la Medusa -arma terrible y poderosa-, Perseo ve a Andrómeda atada y gritando frente a las olas poderosas del mar. Y entonces decide rescatarla. Esta curiosa circunstancia llevaría a los dos a unirse luego para siempre. De hecho, la historia excelsa de ambos es eternizada en dos grupos de estrellas refulgentes en el cielo, dos luminarias estelares que recordarán la belleza elogiosa de sus vidas: las constelaciones de Perseo y Andrómeda.

Sin embargo, hay otra leyenda de rescate, la medieval de los caballeros errantes o andantes, personajes inspirados que trataban de luchar contra los feroces seres que atormentaban, violaban o vejaban a las bellas doncellas de sus reinos. Pero aquí no es como en el mundo clásico de antes. Aquí la belleza enajenada, representada ahora por la joven dama atropellada, es la búsqueda en sí misma. Una búsqueda que, desde antes incluso de ser ella ultrajada, el caballero medieval -un héroe no accidental, al contrario que Perseo- lleva en su propio sino vital desde siempre y que incluye tanto deseo como destino personal por alcanzar un objetivo tan sublime. El Arte nos ayuda ahora a comprender la dicotomía estética y ética entre las dos figuras legendarias del héroe rescatador: el medieval y el clásico. El gran pintor barroco Rubens comenzaría su obra Perseo liberando a Andrómeda pocos meses antes de morir. De hecho la obra hubo de ser finalizada, al dejarla inacabada el creador flamenco, dos años después por otro pintor flamenco seguidor suyo: Jacob Jordaens (1593-1678).

En la obra barroca vemos a Perseo vestido con los ropajes guerreros de la época del pintor -habitual en la pintura Barroca-, es decir, con la armadura de refinados engarces articulados o exquisitos acabados de metal bruñido, elementos sofisticados de protección sólo para destacados militares. Se ven aquí prendas de los tejidos de moda del tiempo del pintor: como la capa, la camisa o el faldón bajo renacentistas, vestimentas que humanizan y modernizan además al guerrero y al héroe. Vemos a Andrómeda desnuda -propio de la representación iconográfica de la mujer rescatada-, muy voluptuosa, entregada decidida por completo a su salvador. Que sonríe al ser liberada y demuestra así, con su gesto afirmativo, el sentimiento inevitable de amor ante la presencia inesperada de su héroe. Ambos se miran y se acercan -la pierna derecha de él roza segura la izquierda de ella-, y hasta el pequeño dios Cupido -el dios de la unión irrefrenable- aparece en la imagen como enlace seguro ante dos seres encontrados ahora, curiosamente, sin un motivo anterior que los hubiese unidos. 

La otra imagen de rescate, la del pintor prerrafaelita -tendencia que admira y elogia la edad media- John Everett Millais (1829-1896), representa el rescate medieval del caballero andante, del guerrero cortesano o del noble personaje que, a cambio del héroe de la antigüedad clásica, sí que busca rescatar a su heroína. Aquí los papeles se cambian: ella es ahora la heroína de él. Porque él solo es aquí un caballero errante que buscaba, deseaba o anhelaba a ella desde mucho antes de encontrarla. La figura del caballero andante es originada en la Edad Media (siglos XI y XII). Y lo fue entonces por las combinaciones de tres características de la sociedad medieval, cosas mediatizadas por una cristiandad fortalecida que llevó a la época un sentido más espiritual o trascendente. Por un lado, es el soldado que debe luchar para salvar a la cristiandad del infiel, en este caso el musulmán impenitente y avasallador. También es el cortejo y el respeto por la dama, por la mujer como símbolo de lo más sublime, un objeto sagrado que determinaría incluso su propio sentido existencial. Por tanto, un sentido de amor trascendente, de sentimiento espiritual que el ser sublima para alzarse ahora ante lo material o terrenal de la vida. Algo que llevaría al caballero medieval a justificar su fuerza ante la lucha y ocasionaría, además de esa espiritualidad, la oportunidad de favorecer un eficaz amor más sensual o terrenal en este mundo. El caballero errante es garante además de los oprimidos -de las doncellas, los huérfanos, las viudas- frente a la malicia pecaminosa de otros caballeros o seres desalmados, no como él.

La obra de Millais es interesante porque retrata un mundo medieval a la vez que lleva también a expresar, de modo subliminal, la sociedad tan reprimida del pintor. Detalles como el sentimiento amoroso existente en el momento en que se elabora la pintura, una sociedad decimonónica muy reprimida en afectos y en sexo. Pero además también como reflejo de una espiritualidad medieval extraordinaria (el siglo XII fue uno de los siglos más espirituales de la historia). Aquí el caballero viste la armadura completa de un guerrero medieval, solo vemos de él el rostro y las manos. Y así, protegido y respetuoso, se acerca el caballero a su dama, una mujer vejada y magullada por unos sanguinarios asaltadores que no aparecen en la obra. La bella mujer desnuda se muestra atada al tronco de un abedul, una gruesa figura material que se interpone aquí -representación de la represión sexual decimonónica- como una infranqueable barrera entre una dama deseosa y su anhelante caballero inhibido. Ella no mira aquí, como sí lo hacía la rescatada en la versión clásica, a su rescatador. Todo lo contrario, oculta su mirada, avergonzada de ser hallada así, de este modo tan humillante. Sin embargo, la espiritualidad de la representación -o el pudor del momento- no deja esconder el deseo más oculto: el anhelo sexual del caballero por su bello objeto rescatable. Algo que él mismo deseaba desde mucho antes de ser el objeto rescatado un sujeto rescatable. Porque a diferencia de Perseo -que solo mira las ataduras de Andrómeda-, el caballero medieval mira aquí a ella claramente. La mira con cierto temor vago, con cierta suspicacia indefinible, algo que no puede evitar el caballero ante la confusión que el propio objeto de deseo le produce: la dualidad de un ser -la tímida y voluptuosa dama rescatada- que representa aquí tanto al mundo trascendente -la belleza sublime, eterna y perseguida- como al mundo terrenal, sensual o más humano del deseo más erótico y ferviente.

En su fascinante novela El lobo estepario (1927), el escritor Hermann Hesse nos relata también esa dualidad de amor trascendente y deseos terrenales: Mientras nosotros estábamos abismados calladamente en los juegos afanosos de nuestro amor, perteneciendo el uno al otro más íntimamente que nunca, se despedía mi alma de María y de todo lo que ella me había significado. Por ella aprendí a entregarme infantilmente en el último instante al jugueteo de la superficie, a buscar las alegrías más fugaces, a ser niño y bestia en la inocencia del sexo, un estado que en mi vida anterior sólo habría conocido como excepción rara, pues la vida sensual y el sexo habían tenido para mí casi siempre el amargo sabor de la culpa, el gusto dulce, pero timorato, de la fruta prohibida ante la cual debe ponerse en guardia un hombre espiritual. Ahora Armanda y María me habían enseñado este jardín en toda su inocencia; agradecido, había sido yo su huésped; pero pronto se hacía tiempo ya para mí de seguir andando, resultaba demasiado bonito y demasiado confortante este jardín. Seguir aspirando a la corona de la vida, seguir purgando la culpa infinita de la vida, era lo que me estaba reservado. Una vida fácil, un fácil amor, una muerte fácil, no eran cosas para mí.

(Óleo del pintor prerrafaelita inglés John Everett Millais, El caballero errante, 1870, Tate Gallery, Londres; Óleo barroco del pintor Rubens, finalizado por Jacob Jordaens, Perseo liberando a Andrómeda, 1642, Museo del Prado, Madrid.)