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22 de agosto de 2019

Los estertores de la decadencia clásica no le impidieron una vez brillar con belleza.



No era ya la época de la recreación más clásica de un paisaje mitológico con tal belleza. Los grandes iconos clásicos de mítica belleza habían sido culminados mucho antes. Ahora, en el año 1858, la pintura buscaba en el realismo no solo la armonía acorde con las formas sino con las costumbres, las ideas o las semblanzas de una sociedad que vivía, sufría o padecía como lo hacía ahora y no como habían imaginado antes sus poetas clásicos. Los pintores en el siglo XIX dejaron la mitología como modelo para buscar cosas más cercanas o mundanas y no los relatos que elogiaban el ideal de belleza legendaria. Ahora no era evolución seguir creando lo que se había creado antes. ¿Qué valor podría obtenerse por expresar las mismas formas, gestos, distancias, proporciones y belleza de antes? Aun así debemos recordar el gran aporte en formación clásica que la Academia española de Bellas Artes de San Fernando hiciera durante el siglo XIX. Uno de sus alumnos lo fue el pintor Francisco Reigón (1840-1884), que marcharía pensionado a Roma por la Academia donde realizaría en el año 1858 su obra Diana en el baño. Al pronto, cuando vemos la obra, nos retrotraeremos al Renacimiento o al Neoclasicismo del siglo XVIII, cuando las obras clásicas brillaban poderosas. 

Pero no era el momento ya de pintar una obra así, ni tiempo de competir con la grandiosidad de siglos tan clásicos, donde las diosas y sus ninfas brillaban desnudas al fragor de un paisaje equilibrado y legendario. Pero el joven pintor se atrevió a realizar en el año 1858 una escena decadente, manida, compuesta y rebuscada. En la reseña de la obra en el museo del Prado se dice: es una inspiración ecléctica en sus formas humanas retratadas, consiguiendo el pintor elaborar cuerpos propios de la estatuaria clásica griega de la antigüedad así como de los clásicos italianos del Barroco o del renacentista Tiziano. Se elogiaba su composición y acabado en las formas y en su colorido, pero no tanto en el paisaje, al que le hacían acreedor de algunos defectos de tonalidad excesiva. La obra tiene dos aspectos básicos, las figuras humanas desnudas y el paisaje de un bosque verdecido, un paraje lacustre o la lejana cordillera agreste bajo un cielo gris-azulado. En el paisaje del bosque verdecido presentimos ciertas innovaciones para comprender que lo que ahora vemos es una obra contemporánea y no renacentista o barroca. También la figura desnuda de algunas ninfas nos alejan de un estilo clásico. La composición es elogiosa porque no es fácil situar tantos cuerpos desnudos en una obra y mantener un equilibrio.  Una razón es porque cada una de esas figuras está diseñada independientemente, ninguna está relacionada con otras de un modo claro, solo ofrecen ahora su propio gesto personal para ser inmortalizado en su belleza.

El pintor español fue más prolífico en realizar miniaturas, pequeñas pinturas donde el retrato era más minucioso que el paisaje. Pero los detalles en esas obras pequeñas debían perfilarse más para ser admirados con belleza. Sin embargo, las miniaturas tienen la curiosidad de que no todas las figuras son perfiladas en detalle. Y es así que también aquí lo hiciera, a pesar de ser una obra de tamaño normal. La diosa Diana, sentada sobre una túnica azul, brilla en la obra con todo el esplendor de sus bellas formas desnudas. Pero detrás de ella tres ninfas de perfil desdibujan ahora sus contornos faciales. Son unas figuras arcaicas de belleza clásica. No así las que, inclinadas o sentadas, representan ahora  un desnudo más contemporáneo. Todas ellas, pero más la que a la derecha muestra de pie su hierática figura neoclásica, expresan el conjunto equilibrado de una composición perfecta. En Pintura no es fácil componer todos los elementos con armoniosidad. Aquí todas las figuras, a pesar de su número, son precisas para mantener el equilibrio de una composición elogiosa. Las tres figuras separadas de la derecha son necesarias para admirar todo el conjunto completo. Pero además el paisaje es muy necesario para ofrecer la profundidad y el fondo requeridos en una escena como esta. 

Nada que miremos en la obra de Francisco Reigón nos puede ofrecer otra cosa que esplendor elogioso de belleza. Porque está representada además toda la historia del Arte. Está la sutilidad de las figuras clásicas antiguas, la composición magistral renacentista, la voluptuosidad atrevida del Barroco, la posición gestual neoclásica y la perspectiva profunda de un paisaje romántico. Algunas figuras nos miran incluso, detalle estético que solo la modernidad podría hacer así. La obra es a la vez un homenaje y una recreación. Un homenaje al clasicismo elogioso de composición y belleza y una recreación por ser compuesta en una época realista, la autosatisfecha y vanidosa época de los grandes referentes de la civilización del siglo XIX. Recuerdo y nostalgia, aunque también dominio de las formas y una composición más actualizada. Porque para entonces se habían llegado a componer ya las más elaboradas formas y conjuntos de la historia. Todo eso pronto se acabaría, toda aquella forma de pintar se acabaría pronto para siempre. El joven pintor español lo sabría y  quiso hacerlo con parte de lo que había y parte de lo nuevo. Con honestidad artística para poder crear belleza y avanzar a la vez.  Y para eso solo habría una manera de hacerlo elogiosa: elaborar una pintura dejando fluir elementos como si de un universo imperfecto, pero lleno de belleza, pudiera componerse ahora sin complejos, reservas ni nostalgias.

(Óleo Diana en el baño, 1858, del pintor español Francisco Reigón, Museo del Prado, Madrid.)


30 de abril de 2018

La sutil geometría del Arte es invariable a pesar de la evolución de las tendencias.



¿Qué definió Leonardo da Vinci de la estructura del Arte? Pero, sobre todo, ¿qué relación meta-artística sobrecogería a los grandes creadores para entrever en sus obras la ideación geométrica más sutil o inevitable? El manierista Tiziano compuso a mediados del siglo XVI una versión de la mítica leyenda de Marte y Venus ahora con la apasionada estilística renacentista. Su composición es sublime, absolutamente bella y definitiva para el Arte más clásico. Los amantes clandestinos (Venus estaba unida a Hefesto pero acabaría enamorada de Marte) son aquí entrelazados desde una visión artística sugerentemente original. Es Venus sobre todo quien es retratada en la diagonal más resolutiva del cuadro. Marte solo perfila una mínima parte en el lienzo manierista: el perfil de su cabeza ladeada y su brazo derecho son de él ahora lo único visible. No abraza a Venus sino que apenas la roza, porque la diosa renacentista no puede nunca ser alterada en su excelsa figura tan desnuda y divina. Sutilidad de manierismo delicado o principios estéticos refulgentes de cierta caballerosidad erótica renacentista. Pero el pintor debe manifestar en su obra, sin embargo, la pasión y la entrega más ardientes. En la mirada atenta y fervorosa y en su mano derecha abrazadora, Venus atiende a la consecución de una entrega decidida de ella. En la posición de la mano de su brazo poderoso, Marte determina la pasión más incontenida, aunque ahora ésta muy subliminalmente manifiesta. 

Pero la geometría artística de Tiziano está aquí insinuada ahora en el ángulo recto que forma el brazo derecho de Venus sobre el hombro de Marte. Es tan recto el ángulo, tan perfecto y delineado, como la armonía renacentista obligara siempre en su diseño artístico. Ahí está el ángulo recto para modelar la sensación incontenida de un estilo manierista ante la pasión, también incontenida, de esta leyenda. No puede el pintor más que situar a Cupido levitando con su flecha al otro lado de los amantes. El resto es pasión poética y mitológica, una dialéctica amorosa señalada ahí entre los trazos esbeltos del genial Tiziano. Así, de forma tan decidida, compuso el creador veneciano su ángulo recto sobre el brazo enamorado de ella. Podía haberlo inclinado un poco, podía tal vez haber mostrado un poco de incontinencia pasional. Pero, no. El renacimiento desconsiderado no era una opción para el pintor, como tampoco era una opción no buscar la geometría perfecta. ¿Qué ojos no ponen un maravilloso interés en el perfil delimitado por la ortogonalidad más armoniosa de una figura tan esbelta? El pintor remarca además el contorno del ángulo en Venus para dar más fortaleza a su figura tan recta. Cuatrocientos años después el Arte volvería a magnificar los volúmenes geométricos. El Postimpresionismo lo descubriría entusiasmado antes incluso. El Cubismo lo revolvería muy necesitado después. 

Y Picasso lo llevaría a su mayor genialidad compositiva en su personal tendencia modernista, sea cubista o no. En el año 1925 pinta a su hijo Pablo como un Pierrot, demostrando entonces la intemporalidad más genial del Arte en sus tendencias. Ahora, lejos de aquella amalgama de belleza desmesurada renacentista, Picasso busca la armonía equilibrada más sublime para el nuevo Arte que llegaba. Las líneas rectas determinan también la composición compacta de su obra moderna. Los rectángulos delinean el fondo simple y modelado de ese cuadro. Pero es ahora un triángulo el formado aquí entre las dos piernas del niño retratado. Es ese que configura dos triángulos rectángulos con un ángulo recto... tanto como lo fuera aquel renacentista. ¿Dónde se simboliza el lenguaje artístico entre estas dos tendencias tan diferentes? En la geometría configurada por el deseo de los creadores de buscar resortes en que apoyar el equilibrio para sostener un sentido artístico. Sin él no es posible componer nada que alcance una cierta belleza modelada. Por muy pequeña que sea, por la mínima expresión incluso. La geometría artística acompañará siempre la belleza sublime más desmesurada, aunque apenas se vislumbre -como aquel ángulo recto manierista- absorbida ahora por la sutileza grandiosa de una perfilación tan ensoñadora. 

(Óleo Marte, Venus y Cupido, 1550, del pintor veneciano Tiziano, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria;  Lienzo Paulo en Pierrot, 1925, del pintor español Picasso, Museo Picasso, París, Francia.)

9 de julio de 2017

La luz más poderosa del desierto, esa recordada en el atávico inconsciente de la evolución humana.



La acuarela en el Arte no ha sido una técnica muy utilizada para eternizar los encuadres más prósperos de permanecer fijada su belleza en una imagen sostenida para siempre. Y esto es así porque la técnica de la acuarela, a diferencia de otras -especialmente el óleo-, no conseguiría favorecer mucho ni tanto los contrastes de tonalidades diferentes y mantener, a la vez, vivos los colores ante la exposición rabiosa de una luz solar muy poderosa. No ganaría la elección de los pintores esta técnica en la gran mayoría de sus obras. Salvo en un pintor inglés muy desconocido, alguien que, en los años de la búsqueda oriental más compulsiva -finales del siglo XIX y comienzos del XX-, recorriese los paisajes más áridos del norte de África y Oriente medio para fijar, obsesivamente, la luz deslumbradora más sobrecogedora de un escenario lleno ahora de tanta belleza desértica. De una belleza reflejo además de una luz solar fuertemente mono-luminosa. Una luz donde los ojos ahora no tuvieran lugar más que para maravillarse el poco tiempo que sus pupilas pudieran soportar entornadas, frente a los incisivos matices poderosos de un decolorado y, sin embargo, ferviente amarillo colorista.

¿Qué llamada interior fuerte y extraña no acusaría ya en los europeos la sensación de un paisaje tan familiar e íntimo, entre los atávicos recuerdos filogenéticos de un pasado tan emocionante? Porque el pasado de la humanidad europea está muy relacionado con dos de las civilizaciones más grandiosas de la historia: la mesopotámica y la egipcia. Y esas influencias se encuentran en el ADN inspirador más oculto de los europeos, el que llevará cargado luego, en la memoria pre-inconsciente, sus esencias artísticas más creativas o espontáneas. Además de enardecer así, con ese recuerdo genuino, parte de la propia emoción de reencontrar ahora las raíces luminosas de un lejano pasado originario. Es así como está reflejada aquí -en la acuarela de un desierto ardientemente desolado- la luz más poderosa que el sol pueda dispersar por una geografía tropical llena ahora de llanuras arenosas, o de rocas aisladas invisibles, o de montañas apenas superadas por un viento superficial que, desapasionado, busca refugiarse de su sentido terrenal tan displicente o lastimoso. Porque es así ahora como el propio viento del desierto huye descolocado de un calor tan sofocante, de una luz tan deslumbrante o del poder arrebatador de un mediodía desértico tan luminoso. Y busca entonces el viento, como los mismos seres que acompaña, la noche bajo cuya capa nocturna descansará, silencioso, en un prolongado momento ya sin la luz aterradora que lo propicie sin tapujos. Porque para entonces ya no existirá una luz solar favorecedora de vida tenebrosa, de un reflejo tan indecoroso como para no hacer ya, con él, otra cosa más que desplazar la vida bajo una oscura sombra poderosa. Es en la noche del desierto cuando el reflejo lunar representa ahora, sin color ni fulgor solar, o tonalidad definida y poderosa, el momento deseado para sentir así el descanso visual tan necesitado bajo la égida salvífica del refugio de una sombra.

A comienzos del siglo XX, aproximadamente sobre el año 1909, un pintor inglés desconocido, Augustus Osborne Lamplough (1877-1930), compuso su acuarela artística Caravana de camellos beduina. Con su acuarela representaría el pintor la imagen absoluta del poder del espacio sobre cualquier otra consideración, sea ésta temporal, metafísica o antropológica. Porque ahora está representada la luz más poderosa del desierto justo en el momento más intenso del reflejo de su mayor radiación solar, cuando el sol está en el cenit más incisivo y perpendicular de su extravío astral. Entonces la luz se difumina ahora en el espacio sin capacidad de albergar ningún contraste merecido, sin destacar siquiera el celeste atenuado y amable de un cielo otrora cómplice o rendido. La tonalidad se vuelve aquí única, de un único y radiante color amarillo, atenuado incluso casi por la falta viva de fulgor, pero, sin embargo, absolutamente tenebroso. El viento y los seres vivos se envuelven ahora aquí en un solo cuerpo ante la inflexible radiación ultravioleta. Pero, sin embargo, la iconografía encierra ahora una sensación emotiva que se emancipa de la obtusa o lastimera sensación hostil tan espantosa. Esa sensación la producen aquí los seres humanos, unos personajes que habitan, recorren, viven o se enfrentan a la dura irritación de un escenario tan sofocante. En la imagen sosegada de la caravana beduina el pintor expresa el sentido antropológico de una bendición inteligente ante las crueles contingencias de una radiación tan poderosa. Porque ahora el hombre se enfrenta aquí a la luz infame con el paso y las defensas calculadas para encarar la dureza de un espacio.

Hay lugares inhóspitos en la Tierra, helados, selváticos, montañosos, pero, sin embargo, solo el paisaje luminoso, desolado y desértico marcará en el inconsciente de algunos humanos, en este caso de los europeos vagabundos que marcharon de África, el sentido poderoso de un emotivo y atávico recuerdo ancestral. De aquel paso por el desierto en la evolución que su sentido vital errabundo tuviese en las latitudes anteriores al advenimiento final de su destino en el continente europeo. ¿Qué si no fue el afán que esos pintores decadentistas o modernistas buscaron y fijaron con el reflejo solar tan poderoso del hostil escenario de un paisaje desértico? Son las raíces más emotivas así como los ancestrales orígenes inconscientes los que hacen anhelar el color, las formas, el sentimiento o la vaguedad más efímera que llevarán a desear plasmar, eternas, las imágenes concebidas por un recuerdo vital tan persistente. Y el pintor inglés Augustus Osborne lo dejaría fijado para siempre. ¿Para siempre? ¿Para siempre, en un soporte artístico tan poco favorecedor a lo permanente? Sí, porque el sentido de permanencia lo consiguió el pintor inglés a pesar de su técnica. Porque era entonces reflejar la luz del desierto de una forma que solo la acuarela consiguiese expresar de ese sutil modo tan artístico: con el sentido más brillante y a la vez más evanescente. Porque el matiz de la luz solar de ese momento desértico no durará, no estará delimitada por una unidad de tiempo terrestre que llevase a visionarla lo bastante como para poder asirla con detenimiento. No, ahora la luz de ese instante terrestre desértico está difuminada ahí, está desentonada, errabunda, pero, sin embargo, muy poderosa.  No, no hay más que un instante difuminado de luz inasequible ahora ante una radiación desolada tan feroz y desatenta. Por eso mismo la acuarela fue la opción artística elegida más apropiada para poder fijar el color de ese desierto. Esta técnica artística fue la mejor elección para ese momento tan vibrante y, a la vez, tan poco colorido. Un momento vital así tan poderoso como fugaz, tan monocorde como definitivo, tan insoportable como ávidamente deseoso, o tan liviano como atroz, lúcido o impenitente.

(Acuarela del pintor inglés Augustus Osborne Lamploudhg, Caravana de camellos beduina, c.a. 1909, Colección Privada.)

26 de abril de 2017

El Arte no imita la realidad sino que trata de mejorarla.



En el Museo del Prado hay un retrato excelente del año 1894 de una infanta española -Paz de Borbón, hija de Isabel II-, una obra que sirve para admirar al gran retratista alemán que fue Franz von Lenbach (1832-1904). Pero los retratos a finales del siglo XIX y principios del XX no tendrían ya mucho sentido: la fotografía había alcanzado su liderazgo en plasmar la imagen retratada. Sin  embargo, un año antes de fallecer, el pintor tuvo la osadía de realizar una obra de Arte haciendo justo lo contrario. Ahora crearía el retrato de él y su familia en un óleo donde fijaría el mismo instante y la misma composición y los mismos efectos de una fotografía. Como obra de Arte es original: nunca se había autorretratado una familia observando agrupados hacia un mismo objetivo, en este caso la lente de una cámara. Algo que era necesario para encuadrar la limitada placa fotográfica. El pintor elige hacer un retrato de familia no como Velázquez lo hiciese en Las Meninas, ante un espejo, sino ahora componiendo la misma imagen fotográfica en un lienzo artístico. Aquí hay dos aspectos artísticos a considerar. Uno la creación artística propia y otro el alarde -absolutamente audaz- de copiar una instantánea fotográfica en una obra de Arte.

No podemos disociar una cosa de otra. Porque si no supiésemos que existe una fotografía causa del lienzo, podríamos tener una impresión estética muy distinta de la obra. Porque de haber sido la obra de Lenbach un acto original imaginado, es decir, objeto de un impulso creativo de pintura, el autorretrato del pintor y su familia habría sido una curiosa, ingeniosa, creativa y original obra de Arte. Porque todos los miembros retratados en la pintura están ahora mirándonos fijamente en una posición entregada y activa de comunicación con el observador (posición imprescindible en una fotografía). Un alarde creativo de vinculación y cercanía al observador no realizado nunca de ese modo en una pintura. Pero se trataba además de una fotografía familiar y todos debían salir lo más agrupados posible. En la fotografía se aprecia ahora la sorpresa, la estupefacción, la tensión de la espera -los posados requerían largo tiempo de exposición-, la incomodidad, la artificialidad de los gestos, la realidad sufrida de un momento determinado -no tanto de un instante- de gran verosimilitud retratista. Porque así éramos los seres humanos cuando nos situábamos ante la exposición forzada, objetiva y real, de una fotografía en el pasado.

El pintor no hizo una copia exacta de esa imagen fotográfica, sino que desarrollaría su propia visión de lo que de una fotografía pudiera representarse en una creación determinada. Y así podemos apreciar en la pintura cómo varía el vestido de su hija mayor -en la obra de Arte es más hermoso y equilibrado que en la fotografía-, cómo transformaría también su gesto, para nada la estupefacción, el cansancio, la sorpresa o la rigidez de su imagen vista en la fotografía. La hija mayor del pintor aparece esplendorosa en la pintura, mejorada extraordinariamente por el Arte. Es ella pero, no es la misma de antes... También suceden esos detalles en el propio pintor, el cual reluce en la pintura más joven, más seguro y menos entumecido que en la placa fotográfica. En la pequeña hija se observa una leve sonrisa en la obra de Arte que en la fotografía no se apreciaba. En la fotografía hay como un suave ademán de cierta temeridad en su mirada. Todos en la pintura mejorarán. Hasta los trazos impresionistas del encuadre hacen de la obra un extraordinario retrato de familia muy sugerente y original. ¿Original? No, realmente original no. Ya no lo era. Fue una copia, y esa particularidad evitará en la pintura el sentido de creatividad total, lo que es el hecho de obtener una imagen desde la única y exclusiva intuición de la mente del pintor, algo que no es una de las virtudes de este retrato de familia. Pero todo lo demás sí lo fue. Con su obra demostraba el pintor alemán la grandeza del Arte. Por eso el Arte no imita nunca la realidad sino todo lo contrario: nos enseña la mejor actitud y la mejor combinación del mundo -también la mejor belleza- para con nosotros mismos y nuestra imagen.

(Óleo Autorretrato del pintor y su familia, 1903, del pintor alemán Franz von Lenbach, Galería Lenbachhaus, Munich, Alemania; Fotografía del pintor Franz von Lenbach y su familia, 1903, del blog Imágenes fotográficas antiguos y clásicos, de Servatius.)

18 de octubre de 2016

El simbolismo y el naturalismo como reflejo de la contradicción de la vida y el Arte.



El final del siglo XIX en el Arte y en el pensamiento fue tan convulso como contradictorio. Y es precisamente por eso por lo que el Simbolismo como tendencia artística  prosperaría ante la indefinición de la época, ante su desvaída forma de expresar las cosas -las simbólicas y las que no- que el mundo tuviese además en ese momento histórico -mayor acercamiento científico-técnico a la sociedad- para comprender la vida y sus misterios. Los creadores son los primeros contradictorios del mundo, es parte de su esencia: crear es diseñar una forma diferente a lo conocido y, como se crea mucho para descubrir el verdadero sentido de lo creado, el autor no será fiel a la causa de las cosas sino solo a sus efectos, sean iguales, contrarios o diferentes. Luego está el pensamiento, la manera racional en que nos acerquemos a lo que sintamos... Y, ¿qué sentiremos? Aquí la vida y el Arte irán unidos porque una es reflejo del otro y al revés. ¿Qué llevará a componer una obra musical tan inmensa, profunda, estimulante y grandiosa como la que crease el gran compositor Wagner? ¿Bastará una vida para esto? Aquí es el Arte -el gran Arte, el musical, el poético, el pictórico- el que solo puede contestarlo. 

Rogelio de Egusquiza (1845-1915) fue un pintor español de extraordinaria factura plástica, cromática y compositiva. Un academicista inicialmente guiado por las maneras clásicas y correctas de la mejor forma de pintar. También fue un músico además. Su formación artística y cultural le llevaría a recorrer Europa hasta encontrar la pasión creadora que su pensamiento -y su Arte- no pudo nunca rehuir, entusiasmado. Porque para él en el descubrimiento de la música de Wagner habría vida, pensamiento y Arte. Descubre el pintor, asombrado, la música de Richard Wagner en París a los treinta y un años. Y ahora habrá que entender lo que un gran creador como Wagner fue capaz de componer musicalmente. Imposible. Se puede escuchar su música, pero, ¿bastará para ello? No. Porque en Wagner hay romanticismo y misticismo, hay funambulismo social y dramatismo lírico, hay música, pensamiento, creación y contradicción. El filósofo alemán Nietzsche (1844-1900) llegaría tanto a amar como a odiar al gran compositor. Porque para el filósofo alemán Wagner es el salvador de la cultura y la alegría más dramática de la modernidad. Con sus obras operísticas y su música genial había llegado a justificar todo el pensamiento que Nietzsche concebía como la fuerza redentora del propio hombre -lejos de tradiciones, de dogmas y de mitologías levíticas- para entender el mundo y su destino en él.

Pero, cuando Wagner decide finalizar en el año 1882 un proyecto diferente, más cercano al refugio sobrenatural del mito cristiano y sagrado del Grial, el filósofo Nietzsche se apartaría de su fascinación wagneriana. Y rechazaría a Wagner por recordar ahora al mundo -otra vez- la redención victoriosa -falsa para el filósofo- del bien sobre el mal gracias a un héroe cristiano -Parsifal-, que apostaría más por la austeridad y la compasión frente a la confianza y fortaleza nietzscheanas. Y entonces el pintor español Egusquiza, absorbido por el mágico acontecer de combinar mito, símbolo, tradición, búsqueda y sacrificio, compuso a principios del siglo XX su serie pictórica sobre la ópera musical Parsifal. En el año 1906 pinta su óleo Kundry, un personaje femenino que, junto a Parsifal y otros, intervienen en la gran obra musical de Wagner. En la ópera el personaje de Kundry representaba el deseo, el engaño, el sueño, el sentimiento y el arraigo. Pero también, finalmente, la redención, el cambio y la transformación luminosa de un espíritu sinuoso ante la verdad aparecida de repente.

El pintor español representará así al personaje femenino wagneriano en su obra de Arte. Vemos aquí ahora la magnífica visión de una mujer que a la vez debe simbolizar todo eso: deseo y sentimiento, engaño, sueño y arrepentimiento..., pero también arraigo.  Es como en la vida y en el Arte. Al final, no vemos sus pies -los de Kundry-, porque están ahí desvanecidos, desvaídos por una luz poderosa que le llegaría de arriba... ¿Cómo es posible que ilumine una luz que procede de arriba tanto algo que está debajo? Por la contradicción. Por la misma contradicción que, en el fondo, llevaría al compositor Wagner a cambiar ahora su pensamiento. Por la misma contradicción que llevaría también al filósofo Nietzsche a recorrer -¿aliviado?- su propia locura. Porque en este óleo modernista es un simbolismo pero también un naturalismo lo que veremos. Otra contradicción...  Porque aquí el gesto, el sentimiento y el aturdimiento del personaje están compuestos naturalmente, también su silueta, su erotismo y su belleza. Pero ya está. El resto es fascinación por la simbología de lo misterioso, de lo subyugador de la vida de los seres efímeros. Y el pintor español lo llevaría a su mayor culminación. Esa misma consecución fascinante que supondrá, para quienes la oigan así, la maravillosa, misteriosa y sobrecogedora música de Wagner.

(Óleo Kundry, 1906, del pintor Rogelio de Egusquiza, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

9 de febrero de 2015

¿Acaso estamos condenados a la desazón?, ¿se nos ha dado un corazón que no conoce el sosiego...?



En los albores de la historia del hombre, en los tiempos en que el ser humano comenzara sus pasos por la antigua Mesopotamia, existió un rey sumerio que daría nombre a uno de los más primigenios y fascinantes poemas épicos escritos nunca, La epopeya de Gilgamesh. Hacia el III milenio a.C. se cree que fueron compilados esos épicos versos mesopotámicos. La leyenda superará en el tiempo a todas, a la bíblica o a la griega, y reflejará las anticipadas inquietudes que el ser humano no habría de dejar de tener en los casi cinco mil años siguientes. Cuenta el poema la desenfrenada vida que Gilgamesh, un rey de Uruk, tuvo abusando de las mujeres de sus súbditos. Entonces éstos invocan a los dioses, divinidades que acabarían enviando a otro ser a la tierra, uno tan despiadado como el rey, para enfrentársele decidido. Pero cuando se encuentran ambos por primera vez, en vez de luchar entre sí se hacen amigos. Así emprenderán ahora ellos juntos aventuras por todo el mundo, luchando contra los seres más poderosos del universo, sean divinos o inmortales. En castigo por tal osadía los dioses hacen que el amigo de Gilgamesh muera en plena juventud. Desolado y afectado por la desaparición de su amigo, Gilgamesh decide continuar solo su viaje, buscando ahora lo que él cree que es el sentido único de todo: la inmortalidad. Pero no la encontrará, será tan solo un ridículo y perdido sueño sin sosiego.

¿Por qué condenaste a la desazón
a mi hijo Gilgamesh,
y le diste un corazón que no conoce el sosiego? 

Cuando el pintor Picasso (1881-1973) abandonase muy joven su propósito de copiar los grandes maestros del Museo del Prado, regresa de nuevo a Barcelona en el año 1899. Y en el ambiente tan abrumado y desolado del país -se acababa de perder la guerra hispano-norteamericana del año 1898- se dejaba notar, por los arrabales y ramblas de Barcelona, la violencia y el desencanto más deprimente. Entonces frecuenta Picasso un local bohemio de la ciudad, Els quatre gats, una cervecería donde conocería a su gran amigo, poeta y pintor Carlos Casagemas. Juntos viajan luego a París en el año 1900 para visitar la gran Exposición Universal. Y no pueden ya dejar de amar ambos esa hermosa ciudad, ahora por las mismas o diferentes razones de cada uno. Se quedan los dos en París y deciden trabajar y vivir los dos juntos en un pequeño estudio. Conocen entonces a dos bellas jóvenes modelos de pintores, Odette y Germaine. Odette comenzaría una relación con Picasso. Pero de Germaine Casagemas queda absolutamente fascinado, enamorado total e imprudentemente... Porque esta hermosa modelo parisina no le ofrecería al amigo de Picasso aquella inmortalidad emocional tan fascinante... Los dos jóvenes pintores regresan a España para las navidades del año 1900, uno para viajar al sur, a Málaga, el otro para quedarse en su ciudad natal, Barcelona.

Casagemas no puede ya olvidar la terrible belleza desdeñosa de Germaine. En febrero del año 1901, solo y sin su amigo, el joven bohemio catalán vuelve a París para insistirle a la bella parisina su amor desaforado. Pero vuelve para nada, Germaine no lo quiere a él. Entonces su corazón se enturbió, acabaría rozando el descalabro más siniestro y despiadado de la vida, ese descalabro que no tiene sentido porque no tiene justificación nunca. Al día siguiente, en el café Hippodrome de París, tomará Casagemas un revólver de su bolsillo para dispararse un tiro en la sien, después de haber intentado antes, sin éxito, dispararle otro a ella. Ahí acabaría, a los veinte años de edad, la vida y los sueños de aquel joven, bohemio y sin sosiego amigo de Picasso. Sin embargo Picasso no regresaría a París sino hasta tres meses después, cuando ya Carlos Casagemas había sido enterrado en Montmartre. Ahora se instala él solo en el mismo estudio que habían tenido ambos amigos. Y decide Picasso muy pronto realizar su primera exposición en París en la galería Vollard. Pero tomará el pintor español además otra decisión, una muy curiosa: abandonará a la voluptuosa Odette por la orgullosa y bella Germaine. Sin escrúpulos. ¿Sin desazón?

La cronología artística de Picasso sitúa en esos años lo que se ha dado llamar su periodo azul. ¿Crear ahora el desconsuelo, crear lo más sufrido o lo más doloroso con ese color tan sosegado? ¿Un periodo azul ahora tan desolado? Qué contradicción, exponer imágenes de cruda introspección metafísica o personal utilizando uno de los colores menos tenebrosos o menos desasosegados del mundo. Pero es que esa es otra de las características del genio creador. Luego de ese periodo Picasso cambia su estilo completamente. Fue un periodo este, el azul, que duraría hasta el año 1904. Pero que lograría superar pronto, como superaría luego todas las emociones que le llevaron por la epopeya tan extraordinaria de su vida. Como Gilgamesh, Picasso utilizaría su Arte para buscar la misma sensación que aquel personaje legendario comprendiera muchos siglos antes: que debe buscarse en lo que solo los dioses dispusieran para ellos mismos, en la inmortalidad. Cinco mil años después, un hombre -Picasso- sí que lo conseguiría. Y no tuvo que luchar ni viajar, ni enfrentarse con gigantes ni con dioses, tan solo con su paleta y su artística grandeza. Aunque dejara aparte también entonces esos mismos escrúpulos tan humanos, esos mismos y tan orgullosos impudores que como milenios antes aquel héroe sumerio ya hiciera.

El escritor alemán Thomas Mann escribiría una vez: ¿Acaso tenemos nosotros morada alguna? ¿Acaso no estamos también condenados a la desazón, no se nos ha dado un corazón que no conoce el sosiego? El astro del narrador -o del creador-, ¿no es acaso la Luna, señora del camino, la peregrina, que avanza ahora etapa tras etapa, dejándolas atrás sucesivamente? El que narra -el que crea- alcanza también entre peripecias etapa tras etapa; pero se limita a plantar la tienda en ellas a la espera de señales que indiquen el nuevo rumbo del camino; y pronto siente latir su corazón, en parte de gozo y en parte por miedo y terror carnal, pero en cualquier caso en señal de que llega el momento de seguir hacia peripecias nuevas que habrá que agotar minuciosamente, en todos sus detalles imprevisibles, para satisfacer la inquietud del espíritu.


(Óleo La habitación azul, 1901, Picasso, Phillips Collection, Washington, D.C.; Cuadro de Picasso, La Tragedia, 1903, National Gallery Art, Washington, D.C.; Óleo Entierro de Casagemas, 1901, donde el autor retrata el cadáver de su amigo siendo elevado por encima de las voluptuosas y despiadadas mujeres que ahora sí le adoran, Picasso, Museo de Arte Moderno de la Villa de París; Retrato de Germaine, 1902, Picasso; Obra de Picasso, El viejo guitarrista, 1904, Art Institute Chicago, EEUU; Lienzo del pintor holandés del siglo XIX Remigius van Haanen, 1812-1894, Paisaje de invierno con Luna llena, 1880, Colección particular.)

1 de enero de 2015

El desgarrado expresionismo frente al sosegado clamor de lo sublime.



Todos habían nacido en el siglo anterior, pero todos vivieron y crearon en los inicios del siglo XX. Establecieron todo lo que el despiadado, esquizofrénico y maravilloso siglo XX supuso en el Arte. Tanto con sus vidas como con sus artes. Fueron herederos de aquel Romanticismo que había surgido un siglo antes de que nacieran, pero que, a principios del siglo XX, no podía llamarse así ya lo que ellos hacían ahora. Fue entonces llamado Modernismo. Era lo más moderno que se hiciera y ellos querían ser los más modernos. Pero lo que hacían no era otra cosa que aquello que habían hecho antes Turner, Delacroix, Byron o Chopin. Algunos nacieron en uno de los lugares más complejos socialmente para nacer en aquella Europa. El continente europeo había vivido la revolución francesa y el liberalismo post-napoleónico, dos cosas que habían cambiado por completo el occidente de Europa. Pero la parte más oriental del continente -el este de Europa- no se dejaría influir aún mucho por esos cambios radicales. Todavía quedarían vestigios del antiguo régimen en esa parte de Europa, ideologías que sobrevivieron a las revoluciones burguesas del siglo XIX. Y el Imperio Austro-Húngaro fue uno de ellos, el más importante vestigio de eso por entonces. Políticamente fue muy rígido, socialmente fue medio abierto y culturalmente fue muy innovador. Una mezcla imposible de prosperar sin desestabilizar a mente alguna. Y en este caldero tan propicio y contradictorio nacieron algunas de las figuras que más cambiaron el siglo XX en Europa.

Una de ellas nació en el difícil entorno de la Viena suburbial de entonces con grandes diferencias sociales y económicas. Emil Schindler (1842-1892) debía haber tomado la carrera militar, una salida económica para familias pequeño burguesas que deseaban prosperar en un mundo jerarquizado y elitista. Sin embargo, él quiso pintar. Debía hacerlo bien. En aquellos años pintar bien era motivo para triunfar en sociedad; otra cosa era triunfar en el Arte, algo que precisaba más que sólo pintar bien. Sólo a partir de los cuarenta años pudo Emil Schindler vivir gracias al Arte. Su correcto impresionismo gustaba a las clases adineradas de Viena, y la monarquía austrohúngara le contrataría en el año 1887 para retratar parte de su vasto, diverso y complejo imperio. Pero, antes de eso nacería su hija Alma, una de las mujeres que más influirían en la vida y la cultura de comienzos del siglo XX. Su padre, curiosamente, no la motivaría hacia la pintura. Emil Schindler trató de que su hija Alma se aficionase a la literatura o a la música. Tal vez vio que la pintura no era, exactamente, lo mejor que a ella se le diese. O, tal vez, comprendió que la pintura por entonces, finales del siglo XIX, dejaría de ser aquel Arte extraordinario para sufrir ahora, como lo hizo, uno de los cambios más radicales que pudiera padecer. Pero, sin embargo, no fue así con la música o con la literatura, artes con los que no se percibían tanto o tan pronto los cambios de la vida, de los gustos o de las tendencias de la sociedad. Y es así porque la pintura es el medio más expresivo y evidente de los cambios sociales y culturales de una civilización, algo que no siempre será condicionado tanto o tan pronto por los gustos o deseos más tradicionales. Y tanto atendería Alma a su padre que se convirtió en compositora y acabaría casándose con uno de los mayores genios musicales de entonces, el gran compositor Gustav Mahler (1860-1911), alguien que revolucionaría por completo la música clásica y los gustos musicales del siglo XX.

Pero, es difícil que personalidades grandes oculten a otras que quieran serlo también. Para Alma Mahler (1879-1964) la música había sido su pasión frustrada. Alguien le dijo una vez: o se dedicaba a la composición de modo decidido o se dedicaba a la vida social. En todo caso, que mejor hiciera esto último para triunfar... Gustav Mahler no pudo seguir seduciendo a Alma tanto como lo había hecho con su sublime y maravillosa música. Apasionada y frustrada a la vez, Alma se envolvería en una adúltera pasajera relación en el año 1910 con el arquitecto alemán Gropius -creador de la escuela Bauhaus años después en Alemania-. Gustav Mahler fallece muy pronto en el año 1911 y ella entonces trata de terminar las sinfonías inacabadas de su esposo. En aquella Viena grandiosa, Alma se convertiría en una deseada viuda, hermosa, joven y de talento, alguien que ambicionaba conciliar dos cosas muy difíciles de conciliar en este mundo: la pasión y el éxito. Un año después de la muerte de Mahler, Alma contrataría para un retrato suyo a uno de los nuevos pintores de aquel Modernismo vienés de principios del siglo XX, Oskar Kokoschka (1886-1980). Ella entonces le tocaría al piano alguna balada romántica de Wagner..., y comenzaron así una atormentada relación. Años después, Alma escribiría: Un día Oskar se levantó contrariado, tomó las fotografías de Mahler y las besaría una por una, fue como una magia blanca para tratar de sosegar los oscuros impulsos celosos de su interior.

Estaba claro que el pintor no pudo soportar la feroz rivalidad -no sólo artística sino emocional- del genio muerto años antes. Kokoschka entraría entonces en una pasión enfermiza por el desdén insoportable de su esposa. Este desprecio amoroso se enfrentaba al absorbente y opresivo, casi expresionista, fuerte deseo de él. Oskar Kokoschka solo pudo calmarse con su obra tan expresiva, emotiva y apasionadamente obsesiva. Como ejemplo de aquella inútil pasión crea su obra de Arte La novia del viento en el año 1913, donde representa, de modo muy expresionista, a ellos dos simbólicamente unidos como unos amantes contradictorios, ella dormida y él despierto. Alma Mahler volvería a dejar de lado la pintura, asustada ahora por la enfermiza forma expresiva de representar su amante sus vidas y su pasión. No pudo dominar aquella pasión tan fuerte, acostumbrada como estaba a tratar con hombres más débiles, sensibles o necesitados. Alma volvería de nuevo con Walter Gropius (1883-1969), con quien se casaría, desesperada, en el año 1915. Pero nunca funcionaría la relación, divorciándose del arquitecto alemán en 1920. Antes de esto, sin embargo, había llegado a sucumbir en los brazos de otra tendencia cultural que su padre también le aleccionara de niña: la literatura. Con el poeta y novelista austríaco Franz Werfel (1890-1945) comenzaría Alma un flirteo cultural que acabaría en matrimonio en el año 1929. Werfel, a diferencia de Gropius, disponía de una convencida pasión por la música, a pesar de ser judío y menos atractivo. Acabaría así Werfel por convencer a Alma, sobre todo a causa del desesperado temor de ella por el paso del tiempo y de la belleza. Sin embargo, a Franz Werfel no le importaba nada todo eso, para él ella seguía siendo todavía aquella extraordinaria mujer, tan esplendorosa y fascinante.

Muy pronto llegaría con los años el gran exorcismo sociológico del siglo XX: la cruel Segunda guerra mundial y sus desastres sociales y humanitarios. Pocos años antes de eso, la Viena liberal y democrática caería bajo la influencia del nazismo. Tuvieron entonces Alma y Franz que marcharse a Francia en el año 1938. Pero, en el año 1940, el país galo también acabaría ocupado por tropas alemanas. Así que decidieron refugiarse en el sur de Francia, lejos del fragor belicista y opresivo del norte. En una pequeña población de los Pirineos franceses fueron acogidos, muy amablemente, por las monjas católicas de un santuario milagroso, Lourdes. Entonces la curiosidad y el agradecimiento del poeta llegaron a provocar en su mente judía una promesa melancólica: si saliesen vivos de Francia llevaría a cabo una gran obra literaria para dar a conocer a todo el mundo la historia de aquel desconocido santuario. Así concebiría Franz Werfel su famosa novela La canción de Bernadette, publicada en el año 1941, cuando llegasen a Nueva York, después de pasar por España y Portugal, camino ahora de su propia salvación y la de Alma.

(Óleo expresionista de Oskar Kokoschka, La novia del viento, 1913, Basilea, Suiza; Óleo impresionista del padre de Alma, Emil Schindler, La canción de la Tierra, 1890; Retrato fotográfico del compositor Gustav Mahler, 1900; Retrato fotográfico de Alma Mahler, 1902; Fotografía del arquitecto alemán Walter Gropius, 1922; Autorretrato, del pintor Oskar Kokoschka, 1919, Leopold Museum, Viena, Austria; Obra expresionista de Oskar Kokoschka, Amantes con un gato, 1917, donde el pintor compuso a Alma y a él como una alegoría de lo imposible; Imagen fotográfica del pintor Kokoschka ante su obra, 1943; Fotografía del pintor Oskar Kokoschka con su esposa Olda Palkovská en Londres en 1939; Cuadro expresionista de Oskar Kokoschka, Londres y el Támesis, 1959, Tate Gallery, Fundación Oskar Kokoschka; Imagen fotográfica de Alma Mahler y Franz Werfel, 1941, Nueva York; Imágenes fotográficas de Alma Mahler Werfel en Nueva York, 1960.)

10 de diciembre de 2014

La reinvención del Arte se basará en el realismo de la vida, el de la más normal y pasajera.



Cuando el romántico y realista -y casi impresionista- pintor Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875) crease en el año 1843 su lienzo Marietta, no pudo sospechar entonces lo que su gesto artístico supondría luego en la historia. Corot sería precursor de otras tendencias posteriores, como los impresionistas, que se inspirarían en él para comprender que la luz y el instante elegido podían ser elementos esenciales para la creación artística. Pero antes de eso, antes de alumbrarse el Impresionismo en el mundo, crearía Corot un desnudo de mujer como aquellas clásicas odaliscas o heroínas hermosas pintadas de antaño. Pero ahora, a cambio, solo plasmaría el pintor francés a una simple y vulgar prostituta de Roma. Y no sólo eso sino que ahora su composición no era tan elaborada ni decorada ni arrebatadora sensualmente como lo había sido antes. No, ahora su obra de Arte solo fue la simple imagen desnuda de una vulgar mujer tendida en un catre. Nada más. Y nada menos... Corot fue el primer pintor que desarrollaría eso que, mucho tiempo después, se acabaría llamando Modernismo. El escritor y poeta francés Baudelaire (1821-1867) lo entendería también así. En el año 1863, veinte años después de que Corot pintara su Odalisca romana, Baudelaire escribiría su ensayo El pintor de la vida moderna. En su escrito quiso reflejar el ofuscado poeta la experiencia fluctuante y efímera de la vida moderna, la responsabilidad que tendría el Arte ahora de captar esa nueva experiencia existencial. Así empezaría la modernidad. La definió Baudelaire diciendo que: era lo transitorio, lo contingente, lo fugitivo, la mitad del Arte, cuya otra mitad sería lo eterno o lo inmutable representado por el Arte clásico de antes. Pero que ahora el Modernismo debía incorporar lo no eterno, lo vulgar y lo pasajero.

Algo difícil de obtener en el Arte de entonces. Sin embargo, había motivos para conseguirlo y Corot fue el primero que comprendió que lo contingente del Arte no podría ser ya tan elaborado, no podría ser tan perfilado como lo había sido antes, con aquellos académicos rasgos excelsos de la Pintura más consagrada. Así nacería el Modernismo, aunque aún muy tímidamente. Porque aún tendrían que pasar más años hasta poder llegar al Arte más moderno. La famosa actriz de teatro Sara Bernhardt (1844-1923) fue la primera que comprendería, desde que empezara a declamar sus dramas por los teatros de Europa, que la naturalidad de la vida normal debía sustituir el histrionismo rígido y alejado de las actuaciones clásicas tradicionales. Y así lo hizo ella, y triunfaría en todas las ocasiones que su arte interpretativo tan realista le permitiera hacerlo. Con ella comenzaría el nuevo teatro y las nuevas formas de interpretarlo. El Realismo en el Arte tiene, básicamente, dos formas de entenderse: una forma es la descripción natural de la vida normal y vulgar de los hombres (el Barroco fue el primer estilo artístico que lo hizo así), otra forma es el verismo fiel a las cosas de la naturaleza, es decir, pintar las cosas como son realmente, no sólo en sus detalles sino en su realidad más cercana a la visión exacta de las cosas, a su reflejo real que los ojos humanos vean, algo que solo empezaría a producirse a mediados del siglo XIX.

Y el color es algo muy significativo para dilucidar ambos modos. Porque las cosas no son tan contrastadas en la vida real como el Barroco las pintase, sin embargo, con sus colores exagerados o no tan conformes a como son reflejados por la propia luz de las cosas. Pero, tampoco la perfección real del cuerpo de las personas o la proporción exacta ante el resto de las cosas o el reflejo real que de la luz natural sus cuerpos emitan a los ojos receptores. Además de la autenticidad que, de sus propias imágenes, pudiera obtenerse de esa verdad representada en una obra, algo que de estar dentro de la escena retratada el propio receptor así lo viera. El creador francés Aimé-Nicolas Morot (1850-1913) fue un ejemplo del más sublime verismo en el Arte académico y realista de finales del siglo XIX. Fue un dibujante extraordinario y un recreador de la verdad en sus diversas facetas artísticas más estéticas. Sin embargo, su modernismo no fue tal porque no cumpliría aquel sentido existencialista del hombre moderno que hablara Baudelaire. Sus obras son representaciones de gestas históricas o legendarias que siempre se habían representado en el Arte. ¿Qué interés podría tener descubrir el perfecto perfil anatómico de un vulgar personaje? Es por lo que estos pintores tan escrupulosamente realistas crearon obras de seres humanos reconocidos en la historia o en la leyenda -Herodías o el Buen Samaritano-, y no de representaciones de seres normales, genéricos, vulgares o banales.

Tuvo que llegar la posmodernidad a finales del siglo XX para crear ahora las cosas de otra forma. La posmodernidad era algo impreciso de entender, pero que, ahora, asesinaba por la espalda a la modernidad utópica de antes, esa que tanto Oscar Wilde como Baudelaire habrían jurado que nunca algo así jamás pudiera morir. Sin embargo, aún mantendría una de las dos cosas que el escritor decadentista francés había augurado: la fugacidad de la vida reflejo de la existencia efímera de los seres sometidos a su influencia. Y, así, acabarían llegando luego el Hiperrealismo, el Realismo más fotográfico o el Superrealismo. La verosimilitud de la escena retratada se ha conseguido extraordinariamente en el Arte, como es el caso del pintor chileno Claudio Bravo (1936-2011) y su obra Venus del año 1979. A diferencia de Corot, el pintor chileno nos sorprende iconográficamente ahora: ¿es una fotografía o no lo que vemos? En la obra superrealista de Bravo el Arte trastoca claramente aquel sentido de modernidad. Ahora la postmodernidad del pintor chileno le llevaría a sublimar lo eterno del Arte en una eternidad nada gloriosa, ni idealizada ni reflejada en ningún alarde más allá de la fidelidad exacta de la imagen a la naturaleza. Sin embargo, la pintora brasileña Marta Penter (Porto Alegre, 1957) sí consigue aquella otra mitad efímera del Arte, esa mitad que nos describe a nosotros, seres humanos desconocidos o perdidos, en un mundo conocido y real. Porque es ahora la necesidad del ser humano de verse a sí mismo, de reflejarse de cualquiera de las posibles maneras naturales que la vida actual obligue. Pero con belleza, sensualidad y originalidad artísticas. También, con las sutiles formas de aquellos detalles naturalistas del Barroco clásico, aunque, sin embargo, sin los colores tan grandilocuentes ni tan disconformes a la naturaleza o la vida.

(Imagen reproducida -sin color- de un óleo del pintor Aimé-Nicolas Morot, Herodías, 1880, Francia; Óleo de Aimé-Nicolas Morot, El Buen samaritano, 1880, Museo de Bellas Artes de París; Cuadro de Camille Corot, Marietta, Odalisca romana, 1843, Museo de Bellas Artes de París; Obra del pintor superrealista Claudio Bravo, Venus, 1979; Óleo del pintor modernista y orientalista francés Georges Clairin, Retrato de Sara Bernhardt, 1871, Francia; Detalle azulado de una imagen fotográfica de Sara Bernhardt, del fotógrafo Felix Tournachon, conocido como Nadar, 1865, París; Imagen fotográfica original de Felix Tournachon, 1865, Retrato de Sara Bernhardt; Cuadro hiperrealista de la pintora Marta Penter, Pintura realista en óleo, 2009; Imagen fotográfica de la pintora Marta Penter creando su obra, 2009; Óleo barroco del pintor español Juan Bautista Maíno, Adoración de los pastores, 1614, Museo del Prado; Detalle de la misma obra de Maíno, con los reflejos realistas del Barroco en una imagen.)

1 de diciembre de 2014

La representación de una controversia legendaria: la imagen en el Arte de una desconocida mujer.



En el año 1847 fue descubierto un manuscrito fechado en el siglo VI, d. C. en un monasterio cristiano de Egipto. Fue llevado a Inglaterra y archivado en el Museo Británico durante años, donde los legajos hallados fueron olvidados como tantos originales padecieron al ser llevados a Londres desde los confines del mundo. Nunca se tradujo ni estudiaría el manuscrito. Y así estuvo hasta que la profesora Karen King lo ha desmenuzado y traducido por primera vez, analizando los antiguos caracteres escritos en el legajo en lengua siríaca, dialecto del arcaico idioma arameo de la época de Cristo. El antiguo papiro forma parte de una obra redactada en el siglo VI por el obispo Zacarías de Mitilene (465-536), La Historia Eclesiástica. Hasta aquí no hay nada extraordinario, existen miles de manuscritos archivados en distintos museos o centros de todo el mundo escritos durante los años más oscuros del Cristianismo (desde el siglo I al siglo VIII). Casi todos cuentan las historias o leyendas que sus autores interpretaron de sus antecesores que se lo habrían contado a ellos. Pero en este polémico manuscrito copto hay una palabra que transformaría por completo el significado de algo muy poco conocido.

Existe un personaje femenino nombrado en los evangelios como María aparte de la madre de Jesús. Es una mujer que participa -según los evangelios- en el grupo de seguidores de Jesús. Porque en los evangelios se describen tres Marías: María de Betania, hermana de Lázaro el resucitado; María de Magdala, que da nombre al personaje santificado por la Iglesia (Católica, Ortodoxa y Anglicana), y finalmente el confuso personaje de una pecadora llamada también María de Magdala que solo describe el evangelio de Lucas. La cuestión es: ¿es la misma persona?, ¿fue la misma mujer? Hoy la Iglesia Católica zanja la cuestión: son diferentes personajes. Ello despeja la confusión y hace a María de Magdala la santa discípula de Jesús y no la pecadora. Sin embargo, la historia del Arte desde el siglo XV ha representado a esta santa con el cariz arrepentido de un personaje malogrado consecuencia de las más humanas y perdidas condiciones libidinosas. En esta selección de obras se aprecian el sesgo que los pintores dieron a María Magdalena en la historia: a veces como penitente, a veces como entregada y a veces como desolada. El pintor sevillano Murillo la pinta muchas veces, no sé si más o menos que sus purísimas, pero casi. Lo que sucede con este creador español es que sus obras que no son vírgenes han sido expoliadas o vendidas a museos de todo el mundo. Pero Murillo consigue con su excelente trazo barroco realizar algunas de las mejores imágenes de la Magdalena. Otro pintor que expresa su elogiosa figura sensual lo fue Annibale Carracci. En su obra este creador italiano llega a conseguir expresar el misterio más confuso de todos los de la magdalena: una mujer representada aquí que piensa ahora de un modo más racional que piadoso.

Otras obras de Arte que se han asignado a su representación -a veces los autores no titulaban exactamente como María Magdalena sus creaciones- es la imagen de una mujer medio dormida y meditabunda, casi melancólica -la obra se llama La Melancolía-, y que vemos en dos versiones barrocas de la misma pintora italiana Artemisia Gentileschi (1593-1654). Una se sitúa en el Salón de los Tesoros de la catedral de Sevilla (España), la otra en el Museo Soumaya de México, D.F. Pero además de la diferencia de conservación de cada obra, vemos como la obra que se encuentra en Sevilla es diferente -cubierta con un pañuelo su torso más- porque se aprecia la adaptación estética a los motivos ideológicos de una censura eclesiástica rigurosa. Es de suponer que al encontrarse en una catedral los motivos sensuales de la pintura fueran cubiertos claramente. La polémica -existió o no- sobre la Magdalena está ligada a la realidad literaria de la leyenda evangélica. Nada se sabe de lo que sucedió en Jerusalén entre los años 28 y 33 de nuestra era con los personajes evangélicos relatados. El que la profesora británica King haya descubierto, traducido e interpretado, en una línea del manuscrito copto lo que, según ella, dice ese evangelio: Jesús les dijo, mi esposa..., no despeja realmente nada de la realidad histórica del hecho. Es por lo que la iconografía del Arte de la Magdalena representará siempre la única confusión racional que puede interpretarse: el vínculo entre lo humano y lo divino, entre lo material y lo espiritual. Y eso lo consigue el Arte en sus obras místicas -y no tan místicas- con la misma sutileza y sinceridad con las que transpasaría las formas, los colores o las sombras de todas las grandes creaciones artísticas del mundo: con el genio más inagotable, justificador y subyugante de siempre. 

(Cuadro El sueño de María Magdalena, 1914, del pintor búlgaro Goshka Datzov, Galería Nacional, Bulgaria; Óleo Magdalena penitente, 1650, Murillo, Museo del Prado; Extraordinario lienzo del pintor Paolo Veronés, La conversión de María Magdalena, 1547, National Gallery, Londres; Óleo romántico del pintor español Domingo Valdivieso, El descendimiento, 1864, Museo del Prado; Detalle de la obra de Valdivieso, Museo del Prado; Obra María Magdalena o Melancolía, 1622, Artemisia Gentileschi, Sala del Tesoro, Catedral de Sevilla; Óleo María Magdalena o Melancolía, 1622, Artemisia Gestileschi, Museo Soumaya, México, D.F.; Obra del pintor Annibale Carracci, La Magdalena penitente, 1598, Museo Fitzwilliam, Cambridge; Óleo del pintor barroco Carlo Sellitto, Magdalena penitente, 1610, Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles; Óleo de Murillo, María Magdalena, 1655, Museo de Arte de San Diego, California; Cuadro La Magdalena o santa Taís, 1641, José de Ribera, Museo del Prado, Madrid.)

28 de noviembre de 2014

Arte y Belleza, dos cosas compatibles pero que no siempre contiene una a la otra.



La belleza existe en casi cualquier cosa de este mundo que sea propia a emitir signos de equilibrio, medida y gusto. Este placer estético es abundante y puede hallarse en muchas cosas de la naturaleza con solo mirarlas de otra forma. También en aquellas otras cosas que no lo posean propiamente. Porque son cosas que luego, tiempo después, no son las mismas que antes y producirán luego incluso una belleza desconocida, nueva, si son observadas ahora de otro modo diferente o bajo otras condiciones distintas. Entretejidas de un modo nuevo tal que no correspondan a lo que aquella vez vimos antes de ellas. Y todo esto aunque luego volvamos a ignorarlas también, desdeñosos. Pero en el verdadero Arte eso, sin embargo, nunca se dará. Si queremos entender lo que es el Arte deberemos comprender antes la diferencia entre una cosa que puede a veces producir belleza, de algo que siempre la produce. Y no solo esa belleza permanente produce el Arte, es decir, no solo equilibrio, medida o gusto, sino que motivará además en el espíritu humano algo más todavía: un inacabable gozo de identificación estética con lo que percibamos satisfechos. 

La sensación interior que experimentamos en el momento en que percibimos belleza es como una impronta plástica de rasgos emotivos o espirituales en lo más profundo de nuestra conciencia. Por esto cuando miramos un cuadro sin ser una obra maestra, o algo tan solo aparente de belleza, pero que no es Arte en verdad, solo percibiremos un vago placer efímero que desaparecerá tan pronto hayamos encontrado otra cosa tan bella que lo sustituya. En el auténtico Arte, sin embargo, nada de eso sucederá.  Nicolás Poussin (1594-1665) fue uno de los más importantes creadores del Barroco con los que poder comprender el Arte, su belleza y su verdad misteriosa. Y si nos sucede lo contrario no está en el Arte sino en nuestra impenitente naturaleza insatisfecha. En pleno momento del Barroco, cuando la belleza habría alcanzado las mayores cumbres de la representación de la historia, un pintor que amaba profundamente las pautas clásicas del arte, alcanzaría parte de esa  grandiosidad con la más simple de las cosas que pudieran representarse. En su obra Teseo encuentra la espada de su padre vemos un escenario clásico derruido además de un paisaje frugal, lejano y monocolor donde se representan tres figuras deslucidas de belleza. Pero en ellas hay, sin embargo, algo más de lo que reflejan esas pinceladas sutiles y nostálgicas del pintor francés.

Tres personas están ahora bajo las sombras de un ruinoso edificio clásico. Un hombre trata de levantar, difícilmente, una losa del suelo y dos mujeres le miran llevar a cabo el esfuerzo que hace. Todo correctamente dibujado: las columnas perfectas, los arcos grandiosamente perfilados y separados por el arquitrabe destacado, tan perpendicular, a las columnas dóricas. También extraordinaria es la perspectiva geométrica, que acerca y da profundidad a los personajes clásicos. Las figuras de los personajes no son nada hieráticas, apenas endiosadas y revestidas de un misterio peregrino contrastado por el alarde pedestre de querer descubrir lo oculto bajo la piedra. El gran Arte siempre trataría de contar alguna historia, leyenda o mito escondido entre sus entramados artísticos de colores, trazos o distancias. Este tipo de representaciones era obligada en el canon académico de entonces -el siglo XVII-, algo fundamental para ejecutar una obra de Arte clásica. En esta obra de Poussin se cuenta la leyenda griega de Teseo. Este es un héroe ateniense que nace huérfano de padre y su madre ahora -en la imagen con su hija- le anuncia quién fue su verdadero padre -el rey Egeo- y qué le habría dejado en herencia: las armas y su legado regio y espiritual...  Pero, sin embargo, todo eso está oculto ahora bajo la losa pesada de un grandioso templo en ruinas. Qué mejor excusa para elogiar el mundo clásico de virtudes humanas que recogen los héroes con su legado espiritual, a pesar de estar escondidas o perdidas en ruinosos, abandonados o desolados lugares del mundo. En la obra su madre le indica el lugar exacto y Teseo se esfuerza en descubrirlo, una metáfora ahora del Arte. Porque todo está representado en la obra: la Belleza y el Arte pero también la magia de la vida, la fuerza del destino o la consagración inevitable y virtuosa al sentido del mismo.

Con un parecido conjunto iconográfico vemos otra imagen distinta en una obra de Arte más moderna. Pero ahora sustituyendo las columnas dóricas por un vallado pedestre, los héroes clásicos por un conjunto de niños y la leyenda elogiosa por un infantil escenario de arrabal. También hay una perspectiva como la de antes, aunque ahora, a cambio de la sagrada piedra ruinosa, vemos los simples tableros de madera de un vulgar vallado de ciudad. Esta obra decimonónica titulada Una Reunión fue pintada por la artista ucraniana María Bashkírtseva (1858-1884). Pero ella, que consiguió crear imágenes correctas, reflejo de una época y de un momento social, no alcanzaría la gloria por su pintura. Pasaría a la historia más por su vida contada que por su Arte pictórico, es decir, por cómo contó su vida y cuándo lo hizo. Cómo porque fue desgarradoramente sincera en su diario; cuándo porque lo terminaría poco tiempo antes de morir. Así consiguió la fama, contando una historia que no alcanzó a llevar a ningún lienzo para representarla. En su despiadado diario dejaría escritas cosas como éstas: Es una naturaleza desafortunada la mía; yo querría una armonía exquisita en todos los detalles de la existencia. A menudo las cosas que pasan por elegantes o atractivas me chocan por no sé yo qué falta de arte, o de gracia particular. ¿Naderías? Todo es relativo. Y si una espina nos hiere tanto como un puñal, ¿qué es lo que los sabios tienen que decir? Desaparecería María Bashkírtseva a los veinticinco años de edad de una tuberculosis maligna, habiendo dejado un legado de pintura y escultura que no alcanzarían, sin embargo, la belleza de su obra literaria. 

Cuando la ciudad italiana de Bolonia se planteó construir una grandiosa catedral en el siglo XIV, sus promotores quisieron que fuese la más grande de todas las edificaciones sagradas de la cristiandad, incluida la basílica de San Pedro en Roma. Y así lo fue. Su nave es inmensa, su altura descomunal y su volumen arquitectónico albergaría al sagrado templo junto a las capillas y los retablos más artísticos elaborados entonces. Sin embargo, su fachada gótica, su apoteósica fachada proyectada como una espléndida decoración para los transeúntes, no pudo ser acabada nunca. Y así sigue hoy. A lo largo de los siglos fue interrumpida su decoración de mármoles aguerridos. A finales del siglo XV fueron convocados escultores para que tallaran el mármol con escenas bíblicas para su fachada inacabada. Uno de aquellos escultores lo fue la desconocida artista Properzia de Rossi (1490-1530). Apoyada por su padre aprendería de artistas boloñeses a cincelar el mármol en aquel Renacimiento lleno de atrevimiento, sutileza y clasicismo. Fue contratada en Bolonia para esculpir el mármol de la fachada de su catedral con alguna leyenda bíblica. En una de esas esculturas representó Properzia de Rossi la leyenda de José, el hijo menor del patriarca bíblico Jacob, que alcanzaría la sabiduría más providencial en la altiva corte del faraón de Egipto. Expresaba el relieve el momento en que la esposa de Putifar -alto cargo del faraón- atropellaba a José tratando de seducirlo, pero éste se resiste decidido como la leyenda bíblica contaba orgullosa. Properzia se atreve, ¡en el año 1520!, a esculpir entonces una de las primeras mujeres con los senos desnudos en un relieve artístico. Tal belleza consiguió que fue envidiada por otros escultores, que trataron entonces de denostar su figura y su Arte. Diez años después de realizar aquel bajorrelieve, moriría Properzia en la más desolada situación artística, desprestigiada por la maledicencia y por una de las peores ofensas creativas: la envidia.

(Óleo Teseo encuentra la espada de su padre, 1638, Nicolás Poussin, Museo Condé, Chantilly, Francia; Cuadro La Reunión, 1884, María Bashkírtseva, Museo de Orsay, París; Fotografía de María Bashkírtseva, París; Lienzo de María Bashkírtseva, Autorretrato con paleta, 1882, Museo Bellas Artes de Niza, Francia; Óleo En el estudio, 1881, María Bashkírtseva, Museo de Arte de Dnipropetrovsk, Ucrania; Bajorrelieve José y la mujer de Putifar, de la escultora Properzia de Rossi, 1520, Museo de San Petronio, Bolonia, Italia; Fotografía de la Basílica de San Petronio, Bolonia.)