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11 de octubre de 2011

Una redacción salvó un museo de Arte, nos salvó a todos hace más de cien años.



A mediodía del dieciocho de julio del año 1891 se llegaría a producir en Madrid algo por lo que muchos españoles temblaron de pánico por entonces. Un pequeño incendio se declararía en el Museo del Prado madrileño. Afortunadamente pudo controlarse pronto y las joyas del mundo del Arte no sufrieron ni siquiera su calor. Pero sólo tres días después -¡horror, sólo tres!- un incendio se produciría en el Museo del Prado de nuevo. También, afortunadamente, sólo fue un intento fortuito y lamentable, algo que no llegaría a más. Se había propagado el fuego por una de las estancias más importantes del Museo entonces, la llamada Gran Sala de la reina Isabel II. En los años del triunfo racionalista, académico, científico e ilustrador del siglo XVIII el gran rey español Carlos III promovió, gracias a unos ministros eficaces, la construcción de un grandioso edificio para albergar instituciones académicas y científicas que, por entonces, proliferaban por las cortes europeas ilustradas. El edificio, diseñado por el arquitecto español Juan de Villanueva, tenía el estilo propio de su momento artístico, un neoclasicismo racional embellecido además por sus grandiosas columnas toscanas, un estilo requerido por las nuevas formas y maneras con las que se identificaba la época. Para cuando la gran obra finalizaba el rey Carlos III no pudo ya verla. Pero el monarca español no sería el único que no pudiese verla terminada para lo que originalmente fue diseñada. Nunca se pudo inaugurar para lo que aquellos hombres ilustrados quisieron hacerlo. La pronta guerra de la Independencia frente a Napoleón durante los años 1808 al 1813 la convertiría en un cuartel improvisado para los franceses. Además, las planchas de plomo de sus tejados neoclásicos dejarían de ser una protección a lo que pudieran albergar entonces. Todas esas planchas de plomo se acabarían convirtiendo en balas de armamento.

Años después de finalizar la guerra el nuevo rey Fernando VII -motivado por su esposa Isabel de Braganza- impulsaría la remodelación de aquel grandioso edificio de Villanueva en otra cosa. En el año 1818 desearon el matrimonio regio utilizar ese magnífico lugar para custodiar todas las maravillosas obras maestras de la pintura universal acaparadas durante siglos por la corona española. Con los años se ampliaron varios recintos anejos al edificio principal, hasta que se terminara un área central absidial en el año 1853 durante el reinado de Isabel II. Entonces se decidiría dedicar ese espacio para una nueva sala que concentrase todas las grandes obras maestras. Este extraordinario lugar situado en una planta principal -lo que permitiría observar además las estatuas grecorromanas de la planta inferior-, concentraría por entonces una maravillosa muestra de Arte, muy variada y mezclada, de la más alta generación artística nunca resguardada en parecido espacio museístico jamás. Un crítico español de entonces llegaría a decir de ese lugar: Rafael y Velázquez juntos; Rubens y beato Angélico; Tiziano y Ribera, etc..., todos en nefando contubernio, se perjudican de modo deplorable y sería menester tener la retina de bronce para no sacarla herida de la contemplación de tales contrastes. Lo lógico, lo natural, lo indispensable es arreglar los cuadros en orden cronológico, exponiendo juntos los de un mismo autor y después los de sus discípulos, que es el modo de hacerlos lucir más. El barullo actual es bochornoso.

Cuando se celebraron los homenajes por el tercer centenario del nacimiento del gran Velázquez durante el año 1899, el Museo del Prado sustituyó aquellas pinturas inconexas por una selección de obras maestras de este genio sevillano del Arte barroco. De ese modo pasarían gran parte de sus obras a la Sala de Isabel II. Entonces nadie protestó, tan merecido respeto traería a todos el encumbramiento del Arte español de la mano de uno de sus más grandes, creativos, originales y geniales pintores. El Liberal fue un periódico español que se editaría por primera vez en Madrid en mayo del año 1871. De marcado progresismo para el momento conservador de entonces en España, defendía una nunca vista libertad de prensa con rigor, imparcialidad y amenidad periodística. En ese diario se publicaría en noviembre del año 1891 un artículo que llevaría a muchos lectores a alarmarse, corriendo incluso, en aquella fría mañana madrileña hacia el Museo del Prado. Escrito por uno de los mejores redactores tenidos entonces en España, no se le ocurrió otra cosa mejor al periodista madrileño que, desde la más fina ironía, llegar a las conciencias de todos los españoles para evitar lo que, según él creía, algún posible y fatídico día pudiese llegar a ocasionar la más trágica emoción universal que pudiera producirse...  Escribió por entonces, entre otras cosas, esto:

A las 2 de la madrugada, cuando ya no nos faltaban para cerrar la presente edición más que las noticias de última hora que suelen recogerse en las oficinas del Gobierno civil, nos telefoneaban desde este centro oficial las siguientes palabras, siniestras y aterradoras:

- El Museo del Prado está ardiendo.

La premura del tiempo y lo angustioso de las circunstancias nos impiden entrar ahora en pormenores acerca de la fundación del Museo de Pinturas, ni en la descripción de sus espléndidas salas, ni en las reseñas de sus riquísimos tesoros.

Tiempo nos quedará -si la jettatura del señor Cánovas no acaba con todos los españoles de una vez- para recordar a la patria lo que a estas horas está perdiendo, como lo pierden también la Humanidad y el Arte, por culpa de la imprevisión oficial.

Sí; la maldita y sempiterna imprevisión de nuestros gobiernos ha sido el origen de esta tristísima catástrofe. Parece ser que el fuego se inició en uno de los desvanes del edificio, ocupados, como es sabido, a ciencia y paciencia de quien debía evitarlo, por un enjambre de empleados y dependientes de la casa.

Un brasero mal apagado, un fogón mal extinguido, un caldo que hubo que hacer a media noche, una colilla indiscreta... y ¡adiós Pasmo de Sicilia!, ¡adiós cuadro de las Lanzas, ¡adiós Sacra Familia del Pajarito!, ¡adiós Testamento de Isabel la Católica!, ¡adiós, Vírgenes y Cristos, Apolos y Venus, héroes y borrachos, reyes bufones, diosas de Tiziano y anacoretas de Ribera, visiones de Fra-Angelico y desahogos de Teniers!

El incendio está en todo su horrible apogeo, y el Museo del Prado, gloria de España y envidia de Europa, puede darse por perdido. Con lágrimas en los ojos, cerramos apresuradamente esta edición, reproduciendo la siguiente carta que nos envían desde el sitio del siniestro:
"Amigo y Director: Creo que, para ser esta la primera vez que ejerzo de reporter, no lo hago del todo mal. Ahí va, en brevísimo extracto, la reseña de los tristes sucesos...que pueden ocurrir aquí el día menos pensado.

Tuyo,"
Mariano de Cavia.

(Extracto del artículo La catástrofe de anoche, del periodista Mariano de Cavia, publicado en el periódico El Liberal de Madrid el 25 de noviembre del año 1891).


(Fotografía del Museo del Prado, con la estatua de Velázquez; Óleo del pintor flamenco David Teniers, El archiduque Leopoldo en su Galería de Pinturas en Bruselas, 1650; Óleo El Pasmo de Sicilia, del pintor del renacimiento italiano Rafael Sanzio, 1516; Cuadro Un Anacoreta, siglo XVII, del pintor español José de Ribera; Cuadro del pintor sevillano Murillo, Sacra Familia del Pajarito, 1650; todas estas pinturas ubicadas en el Museo del Prado, Madrid, España.)

6 de octubre de 2011

Un gran país originario de una gran nación: una historia, un desencuentro y un destino común.



La nobleza fue un premio social ofrecido por los reyes para aquellos súbditos que habrían contribuido a obtener algún logro especial que beneficiara a la corona o a su pueblo. En España hubo momentos donde los reyes fueron más dadivosos, o más oportunistas, y otros en que lo fueron menos. Uno de esos momentos donde se entregaron más títulos nobiliarios en España fue a mediados del siglo XIV, cuando el entonces rey Enrique II de Castilla -el hermano bastardo del legítimo rey Pedro I- prometiera favores a hidalgos o caballeros de baja estirpe si le apoyaban en su lucha por la corona en el año 1369. Uno de esos señores lo fue García Álvarez de Toledo (1335-1370). Había sido nombrado por el rey legítimo, Pedro I, capitán mayor de Toledo para defender la ciudad frente a las tropas de su rebelde hermanastro Enrique de Trastámara. Pero decidió cambiar de bando para seguir manteniendo sus privilegios y obtener así los señoríos de Oropesa y de Valdecorneja. Muchos años después uno de sus herederos, Hernando Álvarez de Toledo y Sarmiento (? -1464), señor de Valdecorneja, sería nombrado por el rey Juan II de Castilla primer conde de Alba de Tormes.

Un hijo de Hernando, García Álvarez de Toledo y Carrillo de Toledo (? -1488), aprovecharía la necesidad  de premiar de otro monarca castellano necesitado de apoyos. El rey castellano Enrique IV le acabaría ofreciendo en el año 1472, gracias a su fidelidad frente a su hermana Isabel (la pretendiente y futura reina Católica), ampliar su condado de Alba a ducado. Este título nobiliario español, ducado  de Alba, fue desde entonces el más importante de España por grandeza, número de títulos otorgados y heredados así como por patrimonio e historia. Uno de los más grandes duques de Alba habidos en la historia de España lo fue el tercer duque, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel (1507-1582). Llegaría a ser un gran militar y estratega al servicio tanto del emperador Carlos V como del rey Felipe II. Sin embargo, las dinastías nobiliarias no se mantendrían siempre en línea directa -sin interrupciones de sangre- a lo largo de su existencia. En el caso de la Casa de Alba han habido tres dinastías diferentes, tres familias distintas que han cambiado la posesión de dicho ducado o por falta de descendencia directa o por falta de heredero varón. La primera dinastía, los Álvarez de Toledo, se acabaría en el año 1755 cuando el décimo duque de Alba, Francisco Álvarez de Toledo y Silva (1662-1739), sólo tuviera una hija como heredera, María Teresa Álvarez de Toledo y Haro (1691-1755). Al casarse ésta con un importante aristócrata, Manuel de Silva y Haro (1677-1728), este noble español obtuvo así para su familia -los Silva- la nueva dinastía aristocrática de Alba.

La siguiente, tercera y última dinastía, se produjo a la muerte de la XIII duquesa de Alba, Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo (1762-1802). Esta mujer no tuvo descendencia. El título pasó entonces a la rama de una de sus tías, María Teresa Silva y Álvarez de Toledo (1718-1790), una mujer que se había casado con un aristócrata francés, aunque de origen bastardo de la realeza británica, Jacobo Fizt-James Stuart y Ventura Colón de Portugal (1718-1785). Uno de sus descendientes, Carlos Fizt-James Stuart y Fernández de Híjar-Silva (1794-1835), continuaría la nueva línea dinástica como decimocuarto duque de Alba. Luego se sucedieron los varones hasta llegar al XVI duque, Carlos María Fizt-James Stuart y Portocarrero (1849-1901), abuelo de la actual duquesa de Alba. Después el ducado lo heredaría el padre de ésta, XVII duque, Jacobo Fizt-James Stuart y Falcó (1878-1953). La actual duquesa (año 2011) llegaría a contraer un primer matrimonio en el año 1947 con el descendiente de un contable del ejército español del rey Carlos IV.

A veces los títulos no se ofrecían por razones bélicas sino por servicios a la Corona, fuesen por razones políticas o sociales. Así fue como al hijo de ese contable, Carlos Martínez de Irujo y Tacón (1765-1824), se le otorgaría en el año 1803 el Marquesado de Casa-Irujo. Y es la curiosa historia de este alto funcionario la que nos lleva al sentido histórico de este artículo. Después de estudiar en Salamanca es nombrado secretario de embajada en Holanda y luego en Londres. Aquí aprendería el idioma inglés y algunos conocimientos de economía. Pero el nombramiento más importante le sucede en el año 1796 cuando es nombrado embajador en la reciente nación norteamericana. En Pensilvania, entonces capital de los iniciales EE.UU, viviría y trabajaría Carlos Martínez de Irujo defendiendo los intereses de España hasta el año 1807. Durante este período sucede en los Estados Unidos  uno de los hechos más curiosos de la diplomacia española en la nueva nación norteamericana.

Entre los años 1801 y 1805 fue vicepresidente de los Estados Unidos de América Aaron Burr (1756-1836). Personaje controvertido, tuvo que abandonar el cargo en el año 1805 por problemas judiciales y pronto acabaría hasta arruinado. Motivado quizá por sus deudas no se le ocurrió otra cosa que conspirar contra su gobierno para crear otra nación americana en los territorios del oeste y del sur de los Estados Unidos, es decir, en lo que por entonces era parte de la Nueva España o el Méjico español. Esa época, primeros años del siglo XIX, fue además muy convulsa en la historia de España. El inmenso territorio del Virreinato de la Nueva España era codiciado tanto por la nueva nación estadounidense como por los británicos o los franceses; pero, también por la incipiente rebelión de los oportunistas criollos mejicanos, unos españoles nacidos allí que creyeron encontrar su propia salvación económica con la independencia de España. Tres años después España se vería obligada a defender su virreinato luchando además en Europa contra el feroz, potente y cruel ejército de Napoleón.

Aaron Burr fue un político estadounidense desalmado, un personaje taimado que había adquirido además territorios en la región de Tejas, al norte del virreinato mejicano. El presidente norteamericano de entonces, Jefferson, conseguiría denunciarlo por traición. Sin embargo, Burr se defendería bien de esas acusaciones y conseguiría salir indemne de los cargos presidenciales. Llegó a mantener antes de eso una correspondencia comprometida con el embajador español Martínez de Irujo. El objetivo de Aaron Burr era derrocar al imperio español en norteamérica y constituir un nuevo Estado. La relación con el embajador español fue sorprendente ya que ¿cómo podía participar un embajador español en tamaña barbaridad para su propio país? Aunque Martínez de Irujo alcanzó fama en los EE.UU como amigo del conspirador Burr, nunca se pudo demostrar ninguna traición a su patria en aquellos hechos. Quizá conocía los deseos revolucionarios de los criollos novohispanos y quiso contrarrestarlos con algún tipo de apoyo estadounidense. Pero le salió mal en cualquier caso. Fue destituido de la embajada norteamericana y destinado en el año 1809 a Brasil, donde contribuyó a promover la defensa del virreinato del Rio de la Plata -actual Argentina- de los independentistas criollos argentinos.

La historia de la Nueva España avanzaría entonces inexorable y violenta con el desencuentro entre hermanos que llevaría a su independencia en el año 1824. Este nuevo país mantuvo las mismas fronteras que los españoles habían negociado años antes con los Estados Unidos. Pero las conspiraciones que iniciara aquel vicepresidente norteamericano traidor fueron germinando, sin embargo, poco a poco en el inconsciente colectivo del pueblo estadounidense. En el año 1846 los Estados Unidos no ocultaron su deseo expansionista ni un momento más. Se había conseguido con el tratado Adams-Onís firmado hacía veinticinco años entre España y los EE.UU iniciar la tan deseada por los norteamericanos transcontinentalidad, es decir, llegar de uno al otro lado del continente. Con ese tratado España se vio forzada a ceder a los Estados Unidos el territorio de Oregon al noroeste del virreinato mejicano, pero dejaría dentro de éste su nueva gran provincia de Nueva España, la California del norte y los territorios de Tejas y Arizona. Así se acordó en el año 1820. Pero los años pasaron y la ambición anexionista estadounidense no tuvo ya escrúpulo alguno.

En el año 1846, con una excusa política cualquiera, invadieron los norteamericanos el territorio mexicano -independiente desde el año 1824- y consiguieron llegar hasta la capital de la nación, la Ciudad de México, en el año 1847. La fuerza y el poderío norteamericanos obligaron a firmar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, un acuerdo por el cual México perdió todo el norte de su territorio heredado, más de un 55% de su superficie total original. Así fue como México alcanzó su independencia, perdiendo parte de sí misma, lo mismo que le sucediera a la nación que le había dado la vida siglos antes, que también perdería parte de sí misma luchando entonces por su propia Independencia frente a los franceses. Demasiadas cosas parecidas, demasiadas cosas compartidas y demasiadas raíces en común. Porque la historia de los pueblos, lo único que une realmente, es lo único que no se debería nunca perder de la memoria. Ella pronuncia en voz alta y clara lo que muchos oídos debieran escuchar siempre: que los pueblos pueden separarse a veces, como las familias, pero que comparten siempre una vida, unos valores, un pasado, una cultura y un mismo destino histórico, cosas emocionales que nunca,  sin embargo, conseguirán jamás no persistir en la memoria.

(Óleo del pintor mexicano Gerardo Murillo, El Paricutín, 1946, México, representación del volcán del mismo nombre situado en el estado mexicano de Michoacán; Cuadro del pintor español Arturo Souto Feijoo, Iglesia y jardines de Acolmán, México, 1951, Santiago, España; Retrato del III Duque de Alba, 1549, del pintor Anthonis Mor; Grabado del primer Marqués de Casa-Irujo, siglo XIX; Fotografía del XVI Duque de Alba, Carlos María Fitz-James Stuart Portocarrero, siglo XIX; Óleo del pintor francés Adolphe Jean-Baptiste Bayot, Ocupación de Ciudad de México en 1847 por EEUU, 1851; Fotografía del Palacio Presidencial mexicano, antiguo Palacio virreinal, Plaza del Zócalo, Ciudad de México, 1996; Fotografía de la Avenida de la Reforma, Ciudad de México, 1997; Fotografía de la iglesia de la ciudad de Taxco de Alarcón, Estado de Guerrero, México, estilo barroco colonial español, 1997; Fotografía del Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México, 1996; Imagen fotográfica de la plaza del Zócalo en la capital mexicana, 1996; Cuadro de Frida Kahlo, El abrazo de amor del Universo, de la Tierra -México-, Yo, Diego y el señor Xo, 1949, México; Cuadro de David Alfaro Siqueiros, Caminantes, México; Fotografía de la ciudad de Dolores-Hidalgo, Estado de Guanajuato, México, estatua del cura Hidalgo y su grito de independencia, 1997; Fotografía de la entrada a una vivienda en la población mexicana de Tecozautla, Estado de Hidalgo, México, antigua puerta y entrada original del siglo XVIII de una casa novohispana, 1997.)

16 de agosto de 2011

La Belleza utilizada como influencia bienhechora y los expolios de algunas obras sevillanas.



Desde que Carlomagno llegara a coronarse emperador de Occidente en el año 800, Europa no volvería a estar unida bajo un mismo cetro imperial hasta que el hijo de Matilde de Ringelheim, Otón I, consiguiera proclamarse en el año 936 heredero de aquel imperio carolingio. Había nacido la hermosa Matilde en la villa de Engern, Westfalia (Alemania), y era hija del conde sajón Teodorico y de Rainilda de Frisia. Sus padres confiaron su educación a su abuela, la abadesa del monasterio de Herford, llamada también Matilde. Allí adquirió la joven heredera los conocimientos propios de una doncella aristocrática de su época, el temor de Dios y una amplia cultura. El duque de Sajonia de entonces, Enrique, futuro heredero al trono de la Francia Oriental (Alemania histórica) -una de las divisiones del gran imperio desmembrado de Carlomagno-, llegaría a establecer las bases para un sueño político de siglos: un gran imperio germano. Pero necesitaba para tan gran empresa una extraordinaria mujer. Así que fue informado de que esa especial mujer existía y se encontraba en un monasterio de Herford en Renania. Tantos maravillosos adjetivos le asignaron a Matilde que el duque no dudó en viajar al convento renano. Cuando la vio y la escuchó, Enrique de Sajonia quedaría asombrado por la belleza y personalidad de Matilde de Ringelheim. Consiguió ella con su matrimonio llegar a ser duquesa de Sajonia, reina de Alemania y, por fin, emperatriz de Germania. Los hombres por entonces podrían hacer un mal uso de la belleza, pero ahora ésta servía para un épico y grandioso designio...  Enrique I de Germania se sintió muy atraído por la belleza de Matilde de Ringelheim y así la virtuosa y hermosa mujer tuvo sobre Enrique una influencia bienhechora. Su virtuosa personalidad tuvo también en el pueblo alemán un sincero y querido reconocimiento. En el año 936 Enrique de Germania fallecería dejando todas las tribus germánicas unidas por fin bajo un mismo trono. Matilde llegó a tener con él tres hijos. Aunque el mayor -Otón- era el heredero, ella quiso apoyar mejor a su otro hijo Enrique. Sin embargo Oton fue finalmente coronado en Aquisgrán en el año 936 como rey de Germania y, luego, proclamado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con veintiséis años, el primero en la historia.

Expulsada de palacio por el rey, Matilde de Ringelheim tuvo que regresar de nuevo al monasterio. Años después la perdonaría Otón y regresaría a palacio desde donde se dedicó a realizar obras de caridad y a fomentar la fundación de monasterios. Moriría en uno de ellos la noche del catorce de marzo del año 968. Cuando los jesuitas recibieron en el año 1600 unos terrenos en donación en la ciudad de Sevilla -por doña Lucía de Medina-, decidieron proyectar una nueva sede dedicada al santo rey Luis de Francia. Planearon construir un colegio, un noviciado y una iglesia. Esta última tardaría casi un siglo en realizarse, pero los otros edificios fueron acabados pronto. Para la capilla del noviciado de San Luis de los Franceses encargaron los jesuitas al taller de Zurbarán unas pinturas de santas que ofrecieran el ideal de belleza y virtud. El pintor barroco Francisco de Zurbarán (1598-1664) ingresaría con dieciséis años en el taller sevillano del maestro Díaz de Villanueva, desarrollando en Sevilla gran parte de su trabajo artístico. Cuando los franceses invadieron la ciudad andaluza en el año 1810 el mariscal napoleónico Soult decidió apropiarse -robar- de muchas obras de Arte desperdigadas en los conventos e iglesias de la ciudad. El motivo oficial fue exponerlas en un gran museo en Madrid o París. Las pinturas expropiadas se trasladaron todas al Alcázar sevillano. Unas mil pinturas fueron allí depositadas. Al acabar la guerra de la independencia en el año 1814 llegaron a salir de Sevilla cuatrocientas obras de Arte. Sabrían los franceses muy bien qué obras debían requisar en la ciudad. El pintor y crítico de Arte español Agustín Cea Bermúdez había publicado en el año 1808 un catálogo, Diccionario de Artistas españoles, donde se indicaban las mejores obras de Arte españolas y sus ubicaciones. Ha sido uno de los más grandes expolios artísticos del Barroco llevado a cabo en toda la historia de la humanidad, y, como consecuencia, terminaría por destinar a cientos de obras maestras sevillanas por todo el mundo.


(Cuadros del Taller sevillano de Arte de Zurbarán: Santa Marina, Santa Matilde de Ringelheim y Santa Catalina, siglo XVII, 1640-1650, Museo Bellas Artes de Sevilla; Cuadro Santa Margarita, 1631, del pintor español Francisco de Zurbarán, National Gallery de Londres; Detalle del óleo de Zurbarán, Santa Águeda, 1633, Museo Fabre, Montpellier, Francia; Óleo de Zurbarán, Santa Marina -otra misma obra de la misma santa-, 1631, Museo Thyssen, Madrid.)

29 de julio de 2011

La Belleza más inesperada y subyugante o el anónimo, atrayente e inevitable Arte.



Cuando una  tarde del otoño despejado sevillano me dirigía a pie, caminando lentamente, hacia la Galería el Fotómata para perfeccionar mis conocimientos fotográficos, pasé entonces por una de esas pequeñas calles desconocidas del centro más antiguo de la ciudad. Tan estrecha, irregular y desconocida calle -por poco transitada- que pudiera entonces encontrar antes de llegar a mi destino. La calle San Blas de Sevilla comenzaría llamándose calle de los Ribera por haber vivido allí la familia de uno de los primeros caballeros que acompañaron al rey Fernando III, don Per Afan de Ribera, en su conquista de la ciudad a los moros en el año 1248. Luego, en la época de esplendor de la ciudad como puerto de América, se llegaría a denominar calle de la Cruz, para terminar a finales del siglo XVII llamándose así, con el nombre del milagroso eremita armenio. Caminaba por la tarde bajo un magnífico cielo otoñal, estremecedor por límpido y azul gracias a su atenuada luminosidad a pesar de la hora, lo que hacía a ese instante -el atardecer- aliado entonces de una imagen maravillosa para poder recordarla. El inicio de aquel largo crepúsculo otoñal hacía del cielo el mejor encuadre, el mejor lienzo, también, que de obra de Arte alguna se pudiera así obtener.

De ese modo, paseando con sosiego y tiempo, llegué de repente a una ampliación de la vía, a una anchura sobrevenida de uno de los lados de la calle. Era una especie de pequeña placita emergida lo que, al pronto, continuaba ahora sin acera, quizá por el derribo de algún solar ganado a la ciudad. De repente, al fondo de unos edificios demasiado modernos para tanta antigüedad apareció majestuosa y distante, detrás de unas paredes blancas desubicadas, una cúpula del todo perfecta, del todo maravillosa a lo lejos y revestida con cerámicas azules, amarillas, blancas y rojas. El límpido cielo en ese momento del atardecer colocaba una incipiente y tenue luna además, una luna lejana y difusa pero visible dentro de aquel encuadre perfecto para eternizarlo. Y sobre el fondo de todo ese encuadre azul contrastaba la enhiesta y orgullosa cúpula perfecta, imposible no fijarla en una fotografía para siempre. Pero entonces no llegaría a saber aún qué edificio histórico-religioso albergaba tamaña belleza. Tampoco me preocupé entonces. Es como cuando sólo la belleza importa, no su identidad ni su pasado ni su origen, nada más que la belleza ahora como única justificación o único Arte. Mes y medio después, al advenimiento de este blog, elegiría la imagen improvisada y fortuita de aquella cúpula -y de su cielo azul- para la cabecera del mismo (ya no utilizada). Porque solo me interesó entonces el efecto -su belleza- no su causa ni su razón de ser.

Sin embargo, seis meses después de aquella toma otoñal, en un itinerario esta vez opuesto al de entonces, caminando ahora por una de aquellas calles paralelas -también estrechas- de más allá de entonces, de la parte opuesta desde donde tomé la foto meses antes, descubrí ahora la fachada de lo que parecía al pronto un grandioso edificio antiguo pero desolado, como tantos otros que en orfandad se encuentran así. Decidido elegí eternizarlo entonces con las sorprendentes imágenes de su interior y su fachada. Así que hasta ese momento (algo se imagina pero no se termina aún por confirmar), nunca llegaría a sospechar que aquella cúpula otoñal de entonces fuera la misma cúpula primaveral de ahora. Una cúpula que plasmaría seducido y admirado tanto de su interior como de su exterior en una mañana luminosa y azul con las imágenes de mi cámara. Los jesuitas se fundaron como orden católica en el año 1534 por el español Íñigo López de Loyola (1491-1556). Su fundamento principal era propagar por todo el mundo la fe católica. Así fundaron iglesias y casas por toda Europa, luego por Asia y, más tarde, por toda la América española. Veinte años después de su fundación los jesuitas llegaron a Sevilla y construyeron templos, noviciados e iglesias. Pero no fue hasta finales del siglo XVII cuando se decidieron a construir un grandioso edificio religioso en la ciudad. Sería una iglesia, no tan grande como hermosa, propia además de la decoración Barroca de la época. El templo se terminaría en el año 1731 y se acabaría llamando Iglesia de San Luis de los Franceses.

La orden jesuita, como mucho antes los templarios, acabaron manejando un gran poder y una inmensa riqueza. Muestra de esa riqueza, conocimiento y capacidad fueron, entre otras cosas, sus obras arquitectónicas barrocas. Se distinguían por la exquisita, elaborada, innovadora y bella forma de construir y crear Arte. Pero todo ese inmenso poder se enfrentaría una vez a mayores poderes, los terrenales de los Estados y sus reyes absolutos. A causa de ese enfrentamiento la orden sería expulsada de España e incautadas todas sus propiedades -como en otros países europeos- durante el año 1767. En consecuencia los jesuitas debieron abandonar entonces todos sus templos y edificios en España. Luego, cuando el liberalismo español de comienzos del siglo XIX decidiera expropiar los bienes eclesiásticos por motivos económicos y políticos, los jesuitas de nuevo tuvieron, definitivamente, que dejar en el año 1835 sus templos en España, esta vez desamortizados por el Estado español liberal de entonces. Por ello, desde entonces, la iglesia sevillana de San Luis de los Franceses nunca más volvió a hacer sonar sus campanas ni a consagrar cosa alguna en su interior. Así se mantuvo el edificio, silencioso, y así sigue. Su creación fue tan artística como lo fue el deseo de impresionar a todos por entonces, de adoctrinar más con la belleza que con la palabra. Sus retablos, sus arcos elevados cerca de las ventanas superiores -por donde la luz aún sigue entrando, como entonces-, sus obras de Arte, sus pinturas, sus artesanales elementos -detenidos en el tiempo-, y sus maravillosos frescos en sus altos -casi vírgenes- techos concavados, harán de todo ese lugar un contradictorio y sorprendente monumento artístico barroco. Como lo fue aquel encuentro inusitado que tuviera entonces. Porque, ahora como antes, sólo la belleza fue y es lo único importante. La belleza inesperada, sin apellido, sin nombre, sin sentido práctico, sin fin. Pero maravillosa, apasionada, eterna, sorprendente, y absolutamente subyugante.

(Imágenes fotográficas, catorce, del interior y exterior de la antigua iglesia -hoy desconsagrada- de San Luis de los Franceses, mayo, 2009, Sevilla, España; Dos fotografías de la Cúpula monumental,  antigua iglesia de San Luis de los Franceses, noviembre, 2008, Sevilla, España.)

14 de julio de 2011

Un histórico y antiguo magnate español desconocido, mecenas, comprometido y liberal.



Después de la vergonzosa derrota del ejército español en el Rif (Marruecos) en el año 1921, donde cerca de unos diez mil militares españoles perdieron la vida y otros mil fueron hechos prisioneros, España se conmocionaría durante los cuatro años siguientes. Así hasta que, junto con Francia, se decidiera, firmemente, a desembarcar un gran y preparado ejército conjunto en la costa norteafricana. Pero dos años antes de eso, en el año 1923 -un año y medio después del desastre-, el gobierno español aceptaría -por fin- pagar el rescate solicitado por los enemigos rifeños para entregar a los prisioneros retenidos, entre los que se encontraban un general, varios oficiales, suboficiales y soldados. Pero, entonces, para ese canje, ¿quién negociaría ahora con un enemigo tan imprevisible y odioso? Sólo había un hombre en toda España capaz de hacerlo, el bilbaíno don Horacio Echevarrieta Maruri (1870-1963). Nieto de un carpintero venido a próspero comerciante e hijo del industrial vasco Cosme Echevarrieta. Este empresario vasco continuaría ampliando el negocio familiar, asociándose ahora con otro bilbaíno, Bernabé Larrínaga. Ambos fundaron Echevarrieta y Larrínaga, una compañía dedicada tanto a la minería como a los transportes marítimos.

Cuando su padre Cosme fallece, decide Horacio Echevarrieta ampliar el negocio familiar haciendo muestra del gran talante innovador de los emprendedores de finales del siglo XIX. Diversificaría aún más sus empresas hasta llegar a promocionar, por ejemplo, los transbordadores aéreos (inventado por el español, Torres Quevedo) para las famosas Cataratas del Niágara (EE.UU). También aprovecharía el magnate bilbaíno la Primera Guerra Mundial para comerciar provechosamente gracias a la neutralidad española en el conflicto mundial. Al acabar la gran guerra, Alemania había quedado totalmente arruinada y castigada por los vencedores. No podrían construir ningún tipo de armamento militar. Y fue por lo que Echevarrieta, a través de su amistad con un oficial alemán -Canaris-, conseguiría que Alemania pudiese fabricar, clandestinamente, un submarino moderno y muy eficaz, un prototipo fabricado con toda la tecnología alemana de entonces, pero montado y realizado ahora en los Astilleros de Echevarrieta en Cádiz (España). El submarino E1 era por entonces, año 1930, uno de los mejores construidos nunca, superando con mucho a cualquier otro submarino del mundo.

Gracias a la extraordinaria fama que supuso en España su noble gesto al intermediar en el rescate de los prisioneros de África, acabaría manteniendo una estrecha amistad con el rey Alfonso XIII. Él, además, todo un republicano, anticlerical, liberal y modernista vasco... Sin embargo, jamás su ideología le etiquetaría, ni le esclavizaría ni le sectarizaría. De ese modo, obtuvo Echevarrieta la promesa, tanto del rey como del gobierno de Primo de Rivera, de adquirir los submarinos alemanes fabricados en Cádiz para la Armada española. A finales de los años veinte consigue llevar a cabo dos épicas empresas nacionales además, dos gestas emprendedoras que, aún, continúan activas en España. Construyó en el año 1927, en sus astilleros gaditanos, el buque escuela español Juan Sebastián Elcano y, en junio de ese mismo año, constituiría la Compañía Aérea de Transportes -futura compañía aérea Iberia-, en la cual participaba la alemana Lufthansa -fabricante de los primeros aviones de Iberia- con una cuarta parte de las acciones de la compañía española.

Sus ideas republicanas, propias de una época donde la razón y el sentido común se aliaban contra las injusticias de entonces, le llevaron a celebrar el triunfo, en el año 1931, de la Segunda República española. Sin embargo, su alegría inicial se tornaría luego en una total desolación personal y económica. Es curioso cómo los mismos que Echevarrieta ayudara a salir adelante por entonces -los socialistas republicanos-, les defraudarían luego cuando don Horacio más los necesitara. La República se volvió anglófila y dejaría de interesarse por los submarinos alemanes de Echevarrieta. Además, años después, en el año 1947, una explosión en Cádiz destruyó por completo su Astillero naval. Esto, junto a las expropiaciones de sus compañías mineras y de aviación por parte del gobierno de Franco, terminó por arruinar definitivamente al magnate español, que no volvería a ser el que fue, acabando sus días olvidado, pero satisfecho, en su solariega y querida mansión bilbaína.

Contra el rurismo y la teocracia, decía don Horacio. Siempre lucharía él por modernizar España. Desde su privilegiada posición, no sintió ningún pudor en defender propuestas claramente antiburguesas por entonces. El antiguo palacio donde acabara sus días ha llegado a padecer incluso un litigio judicial, y a punto estará de ser derribado. Al mismo tiempo, sus descendientes se vieron obligados a vender su preciada colección artística, sus extraordinarios cuadros de pintura francesa. El panteón familiar en el cementerio de Getxo, en Vizcaya, es casi lo único que recordará ya el antiguo esplendor de Echevarrieta. No, no sólo lo único, también -y surcando ahora todos los mares-, lucirá, orgulloso, en uno de los mástiles del buque Juan Sebastián Elcano, inscrito ahora en una placa conmemorativa y dorada, una leyenda mítica e imperecedera: Astilleros Echevarrieta y Larrínaga.

(Óleo del pintor francés, postimpresionista, Gauguin, Buenos días señor Gauguin, 1889, Galería Nacional de Praga, República Checa, obra de la colección de Horacio Echevarrieta, vendida por sus herederos; Fotografía del magnate español Horacio Echevarrieta, años veinte; Postal con la imagen del transbordador aéreo Torres Quevedo, principios de siglo XX; Imagen fotográfica en una playa norteafricana de Horacio Echevarrieta con el líder rifeño Abd el-Krim, 1923; Imagen fotográfica del Astillero de Cádiz en los años veinte, Echevarrieta y Larrínaga; Fotografía del avión Rohrbach Ro VIII Roland, primer avión utilizado por la Compañía Iberia, 1928; Fotografía de Horacio Echevarrieta con el rey Alfonso XIII, 1929; Imagen de Horacio Echevarrieta, años veinte; Imagen fotográfica de la botadura del buque-escuela español Juan Sebastián Elcano, Cádiz, 1927; Fotografía actual del buque-escuela Juan Sebastián Elcano.)