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8 de marzo de 2020

La vida es breve, el arte largo, la ocasión fugaz...



Ante la representación imaginada de una inspiración artística, veremos solo parte de lo que el creador quiso, verdaderamente, expresar con su obra. Pero, da igual. El Arte tiene eso, que no obligará a acertar en el resultado de lo que, originalmente, se idease para comprender el sentido que para cada cual tenga una obra. Eso sí, el título ayudadá a orientarnos a veces. Por que si no supiéramos el título de esta obra, Ars Longa, Vita Brevis, podríamos elucubrar perdidos sobre lo que vemos, hasta llegar a imaginar cualquier posible historia detrás de la inspirada imagen compuesta. Pero, sin embargo, ahora sí..., porque ahora traduciremos el título y llegaremos así a saber que fue una sentencia clásica pronunciada por un sabio griego de la antigüedad. Más o menos, dice así: La vida es breve y el arte es largo. Resultado de una frase que, inquiriendo saber más, hallaremos finalmente: La vida es breve, el arte largo, la ocasión fugaz, la experiencia confusa, el juicio difícil. Aquí la palabra arte está ahora en su acepción original más arcaica, cuando todo hacer, elaborar o manejar se entendía con esa palabra latina, no solo con el hecho de la creación artística. Por tanto, intuiremos que el pintor se apropiase del sentido artístico de la palabra Ars para componer una imagen parcial e interesada de aquella sentencia.

Ante la falta de inspiración el pintor no es capaz de componer nada, su gesto inerme y desolado delatará una mirada fija en el lienzo descubierto ante él, sin ningún atisbo ahora de ser tocado ni usado por el Arte. El pintor británico John Haynes-Williams (1836-1908) se dedicaría a la pintura de género (costumbres de interior y personajes nada heroicos) pero, a cambio, impregnaría sus obras de un halo de misterio iconográfico muy estimulante. En esta obra incluye elementos que obligan a pensar, a dilucidar cosas, como son los propios personajes que, además del pintor, incorpora la obra. Dos mujeres y un niño. Ellas consuelan y aleccionan al pintor ante su delirio creativo; el niño, sin embargo, solo dibuja ahora en el suelo con un envidiable deseo compulsivo. El estudio artístico es sobrio, pero elegante, un tapiz enorme decora el fondo de la obra, una alfombra poderosa soporta el escenario abrumador y una puerta medio abierta inquiere una sutil forma de diálogo misterioso con el propio creador. Porque ya no es la inspiración solamente, una parcialidad artística de aquella sentencia clásica, sino la brevedad de la vida ante cualquier posible creación humana. Es una reflexión existencial ahora utilizada por un pintor para expresar lo mismo. ¿La vida se va y no alcanzaremos a crear nada que valga la pena crear? ¿Para qué hemos venido al mundo? La expresión artística pictórica necesitará de formas para contar algo. Podría haber compuesto el artista al pintor solo ante su lienzo blanco, pero ¿habría alcanzado la inspiración a ir más allá de una falta de ella, para llegar a expresar más cosas que una mera sed artística? 

Hay más cosas en la obra de lo que parece. No es sólo una falta de inspiración, es una falta de ganas... Es el convencimiento de que nada mejor podremos hacer ya antes de tiempo. Que éste se va por la puerta abierta, y que los años, desde una infancia poderosa, no han sido suficientes para poder hacer nada valorable o total. No bastará la ayuda decidida de esas mujeres inspiradoras, que han pasado o pasan por su vida. La fuerza creadora se inhibe ahora ante la sensación poderosa de que nada, verdaderamente bueno, pueda hacerse antes de que el tiempo cumpla con su decidida promesa. ¿Cuánto tiempo hace falta para componer una obra lo bastante meritoria como para no agotar sus anegadas fuentes primorosas? La vacuidad de la existencia breve es incompatible con la experiencia sagrada de lo excelso, de lo creativo, de lo eterno o de lo elogioso. ¿Es que el pintor utilizó la figura de un pintor, y de su lienzo incólume, para reflejar así la grandeza del Arte frente a la fútil e inconsistente vida efímera, insulsa o insatisfecha? Nada que lleguemos a deducir de la imagen de este cuadro, podrá alcanzar a descubrir la razón última de su sentido final. Porque lo evidente es aquí falso, y lo aparente es apenas una parte engañosa de la visión auténtica o misteriosa del lienzo. El pintor lo dejó así, como el propio lienzo oculto de la obra costumbrista, ¿está éste ahora en blanco, o poseerá partes inacabadas de un desconocido milagro...? No lo vemos, ni lo veremos jamás. Como la vida, es esta obra una oportunidad fallida por la incapacidad de expresar nada útil para poder dilucidar algo. No, no hay tiempo. El creador seguirá clamando con la inseguridad de una inspiración inútil, ahora acorde con la legítima fuerza de un engaño. ¿Es la falta de inspiración, realmente? ¿Es la sensación de no poder llegar a conseguir lo excelso, a pesar de haber vivido algunos años? ¿Es la imposibilidad de comprender cómo terminar algo que requiere aun más de una vida para elaborarlo? La puerta seguirá abierta y esperando.  Por ella se acabará fugando la poca ilusión de creer poder llegar a ser el orto deslumbrador de la creación total, de la justificación total, de la anticipación total, de la pura totalidad... 

(Óleo Ars Longa, Vita Brevis, 1877, del pintor británico John Haynes-Williams, Tate Gallery, Londres.)

16 de febrero de 2020

El Romanticismo lo vislumbraron ya algunos creadores del melancólico siglo de oro.




El movimiento romántico que surgiría en Europa a mediados del siglo XVIII, y que alemanes y británicos crearon primero que nadie, ya habría sido sospechado por los artistas y creadores del periodo barroco denominado Siglo de Oro español. Cuando el escritor inglés Horace Walpole compusiera su obra El Castillo de Otranto en el año 1764, empezaba a alumbrarse un cierto sentido romántico consecuencia del espíritu anquilosado de los hombres. ¿Qué cosa representaba por entonces ese espíritu anquilosado? La ociosidad inteligente e inquisidora producto de la auto-indulgencia y la molicie que ofrecía por entonces la opulenta sociedad satisfecha. Cuando esos fenómenos psicológicos se dan en una sociedad ilustrada satisfecha surgirán la huida, el refugio, la oscuridad, el mesianismo perdido o la búsqueda de un paraíso ideal hallado en el pasado o en la exaltación de lo misterioso. El Romanticismo nació de esos anhelos melancólicos sobre la vida, el sentido de la historia y, sobre todo, de una individualidad introspectiva y disidente. El siglo XVIII europeo se desarrolló con esas pautas propiciatorias para ensalzar el devenir existencial más desasosegado. El Romanticismo de finales del siglo XVIII fue el cansancio metafísico ocasionado por la satisfacción personal y agnóstica de la Ilustración. Pero en los años en que el siglo de Oro español tuvo parecidas singladuras espirituales y personales, entre los años 1630 y 1680, lo fue no por el cansancio metafísico sino por el desarraigo espiritual que una sociedad afortunada y venida a menos padeciese por entonces. De haber nacido en las excelsas moradas de un imperio esplendoroso, los hombres y mujeres de ese periodo hispano tan sobrecogido sintieron y plasmaron luego en sus obras barrocas el desaliento, la fatuidad o la dulce melancolía más elogiosa para llegar a componer, henchidos de gloria artística, las mismas sensaciones de evasión y retraimiento que, un siglo más tarde, alumbrara exitoso el sentimiento romántico más prometedor.

Un pintor poco conocido de ese periodo barroco en el Arte español lo fue Francisco Collantes (1599-1656). De características prerrománticas, se dedicaría a componer paisajes desolados, oscuros y nostálgicos en una época donde los paisajes no eran muy valorados estéticamente. Fue por eso además un paradigma anticipado del héroe-artista auto-marginado, para nada mundano o exitoso. Lo que sería  más de un siglo después una personalidad artística muy elogiada por el Romanticismo clásico. En fecha poco precisa por desconocerse, aunque situada con probabilidad entre 1640 y 1650, el pintor Francisco Collantes compuso su obra Paisaje con un Castillo. En una nación con tantos castillos como España el pintor realizaría, sin embargo, una obra de Arte con la silueta de un castillo imaginario y oscuramente melancólico. Pero además lo posiciona en un montículo rodeado de un paraje tenebroso en un ambiente con tintes fantasmagóricos para la época. En Psicología podría evaluarse el sentimiento romántico como una huida enardecida hacia otro tiempo distinto del momento padecido. ¿Cómo no valorar ya esta impresión artística tan precoz en un periodo tan diferente al de los elementos románticos posteriores? Sin embargo, la historia es a veces mala consejera para evaluar con exactitud honesta la vida y los sentimientos reales de los hombres. En la historia hacer resúmenes clasificados es una barbaridad sólo entendida por el afán falsamente ilustrativo de una realidad veraz desconocida. Como los periodos artísticos y sus encasillamientos culturales, que no reflejarán exactamente lo que sucediera o se sintiera por sus creadores en algunos momentos, sociedades o culturas del mundo. 

En esta pintura barroca, anticipadamente romántica, el creador inspiraría ya elementos que propiciaban el desarraigo más sobrecogedor de un espíritu humano por entonces nada sosegado. Vemos en la obra un castillo ruinoso sobre unos riscos abandonados rodeados de un bosque desperdigado y coloreado por ocres y oscuras siluetas verdecidas. La atmósfera mágica y ensoñadora que se percibe es completada por unas rocas emergentes del mismo color que el cielo macilento del atardecer, que apenas oculta aquí un crepúsculo dorado reflejo ahora de lo finalizado, de lo perdido o de lo caduco de la vida.  Pero, no solo en esos rasgos nostálgicos veremos las pasiones emotivas de un enajenado acontecer, también lo vemos en el frágil pasadizo del puente de tablas de la derecha del cuadro donde, inusitadamente, se nos muestra sin pudor ni jactancia metafísica la disonancia más desalentadora entre un esplendor ya acaecido y olvidado y un desatento, ridículo y desmerecedor porvenir. No hay seres en el paisaje emotivo de la obra de Collantes, ni vivos ni muertos, ni animados -de ánima humana- o no. Tampoco hay nada que lo haga emotivo siquiera, como que no lo haga. Sólo un paisaje oscurecido bajo un aura de incierta ensoñación misteriosa que emergerá ahora del pasado silencioso para, sin nada aún que afecte al sentimiento, evoque enaltecido, sin embargo, el sentido más lírico y metafísico del paso del tiempo y de su gloria. Desde la lejanía de un siglo barroco tan distante de inspiración melancólica romántica, sentiremos la grandiosidad de una etapa gloriosa en el Arte que expresaría ya una época de contrariedad, de confusión, de asombro perdido o de cierta orfandad psicológica.

El Castillo de Otranto fue el disparadero artístico poético de una forma de expresar literatura que llevase al Romanticismo a descubrir el sentido más atrayente de las ruinas y los misterios del pasado. Fue muy conocida por ser la primera novela de terror gótico, de literatura fantástica o de cuento donde el espíritu vagabundo de lo humano se perdiera entre ensoñaciones de lugares olvidados. Tanto como lo fuera antes aquella inspiración barroca tan introspectiva de Francisco Collantes y su obra Paisaje con un Castillo. Como siempre que hay que analizar, escudriñar o profundizar una obra de Arte, habrá que situarse en el momento y en el lugar histórico donde fuera realizada. A mediados  del siglo XVII España vivía su efusión cultural más elogiosa gracias a lo que se llamó el Siglo de Oro. Pero también viviría una época de abatimiento y de crisis existencial por sus particularidades sociales e históricas. El pasado entonces pesaba mucho porque había sido el más glorioso pasado que país alguno hubiese tenido jamás. Por mucho que se quisiera revivir aquella grandeza de antes fue imposible conseguir mantenerlo en el tiempo, salvo lo que se pudiera conseguir hacer con la poesía o la pintura más elaborada y primorosa. Pero es que además el pintor Collantes tuvo una premonición lírica extraordinaria, porque fue por entonces la más exitosa inspiración que luego, con los años, no en su propia época, llegaría a ser muy admirada como la expresión creativa más inspirada del ánimo más ofuscado de los hombres.

(Óleo Paisaje con un Castillo, primera mitad del siglo XVII, del pintor barroco español Francisco Collantes, Museo del Prado, Madrid.)

11 de febrero de 2020

Una visión anacrónica del retablo de Gante ubicará su sentido material de otro místico.



Una creación de gran tamaño compuesta a modo de retablo articulado, lo que es un políptico, llevaría a tener una historia agitada y extra-artística que demostraría la influencia del Arte en la vida, en las opiniones, los gustos, la codicia o el interés de los hombres. Pero, además, es una obra de Arte extraordinaria, creada en los primeros momentos iniciales del Renacimiento por un genial pintor flamenco, Jan van Eyck. El Políptico de Gante fue una narración teológica, donde el mundo conocido era descrito en clave mística, trasladado luego a formas visibles con el elaborado hacer de un Renacimiento alumbrado apenas por entonces. En sus maneras pictóricas y en su estilo nuevo comenzaría el Arte a crear detalles no vistos antes en un cuadro. Se seguían utilizando la alegoría gótica, como realzar figuras desproporcionadas o gestos primitivos y exagerados. Pero apareció entonces la nueva perspectiva renacentista, un cierto realismo estético en algunas de sus formas humanas representadas; también, la belleza armónica del equilibrio entre las partes, o los detalles minuciosos de algunas cosas recreadas con esmero, no antes representadas así. El retablo La adoración del Cordero místico (Políptico de Gante) fue encargado en el año 1425 por una pareja de donantes para ser situado en una capilla de la iglesia de San Juan de Gante. Como todo retablo articulado, podía cerrarse y abrirse a voluntad, descubriendo así un interior y un exterior con obras de Arte a su vez. Estaba compuesto por diferentes paneles de gran tamaño, llegando a medir hasta cuatro metros de ancho totalmente desplegado. Nunca se había creado un políptico así de grande, ni así de novedoso artísticamente. Su fama llegaría a todos los lugares de Europa y contribuiría a crear un mito artístico de gran solemnidad mística.

Flandes era entonces una región dependiente del antiguo ducado de Borgoña, un poderoso e independiente feudo europeo del siglo XV. Cuando su heredera María, la única hija del gran duque borgoñés, se casó en el año 1477 con el heredero de la dinastía vienesa de los Habsburgo, Maximiliano de Austria, nacería como resultado  Felipe de Habsburgo, el primer rey de la España unificada por los Reyes católicos. Así, Flandes acabaría en los dominios del poderoso rey Carlos de España y, luego, de su hijo Felipe II. Este último rey convertiría la ciudad de Gante en obispado en el año 1559, de ese modo la antigua iglesia de San Juan acabaría transformándose en una catedral. Pero, sobre todo, Felipe II quedaría impresionado al ver el grandioso políptico de van Eyck. En ese momento empezó el asombro famoso por la obra tan extraordinaria que había compuesto Eyck. El rey español podía haberse llevado el políptico a Madrid, si lo hubiese deseado, nadie se lo hubiese podido impedir por entonces. Pero, no hizo eso. Lo que Felipe II hizo, para seguir disfrutando de lo que había visto en Gante, fue solicitar a otro pintor flamenco, Michel Coxcie, llevar a cabo la reproducción más elaborada -es de suponer probablemente que fue una copia muy fiel y artística, ya que hoy no es público su visionado al estar en manos privadas y desperdigadas todas sus partes- del eximio Políptico de Gante. Michel Coxcie (1499-1592) fue un pintor correcto que sería hasta llamado el Rafael de los Países Bajos. La copia de Coxcie fue llevada al Palacio Real de Madrid para disfrute del rey, y el original, sin embargo, quedaría para siempre ubicado en la catedral de Gante. ¿Para siempre?

Los primeros conflictos con el Arte flamenco de Gante los llevaron a cabo los calvinistas protestantes, que pensaban entonces que cualquier imagen sagrada era una forma de herejía imperdonable. Flandes no se libraría de ese fanatismo religioso; siete años después de que Felipe II mandase copiar el retablo, sería desmontado por primera vez, panel a panel, para ser ocultado a los calvinistas, que ocuparon la ciudad flamenca violentamente. Cuando la ciudad fue recuperada luego por las fuerzas de Felipe II, el retablo volvería a su lugar de siempre en su catedral. Ahora, con todos sus paneles, el políptico brillará espléndido hasta finales del siglo XVIII. Para entonces Flandes dejaría de ser dominio español. Fueron los Habsburgo austríacos los que mantuvieron la dinastía Habsburgo, gobernando aquella región del norte de Europa. Para la moral tan puritana de la corte vienesa, las figuras tan realistas de Adán y Eva eran demasiado explícitas en su erotismo estético. Fueron desmontados entonces esos paneles laterales y guardados en un almacén de la ciudad. Para cuando Napoleón llegó luego, los franceses se convirtieron en los amos de todo el Arte europeo que pudieron disponer por sus conquistas. No sólo desmontarían y se llevarían el Políptico de Gante a París, sino que, también, asaltarían el Palacio Real de Madrid y se llevarían además aquella copia del retablo de Gante encargada siglos antes por Felipe II.

Pasada la gloria napoleónica, el Congreso de Viena trataría de poner orden en Europa y decide que regrese a Gante su famoso políptico de Eyck, pero aquella copia de Coxcie de Madrid no se recuperaría jamás, fueron vendidos sus paneles en el mercado de obras robadas y enajenados en diferentes colecciones privadas al mejor postor. Luego, hasta se atrevería un vicario francés de la catedral a robar dos paneles laterales del retablo. Así, hasta llegar el siglo XX, que haría padecer toda una odisea por proteger el retablo de las peripecias bélicas de las dos guerras mundiales. Pero, entre ambas guerras un funcionario belga robaría también los paneles de los extremos inferiores. Sólo devolvería alguno tiempo después, pero, nunca el correspondiente al extremo inferior izquierdo del retablo. Panel que sería pintado de nuevo en el año 1945 por un pintor belga, reproduciendo así su imagen original de todo aquel famoso retablo. En el año 1829 el pintor flamenco Pieter-Frans De Noter (1779-1842) se decidiría a componer su obra El retablo de Gante de los hermanos Eyck en la catedral de san Bavón. En esta obra romántica del siglo XIX vemos la visión que tuviera el políptico cuando fue visto por el rey Felipe II en el año de 1559. Es un escorzo su imagen ladeada, donde la perspectiva de la capilla de Gante es recreada con la simplicidad que la obra de Van Eyck complementa así por su tamaño. 

Es interesante el cuadro de De Noter porque nos sitúa en el contexto geométrico de una obra de difícil ubicación física. Es una recreación y fantasía lo representado ya que un políptico como ese era imposible de poder verlo así, colgado como un cuadro en la pared. Estos retablos se cerraban y en su parte exterior también disponían de obras para visionar. Pero el pintor consigue, sin embargo, algo muy instructivo para el conocimiento del Políptico de Gante. Visto así desde lejos y en perspectiva consigue hacer de la obra maestra algo ahora muy manejable mentalmente. Podemos calibrarla mejor, relacionarla así con otras cosas o con la medida de otras cosas representadas. También admirar la grandeza de aquellos años del siglo XVI, donde el Arte era mucho más de lo que hoy se entiende por ello. En el homenaje que De Noter hace a su colega Van Eyck nos presenta un espacio interior muy iluminado donde ahora solo tres personas son incluidas en él. No podrían haber más para admirar el políptico en su grandeza pero tampoco ninguna persona como para no comprender una visión que era más una necesidad espiritual que de belleza... Porque ambos conceptos en el políptico de Eyck están confundidos: la belleza es lo mismo que la espiritualidad que representa. Y representa el mundo catalogado como un universo recreado para ser belleza y ser espíritu, con toda la explicación racional que de una creación justificada en su belleza pudiera ahora ser pieza fundamental de toda una consigna teocéntrica. Porque el dios central tiene la figura antropomórfica parecida al Adán más alejado o al san Juan más cercano de su izquierda. El mundo está hecho para el ser humano y la belleza es fruto además de su creación humana más fascinante, esa misma que se identifica con la otra..., y que se justificaría así con la armonía tan elaborada que un nuevo arte renacentista pudiera componer. 

(Óleo El Retablo de Gante por los hermanos Van Eyck en la catedral de san Bavón, 1829, del pintor Pieter-Frans De Noter, Rijksmuseum, Holanda; Políptico de Gante La Adoración del Cordero Místico, 1432, de Jan Van Eyck, Catedral de san Bavón, Gante, Bélgica; Detalle del Políptico de Gante, la virgen María, 1432, Van Eyck, Gante.)

7 de enero de 2020

La sed como una metáfora existencial situada entre la búsqueda y la necesidad.



Cuando Eugène Delacroix se tuvo que situar entre el clasicismo y la modernidad descubrió, con su peculiar Romanticismo, la gracia artística divina necesaria para alumbrar un nuevo sentido expresivo en el Arte. ¿Qué era entonces lo importante, la forma o la emoción? No podía alejarse de una cosa sin distanciarse de la otra, así que comprendió que la libertad creativa no era sino la única manera de expresar de siempre aunque dejando ahora que la inspiración fluyera sin prejuicios. En el año 1825 compuso una obra sorprendente, Bandolero herido apaga su sed. En ella sitúa a un paria de la sociedad tendido sobre un paisaje desolador ante el lecho de un río calmando su sed. Nada más. No hay otra cosa más. ¿Dónde está aquí la combinación de la forma y la emoción románticas? ¿Qué sentido tenía plasmar una agonía tan poco ejemplar para una especie humana tan evolucionada? Era la visión de un ser humano poco diferenciada de la de sus ancestros primitivos: representaba ahora la exposición más bestial frente a la más civilizada. Para el Romanticismo de Delacroix la expresión de la fuerza de lo primitivo era, sin embargo, un elemento artístico fundamental. Pero, ¿era sólo ese el sentido iconográfico de su obra? 

Porque el Realismo no formaba parte de la visión artística de Delacroix. No podía representar su estética nada que expresara algo muy real ni muy bello de la naturaleza o del mundo. Así que, entonces, cómo debemos entender esta romántica obra de Arte. Hay dos cosas que se complementan en la biología de nuestro mundo: la necesidad y su búsqueda para satisfacerla. Cualquier búsqueda es consecuencia de una necesidad, y ésta siempre conlleva una búsqueda para poder satisfacerla. En cualquier ser animado ambas cosas están ligadas por el mismo prurito biológico: sobrevivir.  Pero solo en el ser humano hay algo más, un sentido que en el Romanticismo de Delacroix formaría parte además de su filosofía artística: la emoción. No bastaba la forma, también era necesaria la emoción. Pero en este caso habría además que definir la emoción con rasgos no solo sentimentales sino también racionales. Es una definición que podría entenderse como la capacidad mental para sentir algo que nos promueva a la acción, sea ésta física o intelectual. Pero que se origina en el interior emotivo del ser humano porque un alumbramiento intelectual, por ejemplo, también puede ser entendido con emoción o alegría racional. Cuando sentimos sed física la calmamos con la naturaleza, cuando sentimos sed emocional o racional la calmamos con otra cosa. La diferencia es delatadora...  En la sed física no hay inquietud ni incertidumbre de cuál necesidad (sabemos lo que queremos). En la otra sed, la emocional, la cuestión es muy distinta. Entonces es cuando la búsqueda es mucho más angustiosa porque no sólo no sabemos dónde está el objeto, sino que ignoramos incluso qué cosa es o puede ser considerada como eso mismo que anhelamos.

Para el espíritu romántico esa metáfora existencial era un paradigma sutil muy necesario. Delacroix representa en su obra a un ser humano herido, a un hombre perseguido y fuera de la civilización ordenada. Con ello nos expresa la visión más perdida del sentido demoledor de una necesidad insatisfecha. Sin embargo en la obra romántica el sujeto satisface su ansia ante el objeto que necesita. ¿Sólo ahora y solo ése? No. Por esto es un ser herido el personaje en la obra. No bastará... La satisfacción de una necesidad perentoria no será suficiente para el sentido completo de una existencia humana. El pintor además nos expone la satisfacción mientras se lleva a cabo. Aquí, a diferencia de otras tendencias artísticas, el Arte nos representa el presente temporal más aleccionador. Está ahora, en el único instante artístico reflejado, llevándose a cabo la acción en la representación pictórica. En la metáfora de ese sentimiento humano tan vital -la satisfacción de una sed- el Arte romántico lo retrata en presente como una necesidad iconográfica ineludible. No está expresando la obra de Delacroix la búsqueda de una necesidad perentoria, sino la calma de una necesidad que se manifiesta justo en el momento actual más inmediato. Antes de esto sería la búsqueda, pero luego de satisfacerla, ¿qué será? Aquí está el sentido metafórico de la obra artística romántica. El luego no lo veremos en el Arte porque seguirá siendo una angustia retrasada esa búsqueda... No calmaremos la sed emocional/racional nunca. Por eso es un personaje marginado y lastrado el que nos representa la obra romántica. Ninguna satisfacción puntual logrará recomponer el imposible sentido de una necesidad incierta, desconocida e insatisfactoria. Porque no podemos satisfacer algo que ignoramos qué es o si existe incluso. Todo seguirá siendo una necesidad siempre insatisfecha, a pesar de querer transformarla a veces con sucedáneos que conviertan una búsqueda imposible en una diversión eternamente temporal.

(Óleo romántico Bandolero herido calma su sed, 1825, del pintor Eugène Delacroix, Museo de Bellas Artes de Basilea, Suiza.)

26 de noviembre de 2019

La inmensidad y la fugacidad determinan el sentido o el sinsentido del mundo.



Cuando el pintor holandés Pieter Claesz, aficionado a las vanitas, decidiera en el año 1628 realizar una obra que expusiese la fugacidad o futilidad de las cosas, incluiría en su iconografía la figura sublime de la escultura helenística El niño de la espina o Spinario. Esta talla griega fue creada en bronce en el siglo I a.C., pero se hicieron luego muchas copias, en siglos posteriores, como la que vemos en esta obra barroca, realizada en mármol para decorar algún palacio romano de la época renacentista.  El pintor la incluye en su obra para representar la inutilidad de las cosas artificiosas producidas por el hombre. ¿Dónde radica el sentido de querer ordenar el mundo con elementos fabricados o creados, con el tamaño además adecuado para no desorbitar o alterar la medida ni la realidad existencial o genuina del hombre?  Tal vez en el miedo a no ser nada, o en la angustia ante la inmensidad incontrolable e inabarcable del universo. Menos de doscientos años después el romántico creador alemán Caspar David Friedrich compuso su óleo Monje en la orilla del mar. Ahora este pintor hace justo lo contrario del holandés: expone la desmedida y desorbitada realidad del universo ante un solo hombre sin poseer nada. En una representación se expresa el sinsentido de la vida que objetiva el final inapelable de todo; en la otra se representa el misterio de lo grande, que no incluye ahora para nada a lo pequeño. Esa es la diferencia: en la obra barroca la vanidad (belleza artificial) del hombre actúa entre las cosas, los objetos y artificios que él observa orgulloso. En la obra romántica la emoción de una visión parecida (belleza natural en este caso) no actúa en ningún caso con el universo merecedor de ese espectáculo. 

De ahí proviene la querencia a la vanidad de las cosas: de no poder asumir personalmente (dominar, controlar, gobernar) la inmensidad poderosa de lo inaprensible. Para ello nos rodearemos de cosas que podamos manejar, disponer o fagocitar a nuestro antojo. En época barroca los vanitas (cuadros representando la fugacidad de la vida) fueron compuestos con profusión frente a otras tendencias artísticas de la historia. Probablemente, fue un tiempo en que los seres humanos comprendieron la fatalidad de aferrarse a una existencia pasajera rodeada de cosas o elementos materiales. Luego, cuando el Romanticismo separase decidido al hombre de su medio, éste buscaría afanoso el sentido existencial en lo más alejado de sí mismo. En su obra romántica Friedrich retrata ante una inmensidad gradiente, desde lo más oscuro a lo más celeste, la figura aislada de un monje solitario. Este personaje representa ahora lo más individual en el mundo, la definición más solitaria de un ser dedicado solo a contemplar y meditar. Y esta soledad está ahora frente a lo inasible, a lo que no puede manejar, clasificar o compartimentar. Sólo puede observar, desde lejos, la imposible definición de la nada más concreta. No hay nada ahí, solo el reflejo, manifestado en suaves colores astrales, que sus ojos transformarán en sentido a su conciencia para ser aprehendido finalmente por su espíritu. En la obra de Pieter Claesz, a cambio, no hay nada de esto, son cosas fabricadas por el ser humano para ser admiradas, utilizadas o repensadas por él, son cosas existentes con las que el ser humano pueda actuar en el mundo. Todas fabricadas, salvo una. La que era muy precisa incorporar en cualquier óleo de vanitas: la calavera y el hueso impenitente. Con ellas el ser observador relativiza ahora el sentido lúdico de lo que observa. Es él mismo el que además está ahí representado entre la sombra. Esto recordaría siempre la fugacidad y la inutilidad de las cosas de la vida. Pero, y, en el otro cuadro, qué lo representará.

En la obra del pintor alemán no hay nada que haga recordar la fatalidad existencial más inapelable. El observador aquí, que son dos, el monje y el que mira el cuadro, solo disponen de una visión inespecífica e ilimitada para resolver el sentido existencial de la vida. No hay nada ahí que materialice nada. No hay materia, por tanto no hay nada que ver. ¿Qué es eso, entonces, ondas electromagnéticas universales, vapores de agua condensados? No, exactamente. Esta es la complejidad de una representación que no es más que una inmensidad limitada por unos colores expresados por el hombre. Sin embargo, eran colores también los que representaban las cosas materiales en la obra barroca. ¿Entonces, en qué difieren las cosas representadas de ambas obras? En que una es dominada por el hombre que las compone, que las adjunta unas a otras, que las separa o que las une y las coloca así para ser creadas... En el otro caso es solo observada por él, no compuesta por él. No hay más que una visión sobrevenida ante una escena determinada sólo por un momento y un lugar específicos. Ambos, tiempo y espacio, son cosas naturales, universales, y solo ahora retratadas aquí por el hombre. No puede el hombre actuar con ellas, ni entenderlas, ni usarlas, ni siquiera pensar que, por ellas, pueda dejar de existir o de que su existencia tenga un sentido diferente, trascendente incluso. No. Ahora no, ahora no puede hacer más que observar lo que mira. Lo que sí puede hacer, a cambio, es transformar una observación en un sentimiento íntimo... Y sentir una emoción especial al comparar su limitada existencia fugaz con la desmesurada, inasumible e infinita realidad de un universo impresionante.

(Óleo Monje en la orilla del mar, 1810, del pintor romántico Caspar David Friedrich, Antigua Galería Nacional, Berlín.; Cuadro barroco Naturaleza muerta vanitas con el Spinario, 1628, Pieter Claesz, Rijksmuseum, Holanda.)

15 de agosto de 2019

La maldad representada gracias al contraste y la excelencia artísticas.



Existe una obra de Arte atribuida a Goya en el museo Metropolitan de Nueva York sin mucha seguridad. Se titula Majas en el balcón y está fechada sobre 1810. Existe otra versión parecida, en una colección privada suiza, donde no existe, sin embargo, ninguna duda sobre la autoría de Goya. Porque no es exactamente la misma configuración de perfiles, gestos, miradas y expresiones las que disponen ambas obras de Arte. La supuestamente apócrifa del Metropolitan es más sugestiva, sin embargo, para desarrollar ahora una reflexión sobre la maldad humana. ¿Cómo representar la maldad donde la belleza y la serenidad son elementos de su composición? Por mucho que busquemos, es difícil encontrar una representación de la maldad en una obra sujeta a criterios de estilismo y belleza clásicos. Salvando la controversia de si es o no es de Goya, estaremos de acuerdo que su estilo o características estéticas se aprecian en esta obra. No es esta controversia lo que deseo plasmar en la entrada sino que, gracias a la afortunada composición y acabado artístico, aspiro a describir la maldad que se desliza sutilmente  en el cuadro.

La maldad ha sido analizada por pensadores a lo largo de la historia. Algunos ofrecen la tesis de que el mundo no dispone de otra cosa que de una función, errónea a veces, necesaria para desarrollar la vida en el universo. Que es el ser humano quien detenta la causa que origina cualquier alteración maléfica en el mundo. Otros filósofos, particularmente Schopenhauer, decían que era al revés, que el mundo era una obsesión universal compuesta de un deseo irrefrenable de manejar las criaturas a su antojo, donde el ser humano no es más que una víctima de este despropósito omnipotente. La realidad es que el concepto victimista y victimario existe siempre en cualquier caso. En un caso es el mundo y en otro es el hombre. De hecho, la maldad solo es posible como concepto si existe su opuesto, ya que lo contrario no sería maldad sino necesidad o función natural, y poco sentido tendría el victimismo en este caso, ya que nada de víctima tiene, por ejemplo, la tierra encharcada y devastada por un río que, ahora, se lleva impasible toda vida por delante. Por tanto, la maldad humana es la única maldad que podemos entender. Aunque existe también un sentido general de maldad, porque no afecta solo a unos miembros contra otros, sino al propio ser humano individualmente consigo mismo cuando, por ejemplo, se aviene a sufrir por cosas ajenas a los demás, como es la muerte, el destino fatal o la propia conciencia de ser o existir. 

La obra Majas en el balcón del Metropolitan (sea de Goya o no) representa, sin embargo, la antropología más estética de la maldad que haya visto en una obra de Arte. Porque la maldad en el Arte no es exactamente latrocinio en acción, que lo es, por supuesto, pero, a efectos de representación, no lo es tanto. Me explico. Las obras de Arte donde la violencia se describe expresamente (Rubens y sus dinámicas violentas por ejemplo) es un reflejo de maldad, pero no es la maldad misma de modo abstracto. Cualquier gesto o acción maléfica que se exprese activa en una representación artística hace lo mismo: manifestar la maldad en un caso concreto de violencia realizada. Ahí la maldad es evidente y explícita. Para definir mejor la maldad es idónea la maldad como sentido o hecho existente antes de que se produzca (lo que, a mi juicio, es el sentido más espantoso de maldad). Y esta obra de Arte de estilo goyesco lo expresa de un modo magistral, lúcido y clarificador. Porque la maldad nunca está menos embozada que cuando parece no agredir, maltratar o ejecutar sus deseos. Porque la verdad, la belleza, la bondad o la ingenuidad serena de un ser desposeído de fiereza (la víctima), no podrá evitar la sombra poderosa de la amenaza sesgada más terrorífica. En esta obra de Arte se perciben ambas manifestaciones. Por un lado, la belleza natural en los rostros no amenazados ni turbados por ninguna sensación ajena a su naturaleza inocente. Son figuras (las majas) amables, coloridas, transparentes en el reflejo de su belleza interior. En ellas vemos la mirada serena, confiada y segura. Aunque no se dirijan a nosotros, aunque parezcan inexpresivas, esas miradas están vibrando interiormente desde la más absoluta sensación de inocencia.

Luego están las figuras oscuras cuyos gestos ocultos o parciales expresan justo lo contrario. Son ahora la amenaza, son el sentido de lo que la maldad representa como concepto flagrante. También banal por no responder a ningún propósito grandioso, a ningún propósito que no sea la absoluta perfidia egoísta y desgarrada de algún sentido de necesidad universal que la propague. La obra no tiene más que las cuatro figuras y la reja del balcón que subyace a las víctimas. Hasta esta reja dispone de una interpretación metafísica sublime: estamos aprisionados entre los barrotes que nos impiden huir y una amenaza detrás que no conocemos. Sin embargo la obra es, como todas las grandes obras, una manifestación de esperanza. Sobrecogida, pero de esperanza. Porque la maldad está representada como un mero símbolo estético. Lo que el autor -el que sea- más plasmaría en su obra fue la sensación, no la materialización, de la maldad. No vemos la maldad más que en un sentido subjetivo. No sabemos nada más. Lo que sigue, nunca lo sabremos. De hecho, pueden nuestros sentidos percibir cualquier otra cosa además de amenaza. Porque la maldad que no viene de afuera sino de nuestra percepción subjetiva, no es más que otra forma de maldad que el ser también padece. En este caso, por ejemplo, la amenaza estaría en el interior catastrófico de un sentido imaginario. 

Pero ahora es el sentido de maldad humano el que brota en esta obra. Está descrito en las miradas. En los dos planos de la obra, en el de los embozados que miran decididos y en el de sus víctimas, las bellas majas que no miran a nada, metáfora sublime de la inocencia, que no objetiva mirada en otra cosa más que en su natural bondad. Es el interés malicioso lo que ahora viene a ser representado en esta maldad: o existe o no existe. Y en esta obra el creador consigue expresar una sensación: la mirada de los embozados encierra un interés malicioso. Una maldad que aún no se ha realizado, que solo se representa vagamente, banalmente, tangencialmente. No hay maldad ahí, solo una amenaza que, sin embargo, no tiene otra significación futura más que maldad. Esta tiene un sentido egoísta, taimado y vil, algo que el universo o la naturaleza no contienen en ningún caso. Sólo el ser humano. Y su génesis es tan misteriosa como la propia representación que ahora vemos. Porque esto podría ser solo la percepción subjetiva de una interpretación artística. Pero puede no serlo. Como la maldad...  Esta solo es humana en lo cruel de una realización decidida. Es la libertad de ejecutarla no la sensación de sentirla. Para representar la maldad humana deben existir ambas esferas participadas en la maldad. Esta es la conclusión de una sensación humana maldita, que, para que exista, debe también existir la bondad más confiada, inocente y sincera de la vida.

(Óleo Majas en el balcón, alrededor de 1810, atribuida a Goya, Museo Metropolitan de Nueva York.)

24 de julio de 2019

De sentir a pensar, de emocionar a racionalizar, de sublimar a liberalizar, así se cambió de pintar hace doscientos años.



Hay tres momentos trascendentales en el Arte, tres situaciones temporales en la historia que modificaron absolutamente la forma de expresión artística. El Renacimiento fue la primera, un periodo situado a finales del siglo XV; el Arte Moderno fue la última, un periodo situado a comienzos del siglo XX. Pero hubo otro momento decisivo, el segundo momento trascendental, que coincide con el Romanticismo y se sitúa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Fue un momento muy interesante porque no rompió nada o no revolucionó nada, realmente, en la forma de pintar, como sí hiciera el Arte Moderno o el Renacimiento con sus antecesores. Entonces sucedió que fue el modo no la forma, fue el talante artístico no el concepto, fue el pensamiento no la manera de expresarlo, fue el sentido no el fin plástico. Y no fue el fin porque el Arte seguiría planteamientos clásicos nada evolucionados plásticamente. Pero el sentido de crear algo expresivo o de comunicar algo diferente con lo más intangible fue lo que, verdaderamente, se transformaría en los albores del siglo XIX. El Romanticismo fue solo el disparadero, ya que éste generaría diversos herederos creativos en otras tendencias o maneras de expresar las cosas, algo que variaba de cómo se había hecho antes. El pintor británico George Richmond (1809-1896) es un ejemplo curioso y representativo de esa etapa artística. Completamente fascinado por su maestro romántico William Blake, seguiría ahora el movimiento Los Antiguos. Esta tendencia estuvo formada por seguidores del arte arcaico y espiritual de Blake. Miraban al pasado para componer ahora sus obras no como en el Renacimiento o en el Barroco sino de otra forma distinta. El motivo era el mismo pero la forma era totalmente diferente.

Cuando se había alcanzado ya el dominio del color más perfecto, de la forma más maravillosa que el clasicismo barroco había conseguido en el Arte, luego, en el momento que el Romanticismo revolucionara el Arte para siempre, los creadores necesitaron expresar las cosas de otro modo. El trasfondo era el mismo y las historias eran las mismas; es más, la historia pasada era buscada y necesitada para expresar las mismas cosas pero ahora de forma distinta. Cuando George Richmond quiso componer la leyenda evangélica de la mujer samaritana no duda en hacerlo justo de un modo opuesto a como se había hecho antes. Pero, sin embargo, el escenario era el mismo: la Samaria palestina bíblica de la época de Jesús. El mismo que el Arte había compuesto siempre de esa parábola sagrada. Jesús se dirige a Galilea desde Judea y debe pasar por la región de Samaria, un lugar poco ortodoxo en la religión hebrea de entonces. Tiene sed y ve de pronto una mujer en un pozo. Al pedirle agua se sorprende de que un judío ortodoxo (Jesús era un rabí judío) se dirija a ella, judía heterodoxa. Jesús aprovecha para ofrecerle ahora el agua espiritual de una sed que ella ignora. Cuando los pintores clásicos del Renacimiento o el Barroco compusieran obras parecidas mostraban siempre el carácter tradicionalmente sagrado de un momento como ese. El Guercino (1591-1666) crearía en el año 1640 su óleo Jesús y la mujer samaritana con los perfiles correctos de su clasicismo barroco. La perfección en el diseño de la obra, en el celaje, en los vestidos plisados, en las miradas, en los objetos, en el brocado del pozo marginal y perfecto. El ademán de Jesús, dirigido a ella ahora es el tradicional en la figura sagrada: muestra su mano derecha con su dedo índice hacia arriba indicando así el mundo trascendente que puede calmar la sed necesitada.

Es esa la representación paradigmática de la expresión clásica de una forma comprensible de salvación espiritual expresada en una obra. La receptora del mensaje está ahora escuchando, sorprendida y temerosa, el sentido trascendente. Sorprendida porque no lo espera de un judío; temerosa porque comprende que debe ser la verdad ahora lo que escucha. Menos de doscientos años después, en el año 1828, el pintor George Richmond compone su obra Cristo y la mujer de Samaria. Basado en el mismo capítulo de Juan evangelista, sin embargo el pintor británico crea una imagen donde la metáfora es transformada sutilmente. El pasado se reivindicaba ahora con todo lo que suponía de verdad y de autenticidad, pero se mostraría a su vez de otra forma el mensaje o la metáfora. Jesús se humaniza más en su postura, está más relajado y sentado además frente al hierático semblante de la anterior figura en pie de El Guercino. La samaritana está ahora ensimismada, pensando más que escuchando, racionalizando más que emocionando, lo que se le transmite sereno. Su figura contrasta absolutamente con la barroca de antes, ahora no lleva ella una jarra ni nada en su regazo, hasta descubre el pintor uno de sus senos bellamente. ¡Qué audacia para una imagen tan representativa de lo sagrado! Pero es que esa fue la revolución que se llevaría en el Arte por entonces: se pasaría de emocionar con los colores a racionalizar con la forma. La obra de Richmond parece incluso más arcaica que la de El Guercino, con esos rasgos medievalistas tan antiguos. Pero era en lo único que eran antiguos, en los rasgos, porque en todo lo demás consiguieron expresar entonces las cosas de una forma completamente avanzada. Hasta la mano de Jesús en la obra del año 1828 se pinta dirigida también, como entonces. Ahora su dedo índice de su mano derecha está pintado, como entonces, para señalar algo claramente. Pero ahora no como en la obra barroca, hacia el cielo, sino justo lo contrario, hacia la tierra, hacia un suelo donde ahora transita el agua que da vida al mundo. 

(Óleo Cristo y la mujer de Samaria, 1828, George Richmond, Museo Tate Gallery, Londres; Cuadro Jesús y la mujer samaritana, 1640, El Guercino, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

11 de julio de 2019

La escisión imaginada entre un paisaje bello y una leyenda de poder, extravagancia y miseria.



Todas las cosas bellas nacen también de la deteriorada o malévola materia de la que están hechas las formas terrenales. Huimos a veces de la sordidez de lo que representan algunos conceptos universales en la memoria de la historia. Pero forman parte también de todo lo que brilla entre las perfumadas o calmadas aguas de un mundo inevitable. Porque la crítica a las cosas hirientes y crueles de  la vida ha de hacerse ante la misma materia humana de la que estamos hechos, a pesar de lo rechazable que suponga. Por eso universalizar la culpa solo hace alejarnos, como jueces envilecidos, de la observación meditada de las cosas. La responsabilidad es siempre personal y nunca podemos generalizar ni estigmatizar una colectividad, una historia o un paisaje global. El Arte tiene una virtualidad maravillosa, y es que es un espejo donde poder mirarnos individualmente junto a la objetividad concreta de lo criticable o de lo rechazable del mundo. Porque además utilizará la belleza para poder mejor alcanzar un mejor efecto especular de la crítica existencia. En el año 1831 el pintor romántico Turner expuso su obra Palacio y Puente de Calígula. ¿Ha habido una figura histórica antigua más detestable que Calígula? Representó durante siglos el peor ejemplo del comportamiento humano más infame. Así que, entonces, ¿cómo se le ocurrió a Turner, un pintor modelo de ser humano compasivo y amable, componer un paisaje romántico asociado a la maldad más inhumana en la historia?

Porque hasta The Times de aquel año 1831 se permitió publicar: es uno de los paisajes más bellos y magníficos que jamás se hayan concebido. Y era así, concebido no real, porque ese paisaje no existía verdaderamente en el mundo. Fue producto de la imaginación sustentada en la historia de lo que habría sido el paisaje legendario del narrado palacio de aquel cruel emperador. Desde la edad media todo ese complejo imperial situado en Bayas, frente a la bahía de Nápoles, fue deteriorado y hundido poco a poco en el agua. Desde el siglo I a.C. el lugar había sido desarrollado por los romanos como un espacio paradisíaco de retiro y diversión. Pero fue el emperador Calígula gracias a sus extravagantes proyectos quien haría famosa aquella bahía napolitana. Según una profecía que el joven Calígula habría conocido, sólo sería emperador si lograse sobrepasar la bahía de Baiae con sus caballos. Así que construiría un puente de barcos en la bahía con el cual un carro tirado por sus caballos pudo atravesarlo. Pero el pintor Turner compuso, además del palacio imperial, un sólido puente en la bahía mucho más romántico y definitivo que el rústico e imposible puente de barcas. Todo imaginado, pero todo perfectamente calculado. ¿Cómo representó eso, aquel símbolo imperial, en su propia época, siglo XIX, un momento tan alejado y distante en la historia? Componiendo una imagen alegórica de lo infame que ahora no existía en realidad. Porque Calígula no está, solo su puente y su palacio. Pero, sin embargo, tampoco esas cosas existieron en realidad, solo en la concepción imaginada, basada en leyendas, de un complejo imperial hundido hace siglos. 

Para componer un paisaje romántico tuvo el pintor que añadir elementos emotivos de belleza. Lo consigue en el extremo diagonal derecho de la imagen donde unos árboles brillan ahora junto a una pareja engalanada y sus cosas. Porque en el extremo diametral de la izquierda, donde aparece el palacio y el puente imaginados, están, a cambio, totalmente desdibujadas, empañadas o nebulosas, las ruinas imperiales de un pasado justificado solo por la compasión o la belleza. El pintor nos muestra la gloria del Arte y su belleza amparada por la devoción que el artista evoca de un lugar que para nada debe ahora ser asociado con el mal o su fiereza. Fue una semblanza histórica motivada por la decisión personal de un individuo deplorable, pero no es menos verdad que lo que ahora supone no es la crueldad o la maldad sino la consecuencia artificial y constructiva de un romántico ejemplo de belleza. Pero un ejemplo de belleza que el pintor aquí no manifiesta completamente. No solo porque no es la realidad, sino porque no la destacará más que como una vaga imagen soñadora de una deteriorada visión de un pasado de belleza. Está ahí para hacernos ver que eso que vemos no es Calígula ni lo que representa, sino la construcción de un pasado grandioso defenestrado por el sismo, el tiempo y la memoria. Pero a la vez Turner transforma el paisaje furibundo con el maravilloso aroma de un instante de esplendor estético. Es el momento y su belleza lo que  ahora primará en el sentido del cuadro. Esa belleza que participa de la representación inconsciente de una trágica historia. Pero que no es trágica ni es experiencia. Solo la responsabilidad personal de un ser humano concreto en la historia. Una historia conocida, difundida y utilizada ahora para componer un paisaje simbólico y romántico. Uno que es preciso y necesario para modelar un paisaje romántico. Pero, sólo eso. No para juzgar ni para condenar ni para generalizar un lugar o una historia. Sino solo ahora algo que, sin embargo, únicamente se sostiene aquí para permitir expresar, con él, una belleza.

(Óleo Palacio y Puente de Calígula, 1831, del pintor romántico inglés Turner, Tate Gallery de Londres.)

25 de junio de 2019

El Arte, como el universo, es una entidad desconocida, donde su verdad radical es imposible de conocer...



En Nápoles nació un pensador tan extraordinario que su desconocimiento popular no es más que una metáfora afirmativa de la realidad, profundamente misteriosa, de su propia filosofía metafísica. Giambattista Vico (1668-1744) decía que la única verdad que puede ser conocida radica en los resultados de la acción creadora de lo que sea (la verdad es el resultado de hacer, de crear, decía el filósofo). Se enfrentaría al racionalismo cartesiano, un pensamiento que marginaba la creatividad humana como forma de acercamiento a la verdad. Afirmó Vico que lo verdadero y el hecho (la obra, la producción creativa) coinciden, son lo mismo, acaban convirtiéndose lo uno en lo otro. Por eso decía que nada puede conocerse realmente ya que todo se está produciendo constantemente en el universo. Sólo Dios, afirmaba Vico, conocería la totalidad del mundo, porque es el autor o el creador de ese mismo mundo desconocido. En el Arte, un universo parecido al mundo, producido también por un autor, la verdad de lo que expresa una obra es, por consiguiente, absolutamente también desconocida para nadie. No podemos llegar a saber exactamente qué significado tiene una obra de Arte, qué sentido tiene o qué nos quiere transmitir. Salvo su creador.

Jenaro Pérez de Villaamil (1807-1854) fue un pintor del Romanticismo español, un creador muy característico de ese sentimiento mezcla de grandiosidad y misterio que en la primera mitad del siglo XIX tanto abundaría. En el año 1842 compone, desde la más absoluta creatividad imaginativa, es decir, desde la nada más inexistente (lo pinta en su estudio parisino), un paisaje fascinante por su modo tan extraño de poder interpretarse. ¿Qué paisaje es ése, tan difícilmente identificable a la realidad geográfica de un lugar existente en el mundo? No existe ese lugar representado, como no existe posibilidad alguna de comprender qué quiso transmitir el autor de la obra. El Romanticismo es una de las tendencias más misteriosas en el sentido iconográfico de acercamiento a la verdad. No hay verdad en el Romanticismo, solo sentimiento. Y así el pintor propone su universo pictórico y lo compone desde la creatividad más absoluta. Con su creación establecería Villaamil la verdad de lo que quiso hacer, hoy por hoy completamente imposible de conocer por nadie. En el Arte la creatividad y su misterio son inseparables de la visión subjetiva y personal de su autor. La diferencia con el mundo, que siempre se está haciendo, es que en el Arte su universo creativo está completamente finalizado, y, con él, el sentido de lo que quiso expresar su creador. Y si éste no está ya para poder explicarlo nunca se conocerá esa verdad. Sin embargo, ese misterio es una de las cualidades más interesantes que el Arte nos puede ofrecer. 

En su obra Paisaje oriental con ruinas clásicas, Villaamil plantea las condiciones románticas de una creación fantasiosa y emotiva. Porque tiene que ser irreal y debe producir un sentimiento su visionado. Irreal porque no existe, porque no es la recreación de algo existente. Es un escenario imaginado en su totalidad, aunque los elementos que lo componen tengan, sin embargo, alguna realidad. No es abstracción formal, es abstracción realista. ¿Por qué debe ser así? ¿Cuál es el motivo para conseguir ese efecto romántico tan deseado? La fascinación que producirá su visión misteriosa. Hay dos misterios siempre para fascinar en el Arte, uno exterior y otro interior. En el caso de la obra romántica de Villaamil existen los dos. El  interior es más imposible de descubrir todavía. Se apropia de parte de la composición de la obra para simular algo de materialidad que, por otra parte, es lógico que deba disponer una creación visual estética. El color brumoso y fantasmagórico es preciso para delimitar el espíritu romántico más indefinible, ese que, cercado por ocres dispersos, será reflejado en todo el escenario misterioso de la obra. Luego estará la dualidad estética, el contraste. Es sutil éste aquí porque no es un contraste verdaderamente, es ahora una dualidad. Porque no hay enfrentamiento ni oposición, lo que hay es sustancia formal (de aquella cosa aristotélica creadora, opuesta y complementaria a la materia), algo que debe ahora expresarse en un paisaje romántico. Por un lado está la construcción de la civilización, ahora en ruinas; por otro la naturaleza señalada, ahora minimizada en un pequeño pinar aislado entre lo agreste. Los seres humanos deben decidirse en esa dicotomía existencial: y eligen la vida. Porque ahora la vida está más entre la sombra de unos árboles que entre la derrumbada ruina de un templo clásico aparente, por muy bello o civilizado que haya sido antes. 

La belleza está dividida aquí. Al fondo el edificio construido por el talento creativo de los hombres mantiene una belleza dormida, desdibujada y alejada en la perspectiva aviesa romántica. La fuerza primorosa de los árboles y su frondosidad dispone aquí, sin embargo, de toda la belleza fabulosa de la naturaleza y de la creación artística. Pero los árboles no se acoplan ahora en un paisaje tan desértico como éste, como tampoco el templo clásico lo hace a pesar de su belleza. La irracionalidad del escenario es acorde a su irrealidad. ¿Qué sentido tiene un lugar tan desolado para albergar una civilización inexistente? ¿Qué sentido tiene un paisaje como este? Porque el encuadre aquí es el que es, y nada que no exista en la obra dispone de ninguna realidad estética. El pintor, como creador de su escenario romántico, expone un universo que se parece a la verdad, pero que no es la verdad. Con sus trazos y sus colores, con sus distancias, sus formas y su amplitud geográfica compuso el pintor su obra romántica totalmente desconocida. Sólo él y su Arte mantendrán el misterioso secreto de su sentido artístico. Nunca lo sabremos. Nunca alcanzaremos a saber lo que el creador quiso transmitirnos con belleza (lo único conocido) de lo que no acabaría acercándose nunca a ninguna verdad. 

(Óleo Paisaje oriental con ruinas clásicas, 1842, Jenaro Pérez de Villaamil, Museo del Romanticismo, Madrid.)

12 de junio de 2019

La culminación o el compendio del Arte llegó poco antes de la Revolución y el Romanticismo.



La evolución de la que ya no pudo más el Arte que reinventarse, acomodándose así a una transformación vertiginosa, se produjo poco antes de la Revolución francesa y del advenimiento del Romanticismo. Para ese momento la nómina de los pintores de la historia había conquistado ya el sublime Arte de componer la imagen grandiosa. Todo se habría logrado ya, por tanto nada se podría hacer ahora sin añadir algo más a su ingenio, además de la iconografía más conseguida y obtenida así en una obra de Arte. Salvo la emoción, o el sesgo sentimental, o el alarde social, añadidos ahora así por el artista...  Porque el siglo XVII y XVIII fueron la culminación por etapas de aquel extraordinario modo de pintar que surgió ya en el Renacimiento. Y para comprender mejor esto expongo aquí la pintura compuesta por un pintor francés en la segunda mitad del siglo XVIII, Un templo en ruinas. La fecha de la realización de la pintura no la he podido descubrir, pero es posible situarla entre 1770 y 1788, es decir, cuando el Neoclasicismo resurgía poderoso luego de un apaciguado y fallido modo de crear con el Rococó. Pero el Prerromanticismo también lo hacía. Lo que sucede es que en el Prerromanticismo se suelen meter muchas obras no del todo definidas por un estilo concreto y argumentado. El caso es que Pierre-Antoine Demachy (1723-1807) no ha pasado a la gran historia de la pintura porque nunca consiguió hacer más que o repetirse o poder llegar siquiera a emocionar con su extraordinario, sin embargo, Arte desubicado.

Pero en su obra Un templo en ruinas, sin embargo, estará todo el Arte de la historia. Está la belleza clásica más maravillosamente pintada; está el paisaje inspirador, apenas modelado por las aberturas de un templo ruinoso; está la celebración histórica de la cultura y la civilización grecorromanas; está la grandiosidad frente a unos seres humanos ahora empequeñecidos por la belleza... Está la composición perfecta y los claroscuros luminosos más conseguidos por una luz aquí dominada. El dominio sería, tal vez, la mejor palabra para describir la hazaña de este pintor: el dominio sobre la perspectiva, sobre la luz, sobre las formas, sobre la proporción, sobre el concurso racional del desequilibrio entre la fuerza nuclear de lo construido por el hombre y el hombre mismo. Ahora, aparecen esos mismos hombres aquí empequeñecidos ante la grandiosidad arquitectónica, aunque ruinosa, de una obra de Arte más que de una construcción habitable y sagrada. Sin embargo, el pintor no se ubicaba más allá de su saber artístico clásico. Aunque el Prerromanticismo era un hecho, este pintor no se definía aún como romántico. Por otro lado, el pintor francés vivía los momentos iniciales de la Revolución y, aunque no podemos saber la fecha de la obra, el preludio de un cambio social tan enorme como fue la Revolución francesa. ¿Estaría presagiado aquí ese cambio por las ruinas de un templo consagrado? Esta sería, de existir alguna, la única connotación anticipada en la pintura de lo que sería una transformación que llevaría a la ruina muchas de las sagradas construcciones -no solo artísticas- conseguidas en la cultura occidental. 

Luego de eso llegaría el Romanticismo, que acogería estas obras con un entorno emotivo y evanescente que transformaría por completo el Arte de pintar. Y triunfaría en la historia, a diferencia de otros estilos parecidos que no llegaron a consolidarse (como el caso de la pintura de Giovanni Battista Tiepolo). Y triunfaría porque el entorno emotivo fue impulsado además por poetas, filósofos y escritores, algo de lo que los pintores se aprovecharon maravillosamente. Y que llevaría el germen de la modernidad, apenas desarrollado. Y el Arte cambiaría ya por completo. Porque sería culminado con obras como esta de Demachy, donde la perfecta línea, la extraordinaria luminosidad frente al escenario, ahora en ruinas, construido por el hombre, habían conseguido llegar a su más logrado modo de ser representado. Pero la Revolución cambiaría todo eso, cambiaría así el sesgo ingenuo de los pintores clásicos: ahora el horror habría desfigurado la simple grandeza o la belleza en aras de un mundo diferente. Por eso el Romanticismo triunfaría también al amparo incongruente de una desazón existencial consecuente. Ahora ya no se pintaría con la sagrada perfección proporcional a las medidas o a las combinaciones clásicas más encumbradas de belleza. Porque luego, en el Romanticismo posterior a la obra de Demachy, la emotividad y el sentimiento añadieron así otras cosas para poder llegar a admirar ahora, por ejemplo, un paisaje sin nada, o una ruina, o un escenario construido y aposentado solo para el hombre.

(Óleo Un templo en ruinas, mediados del siglo XVIII, del pintor francés Pierre-Antoine Demachy, Colección Privada.)


8 de junio de 2018

La reminiscencia de la belleza entre el sentido más sensual o el más intelectual o conceptual de ella.



Cuando los antiguos griegos se empleasen tanto en representar la Belleza, descubrieron la emoción que su visión ocasionaba en un recuerdo humano tan primigenio y efímero de ella. Una impronta ancestral que una reminiscencia interior desconocida produciría, entonces, en su propia y querida pervivencia. ¿Qué sensación era esa tan erróneamente desconocida? Porque la sensación estaba siempre ahí, en el profundo recuerdo genético de una existencia desarrollada durante muchas generaciones antes. Lo que se ignoraba, verdaderamente, era la existencia misma o real de esa reminiscencia profunda, no la sensación que produciría recordar luego esa Belleza. El Arte fue ideado precisamente para eternizar esa sensación, algo que debía representarse o fijarse para siempre ante las traicioneras veleidades del paso del tiempo o de la muerte. Pero, para un pueblo tan dado a la mitología, a la palabra, al pensamiento, a la lógica y a la vida, ¿qué sentido tendría expresar una sensación, por otro lado, tan poco práctica o tan efímera o tan escasa? Una sensación, la de la Belleza, que no se adecuaba tampoco a la verdad o a la eternidad o a la mayoría. Pero, sin embargo, existía. No tanto ni tan acusadamente, no con la insistencia de lo urgente o con el estruendo de lo imprescindible, ni con la repetición de lo fatídico, ni con la vaga ensoñación lastimera de lo fútil; tan sólo entre los momentos de la vida que únicamente eran entonces coincidente a veces, tan solo a veces, con el puro azar y la fragancia. Así se representaría la Belleza, con el prurito desesperado de no perderla, con el desagravio inmoderado de no olvidarla, pasados ya los momentos de fugaz intervención de sus esencias.

Después de la caída de Roma, cuando el helenismo sufriera ya su mortal agonía decisiva, el mundo occidental no volvería a redescubrir la Belleza sino hasta el Renacimiento. ¿Cómo se pudo trascender por entonces esa reminiscencia? Con el sentido intelectual más espiritualizado de grandeza. Es decir, con la representación no de la armonía natural de las bellas formas recordadas, sino con los conceptos universales o con las palabras, o con las construcciones heroicas de un gótico salvador de formas elevadas. Siglos después, cuando el Romanticismo vengara la emoción intelectual medieval frente al clasicismo elogioso de Belleza, la idea o el concepto prosperarían frente a la reminiscencia armoniosa de una belleza desnuda. Desnuda no en el sentido voluptuoso sino en el sentido de transparencia absoluta de las formas frente a consideraciones éticas, morales, religiosas o filosóficas. Entonces el Arte se escindiría -y así sigue- entre la Belleza ofuscada y el concepto engrandecido de belleza. No el concepto sensual de Belleza sino ahora el concepto en general como argumento intelectualizado de cualquier elemento psíquico que, también, produzca sensaciones gratificantes parecidas a la belleza. Pero estas sensaciones tan solo ahora en la idea del contenido de las cosas o de la vida, de la sociedad o del pensamiento. La sensación sensual de Belleza es, al contrario, la representación de la forma armoniosa más amada y perdida, aquella resguardecida entre la memoria interior más fugaz o vaporosa. Esa misma sensación de emociones humanas arraigadas que no necesitarán reflexión ni desarrollo, ni justificación intelectual ni social ni filosófica.

Cuando el pintor prerrafaelita Albert Joseph Moore (1841-1893) quiso homenajear la Belleza recordada, tuvo muy claro que debía inmortalizarla con la escena de una antigüedad helénica que la había glosado ya sin otra consideración más que su efímera y frágil belleza. Pero había que materializarla ahora en la forma natural más idealizada de una belleza humana: la del cuerpo desnudo de una joven mujer griega. Sin embargo, no bastaba eso para glosarla. Para recrear esa belleza la escultura griega ya habría logrado su grandeza. No, había que escenificar además un lugar que hiciera prosperar, aún más, la sensación reminiscente de aquella sensual belleza perviviente en un recuerdo, ahora, apenas algo meramente poderoso. En el año 1887 compone su obra Una noche de verano. En su obra de Arte representa Moore cuatro jóvenes griegas que establecen la expresión exagerada de la armonía voluptuosa más sublime y manifiesta. Cuatro figuras que se complementan ahora con la sensación más placentera de aquel recuerdo ancestral reminiscente de belleza. Pero, además, el paisaje alejado del crepúsculo más atardecido de belleza enlazará ahora la sensación humana voluptuosa con la natural de una imagen de fondo tan estimulante como tan inesperada de ella. ¿Hay que componer así un fondo de paisaje ahora para complementar, necesariamente, aquella sensación tan profunda de Belleza? Sí, porque la armonía de ambas sensaciones hacen ahora mucho más real el recuerdo ancestral tan perviviente de belleza. No es solo frivolidad, ni molicie, ni gratuidad, ni vanidad, ni insolvencia. Es tan solo ahora recordar, con soltura artística y sutileza, la emoción ancestral más perviviente de belleza.

Cien años antes, el pintor alemán Johann Heinrich Wilhelm Tischbein (1751-1829) compuso su inmortal obra Goethe en la campiña romana. Aquí ahora esta obra clásica y romántica propone justo todo lo contrario que la de antes: representará la armonía del concepto grandioso, de una idea intelectualizada de un placer muy distinto. Son dos imágenes artísticas que se enfrentarán en lo opuesto de lo que el Arte supone para la Belleza. Para Tischbein la grandeza más placentera era expresar en su obra de Arte la visión estereotipada de un poeta en una determinada escena de belleza. Como antes, ahora el escenario representará también el acorde perfecto para delimitar la sensación buscada de ferviente necesidad eterna. Ahora es el poeta y su segura y firme convicción de sujeto vinculador de sabiduría, de pasado y de grandeza. Antes era la emoción de la Belleza y su reminiscencia de recuerdo placentero natural, genético o más terrenal. Ambas cosas se tocarán, sin embargo, entre los aledaños sutiles de un Arte tan humano como misterioso. Porque el poeta alemán se retrata ahora entre las ruinas y bajorrelieves helenísticos de un pasado tan homenajeado culturalmente como justificado en su belleza. Ese mismo pasado que el pintor Moore recrease después, sin embargo, entre las fragancias tan poco intelectuales o tan poco culturales de su bella, sensual y tangencial obra.

(Óleo Una noche de verano, 1887, del pintor prerrafaelita Albert Joseph Moore, Galería de Arte Walker, Liverpool, Reino Unido; Cuadro del pintor neoclásico y romántico Johann Heinrich Wilhelm Tischbein, Goethe en la campiña romana, 1787, Museo Städel, Frankfurt, Alemania.)

21 de mayo de 2018

El Barroco español fue un escenario romántico diluido, algo que se adelantaría en emoción dos siglos al Romanticismo.



La historia se anticiparía ya una vez en el siglo XVII español, cuando los creadores entonces -poetas y pintores- alcanzaron a sentir en España -ejemplo de un cierto laboratorio histórico de grandeza difuminada- la emoción tan deteriorada de una magnificencia muy alejada del mundo. Se anticiparon a una emoción que sucedería siglos después, cuando el Romanticismo atrajese la visión deteriorada del sentimiento elusivo de una grandeza inexistente en el mundo. Porque la grandeza no existiría, no habría existido nunca, ni siquiera cuando la cantasen los poetas latinos antes de que la historia los sublimase luego entre nostalgias. Los románticos fueron los primeros que descubrieron el carácter humano tan sensible al sentimiento desvaído del mundo. ¿Los primeros? No, los primeros no, porque existieron ya hombres atrevidos que, siglos antes, alcanzaron a describir las rémoras emocionales de un mundo desalojado de vana grandeza histórica. Cuando el pintor del barroco español Francisco Gutiérrez Cabello (1616-1670) descubriese la belleza de la idealización de una escena primorosa, alumbraría a mediados del siglo XVII la imagen estética fantasiosa de un mundo imposible: pintaría una obra que combinaba la leyenda bíblica de José con la grandeza sublime de la galería inexistente de un gran palacio imaginado. Lo haría además recreando la visión de un lugar sagrado encumbrado de obras de Arte mitológicas. 

Nada de coherencia histórica o legendaria, nada de grandeza real o de fidelidad a ninguna esencia existente en la historia. Todo lo imaginaría el pintor español al amparo de una leyenda bíblica utilitaria. En su obra no fue la leyenda lo que más representó. Los personajes bíblicos apenas son una parte mínima, el resto es magnificencia escenográfica del propio Arte, obras expuestas en la pared de un edificio imaginado sobre el que no existe más que una excelsa fantasía iconográfica. Siglos después el romántico español Jenaro Pérez de Villaamil compuso su imagen del interior del monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo. Compuso la misma magnificencia arquitectónica que Gutiérrez Cabello hiciera antes, pero ahora, en el Romanticismo del XIX, Villaamil realzaría la grandeza de algo existente sobre las ruinas históricas de un mundo ya inexistente. Misma amplitud de galerías verticales, misma primorosidad de Arte visual, misma sensación estética al minimizar la vida efímera de los hombres frente a la grandiosidad eterna de un Arte emocionante. Así, también se encumbraría la misma fantasía ejercida siglos antes por los creadores barrocos españoles. En 1837 Pérez de Villaamil pinta otra obra romántica imaginada, Manada de toros junto a un río al pie de un castillo. Nada es existente en la realidad de lo representado, ni ese paisaje existe ni el castillo idealizado en la colina tampoco, como Gutiérrez Cabello hiciera siglos antes con la visión de un excelso palacio inexistente.

Las ruinas fueron glosadas por el Romanticismo, pero el Barroco español lo haría también, aunque sesgadamente, entre sus óleos por entonces insensibles...  ¿Es que la sensibilidad sólo debía expresarse siempre con la fervorosidad de un mundo emocional claramente evidenciado en sus formas? Porque en el año 1630 el mundo emocional no estaba ni descubierto -estéticamente- ni sus emociones encumbradas eran tan vigentes. Aun así, el pintor Francisco Collantes compuso en el año 1630 su obra Visión de Ezequiel, la resurrección de la carne. Es curioso que los pintores españoles de un barroco difusamente emocionado recurriesen a la mitología de lo profético. ¿Sería tal vez eso, premonición sensible, lo que alumbraría el sentido artístico de esos creadores tan arrollados por la emoción intangible de un sentimiento tan vano por entonces? Porque nada haría presagiar en el mundo emociones tan desgarradoras todavía. Pero, sin embargo, el mundo de entonces, la sociedad del fallido imperio español tan desarrollado en contradicciones como en incertidumbres, sería el caldo de cultivo exclusivo que favorecería, anticipadamente, las sensibles emociones de una estética humana tan demoledora. Esa experiencia vital crearía una impronta en el inconsciente colectivo hispano que llevaría a recordar, doscientos años después, el sentido olvidado de un poderoso latido artístico ya predispuesto, sin embargo, de emociones tan poéticas como icónicas sentimentalmente. Por eso fue España un país tan visitado por los románticos europeos, ávidos de inspirarse en una tendencia emocional donde el Arte fuese el motivo inspirador más decisivo para una especial grandeza estética. Ya que ésta, la grandeza, solo fue posible desde la óptica artística más extraordinaria de belleza, nunca desde la cruda realidad histórica. No existiría en otra cosa que no fuese la sutil memoria de las cosas bellas, expuestas sólo por el deseo de eternizar un primoroso sentimiento de grandeza. Pero solo un sentimiento no una realidad. Solo una emoción no una continuidad, ni histórica, ni brillante ni grandiosa.

(Óleo José mostrando a su padre y sus hermanos al faraón, Siglo XVII, del pintor barroco español Francisco Gutiérrez Cabello, Museo del Prado; Cuadro romántico, Interior del monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo, 1839, Jenaro Pérez de Villaamil; Lienzo del mismo pintor romántico español, Manada de toros junto a un río al pie de un castillo, 1837, Museo del Prado; Óleo Visión de Ezequiel, resurrección de la carne, 1630, del pintor barroco español Francisco de Collantes, Museo del Prado; Cuadro romántico del pintor británico David Roberts, Ruinas de la catedral de Elgin, siglo XIX.)

10 de abril de 2018

El grito desesperado de un poder incomprensible devastado por la comprensión más violenta de los hombres.



Es una satisfacción justificar la labor que hago en este caso más que nunca. Es muy simple: localizar Arte a través de los museos virtuales que exponen sus obras entre la maraña difusa y disgregadora de la imagen digitalizada, seleccionar la obra de Arte que pueda ofrecer emoción, conocimiento y belleza para descubrir, finalmente, la obra escondida entre las múltiples salas virtuales reseñadas y archivadas del mundo. En este caso ha sido todo un descubrimiento, azaroso, virtual, maravilloso. En España disponemos de extraordinarios lienzos de Goya, los hemos visto tanto que hasta su técnica y color, su fuerza y talento nos han llenado el sentido de lo que debe ser una obra de Arte. En Goya su grandeza como creador es absolutamente extraordinaria. Fue el primero de los pintores en descubrir el impacto de la imagen en la mente humana. De la imagen compuesta para eso, una idea traducida ahora en colores, formas, trazos, siluetas y sentimientos. Más aún en una época en la que la grandiosidad artística era otra cosa: era lujo clasicista y belleza sublime llevada a la más armoniosa proporción del detalle. Sin embargo Goya quería exponer otras cosas con sus obras. Para él los trazos pictóricos eran un medio banal para representar algo más importante: la semblanza de un perfil desgarrado de sombras, de contrastes, de oposiciones, de equilibrio inestable o del fragor más indecible en una obra.

Aproximadamente sobre el año 1809, en plena guerra de la Independencia española, compuso Francisco de Goya esta escena sobre aquel conficto bélico. Las escenas bélicas en el Arte fijaban sobre todo el campo de batalla, las efusivas cargas de caballería o los ingentes batallones coloreados de uniformes, pero Goya no crea nada de eso en esta obra bélica. De hecho, en España, para ver escenas de batallas así, habría que alejarse un siglo o dos desde entonces, cuando el siglo de oro pintase sus obras flamantes de victorias gloriosas por el mundo. Ahora, sin embargo, a comienzos del siglo XIX, cuando Goya adivinase la sutilidad del Arte para plasmar ideas a través de nuevas técnicas iconográficas, el pintor español fijaría en sus óleos la representación de un sentimiento sin más decoración que un espacio desalentador y desnudo ahora de fragancias estimulantes. Tendría un motivo muy humano detrás para hacerlo. La crueldad del conflicto bélico franco-español fue alarmante entonces. Nunca el pueblo español había sufrido tanta maldad humana sobre su tierra. Pero Goya va más allá del conflicto en cuestión para utilizar su nueva técnica y mostrarla claramente. Ese modernismo pictórico le ayudaría al pintor a reflejar lo que su idea le apasionaba fijar en un lienzo. No hay referencias ideológicas ahora, ni banderas, ni uniformes -apenas se vislumbran los de los soldados napoleónicos- para mostrar el mensaje universal que su sentido humanista le pidiera al pintor.

Pero esta obra de Arte es, además, una composición extraordinaria. Sobre un perfil del horizonte que divide sinuosamente el lienzo en dos, el mundo se escinde aquí entre un cielo oscuramente poderoso y una tierra oscuramente deshecha. ¿Escindido? Pero si parece lo mismo. Hay oscuridad en ambas escenas opuestas. No hay esperanza. Nada ofrece ahí una solución a esa continuidad tenebrosa. Los soldados disparan sus fusiles en una dirección y los guerrilleros en la opuesta. Enfrentados están sin ninguna separación, sin ninguna tregua. No es un campo de batalla, la población desarmada sufrirá entonces también la cruel guerra terrible. Como en la modernidad, el desorden humano ocupa ahora el lugar inexistente de aquella clásica representación armónica del Arte. Componer la desolación entre la desolación escénica hace a la obra mucho más impactante. Pero, no bastó. Sólo reflejaba el deseo inspirador de un genio tan humano como era Goya. ¿Quién compraría entonces esta obra? Ni siquiera los que sobrevivieron a esa afrenta espantosa. Tuvieron que pasar los años y ver entonces la grandeza iconográfica detrás de una obra universal. ¿Sólo iconográfica? En absoluto. Para Goya el Arte era una forma de transmitir un mensaje humano a los oídos inhumanos del mundo. En el lienzo vemos un enfrentamiento humano terrible aglutinado en una parte localizada -la parte inferior- del mismo, siguiendo, como un reflejo, el perfil del horizonte tan desnudo del lienzo. Los seres luchan ahora decididos sin terror, abatidos por la conformidad de un sentido comprensivo que les ha llevado a eso. Otros padecen sin luchar enfrentados a un mal comprensivo también para ellos, y lo hacen así porque entienden que la vida es parte inevitable de eso mismo.

¿Qué podría decir el pintor ante la imposibilidad de cambiar tanto entendimiento? ¿Cómo hacer ver lo imposible ahora? Y lo comprendió Goya. Pintaría, en el filo sutil de ese horizonte dividido, el perfil aterrador de un ser humano que ahora levanta aquí sus brazos. Pero, sin embargo, no los levanta como los otros seres abatidos que comprenden lo que hacen. No, los levanta desde la incomprensión más absoluta, lo hace con el deseo más atronador de un silencio tan poderoso, profundo como fantasmagórico. Ese personaje solitario, fuera del sentido narrativo de la obra, eleva ahora sus brazos ahí para gritar al mundo, sin ruido, sin coherencia, sin destino casi: ¡basta!, ¡basta ya de tanto horror y tanto odio! Nadie le ve, sin embargo, nadie le oye, nadie. Tan sólo nosotros, los que vemos el cuadro. Para eso lo pintó ahí Goya, para que las generaciones siguientes lo comprendieran al verlo. ¿Lo comprendieron? No, para nada. El mundo no tiene oídos sensibles lo suficientemente abiertos para eso. Solo la sensibilidad de una imagen, sabría Goya, podría si acaso satisfacer esa demanda tan necesaria. Aun así el cuadro seguirá descansando entre las paredes decoradas del Museo de Bellas Artes de Budapest. Lo verán en su clasificación de Arte romántico español de principios del siglo XIX. Verán su magnífica composición tan modernista para entonces, verán al precursor artístico que fuera Goya. ¿Verán el grito desesperado...? 

(Óleo sobre lienzo, Una escena de la guerra de la Independencia, 1809, del pintor Francisco de Goya, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

23 de marzo de 2018

La perspectiva como una emoción continuadora, evolucionadora, de historia, cultura y sentido artístico.



Clamado de introspección y atávico sentimiento ancestral para mirar desde la cueva acogedora y poderosa el ser humano, curioso y sensible, promovería su deseo de comprobar y aprehender el mundo fascinante que se le presentara a sus ojos. Y desearía entonces fijarlo en su memoria. El Arte es posible que fuese la incipiente transformación de una realidad evanescente en una conformación indeleble. Pero cuando lo fascinante se desea elogiar artísticamente en todas sus maravillosas formas y contrastes, el ser agente procurador de esa belleza buscará conformar la imagen grandiosa desde el mejor encuadre para verlo. Sin embargo, ¿qué sentido tiene hacerlo sin manifestar toda la estética traducible y comprensible de una belleza grandiosa? El escorzo en el Arte es una forma de distorsionar la imagen comprensible o natural de un objeto armonioso. El escorzo es un extraordinario modo de elaborar una representación artística concreta. Pero, sin embargo, las formas identificables de la naturaleza del objeto representado no serán asimilables en el sentido habitual comprendido por una mente esquemática. Los pintores han conseguido embelesar nuestros ojos ante la expresión diferente, pero artística, de una representación voluntariamente distorsionada. Habitualmente del cuerpo humano ha sido el escorzo una técnica utilizada por el Arte, pero, ¿y de los objetos artificiales creados por el hombre?

No es razón hacerlo de una belleza que solo puede ser objetivada desde sus perspectivas más armoniosas. ¿Perspectivas más armoniosas?, ¿cuáles son esas? Aquellas que descubren en una creación artificial la más completa y mejor sinfonía de sus formas más significativas. El escorzo en general es un trasunto, es una excusa, es una recreación accesoria de algo más sublime. Tiene un contexto, pues no presentará únicamente la imagen principal de lo objetivado, sino más cosas. Por eso existe el escorzo, para articular así una narración. Entonces las diferentes partes conforman un todo ante la rara imagen escorzada, sea protagonista o no de la obra.   Pero, cuando lo que se desea es representar la armoniosidad de un conjunto estético, de un objeto bello producido por el hombre -lo que tiene menos sutilidad y más proporción-, es preciso albergar su imagen entre las mejores angulosidades de una bella visión estereoscópica. Salvo cuando lo que se desee vislumbrar sea otra cosa. Entonces la genialidad sustituirá a la grandeza...  El pintor desconocido Giuseppe Bernardino Bison (1762-1844) marcharía muy joven con su familia a Venecia, en donde aprendería las formas estéticas de su Academia reconocida. Pero entonces, finales del siglo XVIII, la pintura no era ya en Italia una forma lucrativa de vivir, así que se dedicaría a la escenografía y a la decoración de castillos para nobles de Padua. A comienzos del siglo siguiente empezaría a pintar para los advenedizos más prósperos de una nobleza empobrecida. Compuso entonces paisajes con una panorámica propia del vedutismo, la tendencia artística de sus maestros venecianos -Canaletto, Guardi- que destacaba así una visión escenográfica o prodigiosa de un mero paisaje urbano.

En su vejez acabaría Bison en Milán, donde seguiría componiendo obras y decorados para la aristocracia vetusta, aunque no tendría ya mucho éxito ante los gustos transformables de la estética por entonces, muriendo pobre y desconocido en el año 1844. Pero, unos trece o catorce años antes, en la setentena, se inspiraría el pintor en la plaza del Duomo milanesa para componer su obra Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado. Aquí necesitamos conocer el título de la obra para identificar el escenario retratado. La imponente catedral milanesa, el Duomo, es una maravillosa construcción gótica producida por el hombre en las postrimerías del medievo y desarrollada durante casi seiscientos años. Su decoración gótica es maravillosa, con multitud de pináculos y cresterías elaboradas, elementos estéticos que precisan de una magnífica proporcionalidad para ser elogiosos. Y es la armoniosidad de sus proporciones y detalles la que producirá la belleza más sublime a su gran estructura arquitectónica. Su fachada pentagonal, enarbolada de suaves torres chapiteladas que enmarcan cresterías elaboradas, muestran la mejor y más fascinante decoración producida por el gótico. Es precisamente la fachada la sublimación más artística de cualquier construcción catedralicia, sea gótica o no. Sin embargo, el pintor italiano no la destacaría en su obra sino que la escorzaría. Así perdería su rasgo identificativo más destacado. Sólo en una narración visual, es decir, en una descripción estética de más cosas, es como únicamente tendría sentido componerlo de ese modo original. 

Pero, sin embargo, aquí no hay narración, no existe un motivo principal, histórico, social o representativo, para ser objetivado en la obra frente a cualquier otra cosa añadida, por grandiosa que sea. Es ahora solo el paisaje urbano de una parte muy delimitada de la grandiosa plaza milanesa, sesgada además por la perspectiva limitada de una galería porticada. Pero, sin embargo, la perspectiva de la obra encierra ahora una emoción cultural e histórica muy determinada. Hay varios contrastes en la visión acotada de esta representación. Por un lado el sublime solapamiento de dos estilos arquitectónicos: el gótico y el neoclásico. Las columnas de los arcos del soportal presentan un capitel corintio propio del estilo más clásico. El propio arco del soportal neoclásico, de medio punto, está destacado en la obra por el encuadre de tres de ellos -tres, el sentido numérico más primoroso de una proporción estética-, y se enfrenta ahora al arco ojival alargado de un conjunto de cuatro arcos góticos -menos proporcionalidad estética- de la insigne pared lateral de la catedral milanesa. Tradición y desarrollo, cultura y evolución, sintonía y vértigo... El paso aquí de una encrucijada en el Arte, así como en la vida, muy destacada por entonces (comienzos del segundo tercio del siglo XIX): el advenimiento de un Neoclasicismo arrollador. Más para un pintor o creador -decorador, escenógrafo- que viviera los últimos momentos de un estilo artístico en la historia. No hay que olvidar que la escena neoclásica es más estimulante que la gótica, la escena, aunque no los detalles. 

La obra de Arte -¿romántica, clásica, vedutista?- de Bison es una alegoría del sentido más histórico y cultural -civilizador- de Europa. Todo lo que vemos en la obra de Arte son creaciones del ser humano, son artificios o construcciones de la civilización del hombre y su desarrollo a lo largo de la historia. Por no haber nada natural, no existe paisaje que altere la visión de una cultura humana, salvo el cielo azul de la obra. El creador debía destacar la emoción de esa visión cultural, no solo la pintoresca de una edificación grandiosa. Por eso se situó dentro de la galería porticada para componer su obra original. Era un homenaje a la evolución de la belleza artística, era un homenaje a la cultura que la sostuviera y a los seres que la procuran, admiran o transmiten. Era un homenaje al Arte,  al Arte que sabría destacar la visión emotiva frente a la práctica, la estética de un encuadre subjetivo frente al objetivo grandioso de lo más principal. Porque en esta obra de este pintor dieciochesco, educado en la tradición rococó de paisajes utilitarios, vendría a solazarse ahora un ingenio de emoción teñido de un cierto romanticismo vetudista. Había que plasmar una visión urbana y había que destacar un paisaje de civilización grandioso, pero, al mismo tiempo, había también que emocionarse situando la perspectiva dentro de una oquedad que destacara lo cercano ante el aparatoso fondo cultural e impresionante. Pero, sin embargo, fijándolo todo ahora como si el motivo lo fuera sin brillo, sin fulgor, sin entusiasmo... 

(Óleo Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado, alrededor de 1830, del pintor italiano Giuseppe Bernardino Bison, Colección Particular; Fotografía actual del Duomo, la catedral de Milán, con la galería porticada a la izquierda de la imagen, Plaza del Duomo, Milán, Italia.)