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11 de septiembre de 2013

El arte de no ver más que el valor estético, emotivo o creativo de las obras.



El filósofo griego Epicteto (55-135) nos dejaría una frase interesante para comprender, o mejor dicho tratar de comprender, lo que la vida y sus cosas nos puedan suponer en ocasiones: No nos afecta lo que nos sucede sino lo que nos decimos acerca de lo que nos sucede. En el Arte esta sentencia puede sernos muy clarividente también. ¿Qué nos dice, al pronto, una obra cuando la vemos meramente? Y, luego, ¿qué nos dirá esa misma obra cuando ahora nos decimos -o nos dicen sobre todo- cosas no artísticas de la misma que puedan condicionarla o mediatizarla? Ese es el difícil reto del conocimiento artístico. Éste ahora muy parcial de la visión de una obra participada así por el sesgo crítico parcial de algunos aspectos que no tienen nada que ver con lo artístico propiamente. Uno de los primeros estudiosos del Arte lo fue el alemán Winckelmann (1717-1768). Dejaría escrito que en el Arte griego se podían separar cuatro períodos históricos: el antiguo, el sublime, el bello y el decadente. Cuatro aspectos de la creación artística en una cultura o civilización que puedan extrapolarse ahora, por ejemplo, a la época del Arte occidental. El período sublime en este caso comprendería el pleno Renacimiento; el bello el inmediatamente posterior, lo que fue el Manierismo y el Barroco; y el decadente el siglo XVIII y etapas artísticas subsiguientes (el periodo antiguo lo sería el anterior al Renacimiento).

Es decir, que desde el año 1750 en adelante se ha vivido en el Arte occidental una completa, desgarrada y fascinante decadencia. Esa decadencia que habría contribuido a utilizar el Arte para proyectar algo más que una emoción de belleza sobrecogedora o gratificante. Hasta hoy en día se ha llegado a utilizar el Arte a veces como un elemento de confrontación política o histórica. El Museo del Louvre organizó meses atrás una exposición del Arte alemán comprendido entre los años 1800 y 1939. Un periodo tendencioso además; un tiempo donde ni siquiera existía Alemania como país en la primera mitad de ese periodo. Los medios alemanes criticaron la muestra, la consideraron como una forma de proyectar el estigma histórico sufrido por Francia -país organizador de la exposición- a manos de un imperio alemán surgido al ritmo de manifestaciones artísticas de un movimiento pangermanista. El historiador de Arte suizo Heinrich Wölfflin (1864-1945) había defendido una forma de entender el Arte que parece interesante de tener ahora en cuenta. Introdujo una forma de acercarse al Arte a través del método comparativo, es decir, de comparar unas obras contra otras obras, no de unas ideas contra otras ideas. Por otro lado, Wölfflin no estaría interesado en la vida ni en la opinión ni en el criterio de los artistas. Hasta el punto de proponer una historia del Arte sin nombres, aunque, eso sí, apoyaba el origen cultural o nacional de las obras artísticas. Por esto se puede hablar de un arte alemán o italiano o ruso, pero no significará tanto qué fenómeno sociopolítico sino mejor qué estilo artístico se encuentra detrás de cada obra.

El Arte debería hacernos emocionar ante la visión creativa más genuina o ante la construcción de una bella forma, pero, además, procurarnos inspirar así sentimientos de cercanía espiritual -desde una perspectiva humanista- con todo lo que tiene de humano una creación artística. Alguna obra  puede conseguirlo maravillosamente (sublime, bellamente), y otras con ese amplio y sorprendente modo de impresionarnos o no (decadencia) que es tan legítimo y apropiado en el Arte. Pero, desde luego, el Arte no debería ser más que aquel reflejo de la vida que el gran filósofo Epicteto nos dejara dicho hace dos mil años: que sólo nos afecta -negativa o positivamente- aquello que nos decimos, no lo que vivimos...  También -en el Arte- lo que nos puedan a veces decir de algo que no es más que lo que es: una sensación expresiva y emotiva traducida en cada trazo artístico elaborado. Pero, sin más aditivos, sin más añadidos que los propios de unas formas, unos colores o una emoción artística maravillosa. Ahora, eso sí, pero sin palabras...

(Óleo Villa en el mar, 1878, del pintor Arnold Böcklin -autor denostado durante una época por haber sido el pintor favorito de Hitler-; Cuadro Alta montaña, 1824, de Carl Gustav Carus; Pintura El pregonero, 1935, de Karl Hofer.)

17 de diciembre de 2012

El Arte no remediará el dolor, ni sus creaciones lograrán conmover la vida más allá de sus autores.



Ya lo diría el poeta romano Virgilio hace muchos siglos: La poesía no puede aliviar la angustia de vivir.  Así mismo, también expresaría de un modo parecido mucho antes el griego Teócrito:  El poeta elevará sus cantos a la vida sin conmoverla.    Porque la vida obviará desdeñosa las aspiraciones desconsoladas de los hombres. El final de todo será que el verso inútil, el más desesperado, el más insistente o el más desgarrador no conseguirá consolar la emoción desorientada de los hombres. Tan sólo algunos creadores obtendrán de los dioses el instante  más descarnado para apenas saborear la emoción de plasmar en sus obras los deseos inabarcables del idilio más imposible de los hombres. Cuando la niña Camille Claudel (1864-1943) jugaba con el barro e hiciera con él figuras de las cosas que viese, nunca pensaría que acabaría solo deseando vivir más que alcanzar con su arte la gloria más envidiada de los dioses. En el año 1883 llegaría a París para poder desarrollar su arte escultórico. Y entonces conocerá a dios... El gran genio escultor y creador que fuese Auguste Rodin (1840-1917), su dios, se impresionaría tanto con el trabajo de ella que la incluiría en su propio taller parisino.

Colaboraría Camille con Rodin como modelo y creadora para acabar terminando, finalmente, como amante. Su relación con el dios de la escultura acabaría siendo compleja y desgarrada. Ella le entregaría su Arte y su vida, pero a él únicamente le interesaría lo primero. La vida de Camille terminaría siendo un sufrir silencioso y macilento al lado del genio. Al desolado lamento del desamor se unirían sus propias crisis nerviosas. En el año 1913, a los cuarenta y nueve años de edad, la ingresarían en un manicomio del que no saldría sino hasta su muerte, treinta años después. Realizaría muchas obras escultóricas hasta su internamiento para luego nunca más crear. En una de sus primeras esculturas quiso inmortalizar el gesto conmovido del desgarramiento más humano. Y compuso entonces su escultura Sakountala. Según cuenta el libro sagrado del hinduismo Mahabarata, una vez el dios Indra quiso distraer de sus meditaciones al sabio Vishvamitra. Para ello le enviaría a una hermosa mujer que acabaría seduciéndolo totalmente. Luego ella y la hija de ambos son abandonadas por el sabio temeroso de perder su virtud adquirida durante años.

La madre entonces, desesperada, abandonaría a la pequeña Sakountala en un bosque. Años después un joven rey la encuentra mientras cazaba. Ambos terminarán enamorados. El rey le entrega un anillo en señal de amor y se marcharía luego a su reino con la firme promesa de volver. Pasaron los años y el rey no lo cumpliría. Hasta que ella, cansada, decide por fin buscarlo. Por el tortuoso camino cruzaría un río donde acabaría mojándose sus manos y, de modo accidental, terminará perdiendo el anillo para siempre. Pasado el tiempo, después de ser herida incluso por bandidos, llegará a su destino desconocida y muy diferente a la de antes. El rey no la reconocerá y ella se volverá perdida y desolada para siempre. En el Libro del Principio (génesis hinduista) se nos dice en uno de sus versos sagrados:

Ella se vio entonces envuelta en la soledad del desierto junto a Sakountas (pájaros, en sánscrito), por eso ella fue nombrada por mí Sakountala...

Camille Claudel comenzaría en el año 1886 su obra escultórica Sakountala y no la terminaría sino hasta dos años después. Representaba la reunión de dos amantes hindúes después de muchos años de separación, causada, al parecer, por un maleficio ajeno a ambos. En su inspirada y versionada escultura, Claudel trataría de enfrentar su obra con aquella famosa obra escultórica de Rodin llamada El Beso. Claudel representaría simbólicamente en vez de a Rodin al rey Dusiyanta arrodillado ahora frente a Sakountala, arrepentido totalmente por no haberla reconocido. A diferencia del deseo tan pasional e irrefrenable de la obra El Beso de Rodin, la escultura de Camille simbolizaría mejor, sin embargo, el desgarro más emotivo padecido por un amante frente al conmovido gesto del arrepentimiento.

(Escultura Sakountala, Camille Claudel, 1888; Fotografía de Camille Claudel, 1884; Cuadro del pintor hindú Raja Ravi Varma, Mahabarata, Nacimiento de Sakountala, siglo XIX; Fotografía de Camille Claudel esculpiendo su obra, siglo XIX; Composición de fotografía artistica, de la fotógrafa española Lola Martínez Sobreviela, En el Jardín de Sakountala, 2008; Óleo Sacerdotisas, 1912, del pintor expresionista alemán Emil Nolde; Fotografía de Camille Claudel pocos años antes de fallecer en el manicomio.)

11 de diciembre de 2012

El expresionismo triste de una danza o la plasticidad corporal de la música.



El mundo se transformaría extraordinariamente hace cien años: la aviación, el automovilismo, el cine, la danza, la música, la pintura..., toda manifestación técnica y cultural alcanzaría por entonces unos niveles y una originalidad no vistos antes en la historia. Pero un poco antes, durante el verano del año 1889, tres pintores en el norte de Alemania enardecidos por el cambio cultural y el enfrentamiento con los cánones oficiales, decidieron fundar una escuela para poder expresar mejor su nueva tendencia artística: Worpswede.  Rechazaban el academicismo rígido y clásico de sus antiguos maestros. A finales del siglo XIX descubrieron en plena Naturaleza un paisaje diferente y la libertad más completa para componer una obra natural, feraz y desenvuelta. Imitaban lo que en Francia había llevado a cabo años antes el pintor Pierre Rousseau (1812-1867) y su Escuela de Barbizon. Pero surgirían también mujeres creadoras en esa zona de Alemania a finales de ese siglo. Fue el caso de la pintora Paula Mondersohn-Becker (1876-1907), que se instalaría en el año 1897 en Worpswede, aquella colonia cercana a Bremen donde los pioneros del Expresionismo comenzaron a revolucionar la forma de transmitir Arte en la historia. Estos artistas se dejaron influir por el barroco Rembrandt o el postimpresionista Van Gogh y hasta por filósofos y poetas como Nietzsche o Rilke. Utilizaban los colores y las formas plásticas de un modo simbólico no real. Años después, el sur de Alemania vendría a ser el centro de una gran transformación artística en el mundo del Arte. En Munich un grupo de pintores verían entonces en el azul y en los caballos los motivos principales de su especial inspiración más innovadora.

Era la libertad más expresiva y la creación más impactante, era la exteriorización de la introspección del creador, una nueva forma de expresar que se podría alcanzar ahora con el Arte. Fueron los pintores Kandinski, Marc, Klee, etc. Era lo espiritual del Arte lo que por entonces deseaban más que otra cosa subrayar con sus obras expresionistas. Y de ese concepto expresionista del mundo y del Arte surgiría también la danza de finales del siglo XIX. Esta expresión artística comenzaría incorporando la libertad más expresiva a los movimientos del cuerpo y su coreografía. Se trataba de comunicar lo que el interior del ser había logrado reprimir durante tantos años. Así que ahora era la espontaneidad, la teatralidad, la liberalidad o la gestualidad lo que marcaría el desarrollo artístico finisecular de aquella danza. Los bailarines utilizarían además los estilos, colores o formas que los pintores expresionistas preconizaban en sus obras. Los escenarios teatrales se llenaban con la estética remarcada de aquellas pinturas expresionistas. Multitud de pintores expresionistas se dedicaron a decorar los escenarios teatrales de aquellos atrevidos Ballets. Uno de esos bailarines innovadores lo fue Alexander Sacharoff (1886-1963). Nacido en Ucrania, se educaría luego en París con clases de interpretación que derivaron en una danza interpretativa extraordinaria. Pero sería en Munich cuando comenzara Sacharoff a bailar en pleno ambiente expresionista. Con Kandinski y algunos compositores de música atrevidos crearía el concepto de Arte sinestésico: aquel que baila colores y dibuja movimientos...

En el año 1913 conoce a la bella bailarina alemana Clotilde Edle von der Planitz (1892-1974). De origen aristocrático, cambiaría ella su nombre por Clotilde von Derp para poder pasar desapercibida ante un público ávido de su belleza. Se complementaban ambos tanto en sus danzas que decidieron unir sus propias vidas. Sería una unión de conveniencia ya que la ambigüedad sexual de Alexander fue evidente durante toda su vida. Sus representaciones de baile causaban furor en un público anheloso de ver algo nunca antes visto en un escenario. El expresionismo alcanzaría con ese tipo de danza romper todo formalismo corporal o de vestuario que existiera hasta entonces. El cuerpo se representaba con todas sus formas naturales, transparentes o translúcidas...  Clotilde von Derp bailaría una vez la obra musical La tarde del Fauno, una representación que diera fama al más grande bailarín de entonces, el polaco Vaslav Nijinsky.   En su novela Danzas Tristes (2002) el escritor uruguayo-venezolano Ugo Ulive hace decir al protagonista de su relato:   , imagínate, la obra consagrada de Nijinsky, el más grande de todos.  Yo no podía creer que se atreviese y fui a verla lleno de escepticismo. Allí estaba ella envuelta en una túnica transparente pintada con trazos rojos como manchas de sangre; tenía entre sus manos una tela también rojiza que manejaba con sensualidad increíble. Porque de eso se trataba, de una inmensa masturbación pública mucho más atrevida que la de Vaslav. Estaba la mayor parte del tiempo sentada en el suelo y se ondulaba, se retorcía, se arqueaba, jugaba con el trozo de tela hasta que lo arrojaba lejos y, luego, separando las piernas, mostraba todo el esplendor de su cuerpo, se regodeaba en su propia belleza poseída del amor por sí misma en un éxtasis de placer, en un trance que compartía con el espectador fingiendo no darse cuenta o como quien da una limosna...  Fue la obra maestra de Clotilde.

(Obra El sueño, 1912, del pintor del grupo expresionista El Jinete Azul, Franz Marc, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Fotografía de los bailarines Clotilde y Alexander Sacharoff, 1913; Cuadro Ballet ruso, 1912, del expresionista August Macke; Retrato de Rainer María Rilke, 1906, de Paula Mondersohn-Becker; Retrato de Clara Rilke-Westhoff, 1905, de Paula Mondersohn-Becker; Óleo Alexander Sacharoff, 1909, de la pintora Marianne von Werefkin; Fotografía de principios de siglo XX, Clotilde von Derp -Clotilde Sacharoff-; Fotografía de Alexander Sacharoff y fotografía de Clotilde Sacharoff, principios siglo XX.)

8 de agosto de 2012

El sentido estético frente al ético, o el Arte como belleza, como pasión o como ambas cosas.



Fue un catorce de enero del año 1506 cuando un campesino romano, Felice de Fredis, encontrase enterrado en su viñedo del monte Esquilino de Roma -una de sus siete famosas colinas- un enorme y abigarrado cajón muy suntuoso y decorado. Al abrirlo no pudo más que sorprenderse al hallar los fragmentos en mármol blanco de uno de los grupos escultóricos más bellos de la antigüedad griega. Lo que había encontrado de Fredis entonces fue la obra escultórica tallada más grande y hermosa que en aquellos años -pleno Renacimiento- alguien pudiera descubrir. Era la escultura helenística del grupo de Laocoonte y sus hijos, que representaba al sacerdote mitológico troyano de Apolo que había mostrado a los troyanos sus dudas sobre la divinidad del Caballo de Troya, esa escultura en madera que los aqueos habían dejado en una playa de Troya al abandonar el sitio de la ciudad. La leyenda mítica -recogida en La Eneida- describía el castigo afligido al troyano Laocoonte y sus hijos por dos monstruosas serpientes marinas. Antes de eso se había atrevido Laocoonte a rechazar la ofrenda a Apolo -el famoso caballo de madera de los griegos- porque sospechaba del impresionante regalo dejado por los aqueos en la playa troyana antes de marcharse.

Pero, de pronto, dos enormes serpientes terribles salieron del mar y se lanzaron, agresivas, a cada uno de los hijos del sacerdote troyano. Laocoonte entonces, decidido, se dirige a salvarlos como sea. Una de las serpientes, o las dos, enseguida acabaron enrollándose en el cuerpo del troyano. Pero justo en ese preciso momento -el instante elegido por el escultor para su obra- terminaría por atrapar el monstruo el muslo de Laocoonte entre sus dientes. Es en este fatídico momento trágico cuando el dolor más espantoso se apodera de Laocoonte. Los artistas del periodo helenístico que compusieron la escultura clásica -la escuela de Rodas, siglo I d.C.- consiguieron crear la representación sobria, firme y recia de una figura humana afligida por un dolor insoportable. Por tanto con un aura de irrealidad al no mostrar en su rostro ninguna debilidad, dolor o flaqueza humana. Porque, sin embargo, ¿cómo hubieran podido los griegos representar el gesto sublime de la belleza más excelsa, heroica y noble sin mantener sus principios estéticos más clásicos? Es decir, sin demostrar claramente su fortaleza o su nobleza más elogiable ante la adversidad. Fue el gran Miguel Angel el primer experto enviado por el papa Julio II para ver los restos hallados por Felice de Fredis. Cuando el genio florentino los contemplaba, incluso sin estar completado todo el grupo escultórico, habría dicho el más grande y extraordinario escultor de la historia: ¡son una maravilla del Arte!

En ocasiones las creaciones artísticas de escenas de gran dureza, violencia u opresión han producido geniales y bellas obras de Arte. En la escultura se aprecia, en su afortunada tridimensionalidad, aún más el sentido dramático expresado por su autor. No hay en la escultura cosa que distraiga, al contrario de la literatura o pintura, a los ojos del espectador. Ante las piedras embellecidas sólo sus elaborados surcos transmitirán el momento dramático elegido, ese instante ahora sin atisbos secundarios, sin detalles añadidos o sin otra cosa más que lo actuado o esculpido. Y así lo veremos también, por ejemplo, en la extraordinaria talla clásica de El rapto de Proserpina, donde su escultor Bernini nos muestra el espantoso y horrible instante elegido por él: aquel en el que Hades atrapa, sin conmiseración alguna, la desvalida, asustada y bella Proserpina. Pero, ¿cómo es posible que algo tan rechazable por inhumano o desagradable al observar el doloroso lamento abatido de un gesto humano -valor ético-, sea, a cambio, tan deseado o tan excelente o tan bello o tan armonioso de percibir -valor estético- para nosotros? Porque ahora veremos cómo la genialidad artística viene a ayudar a transmitir el mensaje que desea el autor hacer llegar al espectador asombrado. A veces se consigue, otras no tanto. El mensaje puede existir en una obra, existe de hecho, pero no siempre llegará a traspasar las capas cerebrales de nuestro interior, o de nuestro sentido más oculto, para captar la enseñanza elogiosa elegida, esa sabiduría que, finalmente, todo Arte debiera conseguir plasmar con sus alardes creativos -valor ético-.

En la obra Susana y los viejos del pintor Rubens observamos una realización pictórica perfecta, como siempre del maestro flamenco del Barroco. A pesar de la descarada sordidez de los ancianos en atrapar, no sólo con su visión, la belleza casta y pura de la hermosa Susana, vemos ahora, sin embargo, una obra bella a nuestros ojos, una imagen que nos gusta y permite, sin sobresaltos, dedicar tiempo a visionarla gratamente. A aprehender cada motivo y cada gesto, cada trazo inteligente y estético para acercarnos al motivo final de su sentencia grandiosa, de aquel mensaje artístico, en este caso ahora ético: la belleza ultrajada por el cruel, despiadado y desalmado vicio. En otros casos, como la obra del pintor español del Barroco Pedro Camacho Felizes, no llegará a transmitirnos otra cosa ahora más que la consentida forma con la que Susana se muestra concupiscente con los viejos, éstos más alejados y respetuosos incluso que en las otras obras. Y luego, sin embargo, en otros casos veremos la violencia más feroz, el asalto criminal, vergonzoso, lastimero y sexual más evidente. Para este terrible tema -la violación- observaremos ahora cómo dos creadores retratan de modo diferente esa terrible escena lacerante, cruel y primitiva.

En un caso, el pintor del Renacimiento Tintoretto y su hermosa obra Lucrecia y Tarquinio. Gracias a su sutil tendencia manierista, nada realista ni desgarradora ni dura, vemos ahora una escena cuya representación es más atenuada aquí -nos confunde casi-, es mucho más suave y diferente que ese cruel, violento y depravado gesto criminal de antes. Si no supieramos el título de la obra, si ignorásemos la historia en que se basa su leyenda -el asalto sexual del hijo del rey romano Tarquinio sobre la joven y bella doncella Lucrecia-, ¿cómo llegaremos a saber, verdaderamente, de qué fuerte impresión depravada podría tratarse esta obra de Arte? ¿No podría ser incluso el juego infantil de dos adultos, o, mejor aún, el auxilio de un caballero a su señora? En la siguiente y última creación pictórica, la del artista mexicano José Clemente Orozco (1883-1949), se nos ofrece ahora una obra del todo transparente. Aquí no hay duda alguna ya, aquí no necesitaremos saber ni el título ni la historia, ni nada de otra cosa semejante, para saber de qué trata la obra. Porque para entender la obra artística, para percibir su mensaje claramente, sólo tendremos ahora que mirarla, ¡y ya!; sin miramientos, sin saber nada más, sin otras cosas más que ver, sólo comprendiendo ahora fácil y ágilmente el horror, la tragedia o el drama más atroz en una obra.

(Fotografía del grupo escultórico El Laocoonte y sus hijos, período helenístico, 50 d.C., Escuela de Rodas, Museo Pío-Clementino, Vaticano, aquí se consiguen ambas cosas, valor estético y ético; Escultura El Rapto de Proserpina, 1622, Lorenzo Bernini, Galería Borghese, Roma, ambas cosas; Imagen de la misma obra, desde otra perspectiva; Detalle misma obra de Bernini, otra perspectiva; Lienzo del pintor expresionista alemán Lovis Corinth, José y la mujer de Putifar, 1914, valor ético; Óleo del pintor del barroco Guido Reni, José y la mujer de Putifar, 1630, Museo Getty, valor estético; Óleo Susana y los viejos, 1635, de Rubens, ambas cosas; Cuadro Susana y los viejos, 1690?, del pintor barroco español Pedro Camacho Felizes, Murcia, valor estético; Fragmento de la obra de Tintoretto, Lucrecia y Tarquinio, 1560, Chicago Art Institute, EEUU, valor estético; Obra de tinta y lápiz sobre papel del artista y muralista mexicano José Clemente Orozco, 1928, La violación, Museo de Filadelfia, EEUU, valor ético.)

18 de junio de 2011

Los ocultos senderos de la mente o la necesidad a veces de enajenar el juicio...



En los años oscuros del medievo surgieron, sin embargo, algunos hombres lúcidos y muy destacados. Uno de ellos fue el caso del filósofo italiano Tomás de Aquino (1224-1274). Entre sus muchos escritos señalaría con respecto a la estupidez humana lo siguiente: Se trata de una percepción de la realidad. Es como en las cosas del sabor. Para discernir un sabor de otro preguntamos a quienes tienen un paladar sensible. Lo que de hecho es amargo o dulce parece amargo o dulce para quienes poseen una buena disposición del gusto, pero no para aquellos que tienen el gusto deformado. A los que en ocasiones padecen de fiebres se les corrompe el gusto y no encuentran entonces dulces las cosas que en verdad lo son. Una de las cosas que el filósofo Tomás de Aquino destacara fue la especial característica del estulto, es decir, del necio o estúpido: Esta consiste en ignorar la conexión existente entre los medios y los fines. Debemos distinguir entre la estupidez especulativa de la práctica; ésta última es peor. Es decir, no debemos confundir inteligencia -propiamente dicha- con resultados: hay personas limitadas en su inteligencia que saben actuar muy bien; sin embargo, las hay muy inteligentes que son verdaderamente estúpidas en actuar. Es por lo que debe así existir otro componente que añadir al entendimiento, ¿pero, cuál?: la sensibilidad. Continúa diciéndonos Tomás de Aquino: Otra de las características de la estulticia es la falta de sensibilidad. Para esto el filósofo medieval distingue entre estúpido (estulto) y fatuo (sin razón). Continúa Aquino: La fatuidad es la total carencia de juicio. El estulto, a diferencia, tiene juicio, pero lo tiene embotado (que es muchísimo peor). Es por ello que la estulticia es contraria a la sensibilidad, que proviene de la sabiduría, palabra que procede a su vez de saber, de sabor Así como el gusto discierne y distingue los sabores, la sabiduría distingue las cosas y sus causas. A lo obtuso, por tanto, se opone la sutileza, la perspicacia o la sensibilidad.

El Art Nouveau surgió a finales del siglo XIX como un revulsivo estilo contra todo lo establecido como Arte por entonces. Fue también conocido como Modernismo. Ya se había iniciado antes una tendencia general para romper fronteras o para ir más allá en los conceptos artísticos. A ello contribuyó por ejemplo los escritos del crítico de arte inglés John Ruskin (1819-1900). Aunque este crítico se rebelaría contra el entumecimiento estético y los efectos perniciosos de la Revolución Industrial, formulando una teoría esencialmente espiritual y gótica (medieval), postularía, sin embargo, la democratización de la belleza... Así que con el Art Nouveau se trataría por entonces de que hasta los objetos más cotidianos llegaran a tener valor estético y fuesen accesibles a toda la población. Aunque, eso sí, sin llegar a utilizar las modernas técnicas de producción masiva. Este movimiento, totalmente revolucionario en el Arte, comprendería todas las manifestaciones artísticas, no sólo las Artes mayores sino también el mobiliario o los objetos propios del diseño decorativo. En la Viena del año 1897 se fundaría una tendencia artística modernista como sucediera en otros países europeos, pero aquí acabaría denominándose secesión vienesa. A diferencia de las otras la secesión vienesa culminaría en la historia a consecuencia de la rigidez política y social que entonces el Imperio Austro-Húngaro obligara a una burguesía ansiosa de poder e influencia. Esa burguesía liberal se centraría en la Literatura, en la Ciencia o en el Arte. De ese modo acabaría apoyando a los jóvenes creadores que propiciaban un movimiento lleno de rebeldía.

Cuando en la búsqueda de una elegancia diferente se incluyeran ahora rasgos de formalidad más severa, cuando además se traspasara esa sobriedad formal que caracterizaba al Modernismo, se llegaría a alcanzar poco más tarde lo que acabaría por denominarse Expresionismo. Y en esta nueva tendencia expresionista aparece el gran y original creador austríaco Egon Schiele (1890-1918). Con una personalidad absolutamente irreverente y escandalosa, se enfrentaría decidido a la inflexible y lastrante moralidad de su época. Por mantener una relación con su adolescente modelo acabaría brevemente encerrado en una prisión imperial. Las contradicciones de su obra y su vida llegaron a manifestarse hasta en su irónica forma de morir. Cuando en los inicios de la Primera Guerra mundial (1914-1918) todos los jóvenes austríacos fueran llamados a filas, el ya entonces afamado artista Egon Schiele fue excluido por pertenecer a tan especial élite intelectual. Pero, a pesar de ser salvado por el Arte, no pudo impedir que los efectos mortíferos de la contienda mundial acabaran con su vida en el año 1918. La gripe, llamada errónea y mediáticamente española, surgida y extendida gracias al movimiento de las tropas por Europa, consiguió malograr una de las carreras artísticas más prometedoras del siglo XX.

Y así es como, a veces, tendremos que enfrentarnos con la estupidez humana, esa actitud que se prodigará abundante por todos los lugares de la Tierra. Enfrentarse a la inteligente estupidez obligará a veces al uso del sarcasmo, de la ironía o hasta del cinismo... Pocos términos han podido llegar a ser tan confusos como este del cinismo, llevado por su ambivalencia, el mal uso, la costumbre equivocada o la estupidez. Cuando surgió este término en la Grecia de la antigüedad, cinismo hacía referencia a una escuela filosófica fundada por Antístenes en el siglo IV a.C. Posteriormente el racionalismo del siglo XVIII lo vistió de una definición antropológica diferente, al parecer necesaria. El cinismo moderno se entiende ahora como una disposición a no creer -descaradamente- en la sinceridad o en bondad humanas. Una actitud crítica despiadada, pero, ha de reconocerse, un buen principio a veces para empezar con algunos seres... estúpidos. Fue un gran humanista, Erasmo de Rotterdam (1466-1536), quien haría uso del elogio a la locura para enseñarnos cómo sería el mundo sin una mínima gota de locura inteligente. Nos dice el pensador holandés: La locura es sabiduría mundana, resignación, tolerancia. Prosigue el humanista diciendo: La sabiduría es a la locura como la razón a la pasión. Y en el mundo hay mucha más pasión que razón. Lo que mantiene al mundo en movimiento, la fuente de la vida, es la locura. Hay dos clases de locura. Una fomentada por la furia que se engendra en el infierno. Otra, muy distinta, que es pura, inocente e ingenua. La primera es pasión de la guerra, avaricia, sacrilegio. La otra es diferente y no corresponde nada más que a un cierto alegre extravío de la razón. La locura aporta felicidad y alegría al corazón, despreocupación y hermosura al alma, que oculta e ignora los problemas, penas y todo sufrimiento que ésta no sería capaz de soportar sin aquélla.

¿Podremos utilizar una cierta locura ahora sin desfallecer, es decir, sin caer injustamente en alguna trampa caótica auspiciada desde la estupidez inteligente? Este es el reto. En la creatividad artística se consiguió algo parecido con un Modernismo exacerbado y neoexpresionista. Algunas obras expresionistas fueron -lo son a veces hoy- censuradas por su atrevimiento artístico. Generalmente, hoy su extensa publicidad -se conocen las obras artísticas gracias a su amplia divulgación- hace totalmente ineficaz ir contra ellas. ¿Cómo permitiríamos hoy que no se expusieran? Pero, y en los demás casos, en los seres humanos, aquellos que no tengan nada que ver con el Arte. Por ejemplo, cuando los seres humanos ahora -sin publicidad, solos ante la estupidez maliciosa- nos enfrentemos solitarios a la inteligente estulticia..., ¿podremos evitar, sin desfallecer, la censura más despiadada, ofensiva y obtusa ante nosotros? Porque además ésta -la estupidez humana- no se mostrará ahora claramente descubierta, serena o frágil ante nosotros, no, ahora se enarbolará ella vanidosa detrás incluso de un rostro amable y seguro de sí mismo, pero del todo inflexible, tanjante y desmoralizador hacia los espíritus sensibles. Serán aquí, en estos casos humanos, donde el cinismo ahora adquiera su otra cara más conocida, la más vulgar, manipuladora, torticera y estúpida. Porque es ahora cuando la estupidez se vestirá de ese otro cinismo despiadado para ahuyentar a los espíritus honestos y sinceros. Espíritus que se atreverán, incluso, con disponer de una cierta locura salvadora, esa misma con la que se atrevan ahora a dirimir una creativa estrategia para neutralizar la estupidez cínica y acosadora. Pero aquí también puede existir un peligro. La mayoría de las veces no hay publicidad o no hay testigos, y así la creatividad de los seres que defienden honestamente su postura podrá volverse -como un afilado cuchillo por ambos filos- contra ellos mismos. Así, sin otra arma ni otra cosa ahora que su vida descubierta y vulnerable... frente a la insidiosa, oportunista y engañosa estupidez.

(Detalle del óleo Extracción de la piedra de la locura, 1480, del pintor holandés El Bosco; Cuadro del pintor barroco italiano Luca Giordano, siglo XVII, Filósofo Cínico; Imagen de la obra del pintor expresionista austríaco Egon Schiele, Moa, 1911; Obra Muchacha arrodillada sancando la falda por la cabeza, 1910, Egon Schiele; Autorretrato masturbándose, 1911, Egon Schiele; Óleo del pintor español del barroco Zurbarán, Apoteosis de Tomás de Aquino, 1631, Museo Bellas Artes de Sevilla; Cuadro Erasmo de Rotterdam, 1517, del pintor Quentin Massys; Cuadro La muerte y la muchacha, 1916, Egon Schiele; Cuadro Caricia de cardenal y monja, 1911, Egon Schiele; Cuadro Mujer sentada, 1917, Egon Schiele; Cuadro Resistiré tenazmente por el Arte y mis amores, 1912, Egon Schiele; Cuadro de Egon Schiele, Muchacha acostada con vestido oscuro, 1910; Fotografía del pintor expresionista Egon Schiele, 1915.)

13 de noviembre de 2010

Una confesión sin riesgos y una canción triste de desamor y sosiego.



Una de las obras literarias más conocidas de la Edad Media es la Divina Comedia, un relato lírico y narrativo escrito por el poeta italiano Dante Alighieri sobre el año 1307. Trata la obra literaria de los pecados humanos y su penitencia luego de la muerte. Los pecados y la muerte eran cosas muy connaturales con la vida y sus costumbres en la época medieval. Pero hay otra obra literaria menos conocida, Prufock y otras observaciones, escrita en el año 1917 por el poeta inglés Thomas Stearns Eliot (1888-1965), y cuyos versos tan desconocidos y complejos nos ayudarán a tratar de comprender  algo más al ser humano y a su difícil, oscura, desesperada, frágil y contradictoria naturaleza. El género y lenguaje de la obra de Eliot no ayuda, sin embargo, a entender muy bien el mensaje esperanzador que ofrece. Porque el lenguaje es tan desgarrador como críptico y aséptico. Pero, aun así, nos emociona e inspira a la vez que nos relata y describe cómo somos, realmente, de complejos los seres humanos en nuestra vida cotidiana. Con armonía y distanciamiento poético nos muestra ahora una confesión, pero una confesión que nadie, sin embargo, se atrevería nunca a pronunciar... Nos posibilita el poeta Eliot ahora con esa confesión imposible a comprender algo que jamás deberíamos consentirnos los humanos nunca: dejar que la inacción y la autocomplacencia nos invada en nuestra existencia desolada.

Uno de los poemas de esta obra literaria de Eliot, La canción de amor de John Alfred Prufrock, comienza con una cita escrita en la Divina Comedia en el capítulo El infierno en su canto número XXVII:

Si yo creyese que mi respuesta fuese
a persona que alguna vez volviera al mundo,
esta llama quedaría sin más sacudidas.
Pero como jamás desde ese fondo
volvió nadie vivo, si es verdad lo que oigo,
sin temor de infamia te respondo...

Esta cita pronunciada por el infortunado condenado a las brasas infernales Guido Montefeltro nos explica que, como ya no hay forma de salir de ahí -del infierno-, el pecador puede ahora confesar lo más inconfesable de su vida a quien allí también esté sin temor a verse ofendido con la infamia o la vergüenza. Porque esas acciones ignominiosas habrían quedado fuera del infierno para siempre, en el mundo de arriba, en el mundo de los demás, de los respetados o de los dignos... Pero Prufock, en su canto de amor -que aparentemente poco de canto de amor tiene-, sólo se permitirá hacer una confesión a sí mismo: reconocer que no tiene el valor de hacer todo aquello que debiera hacer; que siempre podría hacerlo después, que no merece tampoco hacerlo a veces y que ya sabe, de todas formas, qué sucederá...; también admite que el mundo está deslucido, lleno de vulgaridad, mediocridad y desaliento.

Fragmentos líricos de la obra poética de Thomas S. Eliot, La canción de amor de John A. Prufock:

Vamos, entonces, tu y yo, (1)
cuando el atardecer se extiende contra el cielo
como un paciente anestesiado sobre una mesa;
vamos, por ciertas calles medio abandonadas,
los mascullantes retiros
de noches inquietas en baratos hoteles de una noche
y restaurantes con serrín y conchas de ostras:
calles que siguen como una aburrida discusión
con intención insidiosa
de llevarnos a una pregunta abrumadora...
.....
Y claro que habrá tiempo
para el humo amarillo que se desliza por la calle
restregándose el lomo contra los cristales de las ventanas;
.....
En el cuarto las cocineras van y vienen
hablando de Miguel Ángel. (2)
.....
Y claro que habrá tiempo
de preguntarse ¿me atrevo? y ¿me atrevo?,
tiempo de volver atrás y bajar la escalera,
con un claro de calvicie en medio de mi pelo.
.....
Envejezco..., envejezco...
Tengo que llevar vuelta en los bajos de los pantalones.
.....
He oído las sirenas cantándose unas a otras.
No creo que me canten a mí.
Las he visto cabalgar en las olas mar adentro
peinando el blanco pelo de las olas echando atrás
cuando el viento sopla el agua hasta ponerla blanca y negra.
Nos hemos demorado en las cámaras del mar
junto a ondinas (3) enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo,
hasta que nos despierten voces humanas, y nos ahoguemos.

(1) La conciencia y el protagonista;
(2) El gran artista -escultor y pintor- Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564);
(3) Ser mitológico y fantástico con forma de mujer y que habita en el fondo de las aguas.


(Cuadro del pintor Bronzino, Alegoría de Dante, 1530; Fotografía de T.S. Eliot, 1956; Óleo del pintor William Bouguereau, Dante y Virgilio en el Infierno, 1850; Cuadro del pintor expresionista alemán George Grozs (1893-1959), The lovesick man -El hombre enfermo de amor-, 1916; Cuadros del pintor surrealista Rene Magritte (1898-1967): El espíritu de aventura, 1962, y el cuadro La perspectiva amorosa, 1935; Grabado de la Divina Comedia de Dante, La puerta del Infierno, del ilustrador francés Gustave Doré.)

22 de noviembre de 2009

Un arrepentimiento, un destino, una ópera y el Arte.



Un famoso guión cinematográfico (Blade Runner, 1982) utilizaría un concepto mítico y metafísico, La puerta de Tannhäuser, para referirse con él a la entrada a un destino inevitable y fatal. Pero, mucho antes, un compositor alemán había sido el responsable de hacer mención a esa leyenda en la figura del poeta medieval alemán Tannhäuser (1205-1270). Richard Wagner (1813-1883) compuso su ópera romántica Tannhäuser en el año 1845. En ella el poeta-personaje llevaba una vida disoluta y vagabunda. Encuentra una vez en su caminar errante un lugar maravilloso, Venusberg (montaña de Venus), el reino mítico, idílico y sensual de la famosa diosa griega de la belleza Afrodita. Ahí disfrutará él sin parar y con extremo goce los placeres más ocultos y sensuales de la vida. Pero luego, sin embargo, cansado de los disfrutes vanos que la diosa de la belleza y el amor le aportase, decide dejar y abandonar ese idílico lugar legendario, ahora ya del todo arrepentido por completo.

En su nuevo deseo de cambiar y mejorar peregrina incluso a Roma. Entonces el inflexible papa Urbano IV lo recibe de un modo exigente y riguroso, mostrándose displicente con él diciéndole incluso que es tan imposible redimirlo como que el bastón papal llegase algún día a florecer. Tannhäuser se marcha decepcionado, meditabundo y desolado por ese cruel rechazo. Pero de pronto, buscando inútilmente ahora un sentido a su vida en alguna que otra cosa que le pudiese redimir, volvería Tannhäuser de nuevo a Venusberg, aquel paraíso engañoso donde acabaría entregado otra vez a su delirio. Al cabo de unos días el papa observa ahora, sorprendido, como su bastón florece de modo incomprensible. Urbano IV envia inmediatamente un mensajero para que Tannhäuser regrese a Roma y reciba así, ahora seguro por completo, ya su ansiado y requerido perdón. Pero ya es demasiado tarde, Tannhäuser no está, había desaparecido para siempre de un modo definitivo e inevitable. Entonces será el pontífice el que acabará, a cambio, siendo condenado ahora para siempre. Esta leyenda inspiraría a muchos poetas y músicos románticos alemanes del siglo XIX. Hasta que, con los años, llegara a inspirar a un famoso guionista de ciencia-ficción cinematográfico, creando entonces una fantástica puerta sin regreso, una puerta ahora inevitablemente fatal y definitiva.

(Imagen del cuadro del pintor John Collier, 1850-1931, Tannhäuser en el Venusberg; Imagen del cuadro pintado por Renoir, Richard Wagner; Imagen de un grabado del Papa Urbano IV, 1195-1264)