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30 de marzo de 2012

Las musas inspiradoras de un encanto, de algo oculto tras una belleza diferente.



Cuando la Revolución mejicana comenzara su andadura durante el año 1911, las huestes de Emiliano Zapata tomarían entonces la ciudad de Cuernavaca. Allí un oficial simpatizante de las tendencias revolucionarias, Manuel Dolores Asúnsolo, entregaría satisfecho la ciudad al mítico guerrillero mejicano. Este militar y heredero terrateniente, oriundo del norte de México, se había educado en Estados Unidos, donde terminaría uniéndose en matrimonio con la canadiense Marie Morand. Un año después, en 1904, nacía la hija de ambos, María Asúnsolo Morand. Esta bella, sorprendente, misteriosa, aguda, libre y talentosa mujer acabaría siendo, años después, una de las musas y modelos del Arte más retratadas por los pintores mejicanos de entreguerras. Pertenecía a la enriquecida familia Asúnsolo, cuya prima Dolores llegaría a ser la famosa actriz Dolores del Río. A diferencia de los directores de cine, los pintores escudriñarán en sus musas algo menos visible e impactante que un hermoso bello rostro, o una capacidad artística expresiva o un especial talento interpretativo. Lo que los artistas del Arte plasmarán en sus lienzos, provocados por una especial inspiración estética, será el encantamiento que unos seres femeninos destilan como consecuencia de una personalidad desdeñosa y auténtica, también por su desinterés interesado o por una peculiar fuerza desgarradora de emociones misteriosas.

Pero, además por una belleza permanente, una rara belleza que no tiene nada que ver con la que vemos en un cuerpo físico. Esa rara belleza traspasará las satisfechas o insatisfechas apetencias físicas para alumbrar ahora las eternas, oscuras o veleidosas rémoras de una vida diferente. En los años treinta del pasado siglo XX casi todos los pintores mejicanos retrataron a María Asúnsolo. Posiblemente en toda la historia del Arte del siglo XX ninguna otra mujer lo fuera más. Pero es que, además de poseer una gran personalidad, fue una bellísima mujer. Nada libertina al pronto de sus deseos. Más que pudor, lo que ella poseía sería una maliciosa forma limitada de enseñar su cuerpo. El destello de su pasión duraba el tiempo justo, el preciso justo momento para que, luego, ese mismo momento no sustituyese nunca su misterio. Fue descrita una vez como la dama inmarcesible, un afortunado adjetivo -poco usado- que indica lo inmarchitable, lo que en ella, finalmente, expresaría el gesto perdurable de su modelaje, de esa inspiración artística que, como musa destacada, oficiaría sin consideración en los buscadores estéticos de lo indefinible, lo que son, al fin y al cabo, los pintores.

Cuando Eugenia Huici (Chile, 1860-1951) decidiera residir en Europa al año de casarse con el potentado Tomás Errázuriz, conocería en el año 1880 al pintor John Singer Sargent en un alquilado palacio veneciano. Este creador impresionista la retrata entonces encantado gracias a su ungida y serena belleza inmarcesible. A pesar de haber podido poseer las más ostentosas cosas de la vida, siempre habría preferido la simplicidad al exceso. Impactaría con su personalidad sorprendente a su entorno y a su propia imagen, transformando su persona y a los que la conocieron. Esto la hacía muy atractiva y los moradores estetas de su vida y su belleza sintieron una especial inspiración para poder crear, con su aura demoledora, el único Arte con el que verdaderamente acabarían poseyéndola. Aunque de origen polaco, María Olga Godebsca (1872-1950) -también conocida como Misia Sert- había nacido en San Petersburgo en una familia artística. La música fue su talento manifiesto, sin embargo su pasión por el Arte y los artistas la llevaría a París a dedicar el resto de su vida a enaltecerlos. Fue una gran musa en el París de principios del siglo XX. Los pintores Renoir, Bonnard o Picasso padecieron su influencia encantadora y desgarradora. Pero también escritores y músicos terminaron fascinados por su personalidad. Hasta el desconocido pintor español José María Sert, del que ella acabaría tomando su apellido en matrimonio. ¿Qué tendrían todas esas mujeres para que creadores del Arte requiriesen su presencia para plasmarlas en sus creaciones inspiradoras? Pero, sin embargo, no acabaron ellas siendo tan famosas ni conocidas, ni  tampoco envanecidas por la historia. Sólo provocaron algo imprescindible en los deseos creativos más inevitables: la inspiración estimulada más motivadora. Y con ello la representación más indeleble y sincera de una belleza trascendente, de una rara belleza inapreciable del todo, a un mismo tiempo fértil, inaccesible y misteriosa.

(Lienzo del pintor mexicano Federico Cantú, Retrato de María Asúnsolo, 1946; Óleo Misia Sert, 1908, del pintor Pierre Bonnard; Cuadro Retrato de María Asúnsolo, del pintor mexicano Carlos Orozco Romero; Retrato de Misia Sert, 1944, del pintor catalán Pere Pruna; Óleo de John Singer Sargent, Retrato de Eugenia de Errázuriz, 1880; Fotografía de Eugenia Huici de Errázuriz; Imagen de Misia Sert, años veinte; Óleo del pintor francés Renoir, Retrato de Misia Sert, 1904; Fotografía de la actriz mexicana Dolores del Río, prima de María Asúnsolo; Fotografía de María Asúnsolo.)

17 de febrero de 2012

La interpretación de otra realidad y el eco de su reflejo más personal: la subjetividad y el Arte.



La parábola del Buen Samaritano se describe en el capítulo diez del libro de Lucas el evangelista. En ese versículo se dice que un hombre fue atacado y herido por unos ladrones camino a la ciudad de Jericó. Pero que por allí mismo pasarían luego un fariseo y un levita, ambos personajes muy relevantes social y religiosamente en el Israel de entonces. Sin embargo, ambos no hicieron nada por ayudar al herido dejándolo de lado y sin reparar en él. Poco más tarde un samaritano -un miembro de una secta herética hebrea de entonces, por lo tanto menos relevante y menos respetado socialmente- fue el que se detendría, le atendería, le tomaría entre sus brazos y le subiría a su propia cabalgadura para salvarle la vida. El mensaje aquí es profético: no hay mayor sorpresa (por tanto algo ajeno a la realidad cotidiana conocida o a lo más esperado) que aquella que se deriva de lo que se supone que algo va a responder según sus características o naturaleza pero que, sin embargo, no lo hace así. Porque aquellos hombres prominentes de Israel, aquellos seres que representaban el modelo social (el levita y fariseo) no fueron y no hicieron lo que se esperaba de ellos en un caso como ese. No reaccionaron como debían haberlo hecho. Esto sólo fue llevado a cabo por el que menos se esperaba que lo hiciera, el ser marginado social y religioso, el falsario, aquel que su realidad cotidiana no correspondía con lo que, finalmente, sí él hizo.

Cuando el pintor Vincent Van Gogh tuviera una de sus crisis psicóticas en el año 1890, que acabaría durándole algunos meses -pocos, pero que no le impedían seguir expresando su creatividad-, no pudo, sin embargo, recorrer por entonces los maravillosos campos luminosos y multicolores del mediodía francés para inspirarse. Fue así como tuvo entonces que elegir imágenes compuestas por otros creadores, unas láminas reproducidas de otros artistas para poder seguir plasmando así, en un lienzo colorista, toda esa necesidad interior que tanto sufriría el más famoso pintor malogrado. Eligió entonces una reproducción de un cuadro de Eugene Delacroix, El Buen Samaritano, un lienzo pintado por este pintor romántico francés en el año 1850. Van Gogh debía ahora crear lo mismo..., Pero, sin embargo, lo que hizo lo hizo ahora con toda su propia creatividad más genuina. Admiraba a Delacroix, quería homenajearlo, pero no podría pintar como él. Fue de ese modo como Van Gogh idearía confeccionar entonces una imagen reflejada -especular-, casi exacta, del colorista autor romántico francés. Fue, por tanto, un reflejo especular buscado de aquel otro cuadro de Delacroix lo que Van Gogh compuso con su El Buen Samaritano después de Delacroix, obra del año 1890.

El semiótico italiano Umberto Eco escribió una vez: El espejo es un instrumento fiable que no traduce la realidad sino que la duplica a través de la reflexión de la luz. Pero la luz puede a su vez también ser reflejada ahora con un ángulo más inclinado, con un ángulo que cambie así sus ondas perpendiculares y las distorsione de tal modo que transforme el brillo, la textura, el trasfondo, el perfil y hasta el sentido opuesto de una imagen cualquiera. También su color... Y es todo eso lo que consiguen los grandes creadores cuando intentan alcanzar duplicar con su Arte sus homenajes a otros artistas. Porque no se obtiene una realidad de la misma realidad, es decir, lo mismo que se espera de ésta en su reflejo fiel; no, lo que ahora se obtiene es otra realidad diferente de la misma realidad ahora transmutada. Lo que los artistas consiguen es otra cosa diferente de lo mismo. Por lo que, con ella, no nos explicarán ahora nada de la realidad de antes, ni nos harán sentir, exactamente, lo mismo de antes: ¡tan sólo nos sorprenderán!

De igual forma el pintor francés Paul Cézanne quiso, seis años después de haberlo realizado su autor original, sorprendernos con una representación de la obra Olimpia de Manet, una creación realizada en 1863. Este genial pintor preimpresionista consiguió por entonces escandalizar al público parisino con su obra Olimpia, un lienzo donde una prostituta sofisticada está recostada grandiosamente en su salón como si de una diosa griega se tratara. Sin embargo, Cézanne tiempo después, en un alarde muy revolucionario -como su Arte reflejaría más tarde en uno de los cambios más decisivos de la historia artística-, plasmaría su Olimpia Moderna también reflejada ahora especularmente. Pero no se conformaría el pintor tan sólo con eso. Cézanne lo revolvería aquí todo con su nuevo Arte, lo cambiaría todo y lo transformaría todo radicalmente. Incluso, para dar ahora un mayor motivo de sorpresa, aparece él mismo sentado frente a su Olimpia moderna mirando el propio espectáculo que recrea el pintor postimpresionista.

¿Qué hace que la realidad sea o no sea un reflejo veraz de lo que vemos? ¿Es una interpretación real de lo que vemos aunque sea a veces una duplicación deformada de lo existente? ¿Conseguiremos entonces traducirla verazmente? Porque los creadores nos demuestran que lo que vemos y lo que entendemos con ello luego son dos cosas diferentes. Algunas veces no percibimos realmente -no así exactamente- lo que ahora vemos. Nuestros prejuicios, como aquel juicio evangélico de lo que se espera de algo, nos altera ahora la realidad según nuestro particular sentido de lo que vemos. El lago franco-suizo Leman, famoso por ser el más grande lago de Europa Occidental, ha sido reflejado en lienzos artísticos a lo largo de la historia del Arte. Desde su lado suizo, desde la población de Chexbres, el pintor simbolista Ferdinand Hodler realizaría una vez su fijación artística en una obra expresionista, Lago Leman del año 1905. Con su propia interpretación plasmaría entonces el pintor simbolista la imagen del magnífico paisaje lacustre alpino. Pero, para ese momento el creador suizo hizo su propia imagen de aquello que él veía. ¿Qué pintó realmente? ¿Era el lago Leman en verdad lo que él pintara, o el lago, su reflejo en un lienzo, fue tan sólo entonces una mera excusa artística?

(Óleo del pintor Vincent Van Gogh, El Buen Samaritano, después de Delacroix, 1890, Holanda; Cuadro del pintor romántico francés Eugene Delacroix, El Buen Samaritano, 1850; Óleo de Manet, Olimpia, 1863, Museo de Orsay, París; Obra del pintor neoimpresionista Paul Cézanne, Olimpia moderna, 1869, Particular; Fotografía del Lago Leman desde Chexbres, Suiza; Óleo del pintor Oskar Kokoschka, Lago Leman con barco de vapor, 1957; Cuadro El lago Leman visto desde Chexbres, 1905, del pintor Ferdinand Hodler.)

14 de enero de 2012

El contraste, la sorpresa, la fuerza interior o la indecorosa fragilidad de la vida.



Cuando una vez se encontraba mirando por su ventana el pintor Andrew Wyeth (1917-2009), observaría entonces a una mujer que, arrastrándose difícilmente, se desplazaba por una de las laderas cercanas a su casa. Luego averiguó que padecía poliomielitis, y que, a pesar de eso, no dejaría ella de querer sentir el suelo bajo su piel. Entonces pensó pintar esa escena tan estremecedora. Pero, para respetar la identidad de la mujer, ideó utilizar mejor la figura de otra más joven, añadiendo a la imagen artística una fuerza emocional al tiempo que le restaba dramatismo. Porque ahora se incorporaban a la imagen otros elementos: deseo pasional, fuerza adolescente, necesidad emocional o querencia interior. Y para expresar todo eso requería el pintor otra modelo, no podía utilizar a la mujer real que viese luchar por las laderas de su casa. Así fue como su joven esposa contribuiría, en el año 1948, a modelar la artística silueta tendida de su imagen. Pero lo más extraordinario de la vida de este curioso creador norteamericano fue otra cosa, sin embargo, algo que llegaría a descubrir a los demás más de treinta y cinco años después de pintar unas obras, algo que sorprendería a todos, incluida su esposa: había llegado a realizar cerca de cincuenta pinturas que nunca había enseñado a nadie. Y todas esas obras de Arte habían sido de la misma modelo, una mujer desnuda y misteriosa a la que trató de proteger ocultando sus lienzos al mundo.

Al parecer, durante quince años -desde 1970 a 1985- había retratado a una mujer que vivía cerca de su casa de invierno, una que el pintor poseía en Pensilvania. Él la llamaba Helga y casi todas las obras eran desgarradores desnudos originales de ella. Un tema pictórico además, los desnudos, que el autor no había acostumbrado nunca a su público. Una tarde, sin embargo, se lo acabaría confesando a su mujer: tenía guardadas todas esas pinturas ocultas. Ahora, sólo el Arte importaba. Cuando le preguntaron a su esposa ¿por qué se lo ocultó a ella?, ésta respondió: Es una persona muy secreta, él no se mete en mi vida, ni yo en la suya, y ha valido la pena.  Poco después se supo que Helga existía, que había trabajado en casa del hermano del pintor, que era alemana de origen y que estaba casada y había tenido cuatro hijos y dos nietos. Sólo le molestó la indeseada y fastidiosa popularidad que eso había adquirido luego; si bien, pensaba, como lo pensó siempre, una cosa, que las obras de Andrew Wyeth son bellísimas.

A veces nuestra energía interior se sobrepone a lo azaroso: a lo escabroso, a lo doloroso, a lo penoso o a lo tormentoso de la vida. Y aun así, arrastrándonos incluso, haremos lo imposible por avanzar y alcanzar la meta, por volver a salir otra vez de nuevo al mundo, por volver a acabar algo por fin, o por volver a sentir de nuevo la vida, otra vez, ante nosotros. Para, en definitiva, volver a empezar otra vez, con la misma fuerza e ilusión de antes, o, también, para terminar por llegar adonde antes pretendíamos llegar, ilusionados. Es así como una fuerza poderosa y determinante nos impulsa de nuevo. Una fuerza poderosa, aunque también incapaz ahora de obtener aquel objetivo inicial y lejano de antes, aquel objetivo primero que, entonces, deseábamos obsesivamente pero que, ahora, inútilmente ya, su mismo deseo siquiera brille apenas en el horizonte de nuestra realidad, salvo ya con otra cosa diferente...  Para hacer ahora algo que, con ella -con esa fuerza poderosa interior que nos precipita-, al menos lleguemos a sentir de nuevo nuestra piel con lo que, apenas antes, era sólo un mero, vago e incomprendido anhelo interior del todo inconsistente. Pero que ahora, sin embargo, es lo único importante: ¡intentarlo! Porque es muy posible que luego, algo más tarde, se sienta incluso otra cosa diferente de lo esperado, pero seguro que no será peor. Aunque en ocasiones diferentes, con todas nuestras posibilidades físicas dispuestas, con nuestras ágiles piernas adheridas a nuestro deseo, no podíamos entonces ya sino bajar, estrepitosamente, la temible pendiente angustiosa de la vida. En ocasiones corriendo incluso para llegar a no entender bien cómo nos sucede a nosotros algo así, cómo descendemos ahora teniendo, sin embargo, todo lo físico o material para ayudarnos. Y esto es así porque ignoramos que haya algo más que nuestros medios físicos para conseguirlo, algo misterioso que nos lleve incluso a subir cuestas sin apenas poder hacerlo, algo que no surge sino del sincero, honesto y prometedor esfuerzo emocional interior más poderoso.

Según la mitología grecorromana el dios Júpiter tuvo un hijo adúltero con la bella Alcmena. El pequeño Hércules tuvo entonces que ser criado por el poderoso dios, ya que su esposa no lo aceptaría nunca. Pero, entonces, ¿cómo alimentarlo, cómo hacerlo sin una madre? Fue cuando Júpiter -Zeus en Grecia- idearía una estratagema para que su verdadera esposa, Juno, diese de mamar al pequeño sin ella percibirlo. Así que, cuando Juno estaba dormida, le colocaría Júpiter el bebé entre sus pechos. De ese modo, Hércules pudo ser alimentado con la leche poderosa de la diosa. Pero, una noche desabrida Juno se despierta de pronto. Entonces, ante la sorpresa de lo que pasaba, sólo pudo hacer un gesto impulsivo de repulsa, inconsciente y espontáneo. Alejaría así al pequeño Hércules de su pecho impúdicamente, y brotaría entonces, decidido y veloz, el blanco y fructífero líquido hacia el Universo... Esa fue la leyenda mítica que contaba la creación en el firmamento de las riadas de estrellas que forman La Vía Láctea.   El pintor flamenco del Barroco Pedro Pablo Rubens crearía en el año 1637 su pintura La Vía Láctea. Junto a otras sesenta y tres obras, esta curiosa obra barroca adornaba el pabellón de caza del rey Felipe IV de España. Este pabellón real, llamado entonces Torre de la Parada y situado no muy lejos de Madrid, acabaría teniendo un total de ciento setenta y seis obras pictóricas años después, en pleno siglo XVIII. Para el siglo siguiente la mayor parte de esas obras acabarían en un nuevo y grandioso museo, un edificio que fue antes Real Gabinete de Historia Natural, construido por el arquitecto Juan de Villanueva y adaptado luego como museo de Arte por el rey Fernando VII en el madrileño Paseo del Prado.

Aunque no es conforme a la medida literaria de lo que se crea una vez -y que no se debería luego añadir nada-, sí lo es a la verdad manifiesta que de una semblanza parcial o desafortunada no se evidenciaría entonces, pero que, ahora, sin embargo, pueda así -añadiendo este párrafo sensible- rectificarse. Es por eso que -a posteriori- quisiera incluir en esta entrada este añadido texto para destacar, claramente, esto: que una imagen artística puede ser entendida a veces solo como una representación iconográfica aséptica, estética y utilitaria para acompañar una inspiración crítica de una obra de Arte; pero que, sin embargo, también es sobre todo una representación vinculantemente emocional y relevante para algunos seres humanos que puedan haber sufrido o padecido lo que representa. La primera imagen de la entrada, el lienzo de Andrew Wyeth denominado El mundo de Cristina, expuesto aquí de un modo utilitario para simbolizar la lucha interior ante las fuerzas materiales que podamos o no disponer a veces en la vida, es, sin embargo, una de las imágenes de simbología personal más dura de toda la Historia del Arte. Una imagen que simboliza la más terrorífica sensación de soledad ante el desgarro terrible de los que sufren esa enfermedad. Representa la atormentada figura de una afectada por poliomielitis, una enfermedad que, hasta hace poco, fue de las peores de la Humanidad. Actualmente superada por fortuna en su prevención, pero dramática en las personas que aún la padecen. Para ellos, como para todos los que sienten alguna afección que les impida en algo vivir, no sólo debiera el Arte acercarse a comprenderlos sino que también nuestra consideración y respeto deben ser expresados en semblanzas que, como ésta, no supieron hacerlo antes... Antes de que alguien nos lo hubiese recordado sincera y amablemente.

(Cuadro del pintor norteamericano Andrew Wyeth, El mundo de Cristina, 1948, Museo de Arte Moderno, Nueva York; Obra del mismo autor, Invierno, de 1946; Lienzo de Andrew Wyeth, Amante, 1980; Cuadro de Andrew Wyeth, Desbordamiento, 1978; Cuadro del pintor Frederic Edwin Church, Aurora Boreal, 1865; Óleo del pintor Rubens, La Vía Láctea, 1637, Museo del Prado, Madrid; Fotografía Aurora Boreal y la Vía Láctea, Islandia, 2011, derechos de Iceland Aurora, Photo Tours.)

23 de diciembre de 2011

El necesario desafío de la cumbre mágica o el pulso artístico y obsesivo de perseguir algo.



Desde ese lugar en el cual se ve la silueta de la montaña fascinante sentiremos acercarnos al sentido de todo. Es como entendemos que, desde siempre, hemos esperado verla grandiosa y sentirnos parte de ella. También para justificarnos como seres capaces de pensar, de crear o hasta de hacer saltar por los aires todo lo que sea. Pero, sobre todo, para poder admirar su grandeza, su infinita, abrumadora, inspirada y serena grandeza. Cuando el pintor postimpresionista Paul Cézanne (1839-1906) necesitara alejarse de todo, incluso de los suyos, viajaría a la luminosa y mediterránea Provenza para encontrarse mejor a sí mismo. Y allí, desestabilizado por la enfermedad y sus problemas conyugales, alquila un pequeño estudio desde donde poder pintar. Fue entonces que, desde una de sus ventanas, aparecería, impresionante y majestuoso, el perfil inquietante y mágico de la anhelada montaña de Sainte-Victoire. Tanto le obsesionaría esa montaña a Cézanne que la tuvo que pintar, al menos, en doce ocasiones, desde distintos lugares, desde diferentes ángulos, desde separados momentos de luz, desde todos sus estados de ánimo, hasta el final de su vida. Cuando muchos años después, en 1936, el escritor norteamericano Ernest Hemingway publicara uno de sus famosos cuentos en Esquire, acabaría poniéndole el exótico título de Las nieves del Kilimanjaro. En este pequeño relato quiso el escritor americano expresar el contraste curioso que supone la vida atribulada de los hombres. Por un lado, la auténtica vida real, la que vivimos anodina y dejaremos pasar -y que no contaremos a nadie- sin asombrarnos; por otro lado, frente a aquella, la que imaginamos ávidos en los grandiosos y falsos escritos inventados de la ficción.

Es como si no quisiéramos entender que la única razón de vivir es sólo haberlo hecho, nada más. Es como si no comprendiéramos o aceptáramos que la única forma natural de completar la vida es sólo morir después, serenamente.  Hemingway describe al protagonista de su relato herido ahora muy grave por un accidente de caza en África. Observa él además cómo todo su mundo, toda su vida, se le acaba muy pronto, inevitablemente. A la espera de recibir un imposible socorro, tiene entonces un sueño, una fantasía providencial que le hace imaginar estar volando en una avioneta, desde donde conseguirá salir de todo ese destino fatídico y poder salvarse. De pronto, divisa por una ventanilla del avión la cumbre nevada del monte más alto de África, el Kilimanjaro, y comprende ahora, inconscientemente, que es ahí hacia donde se dirige... Por fin, cierra los ojos definitivamente. El autor prologa el relato con la descripción de la montaña africana y una pequeña fábula local que cuenta que una vez encontraron, seco y helado, el esqueleto perdido de un leopardo muy cerca de la cumbre. Desde entonces nadie se había podido explicar qué haría un animal como ese allí, tan lejos de su medio ambiente, qué estaría buscando ahí -inútilmente- un felino ahora tan desorientado y perdido. El escritor alemán Thomas Mann explicaría en su novela La montaña mágica lo siguiente: Lo que el personaje ha aprendido a entender es que toda salud superior (todo fin deseado y elevado) tiene que pasar por la profunda experiencia de la enfermedad y de la muerte (del dolor, del desafío). Hacia la vida -continúa otro personaje de la novela- hay dos caminos, uno es el habitual, el directo y formal, el otro es malo y nos llevará sobre el dolor, sin embargo este es el camino genial. Esta idea de la enfermedad y la muerte como un paso necesario hacia el saber, la salud y la vida, hace de La montaña mágica una novela de iniciación extraordinaria.

Cuando para su hija Alcestis -una de las más bellas doncellas mitológicas- decide su padre unirla al más grande de los hombres de Grecia, solicita a los candidatos que sólo aquel que pueda llegar montado en un carro, tirado de leones y jabalíes, sería quien consiguiese su mano. Admeto, rey de Feres, quiso obtener a la bella Alcestis como fuese. Para ello, sabía él, únicamente con la ayuda de Apolo podría conseguirlo. El dios acepta, a cambio, sin embargo, le pide su propia vida, o la de cualquier otra persona que por él se cambie. Tras intentar, sin éxito, encontrar alguien que lo hiciera, con audacia acepta su destino aceptando él mismo el reto. Sin embargo, tratará después de no pagar su deuda. Luego de haber obtenido -gracias a la ayuda divina- su objetivo, Apolo le pide su deuda. Cuando Alcestis sabe lo que él había hecho para obtenerla, decide entonces ser ella ahora la que salve a Admeto de su deuda -cambiarse por él entregándose a los dioses-. Así fue como Apolo acabaría enviando finalmente a ella al Hades, el infierno griego. Tiempo después, Admeto le cuenta a su amigo Hércules, el más poderoso semidiós, el trágico fin de su amada. Compasivo con su amigo, recorre decidido la distancia profunda que le llevaría hasta el oculto inframundo. Así salvaría Hércules, entre luchas, dificultades y soledades, a la bella, enamorada y generosa Alcestis.

(Fotografía de la montaña africana Kilimanjaro, de 5895 metros, Tanzania; Fotografía de la silueta de la pequeña cordillera de la Sierra Sur sevillana, no siempre vista a consecuencia de la bruma, 2011; Óleo del pintor Paul Cézanne, La Montagne Sainte-Victoire, 1895, EEUU; Cuadro La Montagne Sainte-Victoire, 1906, del pintor Paul Cézanne, Tokyo, Japón; Óleo Rapto de Alcestis, 1867, del pintor Paul Cézanne; Cuadro del pintor Matisse, La alegría de la vida, 1906, EEUU.)

16 de diciembre de 2011

El Arte como anticipación, como reivindicación o como sentido del mundo.



Cuando la Revolución Francesa llegó a su máximo momento de tensión durante el año 1793, uno de sus personajes más devotamente revolucionarios lo fue el radical Jean-Paul Marat (1743-1793). A su inteligencia y capacidad política acompañaba una feroz, despiadada y cruel personalidad jacobina. Entendió, quizá antes que nadie en la historia, la extraordinaria fuerza del pueblo y sus masas para conseguir los propósitos ideológicos más personalistas, arribistas o temibles que una mente humana pudiera concebir. Su carismática influencia llegaría a ser tan poderosa y decisiva que pocos llegaron a superarle en retórica populista. Porque él, que había argumentado contra la pena de muerte años antes, no tuvo ninguna duda en aplicarla luego al mismísimo rey Luis XVI y a sus defensores y partidarios. Fue así como, a finales del siglo XVIII, Marat quiso conseguir el mayor y más radical cambio social posible para una mitad de la sociedad, sin contar para nada con la otra mitad opuesta. El gran pintor francés Jacques-Louis David (1748-1825) alcanzaría, con su estilo neoclásico, conseguir crear obras de Arte esplendorosas, propias del momento histórico que le tocó vivir. Partidario de las nuevas ideas de cambio y progreso que inspiraron inicialmente la Revolución, acabaría acercándose luego demasiado a personajes radicales y furibundos, como fueran Robespierre y Marat. Amigo de ambos, terminaría siendo el pintor oficial del primer movimiento revolucionario francés. Había pintado al primer mártir que la Revolución tuviera, Louis Michel Le Peletier, un abogado y jurista jacobino que fue asesinado el 21 de enero de 1793 por los enemigos de esa Revolución. Así que cuando Marat apareció tiempo después asesinado en su propia bañera, llamaron al pintor David para que inmortalizara ese momento trágico, tal y como había hecho antes con Le Peletier.

Había que encumbrar ahora, con esa muerte heroica, trágica y clásica, la figura divina del gran defensor y prohombre de la Revolución. Su amigo David lo pinta de modo magistral, enmarcado Marat con los símbolos que glosarían su sacrificio revolucionario. Un sacrificio profano pero, también, un sacrificio divino al fin y al cabo. Como alguno de aquellos geniales cuadros clásicos que hubiese visto años antes en la Roma renacentista y cristiana, ahora el neoclásico David deseaba representar del mismo modo al malogrado Marat, como un nuevo mesías caído por la gloria de la Revolución francesa. La figura del asesinado dispone en el cuadro de David de los matices de un Cristo abatido, donde ahora la dolorosa es su letal pluma y su bañera acogedora, matizada además de lienzos blancos y verdes, símbolos de pureza y esperanza. Todo un prodigio artístico que glosaría a una ideología social que determinaría la tendencia más desgarradora y violenta que aquellos difíciles, duros y sangrientos años tuvieron y que, luego, incluso, avanzarían despiadadamente mucho tiempo después en todo el mundo. Los enemigos de aquella radicalización revolucionaria fueron los girondinos, la otra mitad social opuesta de Francia. Una de aquellos lo fue Charlotte Corday, una joven aristócrata francesa que estaba convencida de que Marat y su prodigiosa pérfida personalidad influyente eran lo peor entonces de las posibles causas a eliminar. Tal pasión ideológica la llevaría, del mismo modo, a querer sacrificarse también por su propia causa, pero en su caso justo por la causa contraria que representaba el cuadro inmortalizado por David. Este creador, el gran pintor neoclásico francés, no la pintaría a ella entonces en su obra maestra. No, entonces no era ella lo importante. Sólo, acaso, escribiría el pintor su nombre en un papel que el asesinado sostiene en su mano muerta. Pero, todo acabará transformado con los años y las tendencias veleidosas de la vida. Cuando cayó el terrible Robespierre y toda su maléfica revolución, el pintor David tuvo que huir entonces de Francia.

Hasta que Napoleón llegó y lo salvó, y lo requirió entonces como al gran pintor del imperio que fuese también el gran creador David. Luego, cuando el emperador también acabase, terminaría por completo la gloria del gran pintor neoclásico francés y, con ella, su genial obra de Arte más revolucionaria y más significativa de entonces: La muerte de Marat. Los tiempos, sin embargo, cambiaron con los años. Todo cambiaría. Así que cuando el pintor academicista francés Paul Baudry (1828-1886) decidiera mucho tiempo más tarde, en el año 1860, pintar ahora un cuadro sobre la fallida primera revolución, entonces todo sería muy diferente de antes. Ahora era Charlotte Corday la heroína, la gran defensora de Francia, la mártir que se mantuvo quieta y digna, sin huir, después de terminar con la vida del ominoso y malvado Marat. Tan sólo cuatro días después de su crimen, Charlotte Corday sería ejecutada, inapelablemente, por los revolucionarios jacobinos de entonces. La grandeza artística los creadores la consiguen, además de por su genialidad estética, cuando se anticipan a su propio tiempo artístico. Doménicos Theotocópoulos -El Greco- (1541-1614) ha sido uno de los más grandes pintores de la Humanidad. Quizás el más anticipador de todos. En la primera imagen de la entrada vemos su obra titulada Vista de Toledo. En ella el autor español de origen griego consigue, en el temprano año de 1614, toda una extraordinaria obra expresionista muy posterior, anticipando así la creación artística unos trescientos años casi. Para su época, debía haber sido difícilmente comprensible saber qué pretendía expresar con sus trazos y sus colores inéditos el pintor cretense. A su lado la comparo con una excelente fotografía titulada Paisaje (de la web tumblr-media bookmarking). De este modo observamos ahora cómo un Arte y otro consiguen lo mismo: asombrar y emocionar. Aunque la causa en ambos es muy diferente: uno es una creación de la nada, tan sólo de la mente de un hombre; el otro surge de una creación también, pero de algo ya existente, de una Naturaleza maravillosa pero existente.

Más adelante incorporo dos imágenes de dos obras del siglo XVIII de un mismo personaje histórico: María Luisa de Parma, reina que fue de España al casarse con el rey español Carlos IV de Borbón. En la primera imagen, mucho más joven María Luisa, aparece hermosa y radiante como la pinta el pintor neoclásico alemán Anton Raphael Mengs (1728-1779) en el año 1765, año de su matrimonio real y con sólo catorce años de edad ella. El otro cuadro, también de la reina española, lo pintaría el genial Goya en el año 1789, cuando la reina había perdido su lozanía juvenil así como toda su dentadura. En este caso el Arte viene a reivindicar una belleza zaherida. Seguidamente otra obra de Arte anticipadora -sin saberlo entonces siquiera su autor- de una fotografía actual, caso que viene a comparar también ahora aquí un Arte con otro... El pintor ruso Iván Aivazovski (1817-1900) consiguió plasmar en el año 1882 una hermosa puesta de Sol en la exótica, romántica y exultante ciudad turca de Constantinopla. Sin embargo, la actual y excelente instantánea fotográfica Atardecer y Mar (de TrekEarth) justifica ahora aquí el óleo de Aivazovski con los calificativos más anticipadores de lo que, cien años antes, tan sólo una creación humana artística pudiera, fiel y bellamente, por entonces así conseguir.

Cuando en el año 1559 el duque de Alba recomendase al rey español Felipe II los oficios de la pintora italiana Sofonisba Anguisciola (1532-1625), ninguno de los grandes pintores de la corte española pudo imaginar por entonces la gran capacidad artística de ella. Llegaría a retratar al monarca español en algún momento de su vida, se supone que alrededor del año 1580, en un famoso cuadro histórico de salón. Retrato que no acabaría catalogado en el Alcázar Real madrileño -lugar donde se custodiaban entonces muchas obras artísticas- a nombre de esa pintora italiana sino al de otro pintor, el entonces pintor español Pantoja de la Cruz. También se pensaría durante algún tiempo que había sido otro pintor, Alonso Sánchez Coello, y no aquella el autor de tan regio retrato artístico tan excelente, quizá por el parecido estilístico de la obra con este pintor español, además su maestro -el de Sofonisba- en la corte española, al que ella seguiría en su carrera artística en España. Hasta el año 1990 no se afirmaría categóricamente la verdadera autoría de este famoso retrato de Felipe II: la extraordinaria pintora italiana que fuera Sofonisba Anguisciola.

(Óleo de El Greco, Vista de Toledo, 1614, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Fotografía Paisaje, de la web tumblr-media bookmarking; Cuadro Retrato de María Luisa de Parma, del pintor Anton Raphael Mengs, 1765; Óleo del pintor Goya, María Luisa de Parma, 1789; Cuadro Constantinopla, 1882, del pintor ruso Iván Aivazovski; Fotografía Atardecer y Mar, de TrekEarth; Cuadro Autorretrato con Bernardino Campi, 1550, de Sofonisba Anguisciola, con la curiosidad de dibujarse la pintora a la vez con su primer maestro italiano, el pintor Campi, utilizando el inédito recurso de ser pintada por el mismo a la que ella retrata; Óleo Felipe II, 1580, de la pintora italiana Sofonisba Anguisciola, Museo del Prado; Cuadro del pintor francés David, Muerte de Marat, 1793, Bruselas; Óleo del pintor academicista francés Paul Baudry, Charlotte Corday -muerte de Marat-, 1860, Nantes, Francia.)

1 de diciembre de 2011

La vida no sólo imita al Arte sino que, luego de inspirarlo y adorarlo, hasta lo consigue destruir.



No habían aparecido en Níjar todavía los refulgentes rayos del sol andaluz, durante el cálido verano de 1928, cuando el cuerpo de Francisco Montes yacía ensangrentado sobre la tierra. Había cabalgado poco antes a lomos de una mula junto a una mujer desesperada por alejarse. Porque en el soleado amanecer de esa mañana ella y otro hombre al que no quería debían haber contraído matrimonio. Así que entonces ella no lo pensaría mucho más y con la urgencia de lo definitivo se armaría de valor. Desinhibida por fin -aunque no enamorada- se lo pediría a su sorprendido primo Francisco. Su primo entonces no lo dudaría, se irían juntos abandonando a todos y a todo. A unos ocho kilómetros del Cortijo del Fraile -lugar de la insufrible celebración matrimonial no querida ni comenzada nunca-, en el camino de la Serrata, un embozado criminal descerrajaría entonces dos tiros que acabarían con la vida del confiado primo de Francisca. Ésta horrorizada caería en tierra de golpe medio ensangrentada, aturdida y vencida para siempre. Alguien -su propia hermana Carmen- se había abalanzado rabiosa hacia ella para intentar ahogarla con ira. Pero Francisca entonces quiso vivir, como antes lo hubiese intentado con su huida. Así que ahora, para vivir, se hizo la muerta, así se salvaría para contarlo. Esta historia real ocurrida en Almería en el año 1928 fue la inspiración creativa tanto de una novelista como de un dramaturgo. Ella Carmen de Burgos (1867-1932) y él Federico García Lorca (1899-1936). Cuando el pequeño hijo de Carmen de Burgos falleciera de pronto ella comprendería que nada podía hacerla sufrir más. Así que con su otra hija, más pequeña aún, decidió abandonar para siempre su tierra y su marido. En Madrid conseguiría dedicarse a lo que siempre habría sentido con más deseo: escribir. De ese modo alcanzaría a ser una de las primeras periodistas de España en aquellos años del siglo XX. Había nacido en las llanuras almerienses cercanas a Níjar de un hacendado padre. Y con su próspero marido pensaría así que toda su vida acabaría siendo perfecta y completa en ese lugar. Pero no se conformó entonces sólo con eso. Decidiría volcar toda su inquietud en la educación, tanto suya como en la de los demás. Pero se marcharía luego. Y en su liberada vida madrileña conocería también a muchos hombres. Una vez escribiría con descarnada franqueza lo que ella hubiese querido ser:

En la lucha se moldeó mi espíritu..., y hoy envuelvo en triste piedad creencias viejas y sentimientos que no comprendo cómo pudieron vivir en mi alma. El olvido tiene la melancolía de las cosas que mueren. Nuestros corazones son grandes cementerios sin epitafios. No soy siquiera una amargada ni una vencida. Alcancé más de lo que podía esperar, y si mi ánimo fuera darme un bombo, aprovecharía la ocasión que ahora me ofrecen para citar los elogios que he merecido a hombres ilustres..., a las amistades valiosas que me honran..., a los triunfos que alcancé en conferencias en España y en el extranjero..., a las polémicas en que salí vencedora, a las iniciativas en que peleé en primera fila por el bien y la justicia..., a las sociedades de que formo parte, y como mis libros pasaron triunfantes la frontera... ¿Pero qué vale todo éso para quién ha sentido como yo el dardo de la ingratitud y conoce la pequeñez de las cosas? Humo que ni satisfizo mi corazón, ni desvaneció mi cabeza. En el año 1931 publicaría Carmen de Burgos su novela Puñal de Claveles, obra inspirada en el crimen de Níjar llevado a cabo tres años antes. La narración buscaba, sin embargo, resaltar otra cosa: la decisión personal y la búsqueda de la propia vida. En su novela evitaría no sólo contar los motivos reales del hecho, la huida de la novia horas antes de un matrimonio no deseado, despiadado y odioso, sino que evitaría narrar los detalles más sórdidos y escabrosos de la auténtica tragedia. Qué menos podía hacer que utilizar una historia real tan poco bella, tan prosaica, tan rural, tan interesada, tan codiciosa para glosar ahora, sin embargo, un ideal tan perseguido por ella: la libertad. Porque la verdadera crónica de los hechos fue muy distinta. Carmen de Burgos transformaría esa vida prosaica, antiestética, sórdida y material de la tragedia en otra cosa, en una decisión personal muy heroica, virtuosa y liberada, tanto como ella misma había decidido tener con la suya.

Francisca Cañada -la novia huida- era una joven soltera que convivía con su padre en el Cortijo del Fraile. Este cortijo había sido un antiguo convento dominico construido en el siglo XVIII y adquirido luego por particulares durante la desamortización de comienzos del siglo XIX, cuando los bienes de la Iglesia fueron expropiados por el gobierno. El padre de Francisca era un medianero de labranza en ese cortijo, es decir, trabajaba la tierra del propietario compartiendo con él los beneficios. La madre había fallecido en el año 1916 y sólo quedaban en la familia cuatro hermanas y dos hermanos. Francisca fue la única de todos que nacería con una cojera. Fue por ello que, en vez de dedicarse a trabajar en el campo, se dedicaría a bordar o hacer otras cosas, cosas que entonces estaban reservadas a personas con un nivel socioeconómico alto. Su padre, preocupado por su futuro, decidió que Francisca heredase la tierra que poseía y dotarla con tres mil quinientas pesetas de entonces. Todos comprendieron la decisión paterna excepto su hermana Carmen. Esta y su marido Francisco Pérez convivían con sus dos hijos en otro cortijo cercano. Pero con ellos vivía además Casimiro, un pobre hombre allegado a la familia. Era este un hombre muy humilde, bueno e inocente. La ambición de la hermana no pararía por entonces...  Convenció a Casimiro de que se casara con Francisca la coja. Así que ya se veía Carmen viviendo en el Cortijo del Fraile donde se instalarían todos. La presunta y resignada novia no se entusiasmó con Casimiro, en el fondo no le gustaba la idea de casarse con él ni con nadie.

Francisca se sentía triste y desilusionada. Pasaron los días y la fecha se fijaría para el enlace. Pero los deseos de codicia no acabaron solo con su hermana. Además una anciana tía quiso que su hijo Francisco Montes, primo de las dos, fuese el que consiguiese la fortuna heredada. Sin embargo éste estaba comprometido con otra mujer, motivo por el cual, además de su falta de carácter, el joven no se acabaría decidiendo. La celebración de la boda en el Cortijo del Fraile obligaba a recibir la noche anterior a todos los invitados. Cenaron juntos algunos de ellos y pronto se retiraron a dormir. La novia antes que nadie, los demás después. Su hermana Carmen y su marido llegaron muy tarde. Pronto preguntaron por la novia, fueron a su habitación y no la encontraron. La buscaron por todas partes pero ella no estaba ya en el cortijo. Pasaba el tiempo y no aparecía. Tampoco encontraron a su primo Francisco Montes. Entonces se terminaría por desatar la confusión en el cortijo. Para ese preciso momento los asesinos ya habían ido a buscarla. Apareció luego el cadáver de Francisco. Su prima pudo, malherida, tiempo después regresar sola, ¡estaba viva! Así se desarrolló la realidad de lo sucedido. Así fue entonces la vida real. Tiempo después acabaron condenando a los asesinos, el matrimonio de Carmen y su marido. Francisca terminaría viviendo el resto de su vida sola en la misma tierra que un día heredara de su padre.

Federico García Lorca publicaría en el año 1933 su obra teatral Bodas de sangre. Es aquí donde el excelso creador andaluz transformaría por completo la realidad sórdida de la historia para hacer de ella ahora una dramática pero muy bella tragedia pasional, desgarradoramente romántica, cargada de celos, honor, orgullo y belleza. Para nada la sencilla y sempiterna explicación material de una tragedia. Para nada la codicia ni la ambición ni la miseria. El genio literario del poeta español compuso su obra maestra con lo que él pensaba que debía ser en esos casos algo más parecido a la vida que debía vivirse, no la que no merece siquiera la pena de leerse, entenderse, vivirse ni contarse. En uno de sus geniales y líricos párrafos, el gran poeta español del siglo XX haría exclamar, con palabras altamente literarias, a la novia esta declaración pasional tan bella como inevitable:

¡Porque yo me fui con el otro, me fui! Tu también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada. Llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!; yo no quería, ¡óyelo bien! Yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos!


(Fotografía actual del Cortijo del Fraile, Níjar, Almería, del autor Juan García-Gálvez, www.jggweb.com, Cortijo en ruinas que continúa siendo propiedad privada y deteriorándose poco a poco, a pesar de haber sido declarado Bien de Interés Cultural; Cuadro del pintor español, nacido en 1934, Ignacio García Ergüin, La Muerte; Obra de la pintora actual norteamericana Emily Tarleton, Lorca 1, de 2006; Lienzo del pintor Julio Romero de Torres, Carmen de Burgos, 1917; Cuadro de Dalí, El jinete de la muerte, 1935, París; Óleo del pintor Émile Lévi, La muerte de Orfeo, 1866, Museo de Orsay, París, héroe mitológico que murió por salvar a su amada; Fotografía de las ruinas del Cortijo del Fraile; Retrato de época de Francisca Cañada, la novia del crimen de Níjar.)

Vídeo homenaje al Cortijo del Fraile, Níjar, Almería:

22 de noviembre de 2011

La historia como una ceremonia de matices, que oscilan entre la claudicación y la esperanza.



En mayo del año 1499 Colón escribiría al rey Fernando el Católico que el fracaso de la colonia La Española era consecuencia de la codicia de los que habían ido a las Indias a enriquecerse. No pensaba entonces el Almirante que, apenas un año después, un enviado real -Francisco de Bobadilla- acabaría encadenándolo y embarcándolo, como a un vulgar condenado, con destino a España. Sin embargo, este nuevo gobernador enviado para arreglarlo todo, no conseguiría más que dividir y agravar aún más, a causa de su excesiva firmeza e intransigencia, los ánimos de los afines a Colón. Había que encontrar otro nuevo gobernador que fuese capaz de poner orden en los territorios descubiertos. En febrero del año 1502 un nuevo gobernador real, Nicolás de Ovando, partiría hacia La Española -actual Santo Domingo- desde la andaluza Sanlúcar de Barrameda. Con una flota de veintisiete naves, sería la primera gran expedición marítima enviada desde Europa jamás botada antes para surcar el temible Atlántico. Con 2.500 hombres y mujeres, entre colonos, frailes y artesanos, llevaría entre otras cosas frutos de morera para fabricar seda o algunos trozos de caña de azúcar para tratar de conseguir producirlos en las nuevas tierras.

Uno de los colonos que acompañaron a Nicolás de Ovando en aquel año de 1502 fue Diego Caballero de la Rosa (1484?-1560). Había entrado al servicio de un mercader genovés que comerciaba desde Sevilla con las Indias. Diego Caballero pertenecía a una familia de antiguos conversos -judíos convertidos al cristianismo- sevillanos. Su padre -Juan Caballero- sería perdonado en un auto de fe -representación de exculpación y retorno al seno de la Iglesia- celebrado en Sevilla en el año 1488. Cuando la población indígena de La Española disminuyera alarmantemente en el año 1514, los nuevos colonos se aventuraron a buscar mano de obra indígena -cuasi esclava- allá donde fuese. Así que Diego Caballero participaría entonces en una expedición que organizara su patrón, Jerónimo Grimaldi, para capturar indígenas en las islas de Curazao, unas islas cercanas a la costa venezolana del continente. Pocos años después conseguiría Diego hasta prosperar en las Indias occidentales. Incluso llegaría a ser secretario y contador -contable- de la Real Audiencia de Santo Domingo. Más tarde poseer un ingenio -hacienda- de azúcar, alcanzando luego hasta el cargo de regidor -alcalde- de la ciudad de Santo Domingo. Por fin, en el año 1547, obtendría el ansiado empleo de mariscal -alto funcionario militar- de la isla caribeña. Toda una extraordinaria y ventajosa carrera llevada en las Indias.

Pero, cuando años más tarde regresa a Sevilla no aspira Diego sino a ser liberado ya de sus cargas espirituales, unas cargas que su alma tuviera que soportar por las desesperadas acciones tan infames o inconfesables de su juventud. En el año 1553 entregaría a la catedral sevillana unos 26.000 maravedíes, una extraordinaria suma de dinero para disponer de capellanía propia -acuerdo con la Iglesia para hacer misas para la salvación del alma- y poseer su propio retablo catedralicio. Dos años más tarde, Diego Caballero contrataría a un pintor flamenco afincado en Sevilla, Pedro de Campaña (1503-1580), para que hiciera diez pinturas para su retablo sevillano. Por entonces, mediados del siglo XVI, el mejor retratista de obras sagradas en Sevilla lo era el flamenco Pieter Kempeneer -Pedro de Campaña-. Este pintor llevaba desde el año 1537 trabajando en la ciudad andaluza, ya que era el mejor destino económico para los pintores de la época. La ciudad disponía de dos razones de importancia: el creciente comercio americano y un gran mercado eclesial necesitado de imágenes. Pedro de Campaña fue un pintor renacentista que tuvo la suerte de disponer de dos influencias artísticas importantes: la flamenca y la italiana.

Después de residir en Venecia y Roma, marcharía a Sevilla donde desarrollaría las nuevas técnicas aprendidas de los maestros italianos. Pero además mantuvo el tono decidido, fuerte, áspero y ordenado de la extraordinaria pintura de Flandes. Fue el primer pintor en España que crearía retablos dominados por el estilo Manierista triunfante. Los retablos religiosos eran obras de Arte encargadas para los altares de las iglesias, unas composiciones que incluían a veces grandes obras maestras del Arte. Las obras maestras de aquellos retablos acabarían siendo muy maltratadas por los años y la desidia clerical. Eran extraordinarias pinturas manieristas que se situaban por encima de los ojos de los fieles, demasiado elevadas para verlas bien. En el año 1557 el pintor Pedro de Campaña fue requerido para otro retablo en Sevilla. Esta vez en una iglesia allende el río Guadalquivir: la iglesia de Santa Ana. En ella conseguiría Pedro de Campaña una de las mejores composiciones manieristas para un altar eclesiástico. Las pinturas que crease para ese Retablo de Santa Ana fueron, sin embargo, muy criticadas por sus colegas sevillanos. Tan dura fue la oposición -la envidia en definitiva- a su obra, que Pedro de Campaña no soportaría vivir donde había sido tan feliz. En Sevilla se había casado y había tenido sus dos hijos. Así que, ahora, decepcionado y cansado, luego de veinticinco años de estancia en la ciudad andaluza, decidiría el pintor regresar a su natal Flandes. En el año 1563 se alejaría definitivamente de su obra y de su vida sevillanas. En su tierra flamenca esperaría ya acoger los últimos momentos que elevarían, por fin, su alma mucho más alta que sus retablos artísticos andaluces. Desarrollaría el resto de su Arte manierista en Flandes, entonces parte importante de la corona española en el norte de Europa. Así que ahora, a diferencia de aquel que para salvar su alma le contratase años antes en Sevilla, no tendría él ya para eso mismo más que solo morirse... Porque ya habría logrado, tan solo con su Arte, realizar todo aquello que un alma necesitara para poder despegar, satisfecha y ágil -sin alas ni retablos ni misas-, hacia lo más alto de las cornisas divinas de la eternidad...

(Pintura central Retablo de Santa Ana, 1557, Pedro de Campaña, Iglesia de Santa Ana, Sevilla; Pintura lateral inferior izquierdo del Retablo de la Purificación, 1556, retratos de don Diego Caballero, su hermano Alonso y su hijo, Pedro de Campaña, Catedral de Sevilla; Imagen fotográfica del Retablo de la Purificación en la Catedral de Sevilla, España; Pintura central de este retablo, Purificación de la Virgen, 1555, Pedro de Campaña, Catedral de Sevilla; Fotografía del Retablo de la iglesia de Santa Ana, 1557, Pedro de Campaña, Iglesia de Santa Ana, Sevilla, España; Cuadro Jesús Descendido, 1556, Pedro de Campaña, Museo de Cádiz, España; Óleo de Pedro de Campaña, Retrato de una Dama, 1565, Alemania; Fotografía de la casa, del siglo XVI, de don Diego Caballero en Santo Domingo, República Dominicana; Imagen con la placa conmemorativa de esta casa, Santo Domingo.)

Vídeos de homenaje al pintor Pedro de Campaña: