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16 de agosto de 2011

La Belleza utilizada como influencia bienhechora y los expolios de algunas obras sevillanas.



Desde que Carlomagno llegara a coronarse emperador de Occidente en el año 800, Europa no volvería a estar unida bajo un mismo cetro imperial hasta que el hijo de Matilde de Ringelheim, Otón I, consiguiera proclamarse en el año 936 heredero de aquel imperio carolingio. Había nacido la hermosa Matilde en la villa de Engern, Westfalia (Alemania), y era hija del conde sajón Teodorico y de Rainilda de Frisia. Sus padres confiaron su educación a su abuela, la abadesa del monasterio de Herford, llamada también Matilde. Allí adquirió la joven heredera los conocimientos propios de una doncella aristocrática de su época, el temor de Dios y una amplia cultura. El duque de Sajonia de entonces, Enrique, futuro heredero al trono de la Francia Oriental (Alemania histórica) -una de las divisiones del gran imperio desmembrado de Carlomagno-, llegaría a establecer las bases para un sueño político de siglos: un gran imperio germano. Pero necesitaba para tan gran empresa una extraordinaria mujer. Así que fue informado de que esa especial mujer existía y se encontraba en un monasterio de Herford en Renania. Tantos maravillosos adjetivos le asignaron a Matilde que el duque no dudó en viajar al convento renano. Cuando la vio y la escuchó, Enrique de Sajonia quedaría asombrado por la belleza y personalidad de Matilde de Ringelheim. Consiguió ella con su matrimonio llegar a ser duquesa de Sajonia, reina de Alemania y, por fin, emperatriz de Germania. Los hombres por entonces podrían hacer un mal uso de la belleza, pero ahora ésta servía para un épico y grandioso designio...  Enrique I de Germania se sintió muy atraído por la belleza de Matilde de Ringelheim y así la virtuosa y hermosa mujer tuvo sobre Enrique una influencia bienhechora. Su virtuosa personalidad tuvo también en el pueblo alemán un sincero y querido reconocimiento. En el año 936 Enrique de Germania fallecería dejando todas las tribus germánicas unidas por fin bajo un mismo trono. Matilde llegó a tener con él tres hijos. Aunque el mayor -Otón- era el heredero, ella quiso apoyar mejor a su otro hijo Enrique. Sin embargo Oton fue finalmente coronado en Aquisgrán en el año 936 como rey de Germania y, luego, proclamado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con veintiséis años, el primero en la historia.

Expulsada de palacio por el rey, Matilde de Ringelheim tuvo que regresar de nuevo al monasterio. Años después la perdonaría Otón y regresaría a palacio desde donde se dedicó a realizar obras de caridad y a fomentar la fundación de monasterios. Moriría en uno de ellos la noche del catorce de marzo del año 968. Cuando los jesuitas recibieron en el año 1600 unos terrenos en donación en la ciudad de Sevilla -por doña Lucía de Medina-, decidieron proyectar una nueva sede dedicada al santo rey Luis de Francia. Planearon construir un colegio, un noviciado y una iglesia. Esta última tardaría casi un siglo en realizarse, pero los otros edificios fueron acabados pronto. Para la capilla del noviciado de San Luis de los Franceses encargaron los jesuitas al taller de Zurbarán unas pinturas de santas que ofrecieran el ideal de belleza y virtud. El pintor barroco Francisco de Zurbarán (1598-1664) ingresaría con dieciséis años en el taller sevillano del maestro Díaz de Villanueva, desarrollando en Sevilla gran parte de su trabajo artístico. Cuando los franceses invadieron la ciudad andaluza en el año 1810 el mariscal napoleónico Soult decidió apropiarse -robar- de muchas obras de Arte desperdigadas en los conventos e iglesias de la ciudad. El motivo oficial fue exponerlas en un gran museo en Madrid o París. Las pinturas expropiadas se trasladaron todas al Alcázar sevillano. Unas mil pinturas fueron allí depositadas. Al acabar la guerra de la independencia en el año 1814 llegaron a salir de Sevilla cuatrocientas obras de Arte. Sabrían los franceses muy bien qué obras debían requisar en la ciudad. El pintor y crítico de Arte español Agustín Cea Bermúdez había publicado en el año 1808 un catálogo, Diccionario de Artistas españoles, donde se indicaban las mejores obras de Arte españolas y sus ubicaciones. Ha sido uno de los más grandes expolios artísticos del Barroco llevado a cabo en toda la historia de la humanidad, y, como consecuencia, terminaría por destinar a cientos de obras maestras sevillanas por todo el mundo.


(Cuadros del Taller sevillano de Arte de Zurbarán: Santa Marina, Santa Matilde de Ringelheim y Santa Catalina, siglo XVII, 1640-1650, Museo Bellas Artes de Sevilla; Cuadro Santa Margarita, 1631, del pintor español Francisco de Zurbarán, National Gallery de Londres; Detalle del óleo de Zurbarán, Santa Águeda, 1633, Museo Fabre, Montpellier, Francia; Óleo de Zurbarán, Santa Marina -otra misma obra de la misma santa-, 1631, Museo Thyssen, Madrid.)

29 de julio de 2011

La Belleza más inesperada y subyugante o el anónimo, atrayente e inevitable Arte.



Cuando una  tarde del otoño despejado sevillano me dirigía a pie, caminando lentamente, hacia la Galería el Fotómata para perfeccionar mis conocimientos fotográficos, pasé entonces por una de esas pequeñas calles desconocidas del centro más antiguo de la ciudad. Tan estrecha, irregular y desconocida calle -por poco transitada- que pudiera entonces encontrar antes de llegar a mi destino. La calle San Blas de Sevilla comenzaría llamándose calle de los Ribera por haber vivido allí la familia de uno de los primeros caballeros que acompañaron al rey Fernando III, don Per Afan de Ribera, en su conquista de la ciudad a los moros en el año 1248. Luego, en la época de esplendor de la ciudad como puerto de América, se llegaría a denominar calle de la Cruz, para terminar a finales del siglo XVII llamándose así, con el nombre del milagroso eremita armenio. Caminaba por la tarde bajo un magnífico cielo otoñal, estremecedor por límpido y azul gracias a su atenuada luminosidad a pesar de la hora, lo que hacía a ese instante -el atardecer- aliado entonces de una imagen maravillosa para poder recordarla. El inicio de aquel largo crepúsculo otoñal hacía del cielo el mejor encuadre, el mejor lienzo, también, que de obra de Arte alguna se pudiera así obtener.

De ese modo, paseando con sosiego y tiempo, llegué de repente a una ampliación de la vía, a una anchura sobrevenida de uno de los lados de la calle. Era una especie de pequeña placita emergida lo que, al pronto, continuaba ahora sin acera, quizá por el derribo de algún solar ganado a la ciudad. De repente, al fondo de unos edificios demasiado modernos para tanta antigüedad apareció majestuosa y distante, detrás de unas paredes blancas desubicadas, una cúpula del todo perfecta, del todo maravillosa a lo lejos y revestida con cerámicas azules, amarillas, blancas y rojas. El límpido cielo en ese momento del atardecer colocaba una incipiente y tenue luna además, una luna lejana y difusa pero visible dentro de aquel encuadre perfecto para eternizarlo. Y sobre el fondo de todo ese encuadre azul contrastaba la enhiesta y orgullosa cúpula perfecta, imposible no fijarla en una fotografía para siempre. Pero entonces no llegaría a saber aún qué edificio histórico-religioso albergaba tamaña belleza. Tampoco me preocupé entonces. Es como cuando sólo la belleza importa, no su identidad ni su pasado ni su origen, nada más que la belleza ahora como única justificación o único Arte. Mes y medio después, al advenimiento de este blog, elegiría la imagen improvisada y fortuita de aquella cúpula -y de su cielo azul- para la cabecera del mismo (ya no utilizada). Porque solo me interesó entonces el efecto -su belleza- no su causa ni su razón de ser.

Sin embargo, seis meses después de aquella toma otoñal, en un itinerario esta vez opuesto al de entonces, caminando ahora por una de aquellas calles paralelas -también estrechas- de más allá de entonces, de la parte opuesta desde donde tomé la foto meses antes, descubrí ahora la fachada de lo que parecía al pronto un grandioso edificio antiguo pero desolado, como tantos otros que en orfandad se encuentran así. Decidido elegí eternizarlo entonces con las sorprendentes imágenes de su interior y su fachada. Así que hasta ese momento (algo se imagina pero no se termina aún por confirmar), nunca llegaría a sospechar que aquella cúpula otoñal de entonces fuera la misma cúpula primaveral de ahora. Una cúpula que plasmaría seducido y admirado tanto de su interior como de su exterior en una mañana luminosa y azul con las imágenes de mi cámara. Los jesuitas se fundaron como orden católica en el año 1534 por el español Íñigo López de Loyola (1491-1556). Su fundamento principal era propagar por todo el mundo la fe católica. Así fundaron iglesias y casas por toda Europa, luego por Asia y, más tarde, por toda la América española. Veinte años después de su fundación los jesuitas llegaron a Sevilla y construyeron templos, noviciados e iglesias. Pero no fue hasta finales del siglo XVII cuando se decidieron a construir un grandioso edificio religioso en la ciudad. Sería una iglesia, no tan grande como hermosa, propia además de la decoración Barroca de la época. El templo se terminaría en el año 1731 y se acabaría llamando Iglesia de San Luis de los Franceses.

La orden jesuita, como mucho antes los templarios, acabaron manejando un gran poder y una inmensa riqueza. Muestra de esa riqueza, conocimiento y capacidad fueron, entre otras cosas, sus obras arquitectónicas barrocas. Se distinguían por la exquisita, elaborada, innovadora y bella forma de construir y crear Arte. Pero todo ese inmenso poder se enfrentaría una vez a mayores poderes, los terrenales de los Estados y sus reyes absolutos. A causa de ese enfrentamiento la orden sería expulsada de España e incautadas todas sus propiedades -como en otros países europeos- durante el año 1767. En consecuencia los jesuitas debieron abandonar entonces todos sus templos y edificios en España. Luego, cuando el liberalismo español de comienzos del siglo XIX decidiera expropiar los bienes eclesiásticos por motivos económicos y políticos, los jesuitas de nuevo tuvieron, definitivamente, que dejar en el año 1835 sus templos en España, esta vez desamortizados por el Estado español liberal de entonces. Por ello, desde entonces, la iglesia sevillana de San Luis de los Franceses nunca más volvió a hacer sonar sus campanas ni a consagrar cosa alguna en su interior. Así se mantuvo el edificio, silencioso, y así sigue. Su creación fue tan artística como lo fue el deseo de impresionar a todos por entonces, de adoctrinar más con la belleza que con la palabra. Sus retablos, sus arcos elevados cerca de las ventanas superiores -por donde la luz aún sigue entrando, como entonces-, sus obras de Arte, sus pinturas, sus artesanales elementos -detenidos en el tiempo-, y sus maravillosos frescos en sus altos -casi vírgenes- techos concavados, harán de todo ese lugar un contradictorio y sorprendente monumento artístico barroco. Como lo fue aquel encuentro inusitado que tuviera entonces. Porque, ahora como antes, sólo la belleza fue y es lo único importante. La belleza inesperada, sin apellido, sin nombre, sin sentido práctico, sin fin. Pero maravillosa, apasionada, eterna, sorprendente, y absolutamente subyugante.

(Imágenes fotográficas, catorce, del interior y exterior de la antigua iglesia -hoy desconsagrada- de San Luis de los Franceses, mayo, 2009, Sevilla, España; Dos fotografías de la Cúpula monumental,  antigua iglesia de San Luis de los Franceses, noviembre, 2008, Sevilla, España.)

3 de julio de 2011

Modernidad e Historia: una sacralizada plaza, un mercado afrancesado y un diseño innovador.



Cuando Sevilla fuera reconquistada a los árabes por el rey Fernando III de Castilla en el año 1248, algunos moros que le acompañaron en su ejército se asentaron entonces en un lugar descampado de la ciudad. En ese lugar, en su subsuelo árabe, dormitaban ocultos restos del glorioso pasado hispano-romano de Sevilla. Años después, en los tiempos del descubrimiento y la colonización americana, la Iglesia adquiriría esos terrenos y acabaría construyendo ahí el gran convento femenino de la Encarnación. Así se mantuvo aquel zoco árabe, ahora sacralizado cristianamente, hasta que, a principios del siglo XIX, los franceses de Napoleón conquistaran la ciudad de Sevilla -sin demasiada resistencia- en el belicoso, revolucionario y rebelde año de 1810. Con las nuevas ideas ilustradas napoleónicas, el intendente del rey afrancesado -José I Bonaparte-, monsieur Mayer, idearía por entonces un proyecto modernista y laico para ese histórico y céntrico lugar. Pretendía el francés crear un edificio que centralizara todos los mercadillos que abundaban en la ciudad de Sevilla.

Por entonces los alimentos se vendían al aire libre, sin la menor higiene. Luego un alcalde español afrancesado -nombrado por José I-, Joaquín Goyeneta, decidió ponerlo en práctica un año después. El convento se expropiaría, como todas las órdenes religiosas, en ese pequeño período francés (1810-1813). La demolición del edificio religioso dejaría a las monjas, provisionalmente ahora, en otro edificio. Así hasta que, en el año 1819, se ubicaron definitivamente cerca de la catedral hispalense, donde aún continúan. El mercado de la Encarnación terminaría por construirse en el año 1837, siendo la primera plaza de Abastos de Sevilla. Con el paso de los años, en el siglo XX, concretamente en el año 1948, acabaría por derribarse parte del mismo mercado para crear una plazuela ajardinada que ampliara la ciudad, ya que el diseño urbano de entonces era de calles muy estrechas y plazas empequeñecidas, heredado de su antiguo trazado hispano-árabe. Pero, todo acabará terminando alguna vez en los arrabales del tiempo... Y eso sucedería en el año 1973, cuando definitivamente el antiguo mercado de la Encarnación sería derribado por completo y para siempre. Entonces se pensó utilizar ese espacio liberado para lo que, ahora, invadiría la vida y costumbres de sus habitantes: los vehículos privados. Y así se mantuvo la antigua plaza -como un aparcamiento improvisado- durante casi cuarenta años en su historia, dejada del todo y abandonada sin sentido. Y ahora se decide, otra vez -doscientos años después-, hacer con ella otra modernidad. Reconvertir su pasado y compaginar así su historia con su futuro. Hoy, recién inaugurada y estrenada, resurge otra imagen desconocida entre sus antiguas casas aledañas. Otra función, otro diseño y otra mirada. Pero, de nuevo, su cielo y su contorno milenario no se sorprenderán de nada. Demasiados años para no saber asimilar -recompuesta de nuevo- la señera efigie de una villa llena de contrastes y pueblos distintos. De religiones distintas, de tendencias distintas, de diseños distintos y de vidas distintas. Pero, ahora como entonces, con tan sólo una única, luminosa, misteriosa y permanente alma.

(Fotografías de la nueva y recién terminada construcción para la antigua Plaza de la Encarnación, ahora Plaza Mayor, Sevilla, 2011; Fotografía del solar -aparcamiento de vehículos- del antiguo mercado de la Encarnación, Sevilla, 1973; Imagen de la puerta de entrada al mercado, Sevilla, años cincuenta; Fotografía del primer derribo -casi la mitad- del mercado de Abastos de la Encarnación, Sevilla, 1948; Fotografía del Mercado de Abastos, Plaza Encarnación, Sevilla, años cincuenta; Cuadro Semana Santa en Sevilla, del pintor español Ernest Descals, actual; Fotografía actual Plaza Encarnación, 2011; Fotografía de la plazuela anexa de la antigua Plaza de la Encarnación, Sevilla, años cincuenta; Cuadro Plaza de Toros -Maestranza de Sevilla-, del pintor José Jiménez Aranda, siglo XIX.)

24 de octubre de 2010

Un río indómito, una ciudad malograda, un puente inspirado y el Arte.



Desde que Julio César (100 a.C - 44 a.C) fundara, en el año 60 a.C., la colonia romana Julia Romula Híspalis sobre la orilla izquierda del río Betis, nunca se decidiría construir puente alguno entre esa misma orilla y su opuesta sevillana. Ese gran río español, el Guadalquivir, que cruza la actual ciudad de Sevilla es, en su curso más bajo -apenas cien kilómetros desde su desembocadura hasta la ciudad-, prácticamente un brazo del mar que se adentra en tierra ofreciendo así una segura ubicación para los barcos como puerto interior. Su orografía cubierta de marismas y el impulso del océano lo han hecho propenso a crecer y decrecer con sus mareas de rivera... Y es por lo que, además de disponer de un subsuelo arenoso y fangoso, las crecidas del Guadalquivir harían desde la antigüedad demasiado poco seguro fijar unos cimientos firmes que resistieran la bravura de sus aguas. Así que se mantuvo sin enlace una orilla con la otra hasta casi el año 1171, cuando los musulmanes almohades utilizaran entonces barcas como pontones, algo que, a manera de anclas fijadas al fondo del río y unidas con garfios de hierro, permitirían cruzarlo como un muy útil puente virtual.

En cada orilla se construyeron dos malecones, dos grandes estructuras de material que sujetarían cada extremo del conjunto de barcazas paralelas. De ese modo cumplió su cometido durante muchos años, siglos también, pero los continuos arreglos a que obligaba el deterioro y amarre inadecuado de algunas barcas, hicieron muy costoso e ineficaz -se cortaba el paso hasta un mes para repararlo- el mantenimiento de ese sistema de paso, aunque, sin embargo, muy practicable sustituto de un puente permanente. Durante el grandioso y próspero siglo XVI se pensaría incluso levantar un puente sobre ese mismo lugar, parte donde las barcazas del antiguo entramado musulmán se situaban. En el año 1563 se elaboraría un proyecto de construir un puente de hierro y madera, ya que se desestimarían entonces los ladrillos, la piedra o cualquier otro material de ese tipo, por las orillas fangosas y traicioneras del Guadalquivir. Pero la realidad fue que, al iniciar el siguiente siglo XVII, la ciudad de Sevilla comenzó un declive que acabaría con todo su magnífico esplendor de antaño. Ya no se dispusieron de recursos para nada, y menos para un puente.

 Entre los años 1648 y 1652 la ciudad padecería además una epidemia de Peste y de hambruna no conocida antes en la población, algo que acabarían por malograr aún más una economía muy deteriorada y maltrecha. Ni el comercio americano, ni los tesoros que ello pudieran haber supuesto, consiguió hacer resurgir aquel antiguo enclave romano hispalense, tan cercano al mar como al interior, y que habría llegado a ser un punto muy estratégico en el descubrimiento, colonización y comercio del nuevo continente americano. Hasta que no llegó el romántico año 1845 no se aprobaría ningún proyecto definitivo que emprendiera la construcción de un puente permanente, ese que acabase de unir para siempre las dos orillas hispalenses del río Guadalquivir. Para llevarlo a cabo se encargaría la urgente tarea a unos ingenieros franceses, técnicos que ya habían construido puentes en otros lugares de Andalucía. Los materiales utilizados fueron la piedra y el hierro, y se basaron en un diseño con aros metálicos reforzados de un puente existente en París desde el año 1834, el Puente del Carrusel, un puente metálico que sería derruido, sin embargo, en el año 1931 y sustituido luego por otro de hormigón. El gran pintor Vincent van Gogh compondría en el año 1886 su óleo parisino El puente del Carrusel y el Louvre, donde se aprecian ahora aquellos círculos metálicos tan característicos de su estructura metálica. Unos aros metálicos en un puente sobre un río que, hasta ahora, sólo se han mantenido -en todo el mundo- visibles únicamente en el viejo, huérfano, desvencijado, pero romántico puente de Triana.

(Imagen del óleo de Van Gogh, El puente del Carrusel y el Louvre, 1886; Fotografía de Gustave Le Gray del puente del Carrusel sobre el río Sena, París, 1859; Fotografía del puente de barcas, Sevilla, 1851; Grabado del siglo XVI de la ciudad de Sevilla y el río Guadalquivir y su puente de barcazas; Fotografía de la inauguración del puente de Isabel II, 1852.)

27 de septiembre de 2010

La creación del Arte sólo debe ser transferible, nunca destruible: los expolios arquitectónicos.



El Arte ha sido expoliado de todas las formas posibles e imaginables, también incluso legítimas. Ni siquiera el valor artístico de la obra ha sido en sí la causa, ni ha podido desalentar a los especuladores a veces. Pero eso sucede sólo con las artes que ocupan un volumen o espacio, cuanto más grande peor. Es en la Arquitectura donde sucede más claramente y en los expolios cometidos en la historia se observa por qué ha sido así: el valor del suelo. Porque el valor del terreno donde esté situado lo artístico ha sido superior a lo que en ello se haya construido alguna vez, por muy hermoso y único que sea. Por suerte la sensibilidad al Arte ha cambiado mucho y las leyes han reflejado ese sentimiento. A principios del siglo XX -en el año 1905- un rico terrateniente, heredero y filántropo sevillano, Miguel Sánchez-Dalp y Calonge (1871-1961), mandaría construir una Casa-Palacio en la céntrica plaza sevillana del Duque de la Victoria. Para ello no escatimaría en recursos ni en estilos, realizando bellos artesonados, magníficos arcos mudéjares, zócalos y frisos artísticos y hasta columnas romanas, probablemente a su vez expoliadas pero al menos armoniosamente utilizadas. Todos elementos de un extraordinario estilo regionalista andaluz, con una gran dosis de arte y arquitectura suntuarias.

Contribuyó el filántropo con otras construcciones y proyectos (edificios benéficos, obras públicas y urbanismo) para la ciudad andaluza en los años anteriores a la República española (1931). Sin embargo, después de esos años no concilió su carácter ni con las autoridades republicanas ni, a pesar de lo que se pueda pensar, con las franquistas, lo que demostró su independencia y seguramente su buen criterio. Pero a veces algunas obras no superan la vida de sus próceres. Bastaría que don Miguel falleciera -sin descendientes- en el año 1961 para que su Casa-Palacio fuese objeto de una feroz especulación inmobiliaria y comercial. Junto a dos edificios adyacentes, un colegio y un antiguo palacete -reconvertido en almacenes comerciales-, fue derruida y expoliada aquella maravillosa Casa-Palacio para albergar un gran centro comercial, almacenes que, por entonces (1967), comenzaban su expansión por toda España. Es monstruoso pensar que manos humanas, las mismas que crean y diseñan obras de Arte, sean capaces de destruir esas mismas obras de Arte. Pero así fue. Hoy sólo queda el recuerdo y el testimonio gráfico de una demolición y de un desastre artístico monumental. Una plaza fue testigo de ello, y, con ella, la estatua erigida en honor al gran pintor Velázquez, una curiosa paradoja de lo que una efigie tan eminente en el Arte pudiera sentir al presenciarlo.

(Imágenes de la Casa-Palacio de Sánchez-Dalp, Plaza del Duque, Sevilla (España) -fotos 1, 2 y 3-; Fotografía del antiguo Palacio de Medina Sidonia, en la misma plaza, adyacente a la casa-palacio Sánchez-Dalp, también destruido entonces; Fotografías del Palacio Sánchez-Dalp, años cincuenta; Fotografía de Miguel Sánchez-Dalp -señalado con una X- en los años veinte, San Sebastián (España); Fotografía de un Salón de la Casa-Palacio; Fotografía de la Plaza del Duque (Sevilla); Estatua del gran pintor Velázquez en el centro de la plaza; Fotografía panorámica de la Plaza del Duque de la Victoria, Sevilla; Fuente fotográfica del Palacio Sánchez-Dalp: Universidad de Sevilla.)