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26 de febrero de 2020

En estética el menor espacio ofrecerá una mayor grandiosidad y belleza.



Aunque el efecto parezca a la inversa, el cuadro inferior es más grande en tamaño que el primero de la entrada, ya que el de abajo es más alargado horizontalmente que el de arriba. Se encuentra en el Museo del Prado y representa la misma escena y paisaje veneciano que la otra obra, ambas del mismo pintor italiano, Leandro Bassano, y fechadas en el mismo año 1595. Cuando el pintor tuvo que componer lo mismo pero en menos espacio de lienzo, ajustaría y eliminaría cosas con un resultado mayor estéticamente en la obra de la Real Academia que en la del Prado. Es de suponer que la obra de menor tamaño fue realizada poco tiempo después cuando, teniendo que exponer la misma escenificación, no tendría tanto lugar donde poder recrear detalles, incluir más embarcaciones, elementos o cosas. ¿Fue eso exactamente? Si nos fijamos bien no hay menos cosas en una que en la otra obra; y también los detalles y la realización de las formas en la obra del más alargado (Museo del Prado) es incluso más elaborada que en el otro. Pero hay algo en la obra de la Real Academia que la hace finalmente más interesante y más atractiva. ¿Qué es eso? Las obras de Arte apaisadas (alargadas horizontalmente) no resaltan el paisaje tanto, a pesar de lo que puede suponerse, con respecto a las que no son apaisadas de ese mismo paisaje. El cielo tan elaborado con respecto a la otra obra puede influir también en la elección estética de la de menor tamaño. Pero, sin embargo, son dos cosas las que determinarán la diferencia más genial de una obra sobre otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor de hacer la misma obra añadió dos cosas, básicamente, que no había hecho (porque no podía) en la anterior obra. Elevó más su perspectiva (en la obra de la Real Academia es una perspectiva más aérea) y concentró aún más el color rojo en la gran barcaza veneciana y su adyacente comitiva de grandes personajes. Con esos efectos estéticos, un punto de visión más elevado y un color rojo destacable en un ángulo menos cerrado entre la barcaza y la comitiva rojas, hicieron de la obra de la Real Academia de San Fernando una composición estéticamente mucho más conseguida que la del museo del Prado.

Al tener menos espacio de visión se tiende a elevar el observador de cualquier paisaje limitado en lo ancho. Y, por otro lado, al elevar esa visión, los ángulos de las cosas más cercanas resultan más abiertos que cerrados, consiguiendo así una mayor perspectiva o un acabado más elogioso de todo el conjunto. Pero las cosas no son en estética tan simples, hay más elementos que condicionan que una obra esté más conseguida frente a otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor veneciano de recrear una misma escena en un menor tamaño físico, decidió acertadamente eliminar detalles, objetos y colores, con lo que mejoró el resultado final de la obra de Arte. Luego consiguió ampliar su perspectiva verticalmente, con lo que ganaría un paisaje cenital mucho más atrayente que el cielo más empequeñecido y menos brillante que el otro. Las dos obras de Bassano representan una tradicional ceremonia veneciana: el matrimonio del mar con Venecia. El dux y su gobierno embarcan y se dirigen a la entrada del canal para depositar en el mar el anillo de boda que simboliza la unión de Venecia y el mar. Lo curioso es que el pintor hiciera dos obras de la misma celebración en el mismo año, y que las dos obras vinieran a España quince años después de haberlas pintado en Venecia. Luego sabremos que el comprador fue el duque de Lerma, el valido (primer ministro) más corrupto que tuvo España entonces.  Que las adquiriría para él y que a su derrocamiento y defenestración fueron confiscadas por la corona y depositadas en el Palacio Real de Madrid. Es curioso que otro valido o primer ministro de España, Manuel Godoy, acabase poseyendo el cuadro de menor tamaño (Real Academia de San Fernando) el tiempo que estuvo en el poder, eligiendo así el de mayor belleza o de mejor acabado estético de ambos lienzos.

Los límites en el Arte son importantes. Deben éstos ser muy precisos en los laterales y, sin embargo, deben ser imprecisos en el horizonte final. La perspectiva aérea y lineal son elementos compositivos determinantes para elogiar el resultado de un bello paisaje. El punto de fuga es más destacable cuanto más precisos son los límites laterales de una obra. Después las cosas parecen disminuir (no tanto en tamaño como en agrupamiento) cuanto más se eleve la altura de la visión desde donde el pintor compone su obra, porque parecen estar más desperdigadas, se oponen así menos unas a otras que si la visión es más cercana a la superficie de la tierra. Pero, no bastará. Hay que saber elegir además qué cosas o cosa deben estar destacadas frente a las demás. Y el color en esto es muy importante. Es la otra cosa que determina la estética más singular de una obra de Arte. Porque debe haber un color que destaque sobre los otros con la profusión de tonalidades que la vista confunda ahora ante la variedad de cosas representadas. Esto es una genialidad muy apreciable en la composición final de un atribulado paisaje cargado de muchas cosas, objetos, variedades, elementos  o detalles mezclados. Los pintores no siempre tienen en cuenta esas cosas a priori... En este caso el pintor tuvo la ocasión de poder realizar, pocos meses después de finalizar una (Museo del Prado), la misma obra en otra (Real Academia), con lo cual pudo comparar y elegir otra mirada diferente. Una mirada con la que alcanzaría, sin saberlo del todo entonces, la mejor composición que de un mismo escenario tuviera de una misma y diferente obra.

(Óleo La Ribera o muelle de los Eslavos, 1595, del pintor Leandro da Ponte Bassano, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Cuadro Embarque del dux de Venecia, 1595, Leandro da Ponte Bassano, Museo del Prado, Madrid.)

9 de noviembre de 2019

El Arte es la expresión armoniosa de un sentimiento, no el sentimiento ni su interpretación racional.



Para entender lo que es el Arte, qué mejor muestra que estas obras maestras donde reflexionar sobre la implicación de lo representado (valor explícito) frente al sentido de lo estético por antonomasia (valor implícito). No es el Arte un mural historiográfico para ver lo que se muestra desde un título explicativo sino el lienzo equilibrado y armonioso para sentir la combinación sutil de belleza expresiva y mensaje sublimado. La leyenda o la historia siempre motivan una parcial visión ideológica desde la hábil trama de un avezado autor. Pero la poesía y el Arte pictórico lo utilizarán para, sin finalidad alguna material ni ideológica, elaborar la imparcial creación que consiga expresar emoción, armonía y sentido estético. Sin estas premisas sobre el Arte es imposible comprender para qué existe o cuál es su sentido. Porque la manipulación llevará a distorsionar o desestimar una verdad que encierra el Arte: la representación de una belleza donde lo que se ve no es exactamente lo que se mira. 

Los grandes pintores de la historia han tratado de expresar la armonía y el sentido estético desde los fenómenos grandiosos de la cultura en la que sus cimientos basaron la civilización en que vivían. Cuando Jacques Louis David quiso componer en un lienzo el sentimiento que más le embargara después de ser apresado por los conflictos de la Revolución, llegaría su emoción a sublimarse tanto como para crear La intervención de las Sabinas en el año 1799. ¿Hemos de ver ahora en su obra la desnudez como un alarde estético innecesario? ¿Hemos de ver en la utilización de un bebé alzado la afrenta insensible a una infancia desamparada? ¿Hemos de ver la representación de un enfrentamiento legendario como el agravio misógino de una cultura machista? ¿Hemos de criticar esta osadía artística como la celebración inveterada de una violencia remarcada? En absoluto. No es eso el Arte. El pintor francés quiso expresar la incongruencia del enfrentamiento entre dos pueblos que estaban unidos por su sangre (las mujeres sabinas habían tenido hijos con los romanos y no distinguían sus antiguos parientes de los nuevos). Y David lo hace con su maravilloso Arte clásico donde el equilibrio, la belleza, los planos distintos, la perspectiva y los ángulos de los perfiles humanos de sus cuerpos, retratan ahora cabales la grandeza de una estética sublime, eterna y agradable.

La formación estética es fundamental para discernir la diferencia en las cosas, por eso el Arte precisa educación cultural y sentido ético y estético para no confundir propaganda con belleza o representación con panfletos de mera ideología interesada. Cuando el pintor barroco Poussin quiso expresar la belleza de su Arte clásico, encontró en la leyenda del rapto de las Sabinas una posibilidad de combinar armonía geométrica con los colores más vivos que su paleta pudiera llevar a un maravilloso efecto. Y lo consiguió gracias a su virtualidad artística sin igual. No es posible la vinculación realista o el sentido documentalista en estas representaciones artísticas. Porque entonces ya no es Arte es otra cosa. Si las emociones que el creador consigue plasmar llegan a unos ojos que admiran la belleza y subliman el mensaje estético, la obra obtiene su sentido más armonioso. Y el mensaje estético, que encierra además un mensaje ético, nos lleva a comprender el inhumano e irracional sentido de obtener por la fuerza lo que se puede conseguir por la belleza. Pero esto no critica nada, ni elogia nada, ni favorece nada. Solo educa en Arte, en sentido y en belleza.

(Cuadro del pintor barroco Nicolas Poussin, El rapto de las Sabinas, 1637, Museo Metropolitan, Nueva York; Óleo neoclásico del pintor David, La intervención de las Sabinas, 1799, Museo del Louvre.)

1 de octubre de 2019

La modernidad impresionista transformaría el naturalismo barroco sutilmente.



A Manet lo que le habría encantado es haber vivido en la época de Velázquez y pintar escenas de un mundo marginal. Consiguió eso, sin embargo, en los albores de un Impresionismo que buscaba fugacidad en paisajes o en escenas costumbristas. Aún no se había presentado esta tendencia innovadora cuando Manet compuso su obra El viejo músico. Fue un Arte sorprendente el que consiguió Manet con su lienzo. ¿Realista?, ¿impresionista?, ¿costumbrista...?  Sorprendente. Porque no hay en él ni unidad ni una composición coherente. Son personajes deslavazados, independientes, extrañamente relacionados entre ellos para interactuar en una misma escena emotiva. Lo que el pintor deseó fue hacer despertar las conciencias ante esa extraña mezcolanza compositiva, ya que ante la pobreza o la miseria no había motivo aún para obtener ninguna atención artística por entonces. Son seres desharrapados y marginados los que, ante la música de un viejo artista, se encuentran ahora vaticinados en aparecer solemnes entre la vaga composición de un frío escenario. La calidad plástica de la obra es magistral: no se puede alcanzar mayor virtuosismo artístico con unos colores, unas formas o unos contrastes. Está todo perfecta, barroca y genialmente pintado. Pero, sin embargo, no están relacionados los personajes ni hay una narrativa conjunta que exprese alguna realidad. Pero es esto precisamente lo que hace a la obra una creación sublime. Manet fue un pintor que enlazó siempre tradición con modernidad, y la modernidad no era por entonces ir contra la tradición sino sublimarla. 

Fue la primera ocasión que el Arte tuvo para que los que observaran la obra se preguntaran, ¿qué es eso?, ¿qué nos quiere transmitir, aparte de alguna belleza? Porque la belleza de las cosas representadas está ahí, sin embargo. Si aislamos cada uno de los personajes podríamos hacer pequeñas obras maestras con ellos... Pero, ¿y juntos?, ¿qué conseguimos hacer sino sorprendernos? Hay como una apatía en ellos, que aparecen ahí solícitos por escuchar o ser escuchado. Están por algo más, probablemente: no tienen otro sitio a donde ir...  Y esta particularidad, solo insinuada, es una lección magistral del pintor sobre la terrible realidad social de aquellos años. Todos los personajes están definidos en el papel contingente de un momento sin grandeza. Todos, salvo uno. El viejo músico es el único que mira fijamente al espectador, al pintor y a nosotros. Él es el que nos comunica, con gesto amable, que hay algo que no puede transmitir ni con la música. Por eso se detiene, se gira y nos mira cómplice para compartir esta sorpresa. Para ese momento histórico la modernidad artística era eso: componer algo sin demasiado o ningún sentido. El Realismo estaba entonces en su esplendor, eran escenas crudas, o no, que expresaban las cosas como eran en la realidad social y física. Manet admiraba la pintura naturalista del barroco español, esas obras que aunaban belleza, fugacidad y cierto extravío artístico. Perplejidad, más bien, podría ser la palabra para describir mejor esas geniales escenas barrocas que chocaban entonces -siglo XVII- por su belleza, su sorpresa y su narración social. Porque los personajes de Velázquez, por ejemplo, no criticaban nada ni denunciaban nada, solo sorprendían al estar retratados tan lejos y tan cerca de la Belleza...

Aquí sucede lo mismo con Manet y su obra. Ya no se podía ir más allá para alcanzar la belleza (el perfilamiento y la calidad técnica de Manet fueron muy elogiables) y tampoco se podía ir más allá para, con belleza, alcanzar a denunciar la miseria. Manet no desea abandonar la Belleza ni su sutileza heroica para conseguir llegar a las conciencias. Tal como hicieron los pintores barrocos españoles, aunque entonces no existiera aún la conciencia... Pero ahora, a mediados del siglo XIX, el mundo comenzaba a tener conciencia, y por eso Manet quiebra la composición en aras de llegar a provocar una reacción en la gente. No hay relación entre los personajes porque el pintor desea expresar eso mismo, la realidad de una sociedad insolidaria, insensible, deslavazada y perversa. Por ejemplo expresando que nada puede hacer que la realidad social cambie, ni siquiera con la música. Ni siquiera con la belleza. La soledad de los personajes está resaltada además por sus posiciones aisladas, inconexas, desorientadas.  En la composición artística no hay sentido ni grandeza. Sólo la ternura artificiosa de uno de los niños representa, tal vez, la esperanza en un mundo diferente. Todos excepto el viejo músico tienen la mirada perdida, abstraída, inexistente en una expresión débil o diluida. Porque no hay fluidez, pero tampoco hay desgarro, no hay compulsión, no hay desahogo, no hay suspiro, ni siquiera vergüenza. Sólo una vaga mera sensación entre los rostros por escuchar, solícitos, la alejada, silenciosa y nunca acabada melodía... 

(Óleo El viejo músico, 1862, del pintor francés Manet, Galería Nacional de Arte, Washington D.C.)

1 de agosto de 2019

El pudor estético de los grandes, o cuando la mirada delata una sensibilidad sublime.



De todos los pudores a los que el ser humano se expone, el estético es tal vez el menos comprendido. ¿Es un gesto calculado ocultar la mirada? En los autorretratos los pintores buscarían siempre eternizarse ellos con la maestría genial de su talento artístico. Pero, cuando Van Gogh quiso componer un retrato siguiendo las nuevas modas plásticas de Francia -el Neoimpresionismo-, al no disponer de capacidad para poder contratar a un modelo, se autorretrataría él mismo, aunque ahora no con el gesto de un orgullo vanidoso, algo más propio de esas composiciones estéticas, sino con todo lo contrario...  El pintor malogrado -faltaban aún tres años para acabar su vida- no debería sentirse con el ánimo existencial muy alto y se dibujaría entonces la mirada más inclinada y huidiza. Sin embargo, consiguió con ello expresar todavía más de lo que, inicialmente, tal vez se propuso... Cuando Rembrandt comenzara su obsesión por el autorretrato, ya en su juventud, en el año 1628, pintaría uno sublime. Fue el único autorretrato pudoroso que llevase a cabo de los muchos que el pintor barroco hiciera en su vida. En su autorretrato su mirada está ahora oculta, no sus ojos, para obtener así el efecto necesario de luces y sombras que conseguirá con su personal obra maestra. Pero, a diferencia de Van Gogh, Rembrandt sí mira ahora al observador; sus ojos nos están mirando, aunque no lo veamos muy bien casi. Se oculta así tras un maravilloso claroscuro intrigante. Es posiblemente esto lo que diferencie ahora, entre otras cosas, a esos dos genios del Arte: uno intrigante, otro displicente... Para Van Gogh, sin embargo, no fue una intriga, un desvío o efecto artístico el que lo hiciera así. Reflejaba, como siempre hiciera en su obra, el sentido más expresivo de un sentimiento. En Rembrandt es otra cosa, es el juego dialéctico con el observador, es la intriga o el desenvolvimiento estético más ingenioso.

Cada obra maestra  plasma siempre el paradigma o modelo estético del momento histórico que vive su creador. En Van Gogh manejando los trazos modernos de un Neoimpresionismo avasallador. En Rembrandt con el juego de sombras y luces de su claroscura época barroca. En ambos utilizando la sensibilidad más sublime: o con él mismo, en el caso de Van Gogh; o con el espectador, en el caso de Rembrandt. En los dos casos la individualidad del autorretrato llega a niveles de una sublimidad extraordinaria. El pintor barroco es llevado a expresar un cierto pudor, uno ahora sesgado en su obra, uno que nos llevará a sentir la fuerza de la conciencia humana más personal o introspectiva, de la individualidad más corporal o representativa. En Van Gogh, sin embargo, su genio artístico nos lleva a otra cosa, a la expresividad más sentida de un sentimiento personal o existencial muy profundo. En éste veremos la inanidad del mundo,  reflejada ahora en una mirada sin dirección ni sentido. Esa misma inanidad que empezaría a sentir el creador postimpresionista en sus últimos años, y que no pudiera evitar siquiera en una experimentación estética como fue la de pintar con trazos modernistas un retrato muy humano. En los dos casos expresan autenticidad y un reflejo de personalidad individual, cosas que consiguen reflejar así un sentido de universalidad existencial; universalidad tanto para la displicencia como para el misterio, tanto para la angustia como para el engaño. 

¿Obtuvieron los dos genios un perfil psicológico universal para con una expresión personal tan humana? En una de las dos situaciones, la angustia y el engaño, se puede transmutar ahora la expresión humana sin menoscabar el sentido final de lo buscado. Porque el engaño es una forma de ocultación del temor, del pudor que pueda sobrevenir ante un desvelamiento personal determinado. Pero, también, al contrario, cuando ahora el pudor no sea más que una forma de angustia interior que es difícil de trasladar a lo estético: entonces se ocultará magistralmente tras una maravillosa utilización de claros y oscuros... El Arte vino a salvar personalmente a los dos pintores. Con una genialidad plástica soberbia, consiguieron ambos creadores componer sus propios sentimientos reflejando un casual retrato artístico. ¿Casual? ¿Hay casualidad en el Arte? Nunca. Por esto mismo es mayor el milagro estético de poder componer autorretratos geniales. Porque hay que pintar bien, pero, también confesarse... Y, ¿quién es capaz de hacer ambas cosas sin desfallecer? Con sus obras en general nos acercaron los dos maestros a entender la vida y sus misterios, pero, con sus autorretratos llegaron mucho más allá: consiguieron mostrarnos su propia vida y sus propios misterios. ¿No son una aliteración estética a veces los autorretratos? En el caso de estos dos genios del Arte nunca, porque siempre descubriremos, a cada nueva visión, algo diferente en sus autorretratos. Sobre todo, conseguirán expresarnos la mejor imagen individual del ser humano en general, con sus miedos o con sus engaños; pero, también, además, de todos nosotros como individuos, de todos y de cada uno de nosotros mismos... sin saberlo.

(Óleo Autorretrato, 1887, Van Gogh; Óleo Autorretrato, 1628, Rembrandt, ambas obras en el Rijksmuseum de Ámsterdam, Holanda.) 

22 de junio de 2018

Cuando la idealización nos confunde, nos aleja o distorsiona la idea, sin embargo, de la propia realidad.




La hermandad prerrafaelita no fue una tendencia artística propiamente, sino una asociación de creadores que buscaron enfrentarse a la pujante definición académica de lo que por entonces -mediados del siglo XIX- debía ser considerado Arte. Para entenderlo mejor se debe situar esa forma de pintar -como reacción- en el contexto de una sociedad brutalmente industrializada que financiaba y justificaba un tipo de Arte clásico encumbrador de belleza. Porque esa sociedad sofisticada que mantenía y soportaba el clasicismo académico -lo contrario del Prerrafaelismo- combinaba autocomplacencia con falsa belleza ilusoria. Los creadores prerrafaelitas dejaron claro con sus principios estéticos lo que entendían debía ser considerado Arte. Primero, debía expresar ideas auténticas y sinceras, algo que la sociedad había dejado de hacer desde hacía siglos. Segundo, debía fijarse en la naturaleza para componer un escenario natural libre de artificios banales. Tercero, debía buscar las ideas estéticas en las formas del periodo anterior al siglo XVI, cuando el Arte era puro, sin matices de sofisticación artificiosa. Por último, debía buscar la perfección en la creación, pero entendida no desde un punto de vista formal sino conceptual. Es decir, buscaban la perfección en la idealización estética, no en el entramado plástico -ya determinado en el clasicismo-, con el que solo se alcanzaba una meta estética elaborada y sofisticada.

Era evidente que existía por algunos críticos, poetas o artistas un rechazo a la sociedad industrial, que  transformaba la vida, las emociones, la estética y los valores de los humanos, atribulados por una sensación de absorción asfixiante de una estética (paisajes urbanos carentes de belleza junto a una idealización clásica de Arte encorsetado) que sobrepasaba las ideas entusiastas de unos espíritus artísticos que veían en el pasado la mejor alternativa a un mundo insensible e industrialmente vertiginoso. Y entonces una idealización sustituyó a otra...  Se admiraba la Edad Media como modelo de sociedad más sincera, ferviente de principios estéticos, sociales, éticos y económicos elogiosos. El pensador escocés Thomas Carlyle influiría en la idea prerrafaelita. Para este crítico las riquezas materiales son una falsedad porque conducen a una crisis personal de la que solo puede salvar un idealismo espiritual. Así que los prerrafaelitas y sus adeptos llevaron su estética a una idea de rechazo y de amor, es decir, rechazo a una sociedad y amor a una idea.

Cuando en octubre del año 1857 uno de los creadores más insignes de esa hermandad artística, Dante Gabriel Rossetti (1828-1882), viese en un teatro de Oxford a la joven Jane Burden (1839-1914), comprendería que su etérea imagen femenina era parte de aquella idealización estética con la que habían perseguido hallar una belleza elusiva, efusiva y distante. De ese modo se convertiría Jane Burden, una joven de muy bajo extracto social, en la deseada modelo de una nueva forma de componer belleza. Rossetti la pintaría como paradigma de su estética prerrafaelita, pero también otro anhelado creador adepto la pintaría, aunque ahora además con una amorosa admiración personal irresistible. Lo hizo también en un sentido de justificar su estética con una apasionada forma de sugerir una perfección social en la idealización exagerada de una forma de vida diferente. William Morris (1834-1896) era un artista al modo de aquellos renacentistas anteriores a Rafael (lo que es el prerrafaelismo) como, salvando las distancias, el genial Leonardo da Vinci lo fuera. Arquitecto, poeta, escritor, pintor, diseñador y activista social, Morris anhelaba un mundo que nada tenía que ver con el que vivía. Cuando pinta a Jane Burden en su obra La Bella Isolda descubre en ella la belleza idealizada que su idea estética de perfección habría provocado en su pensamiento socialmente progresista. Se comprometen ambos y acabarán viviendo una relación desentonada y desequilibrada tanto en emociones como en pasiones. Ella vió en él la posibilidad de un progreso que su vida necesitaba y él en ella aquella idealización que tanto anhelase y buscase en el mundo. 

En el año 1890 William Morris escribiría una novela utópica, Noticias de ninguna parte o una era de reposo.  En esos años finiseculares del siglo industrial más vertiginoso, Morris deseaba expresar una ensoñación utópica y vital para una humanidad por entonces despiadada, descarrilada e infame socialmente. Y entonces imagina cómo debería ser la sociedad ideal un siglo después, en el año 2000. Es una visión idealizada de un mundo futuro carente de conflictos sociales, sin clases que se enfrenten y sin objetos materiales que condicionen la dulce convivencia. Pero no lo hace desde la evolución sosegada de una mejora sostenida sino desde la transformación absoluta de las cosas: sin industrias, sin escuelas, sin matrimonios, sin grandes ciudades... Algo que para su sensación tan idealizada de la vida conllevaría el enfrentamiento absoluto con la única sociedad que existía. Un escritor británico, Chesterton, elogiaría su deseo, pero, a cambio, pensaría que era del todo inconsistente ya que hacer una reforma de algo que no se ama es difícil de llevar a cabo solo ahora desde el odio...  Porque cuando idealizamos alguna cosa corremos siempre el riesgo de vituperar (des-idealizar) alguna otra. Decía Chesterton de Morris al criticar éste la sociedad tan abrumadora de entonces: A menos que el poeta pueda amar al monstruo tal como es, y pueda sentir, con algún grado de generosa excitación, su gigantesca y misteriosa alegría de vivir, la escala inmensa de su anatomía de hierro y el latido atronador de su corazón, no podrá transformar la bestia en el príncipe encantado... 

Siete años después de su matrimonio con William Morris, Jane Burden comenzaría un discreto romance con Rossetti. Ella había confesado que nunca había estado enamorada de William, aunque tuvo dos hijas con él y vivieran ambos respetuosamente alejados entre sus diferentes emociones personales. Él entregado a su utopía y ella a una sensación desenfrenada e insatisfecha. Con la frustrada elaboración de una tendencia los prerrafaelitas consiguieron, en poco más de cinco años, que su forma de expresar solo pasara a la historia con el mismo impulso temporal de aquella utopía de Morris. Fue una pintura denostada luego y su decadentismo estético no se recuperaría en elogios hasta finales del siglo XX, casi cuando ubicara Morris su sociedad tan idealizada. ¿Qué quedará hoy, sin embargo, de toda aquella gesta idealista? De la estética nada en absoluto, de la idealización una constatación de que la idea no puede ser motivo de un sentido único en el mundo, sea el que sea. La belleza, por ejemplo, no puede configurarse desde la idealización sino desde su propia esencia artística. La sociedad no puede transformarse tampoco desde una idealización sino también desde su propia esencia social. Porque, como decía aquel escritor ufano, nunca puede llevarse a cabo una reforma desde profundas diferencias, ofensas o rechazos, sino desde el amor o la sintonía más auténtica y sincera de mejorar. Como los principios prerrafaelitas..., aunque estos fueran idealizados sin contar con que lo auténtico no es una sola cosa idealizada, sino la amalgama sostenible de un universo más complejo, diverso, también esencial y reformable...

(Óleo La Bella Isolda, 1858, del pintor prerrafaelita William Morris, Tate Gallery; Fotografía de la modelo Jane Burden (Jane Morris), 1865; Lienzo Proserpina, 1874, el pintor prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti, Tate Gallery; Óleo Pía de Tolomei, 1880, Dante Gabriel Rossetti, Museo Spencer de Kansas; todas las modelos son Jane Burden.)

8 de junio de 2018

La reminiscencia de la belleza entre el sentido más sensual o el más intelectual o conceptual de ella.



Cuando los antiguos griegos se empleasen tanto en representar la Belleza, descubrieron la emoción que su visión ocasionaba en un recuerdo humano tan primigenio y efímero de ella. Una impronta ancestral que una reminiscencia interior desconocida produciría, entonces, en su propia y querida pervivencia. ¿Qué sensación era esa tan erróneamente desconocida? Porque la sensación estaba siempre ahí, en el profundo recuerdo genético de una existencia desarrollada durante muchas generaciones antes. Lo que se ignoraba, verdaderamente, era la existencia misma o real de esa reminiscencia profunda, no la sensación que produciría recordar luego esa Belleza. El Arte fue ideado precisamente para eternizar esa sensación, algo que debía representarse o fijarse para siempre ante las traicioneras veleidades del paso del tiempo o de la muerte. Pero, para un pueblo tan dado a la mitología, a la palabra, al pensamiento, a la lógica y a la vida, ¿qué sentido tendría expresar una sensación, por otro lado, tan poco práctica o tan efímera o tan escasa? Una sensación, la de la Belleza, que no se adecuaba tampoco a la verdad o a la eternidad o a la mayoría. Pero, sin embargo, existía. No tanto ni tan acusadamente, no con la insistencia de lo urgente o con el estruendo de lo imprescindible, ni con la repetición de lo fatídico, ni con la vaga ensoñación lastimera de lo fútil; tan sólo entre los momentos de la vida que únicamente eran entonces coincidente a veces, tan solo a veces, con el puro azar y la fragancia. Así se representaría la Belleza, con el prurito desesperado de no perderla, con el desagravio inmoderado de no olvidarla, pasados ya los momentos de fugaz intervención de sus esencias.

Después de la caída de Roma, cuando el helenismo sufriera ya su mortal agonía decisiva, el mundo occidental no volvería a redescubrir la Belleza sino hasta el Renacimiento. ¿Cómo se pudo trascender por entonces esa reminiscencia? Con el sentido intelectual más espiritualizado de grandeza. Es decir, con la representación no de la armonía natural de las bellas formas recordadas, sino con los conceptos universales o con las palabras, o con las construcciones heroicas de un gótico salvador de formas elevadas. Siglos después, cuando el Romanticismo vengara la emoción intelectual medieval frente al clasicismo elogioso de Belleza, la idea o el concepto prosperarían frente a la reminiscencia armoniosa de una belleza desnuda. Desnuda no en el sentido voluptuoso sino en el sentido de transparencia absoluta de las formas frente a consideraciones éticas, morales, religiosas o filosóficas. Entonces el Arte se escindiría -y así sigue- entre la Belleza ofuscada y el concepto engrandecido de belleza. No el concepto sensual de Belleza sino ahora el concepto en general como argumento intelectualizado de cualquier elemento psíquico que, también, produzca sensaciones gratificantes parecidas a la belleza. Pero estas sensaciones tan solo ahora en la idea del contenido de las cosas o de la vida, de la sociedad o del pensamiento. La sensación sensual de Belleza es, al contrario, la representación de la forma armoniosa más amada y perdida, aquella resguardecida entre la memoria interior más fugaz o vaporosa. Esa misma sensación de emociones humanas arraigadas que no necesitarán reflexión ni desarrollo, ni justificación intelectual ni social ni filosófica.

Cuando el pintor prerrafaelita Albert Joseph Moore (1841-1893) quiso homenajear la Belleza recordada, tuvo muy claro que debía inmortalizarla con la escena de una antigüedad helénica que la había glosado ya sin otra consideración más que su efímera y frágil belleza. Pero había que materializarla ahora en la forma natural más idealizada de una belleza humana: la del cuerpo desnudo de una joven mujer griega. Sin embargo, no bastaba eso para glosarla. Para recrear esa belleza la escultura griega ya habría logrado su grandeza. No, había que escenificar además un lugar que hiciera prosperar, aún más, la sensación reminiscente de aquella sensual belleza perviviente en un recuerdo, ahora, apenas algo meramente poderoso. En el año 1887 compone su obra Una noche de verano. En su obra de Arte representa Moore cuatro jóvenes griegas que establecen la expresión exagerada de la armonía voluptuosa más sublime y manifiesta. Cuatro figuras que se complementan ahora con la sensación más placentera de aquel recuerdo ancestral reminiscente de belleza. Pero, además, el paisaje alejado del crepúsculo más atardecido de belleza enlazará ahora la sensación humana voluptuosa con la natural de una imagen de fondo tan estimulante como tan inesperada de ella. ¿Hay que componer así un fondo de paisaje ahora para complementar, necesariamente, aquella sensación tan profunda de Belleza? Sí, porque la armonía de ambas sensaciones hacen ahora mucho más real el recuerdo ancestral tan perviviente de belleza. No es solo frivolidad, ni molicie, ni gratuidad, ni vanidad, ni insolvencia. Es tan solo ahora recordar, con soltura artística y sutileza, la emoción ancestral más perviviente de belleza.

Cien años antes, el pintor alemán Johann Heinrich Wilhelm Tischbein (1751-1829) compuso su inmortal obra Goethe en la campiña romana. Aquí ahora esta obra clásica y romántica propone justo todo lo contrario que la de antes: representará la armonía del concepto grandioso, de una idea intelectualizada de un placer muy distinto. Son dos imágenes artísticas que se enfrentarán en lo opuesto de lo que el Arte supone para la Belleza. Para Tischbein la grandeza más placentera era expresar en su obra de Arte la visión estereotipada de un poeta en una determinada escena de belleza. Como antes, ahora el escenario representará también el acorde perfecto para delimitar la sensación buscada de ferviente necesidad eterna. Ahora es el poeta y su segura y firme convicción de sujeto vinculador de sabiduría, de pasado y de grandeza. Antes era la emoción de la Belleza y su reminiscencia de recuerdo placentero natural, genético o más terrenal. Ambas cosas se tocarán, sin embargo, entre los aledaños sutiles de un Arte tan humano como misterioso. Porque el poeta alemán se retrata ahora entre las ruinas y bajorrelieves helenísticos de un pasado tan homenajeado culturalmente como justificado en su belleza. Ese mismo pasado que el pintor Moore recrease después, sin embargo, entre las fragancias tan poco intelectuales o tan poco culturales de su bella, sensual y tangencial obra.

(Óleo Una noche de verano, 1887, del pintor prerrafaelita Albert Joseph Moore, Galería de Arte Walker, Liverpool, Reino Unido; Cuadro del pintor neoclásico y romántico Johann Heinrich Wilhelm Tischbein, Goethe en la campiña romana, 1787, Museo Städel, Frankfurt, Alemania.)

1 de junio de 2018

La genialidad es irrepetible, como la inspiración, la motivación o el entusiasmo.



En solo tres años de diferencia el pintor italiano Orazio Gentileschi (1563-1639) pintaría dos versiones de un mismo tema durante su estancia en Inglaterra. El tema era Moisés rescatado de las aguas. La primera está fechada en el año 1630 y fue compuesta para la corte del rey inglés Carlos I, la segunda es del año 1633 y  fue una obra de regalo compuesta para el rey de España Felipe IV. Son unas composiciones curiosas porque, aun partiendo de la misma estructura, personajes, posiciones y narración, solo una de ellas, la del año 1633 -en el museo del Prado-, no incorpora un personaje que antes sí estaba, así como difiere también en algunos gestos o ademanes que sí estaban en la primera. Uno de los personajes deja de mirar y señalar al río para fijarse ahora en el pequeño rescatado de las aguas. Diferencias estas que, junto a una mayor rigidez o gravedad de algunos personajes, hacen mucho menor la genialidad de la segunda obra. ¿Es que no se avanzará siempre desde la genialidad hacia la genialidad...? Porque el equilibrio compositivo que consigue el pintor italiano en su primera obra es más estético y original que en la segunda. Los brazos extendidos de los personajes situados a la derecha compensan en la obra de 1630 la aglutinada agrupación de los personajes de la izquierda. En la izquierda del cuadro se sitúan los personajes más importantes: la princesa egipcia, la madre de Moisés -de pie y túnica roja- y Miriam, hermana del pequeño rescatado que ahora, de rodillas, está situada al lado de su madre, ofreciéndose Miriam como niñera del pequeño Moisés a la princesa egipcia.

Orazio Gentileschi nace en el tiempo y en la región italiana de los grandes creadores manieristas del siglo XVI. Pero, pronto el mundo del Arte cambiaría con la fuerza poderosa del revolucionario Caravaggio. A Orazio le entusiasmaba su amigo Caravaggio, y le seguiría en tendencia y en sentido artístico todo lo que pudo. Para sobrevivir a Caravaggio y a la vida, Orazio debía elegir ahora otra cosa, y descubriría así una expresión más lírica y elegante en sus nuevas obras clásicas de Arte.  Pero la genialidad no se mantiene por siempre. Como la inspiración, no abundará la genialidad en todos los casos. Sobre todo cuando como en Gentileschi se primaría sobrevivir a crear. Al pintar para Carlos I de Inglaterra y su corte Orazio creó nuevas obras inspiradas pero, a diferencia del Naturalismo de Caravaggio, llenas ahora de armoniosa, sugerente y original belleza barroca. Gustaban sus obras por la capacidad de combinar matices y tonalidades clásicas con originalidad y estilización barrocas. Su Moisés, terminado en el año 1630, fue una obra realizada para la esposa del rey Carlos I de Inglaterra, una francesa con gustos cosmopolitas y deseos muy atrevidos de belleza... Aquí, el pintor barroco-manierista realizaría una composición muy original llena de gestos atrevidos, desnudos insinuantes y unos matices fríos que sostienen ahora, compensados, todos los elementos más importantes de la obra.

Pero, tres años después, cuando el pintor buscase seducir artísticamente a otro mecenas regio -el rey español-, pintaría la misma obra, Moisés rescatado de las aguas, pero, ahora, con unas diferencias muy calculadas para su majestuoso y más serio destinatario. Realizaría una obra  estéticamente mucho más austera. Viste  ahora más a los personajes -ya no hay desnudos insinuantes-, acentúa los colores cálidos y elevaría la figura noble de la princesa egipcia al eliminar los personajes más altos, evitando señalamientos o brazos extendidos por encima de su figura. Con este desequilibrio compositivo aumentaría la fortaleza de la princesa frente a los personajes secundarios, creando un mejor efecto de grandiosidad majestuosa, algo más adecuado para una corte real como la de Felipe IV, la más majestuosa y exigente de toda Europa. Durante esos años (1630-1633) la corte inglesa estaba fascinada aún por dos pintores flamencos, Rubens y Van Dyck, así que el pintor italiano sospecharía que esta competencia sería difícil de vencer tan solo con sus cuadros. Buscaría viajar entonces a Italia o a España, pero no lo consigue, terminando por fallecer en Londres en el año 1639. Sin embargo, dejaría antes estas obras de Arte para, sin desmerecer ninguna, comprender que la genialidad artística sólo la llegó a rozar el pintor con la primera de las dos obras. 

La primera es más caravaggista y la segunda es más clásica. La primera es más original, más sorprendente; la segunda más elegante, aséptica, correcta o majestuosa. Hasta la corona de la princesa egipcia brillará elegante y regia solo en la segunda, ya que en la primera no la pintaría siquiera. Hasta la sofisticación y la elegancia del vestido regio es mayor en la segunda obra que en la primera. La narración estética también es diferente, ya que en la primera obra hay una más interesante visión estética gracias a una composición más original de todos sus personajes. Están aquí mostrando algunas mujeres el lugar donde han encontrado al pequeño Moisés, y esta eventualidad hace no centrar la mirada solo en la princesa sino en algo que no se ve en la obra por ningún lado. Los colores y sus tonalidades son más fríos -azules frente a ocres- y obtienen un contraste más original que en la obra del año 1633. Pero, sobre todo, es la naturalidad de los personajes en la primera obra.  Porque ahora, sin pudor,  muestran su interés por el hallazgo del bebé sin reparar en sus gestos ni en sus vestidos indecorosos, éstos más acordes con haber estado rescatando a Moisés que paseando lejos de la orilla sin mojarse. ¿Fue ésta una genialidad o una forzada inspiración creativa interesada? 

La genialidad es tan sutil como imposible comprenderla exactamente. Es decir, ¿cómo saber que algo es hecho conforme al genio o no? Pero, no hay duda posible, o no debería haberla. La genialidad no puede estar condicionada nunca. Si lo está no es genialidad, es otra cosa. La genialidad, como la inspiración, debe fluir sin condiciones previas, debe prosperar sin determinaciones que lleven al creador a definir un planeamiento de lo que, finalmente, persiga calculado. Cuando el pintor compuso su obra desde la honestidad de su sentido inspirador, es cuando brillaría la genialidad más artística o más grandiosa. Cuando Orazio Gentileschi decidió volcarse en el lirismo estilístico más clásico, lo hizo porque no pudo componer como lo había hecho antes Caravaggio. Fue Orazio un extraordinario pintor barroco, sus obras consiguen combinar manierismo tardío, tan bello, sutil y original, con el modernismo por entonces tan naturalista de Caravaggio. Sin embargo, tuvo el pintor que sobrevivir y componer sus obras desde una poderosa razón, económica más que artística. Fue uno de los mejores seguidores de Caravaggio, a la vez que fue uno de los más grandes creadores de un barroco por entonces tan fértil y original, pero, a veces, artísticamente muy despiadado.

(Óleo Moisés salvado de las aguas, 1630, Orazio Gentileschi, Colección Particular, actualmente prestado en la National Gallery, Londres; Obra del pintor barroco Orazio Gentileschi, Moisés salvado de las aguas, 1633, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

29 de mayo de 2018

Elogio de la mediocridad o cuando lo importante no es de qué está hecho algo sino qué nos dice.



El Arte nos enseña más que ninguna otra cosa a relativizar la verdad, la belleza, la grandeza o la genialidad de lo creado en el mundo. Pero para aprender esto es preciso antes abrir la conciencia a la capacidad de percibir sin influencia alguna, sin prejuicios y sin otra cosa más que la sensación que podamos apreciar de una impresión en nuestra noción natural de percibir belleza. La tendencia humana a la excelencia dejará por el camino algunos afanes personales por elaborar belleza. ¿Hay que avanzar vertiginoso buscando siempre la excelencia a riesgo de malograr alguna otra sensación distinta de belleza? A mediados del siglo XVII era muy difícil conseguir la gloria en el Arte. La creatividad más armoniosa, la más sublime o la más extraordinaria no podía conseguirse sin afinar antes el camino hacia la gloria. Ya había sido encumbrado el Arte más excelso cuando el pintor Giovanni Francesco Romanelli (1610-1662) comenzara a pintar con las influencias clásicas más engrandecidas de belleza. En el Barroco más exigente los efluvios artísticos más ennoblecidos eran buscados por doquier entre las ambiciones desmesuradas por conseguir Belleza. Así que Romanelli se encontraría entre dejar de crear o participar de cierta mediocridad entre las fauces asesinas de la exigencia. El Arte en el Barroco europeo se alcanzaba por el encargo de grandes personajes políticos. Y éstos no conseguían su grandeza si no la perseguían también en lo artístico. 

Las obras de Arte menudearán en las abyectas categorías de la memoria selectiva. Y la memoria solo se salvará de las categorías cuando la percepción se independice de la feroz membresía tan exigente de la historia. ¿Hay que mirar solo desde la óptica de una grandeza únicamente entendida por la excelencia acogida a esa memoria? La memoria, ¿de quién? Porque el recuerdo de la grandeza no debería ser una categoría universal acogida a criterios universales de belleza. Y para que no lo sea deberá emanciparse de lo universal para adherirse a lo particular, lo individual o lo más personal de la belleza. Ahí es donde se recogerán los frutos de otra memoria..., ésta posiblemente más auténtica y que llegará a alentar su representación ahora sin mediaciones, sin condiciones, sin categorías o sin mal entendida grandeza. Porque no es siempre esta grandeza (entendida clásicamente) la que se producirá también en las capas más profundas de la percepción humana. ¿Qué es la grandeza? Deberá ser la belleza universal que ocasiona en los seres la sensación más personal de identificación placentera o emocionante. Si no es eso no es grandeza. O, tal vez, haya mejor dos tipos de grandeza: la formal y la emotiva. Porque en el transcurso de la historia algunos hechos artísticos -las pequeñas historias no las grandes- y sus emociones íntimas más sobrecogedoras no llegarían siempre a alcanzar la aguerrida sensación de pertenecer a la glorificación más encumbrada de grandeza. 

Para cuando el pintor Romanelli crease su obra Hallazgo de Moisés el mundo no le habría catalogado aún como mediocre. La mediocridad surge luego, cuando la memoria hunde su puñal sin condiciones. Es la memoria no los hechos, ni las obras, ni las cosas lo que determinará o no la gran creación o la grandeza. Es tan importante la memoria. Lo saben tanto los influenciadores o manipuladores del mundo que la valoran o cotizan a costa de palidecer otras, aquellas que no lleguen a ofrecer ninguna rentabilidad a sus intenciones. Por esto la peor de las ideologías es la que cotiza la verdad sin ofrecerla. Porque la verdad artística es imposible ofrecerla solo desde planteamientos interesados y universales de belleza. ¿Qué debe ser más valorable artísticamente en el mundo, la subjetividad o la objetividad en la percepción de las creaciones artísticas? Las cosas bellas no lo son objetivamente nunca. Aun cuando lo sean. Porque la belleza es una sensación personal no universal. No podemos prescindir de la emoción personal para descubrir la belleza. Y no existe una emoción universal como no existe una mirada universal  ni existe una percepción universal. La mediocridad es el punto equidistante entre la excelencia y la banalidad. ¿No es, por otro lado, la mayor autenticidad al demostrar ahora participar de la parte más estable de la vida? Para conseguir ese equilibrio hay que estar situado en el justo medio. Cualquier deriva hacia los lados determinaría una inclinación que se percibiría claramente en la sensación receptora de belleza. Por eso la mediocridad no es necesariamente denostada en el Arte..., si está claramente posicionada en la belleza. 

La mediocridad es una grandeza participada de otras cosas que no lo son, es un todo donde ahora partes del conjunto son elementos que no alcanzarán ninguna grandeza. Pero, ¿qué hay en la vida que consiga esa perfección sin menoscabar parte de su autenticidad? Cuando observamos la belleza de la obra de Romanelli en este cuadro, ¿vemos acaso la inexpresividad inerte o fallida de algunos de los ojos retratados? ¿Vemos la simplicidad de un entorno sin rasgos de belleza? ¿Vemos la manida forma decadente de albergar una composición sin demasiados alardes iconográficos? No, no es así como algunos lo podemos percibir. Porque la perceptividad subjetiva puede enjuiciar ahora un hallazgo con la misma sensación que un descubrimiento inopinado -de pronto y sin arraigos tradicionales- produzca también en nuestro ánimo. Los colores de Romanelli brillan del mismo modo que laten de emoción los personajes retratados ante un hallazgo... La serenidad del ambiente natural de la obra refleja la misma sensación que debe llegar a los necesitados sujetos receptores tan precisados de calma. Este es un motivo, por ejemplo, para la valoración personal de una obra cuya memoria no estuviese, sin embargo, a la altura de su gloria. También como la memoria particular de los seres que ahora la miran sin prejuicios. O como las grandezas olvidadas por la impenitente obligación de relacionar belleza o excelencia con la promoción enardecida de una memoria tan universal como interesada.

(Óleo Hallazgo de Moisés, 1656, del pintor barroco Giovanni Francesco Romanelli, Museo de Arte de Indianápolis, EE.UU.)

30 de abril de 2018

La sutil geometría del Arte es invariable a pesar de la evolución de las tendencias.



¿Qué definió Leonardo da Vinci de la estructura del Arte? Pero, sobre todo, ¿qué relación meta-artística sobrecogería a los grandes creadores para entrever en sus obras la ideación geométrica más sutil o inevitable? El manierista Tiziano compuso a mediados del siglo XVI una versión de la mítica leyenda de Marte y Venus ahora con la apasionada estilística renacentista. Su composición es sublime, absolutamente bella y definitiva para el Arte más clásico. Los amantes clandestinos (Venus estaba unida a Hefesto pero acabaría enamorada de Marte) son aquí entrelazados desde una visión artística sugerentemente original. Es Venus sobre todo quien es retratada en la diagonal más resolutiva del cuadro. Marte solo perfila una mínima parte en el lienzo manierista: el perfil de su cabeza ladeada y su brazo derecho son de él ahora lo único visible. No abraza a Venus sino que apenas la roza, porque la diosa renacentista no puede nunca ser alterada en su excelsa figura tan desnuda y divina. Sutilidad de manierismo delicado o principios estéticos refulgentes de cierta caballerosidad erótica renacentista. Pero el pintor debe manifestar en su obra, sin embargo, la pasión y la entrega más ardientes. En la mirada atenta y fervorosa y en su mano derecha abrazadora, Venus atiende a la consecución de una entrega decidida de ella. En la posición de la mano de su brazo poderoso, Marte determina la pasión más incontenida, aunque ahora ésta muy subliminalmente manifiesta. 

Pero la geometría artística de Tiziano está aquí insinuada ahora en el ángulo recto que forma el brazo derecho de Venus sobre el hombro de Marte. Es tan recto el ángulo, tan perfecto y delineado, como la armonía renacentista obligara siempre en su diseño artístico. Ahí está el ángulo recto para modelar la sensación incontenida de un estilo manierista ante la pasión, también incontenida, de esta leyenda. No puede el pintor más que situar a Cupido levitando con su flecha al otro lado de los amantes. El resto es pasión poética y mitológica, una dialéctica amorosa señalada ahí entre los trazos esbeltos del genial Tiziano. Así, de forma tan decidida, compuso el creador veneciano su ángulo recto sobre el brazo enamorado de ella. Podía haberlo inclinado un poco, podía tal vez haber mostrado un poco de incontinencia pasional. Pero, no. El renacimiento desconsiderado no era una opción para el pintor, como tampoco era una opción no buscar la geometría perfecta. ¿Qué ojos no ponen un maravilloso interés en el perfil delimitado por la ortogonalidad más armoniosa de una figura tan esbelta? El pintor remarca además el contorno del ángulo en Venus para dar más fortaleza a su figura tan recta. Cuatrocientos años después el Arte volvería a magnificar los volúmenes geométricos. El Postimpresionismo lo descubriría entusiasmado antes incluso. El Cubismo lo revolvería muy necesitado después. 

Y Picasso lo llevaría a su mayor genialidad compositiva en su personal tendencia modernista, sea cubista o no. En el año 1925 pinta a su hijo Pablo como un Pierrot, demostrando entonces la intemporalidad más genial del Arte en sus tendencias. Ahora, lejos de aquella amalgama de belleza desmesurada renacentista, Picasso busca la armonía equilibrada más sublime para el nuevo Arte que llegaba. Las líneas rectas determinan también la composición compacta de su obra moderna. Los rectángulos delinean el fondo simple y modelado de ese cuadro. Pero es ahora un triángulo el formado aquí entre las dos piernas del niño retratado. Es ese que configura dos triángulos rectángulos con un ángulo recto... tanto como lo fuera aquel renacentista. ¿Dónde se simboliza el lenguaje artístico entre estas dos tendencias tan diferentes? En la geometría configurada por el deseo de los creadores de buscar resortes en que apoyar el equilibrio para sostener un sentido artístico. Sin él no es posible componer nada que alcance una cierta belleza modelada. Por muy pequeña que sea, por la mínima expresión incluso. La geometría artística acompañará siempre la belleza sublime más desmesurada, aunque apenas se vislumbre -como aquel ángulo recto manierista- absorbida ahora por la sutileza grandiosa de una perfilación tan ensoñadora. 

(Óleo Marte, Venus y Cupido, 1550, del pintor veneciano Tiziano, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria;  Lienzo Paulo en Pierrot, 1925, del pintor español Picasso, Museo Picasso, París, Francia.)

23 de abril de 2018

La frágil memoria del Arte en la injusticia de un legado artístico oculto en la historia.



La abundancia de grandiosidad o de lo más primoroso en un período concreto del Arte -la extraordinaria producción artística del barroco en la corte española durante el tercer cuarto del siglo XVII-, ha llevado en ocasiones a maltratar las obras menos aplaudidas o menos conocidas o menos celebradas o más desubicadas, luego de que su efusión, tal vez, no llegara a colmar las exigencias de un triunfo apenas por entonces persistente. Fue el caso del pintor español Benito Manuel de Agüero (1629-1668). ¿Qué hace que prosperen o no algunas obras o personas legitimadas en su Arte frente al excelso y meritorio, sin embargo, reconocimiento de los aparentemente más grandes? La desidiosa injusticia arbitraria de los hombres. También la irreverencia de la memoria, de una memoria ahora deslavazada e inconclusa consecuencia de los arraigados arquetipos tan convencionales de los hombres. ¿Dónde estará la celebración y la grandeza más auténtica? ¿En los perfiles sobrecogedores de una influencia sociológica? ¿Entre los estigmas inconfesables de una despiadada sombra psicológica? ¿En los trastornados afanes de la gloria encumbrada por raíces meramente decorosas o interesadas? ¿En las vagas elucubraciones subjetivas de personajes elevados sobre la universal y serena cumbre de las verdades más poderosas? Entre los años 1630 y 1670 se produjeron en España, concretamente al amparo de la corte real en Madrid, una grandísima cantidad de obras de Arte primorosas. Fue una excelsa escuela que llevaría con Velázquez, entre otros muchos, a ser una de las más grandiosas de la historia del Arte. En la nómina virtual de esa grandeza artística hubieron muchos pintores, conocidos algunos pero desconocidos muchos. Al final son sus obras, no ellos, los que reconocerán el sentido y la grandeza. Sin embargo, a veces sus obras no las reconocieron ni las cuidaron, ni las nombraron ni las asignaron lo suficiente como para que la memoria, que todo Arte requiere para serlo, venga para poder transmitir o asistir para siempre su belleza.

Pero, algunas creaciones artísticas no dejarán de tener la misma suerte que sus entornos. Para el Palacio Real de Aranjuez se crearon una serie de paisajes en la década de los años cincuenta del siglo XVII. Sería el pintor Agüero el que más composiciones de ese tipo crease para el real sitio de Aranjuez. Sin embargo, la decadencia española de aquellos años tristes para el reino, finales del siglo XVII, llevaría a deslustrar la memoria de algunas de sus obras. El propio Palacio de Aranjuez fue paralizado en su desarrollo artístico y arquitectónico. Solo hasta el año 1747 con el rey Fernando VI el Palacio no volvería a brillar con su belleza, como también el propio reino lo hiciera de nuevo por entonces. Pero antes de eso, alrededor del año 1700, se llevaría a cabo un inventario de las obras depositadas en ese Palacio real. Entonces se describirían todas aquellas obras y autores asignando el nombre de Benito Manuel de Agüero a muchas de sus obras. Pero pasarían los años, sus grandezas, sus rigurosidades estéticas y sus asignaciones recordadas o inciertas. El caso es que aquel inventario desaparecería entre legajos ocultados de miseria. Ahora, en el año 1794, otro nuevo inventario prosperaría al amparo de la desidia, de la negligencia o de la desmemoria. El pintor Agüero desaparecería de los nombres, de los títulos y de sus obras. El siglo XIX no bastaría para ser nefasto en otras cosas, en otras razones o en otras historias, también lo fue para esas creaciones de grandeza y originalidad artísticas, obras que, entonces perdidas y olvidadas, padecerían la oscuridad más infame tras la mera asignación de un frágil legajo de la historia.

Pasarían las glorias y las guerras, pasarían los deterioros y la decadencia, pasarían las reacciones y las revueltas, o las revoluciones y las pérdidas... Y, entonces, desapareció. La figura artística de Agüero se disolvería en la historia como sus bellos paisajes, deteriorados o descoloridos ahora por el paso del tiempo y la desmemoria. Así hasta que, bien entrado el siglo XX, durante el año 1933, dos historiadores rigurosos -Elías Tormo y Sánchez Cantón- recuperasen la verdad de aquel inventario desidioso y parcial. Recuperaron entonces la memoria, la grandeza, la sutileza, la extraordinaria originalidad, la anticipación y la belleza del Arte de los paisajes de Benito Manuel de Agüero. La belleza sugerida, la belleza enardecida, aquella que resultaba de cuidar y alentar más los colores y sus formas que los pinceles ilusorios, malheridos o desahuciados por la historia. No prosperaron antes sus matices estéticos porque no fueron reconocidos en el tiempo. Porque fue un reconocimiento malogrado, es decir, fue el reconocimiento que alguna vez tuvo en sus inicios pero que, luego, se malograría o difuminaría entre las veleidosas y maliciosas decisiones personales tan injustas. Porque entonces -siglo XVII- sí se verían y admirarían sus bellezas alegóricas, luminosas y compositivas, primorosas bendiciones de anticipación estética de una obra tan sutil como esa. Nunca los paisajes habían tenido una fuerza tan poderosa en la narración estética de una escena mitológica. Claudio de Lorena sería el pintor barroco que lo comenzara a engrandecer en Francia, pero en España pocos creadores habían adquirido esa grandeza. Nunca hasta entonces se habían pintado escenas marginando la narración conocida frente a otras cosas solo exclusivamente estéticas. Agüero destacaría en su obra Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago la mera gloria de la civilización con la fuerza ahora más poderosa de una naturaleza estimulante; también de la historia o la leyenda del hombre con la belleza refulgente de un horizonte ahora bellamente manifiesto; y además la magnitud exagerada de unos alardes atmosféricos tan excelentes con la pequeñez de las figuras o de los encuadres de una humanidad ahora apenas vertiginosa o nada reseñable.

Para una sociedad y una época -siglo XVII- de proliferación de obras religiosas esos paisajes narrativos -tan anticipadores- de escenas paganas, míticas, naturales o de fuerza desgarradora, hacían de las creaciones de Agüero un ejemplo de extraordinaria exposición de obras ahora con un especial cariz más humanista y natural, prerrománticos incluso, donde lo principal es subsumido ahora por la emoción de un entorno tan desgarrador como impresionante. En esta obra barroca el pintor seccionaría la historia así como la cultura que la sustentaba frente a la poderosa escena destacable de una naturaleza arrogante y fervorosa. Ahora los seres humanos son pequeñas criaturas que, para nada, pueden merecer el verdadero sentido estético de la historia. El Arte situaba así las cosas en su sentido justo, donde ahora la fatua actitud humana no puede más que ridiculizarse ante la grandeza de un universo tan dadivoso como estéticamente inigualable. Hasta los dioses lo sufrieron... En la obra Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas el pintor Manuel de Agüero cuenta la leyenda mitológica de Latona y sus hijos, los dioses Apolo y Diana, cuando son desatendidos por unos vulgares pastores. La inmensidad del grandioso paisaje natural sobrevuela ahora sobre las dogmáticas sombras de la leyenda mitológica. Ahora la belleza de esta obra encierra un mensaje diferente..., uno recurrido de primorosidad estética novedosa ante cualquier otra magnanimidad iconográfica más tradicional o clásica. Toda esa belleza anticipada y el artista que lo compuso fueron relegados por la ignominia cruel de una negligencia injustificable. Aquella relación inventariada del año 1700 quedaría olvidada, perdida y desolada por la desmemoria artística más imperdonable. Las autorías fueron confundidas, las obras mantenidas ocultas sin relieve, la memoria sin sustento y la belleza ahora velada y ausentada de glosa, cultura, sentido y permanencia.

¿Es que no pasará lo mismo con los nombres, los personajes y las historias? ¿Cómo saber que lo que sustenta una historia es lo que de verdad supuso y fue su gloria? Sólo quedará la memoria. Sólo sus obras..., apenas éstas vislumbradas en ocasiones por el reflejo desvaído de la desatención y la miseria. Pero también el recuerdo ligero, limitado, afanoso y desposeído de cierta grandeza que nos quedará ahora para tratar de comprender, así, la fortaleza de una decisión artística como fue la de -hace cuatrocientos años casi- componer por entonces una imagen como esa. Una imagen más llena de sentimiento humano que de gloria majestuosa. Una creación artística gozosa de belleza natural de un paisaje que motivará el espíritu del hombre a alcanzar las metáforas sublimes de un destino histórico, sin embargo, ahora sin mucho sentido primoroso. Porque es el sentimiento lo que primará ante las grandiosidades narrativas de un mundo artificial desposeído de belleza. Agüero lo intuiría. Como así adivinarían ya sus obras la fuerza del desatino ante las fragilidades de un sino insostenible de grandeza. En los años en que el pintor barroco compusiera sus obras, el grandioso imperio español comenzaría, balbuceante, un descalabro paulatino de su frágil fortaleza. Ese mismo descalabro que obtuvieran también con su nombre y creaciones el desconocido pintor barroco. Para cuando el Palacio de Aranjuez, sin embargo, alcanzara de nuevo su grandeza -segunda mitad del siglo XVIII-, para ese final del siglo más ilustrado, sus recuerdos artísticos proclamados -desde hacía cien años antes- de belleza acabarían ahora desmantelados ante la infame, insensible y desatenta negligencia. Y ya no existirían ni su nombre, ni su fama, ni su grandeza. Cruel realidad de una injusta y vil desmemoria. Pero, como el destacado celaje de su paisaje mitológico, vibraría de nuevo ahora, aunque desvanecido de grandeza, bajo el sol impenitente de una fiel historia descubierta. Porque unos historiadores entonces recuperaron su memoria, descubrieron su nombre, su Arte y su grandeza. Y ya nunca más nadie podrá mencionar ahora que, bajo aquellos reflejos barrocos dorados de grandeza, no existieron ni otros nombres, ni otros deseos, ni otros alardes, ni otras estéticas...

(Óleo Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago, c.a. 1650, del pintor español Benito Manuel de Agüero, Museo del Prado; Óleo Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas, 1660, del pintor Benito Manuel de Agüero, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

15 de abril de 2018

La maravillosa mentira del Arte, la más duradera, la más inspiradora, la más engañosa.



Cuando el Arte alcanzara su fervorosa inspiración más excelente fue a partir del Renacimiento. Entonces los humanos comprendieron la fabulosa invención de un procedimiento tan extraordinario para embellecer la vida y sus cosas. La vida ya había sido encumbrada por el Arte griego hacía dos mil años, pero ahora, en el Renacimiento, podía pintarse la vida otra vez con nuevas y atrevidas formas o expresiones iconológicas. ¿Podrían Leonardo da Vinci o Rafael haber alcanzado su fama artística de belleza sin la revolución estética del siglo XV? Y si se deseaba alcanzar la más alta estimación de belleza, ¿cómo se pudo conseguir esa belleza si no existía así, tan sublimada, en este mundo azaroso? Habría que idealizarla entonces, habría que mentir ahora con la belleza. Pero el Arte desde Grecia, sin embargo, había sido sobre todo imitación de la Naturaleza. Así que, ¿habrían los griegos conseguido la más eximia representación de la belleza gracias a esa afirmación del Arte? No, exactamente. Porque para cuando se empeñaron en crear Belleza ésta no era como sus sentidos les representara las formas de este mundo. Así que, entonces, inventaron ellos la Belleza. Y los renacentistas siglos después idearon una mejor técnica para engrandecerla. Y cuando los siglos pasaron y la vida demostrara que la idea elaborada no era lo mismo que las cosas, los seres humanos, ahora perdidos, entraron así en una sensación ofuscada del verdadero sentido de la Belleza. Encontraron entonces a partir del Romanticismo una emoción deformada de Belleza, una que les llevaría a dividirla. Así que desde finales del siglo XVIII rompieron la Belleza y ésta se escindiría en dos maneras de poder entenderla. Una la más armónica y proporcionada, otra la más misteriosa, desgarrada y emotiva de Belleza.

Pero existió antes de eso un periodo -el Barroco- que sí conseguiría aunar, aunque sin alcanzar los grandes extremos de Belleza anterior, las dos cosas juntas ahora, esas dos vertientes estéticas de Belleza. Fue un momento de sorpresa, de cierto desdén también, pero sobre todo de búsqueda, de pasión, de mentira, de crudeza, de sublimidad engañosa. Duró más de un siglo porque la vida entonces estuvo muy matizada de fiereza, ya que las guerras en el siglo XVII duraron más que la Belleza... Y el ser humano al no alcanzar a ver el final de la miseria, trataría de mantener viva su idea de Belleza. Así el Barroco duraría más que ninguna otra tendencia artística en la historia. Sus creadores querían alcanzar aquella alta estimación de Belleza de Rafael o de Leonardo, y, a la vez, querían encontrar las nuevas y diversas formas de plasmarla en una obra. Algunos lo hicieron con fruición manifiesta de belleza clásica y otros con la determinación de imitarla de otra forma. Pero todos con la pasión decidida por engrandecerla sin desmerecerla. La Belleza debía entonces ser retratada con la primorosa inspiración de expresar una idea y una forma. Ésta, la forma, no podría diferir grandemente de la Naturaleza; y aquélla, la idea, no podría distinguirse de una representación sublime de Belleza. Entonces inventaron la sombra, la luz, la fábula, el sueño y la memoria... Quisieron así representar la vida y la belleza de otra forma. No como era exactamente la vida o la idea de belleza, pero tampoco sin diferenciarse mucho de la Naturaleza. Así las maneras de las escuelas divergieron según aquella regla: o la idea o la forma. Para cuando se enfrentaron las dos algunos reflejaron la Belleza según la combinación de ambas sutiles tendencias.

Ferdinand Bol (1616-1680) fue un pintor holandés extraordinario. Tuvo un referente primoroso en Rembrandt, pero también derivaría su estilo hacia un academicismo francés muy elogioso. Brillaría entre los suyos como un elegante pintor, tan correcto como idealizante. Así compuso obras de Arte donde la imitación de la Naturaleza consiguiera llegar a alcanzar la afinación más encumbrada de Belleza. Para eso, para combinar naturaleza con belleza, haría falta rozar a veces la falsedad más elogiosa de Belleza. No se puede imitar la Naturaleza y crear a la vez obras primorosas de Belleza. Esto sólo lo hacen los genios como Rembrandt, donde la Belleza se transforma entonces más en idea que en forma. La forma es lo que vemos cuando lo aprecian nuestros sentidos primeros de Belleza. La idea es otra cosa, es una intelectualización sutil de la forma. Es Belleza sobre todo, una sublime representación combinada de belleza, lo que hizo Rembrandt casi siempre en sus obras. Pero, sin embargo, Ferdinand Bol crearía otra cosa diferente. No pudo sustraerse a su necesidad de alcanzar la belleza de las formas, de imitar éstas como los ojos buscarán siempre la belleza. Pero para eso, para retratar así a veces la Naturaleza, habrá que mentir ligeramente en las formas. Porque la Naturaleza no siempre es pródiga de formas sutiles de armoniosa belleza, no estará predeterminada siempre para conseguir la eximia forma más primorosa. Así que, cuando la rica familia holandesa Trip le solicitara un retrato mitológico de sus hijas, el pintor Bol compondría un retrato de Belleza sin que las formas le impidieran mostrarla así, sin sutilezas. 

Pintaría la Belleza sin reparos, sin pudor, sin control, sin detalles, o sin verosimilitud ni fidelidad a la forma. El cuadro Margarita Trip como Minerva enseñando a su hermana Anna María retrata las dos hijas de la familia Trip, Margarita como la diosa Minerva, con su casco emplumado y armadura representando la sabiduría de la diosa. Y a su hermana Anna la compone, sin embargo, como la joven hermosa que aprende, desdeñosa, sin otra determinación que ofrecer aquí toda su belleza primorosa. Años después otro pintor holandés, Jan Weenix, retrataría a Anna Trip en una obra donde ahora el Barroco encumbraría mejor la idea de perseguir la imitación exacta de la Naturaleza. Weenix fue admirado incluso hasta por Goethe gracias a su Arte de imitar correctamente la Naturaleza; el poeta alemán le homenajearía con un verso romántico glosando la precisa forma de sus texturas para componer la vida como esta es. Así que con Weenix no valdría ya más que la realidad de la forma para alcanzar la mediación de la belleza...  La mediación, no la Belleza, no su idea, sino su flagrante forma de belleza estética tan realista. Ferdinand Bol, a cambio, mentiría sin atisbo alguno para traspasar el medio menos indolente de Belleza.  Ese medio que no percibe otra cosa que la Belleza más rabiosa debida a los mismos ojos de un espíritu tan deseoso de ella. Retrataría la Belleza con Anna María, aunque no exactamente a Anna María. Para hacer eso, para hacerlo de una forma tan intransigente con la idea de Belleza, volvería su rostro hacia nosotros haciendo que nos mirase ella directamente a los ojos, los mismos ojos que la vieran ahora admirados de Belleza. Con ello nos expresaba la confirmación de que la Belleza no se esconde, ni se abruma, ni se pierde ni se arredra. Tan solo se mantiene ahora así, entre las finas armas de su grandeza, entre las figuras o entre las formas más clásicas y armoniosas, o entre las mitologías legendarias más misteriosas, o entre las sublimes manifestaciones más engrandecidas de Belleza. Esa misma belleza que la Naturaleza azarosa pudiera llegar a veces a componer en el mundo... sin llegar a preguntarse si es o no es eso Belleza.

(Óleo Margarita Trip como Minerva enseñando a su hermana Anna María, 1663, del pintor barroco holandés Ferdinand Bol, Rijksmuseum, Amsterdam; Retrato de Anna María Trip, c.a. 1679, del pintor holandés Jan Weenix, Museo de Amsterdam.)

10 de abril de 2018

El grito desesperado de un poder incomprensible devastado por la comprensión más violenta de los hombres.



Es una satisfacción justificar la labor que hago en este caso más que nunca. Es muy simple: localizar Arte a través de los museos virtuales que exponen sus obras entre la maraña difusa y disgregadora de la imagen digitalizada, seleccionar la obra de Arte que pueda ofrecer emoción, conocimiento y belleza para descubrir, finalmente, la obra escondida entre las múltiples salas virtuales reseñadas y archivadas del mundo. En este caso ha sido todo un descubrimiento, azaroso, virtual, maravilloso. En España disponemos de extraordinarios lienzos de Goya, los hemos visto tanto que hasta su técnica y color, su fuerza y talento nos han llenado el sentido de lo que debe ser una obra de Arte. En Goya su grandeza como creador es absolutamente extraordinaria. Fue el primero de los pintores en descubrir el impacto de la imagen en la mente humana. De la imagen compuesta para eso, una idea traducida ahora en colores, formas, trazos, siluetas y sentimientos. Más aún en una época en la que la grandiosidad artística era otra cosa: era lujo clasicista y belleza sublime llevada a la más armoniosa proporción del detalle. Sin embargo Goya quería exponer otras cosas con sus obras. Para él los trazos pictóricos eran un medio banal para representar algo más importante: la semblanza de un perfil desgarrado de sombras, de contrastes, de oposiciones, de equilibrio inestable o del fragor más indecible en una obra.

Aproximadamente sobre el año 1809, en plena guerra de la Independencia española, compuso Francisco de Goya esta escena sobre aquel conficto bélico. Las escenas bélicas en el Arte fijaban sobre todo el campo de batalla, las efusivas cargas de caballería o los ingentes batallones coloreados de uniformes, pero Goya no crea nada de eso en esta obra bélica. De hecho, en España, para ver escenas de batallas así, habría que alejarse un siglo o dos desde entonces, cuando el siglo de oro pintase sus obras flamantes de victorias gloriosas por el mundo. Ahora, sin embargo, a comienzos del siglo XIX, cuando Goya adivinase la sutilidad del Arte para plasmar ideas a través de nuevas técnicas iconográficas, el pintor español fijaría en sus óleos la representación de un sentimiento sin más decoración que un espacio desalentador y desnudo ahora de fragancias estimulantes. Tendría un motivo muy humano detrás para hacerlo. La crueldad del conflicto bélico franco-español fue alarmante entonces. Nunca el pueblo español había sufrido tanta maldad humana sobre su tierra. Pero Goya va más allá del conflicto en cuestión para utilizar su nueva técnica y mostrarla claramente. Ese modernismo pictórico le ayudaría al pintor a reflejar lo que su idea le apasionaba fijar en un lienzo. No hay referencias ideológicas ahora, ni banderas, ni uniformes -apenas se vislumbran los de los soldados napoleónicos- para mostrar el mensaje universal que su sentido humanista le pidiera al pintor.

Pero esta obra de Arte es, además, una composición extraordinaria. Sobre un perfil del horizonte que divide sinuosamente el lienzo en dos, el mundo se escinde aquí entre un cielo oscuramente poderoso y una tierra oscuramente deshecha. ¿Escindido? Pero si parece lo mismo. Hay oscuridad en ambas escenas opuestas. No hay esperanza. Nada ofrece ahí una solución a esa continuidad tenebrosa. Los soldados disparan sus fusiles en una dirección y los guerrilleros en la opuesta. Enfrentados están sin ninguna separación, sin ninguna tregua. No es un campo de batalla, la población desarmada sufrirá entonces también la cruel guerra terrible. Como en la modernidad, el desorden humano ocupa ahora el lugar inexistente de aquella clásica representación armónica del Arte. Componer la desolación entre la desolación escénica hace a la obra mucho más impactante. Pero, no bastó. Sólo reflejaba el deseo inspirador de un genio tan humano como era Goya. ¿Quién compraría entonces esta obra? Ni siquiera los que sobrevivieron a esa afrenta espantosa. Tuvieron que pasar los años y ver entonces la grandeza iconográfica detrás de una obra universal. ¿Sólo iconográfica? En absoluto. Para Goya el Arte era una forma de transmitir un mensaje humano a los oídos inhumanos del mundo. En el lienzo vemos un enfrentamiento humano terrible aglutinado en una parte localizada -la parte inferior- del mismo, siguiendo, como un reflejo, el perfil del horizonte tan desnudo del lienzo. Los seres luchan ahora decididos sin terror, abatidos por la conformidad de un sentido comprensivo que les ha llevado a eso. Otros padecen sin luchar enfrentados a un mal comprensivo también para ellos, y lo hacen así porque entienden que la vida es parte inevitable de eso mismo.

¿Qué podría decir el pintor ante la imposibilidad de cambiar tanto entendimiento? ¿Cómo hacer ver lo imposible ahora? Y lo comprendió Goya. Pintaría, en el filo sutil de ese horizonte dividido, el perfil aterrador de un ser humano que ahora levanta aquí sus brazos. Pero, sin embargo, no los levanta como los otros seres abatidos que comprenden lo que hacen. No, los levanta desde la incomprensión más absoluta, lo hace con el deseo más atronador de un silencio tan poderoso, profundo como fantasmagórico. Ese personaje solitario, fuera del sentido narrativo de la obra, eleva ahora sus brazos ahí para gritar al mundo, sin ruido, sin coherencia, sin destino casi: ¡basta!, ¡basta ya de tanto horror y tanto odio! Nadie le ve, sin embargo, nadie le oye, nadie. Tan sólo nosotros, los que vemos el cuadro. Para eso lo pintó ahí Goya, para que las generaciones siguientes lo comprendieran al verlo. ¿Lo comprendieron? No, para nada. El mundo no tiene oídos sensibles lo suficientemente abiertos para eso. Solo la sensibilidad de una imagen, sabría Goya, podría si acaso satisfacer esa demanda tan necesaria. Aun así el cuadro seguirá descansando entre las paredes decoradas del Museo de Bellas Artes de Budapest. Lo verán en su clasificación de Arte romántico español de principios del siglo XIX. Verán su magnífica composición tan modernista para entonces, verán al precursor artístico que fuera Goya. ¿Verán el grito desesperado...? 

(Óleo sobre lienzo, Una escena de la guerra de la Independencia, 1809, del pintor Francisco de Goya, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

23 de marzo de 2018

La perspectiva como una emoción continuadora, evolucionadora, de historia, cultura y sentido artístico.



Clamado de introspección y atávico sentimiento ancestral para mirar desde la cueva acogedora y poderosa el ser humano, curioso y sensible, promovería su deseo de comprobar y aprehender el mundo fascinante que se le presentara a sus ojos. Y desearía entonces fijarlo en su memoria. El Arte es posible que fuese la incipiente transformación de una realidad evanescente en una conformación indeleble. Pero cuando lo fascinante se desea elogiar artísticamente en todas sus maravillosas formas y contrastes, el ser agente procurador de esa belleza buscará conformar la imagen grandiosa desde el mejor encuadre para verlo. Sin embargo, ¿qué sentido tiene hacerlo sin manifestar toda la estética traducible y comprensible de una belleza grandiosa? El escorzo en el Arte es una forma de distorsionar la imagen comprensible o natural de un objeto armonioso. El escorzo es un extraordinario modo de elaborar una representación artística concreta. Pero, sin embargo, las formas identificables de la naturaleza del objeto representado no serán asimilables en el sentido habitual comprendido por una mente esquemática. Los pintores han conseguido embelesar nuestros ojos ante la expresión diferente, pero artística, de una representación voluntariamente distorsionada. Habitualmente del cuerpo humano ha sido el escorzo una técnica utilizada por el Arte, pero, ¿y de los objetos artificiales creados por el hombre?

No es razón hacerlo de una belleza que solo puede ser objetivada desde sus perspectivas más armoniosas. ¿Perspectivas más armoniosas?, ¿cuáles son esas? Aquellas que descubren en una creación artificial la más completa y mejor sinfonía de sus formas más significativas. El escorzo en general es un trasunto, es una excusa, es una recreación accesoria de algo más sublime. Tiene un contexto, pues no presentará únicamente la imagen principal de lo objetivado, sino más cosas. Por eso existe el escorzo, para articular así una narración. Entonces las diferentes partes conforman un todo ante la rara imagen escorzada, sea protagonista o no de la obra.   Pero, cuando lo que se desea es representar la armoniosidad de un conjunto estético, de un objeto bello producido por el hombre -lo que tiene menos sutilidad y más proporción-, es preciso albergar su imagen entre las mejores angulosidades de una bella visión estereoscópica. Salvo cuando lo que se desee vislumbrar sea otra cosa. Entonces la genialidad sustituirá a la grandeza...  El pintor desconocido Giuseppe Bernardino Bison (1762-1844) marcharía muy joven con su familia a Venecia, en donde aprendería las formas estéticas de su Academia reconocida. Pero entonces, finales del siglo XVIII, la pintura no era ya en Italia una forma lucrativa de vivir, así que se dedicaría a la escenografía y a la decoración de castillos para nobles de Padua. A comienzos del siglo siguiente empezaría a pintar para los advenedizos más prósperos de una nobleza empobrecida. Compuso entonces paisajes con una panorámica propia del vedutismo, la tendencia artística de sus maestros venecianos -Canaletto, Guardi- que destacaba así una visión escenográfica o prodigiosa de un mero paisaje urbano.

En su vejez acabaría Bison en Milán, donde seguiría componiendo obras y decorados para la aristocracia vetusta, aunque no tendría ya mucho éxito ante los gustos transformables de la estética por entonces, muriendo pobre y desconocido en el año 1844. Pero, unos trece o catorce años antes, en la setentena, se inspiraría el pintor en la plaza del Duomo milanesa para componer su obra Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado. Aquí necesitamos conocer el título de la obra para identificar el escenario retratado. La imponente catedral milanesa, el Duomo, es una maravillosa construcción gótica producida por el hombre en las postrimerías del medievo y desarrollada durante casi seiscientos años. Su decoración gótica es maravillosa, con multitud de pináculos y cresterías elaboradas, elementos estéticos que precisan de una magnífica proporcionalidad para ser elogiosos. Y es la armoniosidad de sus proporciones y detalles la que producirá la belleza más sublime a su gran estructura arquitectónica. Su fachada pentagonal, enarbolada de suaves torres chapiteladas que enmarcan cresterías elaboradas, muestran la mejor y más fascinante decoración producida por el gótico. Es precisamente la fachada la sublimación más artística de cualquier construcción catedralicia, sea gótica o no. Sin embargo, el pintor italiano no la destacaría en su obra sino que la escorzaría. Así perdería su rasgo identificativo más destacado. Sólo en una narración visual, es decir, en una descripción estética de más cosas, es como únicamente tendría sentido componerlo de ese modo original. 

Pero, sin embargo, aquí no hay narración, no existe un motivo principal, histórico, social o representativo, para ser objetivado en la obra frente a cualquier otra cosa añadida, por grandiosa que sea. Es ahora solo el paisaje urbano de una parte muy delimitada de la grandiosa plaza milanesa, sesgada además por la perspectiva limitada de una galería porticada. Pero, sin embargo, la perspectiva de la obra encierra ahora una emoción cultural e histórica muy determinada. Hay varios contrastes en la visión acotada de esta representación. Por un lado el sublime solapamiento de dos estilos arquitectónicos: el gótico y el neoclásico. Las columnas de los arcos del soportal presentan un capitel corintio propio del estilo más clásico. El propio arco del soportal neoclásico, de medio punto, está destacado en la obra por el encuadre de tres de ellos -tres, el sentido numérico más primoroso de una proporción estética-, y se enfrenta ahora al arco ojival alargado de un conjunto de cuatro arcos góticos -menos proporcionalidad estética- de la insigne pared lateral de la catedral milanesa. Tradición y desarrollo, cultura y evolución, sintonía y vértigo... El paso aquí de una encrucijada en el Arte, así como en la vida, muy destacada por entonces (comienzos del segundo tercio del siglo XIX): el advenimiento de un Neoclasicismo arrollador. Más para un pintor o creador -decorador, escenógrafo- que viviera los últimos momentos de un estilo artístico en la historia. No hay que olvidar que la escena neoclásica es más estimulante que la gótica, la escena, aunque no los detalles. 

La obra de Arte -¿romántica, clásica, vedutista?- de Bison es una alegoría del sentido más histórico y cultural -civilizador- de Europa. Todo lo que vemos en la obra de Arte son creaciones del ser humano, son artificios o construcciones de la civilización del hombre y su desarrollo a lo largo de la historia. Por no haber nada natural, no existe paisaje que altere la visión de una cultura humana, salvo el cielo azul de la obra. El creador debía destacar la emoción de esa visión cultural, no solo la pintoresca de una edificación grandiosa. Por eso se situó dentro de la galería porticada para componer su obra original. Era un homenaje a la evolución de la belleza artística, era un homenaje a la cultura que la sostuviera y a los seres que la procuran, admiran o transmiten. Era un homenaje al Arte,  al Arte que sabría destacar la visión emotiva frente a la práctica, la estética de un encuadre subjetivo frente al objetivo grandioso de lo más principal. Porque en esta obra de este pintor dieciochesco, educado en la tradición rococó de paisajes utilitarios, vendría a solazarse ahora un ingenio de emoción teñido de un cierto romanticismo vetudista. Había que plasmar una visión urbana y había que destacar un paisaje de civilización grandioso, pero, al mismo tiempo, había también que emocionarse situando la perspectiva dentro de una oquedad que destacara lo cercano ante el aparatoso fondo cultural e impresionante. Pero, sin embargo, fijándolo todo ahora como si el motivo lo fuera sin brillo, sin fulgor, sin entusiasmo... 

(Óleo Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado, alrededor de 1830, del pintor italiano Giuseppe Bernardino Bison, Colección Particular; Fotografía actual del Duomo, la catedral de Milán, con la galería porticada a la izquierda de la imagen, Plaza del Duomo, Milán, Italia.)