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24 de julio de 2012

El artificio artístico más natural y desapegado, indiferente, romántico y genial.



El Romanticismo se prodigaría más que otras tendencias en destacar duplicando sus obras con el contraste emotivo de una misma o parecida representación. Y esto fue así porque para los románticos cualquier escenario que cumpliera con la esencia del requisito emocional podía ser transformado, reutilizado o cambiado levemente. Daba igual lo que se hiciera, pero, eso sí, siempre que su sentido emotivo principal nunca se obviara o sustituyera. El núcleo de su motivación estética, su impronta ideal, su mensaje espiritual o trascendente, era sólo uno, algo que el autor romántico sabría definitivo, inmortal o permanente. El resto poco importaba. Es por eso que algunos pintores de esta tendencia duplicaron sin pudor su deseada e inspirada obra original. Uno de los creadores más curiosos del Romanticismo inglés del siglo XVIII lo fue Joseph Wright de Derby (1734-1797). Su adscripción romántica estaba participada además de un bello Neoclasicismo y un suave y sutil Realismo, éste último como una forma artística de sutil crítica social. Pero distanciándose siempre su estilo del resultado final de esa crítica, sólo mostrándola ligeramente, sin comprometerse y sin emociones parciales, ya que aún no era el momento histórico de criticar abierta, desgarrada y claramente.

Esos románticos dieciochescos recurrían a lo elaborado de la luz y del color pero también al sesgo o al gesto heroico, ideal, pomposo o emotivo para llegar a los espíritus sensibles más que a otra cosa. Sin embargo, Wright de Derby conseguiría una vez adelantarse a su época y mostrar con belleza plástica cosas reales, muy duras, hirientes o humanamente sobrecogedoras como lo hiciera en su obra Experimento con un pájaro en una bomba de aire. En el siglo de la ciencia experimental y del todo vale para descubrir la verdad el pintor británico nos presenta una imagen estremecedora: un investigador de la incipiente ciencia reúne a varias personas, entre ellas niños, para enseñarles el vacío, por entonces algo muy innovador y sugerente. Pero no se le ocurre otra cosa mejor que expresarlo crudamente. Dentro de una bomba al vacío de cristal introduce un pájaro como segura prueba física de su efecto mortal. La obsesiva búsqueda científica en aquellos años no se refrenaría ante nada y el pintor retrataría incluso el gesto abrumado de una niña rodeada de un entorno oscuro y misterioso. No desvelará el autor el fin del experimento, si el animal muere o no sin aire. Lo dejará sin mostrar, sin saber si perece o no finalmente el pájaro enclaustrado, sin sufrir ahora del todo la insidiosa realidad inevitable que sí mostrarían otras tendencias estéticas posteriores.

Pero lo que sí experimentaría una vez el pintor romántico sería repetir el mismo tema en su romántica forma de crear. En sus viajes por Nápoles descubre Wright de Derby la fuerza salvaje, frenética y violenta de los lugares naturales, pero bellos, del profundo sur mediterráneo. Y de esta forma pintaría el volcán Vesubio -que lo ve erupcionar una vez- o las agrestes grutas rocosas de unos hermosos acantilados misteriosos. Y pinta entonces la dura y hermosa luz brillante de una naturaleza muy diferente a las verdes campiñas de Derby. En el año 1774 compone su obra Caverna cerca de Nápoles. Una hermosa cueva al lado del mar que enmarca ahora un hermoso paisaje mediterráneo, sugerente, sereno y prometedor. Cuatro años después vuelve a pintar la misma cueva y desde el mismo lugar. Posee la misma fuerza nuclear -su misma esencia romántica-, pero ahora es completamente distinta. Porque ahora la representa llena de unos bandidos que la habitan ocultos, de unos seres inmisericordes con la vida y con la propiedad de los otros. Refugiados ahora en ese maravilloso lugar donde esconderán las remesas viles de sus actos. Pero es otra cosa lo que prima ahora en la obra romántica: la luz poderosa de la tarde. Porque debe ser un atardecer lo que ilumina, amarillento, toda esa hermosa gruta tenebrosa. Pero a la vez es un refugio de piratas, de violentos seres marginados que se ocultan de todos en ese lugar extraordinario. Lejos queda el paisaje encantador y las tranquilas aguas mediterráneas, lejos quedan los perfiles de una torre romántica o de una montaña señalada, lejos quedan incluso las alegres nubes inocentes o el resplandor sugerente de una sombra enigmática. Ahora, a cambio, todo aparece tenebroso, recogido y monocolor, pero, sin embargo, más pasional y poderoso que su debilitado entorno.

Cuando los británicos quisieron implantar su imperio en norteamérica lucharon denodadamente contra todos: contra los franceses, contra los indios y hasta contra los suyos propios, los patriotas norteamericanos. Durante casi medio siglo lucharon en lo que se llamó Guerras de América. Ganaron casi todas las batallas pero acabaron perdiendo la guerra. Sus hombres también murieron allí, entregando sus vidas y las de sus familias. Y así es como una vez Wright de Derby crearía su genial obra La muerte del soldado. Pero pintaría el creador romántico dos versiones diferentes de la misma escena dramática. ¿Por qué lo hizo? ¿Había algún motivo para hacer eso? Porque la idea esencial de la obra, basada en un verso de un poeta inglés, trataba de la desolación de los hijos ante la pérdida de un padre herido mortalmente en la guerra. El encuadre emotivo de la pintura romántica muestra postrada a una viuda y madre frente al cadáver tendido del esposo y padre. El pequeño nacido acaba de dejar el pecho de su madre y nos mira ahora a nosotros. Él es el único ser ahí que, sin saberlo, nos transmitirá así el desconsuelo más triste de la imagen.

Pero, detrás de ellos dos, está todavía la guerra indecente representada por unos cañones y algunos guerreros al fondo de la obra. Este lienzo bélico debe ser de los dos la obra original. El cuadro se encuentra en Inglaterra. Pero luego está la otra obra semejante, otro cuadro casi igual y exacto en su poético mensaje romántico, aunque no con el mismo fondo de la guerra. Fue cambiado ese fondo bélico. ¿Por qué? No lo sé. Sólo sé que este último cuadro está en América en un museo norteamericano. Para este destino americano, supongo, sería eliminado su contexto bélico original, su entorno histórico real y su cruel verdad más auténtica. Probablemente, al principio se expuso con el fondo original en ese museo norteamericano. Pero luego se llegaría a cambiar ese fondo. Porque para entonces, después de la guerra pero aún muy cerca los años sangrientos, la fuerza romántica de lo que aquel poema denunciaba, la fuerza emotiva de una familia desgarrada, eran por entonces lo importante y no la guerra. El resto, los símbolos de un conflicto repudiado, doloroso, sangriento y desolado, muy deseado ya de olvidar por entonces, no debían ahora desvirtuar, sin embargo, todo aquel hermoso, poderoso y romántico mensaje.

(Óleo Una gruta con bandidos en Nápoles, 1778, Joseph Wright de Derby; Cuadro Caverna cerca de Nápoles, 1774, Joseph Wright de Derby; Óleo Muerte del soldado, 1789, Joseph Wright de Derby, Inglaterra; Cuadro La muerte de un soldado, 1789, Joseph Wright de Derby, EEUU; Experimento con un pájaro en una bomba de aire, 1768, Joseph Wright de Derby, Tate Gallery, Londres.)

16 de julio de 2012

Los contornos más reconocibles se darán a veces en la penumbra no en la claridad.



Diría una vez el filósofo alemán Hegel: La filosofía siempre llega tarde; es como pensar sobre el mundo, surge en el tiempo después de que la realidad haya cumplido su proceso de formación y se encuentre realizada. Cuando la filosofía pinta al claroscuro un aspecto de la vida, ya envejecido y en penumbra, éste no puede ser rejuvenecido, solo reconocido. ¿Qué es o significa ver algo bien, alcanzar a distinguirlo, comprenderlo, aprehenderlo o percibirlo plenamente? Porque en las representaciones artísticas había -y hay- que presentar a los ojos del espectador cosas que signifiquen algo, aunque, a la vez, también otras que nos inspiren o emocionen... bellamente. Fueron los pintores flamencos del siglo XVI los que comenzaron a utilizar el famoso claroscuro, ese recurso artístico con el que transmitirían algo más que con solo los trazos contrastados desde el negro en una obra. Pero, en el Arte pictórico, ¿cómo se puede comunicar tanto sin palabras? Es decir, cómo transmitir cosas sin utilizar el lenguaje que nos permite entendernos en un idioma y, además, hacerlo con la penumbra rebuscada de lo parcialmente informe. Pues, con las formas contrastadas que distinguen ahora unas cosas de otras, abandonando así normas y leyes para disponerse a ocultar, sin embargo, partes necesarias de un significado más completo. Porque los creadores del claroscuro supieron entender que el espíritu humano no requiere siempre de todos los datos para descubrir una verdad.

Luego, al pasar las tendencias artísticas y sus escuelas, los creadores modernistas fueron usando también esa misma técnica pictórica, aquel claroscuro de sus maestros renacentistas o barrocos. Porque no era por entonces -finales del siglo XIX- el claroscuro algo decadente ni retrógrado, ni dramático o pueril. Se representaba con ello lo que no se dice del todo en una obra artística, esos silencios estéticos que gritarán más de lo que parece sin tener ahora mucho contraste para hacerlo. Algo que los retóricos, incluso, supieron entender en el discurso hablado como un recurso muy valioso para poder transmitir cosas sin decir del todo alguna verdad. Así que en los últimos siglos habrían destacado creaciones pictóricas que, llevando el caravaggismo o el tenebrismo a un progreso técnico avanzado, habrían resultado ser geniales por su inspiración intemporal y sugestiva, mucho más cercana e intimista, pero, también, existencial, necesaria o bellamente preciosista. Cuando los impresionistas descubrieron en la luz y sus intensidades diurnas las mejores posibilidades para llegar a lo que deseaban impresionar en un cuadro: el momento pasajero y más efímero; otros creadores, los subsiguientes a su tendencia, descubrieron lo nocturno. Ahora los postimpresionistas, con sus diferentes resultados estéticos de la noche y sus efectos lumínicos diferentes, alcanzarían un mayor impacto emocional mucho más profundo y humano de lo que antes se habría hecho con una oscuridad tenebrosa, lo que acabaría conectando además así el espíritu del espectador con el sentido más íntimo de la obra.

Es por lo que Van Gogh atraparía la noche con las garras del deseo más espectacular en algunas de sus creaciones más hermosas. Y lo hizo con un escenario nocturno que, a diferencia del diurno impresionista, dos resplandores ahora necesariamente se solaparán aquí: el luminoso nocturno natural y el brillante artificial de lo humano. El genial pintor holandés se caracterizaría por esto en su rechazo al impresionismo. Él -como postimpresionista- deseaba resaltar siempre otras cosas además de las impresiones naturales o instantáneas del mundo. En sus obras quería añadir a lo sobrevenido del momento el sesgo humano que en una impresión pudiera acontecer de un modo más profundo, más emotivo o más sensible. Su obra Noche estrellada sobre el Ródano es, quizás, donde todo esto se observe más para poder entenderlo. Aquí está ahora el paisaje estrellado, natural, cósmico y resplandeciente: un cielo acogedor apenas oscurecido aquí por el clareado de sus brillantes estrellas tintineantes. Estas relucirán exageradas con el añadido sentimental de un misterioso cósmico sentido infinito. Pero, también hay ahora otras luces ahí diseminadas: las humanas, las de la población humana del fondo que, como una pantalla iconográfica reflectante además, parecerá ahora absorber parte del resplandor que un cielo estrellado antes emitiese.

Y también el río sosegado y oscuro que, junto al cielo estrellado de antes, ocupará ahora todo el universo artístico de la obra. Aquí aparecerá además el río deformado y tendido como un lienzo agradecido que a todos seduce. En él se reflejarán también las luces, pero, ¿qué luces, aquéllas -las cósmicas- o éstas -las humanas-? Porque nada nos impedirá sentir ahora que sus alargadas trazas luminosas nos confundan su verdadero origen. O, tal vez, se fundirán ambas -las naturales y las humanas- con las mecidas aguas medio ennegrecidas de la nocturna ribera sosegada del Ródano. Y para sentir aún más lo especial de su tendencia postimpresionista, Van Gogh nos sitúa cerca de nosotros -de los que vemos el cuadro- a unos personajes maravillados con esa misma escena que veremos absortos. Con este recurso el pintor dará la importancia al componente humano representado en su obra, un elemento estético oscurecido ahora entre sus sombras por una pareja caminante que, desoladamente, buscará el sentido más oculto de lo inevitable del mundo. Porque es este ahora aquí el sentido más radical de lo representable: los mismos seres humanos que perciben, comprenden y asumen todo ese misterioso y visual sentido esplendoroso. Es destacable en la obra modernista la razón oculta que, ahora, probablemente, deseará transmitir el pintor con ese oscurecido mensaje: que lo que no vemos ahora es precisamente lo que más estará ahí para nosotros. Y que todo esto se unirá, imperceptiblemente, con todos aquellos seres que sientan así esa misma presencia, esa misma necesidad, esa misma emoción, esa misma verdad o ese mismo desvelamiento.

(Óleo del pintor Jules Robert Auguste, Mujer Nubia, 1830; Cuadro En el espejo, 2007, del pintor venezolano Ángel Ramiro Sánchez, 1974; Lienzo de Edvard Munch, Hombre y Mujer, 1888; Óleo El monje junto al mar, 1809, del pintor romántico alemán, Caspar David Friedrich; Lienzo tenebrista del pintor barroco José de Ribera, Ticio, 1632, Museo del Prado; Óleo Muerte de César, 1867, del pintor neoclásico Jean-León Gérôme, en donde se observa que lo más iluminado no es lo más importante, que apenas se debe ver, ni distinguir, frente a lo oscurecido, el sentido -ahora solitario- más real del cuadro; Cuadro Noche estrellada sobre el Ródano, 1888, de Vincent Van Gogh, Museo de Orsay, París.)

11 de mayo de 2012

La inutilidad de los presagios o la fuerza salvadora de una decisión necesaria.



Desde antiguo los presentimientos fueron invocados para sortear los posibles efectos adversos de la vida. La irracionalidad de esas sensaciones es pareja a veces a una cierta capacidad intuitiva ante la incertidumbre. El gran pintor español Francisco de Zurbarán crearía en el año 1630 su lienzo La casa de Nazareth, una obra barroca que representa una escena donde ahora -asomados en una refulgente aparición desentonada- solo unos querubines señalan el velado carácter sagrado de la obra. En una habitación penumbrosa dos figuras sin comunicación enmarcan el plano principal del cuadro. Una de ellas es mujer y madre; el otro un adolescente e hijo. Pero nada hace reflejar divinidad alguna en la imagen sorprendente: ni exaltación trascendente, ni milagro, ni pasión, ni ninguna sensación resultado de algún extraño convencimiento místico. Pero el creador plasmaría, sin embargo, una sencilla, doméstica y tranquila pesadumbre. Una producida a causa de una inapreciable herida de espina que, en uno de sus dedos, presenta ahora el joven sin inquietud. Un hecho que viene a producir en su madre, sin embargo, un raro presentimiento misterioso, lacónico, profundo y desconsolador.

Todo está perfectamente pintado en la escena artística: los colores, los pliegues barrocos de las túnicas, las señales simbólicas de algunos objetos metafóricos. ¿Por qué ahora una pesadumbre?, ¿qué cosa puede ser expresada además ahora sin saber antes que vaya a suceder? Porque el mensaje trascendente contrasta ahora con los gestos confusos recreados por el pintor barroco, éstos demasiado naturales o terrenales para algo así. ¿No hay nada más que entender que el fin prometedor de una pasión vaticinada? Antes de llegar a saber el mensaje trascendente, ¿podríamos comprender, al ver la escena lastimosa, que la emoción del augurio sería un vaticinio providencial? Porque lo que representa el pintor es que algo está determinado y el designio debe cumplirse. Y el autor barroco español lo indica simbólicamente en muchas figuras expresadas en el cuadro: en el cajón semiabierto, analogía de lo que habrá de suceder, es algo que está abierto al futuro; en los libros sobre la mesa, porque está escrito..., es el conocimiento y la palabra revelada; en la esperanza futura de las palomas blancas, que aparecen ahora posadas en el suelo; en la salvación final de los hombres, representada en las frutas reconfortantes de la mesa.

Ese es el mensaje trascendente. Pero, entonces, nosotros, en casos no sagrados, ¿qué podemos hacer ahora cuando sintamos cosas que aún no sabemos si serán o no un hecho inevitable? Y, desde la más objetiva racionalidad, ¿cómo abordar ahora, sin nada escrito antes ya para saberlo, unas sensaciones parecidas a las representadas aquí, unos presentimientos así de semejantes? Pues tan solo con la firme decisión personal insobornable o con la fiel, erudita y poderosa determinación personal de que nada está escrito. Esa es la única actitud que puede absolvernos de las rémoras traicioneras de lo contingente. Pero también habrá que entender otros posibles mensajes diferentes, trascendentes o no. ¿Son incompatibles? No porque el espíritu de los seres humanos se adapta siempre a su propia decisión íntima o querencia personal, a su propia voluntad elegida, o a su propia fe. Ese espíritu humano -de los que  vivimos, de nosotros mismos- se adaptará así a su propia condición y a su propia vida contingente, aunque ésta sea desconsiderada, sorpresiva, impetuosa, agreste o imposible. Entonces es cuando más necesitaremos comprender -con la ayuda, por ejemplo, de presenciar un lienzo como este- que siempre podremos elegir, que siempre podremos decidir qué hacer con nuestra vida azarosa y deslizante. Porque es, en un caso, elegir sacrificarse por una idea -consagrada a lo que sea, trascendente o no- o vivir tan sólo la vida que tendremos, la real, la finita, la que se nos va cada día a cada paso. Ambas serán decisiones válidas y respetables, ambas serán en cada caso también inevitables, porque ambas serán la propia y contingente vida necesaria.

(Óleo La casa de Nazareth, 1630, del pintor español del Barroco Francisco de Zurbarán, Museo de Cleveland, EEUU.)

2 de abril de 2012

El universo de la vida encerrado en un cuadro o la síntesis estética del todo.



El luminismo en el Arte fue un procedimiento por el cual se trataba de captar la incidencia de la luz sobre los objetos, obteniendo así una exaltación cromática de éstos. Aunque el término empezaría a ser utilizado en el siglo XIX por los norteamericanos, la realidad es que comenzaría a utilizarse mucho antes, incluso, de que Caravaggio lo llevara a la genialidad en el Barroco. Después de este pintor otros maestros dedicaron ese recurso a sus creaciones artísticas, como lo hicieran el francés George de La Tour o el flamenco Gerard van Horthorst (1590-1656).   El escritor argentino Borges en su cuento El Aleph escribiría lo siguiente: Dijo que para terminar el poema le era indispensable el Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos. La palabra Aleph hace referencia al primer símbolo del alfabeto hebreo, un  signo compuesto por una pequeña diagonal cuya parte izquierda es más elevada y separa dos pequeños trazos en sus extremos. Ambos trazos están dirigidos hacia lo opuesto: uno arriba y otro abajo. Según la cabalística -estudio de sabiduría ancestral judía- ese símbolo separaría dos mundos, el mundo superior del mundo inferior, y entre ambos mundos o realidades se encuentra el firmamento, que es la diagonal que actúa como vínculo o frontera.

En el año 1625 el pintor holandés Gerard van Horthorst compuso su lienzo La alcahueta. En su obra apenas un tercio se encuentra iluminada, el resto es penumbra, vaga oscuridad o fondo plano apenas percibido por el resplandor de una vela. El creador barroco representa dos identidades enfrentadas y una que las intermedia. Esta última es la alcahueta o celestina, personaje que se beneficia materialmente del encuentro que propicia. Está de pie, en un claroscuro que permite ver de ella solo dos cosas: un rostro taimado y una mano dirigida. La mano la muestra el pintor útil, avara, angulosa y firme. De los dos personajes enfrentados uno está de espaldas: este es el hombre que  persigue, que busca y necesita. Está oscurecido en la obra, apenas sus manos o su atuendo se vislumbran.  Luego, iluminada, visible y enfrentada a todo, aparece la risueña y confiada joven impactante: ella es la meretriz, el personaje enfrentado que ofrece, complaciente, sus favores o promesas deseadas. Sujeta vanidosa un instrumento de cuerda entre sus manos, un artilugio musical que, sin embargo, aún no está ella muy convencida de querer tocar... 

La composición pictórica es en sí misma todo un universo... Como aquel Aleph borgiano, la obra de Horthorst es expresión de algo mucho más grande: representa la visión completa de un mundo en un pequeño espacio limitado. Un espacio artístico que contiene ahora toda la expresión de un universo. Por un lado está lo perseguido, lo anhelado, lo elevado, lo que vemos iluminado, pero que ahora no dejará aún de satisfacer el sonido de un laúd indiferente. Por otro lado está el mundo tenebroso, el inferior, el suplicante. También en esta parte está el ser mediador, el que enlaza y beneficiará ante el sentido material de lo que permitirá finalmente conseguir. La luz frente a la oscuridad, pero también lo deseado frente a lo necesitado. En síntesis, lo material como medio, frente a lo espiritual como sentido. Todo está justificado en este pequeño universo, todo es comprensivo, natural, allegado...  Está representado en la obra lo que anhela, lo que se aprovecha y lo que se persigue. Está el medio y está lo pretextado; está lo iluminado y está lo oscurecido.

Siguiendo con aquel relato de Borges: Vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mizapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra y en la tierra otra vez el Aleph, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.


(Óleo barroco del pintor holandés Gerard van Horthorst, La alcahueta, 1625, Museo Central, Utrecht, Holanda.)

31 de enero de 2012

Versiones diferentes de lo mismo, o la forma más inquietante de que surja el Arte.



¿Cómo se consigue que algo sea lo único, lo definitivo, lo mejor elegido ahora de todo lo que hagamos o pensemos de una inspiración? Muchos de los que han creado algo descubrieron que, al volver a hacer luego lo mismo, les salió ahora otra cosa diferente. Querían hacer lo mismo -¿o no?-, pero, sin embargo, acabaría haciendo otra cosa... Y es que la diversidad es lo único que nos ofrecerá la posibilidad de sobrevivir al infame y obtuso mundo vulgar en que vivimos. Gracias a ella -a la diversidad- florecieron Leonardo, Van Gogh, Murillo, Cezanne... Por ella, por la variedad de la naturaleza, de su genio universal, del carácter veleidoso de sus criaturas, de la inagotable suspicacia del dejarse fluir ante el abismo de lo increado, es por lo que han sido posible todas las cosas existentes en el mundo. Cuando el grandioso pintor romántico Eugene Delacroix se dejara seducir por la leyenda del rapto de Rebeca, la dulce judía elegida por Abraham para su hijo Isaac, imaginaría la misma escena en, al menos, dos versiones distintas. ¿Con cuál de ellas acertaría el pintor romántico francés? ¿Cuál de ellas consiguió la única, elogiosa, virtuosa o más exquisita imagen de esa inspiración? A pesar de haber utilizado una cronología distinta a la real de entonces -las cruzadas medievales-, recurso utilizado por los creadores a veces, Delacroix llegará a obtener una más genial pintura en la primera de las dos obras expuestas de él aquí.

En ella se reflejará lo importante de la escena, la toma de Rebeca, en la cabalgadura sarracena poco antes de que el caballero, lejano aún, pueda ahora tratar de salvarla. Tres planos en el lienzo consiguen la grandiosidad de todo el conjunto. Primero -el plano más lejano-, el fondo de la guerra, el conflicto, ajeno ahora al sentido de lo narrado; el segundo plano, el caballero salvador, la esperanza; y el tercer plano -el primer plano propiamente- los secuestradores y el magnífico caballo escorzado, la tragedia. Alcanzaría aquí el creador a combinar genialmente los colores fríos -el azul- así como los cálidos -el ocre- en los tres planos a la vez. Cuando el pintor italiano Francesco Hayez decidiera pintar su Magdalena penitente no dudaría nada por entonces. Luego, al volver a representarla, al tratar de pintar otra Magdalena igual, el pintor del Romanticismo crearía ahora una obra diferente. Porque ya no sería exactamente igual ni el horizonte, ni los pliegues de la sábana ni la propia calavera. Pero, lo que el pintor no se decidió del todo fue a cómo pintar la cabeza de la modelo... ¿Quiso cambiarle ahora el gesto?, ¿la mirada?, ¿la posición?, ¿o todo esto a la vez? Pero, seguro, de lo que no se preocupó el artista fue de elegir el final de todo eso... Dejaría plasmada en la obra su indecisión en la superposición de ambas posibles decisiones. ¿Qué mejor forma, sin embargo, de transmitir la propia ambigüedad de la misteriosa modelo sagrada? En su nueva versión -donde dos rostros se sobreponen- no se conformaría con ser otra obra distinta, también dejaría manifiesta la esquizofrénica aleatoriedad de la creación...

Este mismo pintor italiano, prolífico en versiones distintas, desarrollaría una virtuosidad por los desnudos románticos, algo propio de su generación pictórica. En una de sus obras retrataría a la legendaria Susana bíblica. Esta mujer representaba el deseo más ineludible, ya que, a la vez, poseía ella la fuerza arrebatadora de su belleza y su fiel y decidida castidad. Muchos creadores la pintarían, pero Hayez volverá a conseguir, con el mismo encuadre, con los mismos gestos y con la misma representación, dos cosas diferentes, como las dos obras anteriores de Delacroix. Tan diferentes cosas obtendría -pero no solo por la modelo, aunque también- que llega el pintor a disponer algunas diferencias en su cuerpo, es cierto, pero no es esto ahora lo más señalado ahí. Ahora es otra cosa lo especialmente particular en la obra: la maravillosa y contrastada división vertical en los lienzos. Consigue el pintor Hayez, en la obra de 1850, lo que no alcanzaría a conseguir después. La oscura mitad del fondo de la derecha, que deja ahora parte del cuerpo más contrastado, tiene una significación señalada en esta creación. Con esto se deviene, por ejemplo, a pensar ahora que todo, hasta lo más virtuoso -la honesta Susana-, tiene así su alma profunda y desconocida, oculta e inquietante. De hecho, la modelo retratada en ese cuadro mantiene ahí una mirada diferente a la de la otra obra, a la menos destacada por su escaso contraste obra de Susana. Incluso, parece ahora que la misma modelo no pueda dejar de reconocerlo, de transmitirnos ahora, con su cómplice mirada, cuál es la mejor o más acertada inspiración de esas dos obras...

(Óleo del pintor romántico francés Eugene Delacroix, El rapto de Rebeca, 1846, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Cuadro del mismo pintor, El Rapto de Rebeca, 1858, particular; Óleo de Eugene Delacroix, El  Buen Samaritano, 1850; Cuadro El Buen Samaritano después de Delacroix, 1890, de Vincent Van Gogh; Obra Magdalena penitente, 1825, del pintor romántico italiano Francesco Hayez, Milán; Cuadro La magdalena penitente, 1833, Francesco Hayez, Pinacoteca de Brera, Milán; Lienzo Susana en el baño, 1859, Francesco Hayez, Pinacoteca de Brera, Milán; Óleo El baño de Susana, 1850, Francesco Hayez.)

25 de noviembre de 2011

Entre los genios, los otros creadores y la verdadera autoría lo único que realmente existe es el Arte.



En el Arte se entiende el concepto de forma como algo físico con un valor estético propio, es decir, sin otras consideraciones ajenas a lo estético como puedan ser las cuestiones sociales, morales o filosóficas. La forma, por tanto, son los elementos visuales que dan consistencia estética a lo representado, como lo son la composición, los colores o la estructura de la obra. El escultor alemán Adolf von Hildebrand (1847-1921) expuso en su libro El problema de la forma en la pintura y la escultura la teoría, sin embargo, de que en el Arte la forma tiene siempre dos maneras de ser representada. Una espacial, física o arquitectónica y otra funcional, espiritual o más expresiva. Así establecía que la forma espacial sería aquella donde dominaría la geometría, la racionalidad y el equilibrio. La otra forma, la funcional, acentuaría más que nada la significación expresiva de la creación, la emoción que produce y sus sentimientos. Por supuesto, cualquier obra de Arte requeriría disponer de las dos formas, donde ahora habrá una que resalte más que la otra en cada caso. En general en el Arte la tendencia más espacial acabaría por denominarse clasicismo y la más emocional barroquismo. En una visión global del Arte según el crítico español Eugenio Dors (1882-1954) podemos situar a la Pintura en el centro de una imaginaria gráfica horizontal, una línea imaginaria que nos serviría como virtual escala cronológica del Arte. 

A su izquierda (más antigüedad) situaríamos el extremo artístico más clasicista, es decir, el más espacial o más físico, como son la Arquitectura o la Escultura; a su derecha (más moderno) el extremo más expresivo, los más emocionales de las Artes, como lo son la Música o la Poesía. En el término medio de esa escala artística virtual, entre los dos extremos de esa gráfica imaginaria, situaríamos a la Pintura-Pintura, donde se encontraría además un creador insigne en ella: el genial pintor Velázquez y su genial obra barroca. La proximidad de la Pintura al extremo espacial de la Escultura o de la Arquitectura nos darían, por ejemplo, obras que van desde el pintor clasicista francés Nicolás Poussin (1594-1665) hasta los grandes creadores del Renacimiento, alcanzando incluso al cuatrocentista (siglo XV) pintor Andrea Mantegna (1431-1506). En el otro extremo, el que tendería hacia lo Musical y lo Poético, nos darían creaciones artísticas de, por ejemplo, dos genios del Arte, el Greco (1541-1614) y Goya (1746-1828). Es decir -según Eugenio Dors-, que de Velázquez a Goya se iría ascendiendo en la escala de la expresividad, algo que después continuaría a través de múltiples artistas, tendencias o escuelas. De Velázquez a Mantegna, hacia el lado opuesto, se dirige ahora esa escala artística hacia los elementos de la construcción o del espacio. De ese modo, cuando la Pintura tendía hacia sus inicios en el siglo XV más se acentuaría el dibujo, la forma definida, geométrica, precisa, lineal o equilibrada. Hacia el otro lado nos dirigimos, sin embargo, hacia una mayor emotividad, hacia el triunfo cada vez mayor del color y sus trazos atrevidos, hacia una expresión más poderosa en el Arte, algo que alcanzaría a llegar en el siglo XIX, por ejemplo, al maravilloso Impresionismo. 

Hay dos momentos en la historia del Arte donde la Pintura resaltaría más claramente esas dos posiciones opuestas: el Renacimiento y el Barroco. Ambas materializan así la mayor contradicción artística de la creatividad del ser humano. Las dos tendencias se solaparon en el tiempo, es decir, que no se separaron mucho la una de la otra. Es esta una curiosidad histórica y cultural extraordinaria. ¿Cómo se pudo cambiar tan radicalmente de pintar o de crear -las diferencias entre el Barroco y el Renacimiento son inmensas- en tan poco tiempo, teniendo en cuenta además unos medios tan limitados de comunicación en aquellos siglos XVI y XVII? Las autorías de las obras de Arte -quién haya sido realmente el pintor de una obra- se han confundido muchas veces por los críticos. No todos los creadores firmaban sus obras, y, a veces, si lo hicieron, no lo hicieron de forma muy legible. Es por eso que sólo se podían identificar ciertas creaciones por los rasgos que individualizaban la obra, es decir, por su propia personalidad iconográfica, como son los detalles, colores, pliegues, trazos, etc. Así se pudieron clasificar obras de Arte, pero, al mismo tiempo, se lograron también equivocar identidades. En el Renacimiento ha habido muchos casos de errores en la autoría de obras de Arte. Uno de ellos lo fue el de un pintor desconocido, inidentificado casi, Giovanni Agostino da Lodi (1467-1525), nacido al parecer en el norte de Italia, en Lombardía, muy cerca de la ciudad de Milán. 

Otro pintor italiano de autoría confusa y nacido el mismo año, o un año antes, en Emilia-Romaña, también cerca de la Lombardía milanesa, lo fue el renacentista Boccaccio Boccaccino (1466-1525). Las pinturas de ambos creadores italianos fueron confundidas durante mucho tiempo, incluso murieron los dos, curiosamente, en el mismo año. De hecho, hoy por hoy, no existe una autoría oficial de algunas de sus obras (¿serán la misma persona?). Por ejemplo, el cuadro renacentista Muchacha Gitana, fechado entre los años 1505 y 1518, tiene dos autores diferentes según se dirija uno en internet a Web Gallery de Art o a Ciudad de la Pintura. Sin embargo, en el museo donde radica actualmente el cuadro, la Galería de los Uffizi de Florencia, indica a Boccaccio Boccaccino como el autor de dicha obra del Renacimiento. Además, de Giovanni Agostino da Lodi -también conocido como el Pseudo-Boccaccino- existe una referencia en el Museo Thyssen donde se encuentran dos obras de este autor italiano. La genialidad es algo existente en los seres humanos, pero sólo algunos, muy pocos, la poseen. En el Arte esto está muy claro. La multitud de creadores que han existido y existen nada les quita la pertenencia al mundo del Arte. Pero, sin embargo, la genialidad para que lo sea es una característica que se debe dar en la mayor parte de las obras de algunos pintores, si no en casi todas. Sólo si consiguen que todas sus obras tengan el rasgo propio de los genios, sus creadores lo son. Los ejemplos están ahí: Velázquez, El Greco, Goya, Caravaggio, etc... Otros pintores sólo crearon, alguna vez, alguna obra que destacara especialmente. Es el caso, por ejemplo, del desconocido pintor italiano Jacopo Amigoni (1682-1752), del cual y como ejemplo de esto muestro dos obras suyas. Una donde no consigue el pintor destacar nada especialmente y otra, sin embargo, donde alcanzará el pintor la genialidad en la mirada del Niño Jesús en brazos de la Madonna, ahora una muy convincente, emotiva y sincera mirada. ¿Por qué sólo ahí? ¿Por qué sólo en esa? Por lo mismo que las obras de autorías confundidas o por las obras de esos otros autores desconocidos que las inspiraron: porque el Arte les utilizarían a ellos...  Porque han sido creadas tan sólo por el Arte, nada más que por el Arte, lo único que, verdaderamente, existe. Porque es el Arte lo que, haciendo uso de seres inspirados, no se sabe muy bien por qué, conseguirá con éstos crear obras artísticas.  Los utilizará -a los creadores- como si éstos fueran unos simples polichinelas, unas marionetas ahora en manos de la misteriosa creación universal desconocida. El Arte es la única realidad existente, identificada en sí misma, lo único que nunca confunde, lo único que realizará extraordinarias obras de creación sublime. Así ha sido y así es. Lo único, el Arte mismo, que se atribuirá toda la auténtica creación. Excepto, quizás, entre los genios misteriosos...

(Óleo Muchacha Gitana, 1505-1518, ¿de Giovanni Agostino da Lodi ó de Boccaccio Boccaccino?, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro Lavatorio, 1500, del pintor Giovanni Agostino da Lodi, Galería de la Academia, Venecia; Óleo Ladón y Siringe, 1510, Giovanni Agostino da Lodi, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Sagrada Familia, 1500, Giovanni Agostino da Lodi, Louvre, París; Cuadro Cristo cargando la cruz y la Virgen desmayada, fragmento, 1501, Boccaccio Boccaccino, National Gallery, Londres; Óleo Virgen con santos, fragmento, 1505, Boccaccio Boccaccino, Galería de la Academia, Venecia; Óleo Joven con frutas, 1594, del genial Caravaggio, Galería Borghese, Roma; Extraordinaria obra La vocación de San Mateo, 1601, Caravaggio, Iglesia de los Franceses, Roma; Óleo Sagrada Familia con San Juan, aprox. 1740, Jacopo Amigoni, Alemania; Lienzo Madonna con su Hijo, 1740, Jacopo Amigoni, Museo de Leipzig, Alemania; Cuadro Shakespeare al anochecer, 1935, del pintor americano Edward Hopper, colección privada.)

19 de agosto de 2011

La fuerza de la emoción de un pueblo, su personalidad, su compromiso, su historia y su Arte.



A mediados del siglo XVIII se llegaría a vivir en Rusia un importante momento histórico. Desde que el poderoso zar Pedro I el Grande (1672-1725) terminase de gobernar en el año 1725, habiendo transformado Rusia de un feudo medieval a un estado imperial europeo moderno, se llegaron a suceder en el trono imperial nada menos que cinco monarcas en treinta y siete años. Así que cuando los intereses de dos de sus vecinos, Austria y Prusia, compitieron por su influencia en la veleidosa corte rusa, las conspiraciones prusianas acabaron ganando la partida de la influencia política. El nieto del gran Pedro I, Pedro III, fue el elegido para suceder a su tía, la ajada y envejecida zarina Isabel I. Porque cuando Sofía von Anhalt-Zerbst (1729-1796), una inteligente y ambiciosa joven de la baja aristocracia alemana, fuera presentada a Isabel I de Rusia para ser la futura consorte imperial, quedaría ésta muy impresionada por su especial personalidad, atractivo y belleza. Sin embargo, la felicidad conyugal de ambos herederos fue del todo inexistente, a pesar del irresistible deseo... de gobernar de ambos. A la muerte de la zarina Isabel, Pedro III alcanzaría, por fin, el trono ruso. Seis meses después, el amante de su esposa Sofía, el apuesto y belicoso Grigori Orlov, aprovecharía una estancia del zar fuera de San Petersburgo para levantarse contra él. Proclamaría entonces a Sofía como la zarina Catalina II de Rusia. Al parecer, el débil Pedro III no pediría más que le dejasen tranquilo en su retirada finca rusa, donde fallecería meses después a manos del hermano de Grigori, Alexei Orlov.

Catalina II de Rusia quiso ampliar todavía más la europeización de la retrasada Rusia. Las ideas ilustradas de Europa fueron llevadas entonces a todos los ámbitos de gobierno, tratando de reformar leyes que mejoraran la vida y costumbres de sus gobernados. Durante el año 1772 llegaría a Rusia como ayudante de Alexei Orlov un joven militar español, José de Ribas y Boyons (1749-1800). Gracias a su ambición y arrojo, el joven oficial español conseguiría participar en algunas batallas, defendiendo la bandera rusa y asesorando al gobierno en construcciones civiles. Así hasta llegar también a obtener la mano de una de las hijas ilegítimas -habidas con Orlov- de Catalina II de Rusia. José de Ribas sería enviado al sur de Rusia, cerca del mar Negro, donde las conquistas eslavas a los otomanos hacían prosperar mucho a ávidos aventureros como él. Llegaría a fundar una ciudad rusa en plena Ucrania, Odesa, lo que lograría hacer además en un tiempo récord. A la muerte de Catalina II, su hijo Pablo I alcanzaría el título de zar. El aventurero español fallecería antes de la derrocación de este nuevo zar, en la que él habría intervenido como conspirador con la intención de facilitar el trono a un nuevo sucesor, el zarevich Alejandro.

En la primera mitad del siguiente siglo XIX Rusia se vería abocada a seguir reformándose poco a poco. Por entonces, los intelectuales y artistas rusos se unieron para expresar así la necesidad de cambiar el rígido orden social existente en el imperio. Pensaron que un nuevo Arte ruso podría iluminar al pueblo ruso y que lo mejoraría gracias a un nuevo gusto y sentido artísticos. Además de crear así una economía de obras artísticas que atrajese compradores interesados de fuera del país. Se llamaron Sociedad para exposiciones de Arte itinerante. Sus obras buscaban por entonces reflejar la realidad dura e inmisericorde del país, aunque siempre con la fuerza apasionada del sentimiento ruso, con su personal y propio estilo artístico eslavo. Fueron muchos los pintores rusos que, a lo largo del siglo XIX, dedicaron su vida, su emoción artística o su talento a tan grandiosa y elogiosa tarea artística y social. Esta es una pequeña muestra de las obras y de los artistas de ese extraordinario pueblo.

(Cuadro del pintor ruso neoprimitivista Kasimir Malévich, 1878-1935, La segadora, 1932; Óleo Anciano con muletas, 1872, del pintor ruso Iván Kranskoi, 1837-1887; Retrato de la zarina Catalina II la Grande de Rusia, 1760, de Iván Argunov, 1727-1802; Retrato de Grigori Orlov, 1763, del pintor ruso Fyodor Rokotov,  1736-1808; Retrato de José de Ribas, 1797, del pintor austriaco Johhan Baptist Lampi, 1751-1830; Retrato de la hermosa condesa Skavronskaia, 1796, cortesana de Catalina II, la más bella de Rusia y de Europa, pintada por la pintora francesa Marie Louise Vigee-Lebrun, 1755-1842; Autorretrato, 1878, del gran pintor ruso Iliá Repin, 1844-1930; Óleo Danza ucraniana, 1927, del pintor Iliá Repin; Cuadro Roble fracturado por un rayo, 1842, del pintor romántico ruso Maxim Vorobiev, 1787-1855; Óleo La Bella, 1915, del pintor ruso Boris Kustódiev, 1878-1927; Cuadro Arresto de un propagandista, 1890, de Iliá Repin; Óleo Campos de Centeno, 1878, de Ivan Shishkin, 1832-1898; Retrato de Maria Lopukhina, 1797, hermana de una amante del zar Pablo I, del pintor ruso Vladimir Borovikovsky, 1757-1825; Cuadro del pintor ruso Alekséi Savrásov, 1830-1897, Los grajos han vuelto, 1871.)

9 de junio de 2011

El espectro luminoso y su tendencia artística: el lenguaje del color.




Pocas cosas en el universo contribuyen tanto a la comunicación como los colores. Tuvo que existir la luz para que, a ojos de los primeros hombres primitivos, se mostrara toda la mezclada y dispersa gama de tonos de una Naturaleza vibrante. Sin embargo, pronto se desarrollaron técnicas que representaran esos mismos colores que los seres primigenios vieran asombrados. Plantas, minerales, grasas de animales, todo serviría para conseguir las vívidas impresiones que el ojo humano asociara a un concreto tono de reflejo visual. Así se acabarían obteniendo todos los colores..., para verlos ahora de otra forma, tanto en sus diversas tonalidades como en su poderosa calidez, tanto en su fuerza tonal como en su intensidad pasional. Pasarían los años y el Arte consagraría los tintes naturales que podrían ser más útiles para la creación pictórica. De su experimentación y desarrollo los pintores llegarían a obtener extraordinarias mezclas de pigmentos, esas que acabarían plasmando en lienzos la visión que ellos tuvieran de toda aquella Naturaleza feraz. En el Renacimiento los autores rescatarían la vieja escuela artística grecorromana. Pero además tuvieron algunos entonces la lucidez de idear una especial técnica al sobreponer ahora varios colores -unos encima de otros-, hasta crear así una fina capa sutilmente difuminada en el lienzo. En ese mismo período artístico no se trataría ya tanto de que los colores primarios fuesen claramente distinguidos, no, lo que se precisaba fue acercar más la imagen idealizada y perfecta de una Naturaleza dominada, sojuzgada y medida.

Algunos creadores fueron -con la genial rebeldía que hace al Arte progresar- señalando más unos colores que otros. Como por ejemplo el gran pintor manierista italiano Andrea del Sarto (1486-1531), un autor que crearía algunas de sus obras con una especial interpretación muy colorista para entonces. Es el caso de su pintura La Piedad y la Magdalena, del temprano año 1524, donde algunos de los colores fundamentales del espectro se acentuarán mucho más, tanto los del fondo como los de las vestiduras, frente a una coloración menos acentuada propia del Renacimiento inicial. Luego, en el Barroco los colores reinarán exagerados en las creaciones de este explosivo período. Aquí no se contendrán los trazos -como antes- para albergar un color más definido o más fuerte. Sin embargo, abundarán más los ocres, ese amarillo dorado que representará gran parte de esta tendencia artística. Rembrandt, el gran pintor holandés, será el mejor ejemplo de belleza colorista en su tendencia, con una combinación de colores negros, rojos o marrones, todos vibrantes y depurados. Los autores del Barroco pudieron, con su auténtica realidad descarnada, plasmar ahora una paleta más amplia, descontenida, completa y muy elaborada (se llegaron a conseguir en estos años verdaderas mezclas no conocidas hasta entonces). Y todo con el obsesivo fin de conseguir la mayor genialidad realista enmarcada en un lienzo. Utilizando para ello la belleza más sublime que desde una realidad inmisericorde y abrupta se pudiera alcanzar.

Pero, mucho más tarde, en el Prerromanticismo, se filtrarían entonces esos mismos ocres, por ejemplo, en una lánguida estela decolorada... Ya no servirían del todo esos fuertes colores de antes. Se buscaría ahora otra cosa: asombrar, no asaltar. Y para eso se llegaría incluso a una síntesis de las dos tendencias anteriores. Lo que imperaba en esos momentos -finales del siglo XVIII- fue destacar más un aura de espiritualidad que una naturaleza racional, hiriente o desgarradora. Los colores debían formar parte de una expresión, de algo misterioso que se serviría de ellos para dejar así elevar otro mensaje, para inspirar ahora con ellos una emoción no para mostrar aristas, ni claroscuros, ni escenas definidas, ni reflejos fuertes, sagrados o cercanos. Era necesario ahora tan sólo vislumbrar, llegar a crear la atmósfera onírica y simbólica que los románticos posteriores acabarían propagando bellamente. El Neoclasicismo utilizaría luego, antes y después del Romanticismo, los colores para la recreación propia de sus grandiosas escenas narradas, fuesen las que fuesen. Porque aquí, en esta exultante tendencia artística clásica, se dibujaría ahora el color para que fuese fiel a cómo debía ser realmente lo representado. El fondo, si debía ser oscuro, era negro; el ángel, si tenía que ser blanco, puro y celestial, así lo sería, claramente blanco. El pintor danés Carl Bloch (1834-1890) conseguirá definir los colores con una perfección exquisita, definiendo con ellos cada cosa cómo debe ser, de modo que resalte lo que cada cosa es... antes de ser plasmada en un lienzo. También el pintor neoclásico ruso Iván Aivazovsky (1817-1900) conseguiría en el año 1850 crear los colores vivos más fuertes que esta tendencia pudiera atreverse a pintar. Para su obra La novena Ola, el cielo contrasta aquí fuertemente con el mar en una escena de tonalidad inversa, con lo que se pretenderá así inspirar una posibilidad de salvación a los náufragos. Más aterrará ver un firmamento deslumbrante y rojo -que no es lo amenazador en un naufragio-, que  unas olas verdes y sosegadas, algo mucho más tranquilizante.

El siglo XX revolucionaría aún más la cromatología de la creación pictórica. Ya no habrá límites para los colores en un lienzo. Ahora dará igual el mensaje, por lo tanto la forma, el tono, la realidad o la expresión de esos colores. Todo valdrá para obtener la obra final. El pintor simbolista francés Odilon Redon (1840-1916) consigue combinar, por ejemplo, el nombre de su modelo con uno de los colores con que la retrata. En su obra Retrato de Violette Heymann, del año 1910, el creador hace suyo ahora ese alarde para relacionar así, magistralmente, un pigmento con una identidad. El color violeta aparece aquí junto a otros colores en las oníricas ideaciones que señalarán así la fantasía del personaje. Una extraordinaria efectividad visual propia de la tendencia simbolista. Después, y por último, dos escuelas pictóricas que utilizaron el color para obtener su propio sentido: el Naif y Figuración moderna, donde ahora los colores determinarán todo en el universo de la creación. Los colores aquí se mezclarán unas veces enajenados, otras particionados, pero, siempre utilizados todos como si fuesen el único recurso existente para expresar... Así se llegará ahora incluso a la necesidad de utilizarlos sin otro criterio que el de delimitar las partes de un todo. No tanto ya para impresionar como para comunicar, no tanto para agradar como para expresar, no tanto para sentir como para justificar... la creación por la creación misma.

(Cuadro del pintor Andrea del Sarto, La Piedad y la Magdalena -detalle-, 1524, Florencia; Óleo El retorno del hijo pródigo, 1669, Rembrandt; Cuadro del pintor prerromántico danés Nicolai Abilgaard, 1794, El fantasma de Culmin aparece a su madre; Cuadro del pintor danés Carl Bloch, Ángel consolando a Jesús, 1879; Cuadro del pintor ruso Iván Aivazovsky, La novena ola, 1850; Óleo del pintor simbolista Odilon Redon, Retrato de Violette Heymann, 1910; Cuadro del pintor Naif español Manuel Moral, Tierras rojas, 1979; Cuadro del pintor figurinista español Joan Abelló i Prats, Barcas al canal, Bangkok, 1992.)