5 de febrero de 2013

La imagen es capciosa, puede enmascarar la verdad tanto como potenciarla.



Uno de los lienzos más grandes -en dimensiones físicas- del mundo del Arte es probablemente Las bodas de Caná, del pintor veneciano Paolo Veronese. Se encuentra este enorme lienzo en el museo parisino del Louvre. Es impresionante presenciarlo en una sala no muy grande, además. Porque es imposible mirarlo apropiadamente en solo un momento de visualización -el que se utiliza más o menos en un museo-, pues sólo podrá presenciarse un poco y desde muy lejos. Hay que distanciarse mucho para apreciar así su majestuosidad y la gran obra maestra de Arte que es, son casi diez metros de anchura y siete de altura. Para esas dimensiones se precisaría todo un medio día quizá para disfrutar adecuadamente de toda su visión artística. Para aquel que desconozca las dimensiones reales del lienzo de Veronese la sorpresa al verlo por primera vez es también enorme. Se suelen conocer las obras de Arte por sus reproducciones iconográficas o sus imágenes en libros, en estampas o en grabados, pero la verdadera dimensión de algo, si se desconoce -y es lo más normal-, nunca se llegará a saber bien hasta que no se tope uno con la realidad de lo que eso es verdaderamente. Por tanto, la imagen desubicada, es decir, la representación trasladada de su soporte original, de su sentido original -objeto real traspasado a algún otro tipo de medio visual-, dejará por completo de ser fiel a lo que su esencia verdadera es, a lo que en verdad quiso el creador hacer y componer con ello. La falsedad o la torticera parcialidad de las cosas llegará a alcanzar entonces niveles de engaño sublime para quien quiera conocerlo. Porque puede confundir a cualquiera. Por esto la frase de una imagen vale más que mil palabras puede ser o no verdad en comparación con la descripción literal -también capciosa- de lo que representa, porque ésta -la descripción real- puede no ajustarse tampoco a la realidad de lo que su visión nos proporcione.

Cuando al pintor cretense Doménikos Theotokópoulos -El Greco- le pidieron que crease una obra sobre la flagelación de Cristo antes de su pasión, el gran autor manierista español llevaría a cabo una de las más maravillosas obras de Arte realizadas jamás sobre ese tema en la historia. Nada parece en el lienzo que tenga que ver con una flagelación. El mismo Jesucristo incluso se muestra aquí satisfecho ahora ante los seres que, aparentemente, van a maltratarle, a torturarle o a herirle dura, despiadada y brutalmente. Pero, claro, ¡esto es Arte!, lo único que puede permitirse la desvirtualización de la realidad desde supuestos o paradigmas que sólo obedecen al Arte. Es como la obra del año 1650 Retrato de madre del pintor Rembrandt. Al parecer es la madre del artista. Aunque su rostro no parece ni el de una madre ni el de una anciana ni el de una mujer siquiera. Aquí el gran pintor barroco holandés lleva a cabo su virtuosismo como dibujante a niveles extraordinarios. Para él eso es lo importante: el Arte. Lo demás, la verosimilitud idealizada de un personaje, no le interesa para nada. Aun a pesar de desfavorecer a la modelo, en este caso su propia madre. Pero, claro, el Arte puede utilizar como quiera sus recursos especiales para elaborar una creación. Los creadores no buscan significar la representación exacta de la cosa, sea ésta la que sea. No, los creadores crean simplemente Arte. Pero, sin embargo, éste, el Arte, se diferencia de la imagen torticera en que ésta tiene un objetivo evidente o disimulado: resaltar parte de la verdad de un modo interesado. Y parte de la verdad nunca será la verdad. No, no lo es nunca. Porque para comprenderla, para conocer completa, real, auténtica y absolutamente la verdad, es preciso presenciar o estar junto al objeto en cuestión, mirarlo ahora frente a frente o desde diferentes perspectivas o visiones laterales... Unas visiones que entonces nos harán comprender sin error la verdadera naturaleza de lo que estemos observando.

(Óleo Las Bodas de Caná, 1563, Paolo Veronese, Museo del Louvre, París; Cuadro El expolio, 1579, El Greco, Catedral de Toledo, España; Retrato de Madre, 1650, Rembrandt; Fotografía de la actriz y cantante norteamericana Jennifer López, ¿desarreglada?; Fotografía de la misma actriz en otra representación diferente; Fotografía de la Alameda de Hércules, Sevilla, Huelga de Basuras, Febrero 2013; Fotografía de la misma Alameda, Sevilla.)

26 de enero de 2013

La diversidad humana o las enormes diferencias de una misma naturaleza, igual y diferente.



Nada hay más diferente que un ser humano a otro, aun de la misma familia, del mismo cigoto biológico casi, de la misma naturaleza o de los mismos genes duplicados incluso. Las tendencias artísticas han mostrado esa peculiaridad -la individualidad retratada- mejor que ninguna otra cosa en el mundo. Como vemos aquí ahora, los rostros humanos son todos distintos en estas representaciones artísticas. Porque los ojos, las arrugas, las sienes, las cejas, la mirada, el semblante y hasta el mismo color que de la piel humedecida se refleje así lo son también. Sin embargo, el Arte -en su maravillosa forma de expresar lo inexpresable- añadirá ahora algo más a todo eso: el sesgo inmaterial del modo de ser de cada rostro. Es decir, la manera ahora tan particular de interpretar el carácter o la singularidad de la esencia interior que un semblante humano refleje en su imagen. Los seres humanos no nos parecemos en nada los unos a los otros. Un médico y un biólogo se alarmarían ante esa afirmación; un psicólogo menos, un creador nada. La individualidad peculiar -única- de los seres humanos es tal que asustaría pensar cómo es posible que podamos vivir todos juntos en sociedad.

Es como en el Arte, ¿podríamos en un museo visualizar sereno la obra de Velázquez -pintor clásico de maneras excelentes- al lado justo de la de Seurat -pintor neoimpresionista de rasgos peculiares-? Ambas obras son Arte, magnífico Arte, pero se catalogarán en áreas diferentes y nuestros ojos irán adaptándose cada vez, poco a poco, a sus claras diferencias o a sus sentidos estéticos particulares, es decir, a lo que cada tendencia artística o cada estilo personal el creador hubiese querido reflejar en su lienzo artístico. Así también sucederá con los seres humanos, particularmente con los tan sofisticados intelectual o interiormente... Y, entonces, ¿cómo podremos vivir juntos y, a la vez, parecernos aparentemente tanto? Por la imitación, algo heredado de la evolución de los antiguos primates. Es esta una característica evolutiva de nuestro género homo que nos ha permitido, y nos permite, sobrevivir aliados. Es decir, que acabaremos pareciéndonos un poco más, cada vez, al congénere que tenemos al lado.

Terminaremos imitándonos, aprendiendo -inconscientemente- de aquel otro individuo que, algo antes que nosotros, hubo comprendido o aprendido alguna cosa valiosa para sobrevivir. Esto es lo que -sin quererlo exactamente así- nos sucederá a los humanos para parecernos unos a otros. Pero, sin embargo, no somos nada iguales. Somos todos tan diferentes, con una magnitud tal de diversidad genuina, que asombraría la reacción si nos dejáramos -como en el Arte- representar con la libertad que los pintores crearon en sus obras. Y esta es una de las grandezas -entre otras muchas- que el Arte nos ofrecerá también con sus obras. Comprender que un rostro humano, por ejemplo, puede ser mucho más diferente -trascendente incluso- que los propios surcos físicos, las sinuosidades, los ángulos o las formas que de su perfil iconográfico se hubiese ofrecido con los siglos y su evolución. Mucho más. Tanto como la interpretación -manierista, barroca, realista, impresionista, simbolista, fauvista o surrealista- que de las cosas intangibles o misteriosas de la vida haya podido el Arte -y puede aún- del todo imaginar entre sus obras.

(Óleo renacentista El hombre de la rosa, 1495, del pintor Andrea Solari; Cuadro del pintor veneciano Giorgio Barbarelli -Giorgione-, Hombre joven, 1506; Óleo manierista Retrato de un anciano, 1570, del pintor Giovanni Battista Moroni; Obra barroca de Velázquez, Retrato de un hombre, 1628, Nueva Jersey, EEUU; Cuadro Retrato de joven, 1597, del gran Rubens, Nueva York, EEUU; Óleo del Romanticismo inicial español, Retrato de caballero, 1795, del pintor Vicente López, Pamplona, Navarra; Obra realista del pintor simbolista Arnold Böcklin, Retrato de un joven romano, 1863; Obra adolescente realista del genial Picasso, El viejo pescador, 1895, Museo de Monserrat, Barcelona; Cuadro impresionista de Vincent van Gogh, Retrato de Pére Tanguy, 1887; Óleo postimpresionista de Paul Cezanne, El fumador, 1895, San Petersburgo, Rusia; Cuadro simbolista del pintor Louis Welden Hawkins, Retrato de hombre joven, 1881, Museo de Orsay, París; Cuadro del neoimpresionista George Seurat, Pequeño pensador en azul, 1882, Museo de Orsay, París; Obra del Modernismo, del pintor francés Christian Bérard, Hombre en azul, 1927, Texas, EEUU; Cuadro fauvista del pintor Matisse, Retrato de Derain, 1905, Tate Gallery, Londres; Obra expresionista, Retrato de Ludwind Ritter von Janikowsky, 1909, del pintor Oskar Kokoschka, EEUU; Cuadro Naif, Retrato de Picasso, 1999, de pintor colombiano Botero; Obra surrealista del genial René Magritte, El hijo del hombre, 1964.)

20 de enero de 2013

El medio más indeleble, hermoso, contemporizador y genial del Arte: la Obsidiana.



Cuando en la antigua Nueva España -actual México- se descubriera el mineral de plata fue en el año 1552. Fueron andaluces los españoles que hicieron posible una de las mayores actividades económicas durante la edad moderna hispanoamericana. Con ella España conseguiría las fuentes de donde emanaría el más grande poder político que en el siglo XVI hubiese soñado reino alguno. Todo comenzaría con el onubense Alonso Rodríguez de Salgado, que llegaría en el año 1534 a la Nueva España. Dos años después alcanzaría las estribaciones de la Sierra de las Navajas en la extraordinaria cordillera de la Sierra Madre Oriental, la gran cadena montañosa que zanja casi todo el territorio mejicano de norte a sur por la parte más central del continente. Porque ahí fue donde años después -en 1552- Rodríguez de Salgado amanecería con su ganado en una mañana fría y desolada. Decidió entonces encender un fuego para calentarse. Al acabarse la fogata los restos calcinados habían despejado el suelo de maleza y descubierto unas curiosas piedras oscurecidas. La plata refulgía entonces brillante entre las costras minerales que la cubrían poderosa. El mineral argentífero fue a partir de entonces la única razón de ser de la pequeña población mejicana de Pachuca de Soto. La excelente prestancia de la plata estaba, sin embargo, rodeada de escoria, es decir, de restos petrificados que ningún valor poseía y la hacían de imposible uso.

Así que no fue hasta que el sevillano Bartolomé de Medina llegase a Méjico en el año 1554 y descubriese en las minas de Pachuca la forma de separar la plata de los restos ahora de mercurio, material que servía para limpiar de escoria el preciado y deseado mineral argentífero. La Sierra de las Navajas -situada en el estado de Hidalgo- las visitaría en el año 1803 el naturalista Alexander von Humboldt. El geógrafo alemán las empezaría llamando Sierra de los Cuchillos por sus abundantes yacimientos de obsidiana. La obsidiana era una curiosa roca vítrea que se había formado por la solidificación rápida del magma expulsado por los volcanes durante su erupción. Todas las culturas mesoamericanas utilizaron esta piedra negra para sus útiles domésticos y militares, resultando especialmente eficaz por los afilados bordes causados en sus fragmentaciones. Una antigua leyenda azteca contaba cómo la hermosa amante -llamada  Xochitzol, flor de sol-  enamorada de un guerrero azteca, ahora alejado de ella, subiría una vez a lo alto de una montaña y comenzaría entonces a llorar desconsolada. Uno de los dioses aztecas le preguntaría por qué ella lloraba así. Entonces le contesta la joven que trataba de esa forma que sus lágrimas fuesen un faro de luz que pudiese guiar a su amado hasta ella. Así fue cómo los dioses convirtieron sus lágrimas en la maravillosa piedra obsidiana.

La obsidiana se convertiría en un material imprescindible para los pueblos mexicas. Su utilización sangrienta -cuchillos afilados para sacrificios humanos- se complementaba con la elaboración de los magníficos objetos labrados de artesanía y ornamentación decorativa que permitían sus vetas maravillosas.  Cuenta otra leyenda prehispánica que la vida de los primeros hombres sería muy dura y difícil en la Tierra, que debían luchar contra las bestias o los animales más salvajes para poder alimentarse y sobrevivir. En cierta ocasión debieron salir todos los hombres a cazar, dejando a las mujeres y a los niños solos en la cueva protectora. Las mujeres y sus hijos estarían a cubierto en su refugio pero sin ningún tipo de armas. Sucedió entonces que un grupo de hienas feroces y hambrientas atacaron la cueva sin piedad. De pronto el pequeño hijo de uno de aquellos guerreros, llamado Obsid, tomaría del suelo una filosa negra piedra que acabaría atando a un palo a modo de lanza, enfrentándose decidido a los terribles depredadores. Acabaría recibiendo luego los honores de la tribu y en su memoria aquella útil piedra negra recibiría su nombre.

Los españoles comercializaron las riquezas de la Nueva España entre los siglos XVI y XVII. Los privilegiados canónigos de la metrópoli, como lo fuera el sevillano Justino de Neve, dispondían de intereses comerciales y rentas de aquellas minas mejicanas de Pachuca. Este sacerdote español iniciaría a mediados del siglo XVII una relación profesional y artística de lo más fructífera con el mejor maestro pintor barroco de la ciudad hispalense: Murillo. En una ocasión el pintor sevillano retrataría agradecido a Justino de Neve por contratar sus pinturas para la catedral y para otras iglesias. Hasta que un día le trajeron al canónigo de Neve de aquella Sierra Madre mejicana unos trozos de la piedra oscurecida de la obsidiana. Le pediría el canonigo entonces a Murillo que las utilizara para crear sobre ellas su prodigioso y maravilloso Arte barroco. El pintor español no lo dudaría y crearía así, de ese modo tan curioso, pintadas sobre ellas, las únicas obras maestras barrocas sobre obsidiana de toda la Historia del Arte.

(Fotografía del volcán Popocatepelt, Estado de México, México; Imagen del Parque Nacional de El Chico, Sierra Madre Oriental, Estado de Hidalgo, México; Obra Sacrificio en noche de Obsidiana, 2007, del pintor mexicano Joaquín Martín Rojas Hernández, México; Imagen de una Obsidiana verde; Óleo sobre obsidiana -el creador utilizaría las propias vetas naturales de la piedra para simbolizar así los rayos celestes y divinos- La oración en el huerto, 1685, Murillo, Museo del Louvre, París; Óleo sobre obsidiana Natividad, 1670, Murillo, Houston, EEUU; Óleo Retrato de Justino de Neve, 1665, del pintor barroco Murillo, National Gallery, Londres.)
 

13 de enero de 2013

El amor representado por un Arte interesado, aliado, expansivo y liberador...



Habría sido el Romanticismo decimonónico el que viniera a transformar la representación más desinhibida, reivindicada y elevada del sentimiento amoroso más inevitable... Aunque la literatura medieval tuvo su anticipación en las historias o leyendas del apasionamiento amoroso más desaforado, el mundo no se permitiría evidenciarlo claramente hasta llegado el siglo XIX. Porque sería Dante, el gran poeta italiano del siglo XIII, quien contase la historia adúltera de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta de Verruchio. Y pudo hacerlo sin problemas porque por entonces muy pocos leían aún, y, además, lo contaría el poeta desde el propio infierno... Desde ese desconocido lugar del inframundo que le permitiera a Dante desnudar las estúpidas rigideces de una sociedad mezquina e intolerante. En Rimini, una pequeña población de la Emilia-Romaña italiana, vivieron los protagonistas de esta famosa y triste historia de amor medieval. Y allí, entre los enfrentamientos sociales de güelfos (partidarios del poder territorial del papado) y gibelinos (partidarios del poder imperial contrario), regiría como magistrado supremo de la ciudad el condottiero Malatesta. 

Su hijo mayor Giovanni, un hombre físicamente poco afortunado, le seguiría pronto en sus hazañas bélicas y poderosas. Así que sería Giovanni el designado para celebrar un matrimonio acordado y necesario entre aquellas dos facciones familiares. Francesca era la hija hermosa, joven y obediente de Guido de Polenta. Ambas familias establecieron una unión obligada e inevitable durante el año 1275. Sin embargo, cuando Francesca de Polenta conoce poco después al hermano menor de Giovanni, Paolo Malatesta, quedaría absolutamente imbuida del arrebato más desolador y poderoso que la especie humana pueda desarrollar entre sus miembros. Paolo era todo lo contrario a su hermano: un ser atractivo, cultivado y entregado a la literatura y sus narraciones poéticas. Unas narraciones que la clase adinerada se permitía orgullosa y satisfecha de poder promocionar. Y entonces fue Paolo el maestro elegido para atesorar, con su lírico saber, las necesitadas frustraciones o las fervientes pasiones tan desvaídas de su insatisfecha cuñada. En una famosa ópera de comienzos del siglo XX, su autor italiano, Gabriele d'Annunzio, describiría -en su segundo acto- la escena tan paradigmática que el Arte enmarcaría luego, de modo tan sublime, entre las eternas sensaciones de aquel sinsentido vital y poderoso. Cuando Paolo está leyéndole a Francesca un poema suyo, como en tantas otras ocasiones lo hiciera, sucedería entonces que toda aquella inhibición de antes se deformaría por completo convirtiéndose ahora, irremediablemente, en un deseo amoroso del todo irrefrenable.

A cambio de esas otras veces inocuas de antes, ahora el verso acabaría transformándose en un beso..., y la pasión desanudada desbocaría así en la mayor tragedia amorosa medieval conocida por entonces. En ese mismo momento, cuando ambos amantes se entregaban a su deseo pasional, Giovanni los sorprendería a los dos... sin quererlo. Y, sin quererlo, los asesinaría a los dos también. En aquellos años los amantes adúlteros eran condenados para siempre a la eternidad más pavorosa y desalmada. Tan sólo sería el gran poeta Dante quien los cubriría de gloria gracias a su divino canto poético. En su gran obra literaria La Divina Comedia Dante los retrata elogioso a ambos, compasivo e inspirado gracias a sus hermosos, indelebles e incisivos versos medievales. Algo que después, mucho más tarde, pasaría de la palabra a la imagen, de la rima a los óleos seductores de aquellos románticos pintores decimonónicos, unos creadores artísticos ahora cómplices, inspirados e inspiradores, de toda aquella inevitable, dulce, exultante y apasionada emoción romántica. Toda una emoción por entonces, sin embargo, del todo ya transformada por el crimen en una muy estéril e inútil pasión...

(Óleo Francesca de Rimini y Paolo de Verruchio observados por Dante y Virgilio, 1855, del pintor francés de origen holandés Ary Scheffer, 1795-1858; Cuadro Muerte de Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, 1870, del pintor Alexandre Cabanel, Museo de Orsay, París; Obra prerrafaelita Paolo y Francesca, 1867, del pintor Dante Gabriel Rossetti; Obra del pintor austriaco Ernst Klimt -hermano menor de Gustav Klimt-, Paolo y Francesca, 1890, Museo Belvedere, Viena; Cuadro Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, 1837, del pintor escocés William Dyce; Obra Francesca de Rimini y Paolo, 1870, del pintor italiano Amos Cassioli; Dos obras del pintor neoclásico Ingres, Giovanni descubre a Paolo y Francesca, 1819, y detalle de otra obra del mismo autor, Paolo y Francesca, 1819.)

9 de enero de 2013

Cuenten que viví en los tiempos de Héctor..., cuenten que viví... en los tiempos de Aquiles.



En una de sus películas el director de cine Woody Allen nos sorprende -como siempre- con uno de sus discursos ingeniosos en boca de uno de sus personajes, diciendo algo así: Posee complejo de nostalgia de otro tiempo, piensa que los años veinte en París fueron el mejor momento para haber vivido y para sentir la musa de la inspiración creativa. Cuando el protagonista logra -gracias al milagro del cine- regresar ahora a esa época parisina de entonces, consigue relacionarse con los seres más fascinantes de aquel momento culturalmente excelso. Sin embargo, una de las muchas amantes de Picasso con las que consigue hablar, de pronto le dirá:  Ah, que maravilla la Belle Epoque -años finiseculares del XIX-, esa sí que fue una época única. Aun así, cuando alcanza el protagonista -volvemos a la maravillosa magia cinematográfica- a ir a una época anterior a los años veinte, ahora los pintores Monet y Degas alabarán el Renacimiento como la más sublime, extraordinaria e inspiradora época del mundo para vivir y crear.

¿Cualquier tiempo pasado fue mejor...? Por ejemplo, cultural y artísticamente, ¿quién se atreve a afirmar lo contrario? Porque en este momento histórico que vivimos hoy se está desarrollando el mayor cambio cultural y social producido nunca, la mayor transformación vivida por el hombre como nunca antes. Ya comenzaría hace treinta años aproximadamente y su evolución es cada vez más rápida, progresiva, duradera y determinante. Tecnológicamente estamos aún en la infancia de nuestro acontecer. Y la tecnología ha transformado absolutamente los medios, las formas, las recreaciones, los estímulos, el ocio, el trabajo y las fantasías de los humanos como nunca antes se había producido en la historia. Seguiremos expresando nuestras contradicciones, nuestros miedos, nuestras aflicciones o nuestras emociones con cualquier tipo de arte..., pero, sin embargo, todo será muy diferente a como antes -desde las paredes pétreas de las cuevas primitivas hasta los lienzos sublimes de los artistas de principios del siglo XX- se hubiese llegado a expresar en un soporte visible a nuestros ojos ávidos.

Por eso el Arte será arqueología cultural dentro de poco. Nos seguirá fascinando ver las creaciones artísticas de antes como nos fascina ver ahora los esqueletos paleontológicos. No es esto desmerecedor de nada, todo lo contrario, el Arte conseguirá aumentar su valor y admiración con el paso del tiempo aún más todavía. Pero ya está, se acabó. Como se acabaron los dinosaurios, a pesar de que deseen reactivar el ADN imposible de sus restos petrificados en la tierra. Posiblemente, lo que sí se ha conseguido en estos últimos años sea un mayor conocimiento e interés por el Arte como nunca se había alcanzado antes. Y eso es sintomático de que su valor ha pasado, tal vez, de ser solamente algo estético a ser casi, casi, algo muy espiritual... Lo necesitamos más de lo que creemos, como los dioses fueron necesitados cuando el hombre comenzara a emanciparse de sus dominios olímpicos y tuvieron que aprender entonces a luchar, solos, en el campo despiadado de la evolución implacable.

Pero el ser humano no puede dejar de crear o de expresar de nuevo todas sus angustias y deseos con sus inspiradas y atrabiliarias nuevas formas de creatividad. Y es cuando ahora surgirán, de la mano de la última tecnología, las nuevas maneras de seguir fascinando a los demás -y el propio creador a sí mismo- para poder obtener así lo mismo que entonces, sólo que ahora de otra forma distinta. ¿Cuál será la mejor forma? ¿Cuál es la que auténticamente consiga emocionar aún más al hombre? No se sabe. El futuro es tan imprevisible que pocos autores se atreven a recrearlo con alguna forma desafortunada de ciencia-ficción. No quieren hacer el ridículo que otros hicieron antes. Estamos en el camino de un mundo diferente. Y esta es la angustia y, a la vez, la mayor y más fascinante de las tesituras que nunca humanidad alguna hubiese conseguido, siquiera vagamente, llegar a comprender con sus anhelos.

(Óleos del Renacimiento: La edad de oro, 1587, Jacopo Zucchi, Galería de los Uffizi, Florencia; La edad de plata, 1587, Jacopo Zucchi, Uffizi, Florencia; Óleos Impresionistas: Dos bailarinas en reposo, 1898, Degas, Museo de Orsay, París; Cuadro de Monet, Sauce llorón, 1919; Obra de Picasso, Los techos azules, 1901, Oxford, Inglaterra.)
   

6 de enero de 2013

La creación anónima y las libertades artísticas de sus autores.



Todos los reinos europeos tuvieron sus paladines políticos, unos personajes históricos que lideraron y determinaron el destino prodigioso y grandioso de sus pueblos. En España, por ejemplo, la reina Isabel I -la católica- y sus descendientes Carlos I y Felipe II han pasado a la historia como artífices de lo que alcanzaría a ser una de las más grandes naciones de todos los tiempos. Pero Francia también comenzaría su hegemonía histórica gracias a alguno de sus personajes coronados, reyes que llevaron a cabo los cimientos que la convertirían en otra de las más grandes naciones europeas. Francisco I de Francia sería el promotor -malogrado en sus objetivos iniciales- de lo que acabarían consolidando Enrique II y algo más tarde Enrique IV con su nueva, decisiva e histórica dinastía borbónica. Francisco I de Valois (1494-1547) no se limitaría a luchar en los campos de batalla europeos sino que trataría de ganar la carrera artística para su país con el grandioso Renacimiento, una tendencia cultural que ya había conseguido dominar en Italia desde mediados del siglo XV.

Príncipe verdaderamente renacentista, se ocuparía Francisco I de transformar su corte en un reducto de artistas de toda condición, origen y naturaleza. Ha pasado a la historia por haber acogido al gran Leonardo da Vinci en uno de los momentos más dramáticos para el artista. El gran creador florentino le bendeciría luego con grandes obras maestras hoy depositadas en el museo del Louvre. Enrique II continuaría la devoción de patronazgo nacional que su padre emprendiera para hacer de Francia una gran nación. Aunque ha pasado más a la historia por haber sido uno de los reyes franceses que adorase más a su amante que a su real esposa. Tres años después de celebrar su matrimonio con Catalina de Médicis -siendo él Delfín de Francia-, se uniría para siempre con la hermosa Diana de Poitiers, una concubina de extraordinaria belleza y piel tan blanca como solo las modelos renacentistas pudieran tener. Fue Francisco I quien en un viejo castillo al norte de Francia, el castillo  de Fonteinebleau, introdujese el Manierismo en su país. Redecoraría, rediseñaría y albergaría en ese vetusto castillo toda la creatividad que unos artistas italianos -entonces los mejores del mundo- pudieran realizar en suelo francés.

Se crearía así una escuela artística, la Escuela de Fontainebleau, una tendencia manierista que formaría a artistas franceses como François Clouet (1510-1572), el cual retrata en el año 1571 a la hermosa amante del rey Enrique II, Diana de Poitiers. Retrato que determinaría un peculiar estilo en la forma de plasmar la característica sensualidad del renacimiento manierista francés. Clouet había realizado en el año 1559 su mitológica creación El baño de Diana, donde el pintor representa al rey Enrique a caballo al fondo de la obra -distante del plano principal- en una escena en la que una diosa -Diana cazadora, ahora como una amante enamorada- está solazándose satisfecha rodeada de ninfas y sátiros manieristas. Estas obras de Clouet marcarían la tendencia que Fonteinebleau determinaría con su virtuosismo tan sensual, mágico o misterioso. Pero, a diferencia de obras de autores conocidos, muchas de las creaciones de ese período francés pasaron a la historia anónimas, sin posibilidad de saber quiénes fueron sus auténticos creadores. Es el caso del famoso cuadro más paradigmático de esa efímera escuela, Retrato de Gabrielle d'Estrées y una de sus hermanas. Siguiendo la influencia de Clouet, el autor anónimo realizaría una maravillosa obra de Arte, sin él saberlo incluso. ¿Qué mayor grandeza en un creador que la de no firmar su obra para jamás desvelar su autoría? Sin embargo, esta eventualidad -nunca sabida muy bien por qué- conllevaría a que el pintor se permitiese incluir algunas señales creativas y misteriosas. Unas libertades o mensajes semiocultos que hicieron de esta obra una de las creaciones más inquietantes y enigmáticas -además de bellas- habidas en la Historia del Arte.

Después del fallecimiento del rey Enrique II, Francia entraría en uno de los momentos históricos más difíciles en su edad moderna. Sus hijos hirían reinando frágilmente, sucediéndose en instantes cortos influidos por los terribles conflictos causados por las guerras de religión francesas. Los hugonotes -protestantes franceses- lucharían por el poder en Francia frente a los católicos fanáticos e intransigentes. Es entonces cuando Catalina de Médicis -la reina madre- piensa que un matrimonio resolvería todos los problemas de Francia. A su hija menor Margarita de Valois la compromete con el líder de los hugonotes franceses, un familiar lejano de los Valois, Enrique de Navarra (en aquellos años la Baja Navarra era un pequeño reino bajo influencia francesa). Pero, ambos contrayentes se detestaban y el matrimonio sólo mantuvo a salvo sus vidas frente a las traiciones de los otros candidatos al reino. Hasta que el trono francés acabase en manos de Enrique de Navarra  -el futuro rey Enrique IV- en el año 1589. Enrique IV fue uno de los más importantes reyes franceses ya que determinó las bases de la grandeza del país. Un año después, aún en luchas religiosas el país, un amigo del rey, el duque francés de Bellegarde -Roger de Saint-Larry-, le presenta a Enrique IV a su propia amante, la bella y joven Gabrielle d'Estrées, y entonces el rey francés quedaría fascinado de la hermosa amante del duque.

Enrique IV trataría de anular su matrimonio con Margarita de Valois, una mujer promiscua y lasciva en exceso, sin escrúpulo alguno en compartir su lecho con todo aquel que algún beneficio pudiera reportarle. Gabrielle, como la mayoría de las cortesanas de Francia, era una joven heredera de la alta sociedad que su padre acabaría uniendo en matrimonio con Nicolás d'Amerval. Sin embargo, Gabrielle d'Estrées abandonaría meses después a su noble marido para convertirse en la amante del rey de Francia. Tuvo Gabrielle con el rey tres hijos: César, Catalina y Alejandro, bastardos todos. Sin embargo, Gabrielle no dejaría de visitar a su antiguo amante Roger de Saint-Larry -el duque de Bellegarde- cuando el rey estuviese lejos, ocupado o enfermo. Cuenta una leyenda -que como todas no es verdad ni mentira- que Gabrielle d'Estréss quedaría embarazada de un cuarto hijo en octubre del año 1598, cuando el rey se encontraba recién operado de un absceso que le impedía orinar. Es entonces cuando retrataron a Gabrielle de ese sensual modo en Fontainebleau. ¿Quién la retrata así? No se sabe. ¿Por qué la pintaron de esa forma tan curiosa, sensual, provocativa y misteriosa? Tampoco se sabe.

Alguien -se supone un pintor- sabría todo lo relacionado sobre ella y su vida licenciosa, sus amoríos y leyendas. Entonces, con el virtuosismo que solo el Arte tiene, la pintarían atrapada entre el anhelo de ser reina, su futura maternidad y un padre enigmático, al parecer Roger de Saint-Larry. Este personaje -el duque de Bellegarde- está retratado dentro del cuadro -encima de la chimenea-, aunque sólo sus piernas se verán en la pintura. El sentido erótico del lienzo no fue sexual sino maternal. Lo fue así porque una de las características de su comprometido estado -el pezón desarrollado- se señala ahora entre los dedos de su compañera retratada. ¿Quién fue esta otra mujer? El título dice que su hermana, pero, ¿lo era realmente? Otros afirman que no, que se trata de la siguiente amante que tuvo el rey francés, Henriette d'Entragues. En abril del año 1599, cinco meses después de su misterioso embarazo, fallecería Gabrielle d'Estrées de una infección mortal. ¿El destino de Francia había estado en manos de un amor tan inadecuado para el rey? Enrique IV le prometería a su amante que, a su anulación matrimonial de Margarita, se esposaría con ella. Pero, sin embargo, esto nunca lo cumpliría el monarca.

Moriría Gabrielle d'Estrées antes y la familia Médicis acabaría reinando de nuevo en la corte de Francia. Enrique IV se casaría finalmente con María de Médicis en el año 1600. Y el reino comenzaría entonces un esplendor nunca visto antes en el país galo, ahora pacificado, próspero e ilusionado con su futuro. Para ese momento, el Manierismo triunfante en el Arte había acabado decayendo, poco a poco, frente al poderoso, balbuceante pero definitivo Barroco. Sin embargo, este nuevo estilo artístico barroco el rey francés no lo vería jamás.  El 14 de mayo del año 1610, cuando Enrique IV de Francia -el primer rey Borbón coronado en Europa- paseaba en su elegante carruaje por París camino de palacio, un iluminado católico fanático -François Ravaillac- se avalanzaría furioso hacia el monarca decidido y, con toda la fuerza de su ira vengativa y odiosa -por acabar tolerando el rey la Reforma protestante en Francia-, terminaría por herir mortalmente la vida de aquel rey francés tan enamorado, atribulado y ambicioso.

(Óleo Gabrielle d'Estrées -a la derecha- y una de sus hermanas, 1594, Escuela de Fontainebleau, Museo del Louvre, París; Obra manierista El baño de Diana, 1559, del pintor francés François Clouet, Museo de Rouen, Francia; Óleo Diana de Poitiers o Dama en el baño, 1571, de François Clouet, Galería Nacional de Washington, EEUU; Detalles -tres- de Gabrielle d'Estrées y una de sus hermanas, 1594, Escuela de Fontainebleau; Retrato de Margarita de Valois, Margarita de Navarra, 1572, François Clouet; Retrato de Enrique IV de Francia con armadura, 1610, del pintor flamenco Frans Pourbus el joven, Museo del Louvre, París.)