17 de enero de 2012

La velada belleza de lo sugerente frente a la rasgada belleza de lo manifiesto.



Es una leyenda conocida la matanza bíblica atribuida a Herodes y escrita por el evangelista Mateo. Una matanza donde las huestes del rey hebreo asesinan a niños no mayores de dos años nacidos en Belén. Todo como consecuencia de una criminal reserva a causa de una profecía recibida por Herodes. Profecía que de ser cierta uno de los inocentes niños de Judea acabaría destronando al monarca hebreo. En el Arte se ha representado la cruda escena bíblica por muchos pintores. Casi siempre mostrando un gran plano donde multitud de madres corren aterradas y perseguidas por soldados hebreos. Pero el Arte evoluciona en sus tendencias y se tomará libertades. Por ejemplo, el pintor belga François-Joseph Navez (1787-1869) plasmaría en su obra La Matanza de los inocentes otra cosa diferente... Porque en esta obra neoclásica del año 1824 no parecen tan pequeños los niños protegidos -¿inútilmente ya?- por unas madres ahora asoladas. Estas no corren angustiadas como en las escenas conocidas de esta legendaria matanza. Pero, da igual, porque no es eso, exactamente, lo más importante en esta neoclásica tendencia. Por otro lado, tampoco se aprecia en la obra nada que tenga que ver con la tradicional matanza. Sólo, a lo lejos, desfigurada, empequeñecida y en esbozo casi, se vislumbra ahora, como fijada en otro lienzo, la escena más conocida y violenta de los fieros ataques asesinos.

Los rostros en el lienzo neoclásico, aunque languidecientes y aturdidos, no pierden, sin embargo, la nobleza de lo excelso, de lo equilibrado o de lo bello. El encuadre neoclásico de Navez es perfecto y armonioso, se configura con las cinco figuras principales de la obra, que se complementan necesariamente. No se sabe en la obra neoclásica lo que le ha pasado al pequeño que, en brazos de su madre, se muestra ahora exánime. ¿Está muerto o desmayado? Para la sensación neoclásica -tan romántica- del pintor Navez lo que se pretende representar es el desamparo más inocente, la inocencia como paradigma, la sagrada belleza, más que profanada, acaso por profanar. Los colores en las obras neoclásicas no son hirientes, agresivos o dramáticos. Debían ser colores más rudos los tonos más propios de una tragedia como esa. Pero, aquí no. En el Neoclasicismo de Navez son otros los colores de esta legendaria tragedia infantil. Los colores neoclásicos son más suaves: son de pureza, de entrega, de esperanza. Salvo una pequeña escena encuadrada en el ángulo superior izquierdo, todo lo expresado en la pintura neoclásica es más acorde, sin embargo, con una expresión de mayor o más sagrada humanidad: porque lo que se expresa es fragilidad, es dulzura, es languidez o, incluso, alguna cierta resignación vital muy sosegada.

Solo en el rostro de una de las mujeres se aprecia un gesto precavido, temeroso o adusto. Es la mujer que, con una mano decidida, oculta lo único que puede ahora desentonar la lánguida escena neoclásica: el llanto y rostro aterido de otro niño. Éste no debilitado, como el pequeño anterior, tan solo desvalido. Un temor o desvalimiento que parece querer marginarse del sentido fundamental de la obra. Pero que, sin embargo, da el sesgo dramático necesario que una representación tan brutal como esta precise para serlo. Una época y tendencia artística -el Neoclasicismo- propicia a la sola insinuación altiva o heroica, sosegada o noble, pero, sin embargo, absolutamente incruenta. El otro cuadro de la misma tragedia bíblica es de un pintor más conocido, el barroco Nicolás Poussin (1594-1665). En este lienzo el realismo y el clasicismo se funden con la fuerza más expresiva del barroco de Poussin. El autor expone la auténtica tragedia descrita por el evangelista Mateo. La escena principal es justo la contraria del lienzo neoclásico. Porque ahora no hay reserva alguna de los gestos gráficos del asesinato evidenciado de un inocente bebé. No hay nada que nos lleve a pensar, a diferencia del cuadro neoclásico, que algo salve ahora al niño en este lienzo. No hay duda alguna, ni siquiera su aterrada madre lo dudará. Para una mayor certidumbre criminal, es un soldado hebreo el único asesino en el cuadro de Poussin: todos los demás son inocentes. Y para una mayor fuerza dramática el pintor francés sitúa a los protagonistas principales aislados del resto. La madre está desolada y los demás o gritan o corren lejos de ella. Nada, por tanto, consuela en este lienzo barroco lleno de horror. Consuelo que sí se apreciaba antes en el neoclásico y suave cuadro de Navez.

Pero es que los colores en la obra barroca son como deben ser los colores en una feroz y desalmada agresión: oscuros, rojos, ocres, encendidos. Sólo el inocente bebé reluce ahora puro y blanco. El encuadre de la obra barroca es propicio para resaltar el drama claramente. No hay salvación aquí, por tanto, no hay mejor lugar para el sacrificio que el aislado frío soportal callejero de una villa. Los rostros son evidentes, no se insinúan, se ven sus expresivas emociones. Uno de esos rostros, el del asesino feroz, es determinante, impávido, implacable, atroz; el otro, el rostro de la madre, es descarnado y suplicante, entregado ahora a cambio de la vida de su hijo, ya inútilmente. Por eso es aquí su gesto tan angustioso y mortal. Detrás del encuadre principal se ve un personaje desolado que mira ahora hacia lo alto; también una madre afligida que, ahora, no pide otra cosa más que no hubiese pedido, inútilmente, antes. Lo crudamente manifiesto frente a lo suavemente insinuado. Estas son parte de las diferencias estilísticas entre el Barroco y el Neoclasicismo. Pero, salvando las distancias, es en las imágenes eróticas donde, quizá, más podemos comprender la enorme diferencia expresiva en lo estético. El pintor actual Paul Laurenz consigue, en su obra no titulada, crear una de las más expresivas sensaciones eróticas. Sin embargo, no hay nada que muestre o enseñe claramente los elementos erógenos principales de una mujer. Nada. Es una creación moderna y actual, lo cual lo hace más significativo, ya que es más difícil sugerir cuando la época -el presente- no justifica más que lo expresamente desnudo, lo anatómicamente visible. Sorprende aquí una exposición equilibrada y sutil pero, a la vez, convincentemente erótica. Tan sólo los colores de la modelo y su pose insinuada la hacen verosímil eróticamente; el resto, los colores del entorno y la cándida silla, configuran sólo un pudoroso y aséptico decorado.

El siguiente cuadro, del decadentismo final del siglo XIX, del pintor François Martin-Kavel (1861-1931), nos lleva justo a presentir lo contrario. Aquí el pintor no pretende únicamente sugerir, bellamente por supuesto, sino que desea ir más allá. Pero su no sugerencia evidente le lleva a querer enseñar algo más lo prohibido, y, además, con una modelo complaciente que mira al espectador candorosa. En casi un siglo de diferencia, la capacidad de insinuación difiere mucho en estas dos obras pictóricas. Una que sólo insinúa frente a otra que algo desgarra, pero sin enseñar ambas ningún desnudo claramente. Posiblemente, la moderna imagen -del pintor Laurenz-, ahora suavemente erótica, resultase pueril en aquella época finisecular del siglo XIX. Del mismo modo que la imagen del pintor decadentista nos resulte ahora cándida para nosotros. Porque la mirada inocente y sincera, sin malicia y sin intención voluptuosa, entonces -finales del siglo XIX- sugeriría mucho con la sola muestra evidente de unos encantos semi-ocultos. Unos encantos eróticos que, sin embargo, son para la actualidad tan sólo un inocente gesto atrevido, algo simpático y curioso, pero sin mostrar ahora apenas nada seductor...

(Óleo del pintor neoclásico francés François-Joseph Navez, La Matanza de los Inocentes, 1824; Cuadro del pintor francés Nicolás Poussin, La Matanza de los inocentes, 1626, Museo Condé, Francia; Pintura intitulada, siglo XXI, del pintor e ilustrador actual francés Paul Laurenzi; Cuadro Joven en bata, del pintor francés François Martin-Kavel, finales del siglo XIX, principios del XX.)

14 de enero de 2012

El contraste, la sorpresa, la fuerza interior o la indecorosa fragilidad de la vida.



Cuando una vez se encontraba mirando por su ventana el pintor Andrew Wyeth (1917-2009), observaría entonces a una mujer que, arrastrándose difícilmente, se desplazaba por una de las laderas cercanas a su casa. Luego averiguó que padecía poliomielitis, y que, a pesar de eso, no dejaría ella de querer sentir el suelo bajo su piel. Entonces pensó pintar esa escena tan estremecedora. Pero, para respetar la identidad de la mujer, ideó utilizar mejor la figura de otra más joven, añadiendo a la imagen artística una fuerza emocional al tiempo que le restaba dramatismo. Porque ahora se incorporaban a la imagen otros elementos: deseo pasional, fuerza adolescente, necesidad emocional o querencia interior. Y para expresar todo eso requería el pintor otra modelo, no podía utilizar a la mujer real que viese luchar por las laderas de su casa. Así fue como su joven esposa contribuiría, en el año 1948, a modelar la artística silueta tendida de su imagen. Pero lo más extraordinario de la vida de este curioso creador norteamericano fue otra cosa, sin embargo, algo que llegaría a descubrir a los demás más de treinta y cinco años después de pintar unas obras, algo que sorprendería a todos, incluida su esposa: había llegado a realizar cerca de cincuenta pinturas que nunca había enseñado a nadie. Y todas esas obras de Arte habían sido de la misma modelo, una mujer desnuda y misteriosa a la que trató de proteger ocultando sus lienzos al mundo.

Al parecer, durante quince años -desde 1970 a 1985- había retratado a una mujer que vivía cerca de su casa de invierno, una que el pintor poseía en Pensilvania. Él la llamaba Helga y casi todas las obras eran desgarradores desnudos originales de ella. Un tema pictórico además, los desnudos, que el autor no había acostumbrado nunca a su público. Una tarde, sin embargo, se lo acabaría confesando a su mujer: tenía guardadas todas esas pinturas ocultas. Ahora, sólo el Arte importaba. Cuando le preguntaron a su esposa ¿por qué se lo ocultó a ella?, ésta respondió: Es una persona muy secreta, él no se mete en mi vida, ni yo en la suya, y ha valido la pena.  Poco después se supo que Helga existía, que había trabajado en casa del hermano del pintor, que era alemana de origen y que estaba casada y había tenido cuatro hijos y dos nietos. Sólo le molestó la indeseada y fastidiosa popularidad que eso había adquirido luego; si bien, pensaba, como lo pensó siempre, una cosa, que las obras de Andrew Wyeth son bellísimas.

A veces nuestra energía interior se sobrepone a lo azaroso: a lo escabroso, a lo doloroso, a lo penoso o a lo tormentoso de la vida. Y aun así, arrastrándonos incluso, haremos lo imposible por avanzar y alcanzar la meta, por volver a salir otra vez de nuevo al mundo, por volver a acabar algo por fin, o por volver a sentir de nuevo la vida, otra vez, ante nosotros. Para, en definitiva, volver a empezar otra vez, con la misma fuerza e ilusión de antes, o, también, para terminar por llegar adonde antes pretendíamos llegar, ilusionados. Es así como una fuerza poderosa y determinante nos impulsa de nuevo. Una fuerza poderosa, aunque también incapaz ahora de obtener aquel objetivo inicial y lejano de antes, aquel objetivo primero que, entonces, deseábamos obsesivamente pero que, ahora, inútilmente ya, su mismo deseo siquiera brille apenas en el horizonte de nuestra realidad, salvo ya con otra cosa diferente...  Para hacer ahora algo que, con ella -con esa fuerza poderosa interior que nos precipita-, al menos lleguemos a sentir de nuevo nuestra piel con lo que, apenas antes, era sólo un mero, vago e incomprendido anhelo interior del todo inconsistente. Pero que ahora, sin embargo, es lo único importante: ¡intentarlo! Porque es muy posible que luego, algo más tarde, se sienta incluso otra cosa diferente de lo esperado, pero seguro que no será peor. Aunque en ocasiones diferentes, con todas nuestras posibilidades físicas dispuestas, con nuestras ágiles piernas adheridas a nuestro deseo, no podíamos entonces ya sino bajar, estrepitosamente, la temible pendiente angustiosa de la vida. En ocasiones corriendo incluso para llegar a no entender bien cómo nos sucede a nosotros algo así, cómo descendemos ahora teniendo, sin embargo, todo lo físico o material para ayudarnos. Y esto es así porque ignoramos que haya algo más que nuestros medios físicos para conseguirlo, algo misterioso que nos lleve incluso a subir cuestas sin apenas poder hacerlo, algo que no surge sino del sincero, honesto y prometedor esfuerzo emocional interior más poderoso.

Según la mitología grecorromana el dios Júpiter tuvo un hijo adúltero con la bella Alcmena. El pequeño Hércules tuvo entonces que ser criado por el poderoso dios, ya que su esposa no lo aceptaría nunca. Pero, entonces, ¿cómo alimentarlo, cómo hacerlo sin una madre? Fue cuando Júpiter -Zeus en Grecia- idearía una estratagema para que su verdadera esposa, Juno, diese de mamar al pequeño sin ella percibirlo. Así que, cuando Juno estaba dormida, le colocaría Júpiter el bebé entre sus pechos. De ese modo, Hércules pudo ser alimentado con la leche poderosa de la diosa. Pero, una noche desabrida Juno se despierta de pronto. Entonces, ante la sorpresa de lo que pasaba, sólo pudo hacer un gesto impulsivo de repulsa, inconsciente y espontáneo. Alejaría así al pequeño Hércules de su pecho impúdicamente, y brotaría entonces, decidido y veloz, el blanco y fructífero líquido hacia el Universo... Esa fue la leyenda mítica que contaba la creación en el firmamento de las riadas de estrellas que forman La Vía Láctea.   El pintor flamenco del Barroco Pedro Pablo Rubens crearía en el año 1637 su pintura La Vía Láctea. Junto a otras sesenta y tres obras, esta curiosa obra barroca adornaba el pabellón de caza del rey Felipe IV de España. Este pabellón real, llamado entonces Torre de la Parada y situado no muy lejos de Madrid, acabaría teniendo un total de ciento setenta y seis obras pictóricas años después, en pleno siglo XVIII. Para el siglo siguiente la mayor parte de esas obras acabarían en un nuevo y grandioso museo, un edificio que fue antes Real Gabinete de Historia Natural, construido por el arquitecto Juan de Villanueva y adaptado luego como museo de Arte por el rey Fernando VII en el madrileño Paseo del Prado.

Aunque no es conforme a la medida literaria de lo que se crea una vez -y que no se debería luego añadir nada-, sí lo es a la verdad manifiesta que de una semblanza parcial o desafortunada no se evidenciaría entonces, pero que, ahora, sin embargo, pueda así -añadiendo este párrafo sensible- rectificarse. Es por eso que -a posteriori- quisiera incluir en esta entrada este añadido texto para destacar, claramente, esto: que una imagen artística puede ser entendida a veces solo como una representación iconográfica aséptica, estética y utilitaria para acompañar una inspiración crítica de una obra de Arte; pero que, sin embargo, también es sobre todo una representación vinculantemente emocional y relevante para algunos seres humanos que puedan haber sufrido o padecido lo que representa. La primera imagen de la entrada, el lienzo de Andrew Wyeth denominado El mundo de Cristina, expuesto aquí de un modo utilitario para simbolizar la lucha interior ante las fuerzas materiales que podamos o no disponer a veces en la vida, es, sin embargo, una de las imágenes de simbología personal más dura de toda la Historia del Arte. Una imagen que simboliza la más terrorífica sensación de soledad ante el desgarro terrible de los que sufren esa enfermedad. Representa la atormentada figura de una afectada por poliomielitis, una enfermedad que, hasta hace poco, fue de las peores de la Humanidad. Actualmente superada por fortuna en su prevención, pero dramática en las personas que aún la padecen. Para ellos, como para todos los que sienten alguna afección que les impida en algo vivir, no sólo debiera el Arte acercarse a comprenderlos sino que también nuestra consideración y respeto deben ser expresados en semblanzas que, como ésta, no supieron hacerlo antes... Antes de que alguien nos lo hubiese recordado sincera y amablemente.

(Cuadro del pintor norteamericano Andrew Wyeth, El mundo de Cristina, 1948, Museo de Arte Moderno, Nueva York; Obra del mismo autor, Invierno, de 1946; Lienzo de Andrew Wyeth, Amante, 1980; Cuadro de Andrew Wyeth, Desbordamiento, 1978; Cuadro del pintor Frederic Edwin Church, Aurora Boreal, 1865; Óleo del pintor Rubens, La Vía Láctea, 1637, Museo del Prado, Madrid; Fotografía Aurora Boreal y la Vía Láctea, Islandia, 2011, derechos de Iceland Aurora, Photo Tours.)

11 de enero de 2012

La esperanza y la inspiración u otras formas de ver ahora otra vez todo de nuevo.



En pleno momento romántico del siglo XIX un escritor argentino de los primeros de su literatura, Esteban Echevarría (1805-1851), compuso en el año 1837 un largo, épico, emotivo y trágico poema novelesco, La Cautiva. Los autores de ese estilo desgarrador romántico buscaban elementos narrativos que llevaran a golpear la emoción o a enardecer una semblanza sufrida con los gestos heroicos ahora abocados, sin embargo, irremisiblemente, a la caída. La obra romántica de Echevarría relataba la sorpresiva y violenta irrupción de unos indios mapuches en una población fronteriza argentina de entonces. Luego de azorarla tomaron rápidamente a una de sus mujeres y, de vuelta a sus territorios, se la llevaron sin dejar ahora que nada ni nadie pudiera evitarlo. Su esposo y su pequeño hijo quedaban atrás. Ahora ya nada es posible hacer, salvo buscarla. El marido, un militar de campañas indias, decide por fin aventurarse en su búsqueda por la pampa. Terminará capturado también por los indios y llevado a la misma suerte fatídica que su esposa. Sin embargo, es ahora ella quien, ante un desastroso final, consigue que ambos se liberen huyendo decididos del cautiverio, incluso a pesar de la resignada y nada confiada sensación liberadora de él. ¡Han conseguido huir, han conseguido salvarse! Pero ahora es el desierto, el desolado y sombrío desierto, el que, acechante, los espere a los dos abatidos y sin fuerzas. Así que, de nuevo, a volver a empezar otra vez todo de nuevo como antes. Pero la fuerza determinante de su voluntad y esperanza no pudieron soslayar, sin embargo, el abatimiento mortal de su marido ni tampoco de su propio trágico final, el de ella, al saber ahora que su propio hijo, atrapado por los indígenas también, nunca volvería a verlo con vida.Terminará el relato épico-romántico por sacrificar así, víctima de la desesperanza más atroz, a la entonces decidida, abnegada y fuerte mujer. 

Perséfone, conocida como la diosa Proserpina en la mitología romana, fue aquella hermosa doncella y mítica diosa griega de las semillas, de las plantas y la resurrección. Entonces una vez ella, descuidada y confiada, sería raptada por el dios Hades -o Plutón- en una bella tarde tranquila y prometedora. ¿Qué había sucedido para que entonces todo cambiara tan brusca y repentinamente además? No podía ella entender ahora nada de nada, tan sólo se aferraría a su ingrata sorpresa de que todo aquello que ella tenía, que había tenido hasta ahora, se habría acabado del todo y para siempre. Fue llevada entonces al inframundo, al reino profundo y tenebroso de su raptor. Éste la colmaría, sin embargo, allí de todas las glorias de su nueva condición como esposa. Pero Hades no comprendió entonces, cuando se dejase llevar por su deseo, que la diosa que había tomado no podría ya cubrir la Tierra con sus fértiles promesas. Eso alteraría la vida y el equilibrio de toda la Naturaleza. Entonces el gran dios Zeus, empujado por Deméter, diosa madre de la Tierra y de la raptada, trataría de obligar a Hades a entregar a Perséfone. Pero no aceptaría Hades tan fácilmente ese trato. Así que Zeus sólo pudo conseguir del dios subterráneo un compromiso: que la mitad del año fuese Perséfone a la vida, regresando de nuevo al inframundo la otra mitad. De este modo, en la tradición mitológica, aparecía la explicación de la floración primaveral que se lleva a cabo durante seis meses al año, para que, en los otros otoñales e invernales seis, las semillas vuelvan de nuevo, ocultas, latentes y enterradas, a los reinos oscuros y siniestros del Hades.

Es la esperanza a veces como la inspiración. Esperamos que esta última nos sobrevenga de nuevo, que pueda darnos otra vez el genio de pensar que todo lo que necesitamos ahora para vivir -o para crear- acabe por ser comprendido o elaborado de nuevo en nuestra mente fructífera. Y todo eso para servir a un propósito casi siempre: crear o vivir. Los pintores han representado la esperanza de muchas formas, pero solo George Frederick Watts (1817-1904) la compuso en su obra del año 1886 con los ojos cubiertos por una venda. ¿Es que es ciega la esperanza? No siempre, otros creadores no lo habían entendido así. Pero este pintor sí, él sí lo creía. Y así es como entiendo que es, en verdad. Porque la esperanza realmente no sabe nada, ni nunca lo sabrá. Porque todo es sorpresivo e inesperado en la vida. También, porque no dejaremos además -inconscientemente- que un único destino se nos enfrente ahora, indómito, a nuestra desesperación. Porque es vago e indefinido lo que se asume en el momento de sentir esperanza, es incierto, es inconcreto. Como en la inspiración... En el paisaje arrebatador del cuadro de Andreas Achenbach (1815-1910) se nos ofrece una puesta de sol luminosísima, de resplandeciente que es en su final, casi molesta algo incluso su reducido fulgor... Pero ahora, sin embargo, el entorno de este paisaje es aquí descorazonador porque un naufragio sobrecoge a las minúsculas personas que, trabajosamente, tratan de vencer la dura y despiadada tormenta inevitable. La Naturaleza representada nos asombra de modo estrepitoso tanto por la difícil embestida de su perfil en una parte del lienzo, como por la brillante y preciosista escena de la otra. Pero ambos entornos superan ahora aquí la vida de los hombres, no quedará ya más que la aceptación del resultado de las cosas. El maravilloso decorado nos hace ahora recordar que todo es conforme a la vida, a su propio desarrollo y a su propia belleza.

El siguiente y último cuadro, del pintor norteamericano Edwin Church (1826-1900), nos representa una brumosa, oscura y firme salida de la luna en un paisaje desolado, distante y también descorazonador. Pero no hay nada en esta obra de Arte que represente ahora, a diferencia de la anterior obra, una fuerza atronadora que destruya, abomine o inquiete. Porque lo que pudo ser destruido una vez lo fue ya. Porque ahora, sin embargo, relucirá en ese paisaje desolado prometedoramente algo. Algo resplandecerá ante los menguantes rayos solares que acabarán desvaneciéndose por el oculto horizonte contrario, ese otro horizonte que aquí ahora no se verá. No parece haber nada que nos ofrezca ahora ninguna esperanza, todo son ruinas y tenebrosidad. Aunque, a diferencia de la obra de Achenbach, este lienzo de Edwin Church, que como decimos no tiene a simple vista nada que nos lo suponga, posee ahora, sin embargo, más esperanza que el otro. ¿Por qué? Pues porque aquí todo ha pasado ya y en el otro estaba aún pasando. Ahora nada malo puede esperarse: estamos viviendo ahora tan sólo lo pasado... Hasta la luna incipiente del fondo acabará por iluminar luego todo aún mucho más, por justificar así todo aún mucho más. Hasta comprender ahora, serena y claramente, esas viejas y bellas formas de lo pasado, esas nuevas formas de poder verlo ahora ya todo de nuevo...

(Óleo del pintor simbolista inglés George Frederick Watts, 1817-1904, La Esperanza, 1886, Tate Gallery, Londres; Lienzo del pintor polaco Jacek Malczewski, La inspiración del pintor, 1897, Museo Nacional de Cracovia; Óleo La vuelta del malón, 1892, del pintor argentino Ángel Della Valle, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires; Cuadro del pintor italiano del barroco tardío Simone Pignoni, 1611-1698, El Rapto de Proserpina, 1650, Francia; Óleo Puesta de Sol después de la tormenta en la costa de Sicilia, 1853, del pintor Andreas Achenbach; Cuadro Salida de la Luna, 1880, del pintor paisajista americano Frederic Edwin Church.)

9 de enero de 2012

La conciencia de la Belleza salvará al mundo.



Cuando el día 12 de abril del año 1961 el cosmonauta ruso Yuri Gagarin se encontraba regresando a la Tierra, luego de ser el primer hombre que pilotaba una nave estratosférica alrededor del planeta, escribiría en su diario de a bordo: Al entrar de nuevo a la atmósfera me encontré en una bola de fuego. Luego, los rayos del sol atravesaban la capa terrestre y el horizonte se volvió color naranja intenso, que se iba cambiando paulatinamente a todos los colores del arco iris: al azul celeste, al azul oscuro, violeta, negro. ¡Una gama de colores indescriptible! Era como en los lienzos del pintor Nikolái RoerichNikolái Roerich había sentido en su vida una inmensa inquietud por la historia y la cultura universal. Esta ávida curiosidad le había llevado a sentir un interés por casi todo, desde la arqueología hasta la búsqueda de la espiritualidad. Luego de graduarse en la Escuela de Bellas Artes de San Petersburgo, compuso una de sus primeras creaciones pictóricas, El Mensajero, una pintura que le permitió darse a conocer en los ámbitos intelectuales y críticos de Rusia. Pero, pronto le recomendaron que fuese a ver a Tolstoi. Después de conocer su obra pictórica, Tolstoi le llegaría a decir a Roerich algo que le marcaría para el resto de su vida: ¿Ha podido alguna vez cruzar en barca un veloz y caudaloso río? Es menester guiar la embarcación a un lugar más alto que la meta o el río se la llevará. Lo mismo pasa en la esfera de las exigencias morales: hace falta guiar la barca hacia lo más alto posible ya que la vida se lo lleva todo. Si su mensajero maneja el timón muy alto, ¡entonces llegará!

Viajaría el pintor ruso luego a Norteamérica durante los años veinte. Más tarde fue comisionado a una expedición cultural en Asia y es entonces cuando descubrirá el Himalaya y los pueblos que circundan la inmensa cordillera. Para ese momento había el pintor comprendido que su Shambhala, es decir, su camino hacia la redención, pasaba inevitablemnete por el conocimiento de Oriente y de su divulgación al resto de la humanidad. Su popularidad en los los Estados Unidos le llevaría a mantener contactos con importantes personajes políticos. En los años de la Depresión norteamericana sería enviado por el govierno de Roosevelt a China para encontrar plantas que ayudaran a fomentar la agricultura y pudiesen además evitar la destrucción de sus capas fértiles. Roerich fue un filántropo universal que idearía un especial concepto ético-cultural para el mundo. La Cultura se apoya en la Belleza y en el Conocimiento, decía el artista, arqueólogo y filósofo ruso. De ese modo rememoraba la frase que su compatriota Dostoievski escribiera en una de sus novelas apasionantes: La conciencia de la Belleza salvará al mundo. En el año 1930 crearía un proyecto legal y cultural internacional al que se denominaría Pacto Roerich, y con el que pretendía vincular a los países de la Tierra para preservar y salvaguardar todas las creaciones culturales del mundo. Que fuesen independientes además de credos, políticas o intereses económicos. Fue apoyada por el presidente Roosevelt y en el año 1935 se firmaría el Pacto Roerich en Washington.

Cuando a finales de la Segunda Guerra Mundial Roerich quisiera regresar a Rusia desde la India -lugar donde acabaría teniendo su residencia-, solicitaría entonces el visado de entrada a su país, ya que había estado muchos años fuera de su patria. Pero no pudo llevar a cabo su deseo: fallecería en la India en el año 1947 sin saber que la entrada a su país le había sido denegada.  Pero ya daría igual, ahora había encontrado, por fin, su Shambhala... Eso que buscara tanto en sus viajes y lienzos inspirados. Los mismos lienzos que le obligaron a inspirarse también ante la gran cordillera enigmática del Himalaya, ante los grandes ríos majestuosos del mundo o ante las raíces culturales de toda  la humanidad. Y bajo ese gran techo geográfico del mundo, en el majestuoso valle de Kulu, se acabaría erigiendo un pequeño túmulo donde reposarían sus cenizas aventadas. Un túmulo donde una inscripción funeraria acompañaba unas letras inscritas diciendo para siempre: Que haya paz.

(Cuadro El camino a Shambhala, 1933, del pintor ruso Nikolái Roerich; Obra del pintor Nikolái Roerich, Brahmaputra, 1932, Museo en Riga; Óleo Huéspedes de ultramar, 1901, de Nikolái Roerich; Lienzo Mensajero, 1897, de Nikolái Roerich; Cuadro Zaratustra, 1933, de Nikolái Roerich; Obra de Nikolái Roerich, A la media noche, luz de Shambhala, 1940; Retrato de Nikolái Roerich, 1938, obra de su hijo Svetoslav Roerich; Fotografía Puesta de Sol desde la Estación Espacial internacional, 2010, de la web Abadiadigital.com.)

7 de enero de 2012

La argucia ante la probidad y el hallazgo ante la ofensa: el fauvismo de Matisse y el olvido de un creador.



Al ver por primera vez la Alhambra granadina, el pintor francés Henri Matisse (1869-1954) escribiría en el año 1910 a su mujer: Estoy contento de haber visto Granada. La Alhambra es una maravilla. Ahí he sentido mi más grande emoción. Un amigo español de Matisse, el también pintor Francisco Iturrino, le había recomendado hacer un viaje por España, particularmente a Andalucía, entre los años 1910 y 1911. Seis años antes, en 1904, Matisse había compuesto una obra influida ahora por el Puntillismo -una forma peculiar de postimpresionismo-, pero, sin embargo, desbordantemente colorista y muy diferente por la simplicidad y la sutileza de sus trazos. Matisse titularía la creación pictórica como Lujo, calma y Voluptuosidad, unas líricas palabras que fueron parte de un verso, compuesto cuarenta años antes, por el poeta decadentista Baudelaire: ¡Hija mía, mi hermana, piensa en la dulzura de ir a vivir juntos allí! ¡Amar sin cesar, amar y morir en ese país a ti parecido! Los soles mojados, los cielos nublados, para mi alma tienen los encantos tan misteriosos de tu traidora mirada, brillando a través de tus lágrimas. Allá todo es orden y belleza, lujo, calma y voluptuosidad.

Expuesta la obra en París en el año 1905, sus fuertes colores alarmaron los ojos de un público acostumbrado al suave fluir de las obras de antes. Así que los críticos que descubrieron el espectáculo de color abigarrado no supieron más que calificar la obra como una pintura llena de fiereza, de una fiereza febril, agresiva y ofensiva. De ahí el término que acabaría por denominar ese nuevo estilo artístico, fauve, fiereza en francés: Fauvismo. Pero nadie supo por entonces entender que todo eso acabaría por convertirse pronto en el estallido más revolucionario en la historia del Arte. Ese nuevo estilo generaría una belleza cromática que conseguiría atraer a muchos otros creadores en los siguientes años. Muchos acabarían por utilizar esta nueva tendencia para manejar los colores con la libertad que nunca ellos habrían imaginado antes. Algunos comprendieron que lo que habían querido hacer antes con los colores era lo mismo que ahora se estaba consiguiendo hacer con esta tendencia. Y hallaron que eso era el fauvismo, lo mismo que sus espíritus artísticos habrían deseado hacer antes, ignorantes entonces de que pudiera existir algo así en el Arte. Pero, finalmente acabarían por hallarlo en el Fauvismo.

El pintor Francisco Iturrino González (1864-1924) fue uno de ellos. Viajaría el pintor español hasta Bélgica sin saber muy bien qué encontrar ni dónde. Allí estudiaría pintura y se acercaría a la Flandes histórica y contemporánea del Arte. Luego llega a París, ¡y descubriría a Matisse!, y entonces su vida cambiaría para siempre... Siente el pintor que puede llegar a crear lo que nunca antes supuso saber cómo hacerlo. Sin embargo, su vida acabaría siendo un intento malogrado tanto en lo personal como en lo artístico. Varios de sus hijos y su esposa fallecieron antes que él. Más tarde, llegaría a padecer una enfermedad que acabaría con su vida sin llegar a ser reconocido como artista. Nunca fue reconocida su obra ni pudo vivir de ella, entusiasmado, sin embargo, al encontrar al fin toda aquella inspiración cromática que tanto le apasionara.

Cuando la diosa griega Hera descubriese que el dios Zeus -su esposo- sentía una ardiente pasión por la bella Ío, acabaría transformando a la ninfa en una indeseada y nada erótica ternera blanca. Para estar segura Hera de que el dios no la volvería a transformar en una bella amante lujuriosa, le encargaría al gigante Argos que la vigilase día y noche. El gigante poseía además de una fuerza extraordinaria una visión permanente y poderosa. Pero, sobre todo, disponía Argos de una personalidad fiel y confiada para con su diosa. Fue un eficaz servidor de Hera, ya que sus cien ojos le permitirían estar siempre atento a todo lo que pasara a su alrededor. Así que la diosa, segura de su elección, pensaría confiada en que Argos guardaría a la transformada y antes hermosa Ío. Pero el astuto Zeus no dejaría que nada se interpusiera en su deseo. Mandaría llamar al hábil y taimado dios Hermes para conseguir vencer al gigante Argos. ¿Pero, cómo podía vencer Hermes algo que no descansaba nunca, gracias a mantener la mitad de sus cien ojos despiertos mientras la otra mitad dormía? Sólo se le ocurrió una sencilla estratagema: se disfrazaría Hermes de pastor y engañaría al gigante con la serena intención de contarle mil historias aburridas. Acabaría así por conseguir que Argos cerrara, por fin, inofensivamente todos sus ojos permanentes.

La diosa Hera (Juno en la mitología romana) quiso recordar para siempre la memoria del abnegado gesto de su leal sirviente. Cuando le entregan la cabeza de Argos degollada por el decidido Hermes, dedicaría Hera todo el tiempo preciso en quitarle, uno por uno, los cien ojos mortecinos al gigante para colocarlos, vibrantes, en el plumaje desplegado y hermoso de un bello Pavo Real. Así homenajearía la diosa el recuerdo más vivo de aquel que muriera confiado en sus poderes. El pintor flamenco Rubens inmortalizaría en su cuadro Juno y Argos la tierna escena mitológica. Porque así aparece la diosa griega, ferviente y dulce tomando ahora entre sus manos los cien ojos de Argos. La magnífica obra ilustra una composición extraordinaria: aparece el cuerpo degollado del gigante a los pies de la diosa como el gesto fiel de un servidor leal. Exhibe Argos una pose confiada, recordándosele así en la obra que murió por hacer lo que debía. La diosa reconoce su leal entrega sacrificada porque Argos había conseguido hacer algo muy virtuoso: ser el más leal de los servidores. Decidida y orgullosa, no entiende la diosa mejor recuerdo para la memoria de Argos que mantener la visión de sus ojos entre las bellas alas de un Pavo Real. Aunque nadie supiese nunca de quiénes fueron esos ojos y por qué alguna vez fuesen entregados bellamente. Y  así esta leyenda es ahora también como una metáfora, como un augurio estético de lo que le sucediera al Arte clásico como consecuencia del advenimiento del Arte moderno...

(Obra fauvista de Henri Matisse, Odaliscas, 1928, Suecia; Óleo del pintor barroco Rubens, Juno y Argos, 1611; Cuadro El Paseo, del pintor simbolista -influido por fauvismo- Franz von Stuck; Autorretrato, del pintor español Francisco Iturrino, 1903; Lienzo de Henri Matisse, Lujo, calma y voluptuosidad, 1904, París; Óleo fauvista Concierto moruno, 1912, del pintor Francisco Iturrino; Cuadro del pintor Francisco Iturrino, Can-Can, 1898; Óleo fauvista La bailarina, 1906, del pintor André Derain.)

4 de enero de 2012

La duda, como la ocultación o el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los humanos.



Después de que Napoleón fuese completamente derrotado y desterrado a la isla de Santa Elena en el Atlántico, los aliados vencedores de la batalla de Waterloo apoyaron la vuelta de la monarquía a Francia. Así que entonces Inglaterra y Francia comenzaron, inevitablemente, un idílico y necesario acercamiento. Es por lo que, con el tratado de París del año 1815, los ingleses devolvieron la antigua colonia francesa africana del Senegal a los vencidos. Para el año 1816 Francia decidió que una flota mercante marchase por fin a sus antiguos dominios africanos. Tres barcos salieron entonces del puerto francés de Rochefort rumbo hacia la costa occidental del Senegal. Uno de aquellos barcos, la Medusa, era una enorme fragata que llevaba más de cuatrocientas personas a bordo. El capitán del barco, Hugues Duroy de Chaumereys, era un inexperto navegante muy poco conocedor del traicionero litoral arenoso del océano por aquella costa. Queriendo avanzar más rápido, acabaría alejándose fatídicamente del resto de la flota. Sin poder evitarlo, la Medusa terminaría embarrancada frente, pero lejos, de las desoladas orillas de la costa mauritana. No hubo salida porque los predadores bancos de arena en el mar son una terrible trampa mortal. Y embarrancaron inevitablemente. Sólo podían utilizar las pocas barcas que, para salvar vidas, llevaba a bordo la fragata. Pero, no todos podían embarcar en ellas. Unos 150 hombres se tuvieron que quedar a bordo de la Medusa embarrancada.

Decidieron entonces construir una enorme balsa con los maderos de la fragata, una balsa tan grande que les cobijara a todos hasta la costa. Cuando fue depositada en el mar la frágil embarcación se desbordaría más de lo previsto. Sin embargo, pronto se llenaría de seres humanos anhelosos por sobrevivir. Fue el mayor desastre vivido por unos hombres y mujeres enfrentados a su debilidad, a sus demonios, a sus egoístas deseos o a sus desesperados impulsos por vivir. Fueron asesinando a los que no garantizaran la estabilidad, a los amotinados y a los débiles. Acabaron, en un alarde de cruel supervivencia, devorando los cadáveres depositados entre los travesaños roídos de la triste balsa. Quedaban sólo quince personas a bordo cuando, casualmente, fueron rescatados por el buque Argus veintisiete días después. Para entonces ya habrían dejado incluso hasta de buscarlos. Cuando aparecieron en Francia, cuando todo se supo ya por fin, cuando se descubrieron las extraordinarias bajezas que, desde el capitán -que los abandonaría- hasta el último de los inescrupulosos supervivientes, habían llevado a cabo, todo se silenciaría. Ahora fue la vergüenza y el oprobio, la deshonra y el temor, lo que hicieron que las autoridades francesas trataran de ocultar los terribles hechos para siempre.

El romántico pintor francés Théodore Géricault (1791-1824), que había tenido que huir de Francia por una inapropiada relación familiar -un amor prohibido con su tía-, siempre se mostraría muy rebelde y crítico frente a las rigideces de la injusta sociedad que le tocó vivir. Así que no dudaría un momento en pintar la dramática escena vivida por sus compatriotas en el Atlántico. El mismo año del suceso comenzaría a preparar el pintor la inmensa obra (cerca de 5 x 7 metros). Pero, para entonces, justo al tiempo de empezar a pintarla, le sobrevino al artista la duda... ¿Qué debería ahora destacar realmente en su lienzo? Pensó en tres posibles escenarios. Uno el rescate de los náufragos, algo grandioso, reconfortante, esperanzador. Después pensó en pintar la revuelta de algunos supervivientes, la lucha entre ellos. Por último se le ocurrió pintar mejor el canibalismo que se produjo y que hubiese mostrado la desesperación humana. También quiso otorgar a la escena un espíritu de salvación pintando el buque Argus a lo lejos, pero, ahora, muy visible en el horizonte de la obra. Sin embargo, nada de todo eso llevaría a cabo el artista en su obra.

En un alarde impactante, decidió componer el pintor una estructura nunca antes vista en el Arte. Ni siquiera el punto de fuga, algo que los pintores establecen como recurso necesario, utilizaría entonces el pintor para realizar su obra. Todo lo sitúa en un primer plano donde se ve claramente lo terrible de aquel espantoso horror. La perspectiva de la imagen de la embarcación está muy sesgada, no se puede ver sino tan sólo un extremo de la misma. Y en ese extremo concentra el pintor a los náufragos apretados, tanto los vivos como los muertos, en un desgarrador instante muy trágico. Los vivos queriendo no desfallecer en solitario, creando así la imagen de un único cuerpo compacto que lucha ahora por sobrevivir. Aparecen hundidos o aferrados a alguna esperanza. Agitan algunos sus brazos, o lo que sea, hacia un horizonte en el que apenas se vislumbra la silueta salvadora del Argus, un carguero que sí se observa en el primer boceto que realizaría el pintor dos años antes. ¿Por qué lo quitaría luego de su obra final? Porque quiso mostrar sin él mucho más la fuerza dramática del desolador instante. Un año después de la tragedia se llevaría a cabo un juicio en Rochefort, el puerto desde donde saliera la flota. Un tribunal militar enjuiciaría entonces al capitán de Chaumereys. Uno de los testigos que sufriera el suceso fue el tripulante de la fragata Phillip D´Anrevs, que declararía compungido, abnegado y sincero, estas duras palabras ante los jueces: Los últimos tres días son borrosos y monótonos. Transcurrieron entre nuestro canibalismo imperdonable y la lucha por encontrar una razón para seguir existiendo. Creo que fui el primero en ver algo diferente a la masa uniforme de mar y cielo. Me incorporé y agité mi camisa, desesperado. No me vieron, no giraron. Entonces, frenéticamente, Corréad me alzó sobre sus hombros con la ayuda de Sivigny. Estábamos todos muy débiles, pero logramos que mi camisa, hecha jirones, flameara ahora más alto todavía. Y entonces lo vimos... Unos pocos hombres se revolvían en la balsa luchando contra la muerte. Llorábamos. Gritábamos. Algunos estiraban el cuello para ver qué sucedía. Otros cerraron los ojos para no ver la incierta realidad. Pero, entonces fue, entonces, cuando todos me escucharon decir: ¡El carguero ha virado, viene, viene hacia nosotros...!

(Obra actual del pintor chileno Benito Ricardi, La duda; Óleo del pintor Théodore Géricault, La Balsa de la Medusa, 1818, Louvre; Cuadro-ilustración del artista Winston Chmielinski, Hombre-Mujer pájaro, actual; Cuadro El regreso moderno del hijo pródigo, 1882, del pintor francés James Tissot, Museo de Nantes, Francia; Óleo del pintor Horace Vernet, Retrato de Théodore Gericault, 1823; Boceto realizado por Théodore Géricault sobre La Balsa de la Medusa, 1816, donde el autor refleja un primer intento de su obra, y en el que ahora se aprecia la silueta del barco rescatador al fondo, barco que finalmente el pintor descartó en la obra definitiva, donde apenas lo situó como un punto en el horizonte, Museo del Louvre, París.)

2 de enero de 2012

La paciencia, el propósito y los deseos humanos ante el advenimiento de la incertidumbre.



Griselda fue el personaje literario de uno de los cuentos que Giovanni Boccaccio (1313-1375) incorporase dentro de su obra maestra El Decamerón. Narraba la leyenda del marqués de Gualtieri, un heredero indolente, desconfiado y sesudo que, obligado por su linaje, debía ahora elegir esposa a pesar de las pocas ganas que él tuviese para hacerlo. Así que, en su afán por no dejarse dirigir ni por razones sociales ni familiares, decidiría el marqués que la elegida fuese Griselda, la joven, hermosa, dulce y bella hija de un pastor de su comarca. Ella, asombrada antes y pronto enamorada después, aceptará entusiasmada la oferta matrimonial del marqués. Pero, motivado por sus antiguos temores y desconfianzas, Gualtieri desea poner, crudamente incluso, a prueba la paciencia de la confiada Griselda. Así que cuando tuvieron a su primera hija dejaría el marqués entender a Griselda que sus amigos y parientes no acabarían por aceptar tal descendencia plebeya. Debía deshacerse entonces de ella... Para esto le enviará un sirviente al que deberá entregar a la recién nacida. Ella, sin embargo, terminaría por comprenderlo. Entendería sus deseos y, serenamente, acabaría aceptando sus terribles designios. Luego incluso el marqués terminaría por pedirle hasta la dispensa matrimonial, argumentando que ella no podría continuar unido a él ya que, por su alto nombre y solar, sería una barbaridad compartir su noble vida con una vulgar campesina. Todo lo aceptaría pacientemente Griselda. Al final hasta le dice ella: Señor, yo siempre he sabido de mi baja condición y de que ésta de ningún modo era apropiada a vuestra nobleza. Lo que he tenido con vos, de Dios y de vos sabía que era y nunca mío lo hice y tuve, sino que siempre lo tuve por prestado; si os place que os lo devuelva a mí me debe placer devolvéroslo. Gualtieri, comprendiendo que la paciente virtud de su mujer le había convencido totalmente, no pudo mantener por más tiempo la maquinal estrategia dubitativa. Entonces le anunciará a ella, decidido: Griselda, tiempo es de que recojas el fruto de tu paciencia. Porque no quise errar en mis temores a prueba te puse; pero, ahora, recibe a tus hijos y a mi vida.

Cuando el semanario norteamericano The Saturday evening Post decidiera publicar su portada aquel desolado fin de año de 1932, pensaría entonces que sería muy apropiada la que el ilustrador, artista y pintor Joseph Christian Leyendecker (1874-1951) había compuesto para su diseño informativo. Ese año 1932 había sido el más terrorífico año a causa de la dura quiebra económica que el país padecía desde hacía tres años. El nuevo año 1933 se presentaba cargado de esperanzas y los deseos de todos se aunaban en el firme propósito de que todo acabaría pronto, de que el nuevo año vendría cargado de promesas, bendiciones y cambios. Sin embargo, tan sólo fue el comienzo de un vano deseo, ya que la profunda crisis económica de los años treinta no terminaría, en el mejor de los casos, ni siquiera en los cuatro años siguientes a ese final de año de 1932. Todo había empezado mucho antes, antes del famoso crac bursátil del año 1929, antes, incluso, de los despilfarradores y alegres años de la década de los veinte. Todo empezaría realmente en los confiados, solemnes, atildados, frágiles y acechantes años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Aquellos años incrementaron peligrosamente la autoconfianza, el orgullo, la fuerza, la temeridad y la osadía.

Ese mismo artista Leyendecker ilustraría también aquellos engañosos, falsos y atrabiliarios años anteriores a la contienda mundial. Aquella Guerra mundial del año 1914 terminaría metabolizando lo que luego acabaría explosionando tiempo después y que generaría otro horror mucho peor -la Segunda Guerra mundial-, algo que solo unos locos años veinte habrían sosegado, anestesiados, antes de que todo volviera a cambiar, inevitablemente, apenas diez años después de aquel terrible crac económico. Es así como la incertidumbre sobreviene a veces, una emoción que subyacerá siempre debajo de toda incierta realidad, aunque ésta resulte ser luego algo que no acabe por ser ya del todo así, aun a pesar de parecerlo antes, pero que ahora, sin embargo, no lo acabará siendo finalmente... El gran creador holandés Rembrandt pintaría en el año 1655 una obra que no terminaría por titular. Por tanto, no hay certidumbre ahí, no sabemos ahora qué personaje realmente representaría la obra. Los historiadores acabaron titulándola Hombre con armadura. ¿Quién fue realmente el retratado? ¿Qué personaje histórico o legendario quiso retratar el genial artista barroco? Nadie lo sabe. Parece ser Alejandro Magno, pero sólo lo parece. Puede representar también cualquiera de los dioses griegos más guerreros, pero, ¿cuál de ellos? Un pendiente se observa incluso en la oreja de su perfil retratado. Un rostro, por otra parte, que no parece caracterizar la figura fuerte, decidida, adusta o fiera de un guerrero heroico; no, sino que ahora se vislumbra en su imagen la serena y pensativa mirada de un hombre que duda, de un ser humano ahora que reflexiona, vagamente, antes de tomar ya su última, ineludible o más difícil andadura...

El pintor francés Émile Friant (1863-1932) moriría justo antes de que aquel duro año de 1933 empezara a balbucear. Había sido educado en el estilo naturalista propio de su época realista, donde los lienzos entonces debían satisfacer a una clientela autocomplaciente y burguesa. Sus obras realistas retrataban la vida y las costumbres correctas de aquella sociedad de finales del siglo XIX, esa generación ocultamente espantosa que llevaría al abismo de la Primera Guerra Mundial. Pero en el finisecular año de 1899 el pintor naturalista decide componer una obra muy diferente, para nada realista sino del todo misteriosa y enigmática. La obra, titulada Viaje al infinito, conseguía aturdir al espectador que la observara -más todavía en aquellos años- ante la simple, pero compleja, imagen tan desconcertante que representaba la pintura. Un hombre solo se elevaba en el cielo, poco a poco, subido en un globo aerostático..., una tecnología que sería superada además muy pronto en aquellos años. Pero, no era este artefacto entonces, inventado ya por el hombre más de un siglo antes, lo verdaderamente importante aquí. El pintor recortaría en el encuadre de la obra enigmática parte de su amarillenta imagen excéntrica. Ante un cielo brillante, maravilloso, luminoso y prometedor, se contrastaba una tierra oscura, nebulosa, rocosa y compuesta incluso de formas abismales como terroríficas figuras simbólicas... Unas figuras como nubes ensombrecidas de súcubos -diablos femeninos infernales- que representaban lo más abismal, terrenal, destructor o fatalmente seductor del mundo despiadado. ¿Sería todo eso un simbólico presagio por entonces -año 1899-, un desesperado, triste y terrible presagio, de lo que acabaría sucediendo apenas quince años después? Algo que avisara a los seres humanos de lo que, verdaderamente, habría que tratar de hacer por entonces, sin embargo: ¡elevarse!, huir así -espiritualmente- de los engañosos y ofuscados alardes civilizados de un mundo equivocado y peligroso. Y hacerlo ya, rápidamente, mucho antes de lo que, quince años después, acabaría de un modo inapelable y terrorífico por llegar a suceder en el mundo.

(Ilustración de la portada del Saturday Evening Post del 31 de diciembre de 1932, pintada por el artista norteamericano Joseph Christian Leyendecker; Lienzo Griselda, 1910, del pintor norteamericano Maxfield Parrish, 1870-1966; Ilustración de los años de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918, en donde se observan, lustrosos y confiados, tanto a oficiales como a una enfermera sobre la borda de un orgulloso crucero naval, del artista Leyendecker; Óleo del pintor holandés Rembrandt, Caballero con armadura, 1655, Museo de Glasgow, Inglaterra; Cuadro Viaje al infinito, 1899, del pintor francés Émile Friant.)

27 de diciembre de 2011

La más arraigada y detestable de nuestras emociones: el miedo.



Cuando en el año 1806 el filósofo Hegel (1770-1831), asomado a la ventana de su vivienda en Jena, observase pasar a un Napoleón victorioso comprendería entonces que no podía ser otro que aquel espíritu universal que ideara con su teoría dialéctica de la historia. Para ilustrar mejor esa teoría Hegel la narraba como si de una novela de formación se tratara. En ella el héroe es ese espíritu o individuo que, en sus descabelladas, sucesivas y erráticas experiencias, no consigue entender nada de lo que quiere y que, a cambio, al querer saber siempre más de lo que sabe, terminará confundiéndose a sí mismo. Entonces acabará padeciendo una contradicción, la misma que hay entre la capacidad de entendimiento limitada -la que tiene ahora- y lo que no llega a comprender del todo -lo que ahora se le escapa-, la pared contra la que constantemente se estrella. Pero los golpes le llevarán a comprender que se encuentra finalmente en el camino. Ahora alcanzará a percibir la diferencia entre lo que se dice a sí mismo -aquello de lo que se trata según él- y lo que no sabe aún -la pared contra la que se golpea insistente-. Esta concienciación alcanzará, finalmente, la síntesis, lo que llevará al espíritu a superar la diferencia entre sí mismo (tesis) y la pared lastimosa con la que se enfrenta (antítesis). Este espíritu universal (o este individuo) se elevará en más conocimiento a medida que más contradicciones esté dispuesto a asumir. Así que entonces, octubre del año 1806, el más invicto de los espíritus, el más experimentado ser, su héroe -Napoleón-, está ahora desfilando justo por delante mismo de los ojos del avezado filósofo. 

Y todo eso llevaría a Hegel a realizar una interpretación de la Historia Universal. Las enormes contradicciones ocasionadas por la fallida Revolución francesa, por ejemplo, habían llevado al héroe vencedor, a ese espíritu universal -Napoleón-, a querer sublimarlas con su imperio poderoso. Sin embargo, no sería ese ya el fin de la historia, de aquella historia que asombrara por entonces al idealista filósofo. En absoluto. Tiempo más tarde, cuarenta años después, otro filósofo alemán, el materialista Karl Marx (1818-1883), utilizaría esa misma dialéctica filosófica para adaptarla ahora a su nueva teoría materialista. Porque ahora no es el espíritu el que describe, según Marx, la realidad histórica; ahora lo que está en contradicción es la terrible maldición de los inhumanos y explotadores medios de producción, de la despiadada vida desolada y de los seres humanos que la sufren o viven por otros. El Realismo estético vino a mediados del siglo XIX a querer describir esta contradicción existencial, algo nunca visto antes en la historia. El miedo social acabaría depositándose en el inconsciente colectivo de los humanos. Porque era este un miedo nuevo, un miedo que se producía no solamente por el desgarramiento de la guerra, de la enfermedad o de la muerte, sino un miedo al que se añadiría ahora la sociedad coercitiva, industrial y despiadada, un entorno social que vendría a describir la realidad más pavorosa y terrible de los seres humanos. Y los autores, pintores y escritores que vivieron esos crueles años -el tercio central del siglo diecinueve- plasmaron en sus obras realistas con toda crudeza el fiel dramatismo de las vidas desamparadas que se azoraban por un mal que las perseguía sempiternas. Y el Arte emotivo e inspirador trataría, a cambio de la distante filosofía, de enternecer las conciencias de los seres humanos -las de nosotros- para hacernos ver la fragilidad de la sociedad y de los seres que la sufrían.

Existió un dios mitológico de la Antigüedad griega llamado Pan que era protector de los rebaños y de sus pastores. Pero este dios, por su aspecto deforme y salvaje, parte bestia y parte humana, acabaría por ser muy temido por los hombres. Así que el dios Pan se convertiría entonces en un símbolo de lo más terrible, tanto que originaría con el tiempo el conocido término pánico. El caso fue que, con sus estentóreos gritos aterradores, asustaría a todos los seres vivientes por entonces. Nadie sabía muy bien por qué, exactamente, el dios Pan comenzara a gritar de ese modo tan horrible. ¿Vería algo Pan que los demás seres no fuesen capaces de percibir? Él, realmente, no era un dios como los demás dioses: no era inmortal. Era el único de los dioses paganos griegos que no lo era. Esto acabaría por ser luego providencial en la historia. En principio el Cristianismo lo tomaría como un motivo extraordinariamente útil para terminar con el odiado Paganismo, haciendo creer a todos, y proclamando así, su afortunada y definitiva muerte para siempre. Pero también ahora, ¿por qué no?, podría ser una oportunidad providencial para elevar otra sensación necesitada por todos: que el temor que inspirase alguna vez algún pánico no permanecerá nunca, que siempre terminará, que todos podemos sentirlo pero que no es inmortal. Que no sobrepasará nunca la mera sensación de oír su grito terrible, tan soez, bestial y desolado, a la realidad de que no llegará a sobrevivir, siquiera, al mínimo gesto que nos llevará entonces de percibirlo a comprender, finalmente, que todo termina.

(Óleo del pintor francés realista Alexandre Antigna, El Rayo de luz, 1848, Museo de Orsay, París; Cuadro La larga sombra, 1805, del pintor alemán neoclasicista Johann Heinrich Wilhelm Tischbein, 1751-1829; Cuadro realista El fuego, 1851, del pintor Alexandre Antigna, Orleans, Francia; Óleo Pan conforta a Psique, 1874, del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Naufragio a la luz de Luna, 1830, Berlín.)

23 de diciembre de 2011

El necesario desafío de la cumbre mágica o el pulso artístico y obsesivo de perseguir algo.



Desde ese lugar en el cual se ve la silueta de la montaña fascinante sentiremos acercarnos al sentido de todo. Es como entendemos que, desde siempre, hemos esperado verla grandiosa y sentirnos parte de ella. También para justificarnos como seres capaces de pensar, de crear o hasta de hacer saltar por los aires todo lo que sea. Pero, sobre todo, para poder admirar su grandeza, su infinita, abrumadora, inspirada y serena grandeza. Cuando el pintor postimpresionista Paul Cézanne (1839-1906) necesitara alejarse de todo, incluso de los suyos, viajaría a la luminosa y mediterránea Provenza para encontrarse mejor a sí mismo. Y allí, desestabilizado por la enfermedad y sus problemas conyugales, alquila un pequeño estudio desde donde poder pintar. Fue entonces que, desde una de sus ventanas, aparecería, impresionante y majestuoso, el perfil inquietante y mágico de la anhelada montaña de Sainte-Victoire. Tanto le obsesionaría esa montaña a Cézanne que la tuvo que pintar, al menos, en doce ocasiones, desde distintos lugares, desde diferentes ángulos, desde separados momentos de luz, desde todos sus estados de ánimo, hasta el final de su vida. Cuando muchos años después, en 1936, el escritor norteamericano Ernest Hemingway publicara uno de sus famosos cuentos en Esquire, acabaría poniéndole el exótico título de Las nieves del Kilimanjaro. En este pequeño relato quiso el escritor americano expresar el contraste curioso que supone la vida atribulada de los hombres. Por un lado, la auténtica vida real, la que vivimos anodina y dejaremos pasar -y que no contaremos a nadie- sin asombrarnos; por otro lado, frente a aquella, la que imaginamos ávidos en los grandiosos y falsos escritos inventados de la ficción.

Es como si no quisiéramos entender que la única razón de vivir es sólo haberlo hecho, nada más. Es como si no comprendiéramos o aceptáramos que la única forma natural de completar la vida es sólo morir después, serenamente.  Hemingway describe al protagonista de su relato herido ahora muy grave por un accidente de caza en África. Observa él además cómo todo su mundo, toda su vida, se le acaba muy pronto, inevitablemente. A la espera de recibir un imposible socorro, tiene entonces un sueño, una fantasía providencial que le hace imaginar estar volando en una avioneta, desde donde conseguirá salir de todo ese destino fatídico y poder salvarse. De pronto, divisa por una ventanilla del avión la cumbre nevada del monte más alto de África, el Kilimanjaro, y comprende ahora, inconscientemente, que es ahí hacia donde se dirige... Por fin, cierra los ojos definitivamente. El autor prologa el relato con la descripción de la montaña africana y una pequeña fábula local que cuenta que una vez encontraron, seco y helado, el esqueleto perdido de un leopardo muy cerca de la cumbre. Desde entonces nadie se había podido explicar qué haría un animal como ese allí, tan lejos de su medio ambiente, qué estaría buscando ahí -inútilmente- un felino ahora tan desorientado y perdido. El escritor alemán Thomas Mann explicaría en su novela La montaña mágica lo siguiente: Lo que el personaje ha aprendido a entender es que toda salud superior (todo fin deseado y elevado) tiene que pasar por la profunda experiencia de la enfermedad y de la muerte (del dolor, del desafío). Hacia la vida -continúa otro personaje de la novela- hay dos caminos, uno es el habitual, el directo y formal, el otro es malo y nos llevará sobre el dolor, sin embargo este es el camino genial. Esta idea de la enfermedad y la muerte como un paso necesario hacia el saber, la salud y la vida, hace de La montaña mágica una novela de iniciación extraordinaria.

Cuando para su hija Alcestis -una de las más bellas doncellas mitológicas- decide su padre unirla al más grande de los hombres de Grecia, solicita a los candidatos que sólo aquel que pueda llegar montado en un carro, tirado de leones y jabalíes, sería quien consiguiese su mano. Admeto, rey de Feres, quiso obtener a la bella Alcestis como fuese. Para ello, sabía él, únicamente con la ayuda de Apolo podría conseguirlo. El dios acepta, a cambio, sin embargo, le pide su propia vida, o la de cualquier otra persona que por él se cambie. Tras intentar, sin éxito, encontrar alguien que lo hiciera, con audacia acepta su destino aceptando él mismo el reto. Sin embargo, tratará después de no pagar su deuda. Luego de haber obtenido -gracias a la ayuda divina- su objetivo, Apolo le pide su deuda. Cuando Alcestis sabe lo que él había hecho para obtenerla, decide entonces ser ella ahora la que salve a Admeto de su deuda -cambiarse por él entregándose a los dioses-. Así fue como Apolo acabaría enviando finalmente a ella al Hades, el infierno griego. Tiempo después, Admeto le cuenta a su amigo Hércules, el más poderoso semidiós, el trágico fin de su amada. Compasivo con su amigo, recorre decidido la distancia profunda que le llevaría hasta el oculto inframundo. Así salvaría Hércules, entre luchas, dificultades y soledades, a la bella, enamorada y generosa Alcestis.

(Fotografía de la montaña africana Kilimanjaro, de 5895 metros, Tanzania; Fotografía de la silueta de la pequeña cordillera de la Sierra Sur sevillana, no siempre vista a consecuencia de la bruma, 2011; Óleo del pintor Paul Cézanne, La Montagne Sainte-Victoire, 1895, EEUU; Cuadro La Montagne Sainte-Victoire, 1906, del pintor Paul Cézanne, Tokyo, Japón; Óleo Rapto de Alcestis, 1867, del pintor Paul Cézanne; Cuadro del pintor Matisse, La alegría de la vida, 1906, EEUU.)