Cuando la Academia Francesa comenzara a determinar a mediados del siglo XVII lo que debía o no ser considerado Arte, estableció entonces una jerarquía de principios. Una clasificación que mostrase las obras merecedoras de elogios frente a las que no tendrían ningún honor en ese sentido. Planteaba distintos niveles de Arte desde el más inspirado y acreedor de belleza genuina, hasta el menos llamado a ser una obra artística elogiosa. Defendía la creación artística que emocionase no solo con su visión, sino con cualquier otra cosa que ofreciera estímulo espiritual o alarde moralizante. Fue conocida como La jerarquía de géneros. En el primer peldaño de esa pirámide artística se encontraba la Pintura de temática histórica, obras de Arte de elevados momentos épicos que llevaran a ensalzar el espíritu y la grandeza del hombre. Luego, más abajo, estarían los grandes retratos de personajes importantes o consagrados. Seguidamente estarían los paisajes, los estimulantes paisajes que llevaran la realidad o la fantasía al mítico instante inspirador. Finalmente, en el último de los peldaños de esa tendenciosa jerarquía artística, se situaban los bodegones y las llamadas escenas de género, obras donde la cotidianeidad, sencillez, serenidad y originalidad marcasen la representación de una vida doméstica, vulgar o menos significativa.
Sin embargo, el Arte es lo menos manipulador que existe. Es imposible usarlo para mentir o para desgraciar, para asolar o para compartimentar o para hacer sentir lo contrario a lo que el Arte ofrece con sus bendiciones ecuánimes y despersonalizadas. Porque el Arte es algo absolutamente entregado al que lo ve, con la desnuda claridad de sus formas y provisto tanto de falta de totalidad como de falta de seguridad. Porque nada es más que nada en el Arte. Solo la grandeza de su creación, de su única y poderosa creación -completamente subjetiva-, puede albergar grandes motivos para llegar a las emociones que se proponga y que recibirán todos los que se acerquen honestos a sus fronteras. Pero, entonces, ¿para qué el Arte? El escritor suizo Alain de Botton dice del Arte frente a los que piensan de su inutilidad práctica: Es una de las pocas empresas vitales más importantes que existen. El Arte es un medio para ofrecer soluciones a las más profundas inquietudes y ansiedades del hombre. Al presenciar una obra maestra se descubre que lo que la define es el deseo de eliminar el error, de disipar la confusión, o de disminuir el sufrimiento de los seres humanos.
Y como muestra de ambas cosas, del desdén sutil del Arte hacia la grandeza de las grandes escenas reconocidas así como de su capacidad para la conmiseración humana más desinteresada, acudo a una obra maestra de un genial pintor francés de la misma época en que se creara aquella Academia rigurosa, el barroco Nicolás Poussin. Muchos años antes de que el pintor compusiera su obra, un poeta italiano del Renacimiento, Torquato Tasso (1544-1595), había escrito en el año 1562 su extraordinaria epopeya Jerusalén liberada. En este grandioso poema renacentista un caballero cruzado, Tancredo, acabaría caído en la cruzada de Jerusalén al lado de su amada Herminia, la cual hasta se corta sus cabellos para tratar de curar las heridas al héroe. La obra de Poussin -Tancredo y Herminia- vibrará con la escena más épica, pero, también, con la más humana. Las figuras dibujadas muestran al escudero fiel, que se acerca para auxiliar al héroe; a la princesa Herminia de Antioquía que, decidida, tomará la espada para rasgar su propia cabellera; también a los caballos en escorzo que incluso el blanco, el del caballero, dirige ahora una mirada original cargada de cierta compasión hacia su amo. Los colores de la obra y el firmamento desgarrado tratan de elogiar así el aprecio hacia un personaje malogrado, un personaje ahora absolutamente de ficción, es decir, del todo históricamente desconocido en la realidad de aquella cruzada. Pero, sin embargo, es ahora algo más tan solo por el Arte, por las cosas que el pintor y el poeta inventaron sobre él. Pero también por nosotros, que lo vemos ahora así, eternamente bendecido por el Arte.
La leyenda del relato está basada en la historia de Tancredo de Hauteville (a. 1075- 1112), un caballero normando de Sicilia que marcharía en la Primera Cruzada a Jerusalén. A pesar de los crueles actos cometidos por los cruzados en la toma de la ciudad, Tancredo de Hauteville trataría de proteger en lo posible a sus habitantes de aquella violencia infame. Pero la inesperada furia de los cruzados acabaría desbordando sus deseos y el más sangriento episodio terminaría trágicamente. Moriría Tancredo en Antioquía en el año 1112 de una vulgar epidemia tifoidea. Y, a pesar de haberse casado con una de las hijas del rey francés, no dejaría descendencia ni recuerdo ni épica alguna en su linaje. En la obra barroca de Poussin -como en el verso renacentista de Tasso- se nos muestra a un personaje herido y abatido totalmente, no nos muestra el Arte al real personaje histórico -nada épico ni glorioso- sino solo al querido personaje glorificado solo por el Arte.
No al ser real, anodino y sin semblanzas -para aquel Arte jerarquizado-, no al hombre que pasaría por conseguir poco más que su desconocida vida para el Arte -a pesar de haber llegado a ser incluso príncipe de Galilea-, no. Plasmaría solo al ser ideado y consagrado, al querido por todos al verlo ahora así, glorificado por el Arte. Al que los demás personajes retratados sienten ahora por él un aprecio, una identificación y una compasión sincera y emotiva. Esta es la compasión del Arte, la única expresión parecida que ahora pueda ser aleccionada así, gracias a sus formas artísticas, en unas glorificaciones sinceras y geniales. La única que pueda motivar emociones permanentes e incondicionales. La que representará desde la más pura ficción la mayor gloria bendecida de los hombres. La que solo hará un juicio general del ser humano, no una parodia o un panegírico o una alabanza de, aparentemente, unos grandes personajes reales o reconocidos. Unos personajes históricos con grandes nombres y apellidos pero que, ahora, a consecuencia de la valoración estética de antes, o de sus humanas vidas reales y miserables, no serán vistos en el Arte como unos seres ni mejores ni tan grandes, ni más dignos que los otros, que todos nosotros. Como sí lo serán, a cambio, solo los seres anónimos que ahora, así, elogiados artísticamente, permanecerán, eternos, solo reconocidos por el Arte.
No al ser real, anodino y sin semblanzas -para aquel Arte jerarquizado-, no al hombre que pasaría por conseguir poco más que su desconocida vida para el Arte -a pesar de haber llegado a ser incluso príncipe de Galilea-, no. Plasmaría solo al ser ideado y consagrado, al querido por todos al verlo ahora así, glorificado por el Arte. Al que los demás personajes retratados sienten ahora por él un aprecio, una identificación y una compasión sincera y emotiva. Esta es la compasión del Arte, la única expresión parecida que ahora pueda ser aleccionada así, gracias a sus formas artísticas, en unas glorificaciones sinceras y geniales. La única que pueda motivar emociones permanentes e incondicionales. La que representará desde la más pura ficción la mayor gloria bendecida de los hombres. La que solo hará un juicio general del ser humano, no una parodia o un panegírico o una alabanza de, aparentemente, unos grandes personajes reales o reconocidos. Unos personajes históricos con grandes nombres y apellidos pero que, ahora, a consecuencia de la valoración estética de antes, o de sus humanas vidas reales y miserables, no serán vistos en el Arte como unos seres ni mejores ni tan grandes, ni más dignos que los otros, que todos nosotros. Como sí lo serán, a cambio, solo los seres anónimos que ahora, así, elogiados artísticamente, permanecerán, eternos, solo reconocidos por el Arte.
(Óleo de Nicolás Poussin, Tancredo y Herminia, 1630, Museo Hermitage, San Petersburgo; Retrato de Tancredo de Hauteville; Cuadro de escena de género, La Bendición, 1740, del pintor Jean Siméon Chardin, Museo del Louvre; Óleo Orfeo y las Bacantes, 1710, del pintor Gregorio Lazzarini; Lienzo La coronación de Napoleón, 1807, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, Louvre; Magnífico cuadro impresionista de un paisaje sencillo, del pintor Alfred Sisley, Claro en el bosque, 1895, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)