Sin el Renacimiento no hubiésemos llegado a consolidar el verdadero sentido de lo que es una obra maestra de Arte. Es decir, no hubiésemos podido desligar lo que es una representación estética limitada a un tiempo concreto de lo que, a cambio, es un símbolo universal sin fronteras temporales, espaciales, ideológicas o sentimentales. Y todo esto último no es fácil llevarlo a cabo siempre en el Arte. ¿Quién puede desprenderse de las consideraciones abstractas, psicológicas, cognitivas, culturales o personales que intervienen en cualquier proceso creativo? Tan sólo el creador de la obra maestra de Arte. Y la obra maestra únicamente comenzaría a ser posible gracias a lo que sucediera en el pensamiento humano durante el extraordinario salto cultural llevado a cabo en la Italia del siglo XV. Es lo que hizo a Europa ser el lugar donde se crease el concepto universal de Arte, un proceso desligado de consideraciones culturales monolíticas, regionales, monográficas o unilineales socialmente. La historia de Europa lleva el germen cultural de dos grandes influencias transcontinentales -totalmente diferentes y opuestas- que fueron obligadas a convivir durante siglos, y que, luego, en su asimilación estética de mediados del siglo XV -lo que fue el Renacimiento-, posibilitaron una extraordinaria simbiosis cultural como en ninguna otra parte del mundo se pudo conseguir.
Esas dos grandes influencias, opuestas pero forzadas por la historia a desarrollarse juntas en Europa, fueron la cultura grecorromana por un lado y la tradición judeocristiana por otro. Esta última acabaría venciendo durante la Edad Media y así se impuso en las costumbres, filosofía, ciencia o cultura de entonces. Pero, de pronto, en las profundas conciencias culturales de los hombres y mujeres del Renacimiento, brotaría una nostalgia afortunada de la otra influencia histórica, la cultura helenística. Y con todo eso avanzaría por entonces -siglo XV- una nueva sociedad y su nuevo Arte, cosas que surgirían de los contactos de esas dos fuerzas telúricas culturales que se vieron obligadas a convivir siglos después de haberlo hecho antes. Porque además no se pudieron evitar ni una ni la otra influencia. Y de esa virtualidad dialéctica, de ese maravilloso artificio simbiótico artístico, se produciría la peculiar forma de alcanzar la sublime estética maravillosa de lo que hoy entendemos como obras maestras del Arte universal.
Joachim Patinir (1480-1524) fue un pintor flamenco que, como algunos de sus paisanos artistas, llegaría a conseguir reflejar el sentido más renacentista de la obra universal, un sentido estético que debía conseguir aunar belleza con mensaje doctrinal, es decir, estética universal con sentido espiritual... En su obra Las tentaciones de san Antonio Abad tenemos, inspirada del medievo sagrado, la leyenda de las vicisitudes morales de este santo cristiano del siglo IV (una parcialidad cultural, por otra parte). Cierto es que el símbolo bíblico de la manzana aparece en la obra como un motivo claro de tentación negativa (parcialidad religiosa), pero no es menos cierto que todo eso aparece ahora justo en el escenario más universal de todos los posibles escenarios artísticos: el paisaje idealizado de un paradisíaco lugar extraordinario. Extraordinario porque lo contiene todo, no es ni parcial ni existe tampoco un lugar así en el mundo, sin embargo. No vemos solamente la geografía africana original de la región nativa del santo anacoreta; tampoco vemos solo la geografía bíblica de los momentos descritos por los pasajes pecaminosos sagrados; ni siquiera veremos solo la idílica Arcadia de los instantes narrados siglos antes por sus poetas jonios. No, ahora todo eso está ahí junto, idealizado y reflejando la estética simbiótica más universal de todas.
La mitología griega se transforma estéticamente en deformados seres alados o en monstruosos personajes desperdigados y representados como una cruel metáfora profética, como un símbolo de lo malvado, de lo desolado o de lo mortífero. Aparecen otros seres, además de los deformados, éstos son los humanos, tanto los buenos como los malos, como narrará interesada siempre cualquier mitología terrenal. En este caso no se pueden universalizar ni el sentido estético ni la apariencia artística, sólo es en esto donde la universalidad del Arte se pervierte aquí culturalmente. Ahora requeriremos conocer la leyenda o la historia particular para saber por qué ese hombre, que nos mira abatido y desolado, está rodeado de personajes femeninos encantadores, bellos y atractivos o monstruosamente despectivos, como es el caso de la vieja y estrafalaria alcahueta. En la obra de Patinir todo está hábilmente decorado, con uno de los paisajes más completos, inspirados y conseguidos de todo el Arte universal. Desde los picos kársticos de la cordillera gris y agreste hasta la laguna plácida del fondo, desde un cielo tormentoso y oscurecido hasta el escenario del bosque pantanoso y alegre que vemos a la derecha. También, el sereno monasterio elevado en lo alto del desnudo peñasco destacado y poderoso a la izquierda del cuadro.
El propio pintor buscaría más crear en su obra un maravilloso paisaje que cualquier otra cosa, cultural, moral o religiosa. El tema de la obra, la tentación, era una excusa artística para poder describir todo el escenario maravilloso de un paisaje abrumador por su belleza, por su fuerza y su contraste. También por representarlo con las connotaciones propias de lo brillante y lo tenebroso, lo elevado y lo maltratado, lo deseable y lo sublimable... Y todo eso expresado sin fronteras definidas, sin límites contrarios definibles, o sin partes delimitadas que concentren la maldad o la bondad de este mundo. Todo está entremezclado y justificado en el paisaje por su propia esencia ética, que surge además de la estética, por lo que cada cosa individualmente es representada dentro de lo vario y sin delimitar frontera alguna. Este es, probablemente, el mensaje moral iconográfico: que nada -en la Naturaleza prodigiosa- distinguirá o representará la malvada tentación más inconfesable en este mundo... Salvo la fuerza interior que posean, o no, los seres desesperados. Porque la belleza además no tiene por qué identificarse con la moral, que aquélla es siempre independiente de ésta. Que aquí, en su obra renacentista, el creador flamenco nos lo hace ver, apenas sin traslucir del todo, como la única cosa más universal, humana y poderosa del mundo.
(Óleo renacentista Las tentaciones de san Antonio Abad, 1524, del pintor flamenco Joachim Patinir, Museo Nacional del Prado.)