¿Qué hizo Leonardo da Vinci para componer una figura tan sublime y, a la vez, tan enigmáticamente incompleta? ¿Lo hizo queriendo o simplemente dejaría su obra inacabada? Es conocida la peculiar frecuencia con la que el genial pintor renacentista dejaría sus obras sin terminar. Es cierto que en el Arte terminar es una palabra que no conjuga muy bien con el sentido creativo. En el caso de Leonardo se sabe -ahí están sus cuadros- que dejó muchas de sus obras sin acabar mínimamente. En La Gioconda (Museo del Louvre - 1519) nos dejaría, sin embargo, con la duda. La obra es perfecta de todas formas, la obra nos emociona así como está. El gran florentino no defrauda ante los gestos inacabados, ante los trazos novedosos de un Renacimiento ejemplar, ante una mirada o ante unos de los rasgos más indescifrables de la historia del Arte. Leonardo da Vinci consiguió con el esfumato (pintar finas capas creando unas veladuras magistrales) un realismo que no se había conocido hasta entonces. Esto y la enigmática renacentista hicieron de él un ejemplo de cómo representar cosas que, hasta entonces, nunca se habían representado en un lienzo: la sutileza, la ambigüedad, la inanidad, la fugacidad, la austeridad, la simplicidad, la indolencia, la impasibilidad...
¿Qué decir de La Gioconda? No es un cuadro muy grande. Recuerdo que, hace muchos años, cuando visité el museo parisino, me sorprendió el pequeño tamaño de la obra, protegidísima tras gruesos cristales antivandálicos. Tampoco existen reproducciones en internet de gran resolución. Sin observarla bien, es difícil apreciar los detalles importantes. Por tanto, sólo puede uno ahora distanciarse de la imagen y tratar de mirar lo que los pintores realmente persiguen que veamos: la esencia momentánea, el instante fugaz... Y Leonardo da Vinci fue el primero -de muchos que vinieron después- en obtener esto genialmente. Se habla de la perfección, de la idealidad de las obras renacentistas. Pero, no. Da Vinci es posiblemente el primero que -queriéndolo o sin querer, seguro lo primero- expresaría otras cosas no tan perfectas, dejando en la mente del observador más dudas o vacíos que las que refleja la mirada enigmática de la modelo. Con el Renacimiento, el período más clásico o la etapa artística más consagrada a la idealidad de lo perfecto, el genial creador italiano nos insistió bellamente: la vida no es un mundo donde lo Ideal alcance a vislumbrarse.
Sin embargo, el Renacimiento se basa en los principios neoplatónicos inspirados por el filosofo Platón y sus teorías de las Ideas. Pero esto no es ninguna contradicción. Las Ideas platónicas son la plasmación más elevada -por tanto fuera de este mundo- de todas las cosas que existen. El Arte, por el contrario, es propio de este mundo, algo que Leonardo da Vinci defendió siempre. El pintor renacentista Rafael Sanzio -contemporáneo y amigo de Leonardo- representaría, a cambio, la idealidad más consagrada, el fervor artístico más perfecto -imitador sublime del ideal de la Naturaleza-, pero esto lo hizo Rafael, sin embargo, con los rasgos icónicos representativos más alejados de la vida terrenal o natural... Esta misma vida que emociona, pero también maltrata, que estimula virtudes, pero también fracasa, que embellece las formas, pero también las destruye, que ennoblece la vida, pero también la envilece... En Leonardo su visión terrenal llevaría una sutileza genial, porque supo plasmar en sus obras además un sentido realista y, a la vez, otro muy esperanzador.
El Clasicismo -la perfección, la idealidad, la belleza más consagrada en sus perfectas formas- se mantuvo después de Leonardo durante casi tres siglos. Luego comenzaría a debilitarse lentamente. Primero con el Romanticismo, una fuerza de la vida, de la Naturaleza y del hombre que se produjo a finales del siglo XVIII y que hizo saltar por los aires la historia, el Arte, al hombre y hasta la manera de entender el mundo. El Romanticismo no fue exactamente lo que Leonardo da Vinci intuyó cuando pintó La Gioconda sobre el año 1516. El Romanticismo no había tenido precedentes en la historia, esta tendencia artística rompió el Clasicismo para componer las cosas de otra forma, acentuando la emoción y la fugacidad... La fugacidad, pero también la idealidad. Para el Romanticismo lo ideal es un concepto reemplazable, por ejemplo, con el término psicológico denominado objeto a, es decir, es como un destino obsesivo a tratar de perseguir por el ser humano. Leonardo da Vinci, a diferencia del Romanticismo, no nos expresaría nada que insinuase esa obsesión vitalista, todo lo contrario. Él demostraría que la belleza de la vida es representada, y vivida, tan solo en un momento, en un instante. Pero no porque -como en el Romanticismo- esa belleza fuera ideal, única, existente o terrenal; no, sino porque no lo es, porque no existe, porque solo es una representación (pictórica, mental, poética, impasible...) que los seres humanos llevan a cabo para justificar así sus propias emociones anheladas. Esas mismas emociones que los humanos no son capaces, sin embargo, de sostener entre los dedos de su vida por demasiado tiempo...
Fue a mediados del siglo XIX cuando el mundo volvió de nuevo, ahora con uno de los creadores más sutiles de un realismo-impresionismo emergente, a encontrar aquella sensación que Leonardo fijase siglos antes en un lienzo. Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875) fue el primer pintor que consiguió aunar emoción con realismo. Es decir, que alcanzaría a comprender artísticamente antes que nadie que la vida se compone de dualidades compartidas y complementarias: de felicidad y torpeza, de agonía y belleza, de sublimidad estética -y ética- y una cierta vaga sensación demoledora y decepcionante. Escribiría el pintor Corot: No hay que perder nunca la primera impresión que nos ha conmovido... Esta, la primera impresión, es la única que existe, ya que todo lo demás es confusión, sorpresa, demolición, fenecimiento..., o una serena sensación de inanidad o de efímera materialización de lo inacabado. En sus obras Corot retrata siempre la emoción, pero no una emoción romántica; plasmará a cambio una emoción que no dura, que no representa ninguna idealidad, ninguna exultante forma de virtud perenne, humana o sobrehumana. Corot, que siempre prefirió pintar paisajes a otra cosa, crearía una vez un retrato humano muy sobrecogedor. En el año 1868 pinta su obra Mujer de la perla, una reminiscencia de aquella Mona-Lisa leonardiana. ¿Sospecharía el pintor francés cierta fragancia sutil de una enigmática vaga sensación que el genio florentino anticipó ya?
En este retrato de Corot qué vemos de pronto. ¿Hay realismo, romanticismo, clasicismo o impresionismo? Da igual. Todo eso junto, probablemente. Pero, sobre todo, inspiró el creador francés la experiencia de la vida humana, no la divina sino la terrenal, no la idealizada sino la emotiva en un instante, no la permanente en sus anhelos serviles a los dioses del deseo por querer atrapar cosas inasumibles... Nada durará. Nada se elevará por encima de nada. Nada será un objeto idealizado de otra cosa. Nada conseguirá sublimar o superar la propia vida porque esta es pasajera, inconstante, sorpresiva, fugaz, incompleta, insatisfecha, demoledora y aniquiladora. En el retrato de Corot la mujer aparece sin un fondo incluso -a diferencia de La Gioconda-, sin otra luz que la que ella misma refleja, sin otra sensación que nos lleve a pensar, realmente, qué emoción está sintiendo ella o ha sentido antes o sentirá después. Nada, no hay nada ahí, solo su propia luz y su sosiego, solo su efímera mirada dirigida a nosotros. Una mirada que, sin gritar, parece decirnos, suavemente: nada se eleva nunca sobre nada, todo acabará igual finalmente. Porque la idealización de las cosas de la vida no es más que una huida para tratar de afrontar la propia incapacidad de comprenderla. Pero Corot, a cambio, sí la comprendería... Nos dejaría el pintor francés escrito esto: Mientras busco la imitación concienzuda no pierdo ni un instante la emoción. Lo real es una parte del Arte, pero el sentimiento lo completa. Si estamos verdaderamente conmovidos, la sinceridad de nuestra emoción se transmitirá a los demás. Así, como él lo hiciera...
(Óleo de Leonardo da Vinci, La Gioconda, 1503-1519, Museo del Louvre, París; Lienzo del pintor francés Jean-Baptiste Camille Corot, Mujer de la perla, 1868, Museo de Orsay, París.)