30 de mayo de 2020

La eterna pugna entre dos de las emociones más inevitables del ser humano y su mundo.



¿Cómo evitar la lucha entre la parte irracional, pasional o más visceral de los seres humanos y su parte racional, sosegada e inteligente? Disponemos de las dos cosas en la misma medida casi. Para caer en la irracional no se precisa mucho a pesar de lo inteligentes, racionales o sensatos que seamos. ¿Qué cosa entonces lo procura? Nuestra materialidad física, lo que tenemos de modo tangible y hemos heredado genética y biológicamente. ¿Podemos entendernos sin un mínimo de racionalidad? Es imposible. Si no existe racionalidad, si no existe capacidad de entendimiento, de distinción de las cosas, de separar aquellas cosas que son beneficiosas de las que no, es muy complicado. Pero, claro, ¿beneficiosas, para quién? Ahí está la cuestión. El beneficio, ¿qué es realmente? Su definición va ligada siempre a un objetivo. Si todos cuidamos de nuestro propio beneficio, ¿conseguiremos una sociedad mejor? En principio, sí. El problema es saber qué es el propio beneficio. Por ejemplo, cuando un ser humano se deja llevar por una pasión visceral ante una situación de angustia o ansiedad extrema no conseguirá nunca alcanzar a descubrir ningún beneficio, ni suyo ni de los demás. ¿Qué nos lleva a la irracionalidad desde una supuesta racionalidad? Pues el enfrentamiento ante lo que sea auspiciado desde la emoción del falso beneficio. Los sabios filósofos griegos procuraron enseñar los auténticos beneficios. Distinguirlos entonces es una forma de sabiduría providencial. Cuando un ser humano se aprovecha de otro para obtener un beneficio (que por definición es la consecuencia de alejarse o sustraerse de un maleficio, y que un maleficio es también lo que queda si resto la parte de beneficio que corresponde al otro), ¿de dónde obtiene ese beneficio si no es en parte del otro? Hay que comprender que el beneficio es como la energía, no se destruye ni se crea, se utiliza, se dispone, se almacena o se pierde. Por eso cierto beneficio que obtengo es parte de lo que le quito a otro, aunque este otro no lo disponga tampoco. El beneficio es algo virtual además de real. Yo puedo robar un cuadro de gran valor a otro, estoy desalojando un beneficio de otro y me lo estoy incorporando a mí. Pero también puedo robarlo a un museo, entonces estoy desalojando ese beneficio de todos no de uno solo. Pero, también puedo invertir para construir viviendas o residencias, obtener un beneficio y repercutir además así un beneficio a la comunidad. 

Si la irracionalidad es transmitida por lo material que disponemos de nuestra herencia biológica primitiva, algo que es exclusivamente físico, ¿de dónde proviene entonces la racionalidad? También, al parecer, de componentes físicos, de elementos que, agrupados en un cerebro físico o material, consiguen elaborar luego pensamientos y conceptos. ¿Eso sólo? Pero si el pensamiento es algo transmisible en palabras inventadas por el acervo cultural de siglos de historia, ¿qué consiguen aquellos verdaderamente transmitir, meros impulsos o un resultado aún mayor? Y, sobre todo, ¿de dónde proviene el sentido del beneficio final, no ya solo los pensamientos que se puedan suponer? Hay una inmaterialidad resultante de siglos de evolución en el mundo del ser humano, aunque ésta solo sea del pensamiento transmisible, del hecho intelectual y no físico de querer enlazar una idea con otra y poder comprender así toda aquella aritmética del beneficio...  Por supuesto la evolución del pensamiento ha sido la causa de poder disponer de actitudes intelectuales donde ubicar el sentido racional del mundo. ¿Qué lo ha llevado finalmente a ser lo que hoy disponemos como civilización inteligente? Las victorias de la civilización europea a lo largo de la historia han sido las que más han influido. Con sus errores o con sus aciertos. Pero así ha sido, nos guste o no. Luego están las civilizaciones asiáticas, China y Japón fundamentalmente. Pero ya está. El resto se adecúa a la norma heredada de sus colonizadores. Otra cosa es la cultura, que son las costumbres locales, pero no la norma general. Sin la norma general es imposible el comercio, el intercambio económico y la prosperidad material. Porque la prosperidad intelectual o espiritual es otra cosa. La racionalidad no es exactamente intelectualidad ni espiritualidad. Con la racionalidad conseguimos paz, economía y sosiego, pero no felicidad. En esto se equivocaron algunos ilustrados del siglo XVIII, cuando pensaron que el beneficio solo eran cosas físicas a conseguir. Pero es que lo contrario, la espiritualidad inteligente, había sido ya malinterpretada y mal usada por todas las religiones interesadas del orbe desde el principio de los tiempos. Cuando los filósofos idealistas de Europa quisieron sustituir la actitud religiosa por un pensamiento inteligente ya fue demasiado tarde. Ganaría la materialidad, entre otras cosas porque el beneficio nunca fue comprendido muy bien y se utilizaría además como un arma de enfrentamiento. 

Cuando el pintor español Rafael Tegeo Díaz (1798-1856) quisiera hacerse un nombre en el difícil olimpo de las Artes, compuso en el año 1835 su obra Batalla de lápitas y centauros. Pero no sirvió de nada. Nadie entendió aquella escena de lucha antigua tan clásica en un ambiente por entonces tan romántico. Ese fue su conflicto, enfrentar el Neoclasicismo, que el pintor tanto homenajeaba, con el Romanticismo apasionado, que el mundo tanto propiciaba. ¿Es que el Clasicismo representaba la racionalidad y el Romanticismo la pasión desbordada? Probablemente no lo hizo con esa intención, pero pienso que fue afortunado realizar una obra así entonces para hacer pensar sobre la estupidez de enfrentar una tendencia con otra. ¿Había un beneficio en enfrentar el Neoclasicismo con el Romanticismo? Para el pintor no, todo lo contrario. Tegeo fue un ecléctico que supo manejar siempre ambas tendencias artísticas. Pero el motivo de la leyenda mitológica nos sirve ahora para volver al tema. Si la desmedida actitud pasional provenía de nuestra herencia material, visceral o animal de nuestro primitivo pasado, ¿de dónde proviene entonces lo contrario, la racionalidad? Cuando algún pensamiento surgido de esa materialidad primitiva llevase a preguntarse por el beneficio o el maleficio de las cosas, comenzaría a querer transmitir a otros el sentido especulativo de esa reflexión. Entonces, luego de contrastarla otros seres, de revisarla o utilizarla después para alcanzar un avance, comprendería cualquier mente inteligente que una idea inferida por aquel pensamiento llevaba la esencia de un hecho menos material que de donde ese pensamiento provenía. Con la idea del sentido de lo que no es solo materia sino pensamiento elaborado por siglos de reflexión inmaterial, llegaremos al convencimiento de que el avance desde la irracionalidad a la racionalidad es la única morada ante el sufrimiento. Y éste, el sufrimiento, no es sino la sustracción del beneficio de otro ser por el mío propio. Para seguir disponiendo de mi beneficio dejaré que mis pasiones desatadas consigan vencer al otro. Aunque si el otro quiere ahora lo justo, no el maleficio originado por su opuesto, luchará también por defenderlo. Así sucedió en la mitología con aquel enfrentamiento entre los lápitas y los centauros. 

Los centauros representaban la parte irracional, egoísta, maliciosa y pérfida de los humanos, la parte primitiva material que no evolucionó inmaterialmente. Porque la que lo hizo fue la parte racional (pero no solo ya racional sino luego con más cosas inteligentes) que sólo se obtiene desde la reflexión heredada o adquirida por el pensamiento transmisible. El Arte es un medio de transmisión en sentido figurado. Puede hacernos pensar en lo que vemos, pero no siempre llega a hacernos enfrentar con el dilema que su imagen representa. En este caso es el sentido de beneficio-maleficio. ¿Quien obtiene un beneficio provoca un maleficio siempre? Esta es la cuestión. Para los lápitas, pueblo inteligente que avanzaría sosegado por la senda de la civilización, el mundo sólo podía justificarse desde la racionalidad de obtener un beneficio sin mediar un maleficio como resultado. Para los centauros, a cambio, el beneficio era en sentido único y el maleficio resultante un desecho que para nada cuestionaba su satisfacción o beneficio. ¿Habían los centauros tenido antes algún gesto de beneficio mutuo con el mundo que formaban con los lápitas? Sí, por eso fueron invitados a la boda de un lápita. Éstos no tuvieron el prejuicio de juzgarlos antes. Los invitaron y dejaron que estuvieran con ellos sin problema. Fue luego cuando ebrios por su condición tan dejada ante la pasión desbordada de su irracionalidad visceral trataron de forzar a las mujeres de los lápitas y se enfrentaron en una violencia feroz. La condición material primitiva alejada de aquella transmisión del pensamiento reflexivo había conseguido vencer a los centauros ante la condición de un dilema terrible. ¿Qué dilema era ese? Pues cómo conseguir un beneficio sin ocasionar un maleficio al otro. Cuando vieron los centauros las hermosas mujeres de los lápitas se dejaron llevar solo por su beneficio. El beneficio o el maleficio va ligado a la condición material primitiva e irracional de los humanos. Esa condición que hay que vencer, pero que es imposible hacerlo si se desprecia aquel pensamiento transmisible que la evolución reflexiva llevara urdida en el bagaje de una civilización. A veces lo social se confunde con lo civilizado. Lo civilizado es la obtención fundamental de organización de cualquier historia humana. Lo social es una característica humana, una cualidad más de los seres humanos, no la única. El beneficio debe ser para todos, no solo para unos. Por eso la civilización garantiza mejor que nada ese beneficio. Las cualidades diversas pueden derivar en parcialidades, en grupos sociales, en intereses, en sectas. En el mito de ese enfrentamiento vemos un hecho curioso además: los centauros podían haber tenido alguna disensión entre ellos, alguno de ellos podría haber resistido a esa afrenta tan infame. Pero, no. Todos actuaron juntos desbordando así una condición violenta. Por eso la racionalidad equilibrada debe ser protegida por todos y para todos, debe haber consenso en esto, ya que de lo contrario es siempre el enfrentamiento la realidad. Conseguir aplacar la parte visceral del ser humano y fomentar la racional es una cosa que solo es posible realizar con éxito si seguimos la senda equilibrada de aquellos sabios pensamientos que ya fueron transmisibles y que de su sensación inmaterial pudieran, en su evolución inteligente y exclusiva, servir así a todos los hombres y mujeres del mundo. 

(Óleo neoclásico Batalla de lápitas y centauros, 1835, del pintor español Rafael Tegeo Díaz, Museo del Prado, Madrid.)

24 de mayo de 2020

Cuando la belleza está en la manera en que los planos se relacionan, en que la visión se rompe con belleza.



En el Renacimiento ningún pintor se hubiera atrevido a romper la visión sagrada de una imagen clásica de belleza. Porque cuando la imagen está fraccionada por una perspectiva forzada no es tan amable a los ojos de los que la vean, sorprendidos. Y así es como serán vistas desde un lugar muy cercano al observador, donde la composición tiende a confundir dimensiones, escenas y formas. Porque los pintores siempre se situaron precisos en el espacio virtual estético para poder componer sus obras de belleza.  Así se vería bien la belleza de las formas, y su conjunto armonioso podía sortear los ángulos difíciles o las aristas que pudieran entorpecer la visión de una escena grandiosa. Pero, cuando el Renacimiento trató de dominar la perspectiva de las cosas su evolución llegaría a buscar todos los recursos estéticos para sorprender transformando una visión difícil en una armoniosa. ¿Sucederá lo mismo también con las ideas humanas? ¿Sucederá lo mismo con la expresión emocional o intelectual de los seres humanos que, confundidos o ignorantes, no consigan transmitir claramente sus deseos, opiniones o conceptos en un alarde ya por entenderse? Porque en el Arte, finalmente, los pintores lo consiguieron hacer. Pero, y en la vida, ¿se conseguirá? ¿Tal vez con el amor, es decir, con esa manera armoniosa de querer entenderse o relacionarse? ¿Es el amor en la vida el símil de la belleza en el Arte? 

Habría que definir amor y belleza... Porque ni en la vida ni en el Arte sabemos muy bien qué significan ambos conceptos. En el Arte la belleza no es tan simple de definir. No se trata solo de la admiración de formas armoniosas según costumbres atávicas en los gustos naturales de lo físico. La belleza es también en el Arte la adecuación de las formas y medidas de las cosas conforme a un espacio artístico delimitado. Aquí interviene la proporción geométrica, el equilibrio especular de las formas y la armonía de los espacios divididos o fragmentados. También es la sorpresa de las formas ante la posibilidad de que algo pueda verse ahora así, tan irreal en el universo físico de las cosas de este mundo. Entonces el juicio natural de los ojos se subordina al equilibrio informal de un sutil contraste armonioso. Cuando Tintoretto quiso destacar la belleza ofuscada de Helena en una de sus obras, la compuso tendida horizontalmente en el aire en un gesto ahora naturalmente imposible. ¿Imposible? Lo que no se aviene a la concepción de lo más frecuente no significa que no sea posible. Los gestos y las posturas disponen de intersticios donde las formas adquieren a veces instantes de visión increíble. Increíble no significa imposible. Si no creemos algo es porque no lo vemos siempre o frecuentemente, lo que no significa que no exista o que no pueda existir. Los pintores atrevidos y geniales (no es fácil crear belleza así) tratan a veces de componer escenas con formas infrecuentes en unos momentos distintos. Pero, para ser geniales, deben hacerlo además con belleza...  Con belleza artística no física. ¿Y, en la vida, sucederá con el amor lo mismo que con la belleza en el Arte? ¿Existen momentos de armonía relacional o amorosa que no correspondan a lo tradicional, a lo habitual, a lo que no tenga que ver con lo más frecuente en los amantes? ¿Será entonces que el amor debe tener otra cualidad oculta aparte de la expresada formalmente?

En la obra El rapto de Helena de Tintoretto las formas están ahora fraccionadas por su difícil perspectiva frente a la belleza tradicional de las formas. Forzada la perspectiva, el pintor solo puede ahora armonizarla con un equilibrio desestructurado de las formas. Ahora estamos viendo la escena principal justo al mismo lado de ella, algo que distorsiona e impide ver la totalidad de la escena.  El pintor impide verlo todo conforme para plasmar la escena más violenta justo en el espacio más cercano al observador. Podía haber pintado a Helena y a su sufrimiento sola, pero entonces no habría contraste original de forzada belleza artística. Sólo sería la belleza de ella la reconocida... Cuando la belleza está recreada entre cosas no armoniosas hay que  compensar el efecto desastroso... Entonces solo persiste la belleza mientras se consiga algo que ahora sorprenda, que distraiga de aquellas formas no armoniosas. En este caso la imagen inesperada de una Helena horizontal. Ella además se encuentra al pairo de una lucha imperiosa. No conseguiremos distinguir las formas que la rodean, solo vemos la intención sobrevenida de unas formas violentas. En la obra de Tintoretto la belleza está sostenida por formas imprecisas: geométricas, espaciales, asimétricas. En Helena su belleza está ahora sustentada tan solo por la inercia. No hay un sostén que valga para ella. La composición de la obra no persigue un equilibrio veraz, sólo el que buscará plasmar un instante ideal entre momentos alejados de belleza. Se consigue, no obstante, con el contraste ahora entre la acción y la parálisis.  Existe en esos raros instantes de una escena dinámica con ocasión de armonizar la quietud y el movimiento. Algo imposible de hacer creíble con un escena de acción violenta. Ese contraste extraño ejerce en la belleza de la obra una sorpresa extraordinaria. Es como el contrapunto de un silencio entre un discurso poderoso. Es como el contraste también de un gesto de amor inesperado entre formas culturales tradicionales o socialmente respetuosas. 

¿Qué hay de verdad en una belleza fraccionada o en una emoción sorprendente?  El amor y la belleza se encuentran a veces desubicados entre raras muestras diferentes. Lo que obligará, si queremos expresarlos claramente, a que ese amor y esa belleza sean ahora auténticos... Los pintores geniales lo consiguen con una belleza extraña en sus composiciones sorprendentes, como en este caso de Tintoretto. ¿Y en los seres humanos, cómo se conseguirán en sus relaciones amorosas? Aquí la sabiduría es, tal vez, tan necesaria como imprecisa, porque hay que disponer de una emoción muy sincera y ésta debe ser bien expresada en sus formas. En el Arte lo llegaremos finalmente a comprender. Y, en la vida, ¿cómo y con qué cosas lo veremos? La expresión emotiva para comunicar sentimientos es una rara aptitud que, como en los artistas, supone la posibilidad de llegar a transmitir o no la verdad en el escenario insensible de las cosas. Entonces habrá que relacionar las cosas con la sensibilidad mínima para no dejar que lo insensible acabe evitando la emoción o el sentimiento. Como con el Arte, que buscará trasmitir lo fundamental a pesar de estar alojado a veces en el espacio desestructurado de lo visible. No todos los artistas lo consiguen con belleza. Para los demás, para los que las formas van acompañada siempre de expresiones armoniosas, nunca una alteración será una opción para poder llegar a plasmar belleza. Como en el amor...

(Óleo El rapto de Helena, 1579, del pintor manierista Tintoretto, Museo del Prado, Madrid.)

19 de mayo de 2020

El gesto temerario de la humanidad frente a la inapelable actuación de los dioses.



Es una metáfora de la fragilidad de la vida humana en este mundo. Es también una representación en el Arte y su constatación en la historia: los alardes de la humanidad por vencer sus carencias serán contestados con la fuerza de los dioses.  Cuando el sátiro Marsias encontró la flauta que Atenea había dejado en el bosque descubrió que tenía gran habilidad para tocarla. Así comienza la leyenda mitológica de Marsias y su malogrado alarde. Aunque la personalidad de Marsias era la de un sátiro, es decir, la de un ser despreciable por su animalidad y brutalidad más sensual, representaba, sin embargo, las debilidades más humanas que además ofrecían un sincero deseo de mejorar sin hacer daño a nadie. Al querer enfrentarse al dios Apolo en una competición musical, cometería una osadía imperdonable. No fue tanto por la virtuosidad del dios cuanto por la ingenuidad de Marsias. Apolo no podía permitirse perder, ya que representaba un símbolo universal de poder divino. Así que recurriría no solo a su capacidad musical sino también a sus engaños taimados, cínicos o despreciables. En el año 1640 el pintor flamenco Jan van den Hoecke compuso su obra El juicio de Midas. Hoecke era un fiel discípulo de Rubens, así que, mirando su obra, podemos descubrir en el paisaje, por ejemplo, algún rasgo singular de su pintura que le distinga ahora frente al que fuera su maestro. En el paisaje los colores vibran como una reunión de gamas cromáticas que representan casi un octavo personaje...  Con ese fondo multicolor el pintor quiere hacer ver una dialéctica estética. A la izquierda hay más luz y transparencia, más claridad y belleza. A la derecha, sin embargo, hay más oscuridad, una agreste conformación de tonos terrosos, ocultos o misteriosos. ¿Es que será así la realidad del universo? Frente a esa realidad, la voluntad humana; frente a esa realidad, la insistencia humana por querer alcanzar a dominar el mundo y conquistar su luz. 

Marsias es comparado con Sócrates en El banquete del filósofo Platón. ¿Por qué se asemeja Marsias a Sócrates, por su fealdad física o por su sabiduría espiritual? Tal vez, por ambas cosas. Apolo era el dios de la belleza y de la capacidad interpretativa. No podía representar una cosa sin la otra. ¿Cómo relacionar mejor si no el equilibrio armonioso con la perfección estética? Sin embargo, al advenimiento del pensamiento socrático, cuando Platón rompiese el esquema belleza-verdad y lo sustituyese por virtud-belleza, el mundo empezaría a ver la belleza no como un concepto físico sino como uno espiritual. La sabiduría de la virtud fue asimilable a la belleza y ésta sólo podía representarse desde el ámbito de lo mental o de lo ideal. Entonces las formas visibles representadas de los dioses fueron cuestionadas para llegar a ser transformadas en las invisibles formas más idealizadas. Marsias representaba esto último. De la interpretación primitiva de un ser ambicioso y vil frente a la voluntad de los dioses, se había convertido en un ser inteligente y sensible por su firme voluntad serena y virtuosa. ¿Quién se atrevería a desafiar a un dios si no es porque creyese en sí mismo y en su capacidad? Aun así, la mitología no salvaría a Marsias: acabaría desollado, y su piel colgada por Apolo ante las miradas cómplices de sus amigos. Luego están las interpretaciones que desde Platón hasta la Modernidad se hicieron de este mito. Lo que evidenciaba la leyenda era la frágil humanidad representada por Marsias. También la dualidad del mundo y sus dioses. Y después otra dualidad terrible: la maldad y la bondad en el mundo. 

Vemos representados en esta obra varios aspectos esenciales del mundo. Por un lado la osadía del ser humano y las limitaciones a las que se enfrenta ante la naturaleza o los dioses.  Por otro lado la perfidia o maldad representada por Apolo, y por otro la virtud o bondad representadas por Marsias. Pero, también hay otros personajes en la obra. Aparecen a la izquierda las musas: dos bellezas y apolíneas ninfas que defienden siempre la voluntad de Apolo. A la derecha cuatro personajes más: Tmolo, dios de la montaña, a su lado un consejero de éste, después Marsias, y más allá Midas. Este último fue el único que se enfrentaría a la decisión de Apolo de ganar con engaños. El dios le hace crecer por ello las orejas.  Pero es la figura de Tmolo el que verdaderamente representa aquí la realidad más humana con su actitud. Este personaje medita ahora lo suficiente como para entender que enfrentarse al dios no es nada inteligente. Aquí no hay virtud hay raciocinio, que es distinto. En Midas, sin embargo, sí hay virtud, y por esto lo pagará con ese rasgo humillante en sus orejas. Vemos dos actitudes humanas ante el gesto desafiante de Marsias. Esta es la realidad de una humanidad dividida, esa que hace que la limitación divina ante la osadía del ser humano sea mucho más grande de lo que pueda parecer. Los dioses siempre están para sojuzgar los atrevimientos humanos, los límites divinos marcarán siempre cualquier deseo humano de dominar el mundo. Esa limitación estará también condicionada por una parte de esa misma humanidad.

Marsias es, junto a Prometeo, un epígono o ejemplo de la débil humanidad. El personaje mítico fue interpretado, como hizo el mitólogo Kerényi, como la metáfora platónica donde la verdad oculta saldrá a la luz con el despellejamiento de sus capas más exteriores. Hay que mirar dentro de los seres humanos para llegar a encontrar la verdadera razón de su conducta. Hay que mirar dentro del mundo para hallar la verdad de su función universal más misteriosa.  Hay que buscar en el interior de las personas las razones para saber lo que son y no otra cosa. Hay que hallar en la profundidad de las razones de la vida la verdad de lo que el universo es y no la que quisiéramos que fuese. Con la mitología podemos descubrir lo que la humanidad se planteaba de las cosas del mundo. Con el Arte barroco podemos admirar además las creaciones estéticas que una leyenda como esa pueda ofrecernos. Con ellas tendremos ocasión de cuestionar la belleza desde la propia belleza, algo absolutamente extraordinario. ¿Cómo se puede hacer una cosa sin la otra, cómo se puede cuestionar la belleza sin la belleza? Esta es la realidad del Arte y de la sutil y ambigua belleza. Con Marsias la belleza adquiere otra dimensión distinta. La representación y el sentido estético de Apolo no se desmiente en la obra de Hoecke, sin embargo. Solo hace a la belleza más evidente al representarla así, expresando una simbología muy distinta de lo que parece. La verdad no está en la representación física, no está en la belleza que vemos, que creemos ver, mejor dicho, solamente. Está en el contraste, en la diferenciación que la belleza nos ofrece distante. ¿Cómo buscarla y distinguir una cosa de otra? Con la belleza socrática que Marsias había representado con su actitud de obtener, honestamente, la única verdad posible frente a su poderoso oponente.

(Óleo El juicio de Midas, 1640, del pintor barroco Jan van den Hoecke, Galería Nacional de Arte de Washington, EEUU.)

14 de mayo de 2020

La genialidad en El Greco es atrevimiento, originalidad, contraste, equilibrio y relación.



Esta obra de Arte de El Greco fue una de las primeras que hiciera en Toledo a su llegada a España en el año 1577. ¿Cómo le permitieron hacer una representación sagrada tan original para la primada catedral de Toledo? Realmente la rechazaron, pero con sutilezas. Se negaron a pagarle la cantidad establecida pero nunca retiraron la obra ni dejaron de poseerla. Una cosa era la teología y otra el Arte. A pesar de las obtusas reticencias dogmáticas, siempre hubo en Toledo mentes privilegiadas que supieron entender la diferencia. Nunca se había pintado en toda la historia del Arte occidental a Jesús dentro de un grupo humano tan denso, donde además su cabeza fuera sobrepasada por otras en un gesto de falta de primacía teologal. Sólo el Arte bizantino y sus características iconográficas, que hacen rodear a las figuras sagradas a veces con otras figuras, se habría atrevido a hacerlo así. Como griego que era, El Greco conocía esas formas de pintar lo sagrado, así que no dudó en recrear desde una perspectiva occidental lo que él sabía podía hacerse desde una perspectiva oriental. El Greco fue, tal vez, el mayor personaje ecuménico que la historia del siglo XVI había dado al mundo cristiano. A este atrevimiento se añadiría otro, el de componer así a tres figuras femeninas que habían tenido que ver con Jesús. Pero ahora las hace partícipes de un momento muy dramático en la pasión cristiana: cuando Jesús es despojado de sus vestiduras para ser azotado vilmente. Otra barbaridad evangélica. Los teólogos de Toledo se negaban a aceptar esa participación femenina en ese momento tan sensual. Es por lo que El Greco, genialmente, las compone mirando ahora no a Jesús sino a un madero de su cruz que un sayón está ahora preparando para colgar su cuerpo. Es curiosa la preferencia de El Greco por los rostros humanos apiñados formando un fondo denso que contraste con el motivo principal. Así debía componer el pintor a la humanidad, a los otros... Para El Greco la responsabilidad humana en los hechos graves del mundo debía ser representada sin singularidad. Los verdugos aquí son ahora meros comparsas en el trágico escenario de las cosas inevitables. Son todos, toda la humanidad, la que está ahora ahí participando agrupada, incluso por omisión, en el descalabro ignominioso de un drama tan insigne.

El equilibrio lo consigue El Greco con sus colores y sus formas imprecisas. Es cierto que El expolio utiliza colores fríos (azules, verdes o grises), pero dispone también del rojo y del amarillo, ¡y de qué modo! Con el rojo de Jesús llega a equilibrar la frialdad de los otros colores. Así obtiene el equilibrio necesitado para una composición tan imprecisa. ¿Y la relación? El pintor cretense se obsesiona por relacionar las cosas: cosas sagradas con cosas paganas; cosas heroicas con cosas viles; cosas reales con cosas anacrónicas; cosas pintadas con nosotros... Jesús aparece ahora como un hombre condenado, no como un dios ni como un ser privado de sus limitaciones. También relaciona la cronología de las cosas del mundo, pintando un guerrero con su armadura de la época del pintor como si fuera un soldado romano del siglo I, o incluso las picas y sus puntas de armamento y los yelmos mismos, tan anacrónicos para la época de Jesús. Luego las miradas de algunos personajes (algo habitual en otras obras de El Greco) hacia nosotros, hacia los espectadores del cuadro. Así nos relaciona el pintor con la obra, así nos hace partícipes también de la responsabilidad en un suceso tan trascendente (un personaje se atreve incluso, no muy seguro, a señalarnos). ¿Hay una representación más sublime para mostrar la injusticia humana ante un ser humano único, sea éste o no sea un dios, o algo sagrado incluso? No pudieron rechazar la obra de Arte. Rechazaron su atrevimiento tan desconsiderado. En alguna ocasión he leído u oído que El Greco descalificaba a Miguel Ángel como pintor. Es duro asimilar esto. Miguel Ángel, todo un genio del Arte. Pero, si se piensa bien, hay algo de verdad en ese juicio tan atrevido. Miguel Ángel sobre todo fue un excelso escultor, El Greco en esto no cuestionaba nada. Otra cosa es pintar... Aun así, sigue siendo duro el juicio descalificativo de El Greco. Las pinturas de la capilla Sixtina son extraordinarias. Pero, no todas, ni globalmente, ahí estará el asunto que El Greco planteaba. ¿Había atrevimiento en la pintura de Miguel Ángel?, sí; ¿había originalidad?, también; pero, a cambio, no habría contraste ni equilibrio ni relación. Para el Arte de la pintura estas cosas son fundamentales. No solo en las formas sino en los colores, y mezcladas ambas cosas además. Todo eso es lo que conseguía hacer El Greco, y, sin embargo, pocos pintores llegaron a conseguir. Ni siquiera Miguel Ángel. No como aquél.

En los gestos reconocemos a El Greco. Observemos como consigue hacer mirar a los personajes hacia donde él desea que miren. Así relaciona dentro de la obra unos con otros. Pero también afuera, como cuando hace mirar hacia nosotros a algunos personajes retratados. Pero también en las posturas de los personajes. Agachados, inclinados, torcidos, con el cuello girado, con las manos o los brazos articulados en formas reconocibles, a pesar de sus estiramientos o alargamientos anamórficos. La manera de componer de El Greco es longitudinal, por eso sus cuadros son más altos que anchos. Para él el mundo es vertical no horizontal. ¿Qué sentido tiene crear un paisaje si éste no mantiene una sincronía entre una parte superior y otra inferior? El mundo tiene niveles que deben representarse desde lo más bajo hacia lo más alto. La vida va siempre así, las cosas son así, las obras son así. Pero ese contraste, como el que utiliza en sus obras geniales, va ahora desde lo terrenal hacia lo espiritual, va desde lo inferior hacia lo superior. Y esto lo rompe El Greco aquí, sin embargo, representando a Jesús no en la parte más superior. Por eso el contraste debe ser ahora destacado, debe ser realzado, aunque no esté arriba. Tiene que existir ese contraste no solo representado con los colores sino en las formas, algo que persigue, por ejemplo, una ruptura con las líneas verticales más significativas de la obra. Así el brazo del verdugo que comienza a desnudar a Jesús, así la mano imprecisa que nos señala a nosotros, así la figura torcida y plegada sobre sí que está ahora horadando la madera del suplicio final. Con ella, con esta ruptura formal inferior, nos asombra el pintor dejando claro aquí la terrenalidad del nivel más bajo de la obra. Por eso el atrevimiento de pintar a las tres figuras sagradas femeninas fueron el argumento teológico más inapelable contra la pintura. ¿Tan cerca de lo inferior, tan lejos de lo sagrado? Para El Greco no hay duda. El mundo es como es con independencia de lo sagrado. Todo debe aparecer en su obra. El universo genial de su pintura no puede abstraer nada en ella. Ni siquiera la desfachatez humana. ¿Cómo pintarla mejor? ¿No se supone que es una barbaridad haber condenado a un hombre como ese? Pero, también a su mensaje. ¿No es una salvación lo que después acontecería? Por eso El Greco equilibra aquí esas dos contradicciones. ¿Hay alguna imagen aquí de lamento exagerado, como, por ejemplo, sí las hay en otras obras parecidas de la pasión de Cristo? Este es otro contraste y otro equilibrio y otra relación. La maldad inferior terrenal es pura anécdota ante una salvación poderosa de lo superior. Para destacarla la relacionaría verticalmente y la equilibra así entre la mirada de Jesús hacia arriba y las miradas de las tres marías hacia abajo. Nada dejará de tener sentido en el universo del pintor cretense. Todo está relacionado siempre. Hasta la cruz aparente de dos brazos izquierdos, formada ahora por el ser superior más elevado y por el más inferior e infame de los representados. 

(Óleo El expolio, 1579, del pintor manierista El Greco, Catedral de Toledo, España.)


12 de mayo de 2020

El tiempo y la belleza supusieron juntos en el Arte un momento de cierto esplendor oscurecido.



¿Por qué hubo una forma artística que no entendería la belleza si no iba delimitada por un claroscuro sobrecogido? Tal vez porque así era más sobresaltada la belleza, más repentina, más inesperada. Porque la belleza en la vida real solo aparece un momento, no es algo que permanezca quieto y disponible cada vez que deseemos contemplarla. Esta sería solo una virtud del Arte, no de la vida. Porque en el Arte lo está siempre para poder ser admirada sin espera. Sin embargo la capacidad del Arte no es de por sí directa (no toda obra, por ser artística, dispondrá de sublime belleza), necesitará de algunos recursos añadidos que el pintor deberá conseguir crear con su maestría estética. Uno de ellos es el claroscuro. Al oscurecer el entorno artístico destacará siempre luego el objeto retratado con belleza. Porque la iluminación supone otro magisterio más:  hay que saber qué iluminar y qué no. Aun así, no bastará para expresar belleza. El pintor tiene que elegir además qué posición, qué gesto, qué inclinación y qué tamaño debe disponer el cuerpo o figura retratado. En el claroscuro de belleza no tiene sentido más que el cuerpo humano retratado. Pues bien, todas esas cosas artísticas las consiguió el pintor italiano Antonio Amorosi (1660-1738) en su obra Muchacha cosiendo. Pero, también otras. ¿Cómo pintar el tiempo? En el dinamismo expresado en algunas obras artísticas se puede representar el tiempo. Pero en esos casos la belleza está en el movimiento reflejado, en el contraste entre lo que está quieto y lo que no. Se consigue expresar, pero estará el tiempo representado en esos casos (obras dinámicas de Rubens, por ejemplo) de una forma integrada en la composición, quiero decir, que los movimientos retratados con belleza formarán parte ahora de ésta, y el tiempo estará desarrollado en cada pincelada genialmente compuesta. Pero en la obra de Amorosi el tiempo está sin movimiento, sin contraste dinámico. Está detenido. Es ese instante el que plasma el pintor expresado por el imaginario ritmo de una cadencia, cuando el momento se sitúa ahora en el periodo intermedio entre dos pulsos temporales representados. Es decir, donde el tiempo ahora se repone detenido antes de que continúe con su alarde. Esta es la sensación fijada ahora por el pintor en la mano de la muchacha sosteniendo la aguja en el instante mismo en que ésta no puede ir más allá. Con este recurso el pintor lograría plasmar el tiempo detenido en su obra. Y lo haría ahora con la belleza sublime de ese gesto detenido de un perfil de belleza.

En el año 1720 el Arte estaba enloquecido a consecuencia de unos cambios sociales y artísticos que condicionaron la forma de expresión de la belleza. El Barroco, periodo de excelencia y exaltación de belleza, había pasado ya. Las inquietudes científicas y sociales estaban también revolucionando el mundo y sus formas. Ahora, después de guerras y conflictos, la sociedad deseaba resarcirse con la inteligencia y no tanto con lo emotivo. Esto marcaría el Arte por entonces. La belleza se debía condicionar ahora a un componente más lúdico que emotivo. Por eso la belleza empezaría a salir afuera, a los paisajes, a los jardines, a la luz. Y el movimiento sería un ardid estético para poder componerla menos pudorosa o menos sobrecogida. Y así el pintor Amorosi se atrevería en ese difícil momento a plasmar la belleza de un modo que ya no se alabaría tanto en el avance que el Arte tuviera con  el Rococó. Por esto a Antonio Amorosi se le califica de pintor tardo-barroco. En la encrucijada de aquel periodo de cambio, el pintor se encontraría abrumado al saber la belleza que el siglo pasado había alcanzado y ahora habría dejado. En esta pintura tardo-barroca la belleza está sobrecogida porque no quiere o puede sobresalir como antes. Por eso ahora el tiempo puede acompasar la belleza y representarse discreto entre la acción de coser y la propia costura. Hay incluso proporcionalidad geométrica entre la línea inclinada del hilo y el perfil del cuerpo inclinado de la joven. Hay armonía estética entre el color del diseño de la labor y el tono del collar dorado que ella luce. Pero, sobre todo son las sombras. En la posición de la muchacha está la luz situada justo en el lugar en que su labor puede ser mejor compuesta. Ahí las sombras relucen hacia el lado opuesto de la costura. Pero esta iluminación condicionada no resaltará, sin embargo, toda la belleza. Ese fue, tal vez, el pago que el pintor debió hacer ante el nuevo momento estilístico. La belleza de los pendientes no es reflejada en su obra con mucho deslumbramiento estético. Se ven las dos perlas (detalle curioso es la inclinación del perfil de la modelo que solo permitiría ver una perla completa) pero no destacarán en todo su esplendor esos adornos de belleza. El pintor no las iluminará, pero, a cambio, nos muestra ahora ambas perlas como para dejar claro su nostalgia de belleza.

Las cualidades de esta obra fueron sustituidas por una tendencia diferente, el Rococó, que hizo resaltar lo cotidiano aún más que la belleza. A comienzos del siglo XVIII el mundo quería mostrar un desenfado artístico acorde con el momento de placidez social y racional que anhelaba la sociedad europea. Para ese tiempo, la belleza no sería ya una forma de expresión que tuviese tanto reconocimiento o tanto valor estético. El claroscuro dejaría ya de ser un recurso muy utilizado. ¿Cómo entonces maniobrar sutil con la belleza? Se utilizaron más los colores para tratar de hacer lo que antes se hacía solo con las sombras. Se recurrió al movimiento, no tanto al detalle del instante, y, luego, incluso, mejor a lo sublime de algún momento natural frente a lo sublime de algún instante personal. Para conseguir lo sublime el paisaje sería mejor que el retrato intimista de una persona. Pero fue lo sublime lo que consiguió también Amorosi en el año 1720 para componer el tiempo y la belleza juntos, ahora, en un alarde de grandeza. Era demasiado emotivo ese alarde, porque no compaginaría con un mundo que trataría de empezar a vencer la Naturaleza con rigor, con cálculo, con frialdad, con luz y simetría. Por eso el pintor italiano fue un artista desentonado por entonces, algo que no acompasaría bien con la nueva visión de ver el mundo con ojos tan abiertos que no hubiera lugar para las sombras. Pero tampoco para la insinuación sutil de la belleza, o para la emoción con ésta, algo que no llegaría a reivindicarse sino hasta el advenimiento del Romanticismo. Pero Amorosi se adelantaría aún a esto último. Y lo haría con los recursos más significativos de una tendencia que nada tendría que ver con la emoción sino más bien con la belleza. Es decir que con ese alarde Amorosi utilizaría dos tendencias alejadas en el tiempo, una pasada y conocida por él (el Barroco) y otra futura y desconocida aún (el Romanticismo). Y lo hizo para plasmar el instante de belleza que reflejaría sublime  en su desubicada obra, todo un reconocimiento a la labor intuitiva que el Arte fuera capaz de hacer con la belleza.

(Óleo Muchacha cosiendo, 1720, del pintor tardo-barroco italiano Antonio Amorosi, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

8 de mayo de 2020

La esencia del Arte es ajena a sus autores y trasciende sublime la intención y la memoria.



¿Qué es la esencia del Arte? Es un fluir indeterminado que va de una idea plástica a un ente estético posterior totalmente autónomo y universal. Es una profecía no expresada antes pero autocumplida después. No tiene nada que ver con la representación formal de lo expresado la esencia del Arte, es lo que se ve mucho tiempo después de que la obra de Arte haya sido compuesta. Hay elementos referentes que con el tiempo irán creando poco a poco esa esencia artística. Pero para que hayan o existan esos referentes el ojo observador, que es en el Arte el que traduce esa esencia, debe conocer y sentir previamente ciertas cosas ya vividas. Otros referentes se irán luego además incorporando a medida que la raigambre artística de lo creado asiente su poder alegórico. Cuando el pintor neoclásico inglés Joshua Reynolds (1723-1792) sintiera la necesidad (referente inicial) de crear un retrato infantil, entendió que la representación clásica de una niña debía ser compuesta ahora de una forma diferente. En los procesos inconscientes de lo artístico se guardará, secreto, el sentido más misterioso de lo sublime. Podía el pintor clásico haber compuesto a una niña de frente, mirando al espectador y sonriente; de pie incluso, o jugando o admirando o tocando el frágil pétalo preciso de una delicada flor... Sin embargo, nada de eso compuso entonces el pintor británico. Decidió retratar a la pequeña sentada en el suelo de una campiña, de perfil, solitaria, con la mirada inquieta y con sus manos recogidas, sosteniendo así, inevitable, su atribulado corazón. Se exhibió por primera vez en el año 1788 en el círculo reducido de la Real Academia como Una niña pequeña. Pero, dos años después de la muerte del pintor, en 1794 un grabador interesado en la reproducción impresa del cuadro, Joseph Grozer, bautizaría entonces la obra con un nombre muy determinante para su esencia artística (segundo referente, alegórico): La edad de la inocencia.

La obra no se presentaría en la Galería Nacional sino hasta el año 1847, entonces con el título que Grozer le había puesto cincuenta años antes. Para ese año ya habían pasado las calamidades históricas más terribles que Europa no había vivido en siglos. Porque hasta aquel año 1788 el mundo todavía tendría ese aspecto de inocencia bendita que la imagen de Reynolds había compuesto por entonces (tercer referente, histórico). Cuatro años después sobrevino la violenta Revolución francesa tan feroz, luego además las guerras con Francia y después las sangrientas batallas napoleónicas y sus secuelas de pobreza. El mundo había para entonces perdido aquella inocencia tan sublime que el pintor neoclásico hubiese decidido expresar en su obra del año 1788.  Esa fue la esencia del Arte de un cuadro clásico que, por entonces, no habría llegado siquiera a comprender bien el pintor. Pero, aun así, Reynolds pintaría también los rasgos representativos de un cierto ánimo infantil sobrecogido y fatalmente premonitorio. Ese que la inocencia pueda llegar a presentir a veces sin saber absolutamente nada de lo que signifique. La edad o periodo de la inocencia es una realidad personal o social que caracteriza siempre a nuestro mundo. En lo personal la situaremos en la infancia, ya que es lo más evidente y natural, aunque pueda llegar a sobrepasar esos límites y vagar incluso por etapas o momentos diferentes. Socialmente se da también siempre, porque la inocencia entonces actúa como un valor ambivalente, proviene tanto de la natural tendencia personal de los seres inocentes como de una tendencia causada por las fuerzas oscuras de una sociedad a la que esa inocencia le interesa. Porque siempre es más fácil manipular, orientar, dirigir o planificar tendencias en los seres inocentes que en los que no lo son. Lo que sucede es que ante el advenimiento de un descalabro trágico incontrolado, la sociedad, como los seres que la pueblan, transformarán entonces su inocencia para no volver a sentirla más.

Pero, como las vidas sucesivas y sus cambios, las generaciones morirán y nacerán, y volverán otra vez así a querer sentir el dulce periodo azul de la inocencia. Entre tanto, siempre algo habrá cambiado para siempre. Pero ahora, pasado ya el momento de su fatal recuerdo inevitable, la voluntad y los deseos primorosos, tan llenos de confianza nueva, seguirán mostrando su afán por querer brillar feliz en la inocencia. El Arte y su esencia entonces podrían venir a expresar, desdeñosos, un recuerdo reminiscente que debería sernos útil en algunos momentos duros de la existencia. Recordar, con el Arte, que la edad de la inocencia es un periodo concreto en el pasado, no una vivencia permanente o un momento voluntario que debiera volver, inmaduro, cuando se requiera necesario. Esa esencia artística fue el gesto iconográfico que el pintor neoclásico plasmara en su inocente visión de aquella memoria inconsciente. Porque fue la sutil emoción del Arte, no exactamente la del pintor,  fue la esencia del Arte no una representación meramente artística, la que se plasmaría finalmente en ese gesto infantil de la inocencia. ¿Qué inocencia no se abrumará, sin saberlo, ante un paisaje nuevo e incomprensible? La inocencia tiene eso, que vive, infeliz, ante lo desconocido o ante lo imprevisto sin mostrar un ápice de emoción resentida, asimilada, ofuscada o maldiciente. Pero, sin embargo, hay una emoción que la inocencia presentirá a veces de forma inconsciente. No se realiza esa emoción en el consciente ni dura mucho tampoco, es apenas un instante, un momento fugaz que sorprenderá incluso. Entonces la sensación infantil se reconcilia con su reminiscencia porque el recuerdo generacional apenas viene a mostrar ahora lo que es imposible recordar con ningún sentido: que alguna vez pasaron cosas que debieran seguir siendo aún reconocidas... Pero no, no se vuelve a sentir eso sino hasta que algo muy trágico de nuevo las vuelva a mostrar decididas. Hay algo en el mundo que dispone de los referentes estéticos necesarios para poder recordar todo ese atisbo de inocencia: con el Arte y su esencia sutil y poderosa. Una sensación entonces tan fugaz, involuntaria, sublime como manifiesta entre los ajenos recursos artísticos de un pintor y su gloria.

(Óleo La edad de la inocencia, 1788, del pintor neoclásico Joshua Reynolds, Tate Gallery de Londres.)


5 de mayo de 2020

La impresión es lo que se da antes de la percepción, no es nada aún y lo es todo.



Es justo la impresión estética ese momento en que no percibimos nada todavía, solo apenas acude ahora a nuestros ojos una proyección efímera y desconsiderada de lo real. No nos dice nada aún, no podemos saber todavía qué es lo que vemos ahora exactamente, pero eso dura poco tiempo, es imperceptible tanto lo que apenas vemos como lo que sentimos incluso. Solo los impresionistas quisieron y supieron ofrecernos ese instante tan efímero. Por eso mismo su Arte es tan maravilloso como incomprensible. Porque no es natural, porque no corresponde a nada de lo que percibimos, cuando vemos las cosas reales, a como aparecen en sus obras. Esa impresión de sus obras es una estela indivisa difuminada por colores de un mundo ahora diferente. No hay contraste real en sus imágenes (nada se opone naturalmente a nada), y no lo hay porque no existe un contraste que nos permita distinguir bien unas cosas de otras. Pero, sin embargo, están ahí las cosas representadas. Están y lo vemos al alejar nuestra mirada (cerrar apenas un poco los ojos) y nuestros juicios (prejuicios) para recordar qué representan. El Impresionismo es una extraña filosofía estética sobre la forma de ver las cosas del mundo. Los impresionistas lo que hicieron fue buscar la belleza que encerraban las cosas antes de que éstas dejaran de ser desconocidas. La impresión, por su definición y la propia naturaleza de lo que es el concepto, no puede durar mucho. Cualquier impresión, sea visual o emocional, calamitosa o estimulante, no se mantiene en el tiempo. Lo complicado en el Impresionismo fue plasmar una efímera imagen iconográfica y que, además, tuviese belleza. El Romanticismo de Turner, por ejemplo, consiguió lo mismo tiempo antes, pero hay una sutil diferencia entre ambas tendencias. Esa diferencia es la luz. En el Romanticismo lo importante es la luz solar, no la artificial, ni la condicionada, nublada o filtrada por una atmósfera gris, difuminada o minimalista. Para Turner, por ejemplo, la luz solar debía fluir siempre entre las marañas deformadas de una composición sublime. Para los impresionistas, sin embargo, la luz es igual ahora cuál sea su origen, o si existe o no. Esta es la grandiosidad del Impresionismo: no es necesaria la luz natural para destacar la luminosidad o las rutilantes formas coloreadas de un mundo vibrante. 

En la pintura Una mujer al piano de Renoir no sabemos qué tipo de luz hay en ese interior difuminado ahora, de dónde viene o qué lo origina. Da igual, los impresionistas crean los colores sin necesidad de luz. Realmente ellos materializan o traen, por así decir, la luz de las propias cosas representadas en sus obras. No necesitan puntos de luz, ni destellos, ni llamas (las velas del piano están eternamente apagadas en la obra de Renoir), ni de fuente de luz alguna que allane un instante sublime de color. En su obra Rocas en Port-Goulphar, Monet capta unos colores imposibles de ver así en un paisaje nublado, gris o desolador. ¿Cómo es posible ese color apagado verde turquesa entre los reflejos sosegados de un mar, sin embargo, tan arrollador? Porque el océano Atlántico en esos acantilados de la costa francesa no es tan sereno ni tan sosegado. Pero es que en el Impresionismo no están los colores para representar las cosas sino para narrar con ellos las cosas. Así Monet dará forma al movimiento de las olas o a las rugosas rocas del duro acantilado persistente. Y seguirán siendo, como en Renoir, indiferentes las formas en Monet. ¿Por qué distinguir o diferenciar unas cosas de otras cuando lo que se expresa en ese instante momentáneo es algo que no veremos realmente nunca así? El Impresionismo es más tiempo que espacio. No interesa tanto el espacio como tal. A cambio, el tiempo es sublimado porque es utilizado infinitesimalmente en sus obras. La grandeza del Impresionismo (frente al Surrealismo, Simbolismo o Romanticismo, por ejemplo) es que lo que refleja es la realidad del mundo que vivimos pero, sin embargo, no percibida así por la visión real de un ser humano. El mundo para los impresionistas no difiere de lo banal, de lo normal, de lo cotidiano o de lo sencillo de la vida. Toda obra impresionista refleja la vida sin interferir filosóficamente (ni inmanente ni trascendentemente) en ella. Lo único que los impresionistas hacen (y no es poco) es destacar en sus obras el instante anterior a todo eso.

Al hacerlo así eternizan más el Arte. Hacen con él una cosa que otras tendencias realistas no consiguen: fijar la impresión de un instante imposible de comparar con nada parecido del mundo. Una obra clásica, donde las formas son conformes a lo real, es comparable con el mundo que refleja, por lo tanto posible de refrendar en un futuro lejano ante un deseo de conocimiento iconográfico. En el Impresionismo el conocimiento iconográfico no tiene mucho sentido. ¿Cómo distinguir nada en sus obras para aprender algo de lo que representa? No es conocimiento, es impresión. Por eso dentro de mil siglos la obra de Monet seguirá siendo vigente estéticamente. ¿No podrán ser vistos así también los paisajes futuristas de un mundo diferente? Precisamente por ser un Arte indiferente... Esa indiferenciación de los límites de las cosas plasmada en las obras impresionistas, de sus reflejos tan irreales, de sus sombras imperfectas o de su luz inciertamente difuminada, hacen del Impresionismo una tendencia muy singular. Sirve esta tendencia para perderse en sus imágenes y no sentir que se agotan las miradas diferentes (porque tienen formas indiferentes) que cualquier percepción pueda disponer. ¿Qué deseamos sentir al ver a esa mujer tocando ahora el piano? ¿Que lo toca? ¿Que medita? ¿Que descansa? ¿Que sueña? ¿Que está triste? ¿Que está absorta? ¿Que está perdida? ¿Sensible? ¿Esperanzada? Todo eso y mucho más que pensemos que haga será. Al ser un instante indefinido podemos decidir pensar lo que queramos que pueda ser el sentido de esa impresión congelada. Nada real es percibido en una impresión, sea la que sea. Porque para percibir algo es preciso corresponderlo, oponerlo con formas conocidas. Lo desconocido debe estar situado ahora entre lo conocido para poder ser percibido. Cuando lo desconocido está entre cosas desconocidas no percibiremos nada. Sin embargo, el Impresionismo refleja siempre una realidad conocida, normal y verosímil. Sabemos que la refleja. Este es el acuerdo tácito entre el pintor impresionista y los observadores de sus obras. Lo demás es la imperceptibilidad de las cosas indefinidas. ¿Cómo consigue atraernos el Impresionismo? Por esa sutil percepción de la impresión anterior a toda percepción real visible, la única percepción sensible, por otra parte, que da y sostiene el instante congruente con la creatividad: la belleza impresionista. Con esta belleza perceptiva tan especial los impresionistas consiguen nuestra aceptación de aquel acuerdo visual. Lo que significa aceptar que siempre hay un instante de belleza anterior a cualquier percepción existente del mundo.

(Óleo de Pierre-Auguste Renoir, Mujer al piano, 1876, Instituto de Arte de Chicago; Obra impresionista de Claude Monet, Rocas en Port Goulphar, 1886, Instituto de Arte de Chicago.)

28 de abril de 2020

La salvación está en el equilibrio entre aceptarlo y elegir salvar a otros de lo mismo.



La leyenda tiene la cualidad de poder adaptarse a cualquier final... El Arte luego la tiene de poder expresar la pasión o la reflexión que lleven o al mayor momento de dolor o al más placentero instante de esperanza. Los seres humanos serán manejados a veces por un destino ingrato consecuencia de la decisión cruel de algunos de sus semejantes. No es ahora la voluntad de un Universo intangible  sino  el desatino malévolo  de una voluntad humana lo que lleva a propiciar un destino terrible. Aun así los deseos misteriosos de un Universo sorprendente llevarán luego, posiblemente, a salvar de la cruel  amenaza...  Fue el caso mitológico de Ifigenia y su trágica griega familia atrida. Cuando su poderoso padre Agamenón decidió marchar a Troya para ganar una guerra, los auspicios le dijeron que sólo podría izar las velas de sus naves ante la tormenta tan fiera que le impedía salir sacrificando a Ifigenia. La leyenda es como el Universo sorprendente, puede tener ahora tantas lecturas como autores diferentes... Inicialmente la hija de Agamenón moriría en el cadalso sacrificada, pero otros poetas idearon que se salvara mejor cambiada ahora por un ciervo gracias a una amable diosa. Las naves griegas izaron sus velas y una vida iba a ser sacrificada por la cruel decisión de un augurio infame. La diosa Artemisa, no obstante, salvaría en un último momento a Ifigenia llevándola al país de la Táuride, donde acabaría convertida en una sacerdotisa de su templo. 

El pintor François Perrier llevaría a Francia el Arte barroco tan decorativo de Italia. En el año 1633 compone su obra El sacrificio de Ifigenia. Es una composición extraordinaria porque diversos elementos iconográficos se combinan para producir emoción y belleza justo en el  momento anterior a la tragedia. Vemos a la diosa Artemisa con el ciervo que sustituirá finalmente a Ifigenia. La pintura maneja aquí las formas y los colores de una manera muy expresiva. Hay diversas formas mezcladas y representadas ahí: regulares, curvas, humanas, atmosféricas, terrenales, divinas, materiales, aviesas o salvadoras... Hay muchos colores también de casi todos los matices cromáticos: verdes, ocres, rojos, amarillos, blancos, grises, marrones, azules... La composición está aglutinada por la configuración tan ajustada de la escena dramática. Todos los elementos de la escenificación del sacrificio están aquí juntos, plasmando casi en un único plano el sentido más artístico de la obra. Están ahí la crudeza, la violencia y su decisión por un lado, pero también están la aceptación, el ruego, la adoración o el candor por otro. Hay dolor y hay esperanza. Hay movimiento y hay quietud, hay maldad y hay bondad en ese cruel instante dramático. La leyenda de los atridas es la historia del linaje trágico de Agamenón. Al sacrificio de Ifigenia se uniría el parricidio y el matricidio más terrible. Después de tanto tiempo como se prolongaría la guerra troyana -casi diez años- la esposa de Agamenón, Clitemnestra, acabaría enamorada de Egisto, un primo de Agamenón. Deciden entonces ambos amantes asesinar a éste a su regreso de la guerra. Cuando Orestes, hermano de Ifigenia, conoce la verdadera autoría de la muerte de su padre, elije acabar con la vida de los asesinos aunque uno sea su propia madre.

Huyendo de las Erinias vengativas por haber cometido tamaño crimen, trataría de encontrar solución a su tormento. El dios Apolo le vaticina a Orestes que la única forma de salvarse era ir al santuario de Artemisa en la Táuride, tomar la estatua de la diosa y traerla a Micenas. El santuario se encontraba en el reino de los Tauros, yendo hacia el este a través del Ponto Euxino (mar Negro) hasta llegar al Quersoneso. Iban con él varios compañeros de Micenas y todos fueron descubiertos al acceder al templo de la diosa. Artemisa había ordenado a Ifigenia que sacrificara a todo aquel que osara entrar a su templo. Cuando los autores del sacrilegio son presentados a Ifigenia, los hermanos se acaban reconociendo. Entonces ella comprende que debe silenciarlo si desea salvar a Orestes. Es ahora cuando en la estética del mito la reflexión sustituye a la pasión malévola. Para esto qué mejor representación de Ifigenia que la del pintor alemán Anselm Feuerbach (1829-1880). En su obra neoclasicista vemos la figura serena de Ifigenia reflexionar ahora sobre el destino que le acontece, solo entre sus manos, para salvar a Orestes. Piensa cómo convencer a los pobladores del reino y a sus gobernantes para poder huir y salvarse con Orestes. Como su hermano a contaminado a la diosa en su intento de tomarla, les dice a los pobladores de la Táuride que la estatua debe ser purificada ahora con agua de mar. También que ante la afrenta sacrílega no debían salir de sus casas para no ser contaminados. Llevaría a los asaltantes con ella hacia un barco para ser descontaminados...  Al final en la tragedia Ifigenia pronuncia esta sutil alabanza: Oh, hija de Latona, sálvame esta vez de ser sacrificadora. Condúceme a la Hélade, lejos de esta tierra bárbara y perdona mi latrocinio. Tú que amas a tu hermano, diosa, piensa que también yo amo al mío.

Era la transformación estética de una realidad trágica por otra compasiva. Era la pasión del Barroco de Perrier convertida ahora en la reflexión del Neoclasicismo de Feuerbach. Dos emociones, la pasión y la reflexión, muy difíciles de reconciliar en la vida. Sin embargo, la tragedia abandonaría por un momento la crueldad que gravitaría siempre entre la maldad de los hombres. Lo haría para, olvidándose Ifigenia de su anterior sufrimiento, poder elegir ahora salvar a otros de lo que ella había sufrido antes. En la obra neoclásica el equilibrio de las formas contrasta con el desequilibrio estético de la barroca. En aquel Ifigenia está eligiendo en libertad ante la visión sosegada de un paisaje de esperanza. No hay otra cosa que esperanza en la visión de la obra clásica, una forma de esperanza muy decidida, auspiciada por la realidad de un mundo, sin embargo, ahora más compasivo que el de antes. Porque aunque no hay otra cosa que maldad en las decisiones de unos humanos que afrentan a otros, no habrá más que salvación, sin embargo, en las decisiones humanas que piensan en los otros. Para el Arte la visión de ambas cosas llevará a comprender el sentido de la vida frente al sentido de la muerte. En un caso es desde la pasión desenfrenada, en el otro desde la reflexión más serena. ¿Cuántas decisiones podían haberse salvado de acontecer esta última cosa? La postura de la vida que toma el Arte es la de mostrar las dos caras opuestas del acontecer humano. Para el Arte hacen falta conocer las dos, para la vida, sin embargo, sólo una es necesario conocerla. Entre medias la salvación seguirá languideciente  a veces por estar apenas vaticinada por la indecisión menos compasiva de los hombres.

(Óleo El sacrificio de Ifigenia, 1633, del pintor barroco François Perrier, Museo de Bellas Artes de Dijon, Francia; Cuadro Ifigenia, 1862, del pintor neoclásico Anselm Feuerbach,  Darmstadt, Alemania.)

24 de abril de 2020

Elegir entre la destrucción o la construcción de algo es el mito artístico de lo posible.



A las orillas del final de un continente imaginario se alzaría sobre la tierra la construcción más grandiosa nunca antes erigida... Cuando el pintor flamenco Bruegel se decidió a crear una obra parecida (la anterior torre de Babel la había pintado en el año 1563, Museo de Historia del Arte de Viena) volvería a componerla otra vez al lado y muy cerca del mar. ¿Cómo si no transportar mejor los ingentes materiales que se necesitaran para construirla? También por la geografía marítima de su tierra holandesa, tan cercana al mar, lo que haría que recrease un paisaje anacrónico y deslocalizado de aquel suceso bíblico tan desastroso. A diferencia de otras obras de Babel, en esta el pintor flamenco apenas sitúa seres humanos visiblemente definibles en su creación. Están ahí, pero no se distinguen bien por la ingente perspectiva tan principal que la obra renacentista dispuso para la torre. Esto realza más la construcción frente a los constructores. Es como si aquélla tuviese vida propia o fuese realmente la que acabase por ser creadora en vez de creada...  Así, sería entonces la destrucción y no la construcción del poderoso engendro endiosado lo que habría animado la vida, los deseos y la voluntad de los hombres. Estos se habrían decidido, por fin, y colaborarían juntos para destruir la poderosa maquinaria divina que, alzada hasta cerca de las nubes, manejaría al mundo, sus seres y todos los designios terrenales. Porque ahora los seres humanos deseaban ser libres, querían dejar de ser controlados por una fuerza ajena que los había dominado desde el inicio del mundo. Y por esto mismo no estaban ahora construyendo sino destruyendo la torre. 

Es casi el mismo sentido bíblico de la torre babilónica. Porque la idea de una creación artificial tan enorme fue luego un fracaso en sí misma, acabaría siendo una demolición gigantesca, un intento malogrado en su propio desarrollo y finalidad. ¿Cómo abandonar algo que había sido alzado con el esfuerzo ingente de tantos sacrificios?, ¿no sería mejor entendido ese suceso de ruptura como algo conforme a la sagacidad de una liberación humana, que a una maldición divina causada por la ambición humana de un gran poder terrenal, sin embargo, apenas creíble? Lo que sucedería entonces mejor fue una liberación, un intento de liberación y no una maldición de la divinidad ante los deseos poderosos de los hombres. Fue la destrucción de un poder divino sobre la humanidad representado por la enorme torre. Lo que llevaría a ser el mito de Babel una realidad más acorde con el destino de los humanos, algo que dejaría a los hombres liberados para poder hablar no solo el lenguaje que quisieran sino, sobre todo, para elegir también entre la construcción más elogiosa o la destrucción más definitiva. Tiene más sentido el mito en la decisión de poder ejercer una libertad humana que en la de querer acercarse a una divinidad. Porque el poder no se entiende mejor como construir juntos algo grandioso que acerque a un dios, el poder es mejor como destruir ahora aquel símbolo endiosado universal que habría manejado, a su albur divino, el sentido terrenal de la vida de los hombres. 

Porque en la obra de Pieter Bruegel (1525-1569) parece que están los seres destruyendo más que construyendo la torre poderosa. Es el gesto de la destrucción desde sus niveles más altos lo que vemos mejor en la obra de Arte.  Vemos entonces ese gesto destructivo desde los arcos más elevados con el que los hombres acabarían, poco a poco, con la opresión de unos dioses o de un dios  por condicionar el sentido de la historia. ¿No se hacen las mismas tareas manipuladoras en la representación para crear como para destruir? En esta obra de Arte es lo que parece, ya que es imposible distinguir el sentido real de una acción figurativa ante las limitaciones de unos trazos pictóricos tan indefinidos. ¿Poder ajeno o libertad propia?, ¿destrucción o construcción...? ¿Cómo saber qué fue, finalmente, lo elegido? En la conciencia legendaria o en su propia historia el ser humano decidió libremente poder elegir para obtener así un fin determinado. ¿Cuál finalidad fue entonces la más realista, erigir una torre para llegar hasta la divinidad o exorcizar un poder divino, representado por la torre, que coartaba la libertad? El mito bíblico planteaba que la voluntad de los humanos, su soberbia constructiva, fuera limitada al determinar Yahvé que se confundieran hablando lenguas diferentes. ¿No era esto una forma de poder divino para mermar la libertad de los hombres? Sólo cuando luego algunos avezados hombres llegaron a comprenderlo empezarían por destruir el engendro poderoso de su propia limitación. 

El pintor renacentista compuso la figura ingente de la torre en un primer plano poderoso. El paisaje es aquí limitado, no es muy grandioso: ni montañas, ni riscos, ni ciudades, ni caminos, solo el horizonte del mar y unas nubes como fondo de la imagen. La tierra y el cielo están divididos equidistantemente en la obra. Una línea imaginaria divide horizontalmente en dos un mundo del otro. Sobre ella se sitúa el temible engendro que el deseo de los hombres decide destruir. Son representados además tres planos o dimensiones del mundo: el celeste, idealizado e inalcanzable; el terrenal, subordinado y contingente; y, finalmente, un poder material simbolizado por la torre y dividido a su vez entre el designio divino y el deseo de los hombres. Ambas voluntades se enfrentan en la erección de un mito que el pintor nos hace intuir con la representación de esas tres dimensiones abstractas. Las mismas que ahora podemos deducir del psicoanálisis freudiano, que desarrollaría los tres conceptos psíquicos del Superyo, del Yo y del Ello. En la obra renacentista el Superyo es la torre poderosa, el Yo estaría simbolizado por la acción de la construcción-deconstrucción. El que sea una u otra cosa depende luego del Ello, del plano terrenal inconsciente que condiciona la vida y el deseo de los hombres. Por ejemplo, ¿queremos mejor dominar la tierra o dominarnos a nosotros mismos? Si fuese el primer caso destruiremos la torre; si fuese el segundo no la destruiremos, la construiremos mejor, seguros, decididos y juntos. 

(Óleo La pequeña torre de Babel, 1568, del pintor Pieter Bruegel el viejo, Museo Boijmans Van Beuningen, Rotterdam, Holanda.)

22 de abril de 2020

El Arte no salva, solo representa la mayor mentira de la mayor verdad que existe.



Justo a finales del siglo XIX el pintor clasicista británico John William Godward (1861-1922) se resistía aún a desfallecer ante la impetuosa ola artística de una modernidad arrolladora. El Arte de la belleza estaba sucumbiendo por entonces, poco a poco, frente a una revolución estética que avanzaba tan decidida como la oprobiosa renuencia de la humanidad a reflexionar sobre lo auténtico... ¿Lo auténtico? ¿Cómo se puede pensar sobre algo que nunca ha existido porque nunca se ha alabado ni glorificado? Y no es ya la verdad, sino lo auténtico. Porque la verdad no es exactamente lo mismo que lo auténtico, como la justicia no es lo mismo que lo justo o la felicidad no es lo mismo que la satisfacción. ¿Qué había sucedido para que la belleza se relacionara a finales del siglo XIX con lo injusto, con lo insatisfactorio o con lo decadente? Tuvo que ver con la propia naturaleza del ser humano. Esta representa siempre a seres inconsistentes, volubles, codiciosos, pérfidos o indecentemente egoístas. ¿Es una crítica demasiado pesimista? No, es solo una realidad antropológica. Algo que es posible revertir, sin embargo, con aquella máxima romana que decía:  no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti. En la antigua Roma el emperador Alejandro Severo (208-235) ordenó grabar esa frase en su propio palacio y en los monumentos públicos de la ciudad. Había sido elevado a césar con sólo trece años dominado por su madre y su abuela tiránicas. Su carácter tranquilo y su tolerancia religiosa no pudieron evitar, sin embargo, que sus propias legiones acabaran con su vida en Germania diez años después. La autenticidad, entonces, ¿qué es? Es el respeto a lo ajeno desde la actitud de un mismo respeto a lo propio. Justo lo que el Arte de la belleza hace consigo y con los demás.

Nos lo muestra desde sus propósitos estéticos alejados, entusiastas, conmovedores, serenos, proporcionados, consistentes, eternos. Sin embargo, no satisface siempre porque no sintoniza la belleza con una condición propia de la naturaleza humana. Los seres humanos tienen una raíz animal que proviene de su inevitable conexión con un entorno desasosegado y su impronta competitiva por sobrevivir. Es algo inconsciente que se hace poderoso y que para evitar sus consecuencias no bastará la educación sino el desagravio... Pero el desagravio es imposible porque nuestro mundo es incompatible con ello. Todo es un agravio al nacer y al vivir en un mundo aleatorio, insensible, desolado e injusto. Por esto nació la belleza artística, el Arte, para recrear lo que también la vida encerraba con los pocos instantes de ternura o emoción que lo humano provocaba. Esa dualidad de la naturaleza humana se convirtió en una excusa poderosa para construir una civilización necesaria. En ella la belleza sería una de sus características evolutivas más inspiradas. Tanto lo fue que el ser humano se acabaría acostumbrando a la incongruente existencia de una belleza artística con su naturaleza criminal o maliciosa. Así empezaría el desdén, la desafección, la renuencia o la desconfianza hacia la belleza. Cuando el pintor Godward, arrebatado de una necesitada emoción por fijar eterna la belleza, tuvo ocasión de reproducirla con la artística forma de una glorificación tan estética, compuso la impronta primitiva de aquel instante tan sublime de armonía tan grandiosa. Para hacerlo contaría además con la colaboración de su mejor modelo, la hermosa actriz Ethel Warwick.

Ethel había nacido en 1882 en el centro de Inglaterra y desde muy joven quiso ser artista. Había contribuido con su belleza a la creación de muchos pintores impresionistas o clasicistas que, a finales del siglo XIX, componían perdidos entre la armoniosa, innovadora o exaltada belleza. Fue Ethel Warwick un paradigma perfecto para llegar a comprender la contradicción de la belleza. Ella la poseía de una forma tan natural, ajena y desenvuelta que no se correspondía con un mundo tan desalmado para tratar de glosar, con ella, la serena incomprensión de su necesidad, de su fragilidad o de su evanescencia. Todo empezó por la contradicción de un mundo tan despiadado. Para expresar una forma de estar en el mundo comenzaría ella a vender su belleza a los artistas que plasmaban esa misma belleza con la que representar justo lo contrario. Esta mercantilización de su belleza la llevaría luego a soportar el agravio desolador más infame de un mundo sin belleza. En el año 1906 se une en matrimonio a un actor y realiza una gira teatral por el mundo. Años después vuelve a Inglaterra y consigue dirigir un teatro londinense, sin mucho éxito. Se divorcia y, abrumada o confundida por su belleza, sucumbe años después, en 1923, en una desesperada situación ruinosa. Acabó sus días a los sesenta y ocho años de edad en un asilo de ancianos al sur de Inglaterra. ¿Dónde radica la expresión inequívoca de la belleza? Sólo en el corazón más profundo del ser humano. Sólo en el único lugar desde donde una mentira pueda llegar a transformarse, emotiva, en una auténtica verdad...

(Óleo La carta (una doncella clásica), 1899, del pintor clasicista británico John William Godward, Colección particular; Fotografía de Ethel Warwirck, 1900.)

16 de abril de 2020

El sentido del presente es a veces una sensación falsa, obtusa, equívoca, desalentadora y aplastante.



El Arte tiene la infinita virtud de lo recreado, de lo inventado, de lo calculado, de lo inspirado o de lo atronador a veces. Y todo eso con rasgos de verosimilitud, una realidad representada para poder producir, en una mente perceptiva abierta a los asombros, otra dimensión diferente traducida ahora por la expresión de un universo íntimo, indolente, distante, pero abierto y desmitificador. El Arte nos servirá entonces para llevar a cabo un golpe emocional que nos haga reaccionar ante lo trágico con el suspiro sublime de unas formas armoniosas. La infinitud del universo artístico es ahora ese sistema referencial salvador que viene a seccionar el cruel momento delimitado por el abismo indecente de un presente aterrador. Porque el presente no es siempre clarificador de la sintonía tan diversa de un mundo universal sin límites. Por eso mismo el Arte nos confundirá a veces, porque tiene límites... No podemos obviar ese límite, es un espacio delimitado por las aristas físicas de su realidad iconográfica. Pero la grandeza del Arte está en eso precisamente, en poder transmitir cosas tan diversas a las meramente representadas en tan poco espacio. Muchas cosas o infinitas cosas en el entramado indefinido de un espacio acotado por sus distancias tan cortas. En esto mismo se parecerá a la vida en ocasiones. Cuando padecemos cosas lastimosas se materializan además en el limitado escenario de nuestra limitada realidad tan condicionada. Entramos entonces en el reino infame del tiempo presente, que nos absorbe ahora, despiadado, para no poder llegar a comprender que la realidad, sin embargo, siempre es algo fluido, dinámico, evolutivo, cambiante y sorprendente.

Los creadores artísticos de emociones, que nos obligan ahora a pensar ante la belleza parcial de un instante tan hiriente, pueden conseguir o no hacernos llegar a ver, antes o después, el mensaje sutil de una contradicción estética ahora no resuelta del todo en nuestro mundo. Esta es la contradicción de la emoción de la belleza. Porque la emoción de la belleza inspirada en un instante no es nunca ni triste ni desolada ni espantosa. Y no lo es por la propia naturaleza de la belleza y del instante: absolutamente cosas evanescentes consecuencia de la propia sensación tan fugaz que lo produce. Cuando percibimos una belleza es exactamente igual que cuando presentimos una emoción, solo estarán motivadas por el momento fugaz de su sentido temporal tan evanescente. Es el presente el que recrea la emoción y la belleza. Pasado ese momento ni lo uno ni lo otro permanecerán así jamás. El pintor holandés Josef Israël (1824-1911) perteneció a un periodo artístico holandés impregnado tanto de realismo, intimismo como de impresionismo. De origen sefardí, Josef Israël abandonaría los grandes personajes históricos para componer seres anónimos perdidos entre las profundas limitaciones de sus vidas. En el año 1878 crearía su obra Sola en el mundo. Y en la representación artística que hace en su obra está la explicación anterior de la contradicción de lo limitado y de lo infinito, de lo bello y de lo que no lo es, de lo doloroso y de lo grandioso... En una humilde habitación decimonónica una joven llora ahora desolada ante el cuerpo moribundo de su padre. Esos elementos iconográficos ubicados en el espacio limitado de la obra determinaban así la emoción y la belleza que el pintor desearía transmitir. 

Y lo consigue principalmente con la imagen definida, emotivamente vinculante, de la joven y su padre. De pronto surge aquí la soledad ante el hecho inapelable de la muerte. Pero ese hecho no lo vemos ahora bien: puede estar enfermo, puede estar dormido, o puede que ella se lamente así ahora por otra cosa. Pero el pintor lo deja claro, sin embargo, con su título aplastante. Ahora, aquí es la definición que elegiremos para establecer una cosa cierta: la vida nos abrumará inmisericorde ante el hecho inevitable más imprevisto. El pintor recrea ahora su escenario, sin embargo, con una bella serenidad que no corresponde con una alarmante situación como esa. El orden, la adecuación de las cosas, la perfección de la atmósfera del cuarto, están ahora desentonando ahí con esa entropía emocional tan espantosa. Hasta podemos imaginar el poco ruido que la escena destilase ahora entre sus sombras. Las cosas representadas en una obra de Arte son como los elementos de una ecuación prodigiosa: nada está de más ni de menos para poder despejar la incógnita. Aparecen en el cuadro impresionista una mesa y dos sillas, con lo que deducimos que nadie más habitará en la estancia. Aparece un armario que resguarda cosas o las distrae de un área vital tan expedita. Hay además un reloj de pared a la derecha del lienzo. Es el tiempo, una magnitud ofensiva y limitante de muerte, pero también  una abierta y descollante poderosa de vida, algo que no hace más que recordarnos dos cosas contrapuestas: la negativa de mirar hacia el momento presente y su esencia ofuscadora, o la positiva y su esencia de pensar ahora que todo pasa y nada es importante.

Luego vemos en el suelo un libro abierto junto a la joven, es ahora aquí el pensamiento puesto en palabras para recordarnos las ideas que hacen diferentes las cosas del mundo. Hay una escalera de pie a la izquierda de la obra. Eso es lo que parece. La simbología es ahora lo importante. El sentido práctico en el Arte no es para nada nunca relevante. Está ahí para elevarse, para subir, para desterrar con ella el presente mortal de un instante amordazante. Pero hay algo en la obra de Arte aún mucho más significativo para descomponer esa aparente realidad tan dramática. Es el ventanal descorrido y poderoso del fondo que no sólo iluminará la estancia sino también cualquier espíritu entumecido ahora por un momento tan duro o paralizante. Es la ventana a través de la cual veremos un mundo exterior apenas definido ahí por los marcos divisionarios de una realidad distinta. Así, ahora todo momento presente se escapará maldecido por ese enlace luminoso hacia el universo infinito y poderoso de lo incognoscible. Nada hay más falso y obtuso que la sensación que define la forma del tiempo que delimita ahora un momento como el único momento existente en el mundo. El reloj nos lo recuerda perenne: la vida fluye siempre y los instantes serán la suma poderosa de un momento tras otro. Por eso la luz que penetra en la estancia ilumina las cosas que la obra define ahora como eternas e insondables. El sentido es justo aquí recomponer una infame frase (Sola en el mundo) con la fuerza indefinida de ese mundo distinto... Con él, con ese mundo de luz que entra ahora por la ventana vinculante, el pintor nos describe otra contradicción más en la obra y en la vida. Que es el mundo ahora aquí el que, por una bella refracción de luz, estará así junto al sujeto para siempre, que no habría nunca dejado antes de estarlo, y que, luego, el tiempo, tan solaz como indolente, volverá una vez más, siempre así, a recordarlo.  

(Óleo Sola en el mundo, 1878, del pintor holandés Josef Israël, museo de Ámsterdam, Rijksmuseum.)

11 de abril de 2020

La injusticia magnánima del Arte debida al tiempo y los prejuicios.



La capacidad de sorprenderse es muy útil para admirar el Arte. La sorpresa en el Arte es lo inesperado que no daña. Todo lo contrario. Supone también un interrogarse cosas. La primera, ¿de quién es esa obra?, la segunda, ¿de qué año o periodo?, la tercera, ¿cómo es posible? El pintor es Giovanni Antonio Boltraffio, un discípulo del gran Leonardo da Vinci que, antes del año 1500 seguramente, pintaría esa obra. No es posible, ¿o sí? La Gioconda la pintó Leonardo incluso años después. Pero, sin embargo, esta obra no ha pasado a la historia del Arte para nada, sin ningún comentario especial ni no especial. ¿No es el Arte una forma de injusticia magnánima? En un catálogo cultural italiano se indica: Retrato de una dama con una copa, entre 1490 y 1510, de Giovanni Antonio Boltraffio. Este pintor fue alumno de Leonardo entre los años 1491 y 1498. En cualquier caso, es un artista que nació, creó y vivió a la sombra de un genio. Esto y los prejuicios artísticos de las distintas épocas hizo el resto. El Arte es como un encaje definido por sus matrices maestras, algo que muestra siempre los rasgos distintivos de su trama directriz. Si algo destacase ahora en esa trama, aunque sea bonito, es descartado sin dudar... porque es, ahora, otra cosa. Luego sucederá que esa cosa no es lo que ahora mismo se quiere para el encaje..., y luego, cuando se pueda querer, ya es tarde para un retal construido a destiempo. Ya no se admirará porque han pasado estilos, desarrollos, muestras y genialidades diferentes. Pasó su tiempo, y no se vio ni se percibió luego nada más que una obra olvidada entre los ingentes matices entremezclados de tantas otras. Y, ahora, ¿qué podemos decir? ¿Se alcanzará a observar la mirada de esta mujer retratada con el sesgo apenas perceptible de una desolación tan grande? Su tristeza es contenida, pero, sobre todo, es genialmente conseguida. Luego está la mano de la dama retratada. ¿Hay una mano solitaria sujetando una copa mejor obtenida en el Arte renacentista que ésta? Claro, ahí estará la injusticia. Sólo son apenas dos cosas ahora destacables en la obra. No, solo dos, no. Hay otra. La anticipación en el tiempo del Arte para componer un retrato de mujer tan intemporal o tan universal o tan acrónico. 

Pero es que es pleno Renacimiento, un periodo que todavía no se destacaba en plasmar emociones humanas tan indefinidas. Tal vez, por esto mismo y su simplicidad es por lo que la obra pasara tan desapercibida. La emoción humana de un personaje que no es nadie conocido además, y cuyo retrato no tiene otra cosa más que una copa sujetada por su mano como cosa destacable. En otro catálogo de Arte se indica en una web que sea el personaje retratado de la reina Artemisia II de Caria. Tiene sentido. Mucho sentido porque entonces la imagen es justificada contextualmente. Artemisia II de Caria fue un personaje del siglo IV antes de Cristo que era hermana y esposa del sátrapa Mausolo. Cuando éste murió sintió ella tanto dolor que fue acabando con su propia vida poco a poco. Ese dolor es el que el pintor reflejará así en su obra. Para alcanzar su fin pensó Artemisia en beber de una copa cada día un poco de las cenizas de Mausolo. Esa es la copa con la que ella misma se consumiría. Pero volvamos al Arte. El retrato del personaje tiene un gesto y una forma de cara demasiado vulgar para la época artística. También por eso, tal vez, no tuvo éxito la obra. Su modelo debió ser una vulgar joven de Milán con un rostro vulgar de campesina o de criada. Tampoco entonces se valoraría tanto la emoción, algo muy secundario por entonces, pleno Renacimiento, sobre cualquier otra cosa. Por esto la Gioconda tuvo tanto éxito, porque carecía de emocionabilidad alguna su retrato. Esta obra de Boltraffio es lo que tiene: emoción. Una emoción a destiempo, pero una emoción muy humana. El Renacimiento entonces no podría ser ni vulgar ni emocional. Qué más da esa mirada tan conseguida, esas sombras de su cara o esa mano tan extraordinaria... Entonces daba igual. Una obra más, un retrato más, sin nada más destacable. 

Sin embargo, es uno de los retratos de mujer emocionada del Renacimiento con una belleza simple y elogiosa extraordinaria. Pero obtiene el pintor la emoción solo por el gesto de la mirada. Y esto no es fácil. En la mirada del personaje retratado está la amargura más incontenible, aquella que no tiene remedio porque no tiene solución. Es el sentimiento doloroso que se ha asumido pero que no se ha superado, y no se ha superado porque es imposible de superar. Se sabe ya todo. Lo sucedido y lo decidido. Ahora, solo estará el cándido dolor que acompaña a la decisión inapelable. Por esto la mano es compuesta así también, de ese mismo modo tan seguro. Firme, sin dobleces, sin artimañas indecisas de ningún refugio inexistente ahora en su alma. La Gioconda mira a su creador y a quien la observa. El retrato de Leonardo consigue, por supuesto, genialidad en su impasible mirada decidida. Pero en Boltraffio, a cambio, consigue describir una decisión interior (hacia un único lugar decidido) que no se corresponde así con su mirada distinta (hacia un indistinto lugar inexistente). La mirada está perdida ahora entre los inútiles intentos por comprender la vida y su trágica existencia. La decisión interior de ella está tomada, sin embargo, por lo mismo. ¿Quién puede comprender el alma humana y sus designios? La mujer retratada, Artemisia, seguirá mirando hacia la nada sosteniendo apenas con sus párpados inútiles una tenue emoción tan indiferente. Gloria de un Arte desde entonces tan desprendido de las dulces y eternas alas de un reconocimiento genial.

(Óleo Artemisia de Caria (Retrato de una dama con una copa), 1494, Giovanni Antonio Boltraffio, Colección Mattioli, Milán.)

7 de abril de 2020

La maldad misteriosa es vencida siempre por el arma invisible del héroe solitario.



En los anhelos renacentistas por dominar el mundo y sus demonios, algunos pintores italianos de ese periodo destacaron la figura heroica de san Jorge. Era una leyenda cristiana del siglo IX que no tendría ya nada que ver con la del santo de Capadocia venerado desde el siglo IV. Porque el soldado romano martirizado por Diocleciano moriría decapitado y sin ningún honor ni gloria. La Edad Media luego transformaría su leyenda, la resucitaría victoriosa para hacer con ella otra cosa distinta. Entonces hacía falta un héroe medieval que luchara contra el mal hereje y consiguiera abatir el enemigo religioso del islam. La leyenda occidental relataba, sin embargo, que existiría un dragón que atemorizaría alguna ciudad cristiana con su impenitente actitud agresiva. Y que siempre que sus habitantes quisieran tomar agua de la fuente, deberían distraer al monstruo con alguna presa entre sus fauces...  Al principio, utilizaron a todos los animales que pudieron, pero pronto se acabarían éstos, teniendo ahora que sacrificar a algunos hombres. Cuando fue elegida una joven para saciar el hambre criminal del dragón, el poderoso héroe medieval ya se enfrentaría decidido con la fuerza de su destino más mítico. El mito y su iconografía estaban ya definidos: eran por un lado san Jorge, su espada, su caballo atrevido y su actitud tan heroica de fiel compromiso; por otro lado, el dragón infame y terrorífico, sus crueles alas, sus terribles garras, su fuego o su grito maldito; y estaría además la joven y bella princesa salvada, pero también los hombres o víctimas abatidas, y, luego, el paisaje con montañas, con edificios y riscos verdecidos...  Cuando el pintor del Renacimiento Luca Signorelli comprendiera que el Arte iba hacia un progreso artístico vertiginoso, continuó, sin embargo, pintando como lo había hecho siempre, con la sensibilidad tan elogiosa y original de sus inicios. 

Así pintaría Signorelli o su taller durante el paso artístico del siglo XV al XVI, resaltando las dos vertientes artísticas del Renacimiento. La obra San Jorge y el Dragón de Luca Signorelli es una muestra expresiva de la fuerza inicial del Renacimiento. Pero también es la representación de la lucha impenitente de los hombres por querer vencer la maldad de un mundo fiero e incomprensible. En esta ignorancia de las causas de los males del mundo  se materializaba la figura siniestra del dragón. La obra renacentista expresaba además otras cosas diferentes. El héroe es destacado sobre la figura de su adversario. No vemos qué arma ni cómo la utiliza san Jorge para poder acabar con el monstruo agresivo. Para esto el dramatismo clásico definía ya que una acción noble no debía ser mostrada nunca en su final más cruento y definitivo. El gesto del héroe es compuesto justo cuando su decisión ha sido tomada pero aún no ejecutada.  Porque el héroe noble no puede aparecer unido a su presa asesina y vil, tan solo impulsado a su destino, solo decidido hacia él. ¿Qué representa el dragón misterioso en la obra renacentista?: lo que elimina la vida y desprotege a la ciudad indefensa.   En la obra de Signorelli vemos a unos ciudadanos a caballo a la derecha del cuadro, personajes que están alejados de la escena principal. ¿No luchan ellos? La representación renacentista tiene eso, que denuncia cosas con sensibilidad artística. Solo se enfrenta al dragón el héroe solitario. Y a pesar de los cadáveres que el pintor compone con la perspectiva más moderna de aquel renacimiento suyo. Porque ahora las víctimas son expuestas aquí con su imagen más demoledora. El pintor las sitúa claramente en primer plano. Pocas pinturas de San Jorge y el Dragón las muestran de este modo tan gráfico y vil. La propia sociedad es criticada aquí por el pintor: no cuidarán a sus habitantes los poderosos, esos que ahora se encuentran alejados al fondo de la obra.

La iconografía resalta un paisaje virtuoso, con edificaciones grandiosas y un horizonte benigno y destacable, bajo el cielo dulce de un atardecer brillante. Qué lugar tan maravilloso este, para situar, a cambio, un terrible monstruo asesino... Pero este Renacimiento nos sorprenderá con el mensaje dadivoso de un mundo floreciente, de una maldad taimada y los sublimes trazos de su figura intrigante. La maldad es representada con la sensación indefinida de algo que no veremos del todo en el cuadro. Si no fuera por el deseo firme de la actitud heroica del abnegado caballero, la representación de la obra renacentista expresaría el macabro escenario de una maldición humana indigna y vergonzosa. ¿Nada es posible hacer frente a la maldad poderosa de lo imprevisto o de lo invencible? Porque ahora los seres humanos son abatidos y sus cuerpos mortecinos testigos visibles de un cruel homicidio trágico. Absoluta orfandad infame que encierra ahora un sin sentido solo obviado por la figura monstruosa de un cruel dragón asesino. La muerte es vencida por el caballero solo después de querer salvar a la doncella inocente. En ella se representa la sociedad indefensa y oprimida, una opuesta humanidad a otra que no hace más que esperar indecidida. Los héroes lucharán solos, para eso son héroes. La fuerza del dragón es la fuerza de la soledad de los héroes. Mientras no estén éstos, las víctimas yacerán sin miramientos. Con su imagen salvadora y firme ante la fiera, el pintor compone al vencedor de la muerte con el hálito grandioso de una poderosa efigie. ¿Qué pasará mañana cuando el héroe trashumante no acuda decidido a vencer las maldades? La imagen renacentista representaría el paisaje del fondo como marco y reflejo de un mundo ajeno a lo dramático, que no recuerda ahora ni el momento ni el lugar ni sus peores alardes. Mejor también para esto que el héroe legendario oculte ahora su armamento. Con ello, con la fuerza invisible de su arma discreta, el imaginario cultural occidental mantendría siempre bello, en ese instante, el poder, la fortuna, el heroísmo, y su sagrada decisión contra lo infame.

(Óleo San Jorge y el Dragón, 1505, del taller o su pintor Luca Signorelli, Rijksmuseum, Holanda.)