21 de enero de 2011

La frágil conciencia entre la ladina tentación y el lábil, meritorio y hasta milagroso sentido.



Según nos cuenta un antiguo relato el griego Herodoto (484 a.C - 425 a.C.) -el primer compilador de historias del mundo-, existió una vez un rey del antiguo reino de Lidia -en la actual Turquia occidental- llamado Candaules que vivió en el siglo VII a.C. Este rey sentiría tanto orgullo y satisfacción por la belleza de su esposa que no pudo evitar la tentación de mostrarla desnuda a Giges, uno de sus más cercanos y fieles colaboradores. Porque tal cantidad de maravillas le acabaría contando de ella, que pensó que éste -Giges- no se lo creería a menos que la pudiera ver. Entonces le propuso una noche que fuese al dormitorio real y se escondiese antes que ella entrase. De ese modo lograría él mirarla desnuda antes de acostarse, así podría alabar realmente lo que antes le había contado el rey de la belleza de su esposa. Pero Giges lo dudó, tuvo entonces miedo él de las posibles consecuencias de lo que pudiera pasarle. Sin embargo, el rey, decidido ahora, le insistió a Giges para que lo comprobase.

Así que una noche Candaules llevará a su habitación a Giges; luego, la reina llegaría y se desnudaría completamente. Entonces Giges contemplaría así, escondido, todo lo que en verdad el rey le había contado antes. Al final, cuando Giges comprende ahora que debe abandonar ya el dormitorio, justo en ese momento la reina, inesperadamente, acabaría viéndolo mientras huía. Ella entonces, prudentemente, callaría. Pero, al día siguiente, llamaría a Giges para, después de contarle lo que ella sabía, decirle entonces que sólo tendría dos opciones: o matar al rey por haberla ofendido, y sustituirlo él ahora; o matarse para evitar caer en otras posibles tentaciones que pudiera ofrecerle Candaules. Después de escucharla Giges no supo qué hacer, y volvió a dudar entonces. Pensó rechazar la oferta, pero ella insistió. Así que decidió matar al rey. Fue ahora la reina quien ocultaría a Giges en el mismo lugar en el que él había estado antes. Así mató Giges al rey, mientras éste dormía junto a su reina.

Existe otra leyenda, contada por el gran filósofo Platón en su obra La República, llamada El anillo de Giges. Cuenta este otro relato mítico que Giges sería un pastor antes de entrar en la corte del rey de Lidia. Una tarde, mientras guardaba su rebaño, se precipitaría una gran tormenta y un poderoso rayo abriría entonces una profunda sima en la tierra, un gran surco en la superficie de la tierra muy cerca de donde estaba. Curioso entonces, Giges no pudo evitar ahora la tentación de bajar por el enorme agujero abierto en la tierra. Este socavón le condujo a una cueva profunda que luego le llevaría a un recinto lleno de cosas maravillosas. Encontró allí un grandioso caballo de bronce esculpido y, además, tumbado en el suelo, el cuerpo moribundo de un gigante como nunca antes él hubiese visto. Entonces se fijaría Giges en una hermosa sortija que relucía brillante entre los dedos mortecinos del gigante. No pudo resistirse y la tomó.

Al cabo de unos días, en una de sus reuniones habituales con los demás pastores del reino, Giges llevaría la sortija mágica consigo. Sentado y distraído ahora, jugaba con ella en su dedo anular cuando, de pronto, la giraría hacia el interior de su mano. Entonces comenzaría a escuchar como los demás hablaban de él, pero lo hacían como si no estuviese él allí: se había ocultado Giges a los otros, se había hecho del todo invisible. Luego, al girar de nuevo el anillo hacia afuera, volvería Giges a hacerse visible de nuevo. Asombrado y ansioso, decide ahora usarlo contra su propio rey en una de las visitas a Palacio. De ese modo, invisible y seguro, Giges pudo seducir ahora a la reina y, después, matar al rey, apoderándose al final del reino. La moraleja de la leyenda mítica es: ¿puede evitar el ser más justo la tentación de hacer lo que desee, en perjuicio de los demás, al saberse ahora seguro de que nunca será visto ni descubierto?

Decía el poeta y escritor Oscar Wilde que la única forma de resistir a la tentación es sucumbiendo a ella. En la historiografía artística se ha representado la tentación con grandes santos virtuosos. Esa debía ser la forma, al parecer, en que se humanizaban ahora a estos sagrados seres, consiguiendo transmitir así la lección moral propuesta. Pero la tentación, sin embargo, sólo existe si realmente se produce (no si se siente la tentación sin caer en ella); porque si no se cae, no es tentación, es otra cosa... La lección moral está clara, pero, únicamente hay tentación verdaderamente si se cae en ella, si no, no. Por ejemplo, La Tentación de San Antonio es un contrasentido. Porque, para que sea tentación deberá existir ésta y caer en ella, deberá realizarse... Puede ser la tentación más o menos fuerte, más o menos consecuente, o más grande o más pequeña, pero seguro debe ser tentación, seguro deberá existir el hecho en sí mismo. Es decir, que sólo no se cae en ella si antes no se ha llevado a cabo ninguna tentación... En otras palabras, los verdaderos ascetas evitarán llegar ni al mínimo vestíbulo de la tentación.

Los pintores de la escuela Prerrafaelita decidieron mostrar al mundo no sólo una nueva tendencia pictórica que ellos creían entonces idílica y perfecta, sino que propugnaron además una filosofía que proclamara un mundo diferente, una ruptura con la sociedad industrial y moderna que, por aquellos años -siglo XIX-, enajenaba y anulaba la libertad y la virtud más armoniosa de los hombres. Ellos entendían así que habría que encontrar las verdaderas raíces de la sociedad, ese espacio idílico donde la Naturaleza y el hombre pudieran de nuevo reconciliarse. En este sentido uno de sus miembros, el pintor británico William Holman Hunt (1827-1910), conseguiría a la vez la admiración y el rechazo de la rígida sociedad victoriana de su tiempo cuando presentara en  el año 1853 su obra de Arte El despertar de la conciencia.

En esta impresionante obra prerrafaelita una pareja adúltera, burguesa y acomodada, se encuentra ahora en una estancia íntima y personal: la habitación de un pequeño apartamento londinense en un ambiente victoriano y moderno. Ellos están ahora distendidos, confiados y alegres. La mujer -la amante- se muestra segura pero a la vez inquieta, algo le oprime a ella sin saber exactamente qué cosa es. Está satisfecha con su vida pero, también, está del todo ignorante del mundo exterior que, ahora, ve por la ventana de su apartamento. Pero, un giro de ella de pronto hacia esa ventana -reflejada en el espejo posterior- le inspirará sentir ahora, sin embargo, un despertar de su conciencia dirigida hacia la belleza de la vida..., esa belleza expresada aquí en los árboles o en una Naturaleza libre, verdadera y auténtica. Es ahora aquí el simbolismo de un descubrimiento desasosegado, ese descubrimiento inquieto que nos atenaza y nos complace al mismo tiempo. La conciencia de ella, ahora lúcida y descubierta por fin, la invitará -tan sólo por unos segundos- a elegir en ese momento entre la mortífera tentación de seguir ella tal como hasta ahora -protegida pero presa de sí misma- o de tomar, a cambio, la libre -pero inconsistente por desconocida- huida hacia lo más sensato, hacia lo prodigioso, hacia lo virtuoso, o hacia lo más milagroso o imposible...

(Cuadro del pintor inglés William Etty (1787-1849), Candaules muestra su mujer a Giges, 1820; Óleo Lady Shalott, del pintor victoriano William Maw Egley (1826-1916), donde cuenta la leyenda de la virtuosa Dama de Shalott que, encerrada en una torre para tejer toda su vida, tuvo una ensoñación donde le anunciaba que si miraba en dirección a Camelot le esperaría una terrible maldición, no pudo resistirse el día que, a través del espejo vio a Lancelot, y su deseo la perdió; Cuadro del pintor prerrafaelita inglés William Holman Hunt, El Despertar de la Conciencia, 1853, Tate Gallery, Londres; Cuadro de Velázquez, La Tentación de Santo Tomás, 1632; Óleo del pintor italiano Domenico Morelli (1823-1901), La Tentación de San Antonio, 1878, Galería de Arte Moderno, Roma.)

19 de enero de 2011

Nada iguala la creación artística, hasta los dioses con su inmortalidad la desearon.



Según nos cuenta la mitología helénica existió una vez un Titán, un semidiós creativo, pero ingenuo, llamado Prometeo, que alcanzaría a ser tan poderoso y fuerte que hasta el mismo Zeus le llegaría a temer por su audacia. Manejaba Prometeo la tierra con el agua y creaba e inventaba así cosas maravillosas. Una vez llegaría incluso a crear una criatura humana. Éste acabaría siendo el primer hombre. Pero, pronto se daría Prometeo cuenta de la extrema fragilidad del nuevo ser: no podría sobrevivir por sí solo en un mundo tan hostil, frío y desalmado. Decidido, Prometeo robaría a los dioses un prodigio maravilloso, un dominio sobre la naturaleza para que los hombres pudieran ahora defenderse. Ese prodigio fascinante sería conocido luego como el fuego. De ese modo, los hombres terminarían por multiplicarse. Pero los dioses, abrumados por tal eventualidad, se ofendieron con Prometeo por su osadía así como por su diabólica invención humana. Para contrarrestar la amenaza de esa creación los dioses enviaron a la Tierra a otra criatura humana, esta vez una hecha por ellos mismos.

Así Zeus crearía entonces a Pandora, una mujer de gran belleza, audacia, gracia y fortaleza. Conseguiría ella incluso engañar a Prometeo, al terminar ahora uniéndose a otro titán-hombre, Epimeteo, hermano de aquél. Un día Epimeteo dejaría por error al alcance de Pandora una caja misteriosa. La caja resultó ser un arma poderosa, un artificio peligroso y secreto de los dioses que sólo los titanes podrían utilizar. Sin embargo ella, ahora, curiosa, la tomaría, levantaría su tapa y, de pronto, escaparían de la caja todos los males para el mundo que guardaba en su interior. Esos males se extenderían por toda la Tierra llevando ahora la perdición y la angustia a los hombres. Pero, algo extraño sucedería también en la caja misteriosa. En su fondo, agazapada y latente, quedaría guardada ahora la esperanza... Esta fue la única cosa que los hombres-criaturas pudieron aprovechar de sus creadores. A cambio, disfrutaron a partir de entonces de otra cosa, además: de la posibilidad de crear Belleza...

Porque para eso, para crear Belleza, el paso del tiempo es -inconscientemente- algo imprescindible. La inmortalidad, en consecuencia, sólo se alcanzaría entonces con la creación de Belleza. Se precisa, por tanto, tener alguna vez que desaparecer para que así surja el estímulo creativo. ¿Cómo, entonces, si no, se pretenderían crear obras inmortales? Por eso mismo solo ellos, los artistas, los creadores de Belleza, pueden sortear los males escapados de la caja y menospreciar lo demás. Sus vidas, generalmente, son eriales de amor, de belleza y esperanza. Sólo se consagrarán los artistas-creadores a su arraigo interior ineludible. Los demás, los mortales sin motivo, los que solo admiraremos y necesitaremos de sus creaciones artísticas, nos aferraremos al amor, a la belleza y, sobre todo, a la esperanza. Con esas cosas lucharemos contra el paso del tiempo; con ellas buscaremos crear, al menos, algo digno que nos satisfaga de la desesperación. El amor y la belleza nos llevarán, inútilmente a la postre, a tratar de justificarnos con la vida y su alegre desatino. La esperanza es, quizá, la única creación mental que, como un sustitutivo poderoso, necesitaremos aún más para compensar nuestra inexistente y deseada creatividad.

(Cuadro El Tiempo superado por el Amor, la Esperanza y la Belleza, del pintor Simón Vouet, 1627, Museo del Prado, Madrid, en este óleo se observa como la Belleza tomará por los pelos al Tiempo -el dios Saturno- y tratará de amenazarlo con la lanza; la Esperanza, con el ancla de la salvación, confiará en poder someterlo; y por fin el Amor, en este caso Cupido, que mordisqueará las alas del Tiempo..., este dios, el Tiempo, ahora con su hoz mortal y su reloj inapelable, apartará así las molestias, si acaso, que aquellos otros le sigan provocando; Óleo del mismo pintor Simón Vouet, con la misma representación iconográfica, pero realizado 19 años después del otro lienzo, Saturno conquistado por el Amor, la Belleza y la Esperanza, Museo de Bourges, Francia; Boceto del pintor prerrafaelita Dante Rossetti, Pandora, 1869; Cuadro del pintor Pompeo Batoni, El Tiempo y la Vejez destruyendo la Belleza, 1746; Óleo del pintor Jan Cossiers, Prometeo trayendo el Fuego, 1638, Museo del Prado; Cuadro abstracto del pintor español José Bellosillo, 1954, La Esperanza, de 1982.)

18 de enero de 2011

Imitaciones y copias en el Arte y sus autores: a veces creaciones excelsas, otras taimadas y otras espurias.



Según contaban las antiguas crónicas españolas de Indias, al sur del istmo de Panama se situaba la vasta y salvaje selva del Darién donde se extendía un maravilloso lugar llamado Dabaibe...  Habitado por el feroz pueblo de los cunas, esta región inexpugnable tenía la fama de poseer una gran riqueza escondida entre sus árboles. Decían que existía un inmenso templo donde los caciques del lugar habrían ocultado una gran cantidad de joyas y objetos preciosos. Al parecer, describían un edificio enorme con las paredes recubiertas de piedras preciosas que, sin embargo, se encontraba en medio de toda aquella jungla imposible. El descubridor Vasco Núñez de Balboa (1475-1519) fue el primero en intentar encontrarlo, inútilmente. El gobernador de Veragua, Pedrarias Dávila, enviaría una gran expedición compuesta por unos trescientos hombres. Esa expedición fue rechazada tanto por la selva como por los feroces cunas. Otras tantas tentativas se llevaron a cabo, pero nunca se hallaría aquel fabuloso templo de Dabaibe.  Es seguro que el Templo de Dabaibe jamás existió. Pero, sin embargo, Núñez de Balboa -según se contaba- sí que recibió de un cacique llamado Tumaco gran cantidad de joyas y de perlas acuíferas, éstas de un extraordinario tamaño.

Años después, en el recién descubierto océano Pacífico, fueron halladas las islas de las Perlas, llamadas así por la multitud -y tamaño considerable- que de esos moluscos se encontraron allí. En una de las remesas de esas perlas de gran tamaño que se enviaron a España, una de ellas -o varias, no se sabe bien- terminaron en las manos de Felipe II.  El caso es que a la corona española le llegó una perla que se acabaría denominando La Peregrina. Y no en balde se llamaría así, ya que su peregrinar -o el de varias de ellas- terminaría entre los collares o sombreros de algunas de las cabezas más regias de Europa. Una de esas cabezas coronadas fue la reina de Inglaterra María Tudor, monarca que acabaría casándose con el príncipe Felipe de España en el año 1554. Este futuro rey terminaría regalándole a su esposa inglesa una de esas perlas americanas. Pero también, según otras crónicas, se la ofrecería -¿ésta u otra perla?- a su siguiente esposa, la francesa Isabel de Valois, cuando ya fuera rey de España en el año 1560.

En el caso de la reina inglesa tenemos un retrato suyo del pintor Antonio Moro (Anthonis Mor) (1515-1578), donde se observa La Peregrina.  En el caso de Isabel de Valois, no existe ningún retrato contemporáneo de ella en el que aparezca esa perla. Sí existe un retrato del pintor Pantoja de la Cruz (1553-1608), pero fue una copia hecha luego en el año 1605 -años después de fallecer la reina Isabel- de un retrato anterior de ella donde no lucía la joya. Vuelve a aparecer otra vez la Perla Peregrina en otro cuadro real del año 1635, cuando Velázquez pinta a la esposa del rey Felipe III, Margarita de Austria, con otra Perla Peregrina. ¿Era la misma perla? Otra historia cuenta que el rey Felipe IV de España le regaló a su hija María Teresa de Austria esa perla peregrina por su boda con el rey francés Luis XIV en el año 1660. Hubo, por tanto, otra perla Peregrina en Francia hasta su desaparición en plena Revolución francesa. También existió otra perla Peregrina -¿la misma perla?- que continuaría en la Corona española hasta que el rey napoleónico José I Bonaparte, al huir de España en el año 1813, se la llevara consigo. Acabaría la perla en manos de la familia bonaparte hasta que el emperador Napoleón III, sobrino del famoso emperador, la tuviera que vender para financiar sus propósitos políticos en Francia.

Tiempo después la compran unos aristócratas ingleses, que la vuelven a vender a principios del siglo XX. Muchos años después, en 1969, en una famosa subasta celebrada en la ciudad de Nueva York, el actor Richard Burton la adquirió entonces para su célebre esposa, la actriz Elizabeth Taylor. Pero, de existir tan magnífica perla, ¿cuál fue la primera y única perla Peregrina, aquella verdaderamente original...?   Hay joyas u objetos artísticos muy antiguos que difícilmente pueden certificarse, aunque sean joyas auténticas, porque lo pueden ser, pero, ¿fueron aquélla...? Algunos grandes pintores entendieron que copiar obras de otros maestros era uno de los mayores homenajes que se les pudiera hacer. De ese modo, Rubens copiaría literalmente varias obras del genial Tiziano cien años después. Pero, otros pintores, no tan famosos, quizá por vanidad, quizá por interés, tal vez por ambas cosas, crearon obras de Arte donde imitaron a sus admirados creadores. No les copiaron sus obras, sólo imitaron su estilo; pero, sin embargo, sí copiaron otra cosa: el nombre, la firma famosa. Eso les malograría. Aunque, posiblemente, no acabaría por importarles nada ya que consiguieron la fama eterna, esa misma que los pinceles y sus propios lienzos artísticos nunca les llegaron a ofrecer.

(Cuadro de Rubens, La Bacanal de los Andrios, 1635, Museo de Estocolmo; Cuadro de Tiziano, La Bacanal de los Andrios, 1520, Museo del Prado; Óleo de Han Van Meegeren, Los discípulos de Emaús, 1937, Holanda, imitador y fraudulento creador de obras similares a Vermeer; Óleo del gran pintor holandés Vermeer, Cristo en casa de Marta y María, 1655, Galeria de Escocia, Edimburgo; Cuadro de Van Meegeren, 1889-1947, Cristo y la adúltera, 1935, Holanda; Fotografía en Alemania de soldados americanos recuperando obras -equivocadamente- del genial Vermeer, éstas fueron adquiridas por el jerarca nazi Göering creyendo que eran de Vermeer, pocos años después fueron desmentidas por los expertos, y así descubierto el falsificador Han Van Meegeren, detenido y juzgado; Cuadro del pintor Gauguin, Les Parau, Parau, 1891, Hermitage, San Petersburgo; Óleo del falsificador húngaro Elmyr De Hory, 1906-1976, Mujeres en Tahiti, imitando el estilo -y la firma- de Gauguin; Óleo del gran pintor Modigliani, Retrato de mujer con sombrero, 1917; Cuadro del falsificador Elmyr De Hory, imitando a Modigliani; Óleo del pintor Antonio Moro, Reina María Tudor, 1554, luciendo la Perla ¿Peregrina?; Cuadro de Velázquez, Retrato ecuestre de Margarita de Austria, 1634, donde se observa la Perla Peregrina; Cuadro del pintor Pantoja de la Cruz, Isabel de Valois, 1605, en donde se ve la Perla en su tocado, aunque en ese año la reina estaba muerta, fue un retrato de un retrato, al cual le añadió el pintor la Perla en su vestuario, al parecer; Fotografía de la actriz Elizabeth Taylor luciendo un collar con, al parecer, la Perla Peregrina; Fotografia de Elmyr De Hory, 1971; Fotografía de Han Van Meegeren en su juicio, 1946.)

13 de enero de 2011

La intemporalidad de la belleza del Arte, su certeza, su pasión, su infinita sorpresa y su conjuro.




Cuando en el año 1776 el capitán James Cook decidiera realizar su tercer viaje a los Mares del Sur -donde acabaría trágicamente su vida tres años después- en la corbeta HSM Resolution, elegiría al pintor inglés John Webber (1751-1793) como artista oficial de la exploración marítima al Pacífico. En las islas Tahití llegan a desertar dos marineros de la Resolution y el capitán Cook ordena a cambio secuestrar a la princesa nativa Poedua, su hermano y su padre hasta que le entreguen a los desertores. El pintor Webber plasmaría entonces en un lienzo la serena, exuberante, majestuosa y salvaje belleza de la princesa polinesia. Justo trescientos años antes, el siciliano Antonello da Messina (1430-1479) conseguiría retratar, por fin, a su querido amor frustrado de juventud, la joven Esmeralda Calafato. Pero para plasmar su belleza sólo pudo por entonces utilizarla como modelo para un impresionante óleo sagrado, el nada sospechoso retrato de la Virgen de la Anunciación. En el temprano año de 1476 consigue realizar algo -inédito para la época- verdaderamente prodigioso: dibujar una figura sagrada con una naturalidad y sencillez asombrosa, con asepsia divina casi, para ser ahora una representación tan sagrada.

Pintaría a la Virgen María con un sencillo velo desplegado y una mirada demasiado humana, nada sobrenatural ni sagrada. Con unas manos ahora diferentes a las de una santa, unas manos más cercanas o más reales o más auténticas o más terrenales, o más humanas... Y todo eso enmarcado además en un fondo nada virginal ni celestial ni floral, tan sólo absolutamente negro, pero, ahora, elegantemente negro. Algo tan sagrado pero inexistente antes ni -desde luego- después en toda la historia del Arte. Sin embargo, genial, abrumadoramente genial e intemporal. Un pintor de origen suizo radicado en Inglaterra, John Henri Fusseli (1741-1825), fue uno de los más extraordinarios pintores poco conocidos y, además, de los más difícilmente clasificables. Adscrito al Romanticismo inicial, sin embargo desarrollaría tendencias neoclásicas propias de su época. Pero, sobre todo, fue un creador misterioso y simbólico, incluso para su generación tan poco convencional. Conseguiría una vez realizar un lienzo extraño para aquel temprano año 1800: El Silencio. Porque ahora el misterio y el equilibrio expresados en este cuadro hacen de una imagen tan simple, tenue y monocolor una alegoría de la desesperación más universal, propia de todas las épocas, de todas las culturas y de todas las emociones en busca de certezas.

El día 28 de diciembre del año 1789 se incendiaría en Venecia un gran depósito de aceite para lámparas. Este suceso conseguiría entonces traer el infierno al barrio veneciano de San Marcuola. El pintor veneciano Francesco Guardi (1712-1793) consigue, sin embargo, detener el momento dramático en una obra sorprendente y expresiva. Donde ahora las llamas, consumiendo ávidas su oxígeno alimento, bailarán delante de los venecianos como si de un espectáculo carnavalesco se tratase. Ahí se observa la magnitud de aquel terrible hecho: cómo las amarillas llamas desean ahora asolar toda la ciudad como si de un infierno dantesco se tratara. Nunca antes había sido un incendio causado por un hecho fortuito retratado así en un lienzo artístico. Y como si de una conjura diabólica determinada fuese su sentido, el Arte quiere fijarnos ahora la memoria de lo inevitable, de lo contencioso o de lo bellamente espectacular al mismo tiempo. En el siglo donde la razón acabaría controlando la vida y la sociedad, algunos pintores descubrieron la seductora forma de impresionar en un lienzo la misma emoción que ellos sintiesen al verla. Y en el siglo del clasicismo renovado reflejan ahora sus alardes pictóricos sin más detalles añadidos, sin tantos perfilamientos clásicos ni tantas perfectas formas. En la obra Venecia con su iglesia de San Giorgio creeremos estar viendo ahora una obra del año 1790 como una creación de un siglo después incluso. Porque el pintor veneciano Guardi se adelanta a su tiempo y nos demuestra ahora que la belleza puede ser también esbozos de otras cosas, de elementos artísticos imprecisos que acabaran ofreciendo la majestuosidad, sin embargo, de todo un conjunto pictórico ahora más clarificado. Pero también con los colores sin aristas, o con los colores tan sólo insinuados ahora, algo que, tiempo después, terminaría llegando a inspirar el maravilloso Impresionismo.

El sacrificio que Abraham quiso realizar con su hijo Isaac había sido retratado en infinidad de obras a lo largo de la historia. Pero aquí el pintor austríaco Franz Anton Maulberstch (1724-1796) consigue llevar a cabo en su obra del año 1790 una escena bíblica desentonada para entonces, es decir, muy diferente a las de antes, ahora menos levítica o menos sagrada o más terrenal. La pasión de la acción está detenida ahora aquí -como cuenta la leyenda bíblica- al final del pretendido sacrificio. Con ello nos demuestra la fuerza del impacto visual anticipando un incipiente expresionismo colorido. Por tanto una composición artística más creíble por parecer más moderna o menos legendaria, o por parecer ahora un expresivo dramatismo mucho más humano que divino. El edificio del Museo del Louvre era parte del Palacio Real de la corona de Francia cuando, en el año 1789, la Revolución francesa decidiera que pasase a formar parte de un museo para el pueblo. La grandiosidad del edificio regio era tal que el pintor exagera la perspectiva de su nave central, ahora vista casi sin un final en el impresionante lienzo romántico. Consigue Hubert Robert demostrarnos así la infinitud del Arte, la imposible manera de poder delimitar fronteras a la creación artística. El pintor francés Hubert Robert (1773-1808) se libraría de ser ajusticiado en la guillotina por los pelos, luego sería perdonado incluso, y hasta conseguiría dirigir el recién inaugurado museo del Louvre.

El volcán Vesubio había tenido muchas espantosas pero maravillosas erupciones de su dormida montaña. El pintor Pierre Jacques Volaire (1729-1802) plasmaría una de ellas en un escenario además extraordinario. En su lienzo vemos una noche con luna y su resplandeciente reflejo nocturno; también unos personajes que disfrutan del escenario, un espacio del que forman ahora parte y se sienten además integrados a pesar de su fascinante sorpresa telúrica. El creador francés Volaire se enamoraría tanto de Nápoles y su montaña de fuego que la retrataría varias veces en su vida, especializándose en el retrato violento de las bellas llamaradas rojas expresivas. Su pasión y obsesión por esa belleza de fuego le llevarían incluso a morir luego en la maravillosa y antigua ciudad napolitana. Un lugar que, providencialmente, sería salvado casi siempre de sus trágicos conjuros volcánicos aterradores. El belga Joseph-Benoît Suvee (1743-1807) fue un pintor muy aplicado en la tendencia neoclásica propia del momento que le tocó vivir. Aquí demuestra cómo se puede dibujar el perfil de los modelos en un lienzo, utilizando ahora una fuente de luz y su útil sombra proyectada. Tan aplicado fue el pintor en su estilo, tan genial fue en su tendencia clásica, que llegaría a enojar a su propio maestro en Arte, el grandioso, famoso y celoso pintor David, el neoclásico más consagrado de Francia. Éste no pudo más que sentir la peor de las maldiciones para un creador artístico: la envidia. Así que Suvee no tuvo más remedio que abandonar París y marcharse para siempre al país de las acogidas, de la belleza ilimitada o de la luz más desbordante: Italia. En Roma fallecería el creador belga del todo olvidado por sus compatriotas. Aunque ahora recordado aquí gracias al Arte sutil que imaginase el pintor entonces homenajeando la pintura y su alarde semejante.

(Cuadro del pintor Antonello da Messina, Anunciación de la Virgen, 1476; Lienzo El Silencio, del pintor John Henri Fusseli, 1800; Óleo Incendio del depósito de aceite de San Macuola del 28 de diciembre de 1789, 1790, del pintor Francesco Guardi; Del mismo pintor veneciano, San Giorgio Maggiore, 1790; Óleo de Franz Anton Maulbertsch, El sacrificio de Isaac, 1790; Cuadro La Gran Galeria, del pintor francés Hubert Robert, 1795; Cuadro del pintor Pierre Jacques Volaire, Vista de la Erupción del Vesubio, 1770; Óleo del pintor inglés John Webber, Retrato de la princesa tahitiana Poedua, 1779; Cuadro del pintor Joseph-Benoît Suvee, La invención del Arte del Dibujo, 1790.)

11 de enero de 2011

Bajo ningún cielo protector..., si acaso bello, enigmático y esplendoroso.



En los primeros días del mes de septiembre del año 1859 los sistemas telegráficos, que sólo dieciséis años antes comenzaron a ser implantados en Europa y América, empezaron a fallar de modo incomprensible. Se produjeron cortocircuitos en las estaciones que causaron multitud de incendios con el papel telegráfico. Un fenómeno curioso alarmaría también cuando los telegrafistas desconectaron las baterías que alimentaban de energía a las líneas: los mensajes seguían transmitiéndose, sin embargo. El día 1 de septiembre de ese mismo año, Richard Carrintong (1826-1875) se encontraba en su pequeño observatorio de aficionado en Inglaterra, cuando su telescopio proyectaría una imagen del Sol sobre la pantalla inmisericorde del mismo. De pronto observaría que entre las manchas solares que había capturado el telescopio aparecieron dos brillantes y cegadoras gotas blancas. Quiso que alguien más comprobase lo que veía, pero, para cuando volvieron otros, las gotas blancas se habían contraído hasta desaparecer.

Al amanecer del día siguiente -el día 2 de septiembre de 1859-, sobre los cielos de toda la Tierra, fueron vistas auroras de color rojo, verde y púrpura. Eran tan fuertes y brillantes las auroras que parecía ser pleno día incluso. Lo que Carrintong llegaría a ver con su telescopio y los telégrafos sufrieron no fue otra cosa que una poderosa y nada frecuente erupción solar. El Sol ese día emitió una inmensa llamarada -eyección de la corona solar- que permitió a multitud de partículas solares -cargadas magnéticamente- entrar peligrosamente en la atmósfera terrestre. Hasta entonces no se había comprobado este fenómeno, o nadie se había percatado de ello, pero la realidad es que cada quinientos años, aproximadamente, se pueden volver a reproducir... De llevarse a cabo hoy una erupción solar de las características del año 1859, los dispositivos electrónicos sufrirían unos daños tales que paralizarían toda la actividad económica mundial.

Somos como niños jugando en el jardín trasero de un hogar que creemos protector y seguro, con la misma falsa certeza que dará la inconsciencia de la inocente infancia. Pensaremos que nada nos puede suceder y caminaremos, incluso satisfechos y valientes, hasta la segura cerca limítrofe del jardín. Y casi saldremos al exterior, también ahora confiados y complacientes. Pero afuera, esperando agazapado, no hay nada más que abismo, sorpresa, desatino, contingencia, desamparo o daño. También, a veces, dentro... Esto, quizá, sea a veces lo peor. Pero, lo que nunca sabremos, sin embargo, es ni dónde, ni cómo, ni cuándo. El escritor norteamericano Paul Bowles (1910-1999) escribió en el año 1949 su magnífica novela El Cielo Protector. La obra nos cuenta el relato de unos viajeros norteamericanos que se adentran confiados en el desierto marroquí de la posguerra mundial de 1945. Su narrativa logra exponer, con maestría efectista, dos sensaciones humanas entrelazadas en su desarrollo: el desierto exterior -maravilloso y alarmante- del Sahara africano, y el desierto interior -espantoso y sobrecogedor- de las vidas desoladas y desamparadas de los propios personajes. Fue llevada al cine en el año 1990 por el genial director Bernardo Bertolucci.

Y, así, Bowles en su maravilloso relato existencial desgarra la naturaleza humana de un modo genial. Casi al final de la novela, el narrador nos cuenta: Renunció a seguir luchando. La hicieron sentarse y se quedó así, con la cabeza echada hacia atrás. El súbito rugido del motor derrumbó las paredes del cuarto donde ella estaba acostada. Tenía delante de los ojos el cielo azul violento, nada más. Durante un tiempo interminable lo miró. Como un ruido todopoderoso, lo destruía todo en su cerebro, la paralizaba. Alguien le había dicho alguna vez que el cielo esconde detrás la noche; que protege al que está debajo del horror de lo que hay arriba. Miraba sin pestañear el sólido vacío y empezó la angustia. En cualquier momento podía producirse el desgarrón, separarse los bordes, abrirse las entrañas de un abismo insondable.

(Cuadro del pintor inglés Joseph Mallord William Turner, Una ciudad a orillas de un río con crepúsculo, 1833, Tate Gallery, Londres; Óleo Puesta de sol en Pays de Caux, 1828, del pintor inglés Richard Parkes Bonintong, 1802-1828; Óleo del pintor francés Delacroix, Estudio del cielo en una puesta de Sol, 1848; Fotografía de la NASA, cielo de Flagstaff, Arizona, EEUU, donde se aprecia una nube lenticular sobre un pico montañoso y varias constelaciones en el cielo -Casiopea, Cefeo, Cygnus-, sobre el extremo inferior izquierdo de la imagen, a la derecha, la estrella fulgurante Deneb; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Neubrandenburg, 1817, Alemania; Cuadro del pintor Turner, Declive de Cartago, 1817; Fotograma de la película El Cielo Protector, 1990.)

9 de enero de 2011

El privilegio de las postas en Europa, sus miembros y leyendas: de carteros a príncipes.



Desde la más lejana antigüedad han existido los servicios de postas, unos jinetes a caballo y estaciones intermedias para enviar documentos de un lugar a otro. En la antigua Persia, por ejemplo, el rey Ciro II -siglo VI a. C.- establecería ya diferentes puestos en las principales rutas de su gran imperio persa. Tuvo este servicio de comunicaciones, por tanto, un privilegio real, un monopolio de los monarcas de aquellos mensajes enviados en su reino. Fueron los reyes los que comenzaron ofreciendo el servicio de postas a su pueblo. Pero, tiempo después, en la región de Lombardía, justo en una época medieval en la que Italia no era aún ni reino ni nada, sólo ciudades y condados, lógico es pensar que surgieran emprendedores, o comerciantes avispados, que vieron un lucrativo negocio en organizar esos servicios de envíos de mensajes y documentos. La familia lombarda Tassis comenzó en el siglo XIII a desarrollar, en las ciudades-estados italianas, un servicio de comunicaciones que les dotaría de gran experiencia en los enlaces de postas y servicios de correos. Hasta que Maximiliano I de Habsburgo (1459-1519), emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, decidiese en el año 1490 (entonces sus posesiones territoriales estaban muy dispersas en Europa: Borgoña al oeste, Austria al este y Flandes al norte) contratar a uno de los miembros de esa experta familia lombarda para tener una más eficaz gestión de sus comunicaciones.

Francesco de Tassis (1459-1517), hábilmente, se cambiaría entonces su nombre italiano por el germano Franz von Taxis y ampliaría el negocio como nunca antes pudiera imaginar. Se comprometió con el emperador a tardar sólo cinco días y medio en enviar un documento desde Bruselas (Flandes) hasta Innsbruck (Austria); eso sí, en verano, en invierno un día más. Cuando los Reyes Católicos hispanos decidieron aumentar su influencia en Europa, casaron a su hija Juana de Castilla con el heredero del emperador, el archiduque Felipe de Habsburgo (1478-1506). Tiempo después este príncipe, convertido ya en rey Felipe I de Castilla en el año 1505, establecería para sus nuevas posesiones hispanas el mismo servicio que su padre tenía con Franz von Taxis. Así comenzaría el llamado Correo Mayor de Castilla, que, nueve años después, llevaría a crear el Correo Mayor de Indias para las tierras americanas. Con los años el siguiente emperador germánico, y rey español, Carlos V (1500-1556), mantuvo en el cargo de Correo Mayor (excepto en Indias) a Franz von Taxis. A la muerte de éste, su sobrino Juan Bautista de Tassis heredaría el cargo. El hijo mayor de Juan Bautista, Raimundo de Tassis (1515-1579), decide entonces instalarse en España y acabaría casándose con una dama española, Catalina de Acuña. El hijo de ambos, español por tanto, don Juan de Tassis y Acuña (1540-1607), llegaría a ser, realmente, el primer Correo Mayor de España. El rey Felipe III de España (1578-1621) le nombra incluso conde de Villamediana, y pasaría a ser ya alto funcionario de la corte española. Con él comienza la rama española de la familia Tassis. Sus otros primos, los Taxis, terminarían algunos por ser verdaderos alemanes o austríacos, manteniendo los antiguos acuerdos y privilegios con los Habsburgo de Austria.

Al fallecer Juan de Tassis y Acuña, su hijo pasaría a ser el siguiente Correo Mayor de España. Juan de Tassis y Peralta (1582-1622) acabaría siendo el prototipo de aristócrata español de entonces, poeta, burlón, donjuanesco y temerario, alguien que llegó a alcanzar fama en las letras, en los amoríos, en las justas o en las afrentas. Gracias al favor que le hiciera al rey Felipe IV con una amante, consigue del monarca su simpatía y poder tener acceso al Palacio Real. Pero Juan de Tassis no se conformaría sólo con eso... Llegaría a cortejar a la propia reina, Isabel de Borbón. Sus versos, llenos de sarcasmos y dobles sentidos, fueron muy valorados por sus contemporáneos. A la muerte del monarca español Felipe III, le llegaría a escribir este epitafio:

Queréis saber pasajero,
lo que este túmulo encierra;
hoy poca y humilde tierra,
ayer todo el mundo entero;
este es Felipe Tercero,
que no sabré decir yo
lo bueno que le sobró,
sino sólo de este modo,
que para tenerlo todo,
tener menos le faltó.

Sea por sus devaneos reales o personales, el caso fue que a Juan de Tassis y Peralta, paseando una tarde de agosto del año 1622 en su carruaje por la calle Mayor de Madrid, unos asesinos le asaltaron y le mataron vilmente. Así que sin descendencia directa, sus títulos, prebendas y beneficios pasaron a un primo suyo, Don Íñigo Vélez de Guevara y Tassis, el cual continuaría siendo Correo Mayor de España. Sus descendientes mantuvieron el privilegio real, hasta que el rey Felipe V de España, en el año 1717, cancelaría el contrato del año 1505, pasando el monopolio del Servicio Postal a la Corona. La familia alemana continuaría por su lado con el privilegio imperial, llegando a ser nombrados príncipes por el emperador Leopoldo I de Austria en el año 1695, y ampliando entonces su apellido a Thurn und Taxis. Mantuvieron el acuerdo con el Sacro Imperio hasta el año 1812, fecha en que perdieron su monopolio porque el Sacro Imperio Germánico desaparecería para siempre de la mano de Napoleón. Sin embargo, como compensación, recibieron los Thurn und Taxis multitud de palacios y castillos por toda Alemania.

En Baviera, por ejemplo, por perder el Servicio Postal de ese reino alemán, les entregaron a cambio las antiguas estancias conventuales del Cabildo Imperial de San Emmeram en Ratisbona. El claustro románico-gótico del siglo XI de ese antiguo monasterio benedictino, es una maravilla del Arte arquitectónico medieval germánico. Actualmente la familia Thurn und Taxis es una de las más ricas familias de Europa. La condesa Gloria Schönburg (1960) llegaría a casarse en los años ochenta con el príncipe Joannes Thurn und Taxis (fallecido en 1990). En el año 2007 decidió la condesa Gloria Thurn und Taxis convertir el fabuloso Palacio de Ratisbona en un grandioso hotel para turistas. Todo un alarde por seguir manteniendo aquel espíritu hostelero de la antigua familia lombarda. Volvieron a sus antiguas actividades de Postas y Hostales, unas actividades que comenzaron hace más de quinientos años por la Europa renacentista y caballeresca de entonces.

(Imagen grabado de un carruaje de la Casa Thurn und Taxis, siglo XVII; Sello alemán conmemorativo del servicio de postas, con la imagen de Franz Von Taxis; Cuadro del pintor alemán Alberto Durero, El emperador Maximiliano I, 1519; Cuadro del pintor Juan de Flandes, El archiduque Felipe Habsburgo, 1500; Óleo del pintor español Pedro Antonio Vidal, Felipe III con su armadura, 1617; Cuadro de Velázquez, Isabel de Borbón a caballo; Retrato del rey Felipe IV, del pintor Velázquez; Grabado con la portada de las obras de Juan de Tarsis (Tassis), 1643; Cuadro del pintor español Manuel Castellano (1826-1880), Muerte del conde de Villamediana (Juan de Tassis y Peralta), 1868; Sello español conmemorativo con la imagen de Juan de Tassis y Peralta, 1991; Cuadro con el retrato del Príncipe Anselm Franz Thurn und Taxis (1681-1739), se observa el cuerno de las postas en su mano; Fotografías del Palacio Emmeram, en Ratisbona, de los Thurn und Taxis, Baviera, Alemania; Fotografía de la condesa Gloria Thurn und Taxis; Fotografía de un antiguo vehículo de la Casa Thurn und Taxis, utilizado para sus otros negocios de cervezas. Tanto el color amarillo, como el símbolo de la trompeta de postas, así como el apelativo Taxi para los viajes, provienen originalmente de esta antigua Casa; Imagen con el emblema utilizado por la antigua casa Tassis.)