11 de octubre de 2011

Una redacción salvó un museo de Arte, nos salvó a todos hace más de cien años.



A mediodía del dieciocho de julio del año 1891 se llegaría a producir en Madrid algo por lo que muchos españoles temblaron de pánico por entonces. Un pequeño incendio se declararía en el Museo del Prado madrileño. Afortunadamente pudo controlarse pronto y las joyas del mundo del Arte no sufrieron ni siquiera su calor. Pero sólo tres días después -¡horror, sólo tres!- un incendio se produciría en el Museo del Prado de nuevo. También, afortunadamente, sólo fue un intento fortuito y lamentable, algo que no llegaría a más. Se había propagado el fuego por una de las estancias más importantes del Museo entonces, la llamada Gran Sala de la reina Isabel II. En los años del triunfo racionalista, académico, científico e ilustrador del siglo XVIII el gran rey español Carlos III promovió, gracias a unos ministros eficaces, la construcción de un grandioso edificio para albergar instituciones académicas y científicas que, por entonces, proliferaban por las cortes europeas ilustradas. El edificio, diseñado por el arquitecto español Juan de Villanueva, tenía el estilo propio de su momento artístico, un neoclasicismo racional embellecido además por sus grandiosas columnas toscanas, un estilo requerido por las nuevas formas y maneras con las que se identificaba la época. Para cuando la gran obra finalizaba el rey Carlos III no pudo ya verla. Pero el monarca español no sería el único que no pudiese verla terminada para lo que originalmente fue diseñada. Nunca se pudo inaugurar para lo que aquellos hombres ilustrados quisieron hacerlo. La pronta guerra de la Independencia frente a Napoleón durante los años 1808 al 1813 la convertiría en un cuartel improvisado para los franceses. Además, las planchas de plomo de sus tejados neoclásicos dejarían de ser una protección a lo que pudieran albergar entonces. Todas esas planchas de plomo se acabarían convirtiendo en balas de armamento.

Años después de finalizar la guerra el nuevo rey Fernando VII -motivado por su esposa Isabel de Braganza- impulsaría la remodelación de aquel grandioso edificio de Villanueva en otra cosa. En el año 1818 desearon el matrimonio regio utilizar ese magnífico lugar para custodiar todas las maravillosas obras maestras de la pintura universal acaparadas durante siglos por la corona española. Con los años se ampliaron varios recintos anejos al edificio principal, hasta que se terminara un área central absidial en el año 1853 durante el reinado de Isabel II. Entonces se decidiría dedicar ese espacio para una nueva sala que concentrase todas las grandes obras maestras. Este extraordinario lugar situado en una planta principal -lo que permitiría observar además las estatuas grecorromanas de la planta inferior-, concentraría por entonces una maravillosa muestra de Arte, muy variada y mezclada, de la más alta generación artística nunca resguardada en parecido espacio museístico jamás. Un crítico español de entonces llegaría a decir de ese lugar: Rafael y Velázquez juntos; Rubens y beato Angélico; Tiziano y Ribera, etc..., todos en nefando contubernio, se perjudican de modo deplorable y sería menester tener la retina de bronce para no sacarla herida de la contemplación de tales contrastes. Lo lógico, lo natural, lo indispensable es arreglar los cuadros en orden cronológico, exponiendo juntos los de un mismo autor y después los de sus discípulos, que es el modo de hacerlos lucir más. El barullo actual es bochornoso.

Cuando se celebraron los homenajes por el tercer centenario del nacimiento del gran Velázquez durante el año 1899, el Museo del Prado sustituyó aquellas pinturas inconexas por una selección de obras maestras de este genio sevillano del Arte barroco. De ese modo pasarían gran parte de sus obras a la Sala de Isabel II. Entonces nadie protestó, tan merecido respeto traería a todos el encumbramiento del Arte español de la mano de uno de sus más grandes, creativos, originales y geniales pintores. El Liberal fue un periódico español que se editaría por primera vez en Madrid en mayo del año 1871. De marcado progresismo para el momento conservador de entonces en España, defendía una nunca vista libertad de prensa con rigor, imparcialidad y amenidad periodística. En ese diario se publicaría en noviembre del año 1891 un artículo que llevaría a muchos lectores a alarmarse, corriendo incluso, en aquella fría mañana madrileña hacia el Museo del Prado. Escrito por uno de los mejores redactores tenidos entonces en España, no se le ocurrió otra cosa mejor al periodista madrileño que, desde la más fina ironía, llegar a las conciencias de todos los españoles para evitar lo que, según él creía, algún posible y fatídico día pudiese llegar a ocasionar la más trágica emoción universal que pudiera producirse...  Escribió por entonces, entre otras cosas, esto:

A las 2 de la madrugada, cuando ya no nos faltaban para cerrar la presente edición más que las noticias de última hora que suelen recogerse en las oficinas del Gobierno civil, nos telefoneaban desde este centro oficial las siguientes palabras, siniestras y aterradoras:

- El Museo del Prado está ardiendo.

La premura del tiempo y lo angustioso de las circunstancias nos impiden entrar ahora en pormenores acerca de la fundación del Museo de Pinturas, ni en la descripción de sus espléndidas salas, ni en las reseñas de sus riquísimos tesoros.

Tiempo nos quedará -si la jettatura del señor Cánovas no acaba con todos los españoles de una vez- para recordar a la patria lo que a estas horas está perdiendo, como lo pierden también la Humanidad y el Arte, por culpa de la imprevisión oficial.

Sí; la maldita y sempiterna imprevisión de nuestros gobiernos ha sido el origen de esta tristísima catástrofe. Parece ser que el fuego se inició en uno de los desvanes del edificio, ocupados, como es sabido, a ciencia y paciencia de quien debía evitarlo, por un enjambre de empleados y dependientes de la casa.

Un brasero mal apagado, un fogón mal extinguido, un caldo que hubo que hacer a media noche, una colilla indiscreta... y ¡adiós Pasmo de Sicilia!, ¡adiós cuadro de las Lanzas, ¡adiós Sacra Familia del Pajarito!, ¡adiós Testamento de Isabel la Católica!, ¡adiós, Vírgenes y Cristos, Apolos y Venus, héroes y borrachos, reyes bufones, diosas de Tiziano y anacoretas de Ribera, visiones de Fra-Angelico y desahogos de Teniers!

El incendio está en todo su horrible apogeo, y el Museo del Prado, gloria de España y envidia de Europa, puede darse por perdido. Con lágrimas en los ojos, cerramos apresuradamente esta edición, reproduciendo la siguiente carta que nos envían desde el sitio del siniestro:
"Amigo y Director: Creo que, para ser esta la primera vez que ejerzo de reporter, no lo hago del todo mal. Ahí va, en brevísimo extracto, la reseña de los tristes sucesos...que pueden ocurrir aquí el día menos pensado.

Tuyo,"
Mariano de Cavia.

(Extracto del artículo La catástrofe de anoche, del periodista Mariano de Cavia, publicado en el periódico El Liberal de Madrid el 25 de noviembre del año 1891).


(Fotografía del Museo del Prado, con la estatua de Velázquez; Óleo del pintor flamenco David Teniers, El archiduque Leopoldo en su Galería de Pinturas en Bruselas, 1650; Óleo El Pasmo de Sicilia, del pintor del renacimiento italiano Rafael Sanzio, 1516; Cuadro Un Anacoreta, siglo XVII, del pintor español José de Ribera; Cuadro del pintor sevillano Murillo, Sacra Familia del Pajarito, 1650; todas estas pinturas ubicadas en el Museo del Prado, Madrid, España.)

6 de octubre de 2011

Un gran país originario de una gran nación: una historia, un desencuentro y un destino común.



La nobleza fue un premio social ofrecido por los reyes para aquellos súbditos que habrían contribuido a obtener algún logro especial que beneficiara a la corona o a su pueblo. En España hubo momentos donde los reyes fueron más dadivosos, o más oportunistas, y otros en que lo fueron menos. Uno de esos momentos donde se entregaron más títulos nobiliarios en España fue a mediados del siglo XIV, cuando el entonces rey Enrique II de Castilla -el hermano bastardo del legítimo rey Pedro I- prometiera favores a hidalgos o caballeros de baja estirpe si le apoyaban en su lucha por la corona en el año 1369. Uno de esos señores lo fue García Álvarez de Toledo (1335-1370). Había sido nombrado por el rey legítimo, Pedro I, capitán mayor de Toledo para defender la ciudad frente a las tropas de su rebelde hermanastro Enrique de Trastámara. Pero decidió cambiar de bando para seguir manteniendo sus privilegios y obtener así los señoríos de Oropesa y de Valdecorneja. Muchos años después uno de sus herederos, Hernando Álvarez de Toledo y Sarmiento (? -1464), señor de Valdecorneja, sería nombrado por el rey Juan II de Castilla primer conde de Alba de Tormes.

Un hijo de Hernando, García Álvarez de Toledo y Carrillo de Toledo (? -1488), aprovecharía la necesidad  de premiar de otro monarca castellano necesitado de apoyos. El rey castellano Enrique IV le acabaría ofreciendo en el año 1472, gracias a su fidelidad frente a su hermana Isabel (la pretendiente y futura reina Católica), ampliar su condado de Alba a ducado. Este título nobiliario español, ducado  de Alba, fue desde entonces el más importante de España por grandeza, número de títulos otorgados y heredados así como por patrimonio e historia. Uno de los más grandes duques de Alba habidos en la historia de España lo fue el tercer duque, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel (1507-1582). Llegaría a ser un gran militar y estratega al servicio tanto del emperador Carlos V como del rey Felipe II. Sin embargo, las dinastías nobiliarias no se mantendrían siempre en línea directa -sin interrupciones de sangre- a lo largo de su existencia. En el caso de la Casa de Alba han habido tres dinastías diferentes, tres familias distintas que han cambiado la posesión de dicho ducado o por falta de descendencia directa o por falta de heredero varón. La primera dinastía, los Álvarez de Toledo, se acabaría en el año 1755 cuando el décimo duque de Alba, Francisco Álvarez de Toledo y Silva (1662-1739), sólo tuviera una hija como heredera, María Teresa Álvarez de Toledo y Haro (1691-1755). Al casarse ésta con un importante aristócrata, Manuel de Silva y Haro (1677-1728), este noble español obtuvo así para su familia -los Silva- la nueva dinastía aristocrática de Alba.

La siguiente, tercera y última dinastía, se produjo a la muerte de la XIII duquesa de Alba, Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo (1762-1802). Esta mujer no tuvo descendencia. El título pasó entonces a la rama de una de sus tías, María Teresa Silva y Álvarez de Toledo (1718-1790), una mujer que se había casado con un aristócrata francés, aunque de origen bastardo de la realeza británica, Jacobo Fizt-James Stuart y Ventura Colón de Portugal (1718-1785). Uno de sus descendientes, Carlos Fizt-James Stuart y Fernández de Híjar-Silva (1794-1835), continuaría la nueva línea dinástica como decimocuarto duque de Alba. Luego se sucedieron los varones hasta llegar al XVI duque, Carlos María Fizt-James Stuart y Portocarrero (1849-1901), abuelo de la actual duquesa de Alba. Después el ducado lo heredaría el padre de ésta, XVII duque, Jacobo Fizt-James Stuart y Falcó (1878-1953). La actual duquesa (año 2011) llegaría a contraer un primer matrimonio en el año 1947 con el descendiente de un contable del ejército español del rey Carlos IV.

A veces los títulos no se ofrecían por razones bélicas sino por servicios a la Corona, fuesen por razones políticas o sociales. Así fue como al hijo de ese contable, Carlos Martínez de Irujo y Tacón (1765-1824), se le otorgaría en el año 1803 el Marquesado de Casa-Irujo. Y es la curiosa historia de este alto funcionario la que nos lleva al sentido histórico de este artículo. Después de estudiar en Salamanca es nombrado secretario de embajada en Holanda y luego en Londres. Aquí aprendería el idioma inglés y algunos conocimientos de economía. Pero el nombramiento más importante le sucede en el año 1796 cuando es nombrado embajador en la reciente nación norteamericana. En Pensilvania, entonces capital de los iniciales EE.UU, viviría y trabajaría Carlos Martínez de Irujo defendiendo los intereses de España hasta el año 1807. Durante este período sucede en los Estados Unidos  uno de los hechos más curiosos de la diplomacia española en la nueva nación norteamericana.

Entre los años 1801 y 1805 fue vicepresidente de los Estados Unidos de América Aaron Burr (1756-1836). Personaje controvertido, tuvo que abandonar el cargo en el año 1805 por problemas judiciales y pronto acabaría hasta arruinado. Motivado quizá por sus deudas no se le ocurrió otra cosa que conspirar contra su gobierno para crear otra nación americana en los territorios del oeste y del sur de los Estados Unidos, es decir, en lo que por entonces era parte de la Nueva España o el Méjico español. Esa época, primeros años del siglo XIX, fue además muy convulsa en la historia de España. El inmenso territorio del Virreinato de la Nueva España era codiciado tanto por la nueva nación estadounidense como por los británicos o los franceses; pero, también por la incipiente rebelión de los oportunistas criollos mejicanos, unos españoles nacidos allí que creyeron encontrar su propia salvación económica con la independencia de España. Tres años después España se vería obligada a defender su virreinato luchando además en Europa contra el feroz, potente y cruel ejército de Napoleón.

Aaron Burr fue un político estadounidense desalmado, un personaje taimado que había adquirido además territorios en la región de Tejas, al norte del virreinato mejicano. El presidente norteamericano de entonces, Jefferson, conseguiría denunciarlo por traición. Sin embargo, Burr se defendería bien de esas acusaciones y conseguiría salir indemne de los cargos presidenciales. Llegó a mantener antes de eso una correspondencia comprometida con el embajador español Martínez de Irujo. El objetivo de Aaron Burr era derrocar al imperio español en norteamérica y constituir un nuevo Estado. La relación con el embajador español fue sorprendente ya que ¿cómo podía participar un embajador español en tamaña barbaridad para su propio país? Aunque Martínez de Irujo alcanzó fama en los EE.UU como amigo del conspirador Burr, nunca se pudo demostrar ninguna traición a su patria en aquellos hechos. Quizá conocía los deseos revolucionarios de los criollos novohispanos y quiso contrarrestarlos con algún tipo de apoyo estadounidense. Pero le salió mal en cualquier caso. Fue destituido de la embajada norteamericana y destinado en el año 1809 a Brasil, donde contribuyó a promover la defensa del virreinato del Rio de la Plata -actual Argentina- de los independentistas criollos argentinos.

La historia de la Nueva España avanzaría entonces inexorable y violenta con el desencuentro entre hermanos que llevaría a su independencia en el año 1824. Este nuevo país mantuvo las mismas fronteras que los españoles habían negociado años antes con los Estados Unidos. Pero las conspiraciones que iniciara aquel vicepresidente norteamericano traidor fueron germinando, sin embargo, poco a poco en el inconsciente colectivo del pueblo estadounidense. En el año 1846 los Estados Unidos no ocultaron su deseo expansionista ni un momento más. Se había conseguido con el tratado Adams-Onís firmado hacía veinticinco años entre España y los EE.UU iniciar la tan deseada por los norteamericanos transcontinentalidad, es decir, llegar de uno al otro lado del continente. Con ese tratado España se vio forzada a ceder a los Estados Unidos el territorio de Oregon al noroeste del virreinato mejicano, pero dejaría dentro de éste su nueva gran provincia de Nueva España, la California del norte y los territorios de Tejas y Arizona. Así se acordó en el año 1820. Pero los años pasaron y la ambición anexionista estadounidense no tuvo ya escrúpulo alguno.

En el año 1846, con una excusa política cualquiera, invadieron los norteamericanos el territorio mexicano -independiente desde el año 1824- y consiguieron llegar hasta la capital de la nación, la Ciudad de México, en el año 1847. La fuerza y el poderío norteamericanos obligaron a firmar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, un acuerdo por el cual México perdió todo el norte de su territorio heredado, más de un 55% de su superficie total original. Así fue como México alcanzó su independencia, perdiendo parte de sí misma, lo mismo que le sucediera a la nación que le había dado la vida siglos antes, que también perdería parte de sí misma luchando entonces por su propia Independencia frente a los franceses. Demasiadas cosas parecidas, demasiadas cosas compartidas y demasiadas raíces en común. Porque la historia de los pueblos, lo único que une realmente, es lo único que no se debería nunca perder de la memoria. Ella pronuncia en voz alta y clara lo que muchos oídos debieran escuchar siempre: que los pueblos pueden separarse a veces, como las familias, pero que comparten siempre una vida, unos valores, un pasado, una cultura y un mismo destino histórico, cosas emocionales que nunca,  sin embargo, conseguirán jamás no persistir en la memoria.

(Óleo del pintor mexicano Gerardo Murillo, El Paricutín, 1946, México, representación del volcán del mismo nombre situado en el estado mexicano de Michoacán; Cuadro del pintor español Arturo Souto Feijoo, Iglesia y jardines de Acolmán, México, 1951, Santiago, España; Retrato del III Duque de Alba, 1549, del pintor Anthonis Mor; Grabado del primer Marqués de Casa-Irujo, siglo XIX; Fotografía del XVI Duque de Alba, Carlos María Fitz-James Stuart Portocarrero, siglo XIX; Óleo del pintor francés Adolphe Jean-Baptiste Bayot, Ocupación de Ciudad de México en 1847 por EEUU, 1851; Fotografía del Palacio Presidencial mexicano, antiguo Palacio virreinal, Plaza del Zócalo, Ciudad de México, 1996; Fotografía de la Avenida de la Reforma, Ciudad de México, 1997; Fotografía de la iglesia de la ciudad de Taxco de Alarcón, Estado de Guerrero, México, estilo barroco colonial español, 1997; Fotografía del Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México, 1996; Imagen fotográfica de la plaza del Zócalo en la capital mexicana, 1996; Cuadro de Frida Kahlo, El abrazo de amor del Universo, de la Tierra -México-, Yo, Diego y el señor Xo, 1949, México; Cuadro de David Alfaro Siqueiros, Caminantes, México; Fotografía de la ciudad de Dolores-Hidalgo, Estado de Guanajuato, México, estatua del cura Hidalgo y su grito de independencia, 1997; Fotografía de la entrada a una vivienda en la población mexicana de Tecozautla, Estado de Hidalgo, México, antigua puerta y entrada original del siglo XVIII de una casa novohispana, 1997.)

2 de octubre de 2011

Una escuela en la historia del Arte y una ciudad española llena de historia.



Durante la segunda República española los conflictos sociales llevaron a algunos desgraciados incidentes artísticos, como los prendimientos de fuego que se produjeron en algunos templos religiosos del país. En Sevilla durante el difícil año de 1932 se quemó por completo la antigua iglesia de San Julián. En el incendio se perdieron el retablo mayor del siglo XVII, varias tablas del pintor del renacimiento sevillano Alejo Fernández (1475-1545) y se llegaría a dañar una pintura, Virgen de Gracia, del pintor sevillano del gótico final Juan Sánchez de Castro (siglo XV). Este pintor fue realmente el iniciador de la escuela sevillana de Arte. Trabajó en la decoración del Alcázar sevillano durante el año 1478. A partir de él se desarrollaría toda una forma de transmitir pasión y estilo artísticos que han durado casi quinientos años. Grandes y conocidos maestros pintores fueron algunos, geniales y menos conocidos pintores lo fueron otros. En una línea cronológica ascendente empezamos con el mencionado Alejo Fernández. Al parecer era de origen alemán aunque nacido probablemente en España, su estilo está muy influido por la pintura flamenca de entonces, finales del siglo XV y principios del XVI. Con su obra Anunciación este creador sevillano se encuentra situado entre el estilo gótico y la nueva tendencia que revolucionaría muy pronto el Arte: el Renacimiento. Siguiendo con los pintores sevillanos del siglo XVI descubrimos a Luis de Vargas (1505-1567), original de Sevilla aunque formado en Italia en el entorno de Rafael. Sus creaciones manieristas influyeron en la forma de pintar en España, unas maneras que se consolidaron en la primera mitad del siglo XVI, cuando las carabelas frecuentaban el río Guadalquivir camino del Nuevo Mundo. Después de este pintor, en pleno inicio de la edad dorada española, surgirá un excelente manierista, Alonso Vázquez. Aunque nacido en Ronda (Málaga) en el año 1564, crearía muchas obras en la Sevilla de finales del  siglo XVI. Al final de su vida acabaría por marcharse a Méjico acompañando al virrey Juan de Mendoza, muriendo en la Nueva España en extrañas circunstancias durante el año 1608. Su original y grandiosa forma de pintar sería precursora, tal vez, de los orientalistas y románticos de muchos siglos posteriores. Poco después un genio de los que nacen pocos en el mundo surge de pronto en Sevilla: Francisco de Zurbarán (1598-1664). Nacido en Badajoz, entonces parte del reino de Sevilla, realizaría grandes obras religiosas para la Iglesia sevillana. Fue un especial creador barroco, un gran maestro que llevaría el arte español y sevillano a la más alta cota de originalidad del Barroco en su período inicial. 

Pintores desconocidos son aquellos que no han sido muy originales o que no han proliferado mucho, o que sus obras han sido absorbidas por el tiempo y sus tendencias veleidosas. Uno de aquellos lo fue Sebastián de Llanos Valdés (1605-1677). Desarrolló toda su obra en Sevilla, donde al parecer nació. De un cierto estilo tenebrista muy correcto, estuvo a la sombra contemporánea, sin embargo, de otros autores de mayor envergadura, lo que le impidió llegar a ser más relevante en el Arte. Pero esa es una de las curiosidades del Arte: si se nace o se crea en un tiempo -fue contemporáneo de Murillo- donde otros creadores hacen lo mismo y mejor, la injusticia artística sobrevuela y el desconocimiento brilla más que la propia riqueza de sus obras y creadores. El gran Murillo (1617-1682) es sin lugar a dudas la figura fundamental de la escuela sevillana. Aquí destaco una obra no muy conocida de él. Fue un pintor al que los críticos han encorsetado demasiado en la pintura religiosa, pero él creó mucho más que eso. Gran parte de su creación artística no religiosa se encuentra fuera de España, seleccionada entonces -por manos poco honestas- para adornar las paredes de los grandes salones o museos de Europa y América. Sin Murillo la pintura sevillana no hubiese alcanzado la importancia que tiene. Lucas Valdés (1661-1725) fue el hijo del gran pintor sevillano Valdés Leal. Es otro desconocido en el Arte. En esta muestra he preferido destacar sólo al hijo por desconocido injustamente. Casi siempre -a veces sin querer- los genios han tapado, acomplejándolos, a sus descendientes. No era muy frecuente, sin embargo, este caso entre los pintores del siglo XVII. En los años antiguos no sucedían esas odiosas comparaciones generacionales tan abundantes hoy. Supongo que porque los creadores todavía no habían llegado a creerse dioses. Pero además porque, quizás, la virtud personal era más que una palabra manida y los padres se enorgullecerían de que sus hijos pudieran hacer lo que ellos o más. Siguiendo a los desconocidos pintores, otro autor sevillano de principios del ilustrado siglo XVIII: Bernardo Lorente Germán (1680-1759). En el año 1730, durante su período más creativo, retrata al tercer hijo varón del rey español Felipe V. Este pintor fue seguidor de la escuela de Murillo, pero, sin embargo, pronto se dejaría seducir por las nuevas formas de plasmar Arte en ese siglo XVIII, algo que cambiaría absolutamente todo lo anterior.

Otro pintor sevillano del siglo de las Luces es Domingo Martínez (1688-1749). Fue un creador más fiel, sin embargo, al barroco final español, entonces muy significativo aún en España, primera mitad del siglo XVIII. Grandes obras pintaría Martínez que realzarían la magnificencia de un pueblo -el español- dado excesivamente al lujo o al recargamiento o al adorno barroquiano dorado y poderoso. Este fue el período histórico-artístico de la vuelta al esplendor imperial hispano perdido un siglo antes. Ahora se buscaba mostrar un nuevo poderío imperial, político y militar que el longevo y decidido rey Felipe V trajese de nuevo al anciano imperio español. Pasamos ya al siguiente siglo donde más pintores sevillanos posiblemente haya dado el Arte: el siglo XIX. Para España y Sevilla fue un siglo artístico prolífico, creativo y original, pero también muy desconocido. Empezamos con el pintor sevillano Antonio María de Esquivel (1806-1857). Aunque sometido al influjo romántico europeo de su época, tuvo en Murillo a su maestro más inspirador del que se valió para expresarlo en sus obras románticas. A pesar de iniciar su actividad en Sevilla acabaría sus días en Madrid donde conseguiría dar a conocer más su obra. Fue un extraordinario pintor que supo combinar la fuerza del Romanticismo europeo, muy poderoso entonces, con las sutiles técnicas antiguas de su querida escuela natal. Luego vemos pintores de este mismo siglo XIX que trataron de reflejar el paisaje en el lienzo, aunque cada uno con la tendencia propia de su momento artístico. Creadores que expresaron la tendencia impresionista con los rasgos de la escuela sevillana de sus insignes maestros. Aquí se muestran obras del siglo XIX sevillano con pintores desconocidos algunos y conocidos otros. Como Manuel Barrón y Carrillo (1814-1884), gran paisajista romántico andaluz. Como José Jiménez Aranda (1837-1903), de familia de pintores ilustres,  influido por tendencias ajenas más que por las autóctonas de sus contemporáneos andaluces. Sin embargo supo equilibrar la técnica europea con la fuerza andaluza de sus ancestros. Le sigue José García Ramos (1852-1912), un creador propiamente regional en su estilo. Con él se inicia una forma local y costumbrista de pintar lo andaluz, lo sevillano, una pintura propia de la época regionalista y sus costumbres locales.

Más tarde, pero muy seguido, otro autor regionalista sevillano, pero un gran paisajista universal: Emilio Sánchez-Perrier (1855-1907). Fue un pintor naturalista, es decir, un autor que expresaba la realidad más feroz de lo que él veía ante sus ojos. Esta tendencia -el naturalismo- fue un estilo artístico importante en la época del pintor, finales del siglo diecinueve. Otro pintor naturalista, no muy conocido fuera de Sevilla, pero destacable por la peculiaridad de su temática regional, lo fue el sevillano Gonzalo Bilbao Martínez (1860-1938). Sus obras de las cigarreras, por ejemplo, han pasado a la historia del Arte más de lo que él, posiblemente, pudo entonces sospechar. Sus cuadros de la antigua Fábrica de Tabacos sevillana, recreados en la obra literaria de Bizet, son extraordinarias muestras de un cierto impresionismo sevillano universal. Por último tres pintores desconocidos que merecen más reconocimiento del que tienen. Rafael Senet (1856-1926), excelente paisajista, clasicista y orientalista sevillano. Otro es José Arpa Perea (1858-1952), longevo pintor sevillano, paisajista original, muy detallista y colorista, más conocido fuera que dentro de España. Finalmente un creador que, aunque nacido en Gibraltar, desarrollaría gran parte de su vida en Sevilla, donde pintaría sus calles, costumbres y paisajes. De un impresionismo muy particular, con suave tendencia andaluza y española, Gustavo Bacarisas y Podestá (1873-1971) fue un pintor cosmopolita gracias a su nacionalidad británica y a sus frecuentes viajes por Europa. Al final de su vida regresaría a la ciudad andaluza que más le marcaría en su trayectoria artística. En ella quiso acabar sus días pintando sus coloridos, vibrantes y marcados semblantes andaluces. Estilos variados todos ellos de una tendencia artística que surgiría muchos siglos antes, cuando la ciudad soleada y mágica del sur de España comenzara a percibir que el Arte de pintar era algo más que seguir una determinada escuela o decorar un altar o componer en una tabla, o incluso diseñar una vajilla o crear un gran retablo, era, sobre todo, una manera especial de sentir y crear la forma de plasmar un color, una sombra o un trazo de lienzo inspirado de Arte.

(Óleo del pintor Alonso Vázquez, San Pedro Nolasco redimiendo cautivos, 1601, barroco;; Óleo del pintor Lucas Valdés, Retrato milagroso de San Francisco de Paula, 1710, barroco tardío; Cuadro del pintor sevillano Alejo Fernández, Anunciación, 1508, gótico-renacentista; Obras del gran Francisco de Zurbarán, Visita de San Bruno a Urbano II, 1655, y San Hugo en el refectorio, 1655, pleno barroco sevillano; Óleo del pintor Sebastián de Llanos Valdés, San Jerónimo penitente en su estudio, 1669, barroco; Cuadro del gran pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo, San Jerónimo penitente, 1665, barroco; Gran obra del pintor Luis de Vargas, Prendimiento de Cristo, 1562, renacimiento manierista andaluz; Gran obra del pintor Domingo Martínez, Carro de la Común Alegría, 1748, barroco tardío; Óleo del pintor Bernardo Lorente Germán, Retrato del infante Felipe, 1730, barroco tardío; Cuadro del pintor Antonio María de Esquivel, Retrato de niño con caballo de cartón, 1851. romanticismo; Cuadro del pintor sevillano Manuel Barrón, La cueva del gato, 1860, romanticismo; Óleo del pintor Emilio Sánchez-Perrier, Triana, 1889, realismo; Cuadro del pintor sevillano José García Ramos, Malvaloca, 1912, modernismo andaluz; Óleo de José Jiménez Aranda, Retrato de Irene Jiménez, 1889, realismo; Cuadro del pintor José Arpa, Chumberas en flor, 1890, paisajismo; Óleo del pintor sevillano Rafael Senet, Canal de Venecia, 1885, clasicismo; Magnífico cuadro del pintor Gustavo Bacarisas, Plaza de San Pedro de Roma, 1955, modernismo; Óleo del pintor Gonzalo Bilbao, Las Cigarreras, 1915, modernismo; Todas estas obras ubicadas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, salvo la indicada en otro lugar; Cuadro del pintor Gonzalo Bilbao, Interior de la Fábrica de Tabacos, boceto, 1911, modernismo.)

28 de septiembre de 2011

Decidir es el destino inevitable, aunque la paz es lo contrario, estamos condenados a decidir.



Turquía es uno de esos países afortunados que han recibido -como un maravilloso regalo cultural- uno de los pasados más ricos, gloriosos, extensos, densos y diversos de toda la historia. Cuando uno de sus muchos reinos antiguos -Caria- poblaba sus orillas en el siglo IV a.C., consiguió prosperar con bastante fortuna gracias a su situación geográfica entre Europa y Asia. Hasta que su poderoso rey Mausolo falleció dejando a la reina, su hermana Artemisia, desolada en su dolor. Tanto era éste que, para atenuarlo, decidió mezclar en sus bebidas parte, cada día más, de las cenizas difuntas de su amado rey-hermano. Después de ordenar construir para él una de las más grandes tumbas levantadas a nadie (llamadas desde entonces mausoleos), Artemisia acabaría, a causa de su obsesiva bebida letal, muriendo poco a poco. Dos grandes pintores del Barroco compusieron a la famosa afligida Artemisia de Caria.

Pero lo hicieron con dos formas muy diferentes de entender, sin embargo, un mismo sentido iconográfico. Francesco Furini y su apasionado, seductor y misterioso barroco italiano y el gran Rembrandt y su grandioso, perfecto y exquisito barroco holandés. Ambos pintan el mismo personaje pero ambos muestran a dos personas muy diferentes. ¿Cuál de las dos obras elegir donde se reflejara mejor el espíritu de la leyenda? Porque las dos son grandes obras maestras del Arte. Nuestra sensación al pronto puede elegir una de las dos, o las dos, o antes elegir una y después la otra. Pero, seguro que el conocer la leyenda nos puede hacer cambiar nuestra elección. Los sentimientos son algo pasajero, aunque los amantes deseen prolongarlos, esa no es la naturaleza -permanecer- de lo que están hechos. Los sentimientos, como las sensaciones en general, son propias del momento. Sí es cierto que la capacidad emocional o intelectual del ser humano permitirá ampliar -más bien recordar- ese sensible momento, hacerlo parecer un continuo. Pero no es así, realmente, hay separaciones, hay intermedios, a veces recurrentes o, casi siempre, eternos.

Por eso la perspectiva -el distanciamiento- es fundamental para llegar a entender todo en la vida. Cualquier decisión inteligente requiere siempre de un tiempo. El tiempo nos hará ver las cosas con más claridad. La fugacidad sentimental existe porque el cerebro se condiciona de la emoción del momento e interpreta la realidad de un modo exagerado. Por ejemplo, cuando nos sobreviene el dolor necesitamos un tiempo para abandonarlo, aunque no todos el mismo. Y, entonces, después, hasta mejoramos. Pero, sin embargo, estar luego mejor sólo te quita el dolor -una sensación-, no cambia en nada la situación real. Los historiadores sólo pueden comprender mejor la historia cuanto más de lejos la vean. El alejamiento cronológico y emocional es fundamental para la comprensión de lo vivido, tanto de lo ajeno como de lo propio. Nuestra mente nos condiciona además, porque es el cerebro -nuestro ADN- el culpable de todo esto, en el ADN está escrito cómo debemos comportarnos y cómo responder a la evolución.

No somos del todo libres, por tanto. Lo único que tenemos que nos pertenece verdaderamente -y por tanto nos puede ayudar- es nuestro conocimiento. Esto es lo que nos puede hacer libres, poderosos y felices. A veces la vida nos regala, sin querer, cosas que no sabemos aún que son un regalo. Y no es que objetivamente lo sean, sino que sin eso, casi siempre, es más duro vivir, aunque nunca seamos, exclusivamente, ni libres ni poderosos ni felices. Por mucho que se asemejen los hechos de la vida a nuestros sueños, éstos siempre serán mejores, más perfilados, más completos, intemporales, perfectos o únicos. Por eso nunca seremos felices por siempre, porque nuestros sueños -ilusiones vanas- no nos dejan serlo, dado el contraste emocional entre la realidad y nuestra ilusión. Sólo podemos, si acaso, engañarlos, hacer ver a nuestros sueños como si no fuésemos dichosos, dejar así que sean ellos siempre -los sueños-, aparentemente, los que ganen la partida vital. Hay veces que nos pueden las circunstancias, es cierto, pero, sin embargo, ese debe ser el momento en el que más debamos ser nosotros mismos y ¡decidir! Dejar entonces que las circunstancias sean tan sólo eso, algo contingente, accesorio, algo que rodea ocasionalmente lo esencial, lo más importante, lo más auténtico: nosotros mismos.

(Óleo del pintor italiano del barroco Francesco Furini, Artemisia recibiendo las cenizas de Mausolo, 1630; Óleo del gran pintor del barroco holandés Rembrandt, Artemisia recibe las cenizas de Mausolo, 1634; Grabado del siglo XIX, La gruta azul, Capri, Italia, Libreria del Congreso, Washington; Óleo del pintor Antonio Zanchi, Abraham enseñando astrología a los egipcios, 1665; Cuadro del pintor español Darío Regoyos y Valdés, 1857-1913, La playa de Almería de noche, 1882; Cuadro del pintor español José de Ribera, Filósofo con espejo, Amsterdan; Óleo del pintor italiano del siglo XVIII, Pompeo Batoni, 1708-1787, Alegoría de la Guerra y la Paz; Cuadro del pintor escocés, del movimiento contemporáneo, Jack Vettriano, de su serie 1992-2000; Cuadro El perdón, de la pintora actual española Mónica Ozámiz; Óleo del pintor Antoine Wiertz, La bella Rosine, 1847; Dos imágenes del mismo monumento veneciano, dos miradas diferentes, dos estilos distintos, dos emociones dispares de una misma realidad, ¿cuál decidir de ellas?: cuadro del pintor británico romántico Turner, San Giorgio Maggiore y el atardecer, 1840; Óleo del pintor impresionista francés Monet, San Giorgio Maggiore al atardecer, 1908.)