20 de octubre de 2012

Renacer, volver a ser otro, ese es el auténtico renacimiento, algo que Arte alguno nunca podrá conseguir.



En el bíblico paraíso terrenal habitarían todo tipo de especies animales, fieras o no. Aunque, también cada cual obedecería a su propio instinto equilibrado o a su buen hacer biológico... o espiritual. Y así de bien funcionaría todo hasta que, de pronto, algo muy grave sucediera por entonces. Una de aquellas especies de aquel paraíso, una de las aves más extraordinarias habidas jamás, de colores brillantes y destacados, anidaría además beatífica y candorosa en lo alto de un espléndido rosal de ese paraíso. Pero poco después todo ese mundo idealizado se trastornaría por el descalabro fatal de un equilibrio inexistente. Porque cuando el hombre y la mujer eligieron -azarosos- ser libres y hacer su propia voluntad fueron condenados, inapelablemente, a abandonar de inmediato el edén paradisíaco. Y entonces un ángel flamígero con su espada decidida e insensible acompañaría, impasible, a los dos seres al final del paraíso. Pero de la invencible espada de ese ángel brotaría una chispa peligrosa, un rayo llameante que prendería fatalmente el inseguro nido de aquel ave extraordinaria. Ardería entonces todo el nido y lo que dentro de él había. Pero, por haber sido tan piadoso, por haberse negado a tomar parte en aquella perdición paradisíaca, a este ave desgraciado se le concedieron varios dones. El más importante acabaría siendo una inmortalidad peculiar: poder renacer siempre de las desprendidas cenizas de su sacrificio. Cuando sintiera que llegaba el momento de morir volvería a crear su nido confiado, colocaría en él su nuevo huevo, y, tres días después, empezaría a arder todo su cuerpo como entonces. El ave Fénix se consumiría así, de nuevo, por completo. Luego, del huevo inusitado renacería el mismo ave antes consumido, siempre ahora único, siempre permanente y siempre redivivo.

Para el ser humano su mundo personal no se limitará solo a los acontecimientos de su pasado, sino que deberá incluir también las enormes posibilidades de un futuro por vivir. Porque éste está ahí siempre para nosotros. Aunque no lo sepamos aún. Sin embargo, es nuestro antes de que exista. Debemos proyectarnos hacia él porque esa proyección es lo que nos hace, entre otras cosas, humanos y nos distingue de las demás especies terrenales. Lo que nos diferencia de sólo existir, de sólo habitar o de sólo vegetar. No debemos perder nunca esa sensación renacedora. Si lo hacemos estaremos condenados al despiadado pasado insidioso, a su poder subyugante, engañoso y devastador. El historiador y mitólogo francés Pierre Grimal dejaría una vez escrito esto: La leyenda del Fénix concierne a la muerte y al renacimiento de esta ave. Es única en su especie y no puede reproducirse como las demás. Cuando siente aproximarse su fin comienza a acumular plantas aromáticas y fabricará su nido. Hay dos versiones mitológicas: una que dice que se prendería fuego a su olorosa pira y que de sus cenizas surgiría un nuevo ave; otra que el Fénix se acuesta en el nido y muere impregnándolo en su propio semen. Entonces nace el nuevo ave y, recogiendo el cadáver de su padre -su otro yo de antes-, lo encierra en un tronco hueco que transporta hacia la ciudad de Heliópolis y lo deposita en el altar del Sol. Una vez alcanzado el altar del Sol el ave planea afuera a la espera que se presente un sacerdote. Cuando ha llegado el momento, éste sale del templo y compara el aspecto del ave con un dibujo representado en los textos sagrados. Sólo entonces comienza a quemar el cadáver del viejo fénix. Terminada la ceremonia el joven fénix reemprende el vuelo hacia Etiopía, donde vivirá alimentándose de incienso hasta el término de su existencia.

Al final de su vida el escritor ruso Dostoievski escribiría una novela fascinante y sorprendente, desgarradora a la vez que sensible, demasiado humana para todos o demasiado real para nosotros: Los hermanos Karamazov (1880). Dostoievski incluía siempre en sus relatos una aguda observación psicológica y moral, amén de una atrayente narración genial e inevitable. Pero conocía como pocos la auténtica naturaleza humana de la que estamos hechos. El escritor ruso opinaba que uno de los principales problemas de la sociedad de su tiempo (pleno siglo XIX) era la pérdida del valor espiritual y de su sentido en el mundo. Sostenía que los seres buscan la salvación en la obsesiva ideación de recrear un paraíso material fundado en la impasible razón o en la insensible voluntad. Temía el novelista que la falta de espiritualidad llevara a una tiranía tanto personal como colectiva. Su propia vida le había enseñado que sólo mediante el sufrimiento y la virtud quedaría el alma de cualquier ser purificada. En una de las ocasiones más dramáticas y esclarecedoras de la novela uno de los hermanos protagonistas, Dimitri Karamazov -un ser atormentado acostumbrado a sufrir a pesar de sus buenas intenciones-, se enfrenta a un juicio por el asesinato de su padre. Es injustamente acusado -con la prueba aviesa de un malévolo ser que le envidia- solo por una emoción intencional (su padre era un personaje cruel y despiadado con el cual él siempre se enfrentó), pero no por un hecho real (jamás haría daño a nadie, ni siquiera a su cruel padre). Entonces se dirige al tribunal inflexible y frío de su jurado diciendo, más o menos, algo así: ¡Aún quiero vivir, aún siento unas enormes ganas de vivir! He cometido injusticias, he pagado y pagaré por ello. Pero soy inocente de lo que se me acusa, yo no lo he hecho. ¡Castíguenme por mis propios delitos! Porque, sin embargo, ahora lo comprendo todo: sin castigo no hay salvación y sin salvación no hay renacimiento.

(Cuadro surrealista de Salvador Dalí, Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo, 1943, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Rusia; Grabado del antiguo Egipto con la representación del Ave Fénix; Fresco de Miguel Ángel, Expulsión del Paraíso, 1484, Capilla Sixtina, Roma; Aguafuerte del creador Paul Klee, Fénix anciano, 1905, Múnich, Alemania; Representación medieval del Ave Fénix; Pintura del pintor alicantino Ramón Pérez Carrió, Fénix, 1988; Óleo del pintor ruso Vasili Perov, Retrato de Fiodor Dostoievski, 1872.)

16 de octubre de 2012

Las manos como obsesión y como reconocimiento, como locura y como Arte.



Cuando el pintor gótico medieval Hugo van der Goes (1440-1482) sufriera, a los treinta y cinco años de edad, una crisis muy profunda de conciencia, desearía entonces recluirse solo en el monasterio agustino flamenco de Rouge Cloitre. Este cenobio religioso, cercano al bosque de Soignes (actual Bélgica), era conocido por el artista pues su hermano, Nicolas van der Goes, había profesado en él. El abad del monasterio acogería cordialmente al gran pintor gótico, alguien que, sin ser siquiera ordenado fraile, le sería permitido habitar en las estancias de los monjes, pudiendo recibir clientes, encargos artísticos y visitas de amigos. Seis años después de esa reclusión voluntaria, en el año 1481, saldría del cenobio para viajar hasta la ciudad alemana de Colonia. Pero a su regreso al monasterio no pudo controlar la enorme angustia que, de pronto, le sobrevino a su espíritu inquieto. Un acceso de locura asolaría al genial pintor gótico entonces. Únicamente pensará él ahora en suicidarse, en dejar de vivir su vida como fuese. La idea obsesiva de creer estar destinado al infierno le llevaría a una crisis personal y psicológica inevitable, un proceso del que no se recuperaría nunca.

En el monasterio belga conseguiría prolongar su vida tan solo un año más. En ese tiempo no se sabe si crearía o no alguna que otra obra de Arte, ya que no existen datos de que pintara van der Goes más allá del año 1480. Finalmente, fallecería el pintor gótico-renacentista un día desconocido del año 1482, a los cuarenta y dos años de edad, después de no haber podido superar su fatal angustia vital y espiritual. Realmente no se sabe, incluso, si habría pintado en los años previos al final de su vida; si lo hizo, lo hizo muy poco comparado con la gran producción artística desarrollada durante los años 1465 y 1478. A lo largo de la historia, obras del Arte gótico-renacentista le habrían sido atribuidas, erróneamente, a él. En la National Gallery de Londres, por ejemplo, existe una obra, denominada La muerte de la Virgen después de Hugo van der Goes, datada en el año 1500 y de un autor desconocido. Había sido atribuida a él después de haberla sido también a otros posibles autores, pero, al final, la obra del National Gallery aún no ha podido ser relacionada no ya con él, sino con ningún otro autor conocido.

En la Colección Real de la corona británica existe el conjunto artístico-pictórico denominado Paneles del Altar de la Trinidad, una extraordinaria composición de Hugo van der Goes del año 1479. En la representación divina de la Trinidad tuvo el creador flamenco la osadía de pintar entonces a la primera persona -Dios Padre- con los rasgos juveniles propios de la segunda, el Hijo. Posiblemente ese atrevimiento le hubiese costado un disgusto a su autor sólo un siglo después... ¿Sería tal vez por esto, por ese atrevimiento teológico suyo, por lo que el pintor pensara en su condenación inapelable? Pero es una realidad que la libertad artística del siglo XV superaría en estas y otras cuestiones a tiempos posteriores en el Arte, siendo además, curiosamente, este periodo una etapa artística demasiado subrayada por representaciones exclusivamente religiosas. Pero, son ahora las manos, las manos de sus personajes retratados lo que obsesionaría tal vez al pintor flamenco. Por ejemplo, en su auténtica obra Muerte de la Virgen, del año 1480, todos los personajes dibujados en la pintura gótica muestran ahora aquí sus manos representadas, o las dos o una, pero todos ellos las mostrarán claramente. Algo extraordinario y difícilmente repetible -o abundante- en otras obras pictóricas de la Historia del Arte. Porque para Hugo van der Goes las manos debían ser el símbolo por excelencia del ser humano. Lo que le da su cualidad humana y le permite, además, poder crear así cosas hermosas con ellas. Cuando se encontraran los críticos con algunas obras de Arte parecidas a su especial creación gótica, a su peculiar estilo pictórico, pero que no supieran con certeza asignar su atribución a un autor conocido, debían entonces únicamente haber mirado atentos ahora la pintura medieval: si en ella hubiesen destacado muchas manos de sus personajes retratados..., de seguro que no se hubieran equivocado, ninguno de aquellos, de ningún modo, al asignar la autoría de la obra gótica, definitivamente, al gran pintor flamenco Hugo van der Goes.

(Detalle de la obra central del Tríptico de Polinari, Hugo van der Goes, Uffizi, Florencia; Tabla central del Tríptico de Polinari, 1478, Hugo van der Goes, Uffizi; Representación completa del Tríptico de Polinari; Paneles del Altar de la Trinidad, 1479, Hugo van der Goes, Colección Real, Londres; Óleo La locura de Hugo van der Goes, 1872, del pintor belga Emile Wauters; Pintura Muerte de la Virgen, 1500, anónimo, National Gallery, Londres; Pintura sobre tabla Muerte de la Virgen, 1479-80, Hugo van der Goes, Brujas, Bélgica.)

14 de octubre de 2012

Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que haya soñado tu filosofía...



Europa resultó inusualmente fría durante aquel verano del año 1816, los pozos alemanes se congelaron en mayo y en agosto cayó nieve cerca de Londres. Un enorme penacho de gas y cenizas procedente de la erupción del Tambora, un volcán indonesio, atravesó el mundo. Fue la mayor erupción jamás registrada y, directa o indirectamente, cambiaría por entonces muchas vidas de manera irrevocable...  Efectivamente el año 1816 fue el año sin verano. La gran cantidad de polvo y cenizas que esparció a la atmósfera la erupción del volcán de la isla de Sumbawa en Indonesia, producida entre el 5 y el 15 de abril del año 1815, provocaron una alteración climática extraordinaria al año siguiente en Europa. La luz solar sería atenuada peligrosamente y la temperatura de la Tierra disminuiría en el hemisferio norte tanto como hacía muchos milenios atrás hubiera sucedido. Pero las consecuencias no sólo fueron climáticas por entonces... Unos seres humanos alumbrados por la pasión romántica de una época escindida por entonces entre la fría ilustración, la revolución fallida y la resaca reaccionaria posterior, llegaron aquel verano del año 1816 muy cerca de los Alpes suizos y tuvieron que refugiarse en una casa al calor de unos fuegos acogedores. Aislados por la nieve, se vieron obligados a permanecer guarecidos y calientes sin poder salir de su refugio. Esos seres fueron los poetas Byron y Shelley, la mujer de éste, Mary, y el médico de aquél, Polidori. Los cuatro, encerrados y resignados, decidieron entonces ocupar el tiempo en componer cada uno de ellos la historia más tenebrosa que se pudiera contar. 

Bajo esos momentos de sorpresa y temor la apuesta literaria de los cuatro se dejaría llevar ahora por el terror y el miedo. Los relatos debían procurar sentir las emociones propias de un mundo sobrehumano imposible de entender sólo con elementos racionales y lógicos. Todos escribieron su historia de miedo, pero, de aquella experiencia literaria, sólo una joven desconocida, Mary Shelley, conseguiría crear el relato de terror más famoso de todos, Frankestein o el moderno Prometeo. Sin embargo el poeta Lord Byron comenzaría también uno de sus mejores dramas poéticos románticos, Manfred, un relato de ficción que, aunque no llegara a conseguir tanta popularidad como el de Mary Shelley, acabaría siendo uno de los legados románticos más influyentes de esta subyugante, rompedora y arrebatadora tendencia artística. Contaba el filósofo y escritor inglés Bertrand Russell que cuando consideramos a los hombres no como artistas o descubridores, no como simpáticos o antipáticos sino como fuerzas influyentes en los demás, como cambio social en los juicios de valor o en las actitudes intelectuales encontramos que necesitaremos reajustar nuestra apreciación real hacia ellos. Entonces muchos personajes no sean ya tan importantes como nos hayan parecido antes y otros, sin embargo, serlo aún mucho más de lo que fueron. Entre los hombres cuya importancia es mucho mayor de lo que parecía, Lord Byron -decía el filósofo Russel- merecería un más alto lugar que el que tuvo.

A pesar de una infancia desafortunada y acomplejada además por una secuela física en su pie derecho, ofuscado por la separación de sus padres o por la crueldad de una madre exigente, pudo vivir como quiso gracias a la herencia fabulosa de un tío solitario. Enfrentado a sus iguales nobiliarios y a una sociedad rígida e intransigente, abandonaría Inglaterra con veintiocho años para no regresar jamás. Su pensamiento y lúcida idea de la vida expresados en su obra competiría con los más grandes pensadores de su siglo. Fue junto a Napoleón y Goethe uno de los personajes más influyentes de su tiempo. Nietzsche, el gran filósofo alemán,  que apreciaría especialmente al poeta británico, en uno de sus escritos nos dice el filósofo acerca de la verdad: El desarrollo de la humanidad nos ha hecho tan dolorosamente sensitivos que necesitamos el tipo más elevado de salvación y consuelo; de donde surge también el peligro de que el hombre pueda ahora morir desangrado por la verdad que reconoce. Es así como, años antes, Lord Byron escribía en su drama romántico Manfred estos versos con un sentido semejante: ¡Ah, el dolor debería ser la escuela del sabio! Las penas son conocimiento; los que más saben deberían deplorar más la fatal verdad; el árbol de la ciencia no es el árbol de la vida.

En su drama poético Byron retrataba a su héroe meditabundo fallido, desconcertado, resentido consigo mismo y torturado por la culpa. En Manfred Byron elige la personalidad para su protagonista de un admirado Fausto, aunque en esta ocasión atormentado más por el pasado y la culpa que por el futuro y la dicha. Describiría el poeta romántico con sus versos trágicos toda la sensibilidad metafísica inspirada en aquellos días desolados, momentos con los que, agotados por la sombra de una eterna, fría y oscura noche, sosegarían años después -en su recuerdo romántico- la sentida y dura existencia de su atribulada vida. A cambio, Manfred, su personaje atormentado por la culpa, no quería más sino olvidar ahora todo frente a cualquier posible o anhelado deseo poderoso. Porque es eso lo único que reclama el héroe byroniano frente a las altas cordilleras de los Alpes a los influyentes espíritus del Universo. Lo único que para él sería lo más importante o más necesario en este mundo: el olvido.

- La tierra, el océano, el aire, la
noche, las montañas, los vientos y
el astro de tu destino están a tus
órdenes. Hombre mortal, sus espíritus
esperan tus deseos. ¿Qué quieres
de nosotros, hijo de los hombres?,
¿qué quieres?

- El olvido.


(Fragmento de Manfred, del poeta Lord Byron, 1816)

(Óleo El canal de Chichester, 1828, del pintor Turner, donde describe en su lienzo el creador romántico inglés un atardecer inspirado ya en aquel año sin verano de 1816, cuando la luz solar fue matizada totalmente por una gran nube de cenizas, Tate Gallery, Londres; Cuadro El sueño de Lord Byron, 1827, del pintor inglés Charles Eastlake; Pintura Manfred y la bruja de los Alpes, 1837, del pintor inglés John Martin, Manchester, Inglaterra; Óleo Byron en su lecho de muerte, 1826, del pintor Joseph Denis Odevaer; Grabado con el retrato de Lord Byron, 1818, del litógrafo Henry Meyer y el ilustrador James Holmes, National Gallery, Londres.)

10 de octubre de 2012

El Arte embellece la historia y transformará la leyenda en algo más auténtico y sensible.



Cuando la zarina Isabel I falleciera sin descendencia legítima en el año 1762, dejaría el trono ruso a su sobrino Pedro III. Este zar acabaría siendo derrocado pocos años después por su ambiciosa y desleal esposa, la gran zarina Catalina II. Todo se desarrollaría sin sobresaltos gracias a la intervención de los ambiciosos hermanos Orlov. Grigori, su amante y valedor, y Alexei Orlov, su paladín más atrevido. Como sucediera en otras ocasiones, una mujer se presentaría en París reivindicando el trono ruso. En el año 1772 la hermosa joven Aly Emeté Vladimirskaya acabaría afirmando que era la princesa heredera rusa Yelizaveta Alekseyevna, más conocida como Tarakanova. Poseía un testamento secreto de la antigua zarina Isabel. El testamento real le otorgaba el derecho al trono ruso por ser la única hija tenida con el conde Alexei Razumovski, un consorte-amante de la zarina Isabel I. Por esos años París era un refugio de rebeldes polacos desterrados por Catalina II, así que al conocer éstos la existencia de una opositora no dudaron en apoyarla claramente. Cuando la zarina Catalina tuvo noticia de esa rival -su posible prima política- enviaría a Alexei Orlov a París para que la trajese a San Petersburgo como fuese.

El audaz Orlov citaría a Tarakanova en un barco ruso en un encuentro romántico en el puerto italiano de Livorno. Ella no puede resistir sus encantos y quedaría enamorada de Alexei. Una vez en el barco, territorio ruso, no pudo escapar y partieron hacia San Petersburgo, donde Catalina la encarcelaría en una mazmorra para siempre. Fue encerrada en la primavera del año 1775 en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, un castillo situado a orillas del caudaloso y peligroso río Neva. Allí padecería los momentos más terribles y angustiosos de su vida hasta que una tuberculosis fatal la debilitara y acabara falleciendo en diciembre de ese año. Sin embargo, el Romanticismo ruso del siglo XIX la retrataría orgulloso como si de una gran heroína se tratase, víctima despiadada de las crueldades del absolutismo reaccionario de Catalina la grande. Y el pintor romántico Konstantin Flavitsky la pintaría subida al lecho de su cárcel justo en una de las crecidas más espantosas del río Neva. Entonces desolada, vencida por completo, totalmente perdida y abatida en su celda, entregaría Tarakanova su vida sin salvación posible a las heladas aguas del río ruso.

Pero algo no concordaba con la historia retratada: nunca crecida alguna se produjo en ese ni en el siguiente año en el río Neva. El aumento trágico de sus aguas sucedería en el año 1777, dos años después de fallecer la desgraciada princesa Tarakanova. Pero eso no importaba al Arte y a su glosa épica enaltecedora del momento dramático más encumbrador de emociones. Esas emociones que expresaron entonces los pintores rusos al apreciar el sacrificio de una vida inocente a manos de un poder tiránico para mancillar la debilidad heroica de una sagrada belleza. Porque la realidad no habría sido lo suficientemente útil para poder representar el sentido romántico necesitado. Otro pintor ruso trataría de llevar, a cambio, la realidad cruda de la vida a niveles indecentes con la emoción romántica, siendo ahora absoluta y sórdidamente fiel a lo acontecido. Tan fiel y verosímil fue la realidad de lo que representaban sus obras que hasta algunos oficiales rusos quisieron prohibirlas. Pero el pintor ruso Vaslily Vereshchagin no dudaría en retratar la triste -nada emotiva ni épica ni romántica- realidad de la guerra y de sus sufrimientos. Al Arte realista de entonces no le interesaba ya representar el gesto dramático inventado, aunque fuese tan emotivo.

Con el Arte se consigue todo eso: retratar lo sórdido, lo verídico, lo terrible o lo acongojador, pero, también lo excelso, épico o más inspirador de emociones románticas, aunque éstas sean provocadas por la manipulación de la historia y sin ser fiel a la verdad. Pero, sin embargo, todo es posible gracias a la libre sutilidad artística del Arte. Hasta la belleza expresada a medio camino entre la realidad, la emoción, la falsedad y el virtuosismo artístico. El pintor ruso Fyodor Bronnikov consigue todo eso -dureza realista y emotiva belleza romántica- con una obra decimonónica muy diferente. En su obra de Arte  Los crucificados de la antigua Roma, entre las trazas estéticas de un escenario verosímil y realista, entre las duras y crueles realidades también de una historia antigua despiadada, aparecen ahora, sin embargo, la subyugación más emotiva de una escena inspirada por sensaciones muy románticas. Y lo es por ser tan estética como sensible o evocadora su composición, pero, al mismo tiempo, por ser la obra muy verosímil, muy realista y completamente fiel a la realidad histórica.

(Óleo Muerte de la princesa Tarakanova, 1864, del creador ruso Konstantin Flavitsky; Retrato de Konstantin Flavitsky, 1866, del pintor ruso Fyodor Bronnikov; Fotografía de la Fortaleza rusa de San Pedro y San Pablo, a orillas del río Neva, San Petersburgo, Rusia; Cuadro La apoteosis de la guerra, 1871, del pintor ruso Vasily Vereshchagin, Moscú; Pintura de Vasily Vereshchagin, Requiem por los muertos, 1874, Moscú; Óleo Ataque inesperado, 1871, Vasily Vereshchagin, Galería Tretyakov, Moscú; Óleo Los crucificados de la antigua Roma, 1878, del artista ruso Fyodor Bronnikov.)

5 de octubre de 2012

La sinuosa vida retratada entre dos paisajes sin ruptura, o el maravilloso enigma de Giorgione.



Cuenta el historiador de Arte -y pintor del siglo XVI- Giorgio Vasari en su libro Vida de los mejores creadores sobre el pintor del Renacimiento Giorgione: Mientras Giorgione atendía a honrarse a sí mismo y su patria en el mucho conversar que hacía para entretener a sus amigos, se enamoró de una mujer y mucho gozaron el uno del amor del otro. Ocurrió que en el año 1510 ella se contagió de la Peste, pero Giorgione, ignorante de su enfermedad, siguió tratándola y acabó contagiándose él mismo. De forma que, en poco tiempo, a la edad de 33 años pasó a la otra vida no sin dolor de sus amigos que le amaban por sus virtudes.  En el año 1504 la peste asolaría Venecia y sus terribles efectos acabarían por llevarse a miles de personas en la región de la Serenísima República. Entonces Giorgione (1477-1510) se decide a realizar una de sus últimas obras de Arte, Tramonto (Puesta de sol), un paisaje tan enigmático como casi todas sus obras renacentistas. Pero este alarde artístico fue sobre todo un homenaje a las víctimas de esa cruel enfermedad infecciosa. Los paisajes no eran a comienzos del siglo XVI un motivo principal para las obras clásicas de Arte. Pero aquí el gran creador veneciano pintaría lo que, para él, debería ser la mejor representación de la vida por entonces: un paisaje con los colores luminosos del cielo y del mar venecianos, de la vida maravillosa y prodigiosa. Sin embargo, toda esa vida maravillosa la reflejaría el pintor ahora detrás de lo que la atormentaba por entonces: la sórdida y tenebrosa enfermedad aún desconocida, una mortífera y despiadada amenaza que arrasaba a los seres humanos en un mundo que desconocía por completo su remedio.

Es por lo que el escenario más cercano, el primer plano de la obra, es ahora aquí el más oscuro y tenebroso, lleno de dolor y sufrimiento pero también de virtudes humanas muy compasivas. En un primer plano aparece la figura joven de un santo medieval, san Roque. Él está ahora sentado recibiendo las atenciones curativas de otro santo, san Gotardo, un monje vagabundo al que se invocaba por entonces para sanar ciertas enfermedades. Pero san Roque sería también un personaje adscrito a los venerables hombres santos dedicados a la curación. Aquí es ahora invocado realmente contra la peor de las epidemias que existieron por entonces: la Peste. Siempre era este santo representado herido en su pierna izquierda por el mal infecto que pretendía remediar. En los años treinta del siglo XX se realizaron análisis de algunos cuadros de Giorgione para confirmar su verdadera autoría. En esta obra se realizaría una restauración de una parte de su extremo lateral derecho, por entonces muy deteriorada. Consecuencia de esa limpieza apareció un nuevo personaje ahora en el cuadro: la figura apenas esbozada de un san Antonio Abad oculto, justo a la derecha de san Jorge y su caballo, entre las rocas de una cueva. Así que, a partir de entonces, se le cambiaría el título a la obra de Giorgione...  San Jorge luchando contra el dragón sería el tercer santo mencionado en la obra renacentista (dejando afuera del título a la menor figura del monje Gotardo). Esta fue, san Jorge, la figura iconográfica fundamental para enfrentarse al terrible mal desconocido, al dragón más infecto, al más feroz y sanguinario mal, al más oculto de todos los males o al más misterioso de ellos: la enfermedad pavorosa y sanguinaria de la Peste.

Pero Giorgione no quiere, sin embargo, reconocer ni plasmar en su obra de Arte solo ese mal en todo lo que represente en su creación renacentista. Su intuición le hace enmascarar la enfermedad ahora  con el dulce y sosegado paisaje del fondo de la obra, detrás justo del paraje confuso, desconsiderado, enigmático y sórdido del primer plano de la misma. Pero, tampoco tanto porque no hay una frontera muy clara entre un paisaje y otro. Porque la terrible enfermedad no distinguiría nada, no habría fronteras para ella, a todos alcanzaría por igual con su mal infecto. Por esto el pintor renacentista sublimaría la escena con el enigma y la confusión más serena de un misterio incomprensible. ¿Qué misterio es ese? Pues que la vida maravillosa continúa y continuaría luego a pesar de todo... Que las cosas desastrosas pasarán y que entonces los colores de la vida volverán -no se han ido incluso- a relucir como antes y como siempre lo hicieron. Que todo pasará. El pintor veneciano plasmaría entonces su inspiración artística en un paisaje tan aséptico como inmortal, tan sórdido y tan bello como esperanzado... Pero, sin embargo, la genialidad tan inspirada de Giorgione llegaría luego hasta justificar su obra con su propia vida malograda. Cinco años después de terminar la obra de Arte, fallecería el pintor renacentista de la misma enfermedad infecciosa que tratara apenas de ocultar en su pintura misteriosa, entregando así su propia creatividad a lo que él mismo supuso por entonces como algo muy sinuoso, muy taimado y vilmente engañoso. Algo, la terrible enfermedad mortífera, del todo natural como la vida misma, sin embargo, muy propio de ella, muy vivo y desdeñoso, pero, a la vez, algo muy cruel,  muy desconsiderado y totalmente misterioso.

(Óleo Paisaje con San Jorge, San Roque y San Antonio -Tramonto-, 1505, del pintor veneciano del Renacimiento Giorgione, National Gallery, Londres.)

1 de octubre de 2012

La guía más misteriosa entre las oscuridades del abismo, la seducción más salvadora y entusiasta.



Las cárites fueron tres hijas míticas del dios griego Zeus que representaban la Belleza, la Juventud y el Esplendor. También todo lo alegre o amable de la vida con la creatividad y la expresividad más convincente y necesaria entre los dioses y los hombres. Su madre Eurinome era muy bella y hermosa y las cárites obtuvieron así sus gracias. Tenían las tres unas hermosas mejillas y resplandecían tanto sus ojos que de sus párpados brotaría ese tipo de amor que aflojaría las piernas de todos cuantos las mirasen. Eran unas diosas benéficas y mediadoras ante los dioses a la vez que inspiradoras del ingenio para las artes humanas. Se las relacionaba con Hermes, el dios de la oratoria poderosa. Por eso los griegos las representaban junto a este dios, como si los discursos necesitaran de lo bello, de lo seductor o de lo ingenioso. A la entrada de la antigua Acrópolis ateniense se situaba un gran relieve en mármol que mostraba cinco figuras juntas y caminando. La primera de esas figuras era Hermes, al que seguían luego las tres gracias o cárites. Pero detrás de ellas -cogido de la mano de una de las gracias- iba un pequeño dios, Yaco, que en la procesión de los misterios de Eleusis se dirige ahora hacia el abismo -el infierno griego- con una antorcha entre sus manos. Aquí, simbólicamente, la antorcha representa las tres cárites. De ese modo Yaco es la estrella que porta la luz de los misterios oscuros, siendo esta luz representada por las tres gracias. Se ha querido identificar al pequeño Yaco con el dios Dionisos, el semidiós alegre, misterioso y desenfadado, hijo de Zeus. 

Cuando en la procesión de los misterios dionisíacos era tomado por los sacerdotes de su santuario en Atenas para ser llevado hasta Eleusis -lugar mágico y místico en Grecia-, debía pasar Yaco antes necesariamente por el río Cefiso. Este río cercano a Delfos estaba consagrado a las tres Gracias, las cuales tenían además su propia celebración o día de caricias -de cárites-, aunque luego acabaría siendo llamada esta celebración día de las Gracias (la conocida fiesta pagana que ha llegado hasta hoy cristianizada como día de Acción de Gracias).  Los misterios ocultos de Eleusis estaban basados en la leyenda de la diosa griega Deméter. Cuando la hija de esta diosa de la tierra, la bella Perséfone, fuese raptada por el dios del inframundo Hades y llevada a los infiernos, el desequilibrio en la Tierra se dejaría sentir fuertemente. La diosa Deméter era la potestad fértil de la Naturaleza, de ella dependía el equilibrio natural de las cosas terrestres. Ante la búsqueda de su hija abandonaría Deméter sus vitales y sagradas labores terrestres. Esta situación no podía durar mucho, ya que la vida en la tierra no soportaría tanto tiempo sin su benéfica intervención. Se helaría todo continente en la Tierra, nada renacería ante la ausencia de la cálida y vivificante Deméter. Al final pudo reunirse Deméter con su hija y convencer a Hades de hacerla regresar a la Tierra. Pero no podía estar ella fuera del infierno mucho tiempo ya que Perséfone había tomado la semilla del fruto pérfido de una granada, un fruto que Hades le había ofrecido intencionadamente antes. Aquel que lo comiera no podía regresar a la vida para siempre. Así que se llegaría al acuerdo de devolver a la vida a Perséfone solo una estación -la primavera- de las cuatro estaciones del año.

En la representación de los misterios de Eleusis había que acudir obligatoriamente a un símbolo radiante, iluminador y creativo para dirigir adecuadamente el trayecto de los humanos hacia el infierno, para ir con seguridad al submundo de los muertos. Pero también debía tener ese símbolo radiante -las tres Gracias- la virtud de la elocuencia para poder seducir a los mortales a querer marchar hacia un abismo como ese. Estos eran unos logros que sólo las tres gracias podían realizar. Sólo ellas eran los únicos seres que los dioses podían enviar a los infiernos para acompañar a los hombres con seguridad. Porque gracias a su belleza, alegría, seducción y mirada fascinante calmarían a la divinidad malvada  del infierno, el temible Hades. El objetivo era convencer a este dios terrible con la dulce, seductora y bella inspiración de las Gracias y auxiliar así a los humanos durante el camino hacia el infierno. Tiempo después, cuando Roma hubo absorbido la mitología griega, se transformaría entonces aquel sentido de las tres gracias. Los romanos cambiaron el nombre de cárites por gracias. También los romanos dejaron de representarlas ya como un sólo concepto -el renacimiento o esplendor armonioso e inspirador de la muerte vertido por los griegos- y pasaron de ser tres igualitarias figuras -Juventud, Belleza y Esplendor- a convertirse en tres conceptos femeninos muy distintos, más acorde con la moral romana tradicional y conservadora. Acabaron siendo denominadas por los romanos como Castitas, Pulchritude y Voluptas, es decir, la Virgen, la Esposa y la Amante. Y de ese modo fueron imaginadas por los pintores romanos y medievales y luego por el Renacimiento y el Barroco. Entonces comenzaron a ser representadas desnudas, abrazadas y tomadas de la mano bajo un halo de mutua protección. Dos miran hacia una dirección y la tercera mira, sin embargo, hacia la contraria. De esta forma se acabaría simbolizando el desequilibrio más estable y esclarecedor de la moral familiar tradicional, un artificio social -la esposa y la novia frente a la vil amante- que serviría para sentar las bases morales de una robusta y eficiente sociedad matrimonial.

(Óleo de Lucas Cranach el Viejo, Las tres Gracias, 1531, Museo del Louvre; Pintura Las tres gracias, 1794, del pintor francés neoclásico Jean-Baptiste Regnault, Museo del Louvre; Escultura clásica griega, Las tres Gracias, Museo del Louvre; Fresco romano, Las tres gracias, Pompeya, Italia; Relieve Hermes y las Cárites, siglo V a.C., Museo de la Acrópolis, Atenas.)

28 de septiembre de 2012

La autoría de una emoción, de la mejor y más gloriosa emoción encerrada entre los cuadros.



Cuando en el año 1880 un coleccionista estadounidense adquirió en España la obra -sin firmar- Ciudad sobre una roca, pensó sin dudar que tendría que ser por fuerza del genial pintor Goya. Luego se la lleva a su país y la mantiene durante años entre las paredes de su mansión, con el lujo de poseer un lienzo tan original del gran maestro español. Pero años después, a finales de 1929, la nueva propietaria de la obra, la colección de la señora Havemeyer, dona el lienzo romántico al Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En su ficha técnica el Metropolitan cataloga entonces la obra de Arte como: Una ciudad sobre una roca, siglo XIX, Goya. Y así continua descrita la obra hasta que llega el año 1970, cuando se comienza a dudar de la autoría del cuadro por Goya. Se dedujo que la creación debía haber sido confeccionada entre los años 1850 y 1870, no antes. Si el genial pintor aragonés falleció en el año 1828, ¿de quién fue entonces? Eugenio Lucas Velázquez había nacido en Madrid en el año 1817 y se educa en la eximia Academia de Bellas Artes de San Fernando. Para cuando comienza a pintar, el Romanticismo había dejado su lugar al Realismo y éste, a su vez, al Academicismo tiempo después, una tendencia esta última que regresaba a las hieráticas creaciones de estudio, tan frías y alejadas del vibrante universo cálido, onírico o natural de los grandes maestros españoles como Velázquez o Goya. Así que Lucas Velázquez lo tuvo muy claro por entonces: seguiría a su admirado Goya a pesar de que las tendencias artísticas fuesen por otro lado. Y tanto se parece a su maestro que hasta su obra Ciudad sobre una roca llegaría a ser atribuida a Goya por los expertos de entonces. En ella vemos el mejor homenaje que un autor pueda hacer a otro: imitarlo tan bien que parece ser del imitado en vez del imitador.  Pero, sin embargo, aquí no hay falsificación, ni copia. El artista no firmaría el cuadro y Goya nunca pintó una obra parecida. Sólo que habían algunos elementos de Goya pintados como en otras tantas obras de Eugenio Lucas -su discípulo más fervoroso- los hubiera, pequeños o grandes elementos inspirados de los grabados o pinturas de su maestro y que fueron reconocidos en esta peculiar, hermosa y desconocida obra del pintor Lucas Velázquez. 

Por ejemplo, con los seres voladores de Goya, esos seres extraños y propios del estilo goyesco en sus Caprichos. Se llegaría incluso a considerar esta obra de Lucas Velázquez como un pastiche, es decir, como una composición de cosas existentes de otro autor y combinadas en una obra supuestamente original. Pero no creo que sea justa, ni precisa, esa valoración. Representa la obra una ciudad o baluarte inexpugnable situado justo en lo alto de un gran montículo rocoso. Una ubicación idónea para salvar cualquier asedio violento de los otros. Se observa en el cuadro un grupo de personas abajo de la roca, unos seres que tratan con el fuego de sus cañones de doblegar a los que habitan el enclave rocoso de lo alto. En el cielo de la obra surgen seres voladores extraños, esos mismos seres alados que Goya pintara también en sus misteriosos Caprichos. Fue un magnífico homenaje a Goya, una maravillosa forma de homenajear al gran maestro, pero, también, una grandiosa creación original del pintor español Eugenio Lucas Velázquez. Un ser humano que pasaría sin reconocimiento por el Arte porque tuvo la mala suerte de nacer tiempo después, a la sombra de un gran genio. Obtuvo en su vida, a cambio, todo lo que un artista en su época pudiera desear socialmente. Pintaría el techo -hoy desaparecido- del Palacio del Teatro Real de Madrid y sería nombrado por la reina Isabel II pintor honorario de cámara y caballero de la Real orden de Carlos III.

Cuando el pintor francés Manet quiso componer una fuerte escena dramática, se inspiraría en uno de los creadores españoles más interesantes e injustamente desconocidos del siglo de Oro español: Antonio de Puga. Este pintor gallego nacido en el año 1602 se adelantaría, sin embargo, a los pintores impresionistas del siglo XIX. Original y atrevido, crea en el año 1630 una obra de Arte que sigue estando atribuida vagamente a él. Es decir, que no se sabe todavía con certeza su verdadera autoría. Como otros creadores del Arte, de Puga no firmó sus obras nunca -salvo una conservada en Inglaterra, un San Jerónimo-, pero sus pinturas, al igual que le sucediera a Lucas Velázquez, estuvieron influidas por otro gran maestro español, en este caso por Velázquez. Muchas de sus obras fueron asignadas al gran maestro sevillano, pero, finalmente, han sido atribuidas al desconocido pintor Antonio de Puga. El pintor francés Manet, genial y primordial pintor impresionista, admiraba la forma en que algunos pintores españoles habían sido capaces, hacía más de doscientos años, de fijar la figura de un cuerpo humano tendido sin vida entre los ángulos sombreados de un lienzo clásico. En su -dudosa- obra de Arte Soldado muerto, el pintor Antonio de Puga nos muestra el cuerpo yacente y en escorzo de un soldado abatido en un campo de batalla. No hay representada nada más que la figura solitaria y muerta del soldado, solo unos restos óseos aparecen en el cuadro, propio de la futilidad y evanescencia de la vida pasajera. Pero, genialmente, no hay nada más en la obra. La autoría de la pintura sigue siendo incierta, aunque el museo londinense de la National Gallery lo sigue catalogando aún como Anónimo napolitano. Sin embargo, Antonio de Puga es uno de los candidatos mejor adjudicado a ser el creador de esta curiosa y misteriosa obra de Arte. 

Asignar una autoría sólo hace que alguien se relacione históricamente con una obra. Las autorías de las obras son mera especulación a veces, elucubraciones cuasi arqueológicas para encontrar, ufano, al autor original que las compuso inspirado. Nos dejaremos en ocasiones condicionar por ese académico y divino magisterio sagrado. Pero, la obra de Arte, si es original y sabemos cuándo fue compuesta, y cuál fue su tendencia artística o estilística, si además es una hermosa imagen acreedora de emociones, sensaciones, ideaciones o congojas, sólo necesita ya del estímulo sincero de nuestro aliento más admirativo. Nada más. De nuestro ver sólo cómo unas líneas, un color, unos reflejos o unos trazos pictóricos determinados, son la única autoría material, la más perfecta de todas, la más admirada y definitiva autoría artística. Porque el Arte puede a veces, aun con un pincel anónimo, llegar a componer una especial emoción transfigurada de belleza, una tan elogiosa como emotiva ante nosotros. Una emoción ahora catalogada únicamente en nuestro personal y sincero afecto interior más emotivo y auténtico. Ese mismo afecto que nos hará sentir una especial emoción frente a lo que ahora veremos asombrado y perfecto.

(Óleo Ciudad sobre una roca, 1860?, Eugenio Lucas Velázquez -influido por Goya-, Museo Metropolitan de Art, Nueva York, EEUU;  Obra del pintor italiano Giovanni Francesco Grimaldi, Paisaje con Río y Barcas, 1640?, pintura conservada en el Museo del Prado, y que pudo ser la inspiración para la Ciudad sobre una Roca; Lienzo Soldado muerto, 1630, atribuida al pintor español Antonio de Puga, catalogada su autoría como Anónimo napolitano por el National Gallery de Londres; Obra Maja con perrito, 1865, del pintor Eugenio Lucas Velázquez, Museo Carmen Thyssen, Málaga; Obras de Goya, Caprichos, 1810-1820, Modos de volar y Todos caerán, Museo del Prado, Madrid; Óleo La muerte del torero, 1864, Manet, Museo Galería Nacional, Washington, EEUU.)

26 de septiembre de 2012

Deshacer el tiempo con el deseo, con la ilusión, con la desazón o el sinsentido.



En la vida del ser humano pueden existir diferentes formas de esperar. Por ejemplo, tres: la espera definida, la espera indefinida y la espera indiferente. Porque en ciertas ocasiones podemos desmenuzar el tiempo sin complejos, sin angustias, sin abstracciones ni lamentos. Es como en el caso de la primera obra, la espera definida, cuando nos sentamos a esperar, por ejemplo, un transporte en nuestra vida. Aquí sabremos cuál cosa esperar, la hora que llegará y, sobre todo, dónde nos llevará. Esperamos entonces seguros y definidos, convencidos de qué cosa esperar y de esperarlo. Así lo vemos en el cuadro del pintor James Tissot, A la espera del ferry, una obra realizada en el año 1878 y que representa dos figuras humanas sentadas en un embarcadero a la espera de un barco. Ella se muestra ahora tranquila y pensativa, aparentemente segura y a la espera... Preparada, incluso, para abordar ya todo aquello que le espere. Porque pronto llegará el vapor y todo cambiará... ¿Qué podemos entrever aquí ante esa espera femenina?: ¿resignación?, ¿confianza?, ¿ilusión? En cualquier caso algún tipo de sensación de seguridad ante la espera, algún control emocional que surge ante las cosas sabidas o por saber y que son parte de lo que se espera. El otro personaje retratado en la obra, ladeado y somnoliento, sugiere una mayor certeza, indolencia o cotidianeidad ante la espera. Él no espera, posiblemente, nada más de lo que espera. 

Pero otras veces esperar es sufrimiento. No espera, desespera más bien, el ser, alguien que no sabe nada de lo que ese deshacer el tiempo pueda o no traerle ante la espera. Aquí no hay definición alguna, es ahora aquí la espera indefinida, y lo es porque no sabremos con certeza si llegará o no aquello que se espera. Es el ejemplo paradigmático del personaje mítico y legendario de Penélope. Ella tan sólo sabe que debe esperar y qué esperar. Pero lo que no sabe, ni sabrá nunca, es si eso que espera llegará o no. Si los días o los años serán luego -después del sufrimiento- un favor consumido gratamente ante la escena de un posible final desagraviado. Como en el mito griego, Penélope vuelve a deshilar su ovillo para retomar, cada vez, de nuevo su esperanza. Ha pasado a la historia de la mitología como un ejemplo heroico de virtud sosegada ante la soledad, ante sí misma o ante la presión de un medio desalmado. 

¿Qué seguridad se puede tener ante la incertidumbre? Ninguna. Tan sólo, si acaso, la que uno quiera componerse entre los duros momentos de la ausencia.  Pero, todavía hay una espera que es aún más espera, algo imposible de salvar con nada ni con nadie. Es la espera indiferente, aquella que el ser recompone desde la nada, la que ni siquiera sabe muy bien qué esperar, ni si espera verdaderamente algo. Es una sensación entonces sin sentido, una extraña forma interior de desazón. Su espíritu albergará  entonces una vaga espera de lo inútil, de lo que no existe ni siquiera en su mente, de lo que no obedece ya a nada de una vida o de sus cosas. Como en la obra pictórica titulada Espera -del artista chileno Badilla-, donde ahora se nos transluce en la imagen una especial quimera sin respuesta. No sabremos más ahora que esperaremos algo sin saber siquiera el qué. No entenderemos muy bien qué nos pasa ni qué maldita sensación oculta nos abruma. ¿Qué esperar ahora, si nada se espera ya ni en tiempo, en cosa o en persona? Como también en la obra del pintor italiano Venanzio Zolla, La espera, del año 1917, donde lo único que ahora sabe la conciencia de la figura del cuadro es que algo debería acontecer para esperarlo. Porque aquí no existe ya una cosa ahora que se espere, sólo la rara sensación de no esperarlo.

(Óleo A la espera del ferry, 1878, del pintor inglés James Tissot -espera definida-; Pintura Espera, 2010, del autor chileno actual Francisco Badilla Briones, Chile -espera indiferente-; Óleo Penélope deshaciendo su trabajo, 1785, del pintor Joseph Wright de Derby -espera indefinida-; Cuadro La espera, 1917, del pintor italiano Venanzio Zolla -espera indiferente-; Fotografía de Parados en una cola en Oregon, años treinta, EEUU., -espera indefinida-.)

23 de septiembre de 2012

La interpretación más lúcida o más real, ¿es la escondida tras un análisis o la vertida transemocional?



En la Florencia renacentista del siglo XV surgiría pronto un espíritu sensible, misterioso, generoso y genial: Alessandro Botticelli (1445-1510). Fue uno de los primeros creadores que utilizaron el Arte para reflejar subliminales mensajes o para expresar, sin grandes asombros ni fuertes irreverencias, lo más inesperado o lo exquisitamente más inesperado: la Belleza más natural, metafísica y transparente. Su taller, que comenzaría a crear obras en el año 1470, llegaría a tener muchos seguidores que encontraron el más importante espaldarazo a su inspiración artística. Un lugar muy moderno para entonces, rebelde incluso, pero sagazmente creativo y sublimemente artístico. Este gran pintor florentino pasaría, sin embargo, los siguiente siglos taponado u ocultado por un gusto artístico del todo diferente y por una censura feroz. Sus obras no fueron descubiertas y su autoría reivindicada hasta casi mediados del siglo XIX. Muchas creaciones de su taller acabarían desperdigadas por el mundo y sus obras atribuidas, incluso, a otros pintores. Antes que él, otro creador pictórico surgiría en la Italia creativa de la explosión prerrenacentista: Masaccio (1401-1428), un pintor de la ciudad de Arezzo que revolucionaría los inicios del Arte con una novedosa perspectiva, con imágenes trazadas de un modo diferente, con colores atrevidos y con un fervor más emocional y humanista en su Arte.

Masaccio actuaría ya así frente a una creación artística -antes y durante su vida- rígidamente establecida por la tradición medieval. Leonardo da Vinci y Miguel Ángel le considerarían un maestro a seguir, pero también Botticelli y sus discípulos admiraron al avanzado artista de Arezzo. Muchas de las obras creadas en aquellos años renacentistas -mediados y finales del siglo XV- acabarían colgadas, siglos después, en las paredes longevas de muchos de los viejos palacios decadentistas italianos. Estos edificios albergarían durante siglos inmensas obras de Arte lejos de las miradas inquisidoras de un mundo post-renacentista, por entonces más intransigente ante obras demasiado incomprensibles o atrevidas, inspiradas en la antesala de lo que llegaría a ser la mayor revolución artística habida en la historia del Arte. Así, hasta que una pequeña pintura anónima renacentista pasara, durante el año 1816, de un vetusto palacio decadentista a otro... Giusseppe Rospigliosi (1755-1833), duque de Zagarolo, había adquirido una antigua pintura -Rea Silvia- a la antigua familia Amigoli de Florencia. Los Amigoli, que habían tenido hasta un pintor en su familia -Stefano Amigoli-, tenían catalogado el cuadro como perteneciente al pintor Masaccio. Hasta su título lo habían deducido audazmente con el muy romano nombre de la mítica madre de Rómulo y Remo: Silvia. Una leyenda latina contaba cómo una hermosa mujer, Silvia, hija del monarca del reino mítico fundado por el hijo de Eneas -Numitor-, sería obligada por su rebelde tío -Amulio- a convertirse en una sacrificada Virgen Vestal.

Pero el dios Marte, seducido por la belleza de Silvia, la rapta y viola en una ocasión terrible para ella. Como las vestales no podían tener hijos, Amulio la condena a ser enterrada viva y mandaría luego asesinar a los gemelos habidos con el dios. El sirviente encargado de tal crimen sólo cumpliría, sin embargo, lo primero. Se apiada de los pequeños hermanos y los abandona juntos en el río Tíber. La leyenda romana cuenta cómo fueron encontrados y amamantados por una loba, la loba capitolina. Pero esta historia fundacional de Roma, donde una gran mujer es sacrificada sin amparo alguno, sirvió luego -en el siglo XIX- para inspirar la interpretación artística de una escena sugerente. Porque en el cuadro renacentista aparecía sola una figura sedente y humillada ante los peldaños de una real entrada palaciega. Desolada y desconsolada, la figura acerca sus manos a su rostro para ocultar ahora lo que parece ser una mujer atormentada, despojada incluso de sus túnicas sagradas en una dura muestra de rechazo, marginación o agravio personal. ¿Quién podría ser entonces esa figura si no Rea Silvia, la virgen vestal condenada en la leyenda latina? Así que el duque italiano decadentista adquiriría a principios del siglo XIX esa obra de Arte, convencido entonces de poseer una obra de Masaccio que representaba la famosa heroína romana malograda.

Pero años después, cuando el historiador de Arte Adolfo Venturi analizara la iconografía de esa obra, concluiría que el autor de tan enigmático lienzo no podía ser otro que Botticelli. Y no se limitaría a afirmar eso solamente, también rebautizaría la obra. Acabaría por llamarla ahora La derelitta -La desamparada-, es decir, mantenía el historiador la misma temática por la que había sido interpretada antes -un desamparo legendario ante una injusticia-, pero cambiaría la autoría de la obra así como su fecha de creación. Situaría el historiador la composición de la obra alrededor del año 1475, cuando el taller de Botticelli estaba en plena actuación artística. Pero, todavía se equivocaría el historiador italiano en algo más, al parecer. A principios del siglo XX otros historiadores y críticos de Arte compararon esta obra con otras cinco obras de Arte parecidas expuestas en diferentes museos de todo el mundo. Todas esas obras representaban un mismo tema: la historia sagrada del Libro bíblico de Ester. Y mantenían además un mismo estilo y una misma técnica pictórica: el taller de Botticelli. Pero, sin embargo, la figura a la que se hace referencia en el relato bíblico de Ester como personaje desamparado no es una mujer sino un hombre. En el antiguo testamento la referencia a un caso de esa escenografía desamparada sólo podía ser un hombre: el personaje bíblico judío de Mardoqueo. Este hombre era primo de Ester, la hermosa judía que seduce con su belleza al poderoso rey de Persia, un reino donde los judíos por entonces habitaban exiliados. Pero, sería Ester elegida por Jerjes I de Persia -sin saber éste su procedencia hebrea- como concubina de su palacio y, finalmente, como esposa real. 

Los celos que esa boda real produjeron en un poderoso gobernante de la corte persa serían trágicos. No dejarían que una extranjera y su familia hebrea obtuviesen semejante privilegio real. Convencieron entonces al rey de que expulsaran a los judíos del reino. Y Mardoqueo ahora, enfurecido y desolado, se dirigirá al palacio real persa para, desgarrándose de sus vestiduras, comenzar a gritar y pedir ser escuchado en justa prueba de la inocencia de su familia y de su pueblo. Las seis obras pictóricas formaban parte de una serie sobre el Libro bíblico de Ester. Todas las obras tenían además las características maestras de Sandro Botticelli, pero tan sólo una de ellas divergía ahora en algo especial su personal estilo pictórico. Esta obra, por tanto, debía haber sido realizada entonces por algún discípulo de su taller, pero, ¿cuál de ellos? No se supo la respuesta hasta que la tecnología permitiera observar qué había grabado detrás de las capas de pintura renacentistas. Se descubrió que oculto por las túnicas desperdigadas de la obra se encontraba la clave de su autoría. Dos iniciales, F.L., llevarían a deducir a un poco conocido discípulo de Botticelli, Filippino Lippi (1457-1504). Este artista italiano llegaría al taller del maestro florentino poco después de fallecer su padre, Fra Filippo Lippi, el cual había sido incluso maestro del maestro. Pero, no sólo fue eso...

Fra Filippo Lippi, el padre de Filippino, comenzaría pintando frescos y lienzos sagrados para su comunidad carmelita, donde él profesaba entonces como fraile. Sin embargo, la pasión arrebataría al monje toscano cuando visitara una vez el monasterio de monjas de Santa Margarita, para pintar ahora una tabla de su altar. Lucrecia Buti, una hermosa novicia del monasterio, acabaría enloqueciendo inevitablemente de amor terrenal a Fra Filippo. Así que ambos huyeron juntos y acabarían abandonando sus órdenes religiosas. Cinco años después el Papa les dispensaría, pero, sin embargo, ambos habrían quedado ya estigmatizados para siempre. Fue por eso que su hijo Filippino trataría de cambiar con el Arte esa impronta personal tan desdichada en su familia. En un alarde de inspiración desesperada, crearía Filippino una obra de tal signo reivindicador... Botticelli, su maestro, lo sabría y dejaría a su discípulo inspirado que pudiera hacerlo sin trabas. Filippino Lippi se representaría entonces a sí mismo en la obra renacentista, ahora desgarrado y abatido, solicitando así que las puertas de la clemencia magnánima de la vida ejercieran su justa benevolencia con él. Como aquel Mardoqueo de la leyenda hebrea, aprovecharía ahora el joven pintor la ocasión para expresar así su lamento solitario, su desolada emoción ante la vida o la displicente e injusta forma de tocarle a él ese destino tan infortunado. Cuando Lippi empezara a trabajar en esa obra misteriosa tendría apenas quince años, la edad en la que una persona necesita de sustento milagroso en un momento en que la sociedad empieza a conocerle y él sintiera, sin embargo, el peso tan desgarrado de su origen. 

¿Cuál, entonces, debería ser la verdadera interpretación del personaje de la escena? ¿Aquella ultrajada y mítica virgen vestal sacrificada?; ¿el honrado y sentimental personaje hebreo ante su causa?; ¿o el desdichado reflejo del origen de un autor ante su vida? ¡Qué más da! Que se denomine el cuadro con un género femenino es, posiblemente, el único error imperdonable. Lo demás sólo es aquí el hecho del sentido simbólico de lo que una imagen general representa, de lo que desea expresar con su sentido iconográfico más general: el desamparo más rotundo, la soledad más incomprendida, el fatal momento desesperado donde, ahora, el ser grita y se rompe y cae, dirigiéndose además hacia ese lugar poderoso desde donde le acaben por fin escuchando. Y qué mejor cosa o altavoz por entonces para ello que un lienzo mediador y convincente, que el lugar ahora más solemne y permanente o el más rápidamente emocional para llegar, ¡y tan pronto!, a las conciencias insensibles de la gente.

Lienzos de la tragedia por las gradas
tendidas a cordel. Se han congelado
el rosa, el siena, el gris. Desventurado
el que tiene las puertas clausuradas.

Clausuradas están. Soñar espadas
contra el bronce tenaz es un pecado
de inocencia. No hay llave ni candado
que te abran paso al reino de las Hadas.

No te tapes la cara: nada puedes
hacer contra la faz del abandono
si ya pasó el umbral de tus retinas.

Por más que trates de abolir el trono
de la ausencia con llanto, las paredes
del dolor ya han formado cuatro esquinas.

Poesía La derelitta, del poeta y pintor español Aníbal Núñez San Francisco (1944-1987).

(Obra La Desamparada -La Derelitta-, 1475, Filippino Lippi, Taller de Botticelli, Palacio Rospigliosi, Roma; Óleo Ester, 1841, Théodore Chassériau, Museo del Louvre, París; Cuadro Virgen con el Niño y un Ángel, 1445, Fra Filippo Lippi, Galería de los Uffizi, Florencia; Cromolitografía del pintor italiano Gabriele Castagnole, Amor o Deber, 1873 -donde se representa el amor entre el pintor renacentista y su amada novicia; Detalle del rostro de la Virgen de un cuadro de Sandro Botticelli, Madonna de la Granada, 1487, donde se aprecia una imagen tan natural y terrenal del rostro típico botticelliano, parecido al de su diosa Venus; Detalle del rostro de la Venus del Nacimiento de Venus, 1485, Botticelli; Óleo Madonna de la Granada, 1487, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia; Obra El Nacimiento de Venus, 1485, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)

18 de septiembre de 2012

Los días de Alción o el tiempo en que la gravedad de las cosas se subordina ante la luz.



En la confusa vorágine social, ideológica, económica e industrial del siglo XIX, los filósofos buscaron en el Arte nuevos conceptos para renovar al hombre y su cultura decadente. Por entonces la idealización del mundo antiguo griego comenzaría de nuevo a ser un posible revulsivo para la atribulada humanidad. Así el filósofo alemán Nietzsche encontraría en el Arte y la Filosofía griegas el argumento necesario para esa renovación extraordinaria. Pero su pasión por la antigüedad helena no fue clasicista, es decir, no se basaría en los paradigmas clásicos del academicismo alemán de su tiempo. Alemania estaba muy influenciada entonces por el idealismo germano de sus grandes pensadores, y es cuando Nietzsche surge ahora con otra voz diferente para romper los cimientos decadentes de su sociedad. Pero no lo hace con el deseo de volver a lo antiguo, sino de retomar las ideas primordiales del hombre europeo, esas ideas filosóficas que lograron salvar, hace siglos, a tan abigarrado pueblo griego. Y entonces surgen los alciónidas. Unas personas que, según Nietzsche, son seres no idealistas, sin divinizaciones de ninguna clase, seres libres y espíritus libres. Los alciónidas son seres humanos fuertes que aceptan la vida y su realidad tal cual se presenta, sin disfraces y con toda su abismal plenitud terrenal. Son seres trágicos, pero no en el sentido negativo del término sino en el de asumir la dicotomía dramática de la vida y su destino. Son seres que no dañan la vida sino que producen nuevas oportunidades a través de sus capacidades creativas y artísticas. ¡En un lugar de curación debe transformarse la Tierra Ya la envuelve un nuevo aroma que trae salud y nueva esperanza! (Así habló Zaratustra, Nietzsche).

En su obra La Gaya Ciencia nos dice el filósofo alemán: Un espíritu así se libera de toda creencia y de todo deseo de certeza y es arrastrado sobre cuerdas y posibilidades ligeras incluso a bailar sobre el abismo.  En la mitología griega Alcíone era la hija de Eolo -el dios de los vientos- y acabaría uniéndose en matrimonio a Ceix, el hijo del astro de la mañana -lucero del Alba-. Es por lo que la unión de ambos sería tan hermosa y luminosa -Alcíone es una de las Pléyades o estrellas refulgentes de la constelación de Tauro- que tan sólo podría ser muy feliz. Pero es seguro que lo fueron en demasía, ya que suscitaron los terribles celos de los dioses. Una vez Ceix, confundido por esa ofensa divina por su felicidad, emprendería un viaje por mar para consultar al oráculo de Delfos qué hacer ante tal contrariedad. De pronto surgió una fuerte tormenta en el mar y el barco naufragaría acabando con la vida de Ceix. Fue la cólera de Zeus lo que llevaría su cuerpo al fondo del mar. Alcíone tuvo un sueño aquella fatídica noche mitológica. Morfeo -el dios de los ensueños- le haría ver a Ceix comunicándole lo que le había sucedido. Acudiría entonces ella a la orilla del mar donde las aguas habían llevado el cuerpo sin vida de su amado. Enloquecida por un momento de dolor, decidiría entonces Alcíone tirarse al mar desesperada. Pero, justo antes, es salvada por los dioses y transformada en un alción, una pequeña ave de colores que elevará siempre su vuelo por encima de las olas.

En el año 1508 el pintor del Renacimento Giorgione pinta su enigmática obra La Tempestad. ¿Qué significa esa atmósfera de calma y esa tranquila escena campestre ante la terrible tormenta que un rayo hace iluminar sobre el fondo de la imagen? ¿Por qué esa frágil mujer con su pequeño hijo en brazos está, sin embargo, tan sosegada? ¿Y el hombre, qué representa tan pasmosamente ajeno en la orilla opuesta? La genialidad de este pintor italiano es manifiesta además por ese curioso misterio iconográfico sin desvelar. Las interpretaciones a la sorprendente escena han sido muchas, algunas hasta tan simples que dicen ser sólo una escena natural, bucólica y sin pretensiones. Otra indica que podrían ser Deméter y Yasión. La mitología griega unió una vez a estos dos amantes. Curiosamente él -Yasión- no era un dios, como sí era ella. Tiempo después Yasión se dedicaría a los misterios de Deméter, difundiendo sus celebraciones místicas y esotéricas por toda Grecia. Deméter es la diosa madre de la Tierra, de la cosecha, de la germinación y de la vida. Una vez acudió Deméter a una de sus celebraciones mistéricas y allí se fascinaría de Yasión apasionadamente. Esto era algo extraordinario, ya que las diosas sólo de dioses pueden fascinarse. El joven Yasión no pudo más que vanagloriarse por ello. Entonces caería en la hibris, una cosa para los griegos muy lastimosa y detestable. El orgullo y la desmesura de sí mismo eran cosas que los dioses no perdonarían. Así que Zeus terminaría acabando con Yasión a consecuencia de un rayo fulminante.

El alción -o Martín Pescador- es una pequeña ave que habita en los ríos y lagos de casi todo el mundo. De colores maravillosos, sobrevive pescando bajo la superficie de las aguas y anida en los momentos en que la fuerza de los vientos, de las tormentas o del frío se calmen. Pero, como en los humanos, también estos pájaros tendrán su mitología... En los días de invierno la hembra alción llevará al macho muerto con grandes lamentos y construirá sola su nido, donde pondrá sus huevos que, luego, acabará arrojándolos al mar... En medio del duro invierno, en los días de tormentas y tempestades, los vientos dejarán por un momento de soplar y entonces se hará la calma. En esta quietud sobrevenida, sobre las olas medio sosegadas, volará el alción ufano, se esforzará haciendo su nido y poniendo en él sus huevos para que la vida siga a pesar de sus tormentas. Es ahora la calma activa, es la ataraxia -ausencia total de perturbación- positiva. Son entonces los días de alción, siete días antes y siete días después del solsticio de invierno, según la mitología. En esos días Eolo -el dios de los vientos- deja ahora que Alcíone pueda, segura, anidar sin miedos ni desgracias. Por eso el alcionismo nacería como una forma de mantener la serenidad ante los problemas pavorosos de la vida. Porque la serenidad es la esencia más necesitada del ser humano. La calma, entonces, él mismo se la crearía en medio de la congoja y el apuro. Como el alción.

(Detalle del óleo La Puerta del Amanecer -El lucero del Alba-, 1900, del pintor prerrafaelita-simbolista Herbert James Draper; Fotografía del telescopio de la NASA Spitzer, 2004, Pléyades, cúmulo abierto, imagen infrarroja; Óleo de Giorgione, La Tempestad, 1508, Galería de la Academia de Venecia, Italia; Imagen del Martín Pescador, Alcedo Atthis; Cuadro Alcíone, 1915, de Herbert James Draper.)