1 de octubre de 2019

La modernidad impresionista transformaría el naturalismo barroco sutilmente.



A Manet lo que le habría encantado es haber vivido en la época de Velázquez y pintar escenas de un mundo marginal. Consiguió eso, sin embargo, en los albores de un Impresionismo que buscaba fugacidad en paisajes o en escenas costumbristas. Aún no se había presentado esta tendencia innovadora cuando Manet compuso su obra El viejo músico. Fue un Arte sorprendente el que consiguió Manet con su lienzo. ¿Realista?, ¿impresionista?, ¿costumbrista...?  Sorprendente. Porque no hay en él ni unidad ni una composición coherente. Son personajes deslavazados, independientes, extrañamente relacionados entre ellos para interactuar en una misma escena emotiva. Lo que el pintor deseó fue hacer despertar las conciencias ante esa extraña mezcolanza compositiva, ya que ante la pobreza o la miseria no había motivo aún para obtener ninguna atención artística por entonces. Son seres desharrapados y marginados los que, ante la música de un viejo artista, se encuentran ahora vaticinados en aparecer solemnes entre la vaga composición de un frío escenario. La calidad plástica de la obra es magistral: no se puede alcanzar mayor virtuosismo artístico con unos colores, unas formas o unos contrastes. Está todo perfecta, barroca y genialmente pintado. Pero, sin embargo, no están relacionados los personajes ni hay una narrativa conjunta que exprese alguna realidad. Pero es esto precisamente lo que hace a la obra una creación sublime. Manet fue un pintor que enlazó siempre tradición con modernidad, y la modernidad no era por entonces ir contra la tradición sino sublimarla. 

Fue la primera ocasión que el Arte tuvo para que los que observaran la obra se preguntaran, ¿qué es eso?, ¿qué nos quiere transmitir, aparte de alguna belleza? Porque la belleza de las cosas representadas está ahí, sin embargo. Si aislamos cada uno de los personajes podríamos hacer pequeñas obras maestras con ellos... Pero, ¿y juntos?, ¿qué conseguimos hacer sino sorprendernos? Hay como una apatía en ellos, que aparecen ahí solícitos por escuchar o ser escuchado. Están por algo más, probablemente: no tienen otro sitio a donde ir...  Y esta particularidad, solo insinuada, es una lección magistral del pintor sobre la terrible realidad social de aquellos años. Todos los personajes están definidos en el papel contingente de un momento sin grandeza. Todos, salvo uno. El viejo músico es el único que mira fijamente al espectador, al pintor y a nosotros. Él es el que nos comunica, con gesto amable, que hay algo que no puede transmitir ni con la música. Por eso se detiene, se gira y nos mira cómplice para compartir esta sorpresa. Para ese momento histórico la modernidad artística era eso: componer algo sin demasiado o ningún sentido. El Realismo estaba entonces en su esplendor, eran escenas crudas, o no, que expresaban las cosas como eran en la realidad social y física. Manet admiraba la pintura naturalista del barroco español, esas obras que aunaban belleza, fugacidad y cierto extravío artístico. Perplejidad, más bien, podría ser la palabra para describir mejor esas geniales escenas barrocas que chocaban entonces -siglo XVII- por su belleza, su sorpresa y su narración social. Porque los personajes de Velázquez, por ejemplo, no criticaban nada ni denunciaban nada, solo sorprendían al estar retratados tan lejos y tan cerca de la Belleza...

Aquí sucede lo mismo con Manet y su obra. Ya no se podía ir más allá para alcanzar la belleza (el perfilamiento y la calidad técnica de Manet fueron muy elogiables) y tampoco se podía ir más allá para, con belleza, alcanzar a denunciar la miseria. Manet no desea abandonar la Belleza ni su sutileza heroica para conseguir llegar a las conciencias. Tal como hicieron los pintores barrocos españoles, aunque entonces no existiera aún la conciencia... Pero ahora, a mediados del siglo XIX, el mundo comenzaba a tener conciencia, y por eso Manet quiebra la composición en aras de llegar a provocar una reacción en la gente. No hay relación entre los personajes porque el pintor desea expresar eso mismo, la realidad de una sociedad insolidaria, insensible, deslavazada y perversa. Por ejemplo expresando que nada puede hacer que la realidad social cambie, ni siquiera con la música. Ni siquiera con la belleza. La soledad de los personajes está resaltada además por sus posiciones aisladas, inconexas, desorientadas.  En la composición artística no hay sentido ni grandeza. Sólo la ternura artificiosa de uno de los niños representa, tal vez, la esperanza en un mundo diferente. Todos excepto el viejo músico tienen la mirada perdida, abstraída, inexistente en una expresión débil o diluida. Porque no hay fluidez, pero tampoco hay desgarro, no hay compulsión, no hay desahogo, no hay suspiro, ni siquiera vergüenza. Sólo una vaga mera sensación entre los rostros por escuchar, solícitos, la alejada, silenciosa y nunca acabada melodía... 

(Óleo El viejo músico, 1862, del pintor francés Manet, Galería Nacional de Arte, Washington D.C.)

16 de septiembre de 2019

Un Rococó hispano desconocido por la ingratitud de los acontecimientos.



Hubo un periodo histórico en España que favorecería, por su bonanza política, social y cultural, el sentido estético más elogioso del Rococó. Y hubo un pintor español desconocido que brilló efímeramente, al igual que ese mismo periodo, en aquel estilo desenfadado, colorido, armónico y festivo del siglo XVIII. José Camarón Bonanat (1731-1803) alcanzó la brumosa gloria efímera de los pintores de talento que, sin embargo, no forzaron sus virtudes estéticas para ir más allá de una corrección artística en el desagradecido mundo del Arte. Cuando el rey Carlos III consiguiera la mayor placidez histórica en su reino, la serena, pacífica e ingenua década de los ochenta (1780-1788) habría traído a España, por ejemplo, la paz con el poder otomano, con Gran Bretaña y con Orán, la creación del Banco Nacional de San Carlos y la declaración del ennoblecimiento del trabajo frente a antiguas tradiciones hidalgas. Y en ese mundo tranquilo, próspero y refinado el estilo rococó de Camarón Bonanat fue desapercibido por las incongruencias estilísticas de Europa. En Arte el oportunismo temporal es providencial y, a finales del siglo XVIII, el Rococó no fue una inversión cultural que prosperase frente a lo moderno que representó el Romanticismo. ¿Cómo desarrollar entonces un modo de pintar que ya no tendría demasiado sentido? Pero, sin embargo, el Rococó hispano de José Camarón fue algo extraordinario. Prueba de ello son estas dos obras. Compuestas en  el año 1785, las dos glosan el carácter festivo de un escenario natural, galante y sofisticado. ¿Era muestra de un momento social que podía prosperar en una sociedad por entonces tan atrasada? Lo era. Fue eso, la muestra, el modelo, la ocasión, algo que duraría tan poco como el tiempo que medió al fallecimiento del rey Carlos (1788), a los conflictos con la Francia republicana (1793) y a las alianzas bélicas nefastas con el Directorio francés (1796).

Pero durante el año 1785 todavía se creía que el mundo era un lugar maravilloso, donde prosperar, bailar o gozar al amparo de una sociedad que, aunque tímidamente, confiaba en su destino. El pintor valenciano se inspiró y compuso dos obras con un acabado y un colorido extraordinarios. Parejas en un parque y Una romería forman un conjunto artístico rococó no visto antes en España. Fue el pintor francés Watteau quien, mucho antes, había expresado con su Arte novedoso (inicios del siglo XVIII) maravillosas creaciones galantes en bellos paisajes naturales. Pero entonces era su momento y Watteau pasó a la historia del Arte encumbrado por la belleza y sutileza de su Rococó magistral. Camarón lo haría mucho más tarde y solo alcanzó a refinar una tendencia que en España no consiguió mucha preeminencia. Tal vez por el triunfo de un Neoclasicismo más acorde con la grandeza y la sobriedad hispanas. Sin embargo Camarón, a pesar de su desubicada y laxa intención estética, consiguió realizar creaciones merecedoras de ser consideradas obras maestras de un tipo de Rococó hispano muy fugaz. Una romería es una bella imagen con una composición original y un colorido muy elaborado. El baile de la pareja principal consigue equilibrar el conjunto con una sutilidad y armonía extraordinarias. Es como una aparición teatral al más refinado estilo dieciochesco. Apenas son mirados por los demás personajes, ejemplo premonitorio de lo que el Rococó hispano, y especialmente el suyo, haría de la pintura de Camarón una momentánea brisa deslucida. 

En su obra Parejas en un parque el pintor español compone una escena contemporánea y mitológica. Aquí la cultura, la leyenda, el mito y la elegancia de la época articulan una escenografía parecida a  la anterior obra. Bajo una estatua clásica de Venus y Cupido unos personajes manifiestan sus alegres, galantes o melancólicas vivencias. No hay diferencias sociales en la obra, se muestran damas o señoras de alta clase con majos o majas (clase más baja) donde aparecen juntos en un mismo escenario vital. Al igual que la pintura veneciana de aquel siglo, las referencias eróticas las sublima el pintor con la escultura desnuda de la diosa romana. Lo original de esta obra asombra con alardes decorativos o con la composición de una dama sentada que gira su torso elegantemente, y sus piernas cruzadas y su pie derecho destacarán además en la escena galante. Las tonalidades, la fuerza de sus colores, hacen brillar elogiosos los dos lienzos bajo las sutilezas cromáticas de azules, ocres, verdes o rosas... ¿Hay un Rococó mejor conseguido en España? No lo creo, pero, como toda creación malograda por la crueldad del tiempo, de la agonía social o de la falta de seguidores y escuela, pasaría a la historia sin reconocimiento alguno, sin ninguna grandeza y sin arraigar una forma o moda consolidada en España. El pintor acabaría su vida apenas empezar el siglo que deslumbraría su obra. Para ese momento, incluso antes, la fuerza romántica y revolucionaria de Goya arrasaría cualquier otra intención artística. Las obras de Camarón, guarecidas en colecciones privadas durante dos siglos, pasarían el fulgor de la admiración artística sin un mínimo reconocimiento. Pero ahora, sin embargo, sí podemos hacerlo gracias al Museo del Prado, a la tecnología y a su difusión extraordinaria. Sea este un pequeño homenaje a aquel alarde malogrado y a su extraordinaria belleza estética... tan diluida.

(Óleos Una romería y Parejas en un parque, ambas obras del año 1785, del pintor rococó José Camarón Bonanat, Museo del Prado, Madrid.)

6 de septiembre de 2019

El Arte para serlo o es emoción desgarrada y sobrecogedora o es otra cosa distinta.



Para admirar una pintura solo bastará un observador sensible y motivado, pero para que la iconografía de una obra de Arte nos cause gran impresión en nuestro ánimo, llevado ahora por la fuerza de algo apenas ahí representado, pero sublime, es necesario que eso que no existe aún manifestado nos haga preguntar, subyugado: ¿qué sucederá? Toda representación o es una contingencia banal de una escena definida y terminada o es la sobrevenida sensación especial de un incierto momento anticipado. Ambas son susceptibles de ser representadas en una imagen permanente bajo la estética fijada de un momento resaltable. Pero el momento sin avance contenido en la escena retratada solo es la escena estéticamente banal por su falta ahora de una emoción pasional, especial  o sobrecogida. Porque no estará intuida en la imagen terminada ninguna sensación subsiguiente, ninguna que suponga así una escena necesaria luego, esa de que se transforme después en otra cosa diferente. Se transforme, de existir una escena subsiguiente, en algo necesario o suficiente para comprender ahora su sentido, insinuado apenas antes en aquella abierta imagen de algo meramente transmisible.

El Arte o es emoción sobrecogida o es un apaño de imagen retratada sin ninguna sensación que la proyecte. El Arte necesitará proyección, avanzar así en la imaginación de un observador que, ahora, mirará subyugado por la sensación de ver solo una parte temporal de algo aún sin desarrollar en la escena artística. Y eso sin desarrollar es lo que nos hace valorar una imagen, sin embargo, estéticamente argumentada. Cuando el pintor Alexandre Cabanel quiso expresar la fuerza de la pasión más inevitable ante cualquier otra emoción humana en nada parecida, compuso una escena mitológica tan arrebatadora como confusa. Pero para hacer de la obra una pintura sublime que llevase el apelativo de Arte, entendió el creador francés que la sublimidad solo era posible si la escena representaba el momento de un avance y no la expresión finalizada de una admiración sin tránsito, sin sorpresa o sin sentido  ulterior tan necesario. Es el suspense del Arte, algo muy valorado en la estética de todas las tendencias artísticas. Es lo que marcará una diferencia. Porque no toda pintura es Arte, pero todo Arte puede ser una gran pintura. Para comprender esa valoración subjetiva del Arte comparo ahora la obra de Cabanel con otra representación mitológica parecida. Pero, apenas parecida. El pintor Joseph-Désiré Court se inspiraría en la admiración clásica que un sátiro tuviese por la bella  visión de una ninfa acuática en su baño. La inspiración mitológica de ambos pintores franceses es la misma, pero Court no traspasaría la escena más allá de una afable visión terminada o finalizada por haberse cumplido ya ese efecto: contemplar la belleza de una ninfa que ahora aparece satisfecha; tanto la visión como la ninfa y la belleza.

En Cabanel es todo diferente. El fauno o sátiro está abrazando ahora en una escena sin final el cuerpo arrebatado de la ninfa, imbuida ésta además de un tránsito estético muy efusivo, largo y poderoso. No es algo terminado en su sentido ese tránsito estético, no es una escena agotada en sí misma, sino que traspasará el umbral artístico de un momento ahora sublimado. Del mismo modo podremos argumentar lo mismo ante la imagen de un paisaje artístico. El pintor Constant Troyon crearía en el año 1849 una escena de paisaje extraordinaria por plasmar ahora dos momentos en uno. Ante un paisaje sosegado, incluso espiritualmente acogedor por sus trazas de belleza y calma interior representadas, mostraría al fondo de la obra la tormenta más lejana y, a la vez, más inminente y desgarrada que con su belleza pudiera hacerlo. Pero, sin embargo, aún no se sabe ni se ve en la escena por los protagonistas de la obra. Ningún personaje es ahí consciente de ese momento estético tan sublimado. Tan solo el espectador de la obra, el mismo que ahora admira, sin distancia ni grandes hazañas estéticas, la grandeza subyacente y emotiva de una iconografía tan eterna. Porque es eternidad lo que estas creaciones inacabadas (no en lo estético sino en lo formal) llevarán siempre asociadas a la realidad artística propia de una obra pictórica abierta. No sucederá lo mismo con el maravilloso y bello, pero no sublime -no Arte en su acepción más desgarradora-, lienzo impresionista del pintor español Aureliano Beruete. El Puente de Alcántara es la bella imagen paralizada de una estética sin recorrido o sin avance, de una realización estética que, ahora, no nos producirá la sensación transitiva tan sublime de una obra como la de Troyon

Es por eso que el Arte para serlo verdaderamente o genera una emoción o genera una belleza. En el primer caso, con la emoción, el sentido sublime alcanzará además la mayor expresión y fuerza que el Arte pueda tener de una imagen en la interpretación tan sensible de un observador sobrecogido. En el otro caso solo la belleza congelada o fijada en el lienzo puede, si acaso, alcanzar a desvelar una mera admiración estética cerrada, como fuera la que sintiera el sátiro de Court ante la aparición de la hermosa e ingenua ninfa mitológica. En la vida sucederá lo mismo. Nada apasionará menos que la rápida comprensión de un momento ya agotado en su secuencia. Necesitaremos agenciar resquicios por donde poder hilvanar el hilo que mantenga, perenne, la admiración que nuestro espíritu inquieto requiera así para sobrevivir extasiado y sin miserias. Y en esa creación personal que consigamos idear en nuestra mente habrá mucho del propio Arte sublime que expongo en estas obras. Todo debería estar siempre abierto y transitable en nuestra mente insaciable de sucesos, aunque no haya más ahora que un mero gesto inacabado e inútil pero, sin embargo, muy poderoso, latente o emotivo. Los genios del Arte lo hicieron con la grandeza sublime de plasmar dos momentos en uno. Qué menos ya que, ahora, en nuestra alma desasosegada y anhelosa, pudiera así también combinarse esa misma intención en los instantes de alguna sensación tan pavorosa o tan definitiva, ese mismo momento tenebroso o cerrado que cualquier ser humano, a veces, pudiera llegar a tener en su secuencia existencial nada sorprendente, algo inquieta, agotada, o demasiado conocida. 

(Óleo del pintor Academicista francés Alexandre Cabanel, Ninfa y Fauno, 1860, Museo de Orsay, París; Cuadro Ninfa y Sátiro en el baño, 1824, del pintor Joseph-Désiré Court, Museo de Bellas Artes de Alenzón, Francia; Óleo La tormenta se acerca, 1849, del pintor francés Constant Troyon, National Gallery de Arte, EEUU; Obra impresionista del pintor español Aureliano Beruete, El puente de Alcántara, 1906, Hispanic Society, Nueva York.)

4 de septiembre de 2019

La semejanza de una inspiración solo tuvo su mismo momento artístico en los inicios del Barroco.



Fueron dos personalidades distintas, fueron dos creadores muy diferentes solo acompasados por el momento de la creación y de una raíz artística extraordinaria: la escuela de Venecia. En un caso, Doménico Tintoretto (1560-1635), por la fuerza poderosa de la formación veneciana de su propio padre, el gran Tintoretto; en el otro, El Greco (1541-1614), por la influencia veneciana que tuviera en sus inicios pictóricos en Italia. Pero, nada más. Uno es un pintor grandioso, original y absolutamente innovador y anticipado. El otro tan sólo un desconocido pintor veneciano a la sombra de un genio como su padre. Pero, en una ocasión, ambos pintores tuvieron una parecida inspiración contemporánea. Doménico (curiosamente el mismo nombre que El Greco) pintaría su Magdalena penitente en el año 1600 o 1602. El Greco compuso su San Jerónimo al final de su vida, en el año 1614. Un período artístico fascinante por el choque de dos enormes bloques telúricos del Arte: el Renacimiento y el Barroco. De la violencia de ese choque surgirían maravillosos creadores y grandes obras de Arte. Pero veamos la afortunada similitud de estas dos obras de Arte barrocas. Pero solo similitud casual, ya que, muy seguramente, El Greco no habría visto el lienzo de Doménico antes de componer su San Jerónimo (ni lógicamente después). Son ahora las semejanzas y las diferencias, pero, sobre todo, es una oportunidad para elogiar aún más la genialidad magistral de El Greco por un lado, un caso único en el Arte; y, por otro, la inspirada y exquisita obra de Doménico Tintoretto, una creación muy poco conocida de un pintor, al mismo tiempo, no muy conocido tampoco.

Desde el mismo ángulo superior izquierdo de ambos lienzos surge la luz espiritual que nutre la necesitada voracidad interior de ambos sagrados personajes. Para mayor similitud, los dos personajes pasaron a la leyenda sagrada como penitentes consagrados. Aquí están además ambos elevando ese mismo estado semejante místico para la mayor exaltación artística de su éxtasis penitencial. La grandeza de estos dos pintores, salvando las distancias artísticas entre ellos, es sublime al merecer la visión de una inspiración espiritual compuesta, sin embargo, en cada caso, por el gesto específico de su propio género. En la Magdalena la belleza es acentuada por la sagaz composición de un medio cuerpo compungido por el abrazo de sus manos ante el momento crítico de iluminación espiritual. En San Jerónimo la fuerza de la iconografía es representada ahora por la sorpresa que obliga al santo a girar su cuerpo enjuto y sin vigor hacia la poderosa luz sagrada. No hay ahí belleza más que en el conjunto de una composición extraordinaria. En la Magdalena, a cambio, es el gesto y su belleza, tan femenino como humano. En San Jerónimo es el Arte completamente el que brilla ahora, sin otra cosa más que sus fabulosos colores y formas innovadoras. Porque El Greco no necesitará nada más en su obra de Arte que las formas y los colores para representar la belleza genial más extraordinaria. No tiene más que inspirarse en el mismo punto de fuga y componer así, genuinamente, sus trazos originales y sus colores artísticos tan expresivos para hacer con todo ello una creación sublime. Doménico, a cambio, necesitará componer un escenario detallista y bello para completar así la misma inspiración artística espiritual.

Uno es mediocridad artística inspirada y completada gracias a una afortunada composición estilística espiritual. El otro es genialidad plástica en todos los sentidos creativos que puedan darse en una obra artística como esta. Coincidieron ambas obras en la inspiración espiritual y en el momento de la creación artística, inicios del Barroco. Coincidieron además en la composición y en la fuente de la exaltación de la mística sagrada de los dos santos penitentes. Pero, nada más. Uno es una bella realización de la Magdalena en un momento naturalista de éxtasis espiritual. El otro es una obra maestra de Arte. El Greco hace muchísimo más con menos. Dómenico exagera y centra en exceso lo que una mirada exoftálmica completa sin mucho acorde estético elogioso. Aquí la inspiración y la composición consiguen lo que el detalle y los elementos iconográficos sustraen sin complejos al acabado final. Aun así, la obra Magdalena penitente es interesante por la verosimilitud de un gesto auténtico de misticismo espiritual muy humano y realista. Es el Barroco con sus promesas iniciales de tendencia rupturista de un estilo alejado del mundo como lo fueran el Manierismo o el Renacimiento. Pero nos sirve ahora también para valorar, comparativamente, el magnífico fenómeno estético y artístico que supuso El Greco. En su obra San Jerónimo las formas se subordinan aquí al conjunto estético general. No hay nada que pueda hacernos ahora elogiar los posibles elementos, separadamente, en que se compone la obra final. Sólo el conjunto es posible aquí de traducir en lo artístico consiguiendo finalmente un resultado plástico maravilloso, algo inconcebible en el Arte si no hubiese existido el Manierismo. Porque en el Manierismo fue el todo lo único elogioso siempre, frente a cada parte o elemento compositivo sin definición, por sí misma, clásica valorable. El Greco es un pintor manierista pero, al final de su vida, obtuvo un sentido colorista que le acercaría al Barroco más expresivo. Aquí, en las formas es un pintor manierista, en el color es uno barroco. Por eso esta pintura del santo anacoreta es un ejemplo extraordinario del resultado de aquel sismo tan maravilloso que supuso el paso del Arte del siglo XVI al XVII, o sea, de las formas al color, de las partes clásicas al conjunto estético más elaborado.

(Óleo Magdalena penitente, 1600, del pintor Doménico Tintoretto, Museos Capitolinos, Roma; Obra San Jerónimo, 1610-1614, El Greco, National Gallery de Arte, EEUU.)

22 de agosto de 2019

Los estertores de la decadencia clásica no le impidieron una vez brillar con belleza.



No era ya la época de la recreación más clásica de un paisaje mitológico con tal belleza. Los grandes iconos clásicos de mítica belleza habían sido culminados mucho antes. Ahora, en el año 1858, la pintura buscaba en el realismo no solo la armonía acorde con las formas sino con las costumbres, las ideas o las semblanzas de una sociedad que vivía, sufría o padecía como lo hacía ahora y no como habían imaginado antes sus poetas clásicos. Los pintores en el siglo XIX dejaron la mitología como modelo para buscar cosas más cercanas o mundanas y no los relatos que elogiaban el ideal de belleza legendaria. Ahora no era evolución seguir creando lo que se había creado antes. ¿Qué valor podría obtenerse por expresar las mismas formas, gestos, distancias, proporciones y belleza de antes? Aun así debemos recordar el gran aporte en formación clásica que la Academia española de Bellas Artes de San Fernando hiciera durante el siglo XIX. Uno de sus alumnos lo fue el pintor Francisco Reigón (1840-1884), que marcharía pensionado a Roma por la Academia donde realizaría en el año 1858 su obra Diana en el baño. Al pronto, cuando vemos la obra, nos retrotraeremos al Renacimiento o al Neoclasicismo del siglo XVIII, cuando las obras clásicas brillaban poderosas. 

Pero no era el momento ya de pintar una obra así, ni tiempo de competir con la grandiosidad de siglos tan clásicos, donde las diosas y sus ninfas brillaban desnudas al fragor de un paisaje equilibrado y legendario. Pero el joven pintor se atrevió a realizar en el año 1858 una escena decadente, manida, compuesta y rebuscada. En la reseña de la obra en el museo del Prado se dice: es una inspiración ecléctica en sus formas humanas retratadas, consiguiendo el pintor elaborar cuerpos propios de la estatuaria clásica griega de la antigüedad así como de los clásicos italianos del Barroco o del renacentista Tiziano. Se elogiaba su composición y acabado en las formas y en su colorido, pero no tanto en el paisaje, al que le hacían acreedor de algunos defectos de tonalidad excesiva. La obra tiene dos aspectos básicos, las figuras humanas desnudas y el paisaje de un bosque verdecido, un paraje lacustre o la lejana cordillera agreste bajo un cielo gris-azulado. En el paisaje del bosque verdecido presentimos ciertas innovaciones para comprender que lo que ahora vemos es una obra contemporánea y no renacentista o barroca. También la figura desnuda de algunas ninfas nos alejan de un estilo clásico. La composición es elogiosa porque no es fácil situar tantos cuerpos desnudos en una obra y mantener un equilibrio.  Una razón es porque cada una de esas figuras está diseñada independientemente, ninguna está relacionada con otras de un modo claro, solo ofrecen ahora su propio gesto personal para ser inmortalizado en su belleza.

El pintor español fue más prolífico en realizar miniaturas, pequeñas pinturas donde el retrato era más minucioso que el paisaje. Pero los detalles en esas obras pequeñas debían perfilarse más para ser admirados con belleza. Sin embargo, las miniaturas tienen la curiosidad de que no todas las figuras son perfiladas en detalle. Y es así que también aquí lo hiciera, a pesar de ser una obra de tamaño normal. La diosa Diana, sentada sobre una túnica azul, brilla en la obra con todo el esplendor de sus bellas formas desnudas. Pero detrás de ella tres ninfas de perfil desdibujan ahora sus contornos faciales. Son unas figuras arcaicas de belleza clásica. No así las que, inclinadas o sentadas, representan ahora  un desnudo más contemporáneo. Todas ellas, pero más la que a la derecha muestra de pie su hierática figura neoclásica, expresan el conjunto equilibrado de una composición perfecta. En Pintura no es fácil componer todos los elementos con armoniosidad. Aquí todas las figuras, a pesar de su número, son precisas para mantener el equilibrio de una composición elogiosa. Las tres figuras separadas de la derecha son necesarias para admirar todo el conjunto completo. Pero además el paisaje es muy necesario para ofrecer la profundidad y el fondo requeridos en una escena como esta. 

Nada que miremos en la obra de Francisco Reigón nos puede ofrecer otra cosa que esplendor elogioso de belleza. Porque está representada además toda la historia del Arte. Está la sutilidad de las figuras clásicas antiguas, la composición magistral renacentista, la voluptuosidad atrevida del Barroco, la posición gestual neoclásica y la perspectiva profunda de un paisaje romántico. Algunas figuras nos miran incluso, detalle estético que solo la modernidad podría hacer así. La obra es a la vez un homenaje y una recreación. Un homenaje al clasicismo elogioso de composición y belleza y una recreación por ser compuesta en una época realista, la autosatisfecha y vanidosa época de los grandes referentes de la civilización del siglo XIX. Recuerdo y nostalgia, aunque también dominio de las formas y una composición más actualizada. Porque para entonces se habían llegado a componer ya las más elaboradas formas y conjuntos de la historia. Todo eso pronto se acabaría, toda aquella forma de pintar se acabaría pronto para siempre. El joven pintor español lo sabría y  quiso hacerlo con parte de lo que había y parte de lo nuevo. Con honestidad artística para poder crear belleza y avanzar a la vez.  Y para eso solo habría una manera de hacerlo elogiosa: elaborar una pintura dejando fluir elementos como si de un universo imperfecto, pero lleno de belleza, pudiera componerse ahora sin complejos, reservas ni nostalgias.

(Óleo Diana en el baño, 1858, del pintor español Francisco Reigón, Museo del Prado, Madrid.)


15 de agosto de 2019

La maldad representada gracias al contraste y la excelencia artísticas.



Existe una obra de Arte atribuida a Goya en el museo Metropolitan de Nueva York sin mucha seguridad. Se titula Majas en el balcón y está fechada sobre 1810. Existe otra versión parecida, en una colección privada suiza, donde no existe, sin embargo, ninguna duda sobre la autoría de Goya. Porque no es exactamente la misma configuración de perfiles, gestos, miradas y expresiones las que disponen ambas obras de Arte. La supuestamente apócrifa del Metropolitan es más sugestiva, sin embargo, para desarrollar ahora una reflexión sobre la maldad humana. ¿Cómo representar la maldad donde la belleza y la serenidad son elementos de su composición? Por mucho que busquemos, es difícil encontrar una representación de la maldad en una obra sujeta a criterios de estilismo y belleza clásicos. Salvando la controversia de si es o no es de Goya, estaremos de acuerdo que su estilo o características estéticas se aprecian en esta obra. No es esta controversia lo que deseo plasmar en la entrada sino que, gracias a la afortunada composición y acabado artístico, aspiro a describir la maldad que se desliza sutilmente  en el cuadro.

La maldad ha sido analizada por pensadores a lo largo de la historia. Algunos ofrecen la tesis de que el mundo no dispone de otra cosa que de una función, errónea a veces, necesaria para desarrollar la vida en el universo. Que es el ser humano quien detenta la causa que origina cualquier alteración maléfica en el mundo. Otros filósofos, particularmente Schopenhauer, decían que era al revés, que el mundo era una obsesión universal compuesta de un deseo irrefrenable de manejar las criaturas a su antojo, donde el ser humano no es más que una víctima de este despropósito omnipotente. La realidad es que el concepto victimista y victimario existe siempre en cualquier caso. En un caso es el mundo y en otro es el hombre. De hecho, la maldad solo es posible como concepto si existe su opuesto, ya que lo contrario no sería maldad sino necesidad o función natural, y poco sentido tendría el victimismo en este caso, ya que nada de víctima tiene, por ejemplo, la tierra encharcada y devastada por un río que, ahora, se lleva impasible toda vida por delante. Por tanto, la maldad humana es la única maldad que podemos entender. Aunque existe también un sentido general de maldad, porque no afecta solo a unos miembros contra otros, sino al propio ser humano individualmente consigo mismo cuando, por ejemplo, se aviene a sufrir por cosas ajenas a los demás, como es la muerte, el destino fatal o la propia conciencia de ser o existir. 

La obra Majas en el balcón del Metropolitan (sea de Goya o no) representa, sin embargo, la antropología más estética de la maldad que haya visto en una obra de Arte. Porque la maldad en el Arte no es exactamente latrocinio en acción, que lo es, por supuesto, pero, a efectos de representación, no lo es tanto. Me explico. Las obras de Arte donde la violencia se describe expresamente (Rubens y sus dinámicas violentas por ejemplo) es un reflejo de maldad, pero no es la maldad misma de modo abstracto. Cualquier gesto o acción maléfica que se exprese activa en una representación artística hace lo mismo: manifestar la maldad en un caso concreto de violencia realizada. Ahí la maldad es evidente y explícita. Para definir mejor la maldad es idónea la maldad como sentido o hecho existente antes de que se produzca (lo que, a mi juicio, es el sentido más espantoso de maldad). Y esta obra de Arte de estilo goyesco lo expresa de un modo magistral, lúcido y clarificador. Porque la maldad nunca está menos embozada que cuando parece no agredir, maltratar o ejecutar sus deseos. Porque la verdad, la belleza, la bondad o la ingenuidad serena de un ser desposeído de fiereza (la víctima), no podrá evitar la sombra poderosa de la amenaza sesgada más terrorífica. En esta obra de Arte se perciben ambas manifestaciones. Por un lado, la belleza natural en los rostros no amenazados ni turbados por ninguna sensación ajena a su naturaleza inocente. Son figuras (las majas) amables, coloridas, transparentes en el reflejo de su belleza interior. En ellas vemos la mirada serena, confiada y segura. Aunque no se dirijan a nosotros, aunque parezcan inexpresivas, esas miradas están vibrando interiormente desde la más absoluta sensación de inocencia.

Luego están las figuras oscuras cuyos gestos ocultos o parciales expresan justo lo contrario. Son ahora la amenaza, son el sentido de lo que la maldad representa como concepto flagrante. También banal por no responder a ningún propósito grandioso, a ningún propósito que no sea la absoluta perfidia egoísta y desgarrada de algún sentido de necesidad universal que la propague. La obra no tiene más que las cuatro figuras y la reja del balcón que subyace a las víctimas. Hasta esta reja dispone de una interpretación metafísica sublime: estamos aprisionados entre los barrotes que nos impiden huir y una amenaza detrás que no conocemos. Sin embargo la obra es, como todas las grandes obras, una manifestación de esperanza. Sobrecogida, pero de esperanza. Porque la maldad está representada como un mero símbolo estético. Lo que el autor -el que sea- más plasmaría en su obra fue la sensación, no la materialización, de la maldad. No vemos la maldad más que en un sentido subjetivo. No sabemos nada más. Lo que sigue, nunca lo sabremos. De hecho, pueden nuestros sentidos percibir cualquier otra cosa además de amenaza. Porque la maldad que no viene de afuera sino de nuestra percepción subjetiva, no es más que otra forma de maldad que el ser también padece. En este caso, por ejemplo, la amenaza estaría en el interior catastrófico de un sentido imaginario. 

Pero ahora es el sentido de maldad humano el que brota en esta obra. Está descrito en las miradas. En los dos planos de la obra, en el de los embozados que miran decididos y en el de sus víctimas, las bellas majas que no miran a nada, metáfora sublime de la inocencia, que no objetiva mirada en otra cosa más que en su natural bondad. Es el interés malicioso lo que ahora viene a ser representado en esta maldad: o existe o no existe. Y en esta obra el creador consigue expresar una sensación: la mirada de los embozados encierra un interés malicioso. Una maldad que aún no se ha realizado, que solo se representa vagamente, banalmente, tangencialmente. No hay maldad ahí, solo una amenaza que, sin embargo, no tiene otra significación futura más que maldad. Esta tiene un sentido egoísta, taimado y vil, algo que el universo o la naturaleza no contienen en ningún caso. Sólo el ser humano. Y su génesis es tan misteriosa como la propia representación que ahora vemos. Porque esto podría ser solo la percepción subjetiva de una interpretación artística. Pero puede no serlo. Como la maldad...  Esta solo es humana en lo cruel de una realización decidida. Es la libertad de ejecutarla no la sensación de sentirla. Para representar la maldad humana deben existir ambas esferas participadas en la maldad. Esta es la conclusión de una sensación humana maldita, que, para que exista, debe también existir la bondad más confiada, inocente y sincera de la vida.

(Óleo Majas en el balcón, alrededor de 1810, atribuida a Goya, Museo Metropolitan de Nueva York.)

1 de agosto de 2019

El pudor estético de los grandes, o cuando la mirada delata una sensibilidad sublime.



De todos los pudores a los que el ser humano se expone, el estético es tal vez el menos comprendido. ¿Es un gesto calculado ocultar la mirada? En los autorretratos los pintores buscarían siempre eternizarse ellos con la maestría genial de su talento artístico. Pero, cuando Van Gogh quiso componer un retrato siguiendo las nuevas modas plásticas de Francia -el Neoimpresionismo-, al no disponer de capacidad para poder contratar a un modelo, se autorretrataría él mismo, aunque ahora no con el gesto de un orgullo vanidoso, algo más propio de esas composiciones estéticas, sino con todo lo contrario...  El pintor malogrado -faltaban aún tres años para acabar su vida- no debería sentirse con el ánimo existencial muy alto y se dibujaría entonces la mirada más inclinada y huidiza. Sin embargo, consiguió con ello expresar todavía más de lo que, inicialmente, tal vez se propuso... Cuando Rembrandt comenzara su obsesión por el autorretrato, ya en su juventud, en el año 1628, pintaría uno sublime. Fue el único autorretrato pudoroso que llevase a cabo de los muchos que el pintor barroco hiciera en su vida. En su autorretrato su mirada está ahora oculta, no sus ojos, para obtener así el efecto necesario de luces y sombras que conseguirá con su personal obra maestra. Pero, a diferencia de Van Gogh, Rembrandt sí mira ahora al observador; sus ojos nos están mirando, aunque no lo veamos muy bien casi. Se oculta así tras un maravilloso claroscuro intrigante. Es posiblemente esto lo que diferencie ahora, entre otras cosas, a esos dos genios del Arte: uno intrigante, otro displicente... Para Van Gogh, sin embargo, no fue una intriga, un desvío o efecto artístico el que lo hiciera así. Reflejaba, como siempre hiciera en su obra, el sentido más expresivo de un sentimiento. En Rembrandt es otra cosa, es el juego dialéctico con el observador, es la intriga o el desenvolvimiento estético más ingenioso.

Cada obra maestra  plasma siempre el paradigma o modelo estético del momento histórico que vive su creador. En Van Gogh manejando los trazos modernos de un Neoimpresionismo avasallador. En Rembrandt con el juego de sombras y luces de su claroscura época barroca. En ambos utilizando la sensibilidad más sublime: o con él mismo, en el caso de Van Gogh; o con el espectador, en el caso de Rembrandt. En los dos casos la individualidad del autorretrato llega a niveles de una sublimidad extraordinaria. El pintor barroco es llevado a expresar un cierto pudor, uno ahora sesgado en su obra, uno que nos llevará a sentir la fuerza de la conciencia humana más personal o introspectiva, de la individualidad más corporal o representativa. En Van Gogh, sin embargo, su genio artístico nos lleva a otra cosa, a la expresividad más sentida de un sentimiento personal o existencial muy profundo. En éste veremos la inanidad del mundo,  reflejada ahora en una mirada sin dirección ni sentido. Esa misma inanidad que empezaría a sentir el creador postimpresionista en sus últimos años, y que no pudiera evitar siquiera en una experimentación estética como fue la de pintar con trazos modernistas un retrato muy humano. En los dos casos expresan autenticidad y un reflejo de personalidad individual, cosas que consiguen reflejar así un sentido de universalidad existencial; universalidad tanto para la displicencia como para el misterio, tanto para la angustia como para el engaño. 

¿Obtuvieron los dos genios un perfil psicológico universal para con una expresión personal tan humana? En una de las dos situaciones, la angustia y el engaño, se puede transmutar ahora la expresión humana sin menoscabar el sentido final de lo buscado. Porque el engaño es una forma de ocultación del temor, del pudor que pueda sobrevenir ante un desvelamiento personal determinado. Pero, también, al contrario, cuando ahora el pudor no sea más que una forma de angustia interior que es difícil de trasladar a lo estético: entonces se ocultará magistralmente tras una maravillosa utilización de claros y oscuros... El Arte vino a salvar personalmente a los dos pintores. Con una genialidad plástica soberbia, consiguieron ambos creadores componer sus propios sentimientos reflejando un casual retrato artístico. ¿Casual? ¿Hay casualidad en el Arte? Nunca. Por esto mismo es mayor el milagro estético de poder componer autorretratos geniales. Porque hay que pintar bien, pero, también confesarse... Y, ¿quién es capaz de hacer ambas cosas sin desfallecer? Con sus obras en general nos acercaron los dos maestros a entender la vida y sus misterios, pero, con sus autorretratos llegaron mucho más allá: consiguieron mostrarnos su propia vida y sus propios misterios. ¿No son una aliteración estética a veces los autorretratos? En el caso de estos dos genios del Arte nunca, porque siempre descubriremos, a cada nueva visión, algo diferente en sus autorretratos. Sobre todo, conseguirán expresarnos la mejor imagen individual del ser humano en general, con sus miedos o con sus engaños; pero, también, además, de todos nosotros como individuos, de todos y de cada uno de nosotros mismos... sin saberlo.

(Óleo Autorretrato, 1887, Van Gogh; Óleo Autorretrato, 1628, Rembrandt, ambas obras en el Rijksmuseum de Ámsterdam, Holanda.) 

24 de julio de 2019

De sentir a pensar, de emocionar a racionalizar, de sublimar a liberalizar, así se cambió de pintar hace doscientos años.



Hay tres momentos trascendentales en el Arte, tres situaciones temporales en la historia que modificaron absolutamente la forma de expresión artística. El Renacimiento fue la primera, un periodo situado a finales del siglo XV; el Arte Moderno fue la última, un periodo situado a comienzos del siglo XX. Pero hubo otro momento decisivo, el segundo momento trascendental, que coincide con el Romanticismo y se sitúa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Fue un momento muy interesante porque no rompió nada o no revolucionó nada, realmente, en la forma de pintar, como sí hiciera el Arte Moderno o el Renacimiento con sus antecesores. Entonces sucedió que fue el modo no la forma, fue el talante artístico no el concepto, fue el pensamiento no la manera de expresarlo, fue el sentido no el fin plástico. Y no fue el fin porque el Arte seguiría planteamientos clásicos nada evolucionados plásticamente. Pero el sentido de crear algo expresivo o de comunicar algo diferente con lo más intangible fue lo que, verdaderamente, se transformaría en los albores del siglo XIX. El Romanticismo fue solo el disparadero, ya que éste generaría diversos herederos creativos en otras tendencias o maneras de expresar las cosas, algo que variaba de cómo se había hecho antes. El pintor británico George Richmond (1809-1896) es un ejemplo curioso y representativo de esa etapa artística. Completamente fascinado por su maestro romántico William Blake, seguiría ahora el movimiento Los Antiguos. Esta tendencia estuvo formada por seguidores del arte arcaico y espiritual de Blake. Miraban al pasado para componer ahora sus obras no como en el Renacimiento o en el Barroco sino de otra forma distinta. El motivo era el mismo pero la forma era totalmente diferente.

Cuando se había alcanzado ya el dominio del color más perfecto, de la forma más maravillosa que el clasicismo barroco había conseguido en el Arte, luego, en el momento que el Romanticismo revolucionara el Arte para siempre, los creadores necesitaron expresar las cosas de otro modo. El trasfondo era el mismo y las historias eran las mismas; es más, la historia pasada era buscada y necesitada para expresar las mismas cosas pero ahora de forma distinta. Cuando George Richmond quiso componer la leyenda evangélica de la mujer samaritana no duda en hacerlo justo de un modo opuesto a como se había hecho antes. Pero, sin embargo, el escenario era el mismo: la Samaria palestina bíblica de la época de Jesús. El mismo que el Arte había compuesto siempre de esa parábola sagrada. Jesús se dirige a Galilea desde Judea y debe pasar por la región de Samaria, un lugar poco ortodoxo en la religión hebrea de entonces. Tiene sed y ve de pronto una mujer en un pozo. Al pedirle agua se sorprende de que un judío ortodoxo (Jesús era un rabí judío) se dirija a ella, judía heterodoxa. Jesús aprovecha para ofrecerle ahora el agua espiritual de una sed que ella ignora. Cuando los pintores clásicos del Renacimiento o el Barroco compusieran obras parecidas mostraban siempre el carácter tradicionalmente sagrado de un momento como ese. El Guercino (1591-1666) crearía en el año 1640 su óleo Jesús y la mujer samaritana con los perfiles correctos de su clasicismo barroco. La perfección en el diseño de la obra, en el celaje, en los vestidos plisados, en las miradas, en los objetos, en el brocado del pozo marginal y perfecto. El ademán de Jesús, dirigido a ella ahora es el tradicional en la figura sagrada: muestra su mano derecha con su dedo índice hacia arriba indicando así el mundo trascendente que puede calmar la sed necesitada.

Es esa la representación paradigmática de la expresión clásica de una forma comprensible de salvación espiritual expresada en una obra. La receptora del mensaje está ahora escuchando, sorprendida y temerosa, el sentido trascendente. Sorprendida porque no lo espera de un judío; temerosa porque comprende que debe ser la verdad ahora lo que escucha. Menos de doscientos años después, en el año 1828, el pintor George Richmond compone su obra Cristo y la mujer de Samaria. Basado en el mismo capítulo de Juan evangelista, sin embargo el pintor británico crea una imagen donde la metáfora es transformada sutilmente. El pasado se reivindicaba ahora con todo lo que suponía de verdad y de autenticidad, pero se mostraría a su vez de otra forma el mensaje o la metáfora. Jesús se humaniza más en su postura, está más relajado y sentado además frente al hierático semblante de la anterior figura en pie de El Guercino. La samaritana está ahora ensimismada, pensando más que escuchando, racionalizando más que emocionando, lo que se le transmite sereno. Su figura contrasta absolutamente con la barroca de antes, ahora no lleva ella una jarra ni nada en su regazo, hasta descubre el pintor uno de sus senos bellamente. ¡Qué audacia para una imagen tan representativa de lo sagrado! Pero es que esa fue la revolución que se llevaría en el Arte por entonces: se pasaría de emocionar con los colores a racionalizar con la forma. La obra de Richmond parece incluso más arcaica que la de El Guercino, con esos rasgos medievalistas tan antiguos. Pero era en lo único que eran antiguos, en los rasgos, porque en todo lo demás consiguieron expresar entonces las cosas de una forma completamente avanzada. Hasta la mano de Jesús en la obra del año 1828 se pinta dirigida también, como entonces. Ahora su dedo índice de su mano derecha está pintado, como entonces, para señalar algo claramente. Pero ahora no como en la obra barroca, hacia el cielo, sino justo lo contrario, hacia la tierra, hacia un suelo donde ahora transita el agua que da vida al mundo. 

(Óleo Cristo y la mujer de Samaria, 1828, George Richmond, Museo Tate Gallery, Londres; Cuadro Jesús y la mujer samaritana, 1640, El Guercino, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

18 de julio de 2019

Todo Arte es una forma de dominar el mundo o con el espanto o con la belleza.



No solo el Arte es un espejo donde mirarnos..., es, sobre todo, un escudo a través del cual dominaremos dos cosas que nos abrumarán de forma impenitente: la belleza y el espanto. Estas dos emociones radicales, porque las sentiremos o anhelaremos profundamente, nos acompañarán desde el nacimiento hasta la muerte. Son solo esas dos, ninguna más realmente. Todas las demás emociones son una derivación de esas dos, o en un sentido atractivo o en uno repulsivo. Pero, no necesariamente irá asociada una a un sentido y otra a otro. No, porque hay seres que sentirán algo parecido a la belleza con lo mismo que, para otros, será también la repulsión. Sin embargo, esencialmente, la belleza no es nunca rechazada así como la repulsión no es nunca aceptada. Pero son como las dos caras de una misma moneda existencial. Y es que la belleza esconde un misterio parecido, si no el mismo, a la imagen del espanto. Ese misterio es tan primigenio que hunde sus raíces en el inicio del ser humano como especie inteligente en el mundo. Antes de eso no sería un misterio sino solo supervivencia, lo que es por ejemplo para los animales irracionales. Fue al advenimiento de la capacidad de abstraer, de recordar, de asociar, o de desear, cuando el espanto acabaría convirtiéndose para el ser humano en un poderoso influjo parecido a la belleza. La leyenda griega nos cuenta la historia del héroe Perseo. Su madre Dánae y él deberán huir del reino de su abuelo. Entonces llegan a la isla de Sérifos y su tirano, Polidectes, acabará enamorado de la bella Dánae. El joven Perseo, abatido por el deseo lujurioso del tirano por su madre, le pide que si abandona su pasión le traerá la cabeza monstruosa más poderosa del mundo... Así comenzaría una de las aventuras más heroicas de la mitología, donde Perseo lograría dominar a la fiera más terrorífica, mortífera y espantosa del orbe griego. La gorgona Medusa tenía la muerte en su mirada, era imposible dominarla ya que, solo mirándola, cualquier ser acabaría petrificado para siempre. Su cabeza compendiaba lo peor que un monstruo pudiera tener de indeseable y espantoso. Sin embargo, su rostro era de apariencia femenina, de una dulce e inocente apariencia femenina. Para que un rostro así pudiera tener un efecto tan monstruoso debía ser entonces muy horrible: en vez de pelo tenía serpientes, en vez de dientes colmillos, en vez de lengua una garra oculta y despiadada. Para dominarla, Perseo, que sabría el efecto de su mirada, utilizaría su escudo como un espejo, enfrentándose ahora de lado, sin mirar nunca de frente a la hiriente y traicionera Medusa. En el año 1597 el pintor Caravaggio (1571-1610) pintaría en Roma para un encargo una rodela con la Cabeza de Medusa. Desde el imperio romano se había utilizado, esquemáticamente, la imagen de la Medusa como un emblema de protección castrense, pero Caravaggio compone a finales del siglo XVI un lienzo naturalista con el monstruoso y espantoso rostro legendario. Y es justo ese momento que elige el pintor para eternizar el instante macabro, cuando vemos a la Medusa sufrir el mismo espanto que ella siempre viera padecer...

Caravaggio dejaría dicho una vez: Toda imagen artística es la cabeza de Medusa. Podemos vencer el terror mediante la imagen del terror. Todo pintor es Perseo. Y es muy posible que antes que la belleza, fuese el espanto lo retratado o lo pintado o lo creado artísticamente en el mundo. Así, hasta que el espanto fuese convertido muy pronto en deseo de belleza, gracias a querer vencer ahora al miedo dominado ya por un buscado efecto apotropaico. Ya no se convertiría más la belleza en espanto ni el espanto en belleza. Así, la pintura pudo glosar desde entonces la belleza paralizada siempre en un instante álgido, alcanzando de ese modo su mayor cénit de esplendor estético. Cuando el pintor italiano Caravaggio crease su Medusa, el Arte estaba todavía en su mayor momento de elogio y alabanza clásicas. De hecho, supuso un rechazo la obra tan sangrienta de Caravaggio por entonces. ¿Cómo describir así, tan correctamente dibujada, la feroz silueta de la muerte? Siglos después, cuando el artista británico John William Godward (1861-1922) se decidiera a componer su Belleza Clásica, el decadentismo clásico de armonía y sutileza plástica que el pintor malogrado representara, acabaría por completo ya para siempre frente a un modernismo muy pujante y exento de belleza.

Para el pintor inglés, la belleza no le habría llevado finalmente sino a enfrentarse con la monstruosidad... (se suicidaría en su estudio londinense desolado por completo por no poder asumir la muerte de la belleza). Para el pintor italiano Caravaggio, sin embargo, el naturalismo grosero no lo habría llevado también sino a lo mismo (fallecería a consecuencia de las heridas infectadas por un arma blanca). Entonces, ¿es que las dos caras de la vida que más nos abruman no son sino una sola y misma cosa? ¿Es que la belleza no es más que un subterfugio para retrasar el espanto y poder así camuflarlo ante el mundo apenas mientras dure ahora algo su fragancia? Los pintores buscarán exorcizar con sus obras el espanto o porque les guste y lo quieran plasmar fascinados o porque lo rechacen y compongan así la belleza. Los que amamos la belleza no dejaremos de creer, sin embargo, en el espanto. Para eso debe existir la belleza, para poder sojuzgar la mirada aterradoramente aniquiladora de lo espantoso. Sin embargo, sojuzgar no es lo mismo que vencer. El terror seguirá subyacente bajo las armoniosas formas paralizadas de una bella imagen artística. Para vencerlo, como decía Caravaggio, tal vez sólo el mismo terror o su sentido sea capaz de conseguirlo. Pero, ¿qué sucederá entonces cuando el terror sea provocado justo por lo contrario, por no poder amar o mantener ya aquella sagrada belleza? Pues, para eso sería compuesta en el Arte la belleza, satisfecha y permanente solo por algunos seres colmados de eterna grandeza... Lo hicieron para poder mantener la fuerza de su pasión como un conjuro impenitente, para no dejar que la mirada de Medusa les anulase, impúdicamente, ante la necesidad tan imperiosa en el mundo de un breve y maravilloso instante de esplendor. 

(Óleo Belleza Clásica, finales del siglo XIX o comienzos del XX, del pintor John William Godward, Colección Privada, EEUU.; Rodela en óleo Cabeza de Medusa, 1597, del pintor barroco Caravaggio, Galería de los Uffizi, Florencia.)

11 de julio de 2019

La escisión imaginada entre un paisaje bello y una leyenda de poder, extravagancia y miseria.



Todas las cosas bellas nacen también de la deteriorada o malévola materia de la que están hechas las formas terrenales. Huimos a veces de la sordidez de lo que representan algunos conceptos universales en la memoria de la historia. Pero forman parte también de todo lo que brilla entre las perfumadas o calmadas aguas de un mundo inevitable. Porque la crítica a las cosas hirientes y crueles de  la vida ha de hacerse ante la misma materia humana de la que estamos hechos, a pesar de lo rechazable que suponga. Por eso universalizar la culpa solo hace alejarnos, como jueces envilecidos, de la observación meditada de las cosas. La responsabilidad es siempre personal y nunca podemos generalizar ni estigmatizar una colectividad, una historia o un paisaje global. El Arte tiene una virtualidad maravillosa, y es que es un espejo donde poder mirarnos individualmente junto a la objetividad concreta de lo criticable o de lo rechazable del mundo. Porque además utilizará la belleza para poder mejor alcanzar un mejor efecto especular de la crítica existencia. En el año 1831 el pintor romántico Turner expuso su obra Palacio y Puente de Calígula. ¿Ha habido una figura histórica antigua más detestable que Calígula? Representó durante siglos el peor ejemplo del comportamiento humano más infame. Así que, entonces, ¿cómo se le ocurrió a Turner, un pintor modelo de ser humano compasivo y amable, componer un paisaje romántico asociado a la maldad más inhumana en la historia?

Porque hasta The Times de aquel año 1831 se permitió publicar: es uno de los paisajes más bellos y magníficos que jamás se hayan concebido. Y era así, concebido no real, porque ese paisaje no existía verdaderamente en el mundo. Fue producto de la imaginación sustentada en la historia de lo que habría sido el paisaje legendario del narrado palacio de aquel cruel emperador. Desde la edad media todo ese complejo imperial situado en Bayas, frente a la bahía de Nápoles, fue deteriorado y hundido poco a poco en el agua. Desde el siglo I a.C. el lugar había sido desarrollado por los romanos como un espacio paradisíaco de retiro y diversión. Pero fue el emperador Calígula gracias a sus extravagantes proyectos quien haría famosa aquella bahía napolitana. Según una profecía que el joven Calígula habría conocido, sólo sería emperador si lograse sobrepasar la bahía de Baiae con sus caballos. Así que construiría un puente de barcos en la bahía con el cual un carro tirado por sus caballos pudo atravesarlo. Pero el pintor Turner compuso, además del palacio imperial, un sólido puente en la bahía mucho más romántico y definitivo que el rústico e imposible puente de barcas. Todo imaginado, pero todo perfectamente calculado. ¿Cómo representó eso, aquel símbolo imperial, en su propia época, siglo XIX, un momento tan alejado y distante en la historia? Componiendo una imagen alegórica de lo infame que ahora no existía en realidad. Porque Calígula no está, solo su puente y su palacio. Pero, sin embargo, tampoco esas cosas existieron en realidad, solo en la concepción imaginada, basada en leyendas, de un complejo imperial hundido hace siglos. 

Para componer un paisaje romántico tuvo el pintor que añadir elementos emotivos de belleza. Lo consigue en el extremo diagonal derecho de la imagen donde unos árboles brillan ahora junto a una pareja engalanada y sus cosas. Porque en el extremo diametral de la izquierda, donde aparece el palacio y el puente imaginados, están, a cambio, totalmente desdibujadas, empañadas o nebulosas, las ruinas imperiales de un pasado justificado solo por la compasión o la belleza. El pintor nos muestra la gloria del Arte y su belleza amparada por la devoción que el artista evoca de un lugar que para nada debe ahora ser asociado con el mal o su fiereza. Fue una semblanza histórica motivada por la decisión personal de un individuo deplorable, pero no es menos verdad que lo que ahora supone no es la crueldad o la maldad sino la consecuencia artificial y constructiva de un romántico ejemplo de belleza. Pero un ejemplo de belleza que el pintor aquí no manifiesta completamente. No solo porque no es la realidad, sino porque no la destacará más que como una vaga imagen soñadora de una deteriorada visión de un pasado de belleza. Está ahí para hacernos ver que eso que vemos no es Calígula ni lo que representa, sino la construcción de un pasado grandioso defenestrado por el sismo, el tiempo y la memoria. Pero a la vez Turner transforma el paisaje furibundo con el maravilloso aroma de un instante de esplendor estético. Es el momento y su belleza lo que  ahora primará en el sentido del cuadro. Esa belleza que participa de la representación inconsciente de una trágica historia. Pero que no es trágica ni es experiencia. Solo la responsabilidad personal de un ser humano concreto en la historia. Una historia conocida, difundida y utilizada ahora para componer un paisaje simbólico y romántico. Uno que es preciso y necesario para modelar un paisaje romántico. Pero, sólo eso. No para juzgar ni para condenar ni para generalizar un lugar o una historia. Sino solo ahora algo que, sin embargo, únicamente se sostiene aquí para permitir expresar, con él, una belleza.

(Óleo Palacio y Puente de Calígula, 1831, del pintor romántico inglés Turner, Tate Gallery de Londres.)

3 de julio de 2019

Entre el Impresionismo y el Realismo se deslizaría un atisbo de sensibilidad muy humana.



Cuando algunos pintores impresionistas quisieron expresar la realidad deformando solo la atmósfera del conjunto pero no los detalles, obtuvieron una semblanza casi románticamente realista en sus obras. Pero, además, otra cosa que esos díscolos impresionistas lograron fue dar un cariz más principal al ser humano que a cualquier otro asunto, fuese un paisaje u otras formas representadas de las cosas del mundo. En su inspirada visión del Palacio de Westminster el pintor italiano Giuseppe de Nittis (1846-1884) crearía una composición afortunada artística y socialmente. En dos planos adyacentes pero alejados privilegiaría la visión de unos hombres frente al extraordinario, ahora desdibujado por la niebla, relieve arquitectónico del gran palacio londinense. Y para no desentonar con el afamado sentido comercial de su obra artística lo titularía Palacio de Westminster, aunque de ese palacio solo veamos a lo lejos apenas unas afortunadas sombras fantasmagóricas. Sin embargo, las figuras de los hombres apoyados en el puente es tan realista y determinada como impresionista o fugaz es justo la contraria. Pero ahora los seres representados, que están observando todo menos la visión más conocida de ese paisaje, son los personajes menos favorecidos de la sociedad, para nada figuras aristocráticas o burguesas de aquella contrastada y dura época del mundo.

Porque estamos en el año 1878, el momento de mayor esplendor de la sociedad industrializada de entonces, cuando algunos seres humanos padecían sus efectos y, descoloridos en lo estético, formaban el decorado insustancial de una amalgama superflua para el sentido principal de cualquier escenario estéticamente relevante. Pero para entonces, cuando el pintor italiano viaja a Londres y compone su lienzo impresionista, lo transformaría todo con un sutil alarde muy emotivo e impactantemente plástico. Porque ahora le ofrece el color, el relieve y hasta el plano más principal de su composición a los seres humanos, no así a otra cosa representada en el cuadro. Hasta el estético sol, ocultado ahora entre las nubes, es insignificante aquí. Hasta la torre poderosa del conocido palacio londinense es irrelevante aquí. El pintor no la caracteriza sino como un simple esbozo o como un decorado sin fulgor ni perfilamiento destacable. Todo eso se lo dedicaría, sin embargo, a los seres humanos marginados, unos objetos estéticos banales que nunca antes habrían tenido tanto protagonismo figurativo frente a cualquier paisaje. El contraste es tan definido como el que las dos tendencias artísticas supondrían por entonces. El Realismo había sido ya encumbrado para cuando el Impresionismo triunfara, pocos años antes de componer de Nittis este cuadro. En el Realismo sí habían sido los seres humanos más desfavorecidos retratados claramente en sus obras. Pero el Realismo no emocionaría, sin embargo, estéticamente tanto como consiguiera luego hacer el Impresionismo. Pero esta última tendencia, a cambio, no situaría al ser humano muy destacado frente a una naturaleza troncal mucho más poderosa y evidente. 

Esa fue la especial sensibilidad y genialidad que lograría conseguir de Nittis en su obra. Tenía que vender el cuadro y además ofrecer el pintor la semblanza típica -la niebla londinense- del ambiente más conocido y emblemático de Londres, y tenía también que mostrar los rasgos característicos de un Impresionismo rompedor. Pero, aun así, el pintor incorporaría sutilmente en su obra un mensaje despiadado: que el mundo debía estar mucho más para los seres humanos y no éstos para aquél. Expresarlo entonces todo eso con belleza estética era algo muy complicado de hacer. O favorecías la belleza o destacabas la realidad. Si hacías una cosa tendrías más admiradores que compraran el cuadro, si hacías lo contrario te arriesgabas a no gustar ni venderlo. Pero, hacer ambas cosas en su obra fue el reto extraordinario de Giuseppe de Nittis. Sólo apenas un cuarto de la superficie del cuadro está expresando a los representantes de esa humanidad desfavorecida. El resto, la práctica totalidad del lienzo, es el paisaje nebuloso donde el Impresionismo mostraría sus virtudes estéticas. ¡Qué maravilloso cielo seccionado entre un desvaído sol y las nubes poderosas de la atmósfera londinense! Qué extraordinario murmullo visual el de las aguas de un río cuyos rasgos  difieren muy poco del resto del paisaje, como el Impresionismo además  preconizara con su novedosa técnica plástica. Fue todo un alarde de composición pictórica muy logrado y apreciado por entonces. Contrastes evanescentes, sombras débiles, siluetas mortecinas, paisaje desolador y colores  desplegados o atenuados por la espesa bruma. Todo ese virtuosismo estético fue muy conseguido en una obra de Arte que manipulaba el tiempo y el espacio para, con ellos, hacer ahora una cosa inédita: expresar socialmente el Impresionismo más humano en una obra de Arte. Porque la parte creativa de la obra, el escenario limitado del parapeto de un puente donde unos hombres se apoyan ahora sin deseos, sin admiración de ese paisaje  o  sin ninguna vinculación estética con éste, es justo lo que el creador más destacaría en su ambigua obra impresionista. Nada puede ser más relevante en una iconografía, sea impresionista o no, que la representación emotiva de un ser humano en su paisaje furibundo. No por ser una parte o elemento más de un decorado artístico, sino por ser el trasunto fundamental de la representación pictórica más emotiva de un cuadro. 

(Obra impresionista-realista del pintor italiano Giuseppe de Nittis, Palacio de Westminster, 1878, Colección privada.)

25 de junio de 2019

El Arte, como el universo, es una entidad desconocida, donde su verdad radical es imposible de conocer...



En Nápoles nació un pensador tan extraordinario que su desconocimiento popular no es más que una metáfora afirmativa de la realidad, profundamente misteriosa, de su propia filosofía metafísica. Giambattista Vico (1668-1744) decía que la única verdad que puede ser conocida radica en los resultados de la acción creadora de lo que sea (la verdad es el resultado de hacer, de crear, decía el filósofo). Se enfrentaría al racionalismo cartesiano, un pensamiento que marginaba la creatividad humana como forma de acercamiento a la verdad. Afirmó Vico que lo verdadero y el hecho (la obra, la producción creativa) coinciden, son lo mismo, acaban convirtiéndose lo uno en lo otro. Por eso decía que nada puede conocerse realmente ya que todo se está produciendo constantemente en el universo. Sólo Dios, afirmaba Vico, conocería la totalidad del mundo, porque es el autor o el creador de ese mismo mundo desconocido. En el Arte, un universo parecido al mundo, producido también por un autor, la verdad de lo que expresa una obra es, por consiguiente, absolutamente también desconocida para nadie. No podemos llegar a saber exactamente qué significado tiene una obra de Arte, qué sentido tiene o qué nos quiere transmitir. Salvo su creador.

Jenaro Pérez de Villaamil (1807-1854) fue un pintor del Romanticismo español, un creador muy característico de ese sentimiento mezcla de grandiosidad y misterio que en la primera mitad del siglo XIX tanto abundaría. En el año 1842 compone, desde la más absoluta creatividad imaginativa, es decir, desde la nada más inexistente (lo pinta en su estudio parisino), un paisaje fascinante por su modo tan extraño de poder interpretarse. ¿Qué paisaje es ése, tan difícilmente identificable a la realidad geográfica de un lugar existente en el mundo? No existe ese lugar representado, como no existe posibilidad alguna de comprender qué quiso transmitir el autor de la obra. El Romanticismo es una de las tendencias más misteriosas en el sentido iconográfico de acercamiento a la verdad. No hay verdad en el Romanticismo, solo sentimiento. Y así el pintor propone su universo pictórico y lo compone desde la creatividad más absoluta. Con su creación establecería Villaamil la verdad de lo que quiso hacer, hoy por hoy completamente imposible de conocer por nadie. En el Arte la creatividad y su misterio son inseparables de la visión subjetiva y personal de su autor. La diferencia con el mundo, que siempre se está haciendo, es que en el Arte su universo creativo está completamente finalizado, y, con él, el sentido de lo que quiso expresar su creador. Y si éste no está ya para poder explicarlo nunca se conocerá esa verdad. Sin embargo, ese misterio es una de las cualidades más interesantes que el Arte nos puede ofrecer. 

En su obra Paisaje oriental con ruinas clásicas, Villaamil plantea las condiciones románticas de una creación fantasiosa y emotiva. Porque tiene que ser irreal y debe producir un sentimiento su visionado. Irreal porque no existe, porque no es la recreación de algo existente. Es un escenario imaginado en su totalidad, aunque los elementos que lo componen tengan, sin embargo, alguna realidad. No es abstracción formal, es abstracción realista. ¿Por qué debe ser así? ¿Cuál es el motivo para conseguir ese efecto romántico tan deseado? La fascinación que producirá su visión misteriosa. Hay dos misterios siempre para fascinar en el Arte, uno exterior y otro interior. En el caso de la obra romántica de Villaamil existen los dos. El  interior es más imposible de descubrir todavía. Se apropia de parte de la composición de la obra para simular algo de materialidad que, por otra parte, es lógico que deba disponer una creación visual estética. El color brumoso y fantasmagórico es preciso para delimitar el espíritu romántico más indefinible, ese que, cercado por ocres dispersos, será reflejado en todo el escenario misterioso de la obra. Luego estará la dualidad estética, el contraste. Es sutil éste aquí porque no es un contraste verdaderamente, es ahora una dualidad. Porque no hay enfrentamiento ni oposición, lo que hay es sustancia formal (de aquella cosa aristotélica creadora, opuesta y complementaria a la materia), algo que debe ahora expresarse en un paisaje romántico. Por un lado está la construcción de la civilización, ahora en ruinas; por otro la naturaleza señalada, ahora minimizada en un pequeño pinar aislado entre lo agreste. Los seres humanos deben decidirse en esa dicotomía existencial: y eligen la vida. Porque ahora la vida está más entre la sombra de unos árboles que entre la derrumbada ruina de un templo clásico aparente, por muy bello o civilizado que haya sido antes. 

La belleza está dividida aquí. Al fondo el edificio construido por el talento creativo de los hombres mantiene una belleza dormida, desdibujada y alejada en la perspectiva aviesa romántica. La fuerza primorosa de los árboles y su frondosidad dispone aquí, sin embargo, de toda la belleza fabulosa de la naturaleza y de la creación artística. Pero los árboles no se acoplan ahora en un paisaje tan desértico como éste, como tampoco el templo clásico lo hace a pesar de su belleza. La irracionalidad del escenario es acorde a su irrealidad. ¿Qué sentido tiene un lugar tan desolado para albergar una civilización inexistente? ¿Qué sentido tiene un paisaje como este? Porque el encuadre aquí es el que es, y nada que no exista en la obra dispone de ninguna realidad estética. El pintor, como creador de su escenario romántico, expone un universo que se parece a la verdad, pero que no es la verdad. Con sus trazos y sus colores, con sus distancias, sus formas y su amplitud geográfica compuso el pintor su obra romántica totalmente desconocida. Sólo él y su Arte mantendrán el misterioso secreto de su sentido artístico. Nunca lo sabremos. Nunca alcanzaremos a saber lo que el creador quiso transmitirnos con belleza (lo único conocido) de lo que no acabaría acercándose nunca a ninguna verdad. 

(Óleo Paisaje oriental con ruinas clásicas, 1842, Jenaro Pérez de Villaamil, Museo del Romanticismo, Madrid.)

12 de junio de 2019

La culminación o el compendio del Arte llegó poco antes de la Revolución y el Romanticismo.



La evolución de la que ya no pudo más el Arte que reinventarse, acomodándose así a una transformación vertiginosa, se produjo poco antes de la Revolución francesa y del advenimiento del Romanticismo. Para ese momento la nómina de los pintores de la historia había conquistado ya el sublime Arte de componer la imagen grandiosa. Todo se habría logrado ya, por tanto nada se podría hacer ahora sin añadir algo más a su ingenio, además de la iconografía más conseguida y obtenida así en una obra de Arte. Salvo la emoción, o el sesgo sentimental, o el alarde social, añadidos ahora así por el artista...  Porque el siglo XVII y XVIII fueron la culminación por etapas de aquel extraordinario modo de pintar que surgió ya en el Renacimiento. Y para comprender mejor esto expongo aquí la pintura compuesta por un pintor francés en la segunda mitad del siglo XVIII, Un templo en ruinas. La fecha de la realización de la pintura no la he podido descubrir, pero es posible situarla entre 1770 y 1788, es decir, cuando el Neoclasicismo resurgía poderoso luego de un apaciguado y fallido modo de crear con el Rococó. Pero el Prerromanticismo también lo hacía. Lo que sucede es que en el Prerromanticismo se suelen meter muchas obras no del todo definidas por un estilo concreto y argumentado. El caso es que Pierre-Antoine Demachy (1723-1807) no ha pasado a la gran historia de la pintura porque nunca consiguió hacer más que o repetirse o poder llegar siquiera a emocionar con su extraordinario, sin embargo, Arte desubicado.

Pero en su obra Un templo en ruinas, sin embargo, estará todo el Arte de la historia. Está la belleza clásica más maravillosamente pintada; está el paisaje inspirador, apenas modelado por las aberturas de un templo ruinoso; está la celebración histórica de la cultura y la civilización grecorromanas; está la grandiosidad frente a unos seres humanos ahora empequeñecidos por la belleza... Está la composición perfecta y los claroscuros luminosos más conseguidos por una luz aquí dominada. El dominio sería, tal vez, la mejor palabra para describir la hazaña de este pintor: el dominio sobre la perspectiva, sobre la luz, sobre las formas, sobre la proporción, sobre el concurso racional del desequilibrio entre la fuerza nuclear de lo construido por el hombre y el hombre mismo. Ahora, aparecen esos mismos hombres aquí empequeñecidos ante la grandiosidad arquitectónica, aunque ruinosa, de una obra de Arte más que de una construcción habitable y sagrada. Sin embargo, el pintor no se ubicaba más allá de su saber artístico clásico. Aunque el Prerromanticismo era un hecho, este pintor no se definía aún como romántico. Por otro lado, el pintor francés vivía los momentos iniciales de la Revolución y, aunque no podemos saber la fecha de la obra, el preludio de un cambio social tan enorme como fue la Revolución francesa. ¿Estaría presagiado aquí ese cambio por las ruinas de un templo consagrado? Esta sería, de existir alguna, la única connotación anticipada en la pintura de lo que sería una transformación que llevaría a la ruina muchas de las sagradas construcciones -no solo artísticas- conseguidas en la cultura occidental. 

Luego de eso llegaría el Romanticismo, que acogería estas obras con un entorno emotivo y evanescente que transformaría por completo el Arte de pintar. Y triunfaría en la historia, a diferencia de otros estilos parecidos que no llegaron a consolidarse (como el caso de la pintura de Giovanni Battista Tiepolo). Y triunfaría porque el entorno emotivo fue impulsado además por poetas, filósofos y escritores, algo de lo que los pintores se aprovecharon maravillosamente. Y que llevaría el germen de la modernidad, apenas desarrollado. Y el Arte cambiaría ya por completo. Porque sería culminado con obras como esta de Demachy, donde la perfecta línea, la extraordinaria luminosidad frente al escenario, ahora en ruinas, construido por el hombre, habían conseguido llegar a su más logrado modo de ser representado. Pero la Revolución cambiaría todo eso, cambiaría así el sesgo ingenuo de los pintores clásicos: ahora el horror habría desfigurado la simple grandeza o la belleza en aras de un mundo diferente. Por eso el Romanticismo triunfaría también al amparo incongruente de una desazón existencial consecuente. Ahora ya no se pintaría con la sagrada perfección proporcional a las medidas o a las combinaciones clásicas más encumbradas de belleza. Porque luego, en el Romanticismo posterior a la obra de Demachy, la emotividad y el sentimiento añadieron así otras cosas para poder llegar a admirar ahora, por ejemplo, un paisaje sin nada, o una ruina, o un escenario construido y aposentado solo para el hombre.

(Óleo Un templo en ruinas, mediados del siglo XVIII, del pintor francés Pierre-Antoine Demachy, Colección Privada.)


5 de junio de 2019

Las libertades representativas del manierismo nórdico y su imaginación sorprendente.




Cuando el Manierismo estaba en su mayor apogeo, segunda mitad del siglo XVI, los pintores del norte de Europa (flamencos y holandeses) desarrollarían su peculiar manierismo nórdico. Cuando en el sur de Europa los temas más tratados en ese estilo eran religiosos, los pintores norteuropeos se inclinaron más por asuntos mitológicos o, los más moderados de ellos, por una temática antiguo-testamentaria donde las leyendas de la antigua Israel tan sensuales podían utilizarse sin arañar demasiado la sensibilidad puritana. El Segundo Libro de Samuel describe el momento en el que el rey David ve por primera vez la belleza de Betsabé: David se quedaría en Jerusalén. Una tarde el rey se levantó de su cama y se puso a pasear sobre la terraza de su palacio, vio entonces desde ahí a una mujer muy hermosa que se estaba bañando.  Este fragmento bíblico ocasionaría un motivo iconográfico fundamental en el Arte europeo: la alegoría más expresiva de la visión de la belleza, del Arte mismo. Porque el rey David mira ahora pero no es visto; desea ahora y acabará poseyendo lo mirado. Y esto es una fiel representación metafórica de lo que es cualquier admirador del Arte -de nosotros-  al experimentar lo mismo que el rey israelita sintiese en su ávida visión de una belleza.

Cornelis van Haarlem (1562-1638) es uno de los mejores pintores manieristas de la historia del Arte. Extraordinario seguidor de la escuela de Haarlem, pero también de la de Amberes, el lugar más frenético del Arte manierista del norte, mezcla por entonces tanto del estilo flamenco como del italiano. Los pintores norteuropeos fieles a esa tendencia simbiótica de estilos nunca desecharon los colores, las formas, la elegancia, la sensualidad ni la desenvoltura de los maestros italianos. Para cuando Cornelis pintase su obra Betsabé en su baño, el siglo XVI empezaba a declinar. En el año 1594 los pintores italianos comienzan a vislumbrar el naturalismo de Caravaggio y su fortaleza compositiva tan realista. Pero Cornelis sigue siendo un enamorado de la belleza sugerente así como de la belleza misteriosa más interiorizada o subjetiva. Para el pintor holandés el Arte no tiene razón de ser si lo que expone en sus obras es la representación más realista, cruda o explicitada de la vida. Aun de una mitología sagrada, aun de una historia consagrada por la transcripción textual de una enseñanza bíblica, fiel además a la deriva impenitente de lo más humano: el irrefrenable deseo pasional o sexual. Porque la pasión calculada del rey David (luego de ver a la esposa de Urías decide el rey poseerla pensando hacer desaparecer al marido) es una forma intelectualizada de deseo. Como lo es el Arte al fin y al cabo. También lo es acabar poseyendo esa belleza, porque el Arte es una forma de belleza que acabaremos aprehendiendo luego de mirarla deseoso. 

Trescientos años después, y algunas tendencias entre medias, Gérôme (1824-1904) compone en el año 1889 su lienzo Betsabé, pero, para entonces, lo hace el pintor francés con un manifestado y explicitado modo de hacerlo todo totalmente diferente y opuesto al de Cornelis van Haarlem. En la obra realista academicista de Jean León Gérôme la visión reflejada del mensaje bíblico es conforme a lo textual: el rey David está admirando desde su terraza el cuerpo desnudo de Betsabé mientras se baña junto a su sirvienta. Sólo el cielo los separa ahora con sus tornasolados trazos magistrales. Porque la pequeña y lejana figura de David y su objeto de deseo están en la línea de un punto de fuga tan erótico y manifiesto como la obra fija, sin secretos, todo su sentido erótico justificado. Pero en la pintura manierista no es esto así. En la obra manierista no hay línea de fuga erótica, pero, a cambio, sí hay misterio y suspense. Para los pintores como Cornelis la verdad explicitada de la realidad no es razón para plasmar belleza en un cuadro. La belleza es autónoma en el Manierismo, no dependerá de ninguna mirada directa, salvo la del espectador ajeno -fuera del cuadro-, es decir, de nosotros mismos. La belleza manierista no es ni exagerada ni desenvuelta, por tanto no es mirada ni atropellada (por otros personajes) claramente en el cuadro. Entonces, ¿cómo llevar a cabo una representación artística que se basa ahora precisamente en la utilización de la mirada como justificación? En la obra de Gèrôme el palacio de David está visible a la izquierda, y con él al rey David, que lo vislumbramos ahora sin error. Pero, ¿y en la obra de Cornelis, dónde está el rey israelita? Veremos el palacio de David, pero no a éste, al fondo de la obra en unos trazos ahora apenas en grisalla, demasiado lejos como para poder ver la belleza desde allí...

El Manierismo es la representación del Arte más puro jamás realizado. Arte donde lo intelectual y lo sensual se dan la mano sin ruptura, sin límites, sin fisuras, sin aditamentos extraños a una manifestación de belleza trascendente. Belleza material y sensual, pero que ahora irá más allá -que trasciende- de los referentes reales o más naturales de lo bello. Por eso en la obra manierista de Cornelis no vemos al rey David. Solo vemos un paisaje frondoso -el bosque acogedor simbólico de belleza inmaculada-, vemos los desnudos señalados o por el marfil más blanco y puro o por el azabache más negro y misterioso. También vemos un paisaje y fuentes estatuarias, pero, sin embargo, la ausencia imperceptible de un cielo, algo ahora que no vemos porque no es aquí la belleza... Betsabé está siendo lavada por dos personajes en Cornelis, cuando  en Gèrôme solo hay una sirvienta. En el Manierismo la belleza es compartida por todos los personajes posibles, no solo por el principal. En el Academicismo, a cambio, el personaje protagonista es solo lo importante. Es esto, disponer de dos sirvientas, otra libertad que se tomaría Cornelis para componer su obra, porque Betsabé no era más que la mujer de un mero soldado de Israel, no una gran señora. Sin embargo, el pintor manierista va más allá en su intelectual y bella tendencia metafórica. La belleza sugerida es acentuada en un simbólico triángulo de cuerpos alternados de belleza, un triángulo donde dos cuerpos blancos son realzados por el bello y exótico cuerpo negro de la sirvienta. Pero no bastaría esa belleza, porque ahora el cuerpo blanco de la mujer atendiendo al baño de Betsabé tiene una apariencia algo masculina. Todo un alarde misterioso y magistral para representar la presencia visual tan necesaria de aquella metáfora admirativa. Es este cuerpo aquí la representación de la figura transpuesta del rey David. Es esa representación que exigirá la imprescindible situación de un personaje en una obra cuya justificación solo tendría sentido si, para que exista una belleza observada, debería existir también un observador que la admirase...  Como en el Arte. 

(Óleo Betsabé en su baño, 1594, del pintor manierista Cornelis van Haarlem, Rijksmuseum, Ámsterdam; Cuadro del pintor academicista Jean León Gèrôme, Betsabé, 1889, Colección Privada)