21 de mayo de 2021

El Arte es una amalgama estética extraordinaria para acercar la verdad de la historia.


 

Cuando hace veinticinco años viajase por primera vez a México nunca pude imaginar entonces que otro sevillano, cinco siglos antes, había embarcado con rumbo a Nueva España para componer obras de Arte que yo luego, animado por mi pasión al Arte y la historia, comunicaría en un homenaje a este artista hispano de finales del siglo XVI y olvidado injustamente en la historia. Andrés de la Concha había nacido en Sevilla en el año 1540 y contratado tiempo después, en el año 1567, por el hacendado novohispano Gonzalo de las Casas para trasladarse a Santo Domingo de Yanhuitlán, población situada en el estado mexicano de Oaxaca,  para pintar algunas obras del nuevo Arte manierista. Allí, muchos años antes de nacer Andrés, los dominicos habían llegado desde España para evangelizar, enseñar, construir y patrocinar obras de Arte con la cultura europea más avanzada de entonces. Construyeron un templo-convento renacentista en Santo Domingo de Yanhuitlán, edificio que iniciaron en el año 1527, sólo seis años después de que Cortés alcanzara a conquistar la Gran Tenochtitlan, la enorme metrópolis capital del imperio azteca. El templo-convento dominico lo consiguen terminar, sin embargo, en el año 1580, cinco años después de que Andrés de la Concha finalizara los cuadros, retablos y maravillosas obras de Arte manierista por los que fue contratado. El pintor sevillano acabaría además falleciendo en el año 1612 en Nueva España, muy lejos de su ciudad natal. Su extraordinaria obra de Arte El Juicio Final, un óleo sobre tabla para el retablo principal del templo dominico, es una de esas obras maestras que, desgraciadamente, han pasado desapercibidas, desconocidas y marginadas tanto por la crítica, las guías artísticas o las reseñas publicitarias del Arte. Andrés de la Concha fue un pintor del Manierismo tardío sevillano, de gusto y estilo italiano pero de una maravillosa raigambre española, con una gran capacidad para el color y la composición artística. Los pintores sevillanos de la segunda mitad del siglo XVI recibieron influencia de los grandes maestros del Renacimiento italiano. En su obra El Juicio Final consigue el pintor expresar, con sensibilidad extraordinaria, la representación original de las almas de unos condenados al infierno junto a la mítica barca de Caronte; todo un reflejo artístico sublime de, por ejemplo, su admirado Miguel Ángel, que creó la misma representación estética en la famosa capilla Sixtina. Es de apreciar el hecho histórico, único en el mundo de los descubrimientos y la colonización europea, de que este Arte fuese realizado, en tierras tan lejanas y apenas descubiertas, por unos sensibles creadores sin prejuicios, sin sensaciones encontradas por tratarse de un mundo hostil aún por desarrollar, o, también, con unos intereses que no fuesen otros que crear un maravilloso Arte allá donde el mundo y la historia se los permitieran transmitir.

Miguel Mateo Maldonado y Cabrera nació en Antequera de Oaxaca en el año 1695 de padres desconocidos, siendo apadrinado por dos nativos mexicanos de origen mulato. Comenzó muy tarde a pintar, dedicándose sobre todo a la pintura religiosa, concretamente a la vida de la Virgen María, siendo un fervoroso aficionado a la representación de la Virgen de Guadalupe, a la que pintaría en varias ocasiones. En el año 1753 funda la primera Academia de Pintura de México. Se caracterizó como pintor más por la enorme cantidad de obras que compusiera que por la calidad de las mismas, algo que fue ocasionado, tal vez, por el hecho de no haber podido dedicar tiempo y esmero suficiente a su terminación. Escribiría un tratado de Arte, Maravilla americana y conjunto de raras maravillas, donde expuso su parecer sobre el reconocido y antiguo lienzo de la Virgen de Guadalupe, indicando las características del material artístico utilizado así como la técnica de la admirada obra sagrada. Al comenzar el culto a la virgen guadalupana se compusieron varios textos sobre su obra tanto en España como en México. En ellos se trataba de explicar la iconografía de la pintura así como su incierto origen. Uno de los historiadores novohispanos de mediados el siglo XVIII que se dedicaría al tema del origen y rasgos de la imagen guadalupana lo fue Mariano Fernández de Echeverría y Veytia. Nacido en Puebla, México, en el año 1718, fue un importante filósofo, escritor e historiador, descendiente de una antigua familia aristocrática española. Luego de terminar sus estudios de Derecho en México en el año 1737, se traslada a España y recorrería casi toda Europa y Palestina. Se le nombra Caballero de la Orden de Santiago. Más tarde, en el año 1747, se crea en Madrid una Academia que se denominaría "de los Curiosos". Fernández de Echevarría pronunció el discurso de apertura y pertenecería a dicha Academia hasta el año 1749. Fue gran viajero, visitando Marruecos y residiendo algún tiempo en la isla de Malta bajo la dirección del gran Maestre de la Orden de los Caballeros de Jerusalén. Al regresar a México se casa en Puebla con Josefa de Aróstegui Sánchez de la Peña, la cual es retratada en una obra de Arte que nos ha llegado deteriorada por los años y la desidia artística.

La labor cultural y la impronta de civilización que España llevó a cabo en América es incomparable con cualquier otra labor colonizadora europea parecida en toda la historia de la Humanidad. Cuando algunos políticos oportunistas y malintencionados critican la labor que la Corona española desarrolló en América, la única contestación posible que se puede hacer a esos personajes es la siguiente: alcancen a conocer la historia, la cultura y el Arte que entre los años 1500 y 1800 llevó a cabo España en una parte del mundo que nadie, ni antes ni después, fue capaz de igualar con tal grado de exquisitez, sensibilidad, belleza y sentido artístico. 

(Retrato de Josefa de Aróstegui, esposa de Mariano Fernández de Echeverría, siglo XVIII, autor desconocido, colección Privada; Óleo Inmaculada, 1751, del pintor Miguel Cabrera, Museo de América, Madrid; Lienzo La Virgen de Guadalupe, 1763, Miguel Cabrera, Museo de América, Madrid; Fotografía del Templo-Convento de Santo Domingo de Yanhuitlán, Oaxaca, México; Imagen escultórica Virgen de la Copacabana, 1617, del artista del virreinato del Perú Sebastián Acostopa Inca, Convento Madre de Dios, Sevilla, España; Fotografía del sepulcro de Juana de Zúñiga, esposa de Hernán Cortés, Convento Madre de Dios, Sevilla; Óleo sobre tabla El Juicio Final, 1575, del pintor Andrés de la Concha, Templo-Convento de Santo Domingo de Yanhuitlán, Oaxaca, México.)

18 de abril de 2021

Un Arte contemporáneo como reflejo espacial del dolor más individual y desesperado del mundo.



El Arte tiene resquicios innovadores por donde expresar casi siempre sus sentimientos estéticos. Cuando el Arte occidental comenzara su nueva senda en el Renacimiento, el único sentimiento viable por entonces para poder expresar aquel Arte que alumbraba poderoso fue el filosófico más clásico de la antigua Grecia. La Academia neoplatónica de Marsilio Fisino (1433-1499), creada en la Florencia de Leonardo da Vinci, aglutinaría ya una concepción filosófica platónica muy influyente para poder sostener así una estética revolucionaria novedosa como lo fue el Renacimiento, una creación artística extraordinaria nunca antes desarrollada ni vista de ese modo en el mundo. Por entonces la sociedad europea bascularía entre dos polos conceptuales estéticos muy opuestos: la belleza y la muerte. Una, la Belleza, culminada luego en el siglo XVI y basada en los planteamientos clásicos de la Grecia de Platón y de la estética posterior helenística tan primorosa. Otra, la Muerte, basada en el reflejo de la lucha por la supervivencia del ser humano en el mundo; pero no una lucha por la superación del individuo oprimido y vulnerable, sino más bien por la del más fuerte, la del más enérgico y poderoso. Los tiempos evolucionaron muy pronto en el Arte y la Iglesia Católica, en su concilio contrarreformista de Trento, fundamentaría los principios estéticos y éticos del siguiente siglo XVII. Así, el Barroco en el Arte triunfaría con la cercanía conceptual plástica, con el naturalismo preciosista y con la belleza sagrada o profana más excelsa y conseguida. El siglo de la Ilustración desacralizaría luego el mensaje estético y, ante la falta aún de sentimiento, volvería al renacer clásico estético más racional y predecible en el Arte. Sería el Romanticismo el que seguidamente destaparía el sentimiento, pero un sentimiento por entonces ajeno a la sociedad y profundamente arraigado en el individualismo personal más egoísta. Solo Goya alcanzaría a predecir un futuro estético muy diferente... El siglo XIX no sería acorde todavía en su reivindicación de una estética consecuente con el sentimiento más social de los humanos. Solo el Realismo Impresionista supo expresar el sentimiento con el fragor clásico de una estética consecuente. Y así hasta que el Arte Moderno pataleara con sus estridencias estéticas más extravagantes de comienzos del siglo XX. Pero, aun así los conflictos sociales de la primera mitad del siglo XX no pudieron ayudar al Arte a que expresara la verdadera esencia estética de aquella filosofía platónica de finales del renacentista siglo XV: articular la Belleza con algún tipo de sentimiento humano poderoso. Entonces era la muerte; ahora, en la encrucijada estética del siglo XXI, lo será la vida... Pero una vida que reivindique mejor el concepto estético como una nueva forma de sentimiento arraigado. Un nuevo sentimiento del hombre y de su destino en un mundo ya casi conquistado técnicamente en sus esencias reivindicativas necesarias, pero absolutamente ajeno y desolador aún en lo más íntimo y espiritual del ser humano y de sus misterios. Algo parecido a lo que aquella filosofía neoplatónica hubiese predicho cinco siglos antes, con su expresión excelsa en el Arte de la idea o el pensamiento hacia lo absoluto.

Sería el pintor impresionista Toulouse-Lautrec uno de los primeros creadores que transformarían la manera en la que el artista se acercaría al soporte físico de sus creaciones. Muchas de sus obras estaban situadas entre el boceto, el dibujo y la pintura. Aunque compuso muchos de sus óleos sobre cartón, el acabado de esos óleos no era el propio de un aceite sobre cartón. La razón era que el cartón que utilizaba Lautrec para sus obras estaba encolado. Aun así, no todos sus cartones fueron encolados para que el aceite no acabase absorbido por completo. Para el pintor impresionista el soporte era lo de menos. Utilizaría como soporte de sus pinturas madera, conglomerado, lino y hasta cortinas de prostíbulo francés. En la época de este pintor francés (1864-1901) se empezarían a utilizar en la creación de Arte técnicas industrializadas, como lo fueron las pinturas al óleo entubadas o las nuevas técnicas al pastel, la acuarela o el temple. Sería el temple realmente el soporte más utilizado por Lautrec para aplicar el óleo al cartón sin menoscabar ningún efecto plástico. Sin embargo, Toulouse-Lautrec utilizaría tanto la acuarela, el gouache, el óleo y el temple como una única técnica en sus obras impresionistas. Y esa única técnica, llamada mixta, acabaría funcionando muy bien en los albores del Arte Moderno más disruptivo de comienzos del siglo XX. El pintor Paul Klee (1879-1940) nacería en una familia de músicos alemanes. Así fue como en su infancia recibiría una de las mejores formaciones musicales del mundo. Sin embargo durante su adolescencia, en parte por la rebeldía propia de esa etapa personal y en parte porque para Klee la música de entonces (primera década del siglo XX) carecía de significado, decidiría dedicarse mejor a las artes plásticas. Trabajaría con óleo, acuarela, tinta y otros materiales combinándolos en un único trabajo estético. Sus obras expresaban poesía, música, ensoñación y hasta palabras... El Expresionismo nacería al mismo tiempo que su obra, donde Klee acabaría alternando el Surrealismo y la Abstracción. Pero no sería esa primera mitad del siglo XX la que retomaría el sentido reivindicador más inspirado de los efectos demoledores de la sociedad sobre el individuo. En la segunda mitad del siglo XX las filosofías moralistas, gregarias o sociales dejarían paso a una inspiración artística y filosófica que tendría al individuo desolado, tan solo al ser humano, como único sentido y como única determinación creativa o reivindicativa. 

El artista sevillano Álvarez-Ossorio Micheo es un ejemplo contemporáneo característico tanto de ese sentimiento renacentista como de esa reivindicación personal, esta misma que el expresionismo intentara en los albores del desesperado siglo XX. En esta pequeña muestra de su obra artística, observaremos la conquista, el sentimiento, la desolación, la fuga, el desvarío, la expresión, el acorde, la osadía y la armonía de unas formas imprecisas...  Es el resultado de todo un itinerario en el Arte que llevará a relacionar al individuo con su medio. No es posible la existencia sin una plataforma que la sostenga, del mismo modo que no es posible el Arte sin un soporte que lo exprese. Desde el Cubismo de Rivera y Picasso hasta el alarde anticipador de un genial Goya (en su obra desconcertante Perro semihundido), la obra artística de Micheo alcanzará una fascinación estética sorprendente. El mundo avanzará a veces sin consideraciones hacia lo que otros antes que nosotros tuvieron a bien entender como sentido. Pero, hay creadores, como es el caso de este artista sevillano, que han sido capaces de entrelazar vanguardia con tradición y hacerlo además sin alardes, sin pretensiones, sin confusiones tampoco. Con sentimiento. Con el mismo sentimiento que otros creadores antes que él expresaron como una forma de alarido estético impactante, poderoso, vibrante y esperanzador... Un grito expresivo que nos obligará a reflexionar sobre el sentido de la estética en un mundo que ha perdido ya todo referente con aquel sentido de Belleza de Ficino. Con una genialidad contemporánea original, pero, también, con los elementos estéticos de una expresión necesaria, Álvarez-Ossorio Micheo nos llevará al universo expresivo de la sutil y difícil relación de aquellos dos polos opuestos tan irreconciliables: el de la belleza y la muerte, o el de la belleza y la vida. Elegir uno u otro no es el sentido final del Arte. Por eso los artistas tan solo reflejarán el mundo, no harán nada con él. Un mundo que ellos, sin embargo, verán de una forma que siempre encerrará una pequeña, casi imperceptible, visión muy esperanzada, cálida y luminosa del mismo.

(Obras contemporáneas del artista José Luis Álvarez-Ossorio Micheo, año 2021, técnica mixta sobre cartón o papel: Calle Desolación; Desde la Atalaya; Sin Camino a Casa; Sector A9; Trazas en la Arena; La Huida; Colección Privada, Sevilla, España.)

4 de abril de 2021

El Arte, la historia y el amor acabarán relacionados en este mundo.


Fue el romano Plinio el viejo quien escribió sobre el unicornio por primera vez en el año 79 d.C., el mismo año que acabaría falleciendo como consecuencia de la erupción del volcán Vesubio. Plinio no se caracterizaba por su rigurosidad científica, dejándonos por ejemplo escrito esto: El unicornio es el animal feroz que más se resiste a su captura. Tiene el cuerpo de un caballo, la cabeza de un ciervo, las patas de un elefante, la cola de un jabalí y un solo cuerno negro de un metro de largo en medio de la frente. Su grito es un bramido demasiado profundo. Isidoro de Sevilla también  escribiría sobre el unicornio: Griego es el nombre de rinoceronte, que en latín viene a significar "un cuerno en la nariz". Se le conoce también como monóceros, es decir, unicornio, precisamente porque está dotado en medio de la frente de un solo cuerno de unos cuatro pies de longitud y tan afilado y fuerte que lanza por alto o perfora cualquier cosa que acometa. Es frecuente que trabe combate con los elefantes, a quienes derriba causándole una herida en el vientre. Es tan enorme la fuerza que tiene que no se deja capturar por cazador alguno; peroen cambio, según aseguran quienes han descrito la naturaleza de estos animales, se le coloca delante una joven doncella que se descubre su seno cuando lo ve aproximarse y el rinoceronte, perdiendo toda su ferocidad, reposa en él su cabeza y, de esta forma, adormecido, como un animal indefenso, es apresado por los cazadores. Es esta descripción, sin embargo, una metáfora extraordinaria sobre el amor. Se le relaciona, incluso, con Jesucristo, muerto también por una virgen... Así fue como el unicornio entraría en la leyenda cristiana occidental para describir la virginidad, la sumisión, el amor y la muerte. El Arte no podría dejar de lado esta fascinante metáfora del animal más extraño y fantástico que hubiera existido.

El Renacimiento resucitó la leyenda con las fragancias manieristas de los grandes pintores de finales del siglo XVI. Annibale Carracci, creador de la Escuela de Bolonia, sería contratado en el año 1595 por el cardenal Eduardo Farnesio para decorar el techo de su Camerino, una sala especial de su Palacio Farnesio en Roma. Este extraordinario palacio fue mandado construir en el año 1512 por su bisabuelo, el papa Paulo III, por entonces llamado cardenal Alejandro Farnesio. Cuando Eduardo encargó a Carracci el fresco de su palacio, el pintor boloñés llevaría consigo a su aprendiz Domenico Zampieri, conocido también como Domenichino (1581-1641). Carracci encargó entonces a Domenichino el fresco del gabinete del cardenal Eduardo Farnesio conocido como Camerino. En ese fresco Domenichino compuso su obra La virgen y el unicornio, una composición manierista de la leyenda de ese fabuloso animal fantástico, un ser mitológico que, tiernamente seducido, era acogido entre las faldas de una joven virgen. La belleza de la joven del fresco fue pronto asociada con la mujer más hermosa de Roma en tiempos del bisabuelo del cardenal. Giulia Farnesio fue la hermana de Alejandro Farnesio, que acabaría siendo luego el papa Paulo III. Esta mujer se casó muy joven con el conde Bassanello, señor de Bassanello. Este noble italiano no era físicamente muy agraciado, era estrábico y poco seguro de sí mismo. La belleza de Giulia fascinó, sin embargo, a otro poderoso de entonces, alguien que se acabaría fijando en ella inevitablemente, el papa Alejandro VI, el español Rodrigo Borgia. La hizo su amante hasta el año 1500, cuando Giulia tuviera ya para entonces demasiados años como para solazar el rubor amoroso de Rodrigo Borgia. Acabó falleciendo en Roma en la residencia de su hermano el cardenal en el año 1524, a los 50 años de edad. Diez años después Alejandro Farnesio se convertía en el papa Paulo III.

Este papa también tuvo su amante cuando fue cardenal en Roma. La identidad de la madre de su hija Constanza y sus hijos Pedro, Ranuccio y Pablo, fue desconocida durante mucho tiempo. Tiempo después, en una carta del escritor francés Rabelais a un obispo se mencionaba la identidad de la amante: una dama romana de la familia Ruffini.  Silvia Ruffini fue la amante del cardenal Alejandro Farnesio en los primeros años del siglo XVI. Un descendiente de su hijo Pedro, Octavio Farnesio, acabaría siendo duque de Parma y Piacenza. Este nieto de Paulo III se acabaría casando con Margarita de Austria y Parma, hija reconocida del emperador Carlos V de Alemania y su amante Johanna van der Gheynst. Fueron Octavio y Margarita comprometidos muy jóvenes, Margarita con dieciséis años y Octavio con quince. Ella no vería muy de su gusto al joven Farnesio, pero, cuando Octavio regresó herido de su participación en la española toma de Argel del año 1541, su desprecio de mujer se fue tornando poco a poco en un amor incondicional. Al fallecimiento de Octavio Farnesio en el año 1586 le sucedió su hijo Alejandro Farnesio, un general español que luchó en la famosa batalla de Lepanto, en Flandes y contra el poder francés en Europa. Se casó con la infanta María de Portugal y tuvieron en el año 1573 a ese cardenal que amaría tanto la belleza. Esto sucedió en aquellos años finales del manierismo romano y al advenimiento del Barroco, un estilo que apenas él llegaría a comprender, absolutamente seducido por los rasgos excelsos de una de las bellezas estéticas más extraordinarias que nunca jamás, ni antes ni después, se llegase a alumbrar en toda la historia del Arte occidental.

(Fresco La virgen y el unicornio, 1602, del pintor Domenichino, Palacio Farnesio, Roma; Detalle de un fresco del Palacio Farnesio, Historia de Ulises, Ulises y las sirenas, 1597, del pintor boloñés Annibale Carracci, Palacio Farnesio, Roma.)

20 de marzo de 2021

El tiempo, el paso de los siglos, salvará la verdad, revelará la historia.



La figura histórica de Santiago Antonio María de Liniers y Bremond es, seguramente, tan desconocida en España como en Argentina. Había nacido en Niort, antigua provincia francesa de Poitou, el 25 de julio del año 1753 en el seno de una familia de la nobleza vetusta. Las relaciones entre España y Francia se incrementaron a lo largo de ese siglo de cambios, enfrentamientos, sacudidas y desarraigos. El hecho de que la nueva dinastía española tuviese  orígenes franceses, fomentó la movilidad social entre los dos reinos. Hasta el punto de que, gracias a los acuerdos bilaterales tan fuertes entre ambos, los franceses que quisieran podían servir como militares en España con igualdad de derechos, servicios y honores que los nativos. Por razones más económicas que sentimentales, la verdad es siempre la verdad, Liniers se traslada a Cádiz en el año 1775 para ingresar en la Armada española. Al año siguiente se embarca rumbo al virreinato del Río de la Plata, que por entonces ni siquiera era oficialmente un virreinato. Tan sólo lo era de forma provisional, ya que no fue hasta octubre del año 1777 cuando el rey Carlos III ordena la creación de dicho virreinato, dando así gran importancia, que no tenía por entonces, a su capital la ciudad de Buenos Aires. De regreso a España dos años después participaría Liniers en septiembre del año 1782 en un ataque naval a Gibraltar, un asedio que no conseguiría más que llegar a un acuerdo con Gran Bretaña que trataría de salvar el conflicto con cesiones de sus posesiones en otras latitudes. Inglaterra ofrece a España la Florida americana, parte de Honduras y Campeche, así como la isla de Menorca (posesiones que estaban en poder de los ingleses luego de haberlas invadido años antes). Así fue como una parte de la península ibérica fue retenida por los ingleses a cambio de una isla que ya era española de antes. De nuevo embarca Santiago de Liniers al Río de la Plata en el año 1788, donde obtuvo a finales de 1796 el ascenso a capitán de navío de la Real Armada española. 

En octubre de 1804 una escuadra española procedente de América fue atacada, sin previa declaración de guerra, por una flota británica cerca de la costa portuguesa del Algarve. Como consecuencia España declara la guerra a Inglaterra el 14 de diciembre de 1804. Este hecho supuso la intervención y hostigamiento de los ingleses a ciertos enclaves americanos en poder de España. En el año 1806 una flota inglesa ocupa la ciudad de Buenos Aires. Fue entonces cuando Santiago de Liniers decide atacar la ciudad rioplatense, venciendo a los ingleses y obligando al autoproclamado gobernador británico de Buenos Aires, William Carr Beresford, a rendirse solo cuarenta y cinco días después. Luego de esta magnífica gesta, Liniers sería considerado un héroe por los ciudadanos de la capital del virreinato y nombrado Gobernador militar de la misma. En junio de 1807 la Real Audiencia de Buenos Aires, cumpliendo una Real orden, nombra a Liniers virrey interino ante la amenaza de otro asalto británico. Fue ascendido poco después por Carlos IV a Brigadier de la Real Armada española. Así hasta que Napoleón invadió España en el año 1808 y la autoproclamada Junta de Sevilla, el gobierno provisional de España en 1809, eleva a Liniers a Mariscal de Campo, un rango equivalente a vicealmirante de la Armada. Para este momento la Junta de Sevilla se enfrentaba en los campos españoles a los franceses y la nueva dinastía del rey francés José I de España. Tiempo después de la invasión francesa, en agosto del año 1808, recibe Liniers en Buenos Aires al enviado de Napoleón, marqués de Sassenay, el cual pretendía que el virreinato reconociera a José Bonaparte como rey de España. Liniers no quiso oficialmente reconocer nada, manteniéndose prudentemente neutral.

Pero ese gesto prudente le costaría a Liniers un revés en la historia. El general Elío, gobernador de Montevideo, la zona más oriental perteneciente al virreinato, convocaría una asamblea para crear una Junta de Gobierno que, si bien no declaraba independencia alguna, manifestaba el derecho de Montevideo de gobernarse a sí misma. La población de esa ciudad empezaría a gritar por las calles: "¡abajo Liniers, abajo el traidor, viva Elío! La invasión de España por los franceses convirtió a Liniers en personaje sospechoso por su origen francés. Mientras tanto en España, a principios del año 1809, el virrey Liniers fue nombrado conde de Buenos Aires por la Junta Suprema Gubernativa del Reino en nombre del retenido por Francia rey Fernando VII. El nombre del título de nobleza fue elegido por Liniers como reconocimiento a su pequeña patria adoptiva. Sin embargo, el cabildo o ayuntamiento de Buenos Aires se opuso a la utilización del nombre para dicho título, entre otras cosas porque ofendía los privilegios de la misma. Así que el título fue cambiado por el de conde de la Lealtad, algo que no desmerecía nada sino que, además, un título de nobleza nunca fue, probablemente, calificado con más tino. Pero los acontecimientos de la guerra de la Independencia en España fueron alterando la vida del virreinato argentino. La Junta Suprema Central nombra a otro virrey para marchar a Buenos Aires, Hidalgo de Cisneros. Cuando Liniers está preparándose para regresar a España a mediados del año 1810, le llega la noticia de la revolución argentina, una declaración que aprovechaba la inestabilidad de España para pedir la independencia del virreinato. El seis de agosto de 1810 Liniers es arrestado por el revolucionario argentino Ortiz de Ocampo. El veintiocho de julio la Junta revolucionaria de Buenos Aires decide fusilar al virrey. Sin embargo, Ocampo se negaría a cumplir dicha orden, él había sido compañero de armas de Liniers cuando ambos luchaban juntos contra los ingleses años antes. El 26 de agosto de 1810 fue fusilado, sin embargo, el virrey Santiago Antonio María de Liniers en Los Surgentes, al sudeste de la ciudad argentina de Córdoba. Luego de su asesinato, el revolucionario bonaerense Juan José Castelli ordena enterrar su cadáver en una oculta zanja al costado de una iglesia cordobesa.

En el año 1861, cincuenta años después de su entierro en la zanja de Los Surgentes, el segundo presidente de la República Argentina designa una comisión para localizar los restos de Liniers. Gracias a un anciano testigo fueron encontrados los restos semidesnudos y con los ojos picoteados por las aves. En la misma fosa se descubrieron suelas de botas, zapatos y botones de uniforme, uno de los cuales inscribía en su metal el relieve con la forma ostentosa de una corona real. Poco después se incineran los restos de Liniers y sus cenizas colocadas en una urna de caoba para ser llevadas a la iglesia principal de la ciudad de Rosario. En junio del año 1862 el cónsul español en Rosario expresa al gobierno argentino la satisfacción de su majestad por el homenaje tributado al antiguo virrey, uno de los españoles que sellaron con su sangre y vida la promesa sagrada de defender su patria. Solicita, además, que le entreguen los restos mortales para ser trasladados a España. Los restos de Liniers embarcan con destino a Cádiz donde fueron recibidos con honores y llevados a la ciudad de San Fernando para ser sepultados en el Panteón de Marinos Ilustres, donde reposan en la actualidad. 

 El escritor checo Milan Kundera escribió en su novela Los ignorantes (año 2000) una reseña basada en la historia triste del final de un patriota romántico islandés, el poeta Jonas Hallgrimsson (1807-1845). En su novela, Milan Kundera escribiría (resumidamente) lo siguiente en su capítulo 31:

Jonas Hallgrimsson fue un gran poeta romántico y un gran combatiente en favor de la independencia de Islandia. Islandia era entonces una colonia de Dinamarca y Hallgrimsson vivió sus últimos años en la ciudad de Copenhague. Un día, completamente borracho, Jonas cae escaleras abajo, se rompe una pierna, tuvo una infección, murió y fue enterrado en el cementerio de Copenhague en 1845. Cien años después, en 1944, se proclama la república de Islandia. En el año 1946 el alma del poeta visita en sueños a un rico industrial islandés y le dice: "Desde hace ciento y un años mis huesos yacen en el extranjero, en suelo enemigo. ¿No habrá llegado la hora de que regresen?".

El industrial patriota manda extraer del suelo enemigo los huesos del poeta y se los lleva a Islandia. Los ministros de la reciente república habían creado un cementerio para los grandes personajes de la patria; le quitan el poeta al industrial y lo entierran en el Panteón, que no contenía entonces más que la tumba de otro gran poeta (las pequeñas naciones rebosan de grandes poetas), Einar Benedktsson.

Todo el mundo se enteró luego de lo que no se había atrevido a confesar el industrial patriota; ante la tumba abierta de Copenhague, se había encontrado en un aprieto: el poeta había sido enterrado entre gente pobre, su tumba no llevaba nombre alguno, sólo un número, y el industrial patriota, ante aquellas calaveras amontonadas y entremezcladas no había sabido cuál elegir. En presencia de los severos e impacientes burócratas del cementerio no se atrevió a expresar sus dudas. De modo que lo que se había llevado a Islandia no era el poeta islandés sino un carnicero danés. 

En Islandia se quiso mantener en secreto este error. Pero en 1948 el indiscreto escritor Halldor Laxness divulga la patraña en una novela. ¿Qué hacer? Callar. De modo que los huesos de Hallgrimsson yacen a dos mil kilómetros de su Ítaca, en suelo enemigo, mientras el cuerpo del carnicero danés, que sin ser poeta era también un patriota, se encuentra desterrado en una isla glacial que no había despertado en él sino miedo y repugnancia.

Aun mantenida bajo secreto, la verdad provocó que no se enterrara a nadie más en el hermoso cementerio de Thingvellir, que sólo contiene dos ataúdes. Así, de entre todos los panteones del mundo, grotescos museos del orgullo, éste es el único capaz de conmovernos. Hace mucho tiempo su mujer le había contado a Josef esta historia,  les parecía graciosa y pensaban que de ella se desprendía una lección moral: a nadie le importa un comino adónde van a parar los huesos de un muerto...


(Retrato de Santiago de Liniers, pintor desconocido, 1812, Museo Naval de Madrid; Óleo sobre lienzo El paseo de Andalucía o La maja y los embozados, 1777, del pintor español Francisco de Goya, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

11 de marzo de 2021

El último Renacimiento en el Arte fue el romántico más sutil del clásico Ingres.


 El Renacimiento fue una revolución artística habida a finales del siglo XV por unos creadores que volvieron sus ojos al esplendor clásico expresado en la cumbre del Arte griego. Entonces comprendieron los artistas italianos que la belleza no podía ser representada de otra forma. Fue una conmoción. Y Leonardo da Vinci, por ejemplo, la llevaría a lo más sublime en la representación de una modelo retratada con su Mona Lisa. Era la mirada, la forma autónoma de una modelo que tenía vida propia y a la que el pintor, si acaso, solo daría forma artística siguiendo las normas estilísticas del clasicismo. Fue un renacer, pero, también, fue una revolución. El Arte nunca había conocido la combinación tan completa de imagen, sentido, idea, concepto y filosofía...  Así hasta llegar a definir una manera de pintar que atravesaría la historia y mantendría esa práctica pictórica incluso hasta el siglo XVIII y más allá. Es cierto que el Barroco y el Rococó fueron manifestaciones artísticas primorosas para expresar otras cosas más que corrección, pero, sin embargo, el clasicismo se mantendría incólume y necesario para llevar una emoción artística a una expresión visual determinada. Pero también fue cierto que en la segunda mitad del siglo XVIII unos pintores atrevidos transformaron la expresión por completo llevando la pintura a una estética más allá de una plástica forma clásica de expresión. Fueron los prerrománticos, creadores que rompieron las normas y avanzaron rápidamente en el sublime gesto artístico de la composición, de la temática, de la abstracción, de la ensoñación y hasta de lo fantástico. Henry Fuseli (1741-1825) fue un claro ejemplo de ese tipo de creador revolucionario. Pero la historia del Arte pasaría por encima de ellos con la convicción de que lo expresivo no podría cortar radicalmente con la Belleza. El Neoclasicismo lucharía por disponer el puesto eximio de gloria artística, y lo haría entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. El pintor francés David sería un representante decisivo para la consecución y posesión de la mejor pintura clásica de aquellos años. 

Un alumno suyo, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), copiaría su forma de pintar y llevaría a cabo retratos y obras históricas que ensalzarían la pintura clásica de su maestro. Pero los grandes creadores nunca se dejan llevar por la senda poderosa de sus antecesores. Ingres acabaría trastornado por la difícil posición de un artista cuando el mundo no admitiese otra forma que la clásica y correcta forma de pintar. Los retratos de Ingres fueron aclamados por su maravillosa expresión de belleza. Pero el pintor francés no acabaría de sentirse satisfecho. Y se arriesgaría Ingres al gusto del público, de la crítica y de sus maestros. Algo también, sin embargo, sucedía en el mundo del Arte por entonces que el pintor no pudo llegar a comprender del todo. Sólo sabría que la expresión de la belleza que buscaba tenía necesariamente que disponer de una distinción estética y revolucionaria, y eso a pesar del posible rechazo y de la incomprensión del mundo del Arte. ¿Qué fue lo que llevaría a un creador profundamente clásico a bordear una emoción romántica que apenas se vislumbraría aún en los lienzos más representativos de la segunda década del siglo XIX? La misma sensación que llevaría a Leonardo da Vinci, por ejemplo, a girar sus modelos perfectos con el sesgo grandioso de aquel Renacimiento. 

En su estudio de Roma compuso en 1806 el díscolo pintor una obra representativa de ese paso que fue el del Clasicismo al Romanticismo. Fue una revolución y un terremoto artísticos entre los cimientos arraigados de la creación pictórica. La reina de Nápoles de entonces, una hermana de Napoleón, Caroline Murat, le encargaría un desnudo de mujer con los mejores deseos de perfección clásica. Pero Ingres no pudo traicionar su sentido estético tan personal, ese que le llevaría a romper, apenas mínimamente, con el poderoso imperio clasicista de la época napoleónica. Su obra La gran Odalisca transformaría la estética clásica pero sin rasgar en exceso la forma aceptada de una belleza. Como sucediera en el Renacimiento con el Manierismo, alcanzaría Ingres a sublimar la belleza de una forma que acabaría siendo expresada por los inspirados efluvios de lo diferente... La modelo oriental de Ingres acabaría transformada, alterada, cambiada en sus dimensiones y rasgos por un impulso arrebatador de creación sublimada de belleza. El alargamiento de su espalda es tan evidente que la columna vertebral de la modelo dispone de tres vértebras más que la que una espalda humana contiene. ¿Rompería eso la belleza? ¿Llevaría la forma clásica de la mujer a alguna grotesca sensación chirriante? En absoluto. El genio de Ingres consiguió convertir una característica estética innovadora en una maravillosa forma de sublime belleza. Hasta el color lo matizaría con leves tonos ajenos a la grandiosidad establecida. También hasta su pintura revolucionaría un contraste, uno entre la perfecta dimensión de las formas de los objetos retratados con la manierista expresión de la modelo retratada. Con Ingres el mundo empezaría a comprender que la belleza no es exactamente la reproducción exacta y perfecta de la Naturaleza. Que la belleza humana, precisamente por ser humana, llevará siempre un rasgo diferenciador, un matiz peculiar, una imperfección, un cierto desequilibrio tan bello, excelso y arrebatador como el que una mirada enamorada experimentara al percibir los detalles, tan poco agraciados, de la propia belleza que ama.  


(Óleo neoclasicista y romántico del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Gran Odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)


19 de febrero de 2021

El aburrimiento humano fue salvado por otro aburrimiento: la creación nunca es incompatible con la vida.


Y creó Dios al hombre a imagen suya, a su propia semejanza lo creó, varón y mujer los creó... Así dice  en una parte del Génesis la leyenda que describe el misterio más grande de la humanidad. ¿Fue una creación o no lo fue? ¿Qué es una creación? Incluso una creación artística requiere de elementos previos no creados por su autor. Pero, sin embargo, es una creación. Y la diferencia entre un techo blanco, unos pigmentos y un pincel y la maravillosa Creación de Adán del extraordinario artista que fuera Miguel Ángel es abismal. No podemos obviar la prodigiosa peculiaridad ontológica que es la creación o el desarrollo del hombre. Aunque, la verdad, no es ningún dorado sortilegio muy especial todo lo que su ser representa. Porque su sentido irá desde la más oscura, alevosa, infame o taimada naturaleza hasta la más poderosa, noble, grandiosa o insigne forma de ser. La creación surgió de un aburrimiento, como casi todas las creaciones. Así debió ser probablemente la abstrusa particularidad de un suceso muy especial que transformó, totalmente, una parte del enorme universo poderoso tan incognoscible. Y así debió de ser la reflexión imaginada que, en algún momento de ese proceso indefinido, tuviese un posible metafísico creador:

"Estoy aburrido. Tengo y soy todo y, sin embargo, no consigo deshacerme de un pensamiento obsesivo que me ha surgido ahora de pronto. Es este: ¿cómo hacer para olvidarme de la terrible sensación de la satisfacción eterna, de la satisfacción permanente? Nunca había sentido que pudiera padecer algo así, de hecho nunca había sentido nada. La gravedad es desconocida para mí, lo que sucede es que, como lo sé todo, puedo llegar a entenderla aunque no participe de ella. Es por lo que no comprendo por qué ahora necesito experimentarla. Porque la gravedad es sentir cosas. Si yo no las siento, ¿cómo es posible que me abrume algo como el aburrimiento? Los universos se han producido o por error o por casualidad o por eliminación... Yo sólo mantenía mi propio deseo inicial. Esto es autónomo. Quiero decir, que se originan sin que mi voluntad consciente decida hacer nada. Es como una excrecencia. A veces los veo. No es que no los pueda ver y decida entonces hacerlo con alguno. Puedo verlos siempre. Lo que pasa es que los veo cuando quiero verlos. Cuando quiero es cuando percibo en detalle lo que sea. Pero son mundos tan aburridos. Esos universos no tienen nada que me haga disfrutar verdaderamente. Pero  es que tampoco me preocupa. No necesito disfrute como tampoco necesito gravedad. Pero me ha sucedido que en las percepciones de mi conciencia hay una rendija que se ha abierto lo bastante como para repensar en ellas. Esto antes no me había pasado nunca. Y en esa rendija pienso ahora absorbido por una nueva idea que me lleva a tener un sentido distinto de mí mismo. Y al sentir yo ahora, algo que antes no me sucedía porque no lo necesitaba, empiezo a no querer olvidar las percepciones. Pero estas son las mismas de siempre, porque todo es un gran maremágnum llevado por la necesidad cósmica. Cuando un mundo desaparece otro lo renueva. Van solos porque son así. Y el caso es que, por primera vez, estoy padeciendo un sentimiento inédito en mí. Estoy aburrido. No pensar es un privilegio máximo, es una prerrogativa mía que he tenido siempre. Por eso este nuevo acontecimiento me lleva a querer decidir lo que quiero. Cuando no pienso solo existo alimentado por la eternidad que fluye por mí como yo fluyo por ella. Es un estado de quietud eterna y serena inigualable. Los mundos son paisajes para mí, universos que combinan la placidez con el caos. Desde lejos, cuando los veo todos, son la perfecta maquinaria equidistante del centro que formo para ellos. Algunos mundos los preciso para ser asombrado a veces, otros no los necesito para nada. Pero el asombro siempre es el mismo.

Como ya he dicho, los mundos, los universos creados, son llevados por la necesidad, están obligados a ser lo que son de una manera deliberada. Yo los dejo así. Crecen y desaparecen por esa necesidad. No pienso en ello. Ahora lo hago por el acontecimiento que he sentido. Es por lo que sé que algunos son anteriores a otros. Esto me lleva también a pensar en el desarrollo del tiempo. Del tiempo, sin embargo, soy totalmente ajeno y extraño. Por lo mismo que en la necesidad, pienso ahora en él. Pero no me es posible comprenderlo más que como una característica de los mundos contingentes. Sin embargo, ahora que pienso, se me hace algo partícipe de mí, no por su determinación conmigo sino por sus efectos en los mundos que, a su vez, me asombran a mí. Pero este asombro es un juego de sorpresas cataclísmicas. Percibo cómo se desplazan y chocan entre ellos. Las explosiones son estocásticas y descubro sus destellos con deleite porque, pudiendo adivinarlas, dejo las marañas de mi sentido poderoso ajenas a la necesidad universal. Pero, pueden ustedes entenderlo, cuánta sorpresa necesitaría yo para aliviar una incapacidad inmensurable de asombro... No, no me es dado asombrarme con lo infinito ni con lo universal ni con lo poderoso. Porque todo eso soy yo. Esta sensación nueva y reflexiva me hace plantear cosas. Cuando se está sin pensar solo mantienes el sentido de la voluntad eterna de los mundos. Pero cuando piensas tienes tu propia voluntad. Es cuando haces que lo percibido sea reconocido como propio. Cuando solo ejerzo un poder absoluto, por no estar sujeto a contingencia ni a caos ni a dependencia ni a necesidad, no hay nada que hacer, no tengo nada que hacer. La perceptividad para mí es a elección. Las formas en que se percibe, también. Por eso dejo que sea siempre en diferido lo que no me interesa, que es la mayoría de las veces. Estando así, ensimismado en mis pensamientos, llegué a idear una creación diferente... La contingencia de los mundos era una forma de libertad, pero los mundos universales cataclísmicos no deciden desde una reflexión meditada sino desde una obligación necesaria. No hay reflexión si no hay pensamiento. Y entonces me sedujo... Era algo arriesgado hacer un mundo donde el pensamiento pudiera prosperar. Pero, no había lugar para la preocupación cósmica. Las fuerzas de la voluntad universal eran suficientes para controlar toda esa nueva creación especial. Quiero que se desarrolle según las mismas leyes de las cosas universales. Sólo dejaré o condicionaré lo que sea preciso para que prospere. Lo demás será libre de ser. Sujeto por supuesto a la necesidad, pero con un sentido de libertad que permita distinguir un mundo estocástico de los abundantes de uno asombrado de belleza. Por eso la reflexión surgirá de ahí. Quiero que exista la misma forma de pensamiento que ahora me abruma con sus efectos. Dejaré que se desarrolle libre. Así lo haré. Y, ahora que lo pienso, me seducirá en mis momentos de tedio y aburrimiento. Pero, sobre todo, me asombraré percibiendo las nuevas y contradictorias formas de la voluntad reflexiva que alcancen a tener. Con su insignificante poder universal, dejaré así que con su libertad esas formas puedan llegar a lo que quieran, aunque siempre se equilibrarán por sus interrogantes y sus angustias temporales. Será divertido. Tal vez así consiga, por fin, abandonar, definitivamente, mi aburrimiento."

Cuando la bella y noble Vittoria Colonna murió en el año 1547, dejaría a Miguel Ángel en un profundo y desgarrado dolor. Ella se había matrimoniado muy joven con el marqués napolitano, de origen español, Fernando de Ávalos. Fernando caería mortalmente herido en el año 1525 en la histórica batalla española de Pavía, donde los ejércitos del emperador Carlos V ganaron a Francia en una extraordinaria lucha sobre Italia. Se salvaría ella entonces del terrible hecho personal refugiándose en un impulso espiritual que la llevaría a comprender la necesidad de mejorar el catolicismo. En el año 1536 conocería al gran Miguel Ángel que, apasionado, se inspiraría poéticamente en ella. Para el gran artista italiano ella era un espíritu divino, un ser especial representando la mayor idealización de la serena belleza. Confesaría Miguel Ángel a su biógrafo Ascanio Condivi años después: sentí haberla dejado partir sin haberle besado antes la frente ni el rostro como luego, sin embargo, besaría su mano en su lecho de muerte. Al pintar la Creación de Adán Miguel Ángel situaría a Eva al lado justo de Dios con los ojos muy abiertos, mirando ahora a Adán siendo creado. Para la teología sagrada católica era una incorrección establecer la simultaneidad en la creación de ambos seres humanos. Incluso, Dios habría creado antes a Eva y le habría dado la lucidez suficiente como para comprender ese espíritu especial que, aún, no habría entregado todavía a Adán con la fuerza digital de su mano poderosa. En ese gesto trascendente, Dios habría otorgado al hombre entonces el motivo de la autorreflexión, de la libertad decidida, de la capacidad de asombro, o de la fuerza personal para dejar de ser tan solo una mera formación de materia aleatoria. El gran artista renacentista había imaginado así la representación estética que suponía lo más misterioso de la creación: el ser humano. Para ello compuso por entonces a Dios entre el hombre y la mujer como un vínculo, como un mensajero, como una neuronal forma poderosa de consentimiento... Tal vez, como una inevitable solución salvífica para algún que otro aburrimiento.

(Detalle del fresco La Creación de Adán, 1511, del extraordinario artista renacentista Miguel Ángel, Capilla Sixtina, Roma.)

9 de febrero de 2021

La satisfacción humana más visceral eludirá a veces la belleza.

 



Cuando en el Paleolítico superior (hace unos 40.000 años) el ser humano realizara las más extraordinarias muestras de creación artística de la Prehistoria, el clima en el mundo era helador, intempestivo, duro y muy desagradable. Entonces los humanos se refugiaron en cuevas profundas más acogedoras que el páramo desolador de su salvaje entorno. Las pinturas elaboradas en las paredes de sus refugios fueron compuestas ante la incertidumbre, la rudeza, la escasez, la violencia o la desesperación. Lo fueron como un maravilloso subterfugio frente a la salvación, la satisfacción o la esperanza anheladas. El clima de la edad del hielo obligó a ocultarse en las cálidas grutas, donde la sublime creatividad artística buscaría una belleza entonces apenas conocida. Así pasarían los años esos humanos prehistóricos sin comprender todavía el misterioso sentido de su existencia. Pero hace 12.000 años el clima cambió de repente. Las temperaturas subieron como no se había conocido antes, casi diez grados de media en algunas latitudes. Entonces el Mesolítico (12.000 - 8.000 años antes del presente) llegó para asombrar a la especie humana, que empezaría abandonando sus habitaciones ocultas para acercarse a las praderas florecidas, a las suaves marismas sobrevenidas o a las verdes riberas maravillosas donde la vida y sus recursos proliferaban sin carencias. El Arte entonces, sin embargo, disminuiría alarmantemente. Para ese momento prehistórico el ser humano reduciría sus composiciones artísticas con respecto al período anterior (Paleolítico Superior). ¿Qué había sucedido para que el hombre dejara de necesitar la belleza? Su satisfacción vital tan extraordinaria. Porque cuando el ser humano alcanza la mayor satisfacción existencial conseguirá eludir la necesidad tan visceral de crear, combinar, admirar o producir belleza.

Con la mitología griega los poetas idearon pronto el concepto de Edad de Oro. Fue una época muy antigua donde la abundancia, la felicidad, la igualdad, la serenidad, la armonía, favorecían con sus dones. Pero, pronto todo eso acabaría en la siguiente Edad de Plata, luego la de Bronce, después la de los Héroes, para, finalmente, llegar a la Edad del Hierro. En la cronología histórica se establecieron unas etapas parecidas (Edad de Cobre, de Bronce, de Hierro) para los períodos de las etapas llevadas a cabo después del Neolítico. Haciendo un paralelismo, se podría asimilar el Neolítico a la edad de Plata mitológica. Entonces la idealizada edad de Oro sería el Mesolítico, la etapa prehistórica en que el ser humano experimentara mayor satisfacción con su vida, luego de que las masas de hielo desaparecieran de la Tierra. La satisfacción humana acabaría con la deseada necesidad de un Arte buscador de belleza. Nunca se volvieron a realizar esas extraordinarias composiciones artísticas parietales, ni en cuevas, terrazas o en salientes telúricos que el Paleolítico helador viese florecer entre sus desgracias. El ser humano buscará ávido entonces la belleza cuando la satisfacción no alcance un mínimo imprescindible. No hubo un período más satisfactorio, comparativamente con lo vivido antes, como el Mesolítico en la historia del hombre. Ni siquiera después, ya que el Mesolítico ofreció abundancia para una población relativamente reducida. Todo abundaba entonces y la temperatura y los recursos no hacían más que producir esa belleza natural que, años antes, sólo podía el ser humano reproducir con su arte. 

El mundo volvería a experimentar cambios climáticos tiempo después. También a evolucionar en población, guerras, enfermedades y desgracias. El clima se mantuvo cálido hasta el año 1000 antes de Cristo, pero, sin embargo, se volvería a enfriar a partir de entonces paulatinamente. Unos pocos grados menos, como para que el ser humano necesitara resguardarse ahora en palacios, casas o refugios construidos. El Arte volvería a prosperar en los siglos VI y V antes de Cristo y años subsiguientes, sobre todo en parte de la cornisa oriental mediterránea. Pasaron los siglos y el clima volvería a calentarse entre el siglo X y el siglo XIII después de Cristo. El medievo final fue también cálido, como aquel período mesolítico. Así se reflejaría también en el Arte, que dejaría por entonces de ser producido, al menos comparativamente con periodos anteriores, pero, sobre todo, con los posteriores. A partir del siglo XIV el clima empezaría a enfriarse de nuevo. Sería el período histórico moderno más prolongado de temperaturas menos templadas. De hecho, ha sido llamado pequeña edad del hielo (en comparación a los grandes periodos de hielo prehistóricos). Con el Renacimiento conseguiría el mundo llegar a un acorde clima necesario para animar al hombre insatisfecho a alcanzar de nuevo la belleza. Acabaría ese clima desasosegado a mediados del siglo XIX, cuando, curiosamente, el ser humano y su Arte occidental dejaran poco a poco de admirar, producir o recrear belleza como antes. Para cuando el genial Miguel Ángel, subido a unos frágiles andamios, compusiera su maravilloso fresco de la Capilla Sixtina, el mundo no había nunca antes visto una belleza semejante. La representación de la forma humana, el reflejo de su insatisfacción más íntima, la sintonía perfecta de unos colores deslumbrantes, eran entonces la expresión más auténtica de una estética requerida, comenzada miles de años antes, para tratar de exorcizar la maldición de una vida tan difícil. Un siglo después de la decoración de aquella capilla, Caravaggio compuso decidido la mejor expresión primorosa de una representación artística. Con su obra David vencedor de Goliat Caravaggio realizó otra grandiosa creación no antes, ni después, conseguida en la historia. ¿Cómo es posible alcanzar a componer algo tan excelso de belleza sin disponer de una mínima decepción ante el mundo? La satisfacción humana más profunda dejará a un lado cualquier necesidad de creación y belleza. No es posible conseguir esa tonalidad, ese contraste, esa delineada forma tan artística, sin la compensación grandiosa de una belleza que el ser humano, sin embargo, no hallará disfrutando tanto de su existencia. 

(Óleo David vencedor de Goliat, 1600, del pintor barroco Caravaggio, Museo del Prado, Madrid; Detalle del fresco de la Capilla Sixtina, Profeta Jeremías, 1511, del renacentista pintor italiano Miguel Ángel Buonarroti, Roma.)

6 de febrero de 2021

La versatilidad del Arte es la más prodigiosa forma de comprender el mundo sin necesidad de verlo.

 


Una de las maravillosas consecuencias que el Arte tiene es la de hacernos sentir cosas que no correspondan exactamente a lo que la representación objetiva de sus formas reflejen del mundo. La auténtica percepción del Arte hará que lo que sintamos al ver una obra sea más lo que brote en nuestro espíritu que lo que nuestros ojos decidan equivocados. Sólo la poesía y el Arte lo consiguen. Es una experimentación física imposible lo que hacen inspirados. Sin embargo, eso mismo es una de las cosas que nos hacen humanos verdaderamente. Ni la inteligencia racional, ni la capacidad de imaginación calculada, ni la evolución desarrollada de estrategias para sobrevivir lo conseguirán igual. Lo que nos hace especialmente humanos es la capacidad de sentir aquello que no es y, sin embargo, acabará siendo. Es una forma de representación que sobrepasa el horizonte previsible y real del mundo. Algo que no es posible demostrar desde las expresiones propias de lo corroborable. ¿Qué extraño sobrecogimiento universal fue aquel que llevara al ser humano a ser el único viviente en el mundo que pudiera transformar una experiencia en otra diferente? A hacer, por ejemplo, que la realidad fuese solo una palabra auxiliar de algo que no tuviera nada que ver con la realidad íntima del sujeto. Cuando vemos la obra clásica del pintor americano (nacido en Inglaterra) Benjamin West llamada La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, observamos en ella un gesto expresivo tan humano que llegará a traspasar la estereotipada escena bíblica tan manida. ¿Quiénes son esos seres que, abrumados, han convertido su deseo en una congoja tan inesperada como irresoluble? ¿No servirán también esos gestos para hacernos ver la grandeza de una especie tan capaz de poder transformar ahora una desesperación en una esperanza? ¿No hay ahí también un prodigio para comprender la verdadera razón de dos seres tan distintos? Entrelazados por el destino inapelable del terrible gesto exaltado del ángel, llevarán ellos a descubrir el profundo sentido misterioso de su efímera existencia. La serpiente instrumental a sus pies vaga aquí sin culpa por el frío escenario de lo incomprensible. ¿Cómo habrán sido los hechos del Universo para que nada sea responsable e inocente al mismo tiempo? ¿Son esos hechos lo real, son lo auténtico? ¿Qué sutil cosa puede ahora ayudarnos a comprenderlo?

El sentido estético representado por el pintor de una leyenda tan confusa, hace que la mera realidad de lo causado (la expulsión dramática) se convierta en una ocasión para poder comprender el mundo. Lo auténtico no es lo real, del mismo modo que lo que percibimos no es lo que sería creado expresamente para ello. Hay una autenticidad que no puede corromperse nunca, ni por la transformación, ni por la adecuación, ni por la tradición, ni por la veneración de lo necesario. De lo aparentemente necesario, claro. Es todo esto como un canto universal y misterioso. Canto es existencia..., decía el poeta Rilke en sus sonetos a Orfeo, porque cantar o expresar es pertenecer así a la totalidad de lo que es el mundo. Y ese canto de salvación universal no puede ser el premeditado gesto de imponerse y prevalecer que representa el ser calculador y realista. Ese canto salvífico no es una plegaria en el sentido de desear, sino aquella otra plegaria que no pide nada ni trata de transformar nada con su expresión sincera. No, ahora lo que se obtiene con esta plegaria es como lo que decía un antiguo verso romántico del poeta Hölderlin: Y mientras el hombre calla en su tormento, un dios me dio el poder para saber decir cuánto sufro...  Y al poder decirlo se liberó, convirtió la realidad en un prodigio y transformó así una mera circunstancia en una posibilidad muy distinta. Es lo que la obra del pintor West nos ofrecerá con su sobrio estilo clasicista. A que no acabemos de comprender hasta que nuestros ojos dejen de estar encadenados a algún destino falsamente primoroso. Reconocer un mal no es entregarse a él, como abatirse no es expresar sometimiento sino asumir lo humano que tiene todo sentido incomprensible. La humanidad de las cosas está en lo acompasado que dos seres al menos puedan llegar a tener para aferrarse a la vida. No hay en esta imagen pictórica nada que lleve a presentir, para quien lo sepa ver, algo que tenga algún atisbo de destierro trágico o de desarraigo improductivo o de desolación espantosa.

El filósofo Nietzsche dejaría escrito este lamento, a la vez que el más prodigioso canto de esperanza:   Cuando ayer vi la luna me pareció que iba a parir un sol; tan abultada y grávida yacía en el horizonte. Pero me engañaba con ese presunto embarazo; antes creeré que la luna es hombre, no mujer. Aunque a decir verdad ese tímido noctámbulo que se pasea por los tejados de la noche sin tener la conciencia tranquila parece poco hombre.  Piadoso y callado, camina sobre alfombras de estrellas, pero no me gusta ese hombre que anda con sigilo y que ni siquiera hace sonar espuelas. Los pasos del hombre honrado hablan por sí solos, mientras que el gato se desliza furtivo por el suelo. "Cuánto me gustaría amar la tierra como la ama la luna y tocar su belleza tan solo con los ojos", se dicen los hombres sin espuelas. No amáis la tierra como creadores, como engendradores, como los que gozan de devenir. ¿Dónde se da la inocencia? ¡Donde hay voluntad de engendrar! Para mí, quien posee una voluntad más pura es aquel que quiere crear por encima de sí mismo. ¿Dónde se da la belleza? ¡Donde yo tengo que querer con toda mi voluntad; donde quiero amar y hundirme en mi ocaso, para que la imagen no quede reducida a pura imagen! ¡Amar y hundirse en su ocaso son dos cosas que van unidas desde toda la eternidad! Voluntad de amor significa estar dispuestos incluso a morir. ¡Esto es lo que tengo que deciros, cobardes! Pero vosotros pretendéis llamar contemplación a vuestra forma bizca y castrada de mirar. Encontráis bello lo que se deja mirar por unos ojos pusilánimes. ¡Cómo prostituís hasta las palabras más nobles! Estáis malditos, hombres inmaculados del conocimiento puro; sí, estáis malditos a no engendrar jamás, por muy hinchados y preñados que aparezcáis en el horizonte. Os llenáis la boca de nobles palabras, ¿y hemos de creer, mentirosos, que hay una gran abundancia en vuestro corazón?... ¡Empezad teniendo fe en vosotros mismos y en vuestros intestinos! Quien no tiene fe en sí mismo siempre miente. Vosotros los puros os tapasteis el rostro con la máscara de un dios. Y, realmente, habéis conseguido engañar, contemplativos. En otro tiempo, hombres del conocimiento puro, creí yo ver jugar en vuestros juegos el alma de un dios. No creí que hubiera un arte superior al vuestro. La distancia no me permitía captar vuestro mal olor a serpientes. Pero me acerqué a vosotros y despuntó el día en mí, como ahora despunta para vosotros. ¡Se acabaron los amores con la luna! ¡Mirad allí cómo se ha quedado la luna atrapada ante los resplandores de la aurora y qué pálida se ha puesto! ¡Sí, ya surge la ardiente aurora solar; ya llega su amor a la tierra! El amor del sol es inocencia y afán de crear. ¡Mirad con qué impaciencia se alza sobre el mar! ¿Es que no sentís ya la sed y el cálido aliento de su amor? Quiere sorber el mar y tragarse su profundidad para llevárselo a las alturas, y el deseo del mar se eleva con mil pechos. Y es que el mar ansía ser sorbido y besado por la sed del sol; quiere convertirse en aire, en altura, en rastro de luz, ¡en luz incluso! En verdad os digo que yo también amo la vida y los mares profundos. Y esto es, para mí, el conocimiento: que todo lo profundo debe ascender hasta mí.

(Óleo del pintor neoclásico Benjamin West, La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, 1791, National Gallery of Art, Washington D.C., EE.UU.)


 

23 de enero de 2021

Un triunfo dionisíaco desestabilizaría la estética del mundo: la ilusión imaginativa dejaría paso a la infame realidad.

 


Es curioso que el mundo se base en una ilusión imaginativa más que en una infame realidad... Pero así es. Aun cuando la desolación anegue nuestras vidas. Hay una magnitud, realmente dos, que determinarán siempre cualquier hecho deleznable en nuestro mundo. Son la cantidad de maldad y el tiempo de duración. Cuando algo está muy extendido, cuando afecta a multitud de sus criaturas y no a una o a pocas; cuando además esa adversidad se prolonga en el tiempo no durando un día o una semana o meses, sino años, entonces es cuando sus consecuencias son determinantes para conseguir que algo sea verdaderamente insoportable. La historia de los inicios del ser humano llevaría a la conclusión de que el homo sapiens comprendería muy pronto que, para calmar sus angustias vitales tan desesperantes, debería alzar su mirada hacia lo alto, hacia la grandiosidad de un poder universal que todo lo guiase. Los griegos fueron los que más se plantearon esas cosas ante el mundo. Así nacería el dionisismo, una religión arcaica griega basada en el culto a Dionisos, un dios mitológico tan misterioso como necesario. Ese culto griego, a diferencia de los demás cultos helénicos, ofrecía una sensación de comunicación o de participación íntima de los seres con la divinidad. El ser humano entonces conseguía así unos poderosos efectos psicológicos en su interior. Primero una liberación de los límites impuestos por la razón o la costumbre social. Segundo sustituía su conciencia individual por una colectiva, salía así de sí mismo ampliando sus capacidades sin la opresión de la responsabilidad personal, disuelta ahora en una nueva conciencia no reglada de un grupo. Y tercero, en ese estado de éxtasis individual, divino y colectivo, conseguía una relación muy especial con lo primario, con lo más elemental o con lo más terrenal. Dionisos encarnaba la expresión de lo otro... Con él no había una categorización de las cosas del mundo, unas pasaban a ser otras y lo contrario. En él se reunían lo masculino y lo femenino, lo joven y lo viejo, lo salvaje y lo civilizado, lo lejano y lo próximo, lo terrenal y lo celestial. El dios Dionisos iba más allá aún, anulaba las distancias que separaban a los seres humanos de los dioses, pero, también las que separaban a los hombres de las bestias.

El milenarismo también había sido una forma de expresión estética, una que llevaba a la consecución de un cataclismo inevitable que anunciaba la salvación solo para algunos elegidos. Sin embargo, nunca pasaría de ser una estética adornada con los efluvios imaginativos de una salvación anhelada. A finales del siglo pasado proliferaron las estéticas milenaristas en el cine, por ejemplo. Multitud de películas pronosticaban, en sus ilusas fantasías estéticas, la transformación o la catástrofe. Pero solo era una compulsiva industria destinada a conseguir los mayores beneficios a costa de la ilusión del mundo. El mundo, a finales del siglo XX, a pesar de sus bandazos, había obtenido aquella bendición nietzscheana de equilibrio deseado entre un poder apolíneo, racional, bello, soñador y artístico, representado por el dios Apolo, y un poder dionisíaco, desenfrenado, oculto e irracional expresado por Dionisos. Las catástrofes eran localizadas y duraban poco, habían contribuido a reajustar las cosas y sus efectos no llevarían más que a una sustitución de un poder terrenal por otro. Pero veinte años después de aquel fin de siglo, el mundo abordaría por primera vez en mucho tiempo una realidad muy diferente. Ahora lo dionisíaco desequilibraría sutilmente la balanza existencial requerida. Ahora la realidad superaría cualquier posible imaginativa ficción cinematográfica. Dionisos volvía así, metafóricamente, a prevalecer ahora entre los desasosegados momentos de una tragedia. Y, como entonces, la máscara formaría una parte expresiva del culto adornado en el mito dramático. Así también surgiría la tragedia ática en el siglo V antes de Cristo, aquella forma estética que llevaría a los griegos a exorcizar el mundo y sus miserias. El comienzo de la tragedia tuvo además una gran relación con la política populista de los tiranos, algo que favoreció el culto a Dionisos. ¿No es todo eso una aproximación más que simbólica a la realidad infame de lo que hoy vivimos asombrados?

En el año 1635 el pintor holandés Paulus Bor (1601-1669) compuso su obra barroca Baco. En su juventud viajaría el pintor a Roma y allí cofundaría un grupo de artistas nórdicos, denominado Bentvueghels, una asociación de pintores que agrupaban a los no aceptados en la prestigiosa Academia romana de San Lucas. El grupo era conocido por sus rituales de iniciación báquica, unas celebraciones  paganas que duraban hasta veinticuatro horas y concluían con una marcha a la iglesia mausoleo de santa Constanza, donde hacían libaciones a Baco (Dionisos) ante el sarcófago de Constanza. ¿Qué haría a unos pintores barrocos llevar a cabo actos paganos en la tumba de una santa cristiana? Constanza fue la hija del emperador Constantino el grande. Su padre había hecho del Cristianismo una religión aceptada por el imperio romano y  en Roma el emperador mandaría construir un mausoleo para su hija. En la alta edad media Constanza sería santificada, aunque nunca por motivos reales o históricos, ya que había sido todo lo contrario, una pérfida, malvada, sangrienta y vengativa mujer. Ese contraste, tal vez, tuvo que ver con la peregrinación  pagana de aquellos pintores marginados hacia su tumba. La realidad es que el pintor Bor regresaría a su país años después dedicándose ahora a una pintura tenebrista. En su obra Baco refleja los rasgos misteriosos que el dios grecolatino representaba en el mito. Ahí está la meditación abrupta, la desconfianza placentera, la desidia, o la satisfacción inconsciente. Con este mito griego los pintores habían realizado extraordinarias obras de Arte. Tiziano lo había compuesto como el salvador más primoroso ante las vicisitudes desoladoras del mundo (El triunfo de Baco o Baco y Ariadna, National Gallery, Londres). Otros pintores lo compusieron como el genio alegre y desenfadado de las orgías naturalistas. Pero Paulus Bor lo pinta ahora solo, sin sonrisas, sin desmanes, sin espasmos, sin confabulaciones dionisíacas extravagantes. Con su gesto tan oculto como su filosofía, el dios provocador de vaciamiento, de escándalo morboso por la vida, reflexionaría aturdido ante la escabrosidad humana del mundo. ¿Cómo no habían comprendido los humanos que la verdad no está solo en lo que miran? La luz, la poderosa luz apolínea, entorpecía la nitidez de lo verdadero. Solo la luz no hace resplandecer toda la realidad del mundo. Esta está oculta bajo el poder de lo imposible... Necesitamos la luz para no verla tanto como necesitamos la oscuridad para vislumbrar la verdad de lo que no es. Con su claroscuro barroco el pintor holandés forzaría aún más la desolada figura de su personaje mítico. Con ello resplandece la expresión de lo que el Arte a veces consigue: hacernos mirar más allá de lo que vemos. Tal vez sea este el mejor alarde estético que podamos conseguir para evitar que la realidad no acabe trastornando nuestra ilusión poderosa.

(Óleo barroco Baco, 1635, del pintor holandés Paulus Bor, Museo Nacional de Poznan, Polonia.)


15 de enero de 2021

La serenidad, el erotismo y la historia, o cómo el surrealismo de Delvaux nos acerca, serenamente, a la verdad.


 Cuando en la novela rusa Los hermanos Karamazov el protagonista, Dimitri Karamazov, se encuentra de pronto, desolado ante su vida, con un sabio monje en los atribulados momentos de su mayor angustia, aprovechará la ocasión para preguntarle, desesperado: ¿Qué tengo que hacer para ser redimido? Entonces el monje ortodoxo le contestaría, serenamente: Antes de nada, no te engañes a ti mismo. Para la desesperación el engaño es, sin embargo, una forma de supervivencia. Esa manera de luchar donde todo vale, ha sido la estrategia poderosa de los vencedores ante la bisoñez de los incautos o de los confiados. ¿Entonces cómo no engañar puede ser una salvación determinante? Esas son las confusas realidades de la sabiduría... El engaño, en ningún caso, puede ser nunca contra uno mismo. Pero, ¿puede ser entonces contra los otros? Nunca, tampoco. Lo que sucede es que engaño es una palabra ambivalente. No hay un engaño activo, verdaderamente. Sólo se engaña el sujeto receptor. No engaña nadie, sólo uno mismo se engaña. Y esta sí es una forma legítima. Pero sólo una forma, no es falso testimonio, no es mentir, no es dejar de ser uno mismo. ¡Es sorprender! Sorprender al otro. Entonces, el otro acabará engañado, pero no por aquel sino por sí mismo, por el equivocado modo de prejuzgar al contrario que él tuvo. En una fábula japonesa se contaba la leyenda del viajero cansado que buscaba alojamiento para pasar una noche. Encontraría entonces una pequeña cabaña en la montaña, donde vivía un viejo guerrero samurái:  Con su amabilidad de sabio, me recibió y acogió en su cabaña el viejo guerrero, nos sentamos al fuego y empezamos a hablar de mi viaje y de su vida. Le pregunté cómo un guerrero había renunciado al mundo, y entonces me respondió que, antes de renunciar al mundo, había sido servidor de un príncipe al que enseñaba el arte de la guerra. Comprendí que sería una oportunidad esta para conocer un arte como ese, teniendo en cuenta las tribulaciones azarosas que el propio viaje me esperaba al día siguiente. Ante mi insistencia, el viejo guerrero me dijo que sólo me contaría una historia, que no me enseñaría nada más y que yo sacara mis propias conclusiones. Acepté encantado.

Y empezó contándome su historia: En una de las veces que, acampados antes de la batalla, nos solazábamos los compañeros en una taberna, apareció un fiero guerrero fanfarrón y descarado. Entonces uno de mis compañeros, el más fuerte, que se deleitaba con este tipo de enemigos, se enfrentaría a éste decidido. Sin embargo, saltó aquel de pronto a su cabeza, le abatió y cayó mi amigo sin remedio. Comprendí que debía yo ahora enfrentarme con mi sable. Cuando le quise asestar un golpe logró esquivarme. Entonces yo daba a diestra y siniestra cuchilladas en el aire, pero nada. De súbito saltó sobre mí y consiguió derribarme. Así que ya no quedaba más que uno de nuestros más viejos compañeros. Este viejo guerrero tenía un aspecto lamentable, apenas podía moverse con alguna muestra de firmeza. No, decididamente acabaría siendo abatido fácilmente. Entonces se dirigió al fiero pendenciero enfrentándose a él fija y tranquilamente. Éste se detuvo inseguro e inquieto, y el viejo guerrero terminó por herirle... Al final, todos quisimos preguntarle. Él sólo respondió que el secreto para vencer en toda circunstancia era hacer de la serenidad una forma de vivir. El que está tranquilo dejará fluir la realidad. Su misión como guerrero fue ir al enemigo y eso había hecho. El oponente no pudo reaccionar porque no comprendió su tranquilidad. Ante nuestra insistencia, él decía: sois jóvenes, vuestros movimientos son muy vivos, pero en realidad desconoceréis la forma de salir victoriosos. El poder enfurecido con el que os enfrentáis es una fuerza temporal y vana, no se puede contar con ella siempre. Si deseáis vencer al enemigo no olvidéis que él también lo desea. Se piensa ser el mejor, pero eso no basta. Hay que tener una amplia visión. Es como el que se pierde en el bosque y se muere de vergüenza... Eso fue lo que le sucedió al pendenciero fiero guerrero de la taberna: en ese momento único, indeciso y trágico, ya no contaba nada, ni su vida, ni su muerte, ni su victoria, ni su derrota. No intentó siquiera defender su cuerpo ante la figura desgarbada de un guerrero tan viejo. La obsesión por la victoria es un estado que favorecerá siempre al enemigo. El secreto de la victoria está en la habilidad y en la falta de resistencia, pero, sin embargo, no en la que pensáis que debiera ser. Cuando el egoísmo es el que nos anima y buscamos solo nuestro beneficio, la sabia intuición poderosa  no puede fluir. Vuestro ser, dominado por el egoísmo, no dejará surgir el brote divino de la inspiración natural. Es ésta, nacida del no-yo y del no-deseo, la única forma que tiene nuestro espíritu de poder vencer. La verdadera naturaleza del secreto de la vida no tiene ni tiempo ni olor, debe ser algo que se asemeje al vacío, incluso a la muerte, puesto que vive en todas partes... Es una esencia maravillosa que actúa en todas partes de forma muy curiosa. Sumergida en esa esencia, aunque pueda parecer extraño, los malos pensamientos, los deseos infatigables, todo lo acosador, desaparecerá como la niebla disuelta por el sol de la mañana. La sospecha, la ilusión, la angustia, se derretirán totalmente y el espíritu verdadero nos inundará por completo. Sentiremos entonces una satisfacción enorme y el mundo limitado se disolverá ante nosotros. El secreto de la vida no reside ni en la victoria, ni en la derrota, sino en asimilar la verdad. Parte del secreto de todo es olvidar el propio ser y a los obsesionantes deseos.

El Surrealismo como Arte pictórico se habría expresado, sin embargo, inspirado con los elementos de la propia realidad. El genial pintor belga Paul Delvaux (1897-1994) se obsesionaría tanto con la muerte como con la vida. Tanto con el amor como con la desolación. Para cuando el Arte empezara a descubrir que la verdad estética no tendría por qué enfrentarse con el contenido tan expresivo de lo moderno, el pintor surrealista belga compuso su obra surrealista Serenidad. En ella observaremos el contraste más bello y distendido entre la espiritualidad y el erotismo. ¿Se habría enfrentado alguna vez el erotismo a la espiritualidad sin descubrir satisfecha la Belleza? Con las rémoras de la composición gótica más elogiosa, el pintor surrealista descubriría la maravillosa exaltación de la vida ante un gesto primoroso de satisfacción. Pero, no es una satisfacción erótica, ni tampoco es una satisfacción histórica, ni artística, ni prodigiosa, ante los fenómenos displicentes de la mundanidad. No, es sólo serenidad... Ante la serenidad la vida se despliega entonces sin temores, sin alardes, sin rencores, sin voluptuosidad equívoca que confunda o exaspere. Ahora, con la serenidad de la auto-referencialidad de uno mismo, pero sin uno mismo, con la mera posibilidad de tan solo ser para solo ser, el Arte de Delvaux nos adentrará en la misteriosa senda de lo existente...  Pero lo existente ahora como un hecho inapelable, como un gesto corresponsable con la propia vida manifiesta. No hay enfrentamiento que no sea una falacia si no es vivido como una inercia propia de la vida satisfecha. No hay vida tampoco si no hay enfrentamiento ante la realidad como parte inevitable de la existencia. Pero la serenidad será una parte esencial de todo eso...  Como la perspectiva tan clásica del cuadro, la serenidad no dejará nunca de asemejarse a la vida, a expresarse como si vivir fuera la única función (de lucha, de resistencia, de persistencia) que no obligara a otra cosa que a la propia vida displicente.

(Óleo Serenidad, 1970, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Colección Privada, Brujas, Bélgica.)



5 de enero de 2021

Cuando el Arte sostuvo la esperanza con la sublime metáfora artística de la tragedia.


 En el siglo XVIII comenzó una transición sublime del hombre y el mundo hacia la metáfora más artística de la esperanza...  Nunca antes el ser humano había necesitado expresarse con algo similar, o vagamente parecido, a una sensación que pudiera tenerse ante la duda tenebrosa del mundo: la esperanza. Las maldades o calamidades de la vida eran algo consustancial a ésta, se comprendían como cosas relacionadas con la vida y para nada fuera de una demarcación racional o irracional de la misma. El siglo XVIII acabaría siendo el siglo de la racionalidad, y esa misma racionalidad empezaría a permitir sondear la posibilidad de que las terribles cosas de la vida tuvieran ahora una razón distinta a la que habían tenido antes. Fue una época equidistante entre la capacidad racional y la emoción romántica, apenas ésta comenzada. Ese momento histórico fue el que llevaría a los creadores de Arte a plantearse la dureza del mundo como una realidad diferente a lo sublime... ¿Lo sublime? ¿Qué era eso? Si la dureza de la vida no había tenido por qué lamentarse ante la visión aceptada de los hombres, ¿por qué ahora éstos empezaron a reflejar sus dudas y emociones con la semblanza sobrecogedora de un alarde diferente? Ese alarde era algo parecido a lo sublime, pero no a lo sublime entendido de antes. La transformación comenzaría a finales del siglo anterior, cuando los pensadores o científicos incipientes de un nuevo modo de encarar el mundo trasladaron la certidumbre metafísica de lo teológico a la física de lo material. Entonces el alumbramiento emancipatorio de algunos llevarían a la sensación desconsolada de otros. El Arte había compuesto naufragios de marinas en todas las tendencias pictóricas de la historia. Las batallas náuticas de los siglos XVI y XVII adornaban obras con feroces o épicas representaciones artísticas. Se representaban antes más las calamidades causadas por el hombre que las originadas por la naturaleza. Tal vez, fue una forma de justificar la maldad y de acompañar mejor el sentimiento de poder entenderla.

Pero cuando los hombres empezaron a preguntarse cosas que nunca antes se habían atrevido, no pudieron justificar lo desconocido con las mismas sobrenaturales cosas de antes, sino tratar ahora de poder comprenderlas con sus medios. Luego del famoso terremoto tan terrible de Lisboa del año 1755, el ser humano no volvería a creer tanto en la providencia de lo sagrado. Así que ahora los hombres debían representar las cosas del mundo con la crudeza tan desapasionada que la propia vida hiciera con ellos. La fiereza del mundo estaba ahí y las cosas no podían ser justificadas ni aceptadas como lo habían sido antes. Para ese momento los pintores comenzaron a componer escenas catastróficas con el mayor gesto realista posible. Crudas escenas de naufragios frecuentaron las obras del clasicismo romántico de entonces. La fuerza de la naturaleza era recreada en obras en las que el mar tenebroso rugía despiadado ante unas frágiles embarcaciones. El pintor holandés Hendrik Kobell (1751-1779) se especializaría en la representación de buques, puertos y tormentas. En el año 1775, veinte años después de que el hombre dejara la credulidad como explicación a la crueldad del mundo, pintaría su obra El naufragio. Entonces no dudó el pintor en atribuir la mayor oscuridad y crudeza a las pinceladas que habían de reflejar desesperación, catástrofe, irreversibilidad o acabamiento trágico. Aquí los barcos son cáscaras ingrávidas ante las pavorosas olas insensibles de un mar tempestuoso. ¿Qué hacer los hombres ante la irremediabilidad de un mundo despiadado?

El pintor holandés no destacaría en el mundo del Arte más que por ser un correcto grabador, dibujante o acuarelista. Su obra El naufragio es, sin embargo, una inspiración aislada en la maraña descolorida de sus creaciones. Por entonces se apreciaba más la corrección que la intuición, la eficacia detallista que la sutileza artística. Aun así, Kobell conseguiría hacer una extraordinaria pintura para lo que por entonces se llamaban naufragios. En su obra no hay solo una embarcación desolada, son varios los buques que acabarán hundidos o descalabrados en esa costa norteafricana. El contraste entre la ciudad amurallada y sólida de la costa y la rotunda fragilidad de unas débiles embarcaciones, expresaba la temible dualidad inevitable de la seguridad y la inseguridad del mundo, de la fortaleza y de la debilidad de las cosas, ambas creadas, sin embargo, por el propio hombre. ¿Cómo entender ahora que la vida no pudiera ser como un relato mágico, mítico o creíble? Porque ya no había salvación en la forma en la que se sintiera la emoción ante la visión salvaje de las cosas. No podían los hombres ya sublimar ese sentimiento inevitable ante las maldades de un mundo incomprensible. Ahora debían representarse como lo que eran, catástrofes violentas, despiadadas y desdeñosas ante cualquier explicación, causa o sentido posible. Ya no había más solución para asimilarlas que con la ciencia incipiente que pudiera explicarlas. Nada, no había ya nada que hacer para sublimarlas... El ser humano, huérfano de certezas, tenía ahora que retomar las dudas, las explicaciones, las sensibilidades o las aflicciones con las nuevas capacidades de su racional atrevimiento. Pero el Arte no podía dejar de seguir sublimando las cosas. Y esto fue lo que el desconocido pintor holandés hizo en el año de 1775. Pero,  ¿cómo alcanzó a sublimar el pintor la imagen desolada que el Arte, sin embargo, no podía expresar sin incluir antes algún sentido no racional? El pintor compuso entonces en el plano inferior izquierdo de la obra a unos hombres ahora que se aferraban a la vida. Habían ellos conseguido salvarse, habían conseguido vencer la fiereza y la crudeza del mundo incomprensible. Y lo habían hecho ellos solos, con la fuerza de su voluntad, pero, también, con la esperanza inexplicable de una providencia infinita.

(Óleo sobre lienzo El naufragio, 1775, del pintor holandés Hendrik Kobell, Rijksmuseum, Amsterdam.)