28 de octubre de 2012

El sentimiento de pudor como una manifestación sincera y libre de los seres.



El Arte nos invita a respirar libertad y belleza, armonía y seducción; también equilibrio y contraste, virtuosismo, expresión, candidez y sobrecogimiento. Y mucho más... Pero, sobre todo, el gesto humano interpretado ahora desde la más exquisita inspiración personal, demostrando la inmensa capacidad expresiva que pueda llegar a manifestar una misma emoción humana. Y en la representación de la belleza erótica del cuerpo femenino los pintores han transmitido sus personales características iconográficas, psicológicas y sociales. A veces con el pudor como un rasgo asimilable o no a su objetivo expresivo final. Hay diversas formas de pudor como hay diversas formas de mentir, de amar, de pintar o de entenderlo. En esta muestra de imágenes artísticas destacaré diferentes semblanzas de pudor que sus creadores pudieron idear con sus obras de Arte. Primeramente está el pudor natural, el más sereno, el más respetado incluso, el que se expresa desde la razón más elogiosa de una imagen sosegada. Aquí, en el cuadro del pintor mexicano Ángel Zárraga, la modelo señala con su pudor ahora la humanidad más razonable, la más equilibrada, la que cubre así los motivos racionales más importantes de su especie. Demuestra que su mente es sólo ahora para ella lo más importante, lo más salvable, lo único que se permitirá esconder así bajo su velo.

Luego, el creador español Romero de Torres nos sitúa ante el pudor indiferente, ese tipo de pudor con el que da igual lo que se vea o lo que se oculte, o lo que se quiera o no velar ante los ojos. Ese pudor que sepa esconderse así bajo una capa... En este caso la bella modelo se desboca aquí natural y perfecta, inevitable y rigurosa. Sin recatarse en nada que sienta ahora que obedece a algún pudor artificioso, porque da igual lo que ahora se desprenda del gesto orgulloso de su estampa. Pero existe también otro pudor, el pudor más inevitable, aquel inexistente para todos, el aprensivo, el hierático o solemne. Especialmente posible por la representación justificada de un concepto irreverente... Es ahora la Magdalena penitente, la que tiene más que ganado el verdadero pudor de su actitud, la modelo que eterniza la virtud de lo entregado, del espíritu sensible, casi infantil, y que descubre así el puro valor de lo sagrado. Después está la modelo descarnada, la que no se permite ningún pudor determinado. La que demuestra que está todo justificado así con su gesto, la que nada teme porque nada puede elegir..., la que la muerte amenaza.

Así nació ella, desnuda; y así vivió, desnuda; y así -desnuda- deberá dejar también de hacerlo. El creador español Eugenio Hermoso se aproxima aquí a enfrentar los dos extremos más salvajes de nuestro mundo: la vida y la muerte; y ambos extremos están aquí ahora desnudos, sin ambages, sin recatos ni amuletos, sin adornos ni equipajes. Pero también existe otro pudor, un pudor más arriesgado, más auténtico, el que se vence y sostiene a solas ocultando apenas ya su rostro, demostrando el motivo más sagrado de su ocultación: su respeto por sí misma y por los otros. Es la obra del pintor canario José Aguiar García la que consigue representar el pudor obligadamente desvelado, el más solemne pudor o el más hermoso, pero, también, el más vencido y desolado. Por último una obra diferente, una forma distinta de Arte para entender algo más el pudor. La pintora francesa Kiéra Malone nos muestra una extraordinaria obra de desnudo. En su creación la belleza prima sobre todo y revela así el pudor ahora con el desnudo más velado, el que manifiesta el sentido más clásico y condescendiente junto con el más verdadero significado de una expresión pudorosa... Vemos así un desnudo ahora del todo esplendoroso y maravilloso, pero no los designios ni los rasgos de ninguna intimidad impudorosa

Cuando los dioses griegos pensaron la necesidad de crear en el mundo sus criaturas, decidieron utilizar la tierra, el fuego y el agua para modelar todas las especies diferentes. Entonces enviaron a dos titanes primordiales, Prometeo y su hermano Epimeteo, para que proveyesen las facultades que cada especie precisase para vivir. Epimeteo le pidió entonces a su hermano que le dejase elegir la distribución de las facultades: una vez que yo haya hecho la distribución  tú luego la supervisarás, le dijo. Así, Epimeteo le dió a unas especies la fuerza pero no la rapidez, ésta se la entregaría a otras más débiles. A unas especies les daría armas para defenderse, a otras les proporcionaría sutileza. A las que tenían un cuerpo pequeño las dotaría de alas para huir, a otras especies la habilidad para guarecerse, y así... Pero como Epimeteo no era del todo muy sabio gastaría pronto todas las facultades en los animales, quedando la especie humana sin equipar en nada. Al llegar Prometeo para supervisar lo realizado observa que todos los animales están facultados pero al hombre lo encuentra desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme.

Es entonces cuando, apiadado y generoso, Prometeo robará a Hefesto y Atenea -los dioses griegos del fragor luminoso y la sabiduría- el fuego y las artes para que con ellas pudieran los hombres sobrevivir. De este modo acabarían por reproducirse y desperdigarse por el mundo. Pero, sin embargo, sólo podrían vivir así los hombres solos. Cuando decidieron vivir juntos algunos de sus miembros les fue imposible hacerlo. No sabían comportarse juntos, no tenían conocimiento para ello, se ultrajaban, se abatían o se insultaban. Les faltaba otro arte, una sabiduría muy diferente, algo que sólo Zeus poseía guardado en el Olimpo. De esta manera fue como Zeus, convencido de que no sobrevivirían así los hombres, envió al dios Hermes para que les llevase ahora el pudor. Pretendía el gran dios que reinase entre ellos la justicia, la amistad, el respeto y la armonía. Hermes le preguntó entonces al poderoso Zeus la forma de repartir el pudor entre los hombres: ¿Lo distribuyo como fueron distribuidas las demás facultades? Quiso decir Hermes que, con que a uno de ellos le tocara un arte, éste se encargaría de mantener a los demás hombres -con que uno, por ejemplo, dispusiera del arte de la medicina bastaría para tratar a los demás, y lo mismo con las otras facultades-. Insistió Hermes, ¿reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien los distribuyo entre todos por igual? "Entre todos", respondió Zeus. "Y que todos participen de ellas, porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá civilización. Además, establecerás esta ley: Que todo aquel que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea completamente eliminado como una horrible peste que deba ser alejada siempre de la comunidad."

(Óleo La bailarina desnuda, 1907, del pintor mexicano Ángel Zárraga; Cuadro del pintor español Julio Romero de Torres, La niña torera, 1928; Óleo del pintor del renacimiento italiano Giampietrino, Magdalena penitente, 1550; Pintura del pintor español Eugenio Hermoso, La muerte y un desnudo, 1940; Óleo Desnudo, siglo XX, del pintor canario José Aguiar García, Museo Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Pintura de la creadora actual francesa Kiéra Malone, Desnudo.)

25 de octubre de 2012

Sólo se ama lo que se conoce, y ese conocimiento debe ser libre, accesible y primario.



Uno de los corsarios del siglo XVI más desesperantes para la Corona española lo fue el inglés Walter Raleigh (1552-1618). Apasionado del mar, atravesaría el Atlántico decenas de veces para conseguir la gloria en la conquista y el honor en la victoria. Apoyado por la reina Isabel I de Inglaterra, lograría colonizar las costas atlánticas de la Virginia norteamericana. En el año 1596, participaría en el asedio británico a la ciudad de Cádiz en una de las muchas guerras de Inglaterra contra España. Sin embargo, con los años iría alejándose de la corona británica -Isabel I, su valedora, moriría en 1603-, sobre todo después de la llegada de un nuevo rey al trono inglés. Sería el pirata Raleigh entonces hasta encarcelado por traición -no apoyaría al nuevo monarca favorable a España- durante doce años en la Torre de Londres. Las relaciones entre ambas coronas europeas terminarían mejorando y la piratería inglesa dejaría, al menos por entonces, de tener patente oficial. Es por lo que ante una de sus últimas acciones corsarias, Walter Raleigh acabaría siendo detenido, condenado a muerte y decapitado finalmente en Whitehall durante el otoño del año 1618. El pintor prerrafaelita John Everett Millais lo pintaría una vez de niño sentado cerca del mar, absorto ante historias relatadas de lugares lejanos llenas de monstruos, tesoros, maravillas, luchas o leyendas del mar. El marinero relator -de espaldas a nosotros- le señala al joven Raleigh hacia el sur o hacia el oeste, indicando así las lejanas y enemigas fronteras de España y su imperio. Lugares todos a los que, algún día, mucho tiempo después, osaría el corsario inglés dirigirse para realizar sus apasionados sueños de la infancia.

Unos deseos de aventuras alumbrados por sus mayores, por aquellas leyendas y relatos contados al amparo de un anhelo impenitente o de una voluntad litigadora, o de una visión de conquistas, triunfos y gloria. Recreamos así nuestros deseos más arraigados en la infancia, provocados por el influjo inconsciente de un ambiente propiciatorio. Imitamos los anhelos seducidos de los otros y descubriremos así sus historias, esas que nos enamoraron de las cosas que sedujeron nuestros años precoces. Admiraremos todo ello con los ojos sorprendidos de lo ajeno, de lo que desconocemos aún pero que aprenderemos luego, en nuestra mente, arrogados por un sueño implantado por los otros. Rodeado entonces de pasiones, de gestos y mensajes; también de imágenes, de versos, de gráficos o de cantos... De misterios, en definitiva. De cuentos desvelados por el ejercicio continuo y sutil de un saber influenciado. Sólo las cosas que se marquen profundas a una edad temprana, podrán llegar a causar luego el sentido más poderoso de nuestro acervo perviviente. Ese sentido que, mucho más tarde, precisen las acciones que nos basten para calmar los deseos que arrastren así nuestra vida hacia adelante.

Las técnicas o alardes estilísticos de muchos creadores fueron establecidos ya desde su infancia. El historiador Gombrich, para justificar esa teoría, utilizaría una vez el caso del gran pintor barroco Rubens. Con ella probaría que este genio flamenco del Arte comenzaría a dibujar el cuerpo humano así, de esa forma característica tan suya, como lo hacía con su expresión tan rubensiana, condicionado por los manuales que instruyeron ya su infancia. Y el dibujo no sería por entonces, sin embargo, una asignatura especialmente destacable en el aprendizaje de la infancia. No lo sería hasta el siglo de las Luces, es decir, un siglo después de Rubens. Fue el filósofo francés Rousseau quien establecería las bases o enseñanzas del dibujo moderno. Lo haría en su obra literaria Emilio, publicada en el año 1762, donde incluiría al dibujo como una disciplina fundamental para la educación de los niños. A partir de ahí, finales del siglo XVIII y principios del XIX, esa influencia de Rousseau determinaría toda la creación pictórica posterior, llegando a alcanzar su influjo a una de las revoluciones artísticas tiempo después más decisivas de la historia: el advenimiento del Arte moderno.

Cuando el pintor español Delfín Salas alumbrase su familiar vocación militar se encontraría, sin embargo, influido por un aprendizaje artístico orientado ya desde su infancia. Admirado por las historias de sus mayores y los dibujos de soldados de aquellos Tercios españoles, dejaría volar su deseo artístico inspirado ahora en la imagen gallarda de su vocación primera. De ese modo, se acabaría dedicando luego más al Arte que a la guerra. Crearía en sus lienzos épicos los momentos emocionales escuchados de su infancia, esos relatos de orgullo, leyenda y gloria de sus héroes románticos. Pintaría una vez una de las cargas de caballería más heroicas de su ejército español. En su pintura Carga de Taxdirt (hecho real sucedido en Marruecos en el año 1909) proyectaría el pintor español toda aquella expresión asumida desde antes. En ella, plasmaría el trágico momento heroico en el que un regimiento de caballería español se decide a cargar entre enemigos a cubierto. Y, sin embargo, sólo la carga de caballería está ahora aquí insinuada (no vemos nada más que nos exprese qué es lo que pasa) tan solo por el gesto ofensivo de una desenvainada espada.

El pintor prerrafaelita Everett Millais pintaría una obra legendaria y sorprendente sobre el año 1857, Sir Isumbras en el vado. Con ese título se relataba un poema medieval de historias y leyendas de caballerías. En la obra pictórica un anciano caballero cabalga aún por la vida, después de haber llevado muchos años de vaivenes, luchas, soledades y dramas. Pero, en esta ocasión lleva sobre su cabalgadura a dos pequeños junto a él. Esos pequeños son su legado más vital y duradero. Y el pintor lo decide así, dedicando al héroe compungido el alarde de poder transmitirles algo de toda aquella heroica vida vagabunda. Es ahora la infancia quien recoge aquí la potestad de toda esa experiencia cabalgada, de una etapa vital que puede ahora ya, por fin, reconocer las desgranadas o sabias ansias de una vida terminada. La fotógrafa rusa Anka Zhuravleva (1980) comenzaría su infancia rodeada de libros de Arte y útiles de dibujo de sus padres artistas. Quedaría huérfana de ambos tiempo después, y, para entonces, se entregaría a una vida vagabunda, bohemia y artística a saltos. Pero pudo dirigir a cambio su vida a la pintura, aquello que aprendiera de pequeña entre los ojos de una niñez determinada. Aun así, en el año 2006 cambia definitivamente su vocación artística del Arte a la fotografía. En esta actividad desarrollará toda aquella ilusión artística primigenia de entonces. Toda aquella pasión creativa que aprendiera en los años en que ella comenzara entendiendo, aun vagamente, que lo único que existe es lo que quedará de antes..., de aquello que ella viera y aprendiera rodeada de su infancia.

(Óleo La infancia de Raleigh, 1870, del pintor John Everett Millais, Tate Gallery, Londres; Cuadro Carga de Taxdirt, del pintor español Delfín Salas -fallecido en 2007-, representa una carga de caballería en Marruecos en 1909; Dos fotografías de la fotógrafa rusa Anka Zhuravleva, actualidad; Óleo Sir Isumbras en el vado, 1857, del pintor John Everett Millais, Inglaterra.)

22 de octubre de 2012

Un cierto rubor de consistencia y un fuerte mensaje necesario: la tregua del Arte.



El gran novelista español Pérez Galdós escribiría un ensayo en el año 1889 a propósito de un viaje a Inglaterra. En uno de sus artículos describía una parte geográfica de ese país: Entre Newscastle y Birmingham el viaje es entretenidísimo pues se pueden admirar las catedrales de York y Durham. Después se atraviesa una de las comarcas fabriles más interesantes, la de Hallamshire, donde campea Sheffield, la metrópoli de los cuchillos. Sin detenerme recorro esta región contemplando la inmensa crestería de chimeneas humeantes que por todas partes se ve. Y luego llego a Birmingham, ciudad populosa, una de las más trabajadoras y opulentas de Inglaterra. Un poco más alegre que Manchester, se le parece en la febril animación de sus calles, en la negrura de sus soberbios edificios y en la muchedumbre y variedad de establecimientos industriales. La estación de este formidable emporio industrial es de tal magnitud, hay en ella un vaivén tan vertiginoso de trenes y gentío tan inquieto, que no me extrañaría que perdiera el sentido quien, desconociendo la lengua y las costumbres, quisiera indagar una dirección en aquella Babel de los caminos humanos...   Cuando el pintor inglés John Martin (1789-1854) quiso representar una imagen de cómo debía ser el fin del mundo, se inspiraría en la negrura humeante y despiadada del horizonte más desolador de la región inglesa de Birmingham.

Había visitado el pintor británico el llamado País Negro, una zona de la West Midlands situada entre Birmingham y Wolverhampton. Durante la Revolución Industrial del siglo XIX se convirtió esa región en una de las zonas más ferozmente industrializadas de Inglaterra. La denominación País Negro (Black Country) fue una expresión del año 1840 que  debía su nombre a la gran cantidad de hollín negro de las abundantes chimeneas industriales de la región. Y es así como, en el año 1853, crearía el pintor John Martin su apocalíptica obra denominada El fin del mundo. En una de las reseñas que el Tate Gallery dedica a este cuadro hace mención al libro del Apocalipsis: Y vi cuando abrió el sexto sello y se produjo un gran terremoto, y el sol se puso negro como un saco de crin y la luna entera se puso como sangre; y las estrellas del cielo se cayeron a la tierra como deja caer sus brevas la higuera por el viento. Y el cielo fue cediendo como un rollo que se envuelve y todas las montañas e islas fueron removidas de sus lugares. Y los reyes de la tierra y los ricos y los fuertes y todo siervo y todo libre se escondieron en las cuevas y entre las peñas de las montañas. Y decían a las montañas y a las peñas: ¡caed sobre nosotros y escondednos de la faz de aquel que está sentado sobre el trono!; porque ha llegado el gran día de su ira y, para entonces, ¿quién podrá sostenerse en pie? 
 
Los motivos inspiradores de su Arte hacen a los pintores de un virtual enlace entre un mensaje consistente -la obra de Arte- y un ser necesitado de sosiego, de algún tipo de tregua existencial -el espectador de la obra-. Así, buscaremos entonces en el Arte de un modo inconsciente la reconfortante sensación tan necesitada de un alivio existencial. Esté plasmado ese alivio estético entre las obras protegidas por los muros decorados de museos fervorosos, o entre las láminas coloreadas de algún catálogo infrecuente, o entre las páginas virtuales y cercanas de un ubicuo internet. Por eso internet -sus imágenes de Arte- nos reconfortará y ayudará a encontrar lo requerido cuando sintamos, por ejemplo, la insidiosa orfandad de una estética... Nos acercará así a la creación determinada que se aviene generosa a calmar nuestro espíritu anheloso. Y el Arte que veremos nos descubrirá entonces el auxilio del talento, del color, de la forma y del contraste de algún mensaje estético solvente. Esta es la tregua del Arte. Una tregua que necesitaremos a veces entre la acción y la emoción de una vida desatenta.

Cuando el pintor francés Manet quiso expresar la ceremonia plástica de un instante emotivo, pensó que nada lo haría mejor que impresionar ese instante con los propios sujetos que lo miran... Su obra El ferrocarril trata de plasmar la estremecedora entrada de un tren en su estación parisina. Pero, sin embargo, nada en la obra representa una estación ni una línea de ferrocarril, ni un tren siquiera. Sólo veremos a dos personas en el plano de la obra. Una joven sentada que nos mira indolente y una niña -que mira lo que no vemos- de espaldas a nosotros. Esta observa a través de la reja lo que parece una estación. Una enorme nube de humo -lo único que insinúa lo titulado- oculta parte de ese fondo apenas presentido. Un fondo donde no vemos nada que aclare lo que oculta la obra. Porque ahora no vemos más que rejas, edificios y plantas. Pero el autor lo dejará claro con su título: lo que pinta es un ferrocarril. Lo mira la niña pequeña que nos ayudará a entenderlo. Incluso, su hermana nos confunde, ¿por qué no se sorprende también y mira lo que pasa detrás de ella? Pero no, porque ella sólo es ahora una modelo sosegada -como nosotros, receptores de la tregua del Arte-, lejos totalmente del feroz acontecimiento de su espalda.

La obra La buenaventura del pintor modernista español Romero de Torres nos muestra ahora, sin embargo, los gestos pasionales de un deseo representado. Con la imagen del conjunto y un primer plano que parte sale del encuadre, vemos a una echadora de cartas y a una joven distraída. Al fondo se refleja ahora la acción principal de la obra: el abandono pasional de una pareja enamorada. Luego ella se lamenta y se sitúa, compungida, resignada y melancólica, frente a la sonrisa insidiosa de una aviesa adivina. La creación maneja aquí dos tiempos distintos en dos escenarios contrapuestos. Pero sólo el paisaje de uno de ellos existe ahora, subordinado, en el universo pictórico del otro. Ambos escenarios comparten la misma historia pero sólo ahora uno existirá realmente. Y existe ahora porque el otro lo requiere así. Sirven ambos para transmitir lo mismo porque son lo mismo y son dos cosas diferentes. Y el Arte lo consigue hábilmente porque nos devuelve tanto un sentido como el otro. Del mismo modo que antes en la obra de Manet, ahora también lo acabaremos entendiendo... Como entendemos que la vida y el Arte no son más que dos instantes solapados de una misma experiencia existencial. Una -la vida- que vivimos claramente y otro -el Arte- que requerimos a veces para poder sobrellevarla, calmarla, asimilarla, sublimarla o amarla.

(Óleo El Ferrocarril, 1873, Manet, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Cuadro Crepúsculo sobre un lago, 1840, Turner, Tate Gallery, Londres, aquí el pintor romántico Turner nos presenta una escenario indefinible, tan sólo el color recrea lo que la imaginación alumbra vagamente; Obra del pintor británico John Martin, El fin del mundo, 1853, Tate Gallery, Londres; Óleo La buenaventura, 1922, Julio Romero de Torres, Museo Thyssen, Málaga.)

20 de octubre de 2012

Renacer, volver a ser otro, ese es el auténtico renacimiento, algo que Arte alguno nunca podrá conseguir.



En el bíblico paraíso terrenal habitarían todo tipo de especies animales, fieras o no. Aunque, también cada cual obedecería a su propio instinto equilibrado o a su buen hacer biológico... o espiritual. Y así de bien funcionaría todo hasta que, de pronto, algo muy grave sucediera por entonces. Una de aquellas especies de aquel paraíso, una de las aves más extraordinarias habidas jamás, de colores brillantes y destacados, anidaría además beatífica y candorosa en lo alto de un espléndido rosal de ese paraíso. Pero poco después todo ese mundo idealizado se trastornaría por el descalabro fatal de un equilibrio inexistente. Porque cuando el hombre y la mujer eligieron -azarosos- ser libres y hacer su propia voluntad fueron condenados, inapelablemente, a abandonar de inmediato el edén paradisíaco. Y entonces un ángel flamígero con su espada decidida e insensible acompañaría, impasible, a los dos seres al final del paraíso. Pero de la invencible espada de ese ángel brotaría una chispa peligrosa, un rayo llameante que prendería fatalmente el inseguro nido de aquel ave extraordinaria. Ardería entonces todo el nido y lo que dentro de él había. Pero, por haber sido tan piadoso, por haberse negado a tomar parte en aquella perdición paradisíaca, a este ave desgraciado se le concedieron varios dones. El más importante acabaría siendo una inmortalidad peculiar: poder renacer siempre de las desprendidas cenizas de su sacrificio. Cuando sintiera que llegaba el momento de morir volvería a crear su nido confiado, colocaría en él su nuevo huevo, y, tres días después, empezaría a arder todo su cuerpo como entonces. El ave Fénix se consumiría así, de nuevo, por completo. Luego, del huevo inusitado renacería el mismo ave antes consumido, siempre ahora único, siempre permanente y siempre redivivo.

Para el ser humano su mundo personal no se limitará solo a los acontecimientos de su pasado, sino que deberá incluir también las enormes posibilidades de un futuro por vivir. Porque éste está ahí siempre para nosotros. Aunque no lo sepamos aún. Sin embargo, es nuestro antes de que exista. Debemos proyectarnos hacia él porque esa proyección es lo que nos hace, entre otras cosas, humanos y nos distingue de las demás especies terrenales. Lo que nos diferencia de sólo existir, de sólo habitar o de sólo vegetar. No debemos perder nunca esa sensación renacedora. Si lo hacemos estaremos condenados al despiadado pasado insidioso, a su poder subyugante, engañoso y devastador. El historiador y mitólogo francés Pierre Grimal dejaría una vez escrito esto: La leyenda del Fénix concierne a la muerte y al renacimiento de esta ave. Es única en su especie y no puede reproducirse como las demás. Cuando siente aproximarse su fin comienza a acumular plantas aromáticas y fabricará su nido. Hay dos versiones mitológicas: una que dice que se prendería fuego a su olorosa pira y que de sus cenizas surgiría un nuevo ave; otra que el Fénix se acuesta en el nido y muere impregnándolo en su propio semen. Entonces nace el nuevo ave y, recogiendo el cadáver de su padre -su otro yo de antes-, lo encierra en un tronco hueco que transporta hacia la ciudad de Heliópolis y lo deposita en el altar del Sol. Una vez alcanzado el altar del Sol el ave planea afuera a la espera que se presente un sacerdote. Cuando ha llegado el momento, éste sale del templo y compara el aspecto del ave con un dibujo representado en los textos sagrados. Sólo entonces comienza a quemar el cadáver del viejo fénix. Terminada la ceremonia el joven fénix reemprende el vuelo hacia Etiopía, donde vivirá alimentándose de incienso hasta el término de su existencia.

Al final de su vida el escritor ruso Dostoievski escribiría una novela fascinante y sorprendente, desgarradora a la vez que sensible, demasiado humana para todos o demasiado real para nosotros: Los hermanos Karamazov (1880). Dostoievski incluía siempre en sus relatos una aguda observación psicológica y moral, amén de una atrayente narración genial e inevitable. Pero conocía como pocos la auténtica naturaleza humana de la que estamos hechos. El escritor ruso opinaba que uno de los principales problemas de la sociedad de su tiempo (pleno siglo XIX) era la pérdida del valor espiritual y de su sentido en el mundo. Sostenía que los seres buscan la salvación en la obsesiva ideación de recrear un paraíso material fundado en la impasible razón o en la insensible voluntad. Temía el novelista que la falta de espiritualidad llevara a una tiranía tanto personal como colectiva. Su propia vida le había enseñado que sólo mediante el sufrimiento y la virtud quedaría el alma de cualquier ser purificada. En una de las ocasiones más dramáticas y esclarecedoras de la novela uno de los hermanos protagonistas, Dimitri Karamazov -un ser atormentado acostumbrado a sufrir a pesar de sus buenas intenciones-, se enfrenta a un juicio por el asesinato de su padre. Es injustamente acusado -con la prueba aviesa de un malévolo ser que le envidia- solo por una emoción intencional (su padre era un personaje cruel y despiadado con el cual él siempre se enfrentó), pero no por un hecho real (jamás haría daño a nadie, ni siquiera a su cruel padre). Entonces se dirige al tribunal inflexible y frío de su jurado diciendo, más o menos, algo así: ¡Aún quiero vivir, aún siento unas enormes ganas de vivir! He cometido injusticias, he pagado y pagaré por ello. Pero soy inocente de lo que se me acusa, yo no lo he hecho. ¡Castíguenme por mis propios delitos! Porque, sin embargo, ahora lo comprendo todo: sin castigo no hay salvación y sin salvación no hay renacimiento.

(Cuadro surrealista de Salvador Dalí, Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo, 1943, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Rusia; Grabado del antiguo Egipto con la representación del Ave Fénix; Fresco de Miguel Ángel, Expulsión del Paraíso, 1484, Capilla Sixtina, Roma; Aguafuerte del creador Paul Klee, Fénix anciano, 1905, Múnich, Alemania; Representación medieval del Ave Fénix; Pintura del pintor alicantino Ramón Pérez Carrió, Fénix, 1988; Óleo del pintor ruso Vasili Perov, Retrato de Fiodor Dostoievski, 1872.)

16 de octubre de 2012

Las manos como obsesión y como reconocimiento, como locura y como Arte.



Cuando el pintor gótico medieval Hugo van der Goes (1440-1482) sufriera, a los treinta y cinco años de edad, una crisis muy profunda de conciencia, desearía entonces recluirse solo en el monasterio agustino flamenco de Rouge Cloitre. Este cenobio religioso, cercano al bosque de Soignes (actual Bélgica), era conocido por el artista pues su hermano, Nicolas van der Goes, había profesado en él. El abad del monasterio acogería cordialmente al gran pintor gótico, alguien que, sin ser siquiera ordenado fraile, le sería permitido habitar en las estancias de los monjes, pudiendo recibir clientes, encargos artísticos y visitas de amigos. Seis años después de esa reclusión voluntaria, en el año 1481, saldría del cenobio para viajar hasta la ciudad alemana de Colonia. Pero a su regreso al monasterio no pudo controlar la enorme angustia que, de pronto, le sobrevino a su espíritu inquieto. Un acceso de locura asolaría al genial pintor gótico entonces. Únicamente pensará él ahora en suicidarse, en dejar de vivir su vida como fuese. La idea obsesiva de creer estar destinado al infierno le llevaría a una crisis personal y psicológica inevitable, un proceso del que no se recuperaría nunca.

En el monasterio belga conseguiría prolongar su vida tan solo un año más. En ese tiempo no se sabe si crearía o no alguna que otra obra de Arte, ya que no existen datos de que pintara van der Goes más allá del año 1480. Finalmente, fallecería el pintor gótico-renacentista un día desconocido del año 1482, a los cuarenta y dos años de edad, después de no haber podido superar su fatal angustia vital y espiritual. Realmente no se sabe, incluso, si habría pintado en los años previos al final de su vida; si lo hizo, lo hizo muy poco comparado con la gran producción artística desarrollada durante los años 1465 y 1478. A lo largo de la historia, obras del Arte gótico-renacentista le habrían sido atribuidas, erróneamente, a él. En la National Gallery de Londres, por ejemplo, existe una obra, denominada La muerte de la Virgen después de Hugo van der Goes, datada en el año 1500 y de un autor desconocido. Había sido atribuida a él después de haberla sido también a otros posibles autores, pero, al final, la obra del National Gallery aún no ha podido ser relacionada no ya con él, sino con ningún otro autor conocido.

En la Colección Real de la corona británica existe el conjunto artístico-pictórico denominado Paneles del Altar de la Trinidad, una extraordinaria composición de Hugo van der Goes del año 1479. En la representación divina de la Trinidad tuvo el creador flamenco la osadía de pintar entonces a la primera persona -Dios Padre- con los rasgos juveniles propios de la segunda, el Hijo. Posiblemente ese atrevimiento le hubiese costado un disgusto a su autor sólo un siglo después... ¿Sería tal vez por esto, por ese atrevimiento teológico suyo, por lo que el pintor pensara en su condenación inapelable? Pero es una realidad que la libertad artística del siglo XV superaría en estas y otras cuestiones a tiempos posteriores en el Arte, siendo además, curiosamente, este periodo una etapa artística demasiado subrayada por representaciones exclusivamente religiosas. Pero, son ahora las manos, las manos de sus personajes retratados lo que obsesionaría tal vez al pintor flamenco. Por ejemplo, en su auténtica obra Muerte de la Virgen, del año 1480, todos los personajes dibujados en la pintura gótica muestran ahora aquí sus manos representadas, o las dos o una, pero todos ellos las mostrarán claramente. Algo extraordinario y difícilmente repetible -o abundante- en otras obras pictóricas de la Historia del Arte. Porque para Hugo van der Goes las manos debían ser el símbolo por excelencia del ser humano. Lo que le da su cualidad humana y le permite, además, poder crear así cosas hermosas con ellas. Cuando se encontraran los críticos con algunas obras de Arte parecidas a su especial creación gótica, a su peculiar estilo pictórico, pero que no supieran con certeza asignar su atribución a un autor conocido, debían entonces únicamente haber mirado atentos ahora la pintura medieval: si en ella hubiesen destacado muchas manos de sus personajes retratados..., de seguro que no se hubieran equivocado, ninguno de aquellos, de ningún modo, al asignar la autoría de la obra gótica, definitivamente, al gran pintor flamenco Hugo van der Goes.

(Detalle de la obra central del Tríptico de Polinari, Hugo van der Goes, Uffizi, Florencia; Tabla central del Tríptico de Polinari, 1478, Hugo van der Goes, Uffizi; Representación completa del Tríptico de Polinari; Paneles del Altar de la Trinidad, 1479, Hugo van der Goes, Colección Real, Londres; Óleo La locura de Hugo van der Goes, 1872, del pintor belga Emile Wauters; Pintura Muerte de la Virgen, 1500, anónimo, National Gallery, Londres; Pintura sobre tabla Muerte de la Virgen, 1479-80, Hugo van der Goes, Brujas, Bélgica.)

14 de octubre de 2012

Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que haya soñado tu filosofía...



Europa resultó inusualmente fría durante aquel verano del año 1816, los pozos alemanes se congelaron en mayo y en agosto cayó nieve cerca de Londres. Un enorme penacho de gas y cenizas procedente de la erupción del Tambora, un volcán indonesio, atravesó el mundo. Fue la mayor erupción jamás registrada y, directa o indirectamente, cambiaría por entonces muchas vidas de manera irrevocable...  Efectivamente el año 1816 fue el año sin verano. La gran cantidad de polvo y cenizas que esparció a la atmósfera la erupción del volcán de la isla de Sumbawa en Indonesia, producida entre el 5 y el 15 de abril del año 1815, provocaron una alteración climática extraordinaria al año siguiente en Europa. La luz solar sería atenuada peligrosamente y la temperatura de la Tierra disminuiría en el hemisferio norte tanto como hacía muchos milenios atrás hubiera sucedido. Pero las consecuencias no sólo fueron climáticas por entonces... Unos seres humanos alumbrados por la pasión romántica de una época escindida por entonces entre la fría ilustración, la revolución fallida y la resaca reaccionaria posterior, llegaron aquel verano del año 1816 muy cerca de los Alpes suizos y tuvieron que refugiarse en una casa al calor de unos fuegos acogedores. Aislados por la nieve, se vieron obligados a permanecer guarecidos y calientes sin poder salir de su refugio. Esos seres fueron los poetas Byron y Shelley, la mujer de éste, Mary, y el médico de aquél, Polidori. Los cuatro, encerrados y resignados, decidieron entonces ocupar el tiempo en componer cada uno de ellos la historia más tenebrosa que se pudiera contar. 

Bajo esos momentos de sorpresa y temor la apuesta literaria de los cuatro se dejaría llevar ahora por el terror y el miedo. Los relatos debían procurar sentir las emociones propias de un mundo sobrehumano imposible de entender sólo con elementos racionales y lógicos. Todos escribieron su historia de miedo, pero, de aquella experiencia literaria, sólo una joven desconocida, Mary Shelley, conseguiría crear el relato de terror más famoso de todos, Frankestein o el moderno Prometeo. Sin embargo el poeta Lord Byron comenzaría también uno de sus mejores dramas poéticos románticos, Manfred, un relato de ficción que, aunque no llegara a conseguir tanta popularidad como el de Mary Shelley, acabaría siendo uno de los legados románticos más influyentes de esta subyugante, rompedora y arrebatadora tendencia artística. Contaba el filósofo y escritor inglés Bertrand Russell que cuando consideramos a los hombres no como artistas o descubridores, no como simpáticos o antipáticos sino como fuerzas influyentes en los demás, como cambio social en los juicios de valor o en las actitudes intelectuales encontramos que necesitaremos reajustar nuestra apreciación real hacia ellos. Entonces muchos personajes no sean ya tan importantes como nos hayan parecido antes y otros, sin embargo, serlo aún mucho más de lo que fueron. Entre los hombres cuya importancia es mucho mayor de lo que parecía, Lord Byron -decía el filósofo Russel- merecería un más alto lugar que el que tuvo.

A pesar de una infancia desafortunada y acomplejada además por una secuela física en su pie derecho, ofuscado por la separación de sus padres o por la crueldad de una madre exigente, pudo vivir como quiso gracias a la herencia fabulosa de un tío solitario. Enfrentado a sus iguales nobiliarios y a una sociedad rígida e intransigente, abandonaría Inglaterra con veintiocho años para no regresar jamás. Su pensamiento y lúcida idea de la vida expresados en su obra competiría con los más grandes pensadores de su siglo. Fue junto a Napoleón y Goethe uno de los personajes más influyentes de su tiempo. Nietzsche, el gran filósofo alemán,  que apreciaría especialmente al poeta británico, en uno de sus escritos nos dice el filósofo acerca de la verdad: El desarrollo de la humanidad nos ha hecho tan dolorosamente sensitivos que necesitamos el tipo más elevado de salvación y consuelo; de donde surge también el peligro de que el hombre pueda ahora morir desangrado por la verdad que reconoce. Es así como, años antes, Lord Byron escribía en su drama romántico Manfred estos versos con un sentido semejante: ¡Ah, el dolor debería ser la escuela del sabio! Las penas son conocimiento; los que más saben deberían deplorar más la fatal verdad; el árbol de la ciencia no es el árbol de la vida.

En su drama poético Byron retrataba a su héroe meditabundo fallido, desconcertado, resentido consigo mismo y torturado por la culpa. En Manfred Byron elige la personalidad para su protagonista de un admirado Fausto, aunque en esta ocasión atormentado más por el pasado y la culpa que por el futuro y la dicha. Describiría el poeta romántico con sus versos trágicos toda la sensibilidad metafísica inspirada en aquellos días desolados, momentos con los que, agotados por la sombra de una eterna, fría y oscura noche, sosegarían años después -en su recuerdo romántico- la sentida y dura existencia de su atribulada vida. A cambio, Manfred, su personaje atormentado por la culpa, no quería más sino olvidar ahora todo frente a cualquier posible o anhelado deseo poderoso. Porque es eso lo único que reclama el héroe byroniano frente a las altas cordilleras de los Alpes a los influyentes espíritus del Universo. Lo único que para él sería lo más importante o más necesario en este mundo: el olvido.

- La tierra, el océano, el aire, la
noche, las montañas, los vientos y
el astro de tu destino están a tus
órdenes. Hombre mortal, sus espíritus
esperan tus deseos. ¿Qué quieres
de nosotros, hijo de los hombres?,
¿qué quieres?

- El olvido.


(Fragmento de Manfred, del poeta Lord Byron, 1816)

(Óleo El canal de Chichester, 1828, del pintor Turner, donde describe en su lienzo el creador romántico inglés un atardecer inspirado ya en aquel año sin verano de 1816, cuando la luz solar fue matizada totalmente por una gran nube de cenizas, Tate Gallery, Londres; Cuadro El sueño de Lord Byron, 1827, del pintor inglés Charles Eastlake; Pintura Manfred y la bruja de los Alpes, 1837, del pintor inglés John Martin, Manchester, Inglaterra; Óleo Byron en su lecho de muerte, 1826, del pintor Joseph Denis Odevaer; Grabado con el retrato de Lord Byron, 1818, del litógrafo Henry Meyer y el ilustrador James Holmes, National Gallery, Londres.)

10 de octubre de 2012

El Arte embellece la historia y transformará la leyenda en algo más auténtico y sensible.



Cuando la zarina Isabel I falleciera sin descendencia legítima en el año 1762, dejaría el trono ruso a su sobrino Pedro III. Este zar acabaría siendo derrocado pocos años después por su ambiciosa y desleal esposa, la gran zarina Catalina II. Todo se desarrollaría sin sobresaltos gracias a la intervención de los ambiciosos hermanos Orlov. Grigori, su amante y valedor, y Alexei Orlov, su paladín más atrevido. Como sucediera en otras ocasiones, una mujer se presentaría en París reivindicando el trono ruso. En el año 1772 la hermosa joven Aly Emeté Vladimirskaya acabaría afirmando que era la princesa heredera rusa Yelizaveta Alekseyevna, más conocida como Tarakanova. Poseía un testamento secreto de la antigua zarina Isabel. El testamento real le otorgaba el derecho al trono ruso por ser la única hija tenida con el conde Alexei Razumovski, un consorte-amante de la zarina Isabel I. Por esos años París era un refugio de rebeldes polacos desterrados por Catalina II, así que al conocer éstos la existencia de una opositora no dudaron en apoyarla claramente. Cuando la zarina Catalina tuvo noticia de esa rival -su posible prima política- enviaría a Alexei Orlov a París para que la trajese a San Petersburgo como fuese.

El audaz Orlov citaría a Tarakanova en un barco ruso en un encuentro romántico en el puerto italiano de Livorno. Ella no puede resistir sus encantos y quedaría enamorada de Alexei. Una vez en el barco, territorio ruso, no pudo escapar y partieron hacia San Petersburgo, donde Catalina la encarcelaría en una mazmorra para siempre. Fue encerrada en la primavera del año 1775 en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, un castillo situado a orillas del caudaloso y peligroso río Neva. Allí padecería los momentos más terribles y angustiosos de su vida hasta que una tuberculosis fatal la debilitara y acabara falleciendo en diciembre de ese año. Sin embargo, el Romanticismo ruso del siglo XIX la retrataría orgulloso como si de una gran heroína se tratase, víctima despiadada de las crueldades del absolutismo reaccionario de Catalina la grande. Y el pintor romántico Konstantin Flavitsky la pintaría subida al lecho de su cárcel justo en una de las crecidas más espantosas del río Neva. Entonces desolada, vencida por completo, totalmente perdida y abatida en su celda, entregaría Tarakanova su vida sin salvación posible a las heladas aguas del río ruso.

Pero algo no concordaba con la historia retratada: nunca crecida alguna se produjo en ese ni en el siguiente año en el río Neva. El aumento trágico de sus aguas sucedería en el año 1777, dos años después de fallecer la desgraciada princesa Tarakanova. Pero eso no importaba al Arte y a su glosa épica enaltecedora del momento dramático más encumbrador de emociones. Esas emociones que expresaron entonces los pintores rusos al apreciar el sacrificio de una vida inocente a manos de un poder tiránico para mancillar la debilidad heroica de una sagrada belleza. Porque la realidad no habría sido lo suficientemente útil para poder representar el sentido romántico necesitado. Otro pintor ruso trataría de llevar, a cambio, la realidad cruda de la vida a niveles indecentes con la emoción romántica, siendo ahora absoluta y sórdidamente fiel a lo acontecido. Tan fiel y verosímil fue la realidad de lo que representaban sus obras que hasta algunos oficiales rusos quisieron prohibirlas. Pero el pintor ruso Vaslily Vereshchagin no dudaría en retratar la triste -nada emotiva ni épica ni romántica- realidad de la guerra y de sus sufrimientos. Al Arte realista de entonces no le interesaba ya representar el gesto dramático inventado, aunque fuese tan emotivo.

Con el Arte se consigue todo eso: retratar lo sórdido, lo verídico, lo terrible o lo acongojador, pero, también lo excelso, épico o más inspirador de emociones románticas, aunque éstas sean provocadas por la manipulación de la historia y sin ser fiel a la verdad. Pero, sin embargo, todo es posible gracias a la libre sutilidad artística del Arte. Hasta la belleza expresada a medio camino entre la realidad, la emoción, la falsedad y el virtuosismo artístico. El pintor ruso Fyodor Bronnikov consigue todo eso -dureza realista y emotiva belleza romántica- con una obra decimonónica muy diferente. En su obra de Arte  Los crucificados de la antigua Roma, entre las trazas estéticas de un escenario verosímil y realista, entre las duras y crueles realidades también de una historia antigua despiadada, aparecen ahora, sin embargo, la subyugación más emotiva de una escena inspirada por sensaciones muy románticas. Y lo es por ser tan estética como sensible o evocadora su composición, pero, al mismo tiempo, por ser la obra muy verosímil, muy realista y completamente fiel a la realidad histórica.

(Óleo Muerte de la princesa Tarakanova, 1864, del creador ruso Konstantin Flavitsky; Retrato de Konstantin Flavitsky, 1866, del pintor ruso Fyodor Bronnikov; Fotografía de la Fortaleza rusa de San Pedro y San Pablo, a orillas del río Neva, San Petersburgo, Rusia; Cuadro La apoteosis de la guerra, 1871, del pintor ruso Vasily Vereshchagin, Moscú; Pintura de Vasily Vereshchagin, Requiem por los muertos, 1874, Moscú; Óleo Ataque inesperado, 1871, Vasily Vereshchagin, Galería Tretyakov, Moscú; Óleo Los crucificados de la antigua Roma, 1878, del artista ruso Fyodor Bronnikov.)

5 de octubre de 2012

La sinuosa vida retratada entre dos paisajes sin ruptura, o el maravilloso enigma de Giorgione.



Cuenta el historiador de Arte -y pintor del siglo XVI- Giorgio Vasari en su libro Vida de los mejores creadores sobre el pintor del Renacimiento Giorgione: Mientras Giorgione atendía a honrarse a sí mismo y su patria en el mucho conversar que hacía para entretener a sus amigos, se enamoró de una mujer y mucho gozaron el uno del amor del otro. Ocurrió que en el año 1510 ella se contagió de la Peste, pero Giorgione, ignorante de su enfermedad, siguió tratándola y acabó contagiándose él mismo. De forma que, en poco tiempo, a la edad de 33 años pasó a la otra vida no sin dolor de sus amigos que le amaban por sus virtudes.  En el año 1504 la peste asolaría Venecia y sus terribles efectos acabarían por llevarse a miles de personas en la región de la Serenísima República. Entonces Giorgione (1477-1510) se decide a realizar una de sus últimas obras de Arte, Tramonto (Puesta de sol), un paisaje tan enigmático como casi todas sus obras renacentistas. Pero este alarde artístico fue sobre todo un homenaje a las víctimas de esa cruel enfermedad infecciosa. Los paisajes no eran a comienzos del siglo XVI un motivo principal para las obras clásicas de Arte. Pero aquí el gran creador veneciano pintaría lo que, para él, debería ser la mejor representación de la vida por entonces: un paisaje con los colores luminosos del cielo y del mar venecianos, de la vida maravillosa y prodigiosa. Sin embargo, toda esa vida maravillosa la reflejaría el pintor ahora detrás de lo que la atormentaba por entonces: la sórdida y tenebrosa enfermedad aún desconocida, una mortífera y despiadada amenaza que arrasaba a los seres humanos en un mundo que desconocía por completo su remedio.

Es por lo que el escenario más cercano, el primer plano de la obra, es ahora aquí el más oscuro y tenebroso, lleno de dolor y sufrimiento pero también de virtudes humanas muy compasivas. En un primer plano aparece la figura joven de un santo medieval, san Roque. Él está ahora sentado recibiendo las atenciones curativas de otro santo, san Gotardo, un monje vagabundo al que se invocaba por entonces para sanar ciertas enfermedades. Pero san Roque sería también un personaje adscrito a los venerables hombres santos dedicados a la curación. Aquí es ahora invocado realmente contra la peor de las epidemias que existieron por entonces: la Peste. Siempre era este santo representado herido en su pierna izquierda por el mal infecto que pretendía remediar. En los años treinta del siglo XX se realizaron análisis de algunos cuadros de Giorgione para confirmar su verdadera autoría. En esta obra se realizaría una restauración de una parte de su extremo lateral derecho, por entonces muy deteriorada. Consecuencia de esa limpieza apareció un nuevo personaje ahora en el cuadro: la figura apenas esbozada de un san Antonio Abad oculto, justo a la derecha de san Jorge y su caballo, entre las rocas de una cueva. Así que, a partir de entonces, se le cambiaría el título a la obra de Giorgione...  San Jorge luchando contra el dragón sería el tercer santo mencionado en la obra renacentista (dejando afuera del título a la menor figura del monje Gotardo). Esta fue, san Jorge, la figura iconográfica fundamental para enfrentarse al terrible mal desconocido, al dragón más infecto, al más feroz y sanguinario mal, al más oculto de todos los males o al más misterioso de ellos: la enfermedad pavorosa y sanguinaria de la Peste.

Pero Giorgione no quiere, sin embargo, reconocer ni plasmar en su obra de Arte solo ese mal en todo lo que represente en su creación renacentista. Su intuición le hace enmascarar la enfermedad ahora  con el dulce y sosegado paisaje del fondo de la obra, detrás justo del paraje confuso, desconsiderado, enigmático y sórdido del primer plano de la misma. Pero, tampoco tanto porque no hay una frontera muy clara entre un paisaje y otro. Porque la terrible enfermedad no distinguiría nada, no habría fronteras para ella, a todos alcanzaría por igual con su mal infecto. Por esto el pintor renacentista sublimaría la escena con el enigma y la confusión más serena de un misterio incomprensible. ¿Qué misterio es ese? Pues que la vida maravillosa continúa y continuaría luego a pesar de todo... Que las cosas desastrosas pasarán y que entonces los colores de la vida volverán -no se han ido incluso- a relucir como antes y como siempre lo hicieron. Que todo pasará. El pintor veneciano plasmaría entonces su inspiración artística en un paisaje tan aséptico como inmortal, tan sórdido y tan bello como esperanzado... Pero, sin embargo, la genialidad tan inspirada de Giorgione llegaría luego hasta justificar su obra con su propia vida malograda. Cinco años después de terminar la obra de Arte, fallecería el pintor renacentista de la misma enfermedad infecciosa que tratara apenas de ocultar en su pintura misteriosa, entregando así su propia creatividad a lo que él mismo supuso por entonces como algo muy sinuoso, muy taimado y vilmente engañoso. Algo, la terrible enfermedad mortífera, del todo natural como la vida misma, sin embargo, muy propio de ella, muy vivo y desdeñoso, pero, a la vez, algo muy cruel,  muy desconsiderado y totalmente misterioso.

(Óleo Paisaje con San Jorge, San Roque y San Antonio -Tramonto-, 1505, del pintor veneciano del Renacimiento Giorgione, National Gallery, Londres.)

1 de octubre de 2012

La guía más misteriosa entre las oscuridades del abismo, la seducción más salvadora y entusiasta.



Las cárites fueron tres hijas míticas del dios griego Zeus que representaban la Belleza, la Juventud y el Esplendor. También todo lo alegre o amable de la vida con la creatividad y la expresividad más convincente y necesaria entre los dioses y los hombres. Su madre Eurinome era muy bella y hermosa y las cárites obtuvieron así sus gracias. Tenían las tres unas hermosas mejillas y resplandecían tanto sus ojos que de sus párpados brotaría ese tipo de amor que aflojaría las piernas de todos cuantos las mirasen. Eran unas diosas benéficas y mediadoras ante los dioses a la vez que inspiradoras del ingenio para las artes humanas. Se las relacionaba con Hermes, el dios de la oratoria poderosa. Por eso los griegos las representaban junto a este dios, como si los discursos necesitaran de lo bello, de lo seductor o de lo ingenioso. A la entrada de la antigua Acrópolis ateniense se situaba un gran relieve en mármol que mostraba cinco figuras juntas y caminando. La primera de esas figuras era Hermes, al que seguían luego las tres gracias o cárites. Pero detrás de ellas -cogido de la mano de una de las gracias- iba un pequeño dios, Yaco, que en la procesión de los misterios de Eleusis se dirige ahora hacia el abismo -el infierno griego- con una antorcha entre sus manos. Aquí, simbólicamente, la antorcha representa las tres cárites. De ese modo Yaco es la estrella que porta la luz de los misterios oscuros, siendo esta luz representada por las tres gracias. Se ha querido identificar al pequeño Yaco con el dios Dionisos, el semidiós alegre, misterioso y desenfadado, hijo de Zeus. 

Cuando en la procesión de los misterios dionisíacos era tomado por los sacerdotes de su santuario en Atenas para ser llevado hasta Eleusis -lugar mágico y místico en Grecia-, debía pasar Yaco antes necesariamente por el río Cefiso. Este río cercano a Delfos estaba consagrado a las tres Gracias, las cuales tenían además su propia celebración o día de caricias -de cárites-, aunque luego acabaría siendo llamada esta celebración día de las Gracias (la conocida fiesta pagana que ha llegado hasta hoy cristianizada como día de Acción de Gracias).  Los misterios ocultos de Eleusis estaban basados en la leyenda de la diosa griega Deméter. Cuando la hija de esta diosa de la tierra, la bella Perséfone, fuese raptada por el dios del inframundo Hades y llevada a los infiernos, el desequilibrio en la Tierra se dejaría sentir fuertemente. La diosa Deméter era la potestad fértil de la Naturaleza, de ella dependía el equilibrio natural de las cosas terrestres. Ante la búsqueda de su hija abandonaría Deméter sus vitales y sagradas labores terrestres. Esta situación no podía durar mucho, ya que la vida en la tierra no soportaría tanto tiempo sin su benéfica intervención. Se helaría todo continente en la Tierra, nada renacería ante la ausencia de la cálida y vivificante Deméter. Al final pudo reunirse Deméter con su hija y convencer a Hades de hacerla regresar a la Tierra. Pero no podía estar ella fuera del infierno mucho tiempo ya que Perséfone había tomado la semilla del fruto pérfido de una granada, un fruto que Hades le había ofrecido intencionadamente antes. Aquel que lo comiera no podía regresar a la vida para siempre. Así que se llegaría al acuerdo de devolver a la vida a Perséfone solo una estación -la primavera- de las cuatro estaciones del año.

En la representación de los misterios de Eleusis había que acudir obligatoriamente a un símbolo radiante, iluminador y creativo para dirigir adecuadamente el trayecto de los humanos hacia el infierno, para ir con seguridad al submundo de los muertos. Pero también debía tener ese símbolo radiante -las tres Gracias- la virtud de la elocuencia para poder seducir a los mortales a querer marchar hacia un abismo como ese. Estos eran unos logros que sólo las tres gracias podían realizar. Sólo ellas eran los únicos seres que los dioses podían enviar a los infiernos para acompañar a los hombres con seguridad. Porque gracias a su belleza, alegría, seducción y mirada fascinante calmarían a la divinidad malvada  del infierno, el temible Hades. El objetivo era convencer a este dios terrible con la dulce, seductora y bella inspiración de las Gracias y auxiliar así a los humanos durante el camino hacia el infierno. Tiempo después, cuando Roma hubo absorbido la mitología griega, se transformaría entonces aquel sentido de las tres gracias. Los romanos cambiaron el nombre de cárites por gracias. También los romanos dejaron de representarlas ya como un sólo concepto -el renacimiento o esplendor armonioso e inspirador de la muerte vertido por los griegos- y pasaron de ser tres igualitarias figuras -Juventud, Belleza y Esplendor- a convertirse en tres conceptos femeninos muy distintos, más acorde con la moral romana tradicional y conservadora. Acabaron siendo denominadas por los romanos como Castitas, Pulchritude y Voluptas, es decir, la Virgen, la Esposa y la Amante. Y de ese modo fueron imaginadas por los pintores romanos y medievales y luego por el Renacimiento y el Barroco. Entonces comenzaron a ser representadas desnudas, abrazadas y tomadas de la mano bajo un halo de mutua protección. Dos miran hacia una dirección y la tercera mira, sin embargo, hacia la contraria. De esta forma se acabaría simbolizando el desequilibrio más estable y esclarecedor de la moral familiar tradicional, un artificio social -la esposa y la novia frente a la vil amante- que serviría para sentar las bases morales de una robusta y eficiente sociedad matrimonial.

(Óleo de Lucas Cranach el Viejo, Las tres Gracias, 1531, Museo del Louvre; Pintura Las tres gracias, 1794, del pintor francés neoclásico Jean-Baptiste Regnault, Museo del Louvre; Escultura clásica griega, Las tres Gracias, Museo del Louvre; Fresco romano, Las tres gracias, Pompeya, Italia; Relieve Hermes y las Cárites, siglo V a.C., Museo de la Acrópolis, Atenas.)