27 de abril de 2015

El Arte en su sublimidad más oculta, en el único sentido que tiene, en lo que es.




¿Por qué se empezaría a pintar?, ¿qué se pretendía con ello, decorar, aliviar la vista, entretener, mejorar las paredes de sus desconchones...?  Sucede que la historia -en la Pintura sobre todo- presenta tres grandes momentos artísticos diferentes: el período clásico grecolatino, el período medieval y a partir del Renacimiento. El gran intervalo medieval dejaría a la Pintura sin sentido fuera del orbe religioso y sin evolucionar técnicamente tampoco. No es que la técnica no existiera antes del siglo XV para hacer lo que se hacía en el período clásico, es que la historia no dejaría que eso se hiciera con tanta libertad creativa hasta llegado el Renacimiento o poco antes. Entonces, cuando el mundo comenzara a dejar atrás las rígidas formas de expresar, el ser humano encontraría la excusa perfecta para representar con belleza cosas que no fuesen palabras -habladas o escritas- y transmitieran sensaciones que describieran sutilmente conocimiento, trascendencia o misterio. Cuando el joven pintor español Velázquez quiso componer una obra maestra habían pasado ya más de ciento cincuenta años desde que el Arte gótico evolucionara. Caravaggio, por ejemplo, hacía doce años que había fallecido, y el maestro español pensaría que esa forma de crear de Caravaggio era la misma que él presentía como la mejor forma de hacerlo. El naturalismo pictórico llevado al máximo y la luz llevada al mínimo. Esa era la manera más sencilla de representar la vida de los hombres, con sus costumbres más vulgares o sus aspectos más miserables.

Y todo eso fue lo que el pintor italiano del claroscuro más prodigioso -Caravaggio- había hecho antes que él. Y entonces piensa Velázquez en realizar una escena así, tan caravaggiesca, tan sorprendente y tan poco sofisticada para la sociedad de su época; sin otros alardes estéticos que el de la perfecta realización pictórica realista con sus perfectas formas clásicas. Con las auténticas texturas que de las cosas pintase Velázquez como para parecer estar ahí mismo el sujeto que las viese, justo al lado o dentro mismo de la escena retratada. Y pinta la figura de un vulgar aguador sevillano ofreciendo pulcramente, sin embargo, su líquido producto. Lo realiza Velázquez apenas con veintitrés años en su etapa sevillana, aunque la obra fuese elaborada para un funcionario sevillano de la corte del rey Felipe IV poco antes de marchar a Madrid. La pintura El aguador de Sevilla acabaría así en las paredes madrileñas de don Juan de Fonseca, sumiller de cortina del rey -cargo inferior al de capellán del monarca- para pasar, tiempo después, por varios aristócratas hasta llegar al Palacio Real del Buen Retiro, donde se inventarió en el año 1700 como El corzo de Sevilla. Años después, terminará en el nuevo Palacio Real de Madrid reconstruido por el rey Felipe V. Allí descansaría casi un siglo hasta que el rey napoleónico José I en su huida de Madrid, luego de ser derrotado -en la guerra de la Independencia- por el general Wellington, tratara sin éxito de llevarse el cuadro como botín a Francia. El rey español Fernando VII en agradecimiento por su victoria le regalaría la obra al ufano general británico. Para cuando el lienzo llega a Londres todo el mundo pensaría entonces que se trataba de una obra del genial Caravaggio.

Pero no era del genial italiano sino del genial español. ¿Por qué se llevaría José Bonaparte esa obra tan vulgar con ese viejo aguador tan feo y desarrapado, al que acompaña un jarrón de barro tan toscamente rural? ¿No tendría otras mejores obras de Arte que llevarse? Claro que las tuvo y también se las llevó. Pero de todos modos decidió llevarse El aguador. ¿Por qué? Las imágenes aquí reproducidas no hacen justicia a la extraordinaria obra barroca, pero son las únicas posibles. El lienzo original se encuentra en el Museo Wellington de Londres y, a menos que se pueda visitar, no existe una web que permita visionar sus obras de Arte expuestas en alta resolución. Hay que hacer un esfuerzo por imaginar las enormes posibilidades cromáticas que de la confección de una obra como esta puedan percibirse. ¿Qué decir de las virtudes pictóricas de la obra de Velázquez? ¿Se puede pintar mejor algo tan simple y vulgar como eso? Está claro que la magistral textura y original composición de la obra fue uno de los motivos por lo que el efímero monarca español de origen francés arrebatara el cuadro. Pero no fue el único. Velázquez fue mucho más que un pintor barroco correcto, persiguió crear buscando siempre un sentido metafísico al Arte.  El sentido que tiene realmente, o que él sabría debía tener. Fue alumno de un maestro erudito -Pacheco- y además leería las obras humanistas que se publicaban en esos años del siglo XVII. El hecho es que todas sus obras de Arte tienen una sublime lectura no muy transparente o definitiva. Pero es que eso debe ser así en una obra artística: nada importante de representar en un cuadro es celebrado por su limitado sentido. Los símbolos, mensajes o sensaciones intuitivas de las obras de Arte encierran las mismas contradicciones que pretenden dilucidar. Es así porque en el Arte se deviene hilvanando permanentemente el sentido de la obra. No puede éste desaparecer nunca. Mañana se debe ver otra cosa diferente de lo que hoy vemos, y luego, más adelante, otra más. Así todo se trastoca para llegar a comprender que aquel sentido oculto de antes que ya habíamos percibido se habría confundido vagamente. Sin embargo, quedará para siempre magnificado ese sentido indefinible de la obra, pervivirá latente para siempre el mensaje tan oculto de su sublimidad.

El artístico y fascinante número tres vuelve otra vez -como en otras ocasiones- como símbolo iconológico determinante. En la obra de Velázquez hay tres figuras humanas y tres figuras materiales. Tres recipientes artificiales que contienen ahora el mismo elemento que une, sin embargo, las seis figuraciones representadas: el agua. Porque es el agua ahora aquí una medida antropológica. Aparte de ser un elemento importante de la vida, el agua determina en la obra barroca otra cosa más que un mero poder vivificador. Las tres figuras humanas retratadas por Velázquez son un hombre maduro, un niño y un hombre joven. Los dos primeros están juntos y enfrentados, son los que se ven en primer plano claramente. El hombre más joven apenas se vislumbra ahora entre las sombras de un segundo plano casi inexistente. Representan las tres edades del hombre, algo por otro lado muy habitual en el Arte. Los pintores Tiziano y Giorgione lo habían pintado mucho antes, otros, menos conocidos, también. Siempre se trataba de representar tres seres humanos en tres edades distintas. Pero, aquí además el pintor español los relaciona ahora con otra cosa: con el agua. ¿Por qué? La humedad líquida del agua es evidente y visible en la obra. Debe serlo para los efectos artísticos realistas del naturalismo barroco. El pintor español compuso antes otra obra semejante -actualmente en la Galería florentina de los Uffizi-, pero en esa otra obra el agua no se reflejaba de forma tan evidente o no se percibía su sensación líquida tanto. Porque en su obra del año 1622  sí se transmite la brillantez del agua en sus tres recipientes pintados. Hasta tres gotas se ven con un realismo impactante en la gran vasija redondeada del cuadro, un efecto provocado por la sudoración en la propia atmósfera del lienzo. De los tres envases que contienen agua dos son de barro y uno de cristal. Pero del tercer envase utilizado por el hombre joven está compartiéndose ahora su contenido interior dentro del mismo hombre. No significa el envase nada en sí mismo en la obra, solo demuestra la decidida necesidad del ser adulto por beber agua imperiosamente. Cosa que el niño aún no hará con el suyo, ya que deja el pequeño pasar un tiempo antes de comenzar a desocupar el agua de su copa. 

Una copa de cristal que permite ver el agua misma, que la estamos viendo ahora incluso, sin color, sin rasgos diferentes, sin otra cosa más que el genio pictórico de Velázquez al expresarla. La fruta de un higo dentro de la copa servía entonces para endulzar el sabor inapreciable del agua. Pero esa copa de cristal es tomada a la vez por los dos personajes principales. ¿Por qué el pintor detuvo la imagen con la copa tomada por las manos de las dos figuras principales? Podría haber pintado al niño acercándose la copa a sus labios y la mano del aguador no aparecer ahora en ella. Pero lo pintaría así, de ese modo tan preciso, con el sentido que tiene ahora justo ese alarde estético. Según escritos de pensadores de entonces -entre ellos un médico español del siglo XVI llamado Juan Huarte-, los caracteres de los seres humanos son modificados en sus edades a causa de la cantidad de agua que necesiten. Ni los niños ni los ancianos necesitarán tanta agua como los adultos. Por entonces se creía que el agua determinaba el período de más desarrollo del hombre adulto, cuando su personalidad es más cálida y seca y, por tanto, necesitará más la humedad para calmarla. Los niños y la vejez tienen una personalidad más caliente y húmeda -en la infancia- o más fría y seca -en la vejez-.  La infancia y la vejez forma ahora una dialéctica de sabiduría existencial. Porque el período adulto humano no tiene remedio: bebe con fruición el hombre joven de todas formas. Pero la infancia, como no necesita tanta agua, puede admirar ahora su contenido o entender más su efímero sentido, puede aprender así con tiempo las cosas nuevas de la vida. El anciano es entonces el que se las transmite ahora como un filósofo desinteresado que, serenamente, le ofrece así todo su saber de años. Ambos están con la mirada perdida, sin mirarse incluso, sin más contacto que la copa transparente que ahora los une. Con el ingenioso alarde de saborear en ella el dulzor de una fruta -el higo- tan redondeada como lo es el propio cántaro de barro mismo, lugar donde ahora apoya el viejo su mano displicente. Es la transmisión de saber pero también es la transmisión de serenidad. El rostro del pequeño simboliza la esperanza, es ahora la metáfora decisiva para justificar el esfuerzo de una vejez ya entregada para siempre, la vida de sabiduría que le traspasa el anciano a través de la copa que le ofrece. Porque le ofrece con ella ahora toda su experiencia, lo mejor que tiene el viejo, su sabiduría de años reflejada además entre las arrugas de un rostro duro y paciente. Tan seguros ambos además como el momento que los dos celebran ahora ajenos al mundo o a su urgencia latente. Y todo eso eternizado en la memoria genial de un Arte barroco como este. Así, como el mismo instante que el pintor dejara sin descifrar en cada mente inquieta, fértil o subjetiva que percibiera luego, admirada así al verla, la belleza de un Arte tan sutil, tan genial y diferente.
  
(Detalle del óleo del pintor español Diego Velázquez, El aguador de Sevilla, 1622, Museo Wellington, Londres; Reproducción de la misma obra de Velázquez, El aguador de Sevilla, 1622, Museo Wellington, Londres; Obra El Aguador, una versión similar anterior de Velázquez, 1618-1620, Galería de los Uffizi, Florencia.)

20 de abril de 2015

La realidad o el sueño de las cosas, o el tiempo que nos toca vivir y el tiempo que quisiéramos hacerlo.



Cuando el siglo XIX comenzara a vivir luego de las belicosas campañas de Napoleón, la sociedad europea de entonces miraría por primera vez la cara de la realidad más desolada de la vida humana. La revolución del año 1848 fue el final de un pseudo-liberalismo que no supo satisfacer las necesidades de los seres humanos. El Romanticismo había pasado y el Realismo iniciaba, balbuceante, una nueva forma de comunicar las cosas de la dura sociedad industrial que evolucionaba hacia el caos humano más impredecible. Unos seres humanos que, desamparados y sin asideros espirituales o sociales, tratarían de adaptarse a una nueva realidad para no perecer, desubicados, en su gran avance. No hubo elección por entonces y la sociedad de mediados del siglo XIX se iría deshumanizando cada vez más a la sombra de una nebulosa industrial que acabaría condicionando la vida y la esperanza de los hombres. Unos creadores artísticos surgieron, poetas y pintores que trataron de hacer ver la terrible calamidad de una sociedad industrializada que acabaría ganando la batalla de la vida. El poeta francés Alphonse de Lamartine (1790-1869) empezaría creyendo que la política podía servir para mejorar la vida de los seres humanos. Luego de dedicarse a Francia como diputado, en el revolucionario año de 1848 llegará incluso a ser ministro del gobierno provisional nombrado a la caída del régimen de Luis Felipe de Orleans.

Trataría de mejorar las cosas así como de llevar algo de poesía y entusiasmo a la nueva gestión política francesa. Pero, inútilmente. Cuando se presentase a presidente de la república francesa a finales de aquel año fue derrotado por otro candidato diferente. Abandonaría entonces toda actividad pública y se dedicaría únicamente a escribir elegíacos versos líricos hasta el final de su vida bohemia. Escribiría entonces su poema El Lago, unos versos melancólicos con los que trataría de expresar la desconsolada forma que tenemos los seres humanos cuando tratamos de conciliar el tiempo que anhelaremos con el tiempo que realmente vivimos. Uno de los versos de aquel poema tan desalentador de Lamartine dice así:

Tiempo no vueles más. Que las olas propicias
interrumpan su curso.
¡Oh, dejadnos gozar de las breves delicias
de este día tan bello!
Todos los desdichados aquí abajo os imploran:
sed para ellos muy raudas.
Con los días quitadles el mal que les consume;
olvidad al feliz.
Mas en vano yo pido unos instantes más,
ya que el tiempo me huye.
A esta noche repito: "Sé más lenta", y la aurora
ya disipa la noche.
¡Oh, sí, amémonos, pues, y gozemos del tiempo
fugitivo, de prisa!
Para el hombre no hay puerto, no hay orillas del tiempo,
fluye mientras pasamos.

(El Lago, del poeta francés Alphonse de Lamartine, 1840.)


A finales del siglo XIX fue cuando llegaría verdaderamente el Realismo al Arte español. Muchos pintores españoles trataron de conseguir entonces lo que sus colegas literarios -Galdós, por ejemplo- habían hecho ya con la Literatura realista. Pero, no fue posible. Porque la imagen realista del Arte pictórico nunca llegaría a influir en el público tanto como lo hiciera el realismo literario. El arte literario siempre entretenía mucho más, sobre todo si la trama realista era de interés, pero incluso si denunciaba cosas entre sutiles palabras asombradas de belleza. Pero la Pintura realista no alcanzaría en España a seducir a un público muy poco dado a visiones impactantes o desagradables. Pero, no obstante, hubo algunos pintores que sí lo hicieron, a pesar del poco atractivo que tendrían sus obras realistas entonces. Antonio Fillol Granell (1870-1930) fue un pintor valenciano que quiso expresar el mundo desolado, cruel e insensible que la sociedad industrial de finales del siglo XIX obligaba a padecer a sus habitantes. Pintaría obras de denuncia social en una época donde la sociedad era reflejo de la propia degradación e inmadurez más despiadada del hombre. 

En su obra de Arte Después de la refriega nos muestra tanto a la sociedad como al hombre juntos. Pero, sin embargo, los expresaría a los dos igualmente desolados. Un hombre solo perece a los pies de la sociedad despiadada y desatenta, pero, también, igualmente abandonada. Nadie ni nada con vida está reflejado en el lienzo realista, sólo el cuerpo inerte de un hombre abatido en la calle. Ha ganado la sociedad tenebrosa y ésta aparece como es: infame, desolada, desdeñosa, silenciosa. Porque no era la sociedad lo que entonces podría cambiarse, y los poetas y creadores de Arte lo sospecharían convencidos. Ellos pensaban que era el ser humano el único que debía cambiar, para, luego, poder llegar a transformar la sociedad y sus cosas. Pero eso fue un terrible error de cálculo social imperdonable: dejar entonces exculpada a la sociedad. Fue una equivocación histórica que llevaría años después a las graves confrontaciones sociales y bélicas del siglo XX.

Cuando el poeta norteamericano Walt Whitman (1819-1892) comprendiese el desamparo del ser humano ante la dura sociedad, compuso su impactante obra poética Hojas de hierba (1855). En uno de sus versos narraba el poeta el ferviente existencialismo que, un siglo después, otros creadores expresarían ya de otra forma. Pero, entonces lo hizo con las hermosas palabras de una poesía claramente modernista. Whitman explicaría las claves que el ser humano debía entender para afrontar los retos que la dura sociedad le obligaba a tener. Hoy, en los inicios del siglo XXI, el hombre ha alcanzado los medios de conocimiento suficiente como para poder llegar a entenderse en su delirio. Porque hoy la sociedad, a diferencia de antes, sí que puede ya cambiarse: hoy sí existen los medios que antes no existían o no se habrían desarrollado aún. Así que hoy no hay ya excusa. No la hay porque no hay otra salida más que ese cambio posible. El ser humano y su sociedad humana han madurado más, y los mecanismos de comunicación global han llegado a unos niveles tan vertiginosos de información que no es posible ya engañar a nadie. La sociedad y la historia no tienen otro camino. Sólo es cuestión de tiempo. Pero la sociedad sí que puede ahora empezar ya a cambiar. Porque el hombre ya lo sabe...

"Emito mis alaridos por los techos de este mundo",
dice el poeta.
Valora la belleza de las cosas simples.
Se puede hacer bella poesía sobre las pequeñas cosas,
pero no podemos remar en contra de nosotros mismos.
Eso transforma la vida en un infierno.
Disfruta del pánico que te provoca
tener la vida por delante.
Vívela intensamente,
sin mediocridad.
Piensa que en ti está el futuro,
y encara la tarea con orgullo y sin miedo.
Aprende de quienes puedan enseñarte.
Las experiencias de quienes nos precedieron,
de nuestros "poetas muertos",
te ayudarán a caminar por la vida.
La sociedad de hoy somos nosotros:
Los "poetas vivos".
No permitas que la vida te pase a ti sin que la vivas.

(Poesía No te detengas, de la obra lírica Hojas de hierba del poeta Walt Whitman, 1855.)


(Óleo del pintor realista español Antonio Fillol Granell, Después de la refriega, 1904, Museo de Bellas Artes de Valencia; Óleo del mismo pintor Fillol, El Lago o Alphonse de Lamartine, 1897; Fotografía de Marilyn Monroe leyendo la obra poética de Walt Whitman, 1955.)

15 de abril de 2015

El matiz, el pequeño matiz de las cosas, es lo que diferenciará genialidad de arte o pasión de ambición.




Cuando el Impresionismo consiguiese revolucionar el Arte en el año 1870, muchos artistas usarían esa tendencia como un maravilloso revulsivo para expresar las cosas de otra forma. Fue una especial sensación de descubrimiento, de poética pictórica novedosa, para poder realizar la creación de una imagen sin tener que seguir los requisitos estéticos clásicos de antaño. Todos los espíritus rebeldes del Arte pronto se acogerían a esa nueva forma de expresar. Pissarro (1830-1903) fue uno de los primeros pintores en verlo así. Sus obras marcan el sesgo de lo pasajero de la luz con lo pasajero de la vida, de la fugacidad de un paisaje que nunca puede definirse en un solo momento, ni en un solo lugar. Y así el Impresionismo seduciría a multitud de creadores que vieron en su estilo un extraordinario modo de combinar las cosas y los colores, de mezclarlos sin que revelasen del todo que habían sido creados para fijar solo un instante, sólo un gran instante estético y poderoso. Así lo comprendió también el genial Cézanne (1839-1906), cuando en el año 1861 conoce a Pissarro en París en la academia de Charles Suisse donde estudiaban. Desde entonces los dos pintores mantienen una amistad que combinaba admiración y aprecio. En una carta a su hijo Lucien el pintor Pissarro le diría años después: No me equivoqué cuando en el año 1861 Oller y yo fuimos a ver a ese curioso provenzal en el estudio de Suisse, donde los desnudos de Cézanne eran motivos de burla para todos los más incapaces de la escuela.

Cézanne aprende satisfecho la técnica impresionista de Pissarro, un estilo con el cual ambos desarrollan en sus obras los luminosos y bellos paisajes de Francia. Era tal la admiración que Cézanne tuvo por Pissarro que, cuando éste invita a aquél a ir a Louveciennes, ambos pintarán el mismo escenario, el mismo instante, el mismo motivo campesino o el mismo reflejo, incluso la misma pintura y la misma luz...  Pero, sin embargo, Cézanne lo hace ahora con un pequeño matiz, con un profético y pequeño matiz diferente, algo que alumbraría años después el sentido y la trayectoria revolucionaria del Arte moderno. La verdadera intención de los deseos, pasiones o actos que llevan a algunos creadores a realizar sus obras nunca llegaremos a saberlo en verdad, nunca sabremos tampoco si sucedió o no aquello que habían narrado en sus obras. Y eso vale tanto para la tragedia como para el Arte, es decir, para todos aquellos que vieran una ocasión -como la que los impresionistas vieran en sus escenarios luminosos- elogiosa, entusiasta o poderosa para expresar las actuaciones que algunos grandes o no tan grandes personajes llevaran a cabo en algunos momentos dramáticos de sus vidas. Pero también sería una maravillosa forma de recreación inmortal, aunque no hubiese sido para nada fidedigna. Es por eso que desde el Renacimiento se buscaría en las leyendas antiguas acciones humanas que, más artísticas que reales, pudieran servir para maravillar a un público anhelante de creer que algunas cosas de la vida sí podían ser ejemplo de eterno elogio poderoso.

Una de aquellas leyendas lo fue la curiosa, histórica, decisiva y trágica de la hermosa cartaginense Sofonisba. Esta extraordinaria joven era la bella hija del general cartaginés Asdrúbal Giscón (siglo III a.C.). Los romanos y los cartagineses se enfrentaban entonces en las guerras púnicas para obtener la hegemonía sobre el Mediterráneo. Cartago estaba rodeado del pueblo bereber Numidio, un débil pero belicoso pueblo del norte de África. Los cartagineses siempre supieron hacerse con la voluntad de sus vecinos. Pero Roma y su general Escipión el africano tuvo que intentar artimañas para hacerse con la alianza de ese decisivo pueblo. Y la belleza de la joven fue el arma que el astuto cartaginés Asdrúbal utilizaría para hacerse con la alianza numidia. Ese enclave bereber estaba dividido en dos. En una parte gobernaba el viejo numidio Sifax; en otra el más joven y legítimo heredero Masinisa. Sin embargo, la fiereza, la experiencia y los apoyos que Sifax poseía llevaron a los cartagineses a ofrecer la mano de la bella Sofonisba. El romano Escipión trataría también de convencer a Sifax de que se aliara con Roma, inútilmente. La pasión había triunfado poderosa. Así que Masinisa, aliado de Cartago, pero ahora ofendido por la alianza con su oponente, pronto se uniría a las poderosas tretas de Roma.

Cuando se enfrentan en las planicies norteafricanas ambos ejércitos, acaban ganando las tropas de Masinisa y Escipión. Sifax y su esposa Sofonisba fueron hechos prisioneros por Masinisa. Fue entonces cuando éste vio por primera vez la arrebatadora belleza de la joven cartaginesa. Su alianza con Escipión le obligaba a entregarla a Roma como rehén. Pero no pudo, no pudo hacerlo. Y la historia lo contaría de varias y diferentes versiones, tantas como las emociones o sensaciones especiales que cada autor tuviera. Los poetas italianos del Renacimiento compusieron una de las tragedias más inspiradoras del nuevo teatro que comenzara a representar un drama por entonces. Pero los pintores tampoco pudieron resistirse ante esa romántica leyenda. Giovanni Francesco Barbieri, conocido como El Guercino (1591-1666), fue un pintor del barroco italiano que conseguiría aunar todas las tendencias pictóricas con un único motivo estético: con su dramatismo cromático más fascinante. Así compuso su obra Sofonisba en el año 1630, basada entonces en la trágica forma de morir de la bella y joven heroína cartaginesa.

Porque Sofonisba se encontraba, cuando Masinisa fue a arrestarla, o ante una pasión -no muy segura- o ante la lealtad a su patria -Cartago, no Numidia-, o ante la defenestración al ser llevada a Roma como esclava. Masinisa cede a su pasión y la toma como esposa, a pesar de ser una afrenta para Roma. Sin embargo, debía dar explicaciones a Escipión. Pensó que éste le comprendería. Pero el general romano entendió que si Sifax cayó en las sinuosas redes desleales de una pasión poderosa, supo que Masinisa no iba a ser menos con la suya. Así que obliga a Masinisa a entregar a Sofonisba. El rey numidio, resignado, le hace llegar a ella un veneno para que pueda vencer un destino tan innoble. En su obra barroca, el pintor italiano ofrece la imagen de una mujer que, decidida y orgullosa, después de beber su mortífera bebida mira, sin fijar su mirada, al cruel destino desatento que la desolada vida le había puesto por delante. El claroscuro de la obra está más cercano a su mirada, pero los colores de su ropa, sin embargo, lo están ahora más a la bebida venenosa. Su figura cercena aquí la diagonal del cuadro para buscar el triste semblante, medio oscurecido, de un rostro ahora inconmovible. Un rostro alejado así del nefasto recipiente que ahora, desdeñoso, habría tomado ella sin querer para servir como excusa maravillosa a los dramaturgos o creadores que, siglos después, la venerarían eterna y bella entre sus épicos relatos, tragedias o cuadros.

Otro lienzo con la imagen de una mujer, en este caso desconocida sin historia, sin leyenda y sin vida, recrearía una vez la imagen renacentista de una belleza siglos después. El pintor británico Henry Howard (1769-1847) compuso en el año 1827 su lienzo Muchacha florentina. Aficionado a los retratos y a la historia, quiso el pintor inmortalizar la figura y la belleza de sus antiguos admirados creadores renacentistas. Tomando como modelo a su propia hija, el pintor inglés nos presenta el correcto, perfecto y bello retrato de una hermosa joven florentina. Pero, nada más. Trata el pintor incluso de acercarse a los colores renacentistas, y consigue engañarnos incluso. ¿Es un retrato decimonónico o de comienzos del siglo XVI? Porque no hay pasión, no hay trasfondo ni desgarro, no hay otra cosa más que la ausencia de aquel matiz que los creadores consiguen a veces llevar a sus obras. Uno de aquellos poetas que glosaran la figura de Sofonisba escribiría convencido que así como lo expresó fue como la joven cartaginesa verdaderamente actuó y no de otra. Cuando el enviado de Masinisa le entregó el veneno para que ella lo tomara, ésta terminaría pronunciando lo siguiente, según ese poeta: Acepto el regalo de bodas y no me desagrada si es lo máximo que el esposo puede ofrecer a su esposa; pero dile lo siguiente: yo habría tenido mejor muerte si no me hubiera casado el mismo día de mi funeral. Con la misma altivez con la que había hablado cogería la copa venenosa y, sin la menor vacilación, la apuraría, impávida y segura, dirigida ahora hacia su boca. Como el matiz, como aquel pequeño matiz a veces de las cosas...

(Óleo impresionista de Camille Pissarro, Louveciennes, 1871, Colección Particular; Óleo impresionista -con un matiz posimpresionista- de Paul Cézanne, Louveciennes, 1872, Colección Privada; Cuadro del pintor británico Henry Howard, Muchacha florentina, hija del artista, 1828, Tate Gallery, Londres; Lienzo del pintor barroco El Guercino, Sofonisba, 1630, Colección Privada.)
 

7 de abril de 2015

Sólo existe un único tiempo para todo, un solo momento para todo, ni antes, ni después...



En España siempre se llegaría antes o después a muchos de los acontecimientos importantes que determinaron su historia, nunca a su tiempo. Fue una nación que llegó demasiado pronto a ser poder imperial, y que, también demasiado pronto, dejaría de serlo. Luego, tiempo después de dejar de serlo, también fue un país que, para ser de gran antigüedad, llegaría demasiado tarde a tener -en el año 1808- su propia guerra de Independencia y, un siglo más tarde, incluso su propia confrontación civil más sangrienta. Todo a destiempo. Hasta en el Arte. El historiador español José Antonio Maravall (1911-1986) dejaría escrito en su ensayo La cultura del Barroco más o menos algo así: Los españoles del siglo XVII, a diferencia de los del Renacimiento, se presentan como sacudidos por una grave crisis en su proceso de integración. La opinión general es que a partir del año 1600 se reconoce la imparable caída de la monarquía hispánica, a la que no cabe más que apuntalar provisionalmente. Ello se traduce en un estado de inquietud, por lo tanto de inestabilidad, con una conciencia de irremediable decadencia que los españoles tuvieron ya del siglo XVII -el Barroco-, un siglo antes que se formaran esa misma idea los ilustrados del XVIII. A las consideraciones que el Consejo Real le presentó al rey Felipe III en febrero del año 1609, expresándole el miserable estado en que se hallaban sus vasallos, a la severa advertencia que el mismo documento hace de que no es mucho decir que vivan descontentos, afligidos y desconsolados, los cuales se repiten en docenas de escritos de particulares o de altos organismos no ya al rey Felipe III, sino más aún después a Felipe IV, se corresponde aquel momento de sincera ansiedad en este último monarca, de ordinario tan insensible, cuando confiesa conocer la penosa situación en que se apoya: "estando hoy a pique de perdernos todos". El repertorio temático del Barroco español correspondió a ese íntimo estado de conciencia, con lo que en el Arte del siglo XVII se representarían así los temas de la fortuna, del acaso, la mudanza, la fugacidad o las ruinas.

Pero con el Romanticismo le pasaría tanto de lo mismo a España. De hecho el Siglo de Oro español fue un momento de cierto espíritu romántico en su Literatura, pero no así exactamente en su Pintura. Aunque algunos pintores sí expresaron la fugacidad de la fortuna y la mudanza de las cosas, solo fue la lírica y la narrativa españolas quienes más llegaron a anticiparse, casi ciento cincuenta años, al Romanticismo europeo del siglo XVIII. Luego, cuando los europeos leían las grandilocuentes narraciones modernistas de finales del XIX, en España se volvía -tarde otra vez- a sentir de nuevo las fragancias de la pérdida, el desgarro, la atonía o el fracaso con la Generación del 98. Pero no fue España lo único en el mundo que desentonaría el momento de las cosas. Cuando las ruinas romanas fueron descubiertas en el Renacimiento, los pintores trataron de glosarlas bellamente. Pero, ¿cómo se puede expresar con excelsa belleza una ruina, una total desolación histórica? La verdad es que muy pocos en el Renacimiento lo hicieron. Pero hubo un pintor, Herman Posthumos (1514-1588), que en el año 1536 llevaría a cabo su obra renacentista Paisaje con ruinas romanas. Este creador flamenco viajaría a Roma ese año luego de haber participado con el emperador Carlos V en la toma de Túnez a los piratas berberiscos. En su obra pictórica realiza una fantasía de detalles clásicos -monumentos, columnas, esculturas- que por entonces aparecían en las incipientes excavaciones romanas. Pero nada más, ninguna insinuación a la fugacidad o al sentimiento vaporoso de lo fútil ó efímero de la vida, tan solo al aséptico descubrimiento histórico y artístico.

Fue en el siglo ilustrado -el siglo XVIII- cuando los pintores comenzaron a descubrir que pintar una estructura clásica ruinosa con elementos deteriorados por el tiempo era una temática muy artística. Pero no era aún el Romanticismo, ni el Prerromanticismo siquiera, era solo fijar en un lienzo lo que la historia tendría guardado y la arqueología recuperaba. Fue una temática, no un sentimiento. Un alarde incluso de cierta pedantería pictórica. El pintor francés Hubert Robert (1733-1808) se especializaría en cuadros de ruinas y monumentos clásicos. En el año 1796 presenta su obra Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina. El Palacio real del Louvre fue tomado por los revolucionarios franceses y convertido luego en museo. Robert sería elegido para encargarse de su adaptación como museo de pinturas. Pero en su obra de Arte pinta la galería principal del Louvre totalmente derruida, dejando ver incluso el cielo sobre los arcos clásicos desmadejados. Es decir, no solo no hay sentimiento alguno, es que no hay ni verosimilitud. Luego, eso sí, pintará la Galería del Louvre realmente como era, llena de cuadros impresionantes.

En el Romanticismo español, en su pintura romántica de ruinas, de fugacidad, de nostalgia o desvalimiento, solo destacarían muy pocos pintores. Jenaro Pérez de Villaamil fue el más importante representante de esa estética romántica, aunque muy pocas ruinas clásicas o monacales pintase: glosaría más bien monumentos históricos o fantasías legendarias, pero pocas ruinas monumentales. Sólo un discípulo suyo, el pintor toledano Cecilio Pizarro (1825-1886), se atrevería a pintar una ruina española. Porque sólo hay que tratar de localizar cuadros de ruinas clásicas españolas para no encontrar apenas alguna. Y eso que en España hubo dos civilizaciones antiguas -romana y árabe- que dejaron mucha huella arquitectónica ruinosa. Pero nada, no hay. Debe ser que, como aquel sarpullido anticipado del siglo XVII ocasionara, el inconsciente español rechaza glosar iconográficamente ruina alguna por asimilar cierta sensación ruinosa a la existente en su historia. El pintor Pizarro fue un dibujante además extraordinario, se dedicaría a componer -como su inconsciente colectivo español propiciara- los bellos monumentos no ruinosos y maravillosos del tan vasto paisaje histórico artístico español. Salvo una vez. Como toledano no pudo evitar sentir una repulsa por el deterioro ruinoso de una de las estructuras históricas y artísticas de su ciudad natal y quiso denunciarlo. Fue Pizarro tal vez el único pintor español que pintaría una ruina de un modo tan claro. Y no solo con el propósito noble de documentarla sino sobre todo de plasmarla románticamente, con el sentimiento propio de su época romántica -el único estilo a su tiempo en España-, es decir, con las emotivas sensaciones de lo ruinoso, de lo fugaz, de lo deteriorado por el tiempo, las desidias, los conflictos y sus efectos.

En su obra de Arte del año 1846 La Capilla de Santa Quiteria, compone el pintor el interior desolado de la capilla de un antiguo monasterio destruido. Según la historia, cuando el rey Fernando III de Castilla y León consolida su reino frente a los árabes, Toledo recuperaría su esplendor hispano de siglos atrás. Los franciscanos llegarían de Italia para fundar monasterios y en Toledo crean un convento franciscano, el de la Concepción Francisca, durante el siglo XIII. Ellos comienzan a edificar en estilo mudéjar y gótico la capilla de santa Quiteria, una santa mártir gallega de la antigüedad hispano-romana. En el siglo XVI se marchan los franciscanos a otro convento, San Juan de los Reyes, un monasterio mucho mayor, dejando el anterior convento y su capilla de santa Quiteria para las monjas de la Concepción. Pasado el tiempo, las tracerías góticas de sus altares medievales fueron maldecidas durante la segunda mitad del anticipado y decadente siglo XVII, y acabarían en el siglo XIX la capilla y el resto de su estructura arquitectónica completamente derruidas. Es entonces cuando el pintor Pizarro compone su obra de Arte con un personaje además. Un hombre ataviado ahora muy elegantemente, decidido y hierático frente al desastre flagrante o estremecedor de lo que está mirando. Pero, no podía ser, ¿cómo permitirse glosar una ruina? Aquel inconsciente colectivo español no podría permitirse componer una obra de Arte tan ruinosa. Así que ideó mejor una ruina con, al menos, un atisbo de cierta compostura o hidalguía poderosa, de un contraste hispano ahora salvador y orgulloso, tan caballeresco ante las trágicas, veleidosas o desastrosas inercias insensibles de la historia.

(Óleo del pintor francés Jean-Baptiste Mauzaisse (1784-1844), El tiempo mostrando las ruinas y las obras que trae a la luz, 1822, Museo del Louvre; Lienzo del pintor renacentista holandés Herman Posthumos, Paisaje con ruinas romanas, 1536, Museo de Liechtenstein; Cuadro del pintor francés del neoclasicismo de ruinas Hubert Robert, Vista imaginaria de la Galería del Louvre como una ruina, 1796, Museo del Louvre; Óleo del mismo pintor francés Robert, Diseño para la Galería del Louvre, 1796, Museo del Louvre, París; Obra del pintor romántico español Cecilio Pizarro, La capilla de santa Quiteria, 1846, Museo del Romanticismo, Madrid.)