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15 de octubre de 2020

Van Gogh en Rubens o la esperanza cósmica trazada una vez sobre las oscuridades terroríficas de un sueño.


 La Pintura barroca de Rubens tuvo una vez la oportunidad de mostrar toda la crudeza que el Arte pudiera expresar en un cuadro. Porque en esa obra estaba la representación de un mito constituyente y también la fuerza incontenible de un maleficio despiadado, sangriento, cruel y mortífero. ¿Cómo pudo Rubens atreverse a hacer algo parecido? Es de reconocer la temeridad y el valor artísticos que el pintor flamenco tuvo entonces. Pero era un mito grecolatino fundamental y él un gran pintor para poder expresarlo. El escritor romano Ovidio lo contaba ya en su compilación de mitos y leyendas. Saturno, el primordial dios romano, fue un asesino porque había sido asociado desde hacía tiempo al maléfico dios griego Cronos. Pero, sin embargo, había sido una traslación mítica desafortunada ya que la mitología romana no había ideado nunca tamaña maldad para ninguno de sus dioses. El mito griego sí, Cronos fue un titán poderoso que se hizo dueño del mundo mutilando incluso a su padre Urano. De esta mítica mutilación surgiría Afrodita, la diosa de la Belleza griega. Pero no se conformaría Cronos con ser dueño del mundo, desearía serlo también de todo el universo. Para ello debía realizar un pacto con los demás titanes poderosos. Ese pacto le daría el poder máximo en el cosmos. Pero, a cambio, él no debería tener nunca descendencia. Así fue como el dios Cronos acabaría devorando a sus hijos. La madre de ellos, Rea, idearía luego una treta para salvar a su hijo pequeño Zeus (Júpiter en la mitología romana): envolvería en sus pañales una piedra dejando que Cronos se la tragase creyendo que era su hijo. Así lo salvaría. Esta fue la mitología que prosperaría en el relato cultural que Ovidio, un romano más atrevido que Rubens, dejase escrito gracias a su elogioso verso descriptivo. Así fue como Saturno se transformaría en un monstruo. Porque no lo había sido nunca antes, sin embargo. Saturno era el dios romano de las simientes, de los cereales y de las viñas. Se representaba con la hoz del segador o con la podadera del viñador. Pero todo eso fue transformado por la hábil pluma de un poeta satírico. Ovidio fue en Roma un famoso escritor por haber sido el mejor guionista de telenovelas de entonces. El público quería sus entretenidas historias y leyendas porque retrataban la misma realidad sórdida que el mundo reflejara en sus vidas sin belleza. 

El mito de Saturno devorando a sus hijos lo creó Ovidio de una antigua asociación de este dios romano con el cruel dios griego Cronos. Grecia había sido la primera que llevara la crueldad a sus mitos para exorcizar la vida humana tan desolada. Roma se desolaría más tarde, sin embargo, ahora ante tanta barbarie y tanta tragedia gratuita. Había necesitado Roma una mitología y la griega era la mejor para consolidar la fundamentación de unos dioses en su cultura y en su vida. Así se hizo con algunos dioses griegos que tuvieron su identificación con los romanos. Pero para Saturno, sin embargo, fue un despropósito. A parte de que santificaba una desolación para cualquier tradición familiar y religiosa, la crueldad de la abominación de Cronos/Saturno era demasiado para la sensación optimista y sagrada que Roma tuviese de sus dioses o de su sentido moral de la historia. Cuando el gran pintor flamenco se decidiera a realizar su obra para una de las estancias reales de la corona española, el gran creador barroco diseñaría antes un boceto de la misma. En uno de esos bocetos que se conservan no estaban dibujadas las tres estrellas que ahora sí aparecen grandiosas y claramente pintadas en el óleo de Rubens. Esa indeterminación iconográfica entre el boceto y el lienzo es una premonición maravillosa de la grandeza estética que tuviera luego uno de los mejores pintores del mundo. Porque al final Rubens comprendería que la mejor muestra de romper con la condenación despiadada de esa leyenda era simbolizar al dios primordial con la fructífera inspiración universal de un mensaje ahora de esperanza... Y pintaría tres estrellas fulgurantes sobre la escena terrorífica de ese acontecer inevitable. Representan en el cielo la manera en que el planeta Saturno era por entonces divisado: con la sensación de tres estrellas desplegadas entre su brillante alineada forma estelar (no se conocían aún los anillos de Saturno).

Aun así, Rubens compuso su mito clásico con la dureza de la visión más trágica de un filicidio titánico. No hay piedad ni razón ni designio sagrado en la leyenda. Sólo crueldad maléfica justificada por el sentido primigenio de una genealogía mítica. Pero, sin embargo, el pintor barroco quiso destacar la fuerza simbólica de unas estrellas brillantes que ahora sobrevuelan alumbrando el conjunto estético con un sentido distinto. Fue una premonición y un prodigio, todo un alarde metafísico de gnosis mística iconográfica. Doscientos cincuenta años después de Rubens un pintor desesperado no dejaría de pintar estrellas poderosas y brillantes que harían matizar sus lienzos con el desgarrador contraste de una vaga esperanza. Así, Van Gogh haría con ellas una coreografía estética llena de luz y de fuerza psicológica muy poderosa. Toda una recreación estética de un cosmos estrellado para llevar un atisbo de ilusión a la desmadejada y sombría alma de los hombres. Para eso existiría el Arte también, para transmitir un deseo o un alarde simbólico lleno de esperanza. Con esa iconografía marginal o grandiosa dos pintores, tan alejados en la historia, tuvieron una vez la fortuna de poder transmitir el mismo mensaje sagrado de esperanza... Cualquier representación estética de un mito no es más que la visión particular que de esa leyenda tenga los ojos de quien lo perciba. Cuando Roma quiso finalmente cambiar su mitología y recuperar parte de aquella elogiosa que antes tuviera, otro poeta romano, Virgilio, crearía por entonces una leyenda distinta de Saturno. Ahora el dios maltratado por sus hijos, expulsado ya del Olimpo griego, encontraría refugio en Roma y perpetuaría, tras el reino de Jano, los bienes sagrados de la edad de Oro y de una civilización perfecta. Los romanos entonces quisieron definitivamente salvar a Saturno. Como Van Gogh quisiera para el ser humano también hacer con sus estrellas o como Rubens hizo finalmente con Saturno. Con el Orfismo, esa filosofía-religión mística cargada de esperanza salvífica, los romanos acabarían transformando al titán despiadado y maléfico en un rey bondadoso y justo, creando definitivamente así, desde una serena sabiduría tan próspera, la mítica universal más brillante de una nueva edad dorada y poderosa.

(Óleo barroco Saturno devorando a sus hijos, 1638, Rubens, Museo del Prado, Madrid.)

28 de septiembre de 2020

La formas, el color y la belleza en la percepción del Arte fueron entendidas de dos maneras distintas.



 El Arte tiene dos expresiones generales para ser percibido. Y esas dos formas expresivas fueron representadas de modo muy claro en dos estilos artísticos diferentes: el Barroco y el Clasicismo. En el Barroco la percepción del Arte es más racional; en el Clasicismo es más intuitiva. En el Barroco hay más pasión y comprensión emotiva, pero, sin embargo, el Arte, el propio sentido artístico, hay que procesarlo más para poder ser entendido. Entendido el Arte mismo, no lo que se expresa...  En el Clasicismo hay más equilibrio y expresión tonal, el Arte no hay que procesarlo tanto para llegar a ser comprendido. Cuando en el Clasicismo vemos una obra maestra, admiraremos el Arte sin necesidad de saber nada de Arte incluso. En el Barroco sucede al contrario, hay que saber más Arte para llegar a valorarlo en todas sus facetas, artísticas o no. Por eso las obras de los grandes maestros del Barroco no son popularmente muy admiradas, con respecto a las grandes obras maestras del Clasicismo o el Renacimiento. Comparemos estas dos obras de Arte de la misma representación estética: El rapto de Oritía por Bóreas. Rubens compone una grandiosa estructura de formas que expresan, genialmente, lo que el mito supone en su representación. En su obra barroca, el gran pintor flamenco expresa un momento muy explosivo de abducción artística. Toda la composición está conformada por la figura voluptuosa de Oritía y la figura impetuosa de Bóreas. No hay equilibrio estético, pero sí lo hay artístico...  Sin embargo, el equilibrio estético sí existe en la otra obra, la neoclásica del pintor francés François-André Vincent. Lo estético es la percepción de la Belleza; lo artístico, en este caso, es la grandiosidad de la misma. Cuando vemos la obra del pintor neoclásico no necesitaremos comprender nada de Arte, ni siquiera saber demasiado ni poco del mito antiguo. Pero para valorar completamente una obra Barroca, a cambio, deberemos conocer las virtudes artístico-expresivas de la Pintura así como la representación mítica de la obra artística. 

El Barroco es la mejor muestra del Arte para aprender Arte...  Lo que Rubens hace es producir belleza en nosotros desde la razón, no desde el entendimiento. La razón exige una meditación razonada de lo que vemos o percibimos. El entendimiento, a cambio, sólo precisa percibir, ya que la belleza es directamente asimilada por la visión intuitiva de los equilibrios estéticos. Es por lo que la obra clasicista nos llegará antes en cuanto a belleza percibida. No hace falta saber Arte alguno. En la obra de Rubens la belleza está disfrazada de genialidad; está además en la virtuosidad de componer unas formas tan poco estilizadas, o tan poco perfiladas, para tratar de producir belleza.   La belleza en Rubens (como en Rembrandt) se encuentra en la dificultad de componer unas formas tan imposibles de componer sin dominio del Arte y sin grandeza. Como en el escorzo, como en la dimensión forzada de las sinuosas curvas o de la torsión calculada de la Naturaleza, todas cosas que, en principio, no producen ninguna belleza...  Hay que verla desde lejos la belleza del Barroco.  En la obra Neoclásica da igual desde donde veamos la belleza, existe en cualquier percepción que imaginemos. El primer plano desbordante, por ejemplo, es una característica de Rubens. Con esa manera de presentar las formas tan desmesurada el pintor barroco demuestra su genialidad, su capacidad de elaborar Arte sin reparar demasiado en la belleza...  Sin embargo, en el Clasicismo del pintor francés la perspectiva es un rasgo necesario para acrecentar la belleza, algo que, de por sí, ya dispone la percepción tan comprensible de la obra clásica.  El fondo es otra característica distintiva de ambas tendencias artísticas. El Barroco no precisa destacar fondo alguno en sus obras. El Clasicismo lo requiere siempre. La belleza llegará aún mejor en su percepción estética cuando es contrastada por el fondo de una obra. Por esto es la belleza clasicista percibida por el entendimiento con una claridad y una comprensión universal extraordinarias. 

Sin embargo, el Barroco es Arte no solo percepción estética de belleza. La diferencia es esencial para conocer esta tendencia y llegar a comprender la importancia del Barroco. Si se desea saber verdaderamente Arte hay que valorar y percibir una obra barroca en toda su extensión artística. Si se desea disfrutar únicamente con la Belleza solo es preciso, a cambio, visionar una obra de Arte clásica. Ambas cosas son Arte, pero, en una, no ejerceremos la capacidad racional de distinguir una forma estética de algo mucho más profundo.  Este algo más profundo es la sinfonía de las formas, la manera en que éstas, las formas, son llevadas por un concierto estético genial a componer, desde sus aparentes disonancias geométricas, una grandiosa representación artística. En el Clasicismo no hay disonancias geométricas, todo está equilibradamente realizado según el orden sagrado de las cosas. Un orden que no precisa de razonamiento porque es entendido ya, porque es intuido así desde las formas preconcebidas de una percepción universal inconsciente. Para ver a Rubens, sin embargo, hay que obviar el orden, la percepción universal inconsciente. Hay que mirar detenidamente una obra de Rubens para poder descubrir todas las virtudes estéticas que encierra su creación artística. Es un ejercicio de introspección artística, de analizar con sosiego las diferentes partes que, luego, distanciándose un poco, consigan llegar a magnificar la racionalización que sus formas muestren en una visión completa de la obra. En el Clasicismo bastará con la visión global de su representación estética. No es necesario analizar, no es necesario alejarse, como tampoco lo contrario. La armonía clásica permite admirar, desde cualquier parte, la comprensión estética de una obra neoclásica. Sólo es preciso conjugar equilibrio con belleza. Por esto en el Clasicismo los colores serán más necesarios que en el Barroco... El color es una parte perceptiva fundamental de la belleza. No el claroscuro, que es la ausencia del color, algo más utilizado en el Barroco. En el Barroco no es lo más importante el color sino la forma. El contraste en el Barroco es compuesto desde las formas más que desde el color. En el Clasicismo es al contrario. Y luego está la emoción... En el Barroco la emoción se evita o se sobreentiende; en el Clasicismo se expresa solo por la belleza, es la emoción del receptor de la propia belleza. La emoción como tal no fue una cosa necesaria o manifiesta en el Arte hasta la llegada del Romanticismo. Para el Barroco, como para el Clasicismo, lo importante era el Arte en sí mismo, o como forma o como belleza. En un caso eran las formas las que componían la Belleza; en el otro era la propia Belleza la que componía las formas. ¿Qué es lo más importante para el Arte? Las formas. Por eso el Barroco acabaría componiendo las más grandiosas obras maestras del Arte universal. ¿Qué es lo más importante para la emoción estética? La Belleza. Por eso el Clasicismo compuso las más estéticas y emotivas obras maestras de la historia occidental.

(Óleo El rapto de Oritía, 1783, del pintor neoclásico François-André Vincent, Museo del Louvre; Lienzo barroco de Rubens, El rapto de Oritía por Bóreas, 1620, Academia de Bellas Artes de Viena.)

8 de septiembre de 2020

Dos mitologías opuestas que buscaron la verdad con la misma actitud sagrada de lo subjetivo.



Para el Arte lo más representativo del mundo mítico, su espíritu más sagrado, siempre tuvo un poder de fascinación en un destacado instante de belleza. La belleza sería siempre recreada con independencia de lo sagradas o no que fuesen esas mitologías. Así que el mito, lo sagrado y la belleza formarían una tríada artística fundamental en la estética europea clasicista. Para la civilización occidental la conjunción de la mitología griega y la hebraica forjaron el sentido más importante de su historia. Fueron desarrolladas, no obstante, desde planteamientos muy opuestos y contrarios. El pensamiento griego y su mitología buscaron en el ser humano el principio racional de todo lo creado; el pensamiento judeo-cristiano buscaría, sin embargo, en lo divino el sentido fundamental de todo lo existente. Pero sus narraciones y elucubraciones filosóficas alcanzarían una sintonía común única y exclusiva en ambas mitologías: la libertad humana. Esto la distingue de otras libertades en culturas diferentes, pues el sacrificio personal voluntario se opone al sacrificio involuntario de otras civilizaciones en el mundo. Son por tanto dos formas de pensamiento que encontraron en la libertad humana una justificación a su mitología. De ahí que en Europa se alcanzara el concepto de libertad en todas sus dimensiones antes que en otras partes del mundo. Sin embargo, la libertad humana adolece a veces del complejo de Edipo: acabará matando al padre (el espíritu universal) para poder así vivir más acorde con la pasión que su querer incestuoso (con lo material) lleve a obnubilarle. Pero esto es algo tan inevitable como la propia vida. Salvo que llegue Freud y nos descubra el inconsciente oprimido y responsable. Entonces, como en el psicoanálisis, encontraremos la paz, se supone, que concilie por fin la libertad con su verdadero origen.

Mientras tanto el Arte nos ofrece un testimonio representativo de esas dos formas de expresar la libertad para alcanzar, con ella, un sentido trascendente del mundo. Porque Antígona y su mito griego no es más que una forma pagana de presentir la misma sensación escatológica que una mártir cristiana tuviera ante la desesperación de no poder elegir otra cosa. El pintor Frederic Leighton compuso en el año 1882 su obra Antígona con el gesto orgulloso de la joven helena ante la injusticia de lo que para ella era lo más sagrado: no respetar la sepultura de su hermano caído por el Estado opresor. Pero le faltaba, sin embargo, el sentimiento universal de amor divino. Le faltaba también la angustia y la nostalgia... Para relatar lo mismo, pero con lo que a Antígona le faltaba, el pintor italiano Francesco Nuvolone compuso en el año 1650 su obra Una santa mártir. Aquí sí observaremos la angustia y la nostalgia que, junto a lo sagrado del designio personal de ambas heroínas, las llevaran a un mismo sacrificio subjetivo. Pero no es un sacrificio gratuito el de ambas, no es un no querer vivir, es elegir, desde una actitud libre, el designio personal que su sentido en el mundo les llevase a ser consecuente con lo que creían. Sin dañar a nadie ni menoscabar la vida, sino haciendo de una elección personal solo la consecuencia correcta a una cruel alternativa, la opresión de una injusticia torticera que su conciencia, sin embargo, no admitiría para vivir. El filósofo ruso Nikolái Berdiáyev (1874-1948) alcanzaría un pensamiento donde la espiritualidad y el anti-autoritarismo definirían su filosofía. Su existencialismo espiritual comprendía un alma radicada en la Naturaleza pero donde el espíritu se hallaría ahora fuera del mundo. Para Berdiáyev la angustia y el sentimiento de nostalgia son rasgos propios del ser que enfrenta su conciencia con el mundo despiadado en el que vive. La angustia estará inserta ahora en el mismo sentido misterioso del ser; la nostalgia será una sensación de incompletitud ante la perfección del ser y su dificultad de lograrla.

Y ese crimen espiritual edípico hace a la libertad sujeto de la opresión racional por haber dejado de ser la libertad un medio y acabar siendo un fin en sí misma. Las dos mitologías creyeron que la libertad formaba parte (era un medio) de su creencia en la vida y en lo sagrado que suponía. Para Antígona no sepultar a su hermano Polinices fue un sacrilegio que no  podía tolerar su espíritu apesadumbrado. Para la mártir cristiana que el emperador romano la obligara a renunciar a su fe era exactamente lo mismo. Y esa elección es la libertad. Pero es la elección, no la libertad, el valor mismo o lo más virtuoso. Cuando se habla de libertad se olvida que es una elección y, sobre todo, que esa elección es la que es o no es virtuosa. Cuando la elección es el sacrificio personal ante la opresión es algo virtuoso. Cuando es un sacrificio ajeno la consecuencia de usarla no lo es. Cuando es un sacrificio gratuito o sin contrapartida trascendente tampoco. Por otro lado, cuando la libertad solo ejerce una voluntad irreflexiva, egoísta o lapidaria no ayudará a elegir el conocimiento necesario que permita distinguir entre lo conseguido material y lo apercibido trascendente. Y el Arte ayudará a vislumbrarlo. En las dos representaciones artísticas, la del academicista Leighton y la del barroco Nuvolone, podemos apreciar la mirada de un acto sagrado para ambas heroínas míticas. Es un hecho tan serio que no debería frivolizarse con la alegría estética con la que a veces se imaginan los sacrificios voluntarios. No es un rechazo a la vida es una elección consecuente que hay que tomar a veces, a pesar de amarla tanto como para perderla. Y fueron dos mitos con siglos de diferencia en la historia occidental los que originaron esa estética. Antígona en Grecia y la mártir en Roma representan lo mismo. Grecia y Roma, Atenas y Jerusalén. Razón y Fe. Y el Arte clásico nos lo recuerda ahora en toda su belleza.  

(Óleo Antígona, 1882, del pintor británico Frederic Leighton, Colección Privada; Óleo barroco Una santa mártir, 1650, del pintor italiano Francesco Nuvolone, Metropolitan Art de Nueva York.)


1 de septiembre de 2020

La Ilustración fallida y el atisbamiento de una verdad velada entre el aquí racional y el allí irracional.



Cuando la historia alumbrase una Ilustración donde lo racional fuera lo único existente y todo lo demás, lo no racional, acabara por diluirse en el trasfondo atrasado de una trascendencia superada, surgiría un pensador curioso que, amigo incluso del racional Kant, llevara al ser humano un cierto atisbo de irracionalidad que auspiciase por entonces el cuestionamiento de toda verdad. El filósofo alemán Johann Hamann (1730-1788) tuvo la fortuna de poseer un intelecto que le ayudase a soportar las dudas inmateriales que en plena Ilustración la humanidad había empezado a desarrollar con su racionalismo alejado de toda semblanza espiritual que pudiera imaginarse. Porque entonces el pensamiento avanzado no podría aceptar que hubiese nada trascendente que supusiera un menoscabo al imperio inmanente y poderoso de la razón triunfadora. Sin embargo, Hamann lo hizo, se alzaría incluso contra su amigo Kant y todos los ilustrados para reivindicar la completitud del ser humano más allá de la racionalidad militante. La Razón era sólo una parte no la totalidad de la personalidad del hombre. La vida humana era diferente, no un azar evolucionado más por las habilidades intrínsecas de un ser ahora avanzado en el Universo...  La humanidad de los hombres, pensaba Hamann, había sido regalada por un principio universal que, desde fuera de ella, había supuesto la grandiosidad más extraordinaria del mundo. También defendía el filósofo que el pensamiento era lo mismo que el lenguaje, y que éste no podía ser otra cosa que una característica muy especial entregada al ser humano por ese principio trascendente. Consideraba además que la pintura era anterior al habla, y que esos símbolos visuales estéticos llevaron a desarrollar el lenguaje de los humanos. Habría habido entonces una revelación inicial que había sido la que el hombre aprovechara para avanzar con sus defectos en el aferrado mundo misterioso de sombras y luces. 

En el año 1635 el pintor francés Nicolas Poussin compuso una obra que anticipaba simbólicamente, como una premonición prodigiosa, la pugna intelectual que el mundo tuviese un siglo después cuando la Ilustración llevase a la razón a su más inmanente sentido. En el año 70 de nuestra era el general romano Tito asediaría la ciudad de Jerusalén hasta acabar por tomarla y destruir su templo de Salomón. En su obra de Arte, Poussin nos muestra al general Tito subido a su caballo mirando hacia el templo en llamas, sorprendido ahora de que lo que él mismo estaba produciendo había sido profetizado ya siglos antes en el libro de Daniel. Fue entonces la fuerza poderosa de la razón de una estrategia romana inmanente frente a la providencia irracional de un sentido trascendente. Uno que justo ahora se estaba cumpliendo bajo la mirada asombrada de su firme ejecutor. Y la iconografía barroca de Poussin contrastaría la armonía clásica de las partes grandiosas del enorme edificio sagrado con el atropello sangriento y aterrador de las tropas imperiales. ¿Qué razones habría detrás de un acontecimiento como ese? Ninguna, no puede la razón encontrar ninguna causa. Y así como los cadáveres individuales seccionados y arrebatados a la vida en la obra de Poussin suponen un misterio inconcebible, del mismo modo el pensamiento del filósofo Hamann supuso un revulsivo en plena Ilustración racional, cuando defendiera entonces una visión distinta y contraria a la de la racionalidad progresista del siglo XVIII. El ser humano, decía Hamann, es una criatura divina, soberana y única, que no puede ser disuelta en una comunidad histórica donde la ciencia cree marginar con su progreso equivocado la ignorancia o la injusticia del mundo. Los seres humanos y sus destinos son muy diferentes, y la mayor sabiduría no estará en la razón ni en la ciencia sino en las experiencias que acumulan sus vidas individuales. Al pensador alemán los ilustrados les parecían unos paganos más alejados de la verdad universal que los mendigos o los vagabundos, unos seres que, por la inestabilidad o los tumultos de su arriesgada existencia, podrían acercarse mejor a la trascendencia del mundo.

En el siglo XII el monje Bernardo de Claraval escribiría una apología de la contemplación y de la recta sabiduría, también llamada por él la consideración: La contemplación es una intuición verdadera del alma personal sobre cualquier cosa. La consideración, sin embargo, es un esfuerzo del entendimiento para averiguar lo verdadero, lo cual a veces no impide que se tome una cosa por otra. Así pues, la contemplación es una certeza inmediata de las cosas, una intuición intelectual, mientras que la consideración es un tipo de conocimiento reflexivo y, por tanto, indirecto. Sin embargo, no ha de entenderse éste como un mero razonamiento abstracto y exterior de las cosas, permaneciendo irreductible la distinción entre el conocedor y lo conocido. Sino que es más bien como la proyección de un pensamiento que se repliega hacia el interior, sin otro objeto de conocimiento que su propio acto intelectivo. Sigue el monje cisterciense diciendo: La consideración ha de empezar siempre por uno mismo para no distraernos..., descuidándonos. ¿De qué nos aprovecharía ganar el mundo si nos perdemos nosotros mismos? Por muy sabio que seamos siempre nos faltará sabiduría si no somos sabio para nosotros. Pero, ¿cuánto de sabio? Todo lo posible. Porque también cuando conociéramos todos los misterios del mundo, todo lo contenido en la Tierra, en lo alto del cielo y en las profundidades del mar, si nos ignoramos a nosotros seríamos como el que construye sin fundamento, amontonando ruinas en vez de edificios habitables. Todo cuanto construyamos fuera de nosotros será como un montón de polvo expuesto a los vientos salvajes. Por tanto, no será nunca sabio quien no lo sea para sí mismo.

Pero esa consideración no debe confundirse con una interpretación subjetiva de las cosas, como si todo conocimiento debiera consistir en una elaboración basada en las facultades del individuo como un sistema cerrado y definido por sus limitaciones, pues eso sería una negación de toda trascendencia en dicho acto intuitivo y no habría una auténtica interiorización y realización de lo que debiera ser conocido. El sentido intelectual del conocimiento se mueve a sí mismo y está sostenido por sí mismo. Porque el conocimiento que solo es producido por algo exterior es un accidente, mientras que el conocimiento que se mueve a sí mismo es considerado entonces como sustancial. Y seguía diciendo Bernardo de Claraval: Si miro mi alma personal como es en sí no puedo pensar en otra cosa sino en su inanidad. Y es así porque si oponemos la finitud del individuo a la infinitud de lo absoluto quedará reducido aquél a la nada. El hombre, que es una nada en sí mismo, considerado una parte de algo más, lejos de anularse, no puede ser más que parte de divinidad, pues toda otra cosa quedará suprimida en el seno de lo absoluto, donde nada se pierde ni dejará de ser. Ese absoluto no se limitará al Ser puro, sino que designará lo que está por encima del ser individual, el ser de todos y cada uno de nosotros, con lo cual se conseguirá alcanzar a salvaguardar tanto la inmanencia como la trascendencia del mundo y, así mismo, superar su aparente oposición tan fallida. Ese es el sentido último del conocimiento: la naturaleza humana desvelada en su doble aspecto, entidad insignificante y, al mismo tiempo, entorno universal de la excepción misteriosa. Sutilmente expresada además como una imagen perfecta de aquella Jerusalén tan simbólica..., y pintada una vez su destrucción por Poussin en el  sutil y contradictorio Barroco.

(Óleo Destrucción del templo de Jerusalén por Tito, 1635, del pintor francés Nicolas Poussin, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)

20 de agosto de 2020

El Arte es la alegoría más desdeñosa, esa que obvia todo lo que no sea el Arte mismo.



 El Arte no se deja vencer por nada que no tenga que ver con su objetivo único y último: expresar una conciencia inconcebible para nadie. Porque el Arte es la mayor voluntad egocéntrica que existe. Y lo es porque no va dirigido a nadie en concreto sino a todos. Y todos es el motivo más desdeñoso que pueda existir, ya que, ¿quién es todos? En este pronombre tan indefinido radica el sentido tan impersonal que el Arte ofrece con sus alardes estéticos. Es la humildad más aleccionadora que cualquier cosa pueda ofrecer a un individuo. Porque la cosa que vemos expresada en un cuadro sólo nos engañará si esperamos que algo de lo que expresa vaya dirigido a nosotros, el pasivo observador subjetivo del cuadro. ¿Cuál es entonces el sentido de observar un cuadro? No hay sentido alguno, sobre todo si el observador se mantiene perceptivo en un papel proactivo ante el mismo. Para que el Arte consiga su efecto el perceptor del Arte debe olvidarse de sí mismo. Sólo así el Arte consigue su objetivo indistinto. Por eso el Arte es la mejor ayuda en procesos neuróticos donde el ego del individuo domina su existencia, hasta el punto que la impide vivir con mesura. Al existir una entidad más egocéntrica y una voluntad tan poderosa, el observador del Arte consigue abstraerse en una experiencia que le devuelve una impresión donde el sujeto perceptor acabará absorbido por el afán tan desconocido de la obra. Hay algo siempre en una obra que nos dejará ofuscado ante las múltiples interpretaciones de la misma. Entonces, trataremos intuitivamente de acercarnos a la verdad de lo que vemos. Pero es imposible, ninguna verdad se alumbra en la vinculación impersonal de ese virtual acto perceptivo. Aun así, creeremos en ello. Nos dejaremos llevar por esa fruición antropológica que hace al ser humano necesitar creer en parte de lo que observa. 

A partir del siglo XVII el Arte se transformaría desde las formas sofisticadas y alejadas de la realidad expresadas en el Renacimiento y el Manierismo. Luego, cuando el Barroco llegó para tratar de salvar al hombre de su angustia estética, el Arte alcanzaría a representar con sutileza y cercanía lo que antes había logrado representar con altivez, artificialismo o belleza. Cuando el pintor florentino Giovanni Martinelli quiso homenajear el Arte con un lienzo barroco novedoso, llevaría el retrato de una hermosa mujer a una composición alegórica misteriosa. ¿Cómo armonizar el naturalismo de Caravaggio con el preciosismo de un acabado clásico? El Arte era todo eso, y su obra debía disponer de todas esas cualidades tan demandadas entonces. Sencillez, belleza, sofisticación y naturalidad. Así fue como el pintor florentino compuso su Alegoría de la Pintura. Pero, ¿qué clase de alegoría pictórica representa este retrato femenino? Las formas de poder entender una alegoría van desde las cosas que aparecen en un lienzo hasta la forma en que las mismas aparecen en él. Aquí la forma alegórica asociada con el Arte tiene que ver con el desdén iluminado que hace que una obra sea una admiración inalcanzable para nadie. Sin embargo, está ahí para nosotros, podemos visualizarla tanto como queramos para poder así ver cada alarde, manera, posición, mensaje o sutileza de sus formas. Pero, nada de lo observado llegará a ser dominado por la conciencia de un observador anheloso. Esta es la fuerza motivadora que todo Arte valorable tiene para permanecer eterno ante cualquier espectador necesitado de sentido. 

Porque el sentido en el Arte es imposible obtenerlo. No existe. La alegoría del pintor barroco consigue ahora ese efecto tan sutil de imposibilidad perceptiva en la mirada torcida e indeterminada de la bella modelo. ¿A quién está mirando? A nadie. Pero aquí el pintor quiere ir más allá con ese alarde iconográfico tan definitivo. Ella, la representación alegórica de la Pintura, está ahora mirando hacia la nada más absoluta de misterio. Como el Arte. Como el desdén más poderoso que Arte alguno lleve a cabo desde las formas estéticas de su dominio. Porque nosotros, los que miramos admirados el sentido de belleza estética, dejaremos que ese instante permanente desplace nuestro ego y nos acerque así a un sentido universal donde no haya voluntad, ni individualidad ni subjetividad alguna. Todo un poderoso momento efímero que nos hace olvidar de nosotros mismos y consigue llevarnos hacia el origen último de toda expresión artística. Un lugar donde la voluntad no existe porque es asimilada a un ámbito de percepción subyugante donde las formas dejan de ser lo que son para mostrar ahora otra cosa distinta. La Pintura es una experiencia casi mística, y por eso el pintor busca aquí la expresión menos relacionada y más absorbente con la que llegar a conseguir expresar ahora un rostro enigmático. El mismo que la Pintura consigue cuando nos aleja tanto de nosotros como de lo que vemos. Y esta indeterminación dejará en la mente del que observa la sensación de que la conciencia estética no es ninguna cosa definida sino la más incierta expresión que una representación universal pueda llegar a conseguir de una experiencia vivida.

(Óleo Alegoría de la Pintura, 1635, del pintor barroco Giovanni Martinelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)

7 de agosto de 2020

La fuerza irresistible de lo opuesto o el triunfo ineludible de Kairós.

 

Los antiguos griegos describieron el tiempo de tres formas distintas con tres entidades o dioses diferentes. Una de ellas era la eternidad, cuya representación mítica la hacían con el dios Eón; otra era el tiempo dividido, el tiempo cronometrado, Cronos era su divinidad; pero había otra, la tercera y última, que era verdaderamente fascinante ya que los griegos fueron los primeros que intuyeron la importancia del momento trascendental, del momento propicio, del instante más revelador, único e irrepetible. A ese momento especial le denominaron Kairós.  Cuando el Manierismo estaba desapareciendo como tendencia artística  en los inicios del siglo XVII a consecuencia del arrebatador Barroco, el pintor alemán Hans von Aachen (1552-1615) compuso su obra Pan y Selene. Estos dos personajes mitológicos representaban para los griegos dos cualidades muy opuestas y contradictorias. Pan era uno de los semidioses más terrenales, voluptuosos, calamitosos e incontrolados de la Arcadia. Selene era la diosa lunar, tan pura y luminosa como el satélite subyugante y poderoso al que hacía referencia. Para el semidiós lujurioso el atractivo de Selene fue irresistible. Hizo todo lo que pudo para seducirla, hasta tratar de modificar sus propias burdas maneras, sus bestialidades o su fiereza incontrolable. Ella era una diosa enamoradiza, desaparecía y volvía, como su astro brillante, para encandilar a los hombres terrenales y sentir la pasión que su temporalidad solo algunas veces le brindase. Para ambos seres míticos la oportunidad de Kairós era la única forma de vivir su deseo, ya que éste era insostenible de otra forma para ellos, ninguno tendría otra ocasión más que la noche... Pan no podría descubrirse más que en la noche ocultadora; Selene no sabría otra forma de poder hacerlo que entonces. Ni la eternidad ni el periodo normal de una vida servirían para unir a estos dos seres incapaces. ¿Era la imposibilidad de otra cosa en ambos casos lo que les uniría? Por eso Kairós vino a comprenderlos. Y la iconografía del Arte barroco a sustentar esa posibilidad efímera además. Como su sentido filosófico, Kairós es el dios del tiempo del Arte. Por ejemplo para los cristianos posteriores a la filosofía de Grecia, Kairós representaría entonces el tiempo de Dios, ese momento inapreciable y salvador que justificaba su teología.

Pero, y en el Arte, ¿cuál será el tiempo representado, cuál es el tiempo que se representa de los tres en una pintura? Tendemos a veces a pensar en la eternidad por identificar Arte con permanencia. Pero la eternidad de Eón es el no tiempo, cuando éste no existe ni para negarlo. Y el tiempo de Cronos es el tiempo pasado o es el tiempo presente o es el tiempo futuro. No, decididamente el tiempo del Arte es mejor el representado por Kairós. En el Arte lo que vemos reflejado en una obra es la intención efímera más estética de un solo instante merecedor. El creador expone siempre su momento de gloria, aunque éste solo sea, estéticamente, un mero instante a veces muy desmerecedor. Sin embargo, los pintores exponen siempre el único momento prescindible que no puede ser destinado a la muerte. En la vida esto solo se produce en la imaginación ya que nada hace que el tiempo pueda ser sustituido por nada, ni siquiera por la pasión más ardorosa. Kairós no desplaza el tiempo ni lo paraliza ni lo transforma, solo lo describe, lo califica o lo narra de una forma especial, y para esto la imaginación es el arma más eficaz que mente alguna pueda tener en este mundo. No vivimos las cosas las imaginamos mientras las vivimos perplejos. La perplejidad nos impide asimilar nada, por eso la imaginación acude a salvar ese momento único. Y Kairós santificaba, con su divinidad pagana, el instante temporal que apenas durará la intención del hecho. Para el filósofo francés Deleuze el fenómeno de Kairós es ese momento único y especial que no está ni siquiera en el presente, sino que está siempre por llegar o que ya ha pasado, que nos sobrevuela... Por esto la imaginación es el único referente válido que tenemos, tanto si se manifiesta como si no. Para eso también fue creado el Arte, para dominar el instante desde la distancia, ya que, como la incertidumbre física, no podremos saber bien una dimensión si determinamos otra...

En la obra de Aachen vemos el instante mágico del momento imaginado e irrepetible de una seducción erótica. La fuerza atrayente es irresistible porque el momento es irrepetible. Esta es la característica de Kairós, su irrepetibilidad. Ahora podemos entender la sutil diferencia entre Eón y Kairós. En Eón la vivencia es imperceptible, no se es consciente de nada porque no hay una medida para referenciarlo: la eternidad no fluye, permanece sin contraste, sin límites, sin enfrentamiento ni ausencia. En Kairós existe porque fluye, porque hay límites, porque nos enfrentaremos pronto a la realidad inequívoca de lo irrelevante... Entonces deberemos sublimar el instante o con la oportunidad o con la imaginación o con el Arte. Hans von Aachen lo hizo con el Arte y consiguió una obra fascinante. Incluso consiguió unir dos tendencias tan opuestas como eran el Manierismo y el Barroco. En el año 1605 pintar como sus maestros ya no era la opción más moderna. Pero en su obra Aachen alcanzaría a combinar un estilo con el otro. El gesto manierista de las manos y el cuello de Selene contrastan con su cadera barroca y el cuerpo tan naturalista de Pan. El Barroco había llegado para romper la imaginación, o la sutileza, frente a la pasión y el alarde más realista de las cosas. Sin embargo Kairós dominaba, con su fuerza poderosa, la simulación de un instante que el Arte hacía vibrar además con las formas encontradas de dos estilos diferentes. Uno que acabaría para siempre y otro que empezaba a sembrar la ilusión por hacer del instante una forma más familiar o cercana. ¿Es que ahora podíamos dejar de sentirnos ajenos a lo representado en una obra? Esta era la virtual intención estética del Barroco. Pero también fue su maldición. Porque ahora la distancia era dominada frente a la fragancia. ¿Es que Kairós sería vencido finalmente en el Arte? El momento de mayor divinidad de Kairós fue representado en su mayor pureza en el Manierismo. Sin embargo, las demás tendencias posteriores mantuvieron aquella pureza, a pesar de sacrificar la fragancia por la cercanía. Aun así se prolongaría la fragancia hasta la llegada del Arte Moderno a principios del siglo XX. Porque la forma de entender aquel instante tan sagrado sólo era dominada por el influjo de Kairós. Para este concepto clásico el equilibrio más armonioso no era su virtud más elogiosa. Kairós unirá dos mundos en un solo momento, pero tienen que ser dos mundos muy diferentes, totalmente opuestos, tan opuestos que sus propios sentidos dejen de serlo para convertirse ahora en un ferviente instante de deseo y de gloria.

(Óleo Pan y Selene, 1605, del pintor manierista alemán Hans von Aachen, Colección privada.)

20 de julio de 2020

Habláis a maravilla; pero he bajado al pozo tenebroso en el que, según Heráclito, estaba oculta la verdad.



¿Oculta la verdad? Ésta, la verdad, estará a sueldo a tiempo parcial y equidistante casi siempre entre dos de las posiciones más opuestas de la vida. Antes de que dos de los más grandes filósofos griegos atenienses (Platón y Aristóteles) contrastaran física y metafísicamente sobre el mundo, dos presocráticos, Demócrito y Heráclito, habían representado dos actitudes humanas muy distintas ante la forma de encarar la verdad y los misterios del mundo. Heráclito había vivido poco antes (540-480 a.C.) y Demócrito poco después (460-370 a.C.), pero sus visiones del mundo trascendieron luego tanto filosófica como legendariamente. En el año 1628 el pintor holandés Hendrick ter Brugghen (1588-1629) decidió fijar, en dos óleos barrocos distintos, las dos actitudes más características de ambos pensadores presocráticos. Heráclito no des-oculta la verdad, la sublima; Demócrito es un precientífico que alcanzaría una teoría fascinante donde, ajustada, situará expuesta la verdad... El primero intuye el caótico equilibrio dinámico del mundo; el segundo alumbraría una interpretación organizada y clarificadora de un cosmos a la medida y con sentido para el mundo. Para Demócrito el mundo práctico es comprensible y todo lo demás no importará. Para Heráclito el mundo es incomprensible y esta cualidad junto con todo lo demás es lo importante para entenderlo. Uno, Demócrito, es un optimista; el otro es un pesimista... Pero, sin embargo, sabemos que esa bipolaridad acomodaticia no es más que un reflejo más de dos de las posiciones enfrentadas de la vida. El Arte barroco lo entendió y compuso así dos obras separadas pero con un mismo y un único sentido: ya tengas una u otra posición el mundo sigue siendo un incurable estúpido

Demócrito ríe sin parar viendo las diferentes formas de un mundo que él comprende azaroso y necesario; estará para él el universo organizado siempre en pequeñas esferas diminutas, estructura que, sin cesar, rigen tanto lo que hay como lo que no. Lo demás que no sea inmediato a su sentido no importará. Es el dogmatismo científico, es la autocomplacencia del que entiende la estructura de lo que hay pero nada más; no se quiere ir nunca más allá porque ello supondría cuestionar su teoría magnífica que lo justifica todo y lo abarca todo. Ese es el prejuicio científico, algo que, sobrevalorado, obvia la vida y sus misterios más ocultos. Heráclito llora melancólico (se observa en el lienzo de Brugghen las pequeñas lágrimas que brotan en sus mejillas) al vislumbrar con sus pensamientos atrevidos la oposición de unas fuerzas que, necesarias, condicionan siempre al mundo con su devenir inevitable. Todo cambia y nada permanece, ni siquiera la estructura aparente de las cosas existentes en un universo incomprensible... El asolado Heráclito es representado con la imagen humana del iluminado que sabe, sin saber por qué lo sabe, que el mundo, más tarde o más temprano, acabará cambiando. Pero, claro, cambiando, ¿para qué, para lo bueno, para lo malo? El filósofo pesimista no puede aclararlo ya que no hay para él una progresión sino un cambio. Cuando se progresa se cambia, por supuesto, pero no todo cambio es una progresión. Y lo único que existe es el cambio, sea el que sea, solo y siempre el cambio. Demócrito no plantea el cambio, ni lo cuestiona ni lo deja de cuestionar, para el filósofo optimista el mundo está claro en su estructura y en su azar. La única ley es la de la estructura, no la del azar. El azar no es una ley para él. ¿Qué es el azar? Una característica del mundo, una cualidad menor del mundo, absolutamente imprevisible, pero existente hasta determinarlo.

Demócrito señala con su dedo en la obra de Brugghen hacia la imagen del atribulado Heráclito. Las dos obras fueron compuestas para verse juntas, de lo contrario no son comprensibles ni creíbles. Así están ambas dos en el Rijksmuseum de Amsterdam. Por eso la imagen de Heráclito da la espalda a la de Demócrito. Para aquél el mundo no puede ser fácilmente comprendido ya que nada permanece. Fue el primero que se atrevió a negar un principio lógico fundamental del mundo: el principio de no contradicción. Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, dice este principio. Pero, Heráclito lo desmiente, él dice que sí... Y esto es absolutamente radical y reaccionario. Hay que alejarse mucho de la posición en cuya perspectiva el universo sea visible para alcanzar ahora a vislumbrar otra visibilidad distinta, otra cosa diferente. Esto sólo lo hacen o los locos o los grandes. Han pasado más de dos mil quinientos años y ambos pensamientos siguen vigentes, y, lo más curioso, rozando la verdad... Uno, el de Demócrito, llegaría a anticipar la teoría de los átomos y la estructura de éstos; otro, Heráclito, está siendo revisado, poco a poco, para llegar a entender ahora que las cosas del mundo pueden tener otro sentido distinto: la filosofía de los procesos o la armonía con la Naturaleza (el Logos), en cuya subordinación por el individuo consiste la virtud y es, según Heráclito, donde se encuentra la verdadera libertad. Pero fue el Arte barroco quien, hace ya cuatrocientos años, comprendería que la verdad estaba en la relación y en la armonía de ambos pensamientos y no en su oposición insoluble. En parte ganaría Heráclito con su armonía de los contrarios. Para este filósofo racionalista presocrático el mundo es una realidad de opuestos que se necesitan y que, en su lucha enfrentada de contrarios, alcanzarán a mantener un equilibrio universal gozoso que, paradójicamente, luego casi nunca durará ni permanecerá del mismo modo que antes.

(Óleos barrocos del pintor holandés Hendrick ter Brugghen, Demócrito y Heráclito, 1628, Museo Rijksmuseum, Amsterdam.)

14 de julio de 2020

La inmortalidad no es lo mismo que la perennidad anhelada material de la substancia.



En la mitología grecolatina existió un personaje llamado Titón que fue hermano del rey de Troya Príamo e hijo de la bella y hermosa Estrimo. Su extraordinaria belleza hizo que se fijara en él la diosa Eos, representación de la estrella Aurora del Sol. Los dioses y los humanos podían convivir a veces, era una forma en la que aquéllos se distraían de la penosa realidad eterna de su aburrimiento. Y así fue como Eos se encapricharía una vez del bello Titón. Pero para poder estar juntos en la eternidad la diosa le pidió a Zeus la inmortalidad para Titón. Este era el único matrimonio posible entre los dioses y los hombres: la inmortalidad. Pero, como en la vida real, se olvidarían de la felicidad... En este caso de glorias eternas, Eos se olvidaría de pedirle a Zeus la juventud perenne para su amado. Imaginemos la situación: mientras Eos se mantenía permanente en su aspecto divino de belleza relumbrante, Titón, aunque inmortal, continuaría avanzando en su decrepitud inevitablemente. Cuando el pintor barroco napolitano Francesco Solimena (1657-1747) quiso crear su lienzo mitológico sobre esa leyenda, compuso una alegoría de la separación que llevaba a simbolizar el riguroso divorcio entre la vida y el tiempo. Ahora la vida era la diosa y su eterna belleza y el tiempo era la decrepitud que el paso de los años hacían en la materia y también en la belleza. Entonces, ¿es que hay dos clases de belleza? Sí, la belleza como idea y la belleza real. Cuando miramos la belleza en un cuadro es siempre la primera. Cuando vemos a veces brillar en el mundo la materia con belleza es siempre la real. En el cuadro de Solimena Titón debe situar ahora su mano entre el brillo refulgente de Eos y sus frágiles ojos envejecidos. Ya no podrá él mirar nunca más a su amada. La diosa acabaría convirtiéndolo en un insecto para siempre. 

La inmortalidad ha sido deseada por muchos humanos a lo largo de la historia. Los filósofos han escrito de ella y han glosado una forma de sutil emanación de aquella facultad divina. ¿Es la inmortalidad un premio inestimable? Para Titón no lo fue. Es de entender que fue feliz mientras duró su mortalidad y no lo fue mientras perduró su inmortalidad añadida. Lo hizo por amor, como se hacen casi todas las cosas estúpidas en la vida. ¿Compensaría la parte de inmortalidad que obtuvo frente a la mortal de los hombres? Es de suponer que no ya que el sufrimiento de la decrepitud prolongada no es un recuerdo agradable de la añorada juventud perdida. No es la inmortalidad es la juventud la cualidad virtual más valorada en la tesitura prolongada de la vida. Pero incluso ésta es condicionada a la facultad divina de algún poder complementario. ¿Cómo si no es posible vivir sin dejar de ser lo que se es, a pesar de disponer de eterna belleza? La vida no es duración es intención, no es permanencia es vivencia, no es satisfacción inútil sino compensación agradable después incluso de una derrota... Porque la derrota es en la vida igual que ésta: efímera. Y esta cualidad transitoria hace a la vida deseable mucho más que cualquier eternidad. Otra cosa es querer repetir más tarde. Pero eso es otra cosa. Repetir es más de lo mismo, aunque tenga alguna ligera diferencia. La capacidad de vivir mortalmente es una bendición más que una maldición. La forma en que los seres acepten su derrota (en las dos acepciones) es la forma inteligente de encarar la luz fulgurante que deslumbre los ojos de la mortalidad. Titón acabaría dejando de existir como Titón, aunque su materia se hubiese transformado en insecto. 

No hay nada mejor que el Arte para visualizar las grandes cuestiones de la vida. Los pintores del Barroco como Solimena sabían que estas alegorías mitológicas comprendían gran parte de los temores de los hombres. De sus miserias, de sus decepciones, de sus limitaciones, de sus fracasos. Incluso para haber llegado a ser amante de los dioses y deudos de su inmortalidad. ¿Para qué, después de todo, haber llegado a disponerlo? Aunque también se podría hacer otra pregunta, ¿no es al final la vulgar vida humana la misma que podamos disfrutar todos ante el posible azar de la existencia? La corona de flores le está siendo colocada ahora a la diosa por un ángel mítico, no a él. Es a ella, solo a ella, la gloria eterna. Con ese gesto simbólico el pintor hace ver la inútil pretensión de querer ser dioses e inmortales en el mundo. Es inútil toda vanagloria ya que la decrepitud es asaltada a todos los seres humanos con independencia de la suerte ocasional que, una vez, tuviesen de ser admirados por los dioses. Pero, aún es más deplorable tal anhelo endiosado, ya que la dilatada existencia artificial de los alardes materiales añadidos a la vida por una inmortalidad aparente, no es comparable con la sutil fragancia pasajera de una vida mortal, pasional, evanescente y auténtica. ¿Qué recuerdo le quedaría a Titón de una amante inconmovible? ¿Cómo se puede acompañar y disfrutar hacia el tiempo a un ser que habita donde el tiempo no existe? La vida pasajera que realza su majestad precisamente por su cualidad efímera, hace a la vida ser un valor eterno de belleza. Pero ahora, sin embargo, de aquella otra belleza, la belleza idealizada, la no real, la que solo se matizaría poderosa entre las formas inmateriales de un Arte tan perenne. 

(Óleo Aurora despidiéndose de Tithonus, 1704, del pintor tardo barroco Francesco Solimena, Museo Paul Getty, California.)

6 de julio de 2020

El Arte como una habilidad humana general, donde el anonimato elevará aún más su grandeza.



Existe una obra en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando catalogada como Entierro de Cristo, siglo XVII, Anónimo. Nada más. Solo un fragmento añadido, de una reseña de un inventario del año 1817, que dice: Otro (lienzo) de cinco pies y cuatro pulgadas de alto por ocho pies y tres pulgadas de ancho. Representa el entierro del Señor.  Pero, ahora que vemos la obra por primera vez, tenemos que exclamar, inevitablemente: ¡Es impresionante! ¿Quién en su sano juicio no la firmaría? Porque, de hacerlo, para su autor hubiese sido una extraordinaria forma de pasar a la posteridad. La obra, que es del siglo XVII (de lo cual no hay duda), es incluso más valorable por ello. Observamos así que pertenece al estilo Barroco, es su periodo natural (siglo XVII). Pero, sin embargo, además hay trazas artísticas de clasicismo (renacimiento/neoclasicismo), de romanticismo, de prerrafaelismo,  de academicismo, incluso de un cierto decadentismo...  Hay genialidad universal y grandiosa en esta obra de Arte. Pero es una obra maestra anónima. Sin embargo, no existen obras maestras anónimas por definición. Las obras maestras son sólo de maestros. ¿Quién es aquí el maestro, entonces? La humanidad... Por eso esta obra es un homenaje a la humanidad, el mejor homenaje artístico a toda ella. La composición de la obra es muy original. Aparecen cinco personajes, además del cadáver de Cristo. Pero, cada uno de ellos representa o simboliza una cosa abstracta, disponen todos ellos, estéticamente, de alguna característica especial de la conducta humana. El desconocido autor consiguió plasmar ese efecto en su obra de manera genial. Está el amor humano, representado por la madre de Cristo. Aquí la divinidad del fallecido deja de ser por un momento el sentido fundamental del sentimiento más afectivo. Está el amor divino o sagrado, personalizado en la joven (¿Magdalena?) de la derecha, que eleva ahora sus ojos hacia un espíritu que ya no reside en el cadáver. Está también el personaje escéptico o curioso, que duda y palpa incluso la mortalidad de lo aparente a sus ojos. Está el ser compasivo, que ayuda al ser humano fallecido, no al Dios, y que atiende al ser mortal que solo requiere ahora descanso. Y luego aparece otro hombre entre las sombras, este es el personaje que piensa y reflexiona sobre las consecuencias de lo que el trágico hecho pueda suponer en la historia.

La belleza plástica de la obra está muy conseguida, los colores determinarán la afinidad del pintor anónimo a los posibles roles humanos representados. El anciano dadivoso (¿José de Arimatea?) es posible que sea el personaje más valorado en su expresión artística. La textura amarilla de su manto reclamará la visión de unos ojos ávidos de belleza cromática. Resaltará su brillo entre tanta oscuridad compositiva. Las semejanzas estilísticas con pintores barrocos nos lleva a imaginar a Rembrandt, por ejemplo. El personaje curioso postrado por su interés terrenal es semejante a figuras pintadas por el academicismo o el romanticismo de siglos después. Y el cadáver de Cristo, ¿no es uno de los parecidos a los sagrados manieristas de Tiziano? Y los perfiles de la madre y la joven extática, ¿no son respectivamente dos muestras del renacimiento de Luis de Morales o del barroco de Murillo? El claroscuro obedece a la época del pintor, siglo XVII, donde las hazañas artísticas de Ribera podrían haber servido como muestra a este anónimo pintor. Pero, ¿qué pintor? No existe. ¿No existe? Para que algo exista debe identificarse y persistir. Aquí solo persiste en parte. Lo único que existe realmente es la obra de Arte, ajena a cualquier identidad, a cualquier individualidad, a cualquier relación subjetiva. ¿No hay conciencia en la obra por no saber quién es su autor? La conciencia existe, sin embargo. Es la que vemos representada en este estético modo original. Entonces, ¿existe conciencia en una obra de Arte, independientemente del autor? Sí. El Arte es un ente en sí mismo que la posee, solo que la posee más cuanto más Arte representa. Si hubiera que hacer un homenaje al Arte universal, no al artista, esta obra sería más representativa incluso que Las Meninas de Velázquez.

Un homenaje al Arte, no al artista. Sin embargo, el Arte es una creación humana, ya que detrás de cualquier obra hay siempre un ser humano. Pero aquí, en esta obra, no sabremos quién. Cuando no hay referente humano asignado a una obra, no hay manera de glosar nada de él. ¿A quién dirigiremos nuestra fascinación o nuestros elogios? Solo a la obra. Por eso esta obra es la mejor muestra para elogiar al Arte. Y también a la humanidad. Es una oportunidad para halagar artísticamente al género humano. Al no existir un individuo concreto en quién hacerlo, tenemos a toda la humanidad. Podemos comprender la grandeza de un ser capaz de combinar colores, formas, sentimientos, espacios, gestos, miradas, emociones y símbolos en un plano determinado por límites. ¿Cómo se puede pintar así y no transmitirlo...? ¿No hay mayor grado de autoestima que cuando no se necesite comunicar lo que has hecho? Porque la obra titulada Entierro de Cristo, catalogada como Anónimo en la Academia de San Fernando, es una genial obra maestra del Arte. No es ninguna copia, no está llevada a cabo en el siglo XIX, por ejemplo.  Es una obra original del siglo XVII. Su elaboración es perfecta, sus líneas, sus rostros, sus manos, sus formas expresadas, todo es perfecto. No es posible pintar así y pasar desapercibido. Pero, sucede.  ¿Es posible que detrás de una obra anónima esté un gran pintor conocido? No es tan posible. El estilo, más tarde o temprano, desvelaría al autor. Hay muchos anónimos en el Arte, y muchos en la Academia de San Fernando, pero especialmente como este no. Es posible que no tuviese en su época una gran admiración la obra, no hay mucha pasión barroca verdaderamente en ella. ¿Es un defecto? Artístico no. Pero, en aquellos años de un Barroco pasional es posible que lo fuera. Para hoy, para una época donde conocemos todas las escuelas, periodos y estilos, admirar esta obra es fácil de comprender. Porque en ella está además toda la historia del Arte más conseguido. Está la belleza, pero también hay psicología...; está la grandeza, pero también la bajeza... Ante la sagrada figura muerta de un dios ajusticiado, hay diferentes actitudes humanas. Ante la composición artística de una obra de Arte, hay diferentes formas de expresarla. Todo ello consiguió el autor anónimo, sin desmerecer nada. Y, una cosa más obtuvo: alcanzó la satisfacción personal solo por el hecho de haberla realizado, no por el hecho de notificarla, publicitarla o reivindicar la obra con su nombre.

(Óleo Entierro de Cristo, Anónimo, siglo XVII, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

4 de julio de 2020

La belleza del mundo es algo más que una forma estética de belleza.



Domenichino fue un pintor italiano de la famosa y efímera escuela de Bolonia. En ella sus miembros buscaban la belleza clásica que el Manierismo habría ocultado entre sus formas. El Arte para ellos era algo más que pintar, era componer la más excelsa belleza obtenida desde presupuestos intelectuales que materializaban perfecta la esencia más conseguida de las formas físicas. Sin embargo, fueron muy convencionales en sus composiciones, además de interesados en mantener una oferta artística muy demandada por un público poderoso y anheloso de belleza. Domenichino era el apodo de Domenico Zampieri (1581-1641). Fue llamado así por su pequeña estatura pero también, al parecer, por una personalidad tímida y poco atrevida. Esta obra suya, Venus, no está fechada con exactitud, pero es de suponer que sería una pintura encargada por algún noble o magnate poderoso que deseara visionar la belleza de Venus con un estilo artístico tan obsesionado por las formas. Pero Domenichino hizo algo más que pintar una belleza clásica voluptuosa. Además de belleza explícita obsequió su Arte con la otra obsesión de la escuela boloñesa: alcanzar con su pintura el alto rango intelectual de pensamiento que los filósofos o los poetas habrían conseguido en la historia. Y lo consiguió el pintor en esta obra. ¿Qué es lo que representa exactamente? Componer a Venus había sido una obsesión en el Renacimiento. Tiziano y Giorgione, por ejemplo, obtuvieron obras maestras de Venus en sus representaciones de la diosa. Pero, aquí Domenichino alcanzaría a sublimar la representación de Venus como nunca antes, ni después, había sido compuesta. Primero, está ahora la diosa sola, está despierta y nos mira directa. Ninguna obra así de Venus había sido compuesta de ese modo. Aquí, el pintor nos llevará a una dialéctica con ella. Nos enfrentará a su mirada, a su propia conciencia.

Ahora ella misma dejará por un instante de ser el objeto deseado para convertirse en un medio a través del cual descubrir otra cosa. Por eso es ella quien ahora nos desvela aquí una visión de la belleza que no es ella misma siquiera. ¿Cómo puede ser? Venus era la diosa de la Belleza, con ella los pintores habían encumbrado un Arte clásico para mostrarnos sus virtudes estéticas más elogiosas. Sin embargo, Domenichino no hace ahora lo que sus antecesores habían plasmado en sus imágenes sagradas de Venus: representar la Belleza objetiva. El pintor boloñés nos representará ahora la subjetiva... Nos hace una composición donde Venus es un ser personal que, a pesar de su belleza, o por causa de ella, consigue comunicarnos algo ajeno a su belleza. Y lo consigue. Empezaremos a pensar qué es todo eso nada más alcanzar a ver de pronto su belleza. ¿Qué significa ese gesto tedioso o cansado de su mano derecha sosteniendo su cabeza? ¿Qué supone esa actuación donde, con su otra mano, nos descubre ahora otra belleza: un paisaje delimitado, un mundo exterior donde la visión convencional de la vida se manifiesta? El pintor deja claro en su Venus su atribución divina de Belleza y su fecundidad sagrada: pinta dos palomas unidas símbolo de su sentido erótico sagrado, y pinta unos pétalos de flor esparcidos en su lecho muestra inequívoca de pasión o de unión fértil y prodigiosa. Pero, sin embargo, su actitud no es la de una amante deseosa. El pintor italiano nos quiere expresar algo más ahora en su obra barroca. Su escuela quería demostrar el alto sentido artístico de la pintura, semejante a la poesía o al pensamiento lúcido más elaborado de entonces. Por eso Domenichino nos sorprende con una Venus ahora distinta. Es, probablemente, la última Venus del clasicismo representada en una obra. Hasta el siglo XIX no fue de nuevo representada Venus desnuda y tendida en el Arte.

¿Era una contradicción? La escuela de Bolonia había sido una organización artística de progreso, querían ellos avanzar con respecto a lo que se había hecho antes en el Arte. Pero el avance no era material, la estética de la belleza era sagrada, sin embargo. Era un avance formal, pero no en el sentido de las formas físicas sino en el sentido espiritual. Podemos especular o interpretar ahora el sentido iconográfico de la obra de Domenichino, pero tan solo será un vago deseo de verdad ya que la realidad de la obra y su sentido último tan sólo la sabría el pintor, si acaso. Pero, al menos, podemos intentarlo. Es como si Venus nos mostrase aquí su belleza para decirnos: No veis más que lo mismo siempre, cuando hay un mundo que es también belleza. Por eso está ella ahora condescendiente con nosotros, desde su subjetividad de belleza, para mostrarnos con suficiencia divina un paisaje que no es sólo un decorado de algo sino la propia fuerza nuclear del mundo y de la vida. ¿Qué es entonces lo que la diosa de la Belleza Venus deseará comunicarnos en esta obra? Al desvelar la ventana del cuadro nos quiere mostrar así la belleza del mundo, no sólo la que ella representa. Por eso no hay nada humano en la obra. A pesar de no poder distinguir muy bien el paisaje acotado de la ventana del cuadro, es muy seguro que no se aprecia ningún ser humano en su contorno. No es esa la belleza que ahora importa, para eso ella la representa. Es la belleza de la naturaleza, del mundo sin forma concreta, lo que Venus quiere proponernos admirar desde la fascinación propia de su belleza. No es sólo naturaleza, es la vida, sus cosas y sus obras. Hay una conmiseración hacia la vida y el mundo desde planteamientos exclusivamente racionales. Por eso se sitúa su mano en la cabeza, símbolo racional por antonomasia. 

Es una lección que la escuela de Bolonia y su alumno aventajado Domenichino nos propone ya desde hace unos cuatrocientos años. La historia del hombre había centrado la valoración del mundo en la belleza idealizada de las formas, en la riqueza y en la sabiduría. Pero ahora Venus, de la mano del pintor boloñés, nos plantea otra cosa. Es el mundo, el sentido de la vida del mundo, lo que debe ser considerado como Belleza. La fuerza ontológica, filosófica, casi religiosa, del sentido iconográfico de esta obra es radical. Es una glosa sutil y maravillosa a la única realidad de Belleza que importa de veras: el mundo. El pensamiento filosófico de entonces, principios del siglo XVII, estaba caracterizado por Descartes y su racionalidad alumbradora. Por primera vez el sujeto, es decir, la persona ejecutora de cualquier acción y sentido, tenía un papel fundamental en la concepción del mundo y sus cosas. Y es por esto que el pintor le ofrece a Venus ahora un protagonismo inédito en la historia del Arte. Está interactuando ella con nosotros, los destinatarios de la obra. Está mirándonos y su pensamiento nos lo transmite aquí con el gesto decidido de su sentimiento. Porque no es la diosa de la inteligencia Atenea, tal vez la más adecuada para algo así. Es Venus, la diosa de la Belleza, la epítome de todo sentimiento de belleza formal y física. Por esto mismo es la más apropiada para hacernos pensar sobre la magnitud de considerar el mundo como parte fundamental de la Belleza. Es un sentimiento, porque ella es también parte de ese mundo de belleza, ese al cual la vida se aferra siempre sin demora. No representa el mundo un espacio o un ámbito o unas realidades físicas. Es todo eso y mucho más, es un conglomerado de cosas que hacen el todo de la vida en la diversidad más asombrosa. Podía servir un paisaje frondoso y maravilloso para expresar algo así. Pero no se trataba de eso. Se trataba de hacer ver que la belleza admirada, valorada, anhelada -Venus-, era el mejor escenario para poder reflexionar, como lo hace la diosa, sobre la grandeza misteriosa de la extraordinaria belleza que subyace en el mundo.

(Óleo Venus, principios del siglo XVII, del pintor italiano Domenichino, Escuela de Bolonia, Museo Art Gallery de York, Inglaterra.)

19 de junio de 2020

El designio determinante de los dioses subyace bajo las ansias de libertad de los hombres.



El mito griego fue la epopeya vital de la relación poética entre los humanos y los dioses. Fue una excusa creativa, social, literaria y existencial extraordinaria. ¿Cómo justificar por entonces si no el vaivén azaroso de un mundo racionalmente tan incomprensible? Las causas últimas de las cosas fueron asignadas a unos seres divinos que, caprichosos, alteraban sin justificación la vida sin sentido de los hombres. Sin sentido porque nada de lo que sucede lo tiene, a menos que justifiquemos todo lo que sucede sin desmerecer nada, ni lo malo ni lo bueno ni lo peor. Para aquel pueblo mediterráneo, que no hacía otra cosa que preguntarse cosas, la vida era mejor comprendida si había algo superior a ellos que dominara las formas en que el azar condicionaba el destino de los humanos.  El pintor barroco más clásico, misterioso, mítico y sugerente lo fue el francés Nicolas Poussin. Para él, el mundo debía corresponderse a formas donde la belleza se equilibrase con un mensaje misterioso. Como conocedor de la cultura helénica y del mito, Poussin expresaría siempre en sus obras el sentido más incognoscible que el mundo encerrase en sus formas. La belleza era parte del misterio. El Arte habría venido a satisfacer esa incógnita tan arrebatadora. ¿Hay algo mejor que contestar al misterio de la vida con las formas sagradas del Arte más clásico? Durante el año 1639 el pintor francés acabaría en Roma su pintura La caza de Meleagro. ¿Quién era Meleagro? Conocemos a Ulises, a Aquiles, a Hércules, a Edipo..., pero, ¿a Meleagro? ¿Había sido alguien importante que tuviera una vida excelsa o alguna épica y heroica aventura vital que llevase a consagrar su nombre en las perfiladas y eternas piedras de la memoria? Nada de esas cosas insignes que los héroes hacen para resaltar su vida ante el mundo tuvo Meleagro. 

Entonces, ¿por qué fue motivo para que un gran pintor quisiera resaltar su nombre con el Arte? Por la participación en una cacería que fue decisiva para el orden de un pueblo griego en los inicios de su historia mítica. Antes de que Troya o cualquier otra hazaña griega épica se librase y contase entre los poetas había existido Meleagro. Fue el joven hijo de un rey de Calidón, una ciudad griega situada cerca de Corinto. Su padre, Eneo, reinaba en Calidón con la sabiduría y la moderación propia de un griego prudente. Con su esposa Altea tuvo tres hijos y dos hijas. Uno de ellos fue Meleagro, hábil cazador y fiel devoto de los dioses. Había nacido con el don de la fortuna y nada le podría suceder malo o hiriente. Así se lo habían dicho las diosas del destino, las Moiras, a su madre cuando nació. Sin embargo, le advirtieron a Altea que la vida de Meleagro estaba ligada a un tizón de leña ardiendo. Y que si éste se apagara antes de su tiempo moriría sin remisión. Se cuidaría su madre así de que siempre estuviese ardiendo. Pero, algo sucedió entonces en Calidón. Los reyes debían honrar a todos los dioses al menos una vez al año. Un año Eneo honró a todos pero se olvidó de Artemisa. Ahora el mito se relacionaba con el azar y la pasión, con el profundo misterio de las causas que acechan la vida de los humanos. Un error y una ofensa, una eventualidad involuntaria y una consecuencia inevitable...  Artemisa, enojada, enviaría a Calidón un feroz monstruo asesino en forma de jabalí gigantesco. La muerte, el hambre y la destrucción asolaron el reino. Su rey entonces convocaría a todos aquellos que quisieran acudir para cazar al monstruo. Su propio hijo Meleagro se presentó, también otros reyes y una hábil cazadora, Atalanta, tan certera con su arco como devota de Artemisa, se decía incluso que había sido criada por ella. Y nadie pensaría entonces que toda aquella maldad había sido causada por la ofensa de esa diosa.

El pintor Poussin compuso una obra diferente a las que acostumbraba a hacer de leyendas. Ahora pintaría una multitud organizada con un fin común, cuando siempre había pintado antes seres agrupados y desordenados por la confusión o el misterio. Ahora era una acción decidida, cuando antes había sido una meditación o una sorpresa o una agonía o una placidez o una serena combinación de cosas imperfectas. Decididos los seres humanos se concentran y dirigen juntos hacia el lugar boscoso donde la fiera habitaría desalmada. Y es cuando el destino comienza a forzar las cosas para seguir cumpliendo su designio... Porque pronto abatirán la fiera y todo habría acabado. Ahora juntos los hombres serán imbatibles. Están seguros y confiados, organizados y capaces, con la inteligencia y la determinación que su voluntad les otorgue. Artemisa no era tan estúpida, no podía haber causado algo que no tuviera consecuencias en un sentido definitivo de su determinación. Ahora cumplirá su designio con la ayuda de los mismos seres que lo padecen. Atalanta fue la primera que hirió al jabalí y Meleagro terminaría por abatirlo. Pero como todos habían contribuido a su caza los enfrentamientos surgirían pronto por el trofeo. Meleagro, fascinado con Atalanta, se dejaría llevar por su pasión y entregaría el deseado trofeo a ella. Ofendidos ahora, los hermanos de su madre le criticaron el gesto parcial de él. La violencia llevaría a Meleagro a herir de muerte a sus tíos. Cuando su madre llegó a conocer el resultado de la hazaña, ofuscada por la muerte de sus hermanos, dejaría de cuidar aquel tizón vital hasta apagarse. Así, con la artimaña de las pasiones, de las ofensas, de las venganzas o de las azarosas relaciones enfrentadas, acabaría Artemisa completando su decidida venganza inapelable.

Pero el pintor no se conformaría sólo con componer una concentración de seres decididos para acudir a una caza. Tenía que confundirnos, del mismo modo que la determinación de los dioses nos confundirá. En la obra de Arte, ¿dónde está ahora Meleagro, quién es él? En el caso de Atalanta es fácil adivinarlo, sólo hay una mujer que acude a la cacería y es ella sin duda la que vemos fascinante. En su caballo blanco, con su casco y su arco en la mano la vemos decidida, hermosa y fascinante. Sin embargo de Meleagro, confundido entre tantos hombres, solo podemos ahora elucubrar cuál de todos los jinetes es él. Unos pueden decir que cabalga al lado de Atalanta: o el que está a su derecha o el que está a su izquierda, que incluso lleva los atributos de un guerrero noble. Otros que es el primer caballero centrado, en primer plano con su lanza. Y ya que la leyenda trataba de él, y así se titula la obra, ¿qué mejor opción que esta para saber quién es Meleagro? Pero, sin embargo, el pintor no identifica claramente al ser más atribulado por las trazas misteriosas de un destino inevitable. Al fondo de la obra vemos dos estatuas griegas de dos dioses: Artemisa, la diosa responsable, y Pan, el dios más irresponsable. En un caso es la diosa ofendida que determinaría las acciones de los hombres. En otro caso es el dios de las pasiones, que condiciona los deseos feroces y sensuales más inapelables. El destino no es más que la agrupación imprecisa de varias voluntades en liza. Hay decisiones divinas que proponen o condicionan, pero luego hay decisiones humanas que ocasionan las últimas voluntades de los dioses. El pintor sabría muy bien que la naturaleza humana y la naturaleza divina llevaban en sí las causas misteriosas que hacen que las cosas tengan un designio misterioso. Que este se justifique o se comprenda suponía la misma actuación incierta que la de encontrar ahora a su héroe en su obra.  

(Óleo barroco La caza de Meleagro, 1639, del pintor francés Nicolas Poussin, Museo del Prado, Madrid.)

10 de junio de 2020

La conexión mística de lo sensual a lo espiritual es el goce de la exaltación efímera de la materia.



El barroco español tuvo la sutileza estética de vincular lo sensual a lo espiritual de un modo grandioso. Grandioso además porque estuvo formulado desde la más estricta normativa teológica.  ¿Cómo expresar mejor ese sentimiento espiritual que había fluido ya además entre los versos manieristas de los más grandes místicos de la historia? No hay mayor representación sensual de erotismo que aquella que apenas surge insinuada desde la más rigurosa corrección estética. ¿Dónde situar la frontera de lo libidinoso o sensual en la estrecha franja confusa ahora de lo sagrado? Porque la expresión natural de un ser humano imbuido de franqueza, extenuación o sobrecogimiento místicos no puede interpretarse de forma torticera o contraria a su sentimiento espiritual. En la figura tradicional representada del personaje de Magdalena en éxtasis existe siempre un alejamiento de toda sensualidad explicitada. Este distanciarse de los elementos constitutivos de la vida terrenal es expresado con la distracción o el enajenamiento que la materialidad impone a veces, a pesar del decoro estético. Sin embargo, el Arte no es sólo la representación de un hecho es también la percepción de un sentido.  Hay dos entes en el ámbito estético: el personaje representado y el ser observador que lo percibe. Los dos disponen de sus propios principios estéticos,  pero es el artista, el propio Arte, el que manejará los dos con el resultado, o no, de un virtuosismo conseguido. En el caso de la obra Magdalena Penitente del pintor español Mateo Cerezo (1637-1666) están los dos expresados de una forma genial. Por un lado vemos el desprendimiento místico del personaje sagrado, una actitud involuntaria expresada en su imagen donde abandona toda referencia material o sensual para poder comunicarse con la divinidad; por otro lado percibimos, consecuencia de ese desprendimiento material, la sensualidad residual que el goce de ese desprendimiento produce en los observadores de un modo efímero. La grandeza de estos pintores barrocos, como la de los poetas místicos del Siglo de Oro, fue que utilizando la materia sensual de forma marginal conseguían solo hacer gozar su sensación por un instante. Y solo es un instante porque lo que se traduce en el sentido final de la representación estética es, sin embargo, la manifestación espiritual más sincera de una conexión mística.

No hay otra mística más sensual que la representada en la estética barroca española. Posiblemente a causa de la tan rigurosa normativa teologal de la Contrarreforma. Porque había entonces que describir la conexión más sublime a través de la espiritualidad física, esa que representaba el vínculo místico entre el sujeto asombrado de belleza y su divinidad. ¿Cómo hacerlo para expresar toda esa fuerza mística en una representación física, sin embargo? Con la sutil materialidad que desde el desprendimiento precisamente de parte de esa materialidad pueda llegar a expresarse. Al huir de la vida, al desprenderse de la propia materia para encontrar la vía directa más eficaz con la divinidad, el sujeto seducido por la atracción de lo sagrado es ahora absolutamente desposeído de su propio sentido de sensualidad material. Por esto mismo no siente ni es consciente de mostrar o expresar lo físico en su asalto ferviente de sobrecogimiento espiritual. El pintor sabe que esto sucede y lo aprovecha para realizar una imagen de realismo estético natural cargada de cierto erotismo involuntario. Sólo el observador se beneficia de la estética material que el sujeto en éxtasis padece ahora en su sobrecogimiento. Por eso los genios artísticos capaces de plasmar esa virtualidad con las formas físicas de lo accidental (la materia sensual inevitable), consiguen alcanzar a expresar con franqueza mística la espiritualidad más natural representada con elementos propios de lo material. ¿Es posible expresar espiritualidad sin la materia necesaria? Esta fue la grandeza artística que los creadores del Barroco español supieron comprender: que el goce interior inmaterial es un reflejo sublime del goce exterior material. Es esta una reacción neuronal que el ser humano necesariamente padece en cualquier emoción de alto grado sensorial, sea por causa psicológica o mística. Los síntomas o efectos de una emoción de gran sensación intensa son semejantes en la satisfacción biológica y en el asalto espiritual. Aunque la causa es muy distinta la expresión es muy parecida. También aunque sea involuntaria y desprendida, como en este caso. Es por eso que la verosimilitud de estas obras de Arte, donde el resultado de esa expresión sagrada es conseguida en todos sus aspectos, también en el sensual más erótico, ofrecen un valor añadido estético al propiamente representado.

Pero, además, la obra de Mateo Cerezo es artísticamente muy valiosa. Es tan valiosa la obra en su conjunto que su rasgo sensual no hace al ente perceptor captar otra belleza que la de su propio sentido místico, a pesar de lo expresado eróticamente de forma clara. Esta fue la grandeza del pintor español, que utilizó un recurso material o físico para aumentar el desprendimiento material que un ser llegue a padecer en el profuso arrobamiento que un éxtasis pasional produzca en su cuerpo. Es la forma más auténtica de expresar un goce efímero ante un hecho espiritual determinado. Lo sensual se justifica ahora desde la propia conexión mística a pesar de ser un lastre propiamente, ya que el personaje atribuido de sentido místico no hace otra cosa que padecer su materialidad para poder alcanzar un goce espiritual. Es un ser vivo que, superando su materialidad o a pesar de ella, alcanzará a comunicar su deseo espiritual con algo que está fuera de sí mismo. Por tanto no mira ahora ella dentro de sí misma sino que trasciende su mirada hacia lo que, sin materia, está fuera de ella. Y ese salir de ella misma le llevará a dejar de ser consciente de su propia materialidad. El pintor quiere además dejar claro con su Arte esta singularidad: no es consciente el personaje místico de irreverencia o indecoro alguno ante el gesto involuntario sensual sublime de su éxtasis espiritual. El Barroco español promovía la verosimilitud en sus formas plásticas todo lo posible, esto fue llamado naturalismo barroco, aunque sólo algunos pintores se atrevieron a hacerlo sin fisuras. Es decir, a hacerlo de verdad, sin límites decorosos, como debiera ser el gesto natural de un arrobamiento donde el desprendimiento involuntario sea expresado de forma armoniosa y natural en su expresión mística.

Una forma armoniosa es aquella que une descripción verosímil con belleza estética, lo que hace percibir a los ojos receptores toda la verdad estética de la obra. ¿Verdad estética? ¿Qué es eso? Pues expresar todos los elementos que sean necesarios para obtener una belleza sin exceder los límites de lo esencial. Belleza y límite. Ahí están los dos referentes subjetivos necesarios para alcanzar el equilibrio estético. Nada hace saber mejor qué es Arte y qué no es hasta que vemos la obra un tiempo después de haberla comenzado a ver. En el Arte la totalidad es superior al detalle, pero, sin embargo, el detalle es lo que hace mejor vislumbrar una belleza sublime. Una obra no es bella en general, son sus detalles los que hacen que lo sea. Sin embargo, una obra es grandiosa en su totalidad no en sus detalles. Pero la genialidad está más cerca de la belleza. Son los detalles los que hacen que una genialidad alcance la gloria artística. Podría el pintor haber cubierto el pezón de Magdalena en su obra de Arte barroca, como de hecho hizo en otras versiones de esa misma temática en otros lienzos parecidos. Pero entonces no habría conseguido la genialidad... Habría conseguido una obra de Arte, habría conseguido grandeza, habría conseguido crear una obra estéticamente valiosa, pero, sin embargo, no habría alcanzado la Belleza. No habría llegado a sublimar en su obra dos elementos muy decisivos en una exaltación mística de belleza: la materialidad y la inmaterialidad. Ambos se complementan estéticamente, y, cuanto mejor lo hacen, más se reflejará el sentido espiritual que enlazará a ambos conceptos. No hay espiritualidad sublime representada sin una cierta sensualidad vislumbrada. Por eso el pintor Mateo Cerezo sabría  que la fuerza expresiva mística de un ser anegado de materia sensible era mucho mayor que si carecía de ella. Porque no hay expresión de conexión mística sublime en lo inanimado sensual. La mística es por definición la comunicación entre lo material y lo inmaterial, entre lo sensual y lo espiritual. Para que esa conexión sea posible el ser sensual debe obviar cualquier materialidad y el ser divino no poseerla. El goce estético solo es posible desde lo material y para ser sincero el efecto solo puede ser efímero y limitado. Sucede lo mismo que en el ámbito del Arte: el ser receptor es ahora el ser místico que alcanza a solazarse espiritualmente con la belleza física que ve, una belleza creada desde la materialidad limitada y percibida ahora con el goce material de una expresión, sin embargo, igual de efímera.

(Óleo Magdalena Penitente, 1661, del pintor barroco español Mateo Cerezo, Rijksmuseum, Ámsterdam.)


19 de mayo de 2020

El gesto temerario de la humanidad frente a la inapelable actuación de los dioses.



Es una metáfora de la fragilidad de la vida humana en este mundo. Es también una representación en el Arte y su constatación en la historia: los alardes de la humanidad por vencer sus carencias serán contestados con la fuerza de los dioses.  Cuando el sátiro Marsias encontró la flauta que Atenea había dejado en el bosque descubrió que tenía gran habilidad para tocarla. Así comienza la leyenda mitológica de Marsias y su malogrado alarde. Aunque la personalidad de Marsias era la de un sátiro, es decir, la de un ser despreciable por su animalidad y brutalidad más sensual, representaba, sin embargo, las debilidades más humanas que además ofrecían un sincero deseo de mejorar sin hacer daño a nadie. Al querer enfrentarse al dios Apolo en una competición musical, cometería una osadía imperdonable. No fue tanto por la virtuosidad del dios cuanto por la ingenuidad de Marsias. Apolo no podía permitirse perder, ya que representaba un símbolo universal de poder divino. Así que recurriría no solo a su capacidad musical sino también a sus engaños taimados, cínicos o despreciables. En el año 1640 el pintor flamenco Jan van den Hoecke compuso su obra El juicio de Midas. Hoecke era un fiel discípulo de Rubens, así que, mirando su obra, podemos descubrir en el paisaje, por ejemplo, algún rasgo singular de su pintura que le distinga ahora frente al que fuera su maestro. En el paisaje los colores vibran como una reunión de gamas cromáticas que representan casi un octavo personaje...  Con ese fondo multicolor el pintor quiere hacer ver una dialéctica estética. A la izquierda hay más luz y transparencia, más claridad y belleza. A la derecha, sin embargo, hay más oscuridad, una agreste conformación de tonos terrosos, ocultos o misteriosos. ¿Es que será así la realidad del universo? Frente a esa realidad, la voluntad humana; frente a esa realidad, la insistencia humana por querer alcanzar a dominar el mundo y conquistar su luz. 

Marsias es comparado con Sócrates en El banquete del filósofo Platón. ¿Por qué se asemeja Marsias a Sócrates, por su fealdad física o por su sabiduría espiritual? Tal vez, por ambas cosas. Apolo era el dios de la belleza y de la capacidad interpretativa. No podía representar una cosa sin la otra. ¿Cómo relacionar mejor si no el equilibrio armonioso con la perfección estética? Sin embargo, al advenimiento del pensamiento socrático, cuando Platón rompiese el esquema belleza-verdad y lo sustituyese por virtud-belleza, el mundo empezaría a ver la belleza no como un concepto físico sino como uno espiritual. La sabiduría de la virtud fue asimilable a la belleza y ésta sólo podía representarse desde el ámbito de lo mental o de lo ideal. Entonces las formas visibles representadas de los dioses fueron cuestionadas para llegar a ser transformadas en las invisibles formas más idealizadas. Marsias representaba esto último. De la interpretación primitiva de un ser ambicioso y vil frente a la voluntad de los dioses, se había convertido en un ser inteligente y sensible por su firme voluntad serena y virtuosa. ¿Quién se atrevería a desafiar a un dios si no es porque creyese en sí mismo y en su capacidad? Aun así, la mitología no salvaría a Marsias: acabaría desollado, y su piel colgada por Apolo ante las miradas cómplices de sus amigos. Luego están las interpretaciones que desde Platón hasta la Modernidad se hicieron de este mito. Lo que evidenciaba la leyenda era la frágil humanidad representada por Marsias. También la dualidad del mundo y sus dioses. Y después otra dualidad terrible: la maldad y la bondad en el mundo. 

Vemos representados en esta obra varios aspectos esenciales del mundo. Por un lado la osadía del ser humano y las limitaciones a las que se enfrenta ante la naturaleza o los dioses.  Por otro lado la perfidia o maldad representada por Apolo, y por otro la virtud o bondad representadas por Marsias. Pero, también hay otros personajes en la obra. Aparecen a la izquierda las musas: dos bellezas y apolíneas ninfas que defienden siempre la voluntad de Apolo. A la derecha cuatro personajes más: Tmolo, dios de la montaña, a su lado un consejero de éste, después Marsias, y más allá Midas. Este último fue el único que se enfrentaría a la decisión de Apolo de ganar con engaños. El dios le hace crecer por ello las orejas.  Pero es la figura de Tmolo el que verdaderamente representa aquí la realidad más humana con su actitud. Este personaje medita ahora lo suficiente como para entender que enfrentarse al dios no es nada inteligente. Aquí no hay virtud hay raciocinio, que es distinto. En Midas, sin embargo, sí hay virtud, y por esto lo pagará con ese rasgo humillante en sus orejas. Vemos dos actitudes humanas ante el gesto desafiante de Marsias. Esta es la realidad de una humanidad dividida, esa que hace que la limitación divina ante la osadía del ser humano sea mucho más grande de lo que pueda parecer. Los dioses siempre están para sojuzgar los atrevimientos humanos, los límites divinos marcarán siempre cualquier deseo humano de dominar el mundo. Esa limitación estará también condicionada por una parte de esa misma humanidad.

Marsias es, junto a Prometeo, un epígono o ejemplo de la débil humanidad. El personaje mítico fue interpretado, como hizo el mitólogo Kerényi, como la metáfora platónica donde la verdad oculta saldrá a la luz con el despellejamiento de sus capas más exteriores. Hay que mirar dentro de los seres humanos para llegar a encontrar la verdadera razón de su conducta. Hay que mirar dentro del mundo para hallar la verdad de su función universal más misteriosa.  Hay que buscar en el interior de las personas las razones para saber lo que son y no otra cosa. Hay que hallar en la profundidad de las razones de la vida la verdad de lo que el universo es y no la que quisiéramos que fuese. Con la mitología podemos descubrir lo que la humanidad se planteaba de las cosas del mundo. Con el Arte barroco podemos admirar además las creaciones estéticas que una leyenda como esa pueda ofrecernos. Con ellas tendremos ocasión de cuestionar la belleza desde la propia belleza, algo absolutamente extraordinario. ¿Cómo se puede hacer una cosa sin la otra, cómo se puede cuestionar la belleza sin la belleza? Esta es la realidad del Arte y de la sutil y ambigua belleza. Con Marsias la belleza adquiere otra dimensión distinta. La representación y el sentido estético de Apolo no se desmiente en la obra de Hoecke, sin embargo. Solo hace a la belleza más evidente al representarla así, expresando una simbología muy distinta de lo que parece. La verdad no está en la representación física, no está en la belleza que vemos, que creemos ver, mejor dicho, solamente. Está en el contraste, en la diferenciación que la belleza nos ofrece distante. ¿Cómo buscarla y distinguir una cosa de otra? Con la belleza socrática que Marsias había representado con su actitud de obtener, honestamente, la única verdad posible frente a su poderoso oponente.

(Óleo El juicio de Midas, 1640, del pintor barroco Jan van den Hoecke, Galería Nacional de Arte de Washington, EEUU.)