Mostrando entradas con la etiqueta Cielo y Agua. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cielo y Agua. Mostrar todas las entradas

4 de marzo de 2015

Cuando la memoria del recuerdo puede retener más vida y sentido que la propia realidad.



En esa nebulosa gruta de los recuerdos deslavazados, en esa misteriosa recreación de los momentos o  de los sentimientos ya pasados o de las emociones registradas tras una visión alcanzada ya de antes, puede haber más fidelidad a la realidad sentida de la vida que la propia realidad. Porque entonces los colores, las distancias, los reflejos, las sombras o la luz difuminada que habrían hecho sentir la imagen en la memoria se vuelven ahora magnificados y poderosos con la esencia tan emotiva de una inspiración sublime. Todos esos recuerdos se vuelven así decididos y redivivos para expresar la impresión más auténtica de todas las posibles visiones a percibir. Cuando el pintor francés Corot recorriese parte de Italia y Francia buscando los lugares más hermosos para plasmar sus paisajes, lo habría hecho siempre inspirado justo al lado y en el momento mismo en el que percibiera el paisaje. Así compuso Corot sus paisajes maravillosos que guardarían la armonía precisa que necesitara una imagen para convertirse en Arte. Así que buscando por las orillas del Sena conseguiría Corot encontrar la fragancia más emotiva de las luces mortecinas de un atardecer reflejado entre sus aguas.

Con su estilo personal, nunca adscrito a una sola tendencia artística, deslumbraría Corot los ojos de sus seguidores con la tenue inspiración de un incipiente Impresionismo. Pero, tan solo lo insinuaría por entonces. Porque para Corot (1796-1875) la sensación de la mirada debía siempre primar sobre cualquier otra cosa, incluso sobre el famoso instante impresionista. Para Corot no es la impresión lo importante sino la sensación. Y eso fue lo que le diferenció de los impresionistas que tanto lo admirasen. Y en ese deseo de sentir lo que viese, o de comprender con su emoción ayudado por sus ojos, Corot frecuentaría la bella región francesa de Picardía durante la realista década del año 1850. En un paraje próximo a Mortefontaine, sobre las orillas del río Sena, pasaría el pintor por entonces horas mirando los contrastes favorecedores del verde mortecino de los árboles reflejado ahora entre sus aguas. Y ya está, tan sólo eso, no haría más el pintor que mirar, sólo sintiendo así el paisaje. No fijaría en el lienzo aún las emocionantes sensaciones que esos mismos reflejos le produjesen entonces. Pasaron los años y no volvería el viejo pintor a retornar por esa orilla del Sena. No solo por los serenos paisajes vibrantes de Picardía sino por Mortefontaine, aquel idílico lugar del río Sena donde su mirada se dejara sentir entonces solo por la emoción y no por ningún artificio...

Porque sería luego, en el año 1864 y en su estudio parisino, donde el pintor francés recordara los sentidos colores y los bordeados perfiles de un paisaje fijado solo en su memoria. Habían pasado más de diez años desde que lo viera, así que en su estudio parisino no sería ya la mirada sino el sentimiento, no sería la luz vibrante sino su emoción, no sería ningún boceto sino su memoria quienes dejaran plasmada la visión de aquel maravilloso paisaje visitado de antes. Y los pintores impresionistas quedarían fascinados por ese acontecer del instante paralizado en el recuerdo.  ¿Cómo no comprender Corot que toda esa inspiración extemporánea era, según los impresionistas, la impresión más verdadera y no otra cosa? Eso mismo que perseguían los impresionistas y con lo que acabarían creando una poderosa tendencia. Pero, sin embargo, todo eso no fue entonces para Corot ni una impresión ni un deseo de tendencia, ni una fuerza inspiradora siquiera. Era solo la poderosa sensación de su recuerdo sensible, era solo la plasmación fiel que de una escena recordada pudiera luego su memoria recomponerla. Algo superior incluso a la recreada visión de unos ojos realistas motivados en el mismo momento y ante su propio escenario. Porque lo que Corot hizo en su estudio fue, verdaderamente, realizar Arte con sus manos. Aunque, no exactamente sólo con ellas. Sus manos solo le ayudaron en el proceso intuitivo de su memoria. Fueron sus recuerdos sentidos y emotivos de memoria, esos que seleccionan cosas y obvian otras, que matizan lo elegido y describen así, con formas emotivas de memoria, lo más importante o lo más necesario de recordar de un paisaje. Pero, también para plasmar lo que no pasaría entonces por sus ojos... Lo que sólo quedaría en su interior más profundo de una forma ahora vaga y vaporosa, con la emoción matizada por unas sensaciones transmitidas tan solo ya por el recuerdo. Esas sensaciones y emociones que un pintor avezado y laborioso, pero sensible, pudiera fijar en un lienzo con la imagen más conseguida, más sentida, más perseguida y más auténtica. 

(Óleo del pintor francés Jean-Baptiste Camille Corot, Recuerdo de Mortefontaine, 1864, Museo del Louvre, París.)

17 de febrero de 2015

Crear por crear, improvisadamente, sin mensaje, sin sentido, sin finalidad...



El gran paso cultural del Renacimiento supuso culminar un periodo oscuro y medieval por el advenimiento de un sentido primordial y radiante del hombre. Aunque el Renacimiento no sería el único paso importante en la historia estética de la humanidad. Porque sólo un siglo después, cuando el Barroco comenzara su camino, una de las motivaciones que propiciara esta tendencia fue un sentido de orfandad o pérdida, de desorientación ante la vida, ante lo sagrado o ante la naturaleza -cuya ciencia se iniciaba poco a poco-, también ante las cosas que habían asentado sus prejuicios en el mundo. Los creadores que vivieron este otro gran cambio, el del Renacimiento al Barroco, tuvieron en los años post-renacentistas (1580-1620) que asumir la decisiva encrucijada de continuar con lo de antes o romper con ello. El Renacimiento había florecido además con la gloria enturbiadora que consigue lo grandioso entre los espíritus más inquietos de un mundo convulso o violento. El Manierismo -parte del Renacimiento final- acabaría sumido en su propio éxito, llegando a lo máximo que un Arte pudiera llegar en evolución de estilo, acabando luego pronto, desubicado, detestado o agotado por completo.

Así que ahora había que cambiar la estética para seguir creando... Pero, ¿con qué? Los pintores italianos de Bolonia, ciudad dada entonces a lo nuevo, a la experimentación o al impulso estético, crearon su propia escuela gracias al pintor Annibale Carracci. Los pintores flamencos fueron los otros grandes revolucionarios de aquellos años barrocos iniciales. De la unión de ambos estilos -flamencos e italianos- surgiría algo que llevaría a un nuevo acontecer artístico. Uno de los más curiosos pintores de comienzos del Barroco lo fue el alemán Adam Elsheimer (1578-1610). Aunque nacido en Fráncfort, se apasionaría del estilo flamenco que trataba de expresar las cosas de una forma nueva. Pero pronto, con veinte años, viajaría a Italia y descubriría la luz y sus efectos. Moriría el pintor doce años después en Roma, habiendo sido uno de los más originales y atrevidos creadores del Barroco europeo. Rubens lo admiraría tanto que llegaría a adquirir obras suyas para disfrutarlas mirándolas. De Elsheimer escribiría Rubens a su muerte: Uno podía esperar de él cosas que nadie hubiese visto antes... ni verá jamás. Rubens compraría pronto su obra Ceres en casa de Hécuba, un óleo misterioso y fascinante realizado sobre lámina de cobre que pintaría Elsheimer alrededor del año 1605. Tiempo después, durante el año 1645, la obra barroca pasaría a la Colección real española.

Hemos de ir a la mitología para descubrir de lo que trata el cuadro. Ceres -Deméter en Grecia- era la diosa de la Tierra, de la cosecha, de la vida y de la naturaleza feraz. La leyenda griega cuenta que cuando su hija Proserpina -Perséfone en Grecia- fuera raptada por el dios del inframundo -Hades-, Ceres se decidiría a buscarla allá donde fuese. Luego los poetas latinos -Ovidio sobre todo- inventaron sus relatos líricos para expresar cosas diferentes de la misma leyenda, otros sentidos distintos a un mero y vulgar robo lujurioso. En su deambular por el mundo Ceres llegaría sedienta y de noche a un hogar perdido en un bosque tenebroso. Entonces una mujer le ofrecerá el agua que la diosa le pide anhelosa. El relato latino cuenta cómo la diosa bebe ansiosa de la vasija necesitada por tanto caminar perdida. Toda una diosa poderosa como ella, ¿necesitada?  Un niño  ahora al verla así, tan ansiosa, no puede ya contener su risa ante ese espectáculo tan curioso. Una risa producida por ver lo más sagrado y poderoso bebiendo de ese modo tan ridículamente divertido. Así que poco después Ceres, ofendida, transformaría al pequeño en una vil lagartija para siempre.

Pero lo curioso de la obra de Elsheimer fue que entonces sí se pudo representar algo así. Porque estamos en el año 1605 y la Reforma religiosa y la Contrarreforma posterior habían trastocado el mundo espiritual por completo. Mucho más de lo que el Renacimiento hiciera antes con su neoplatonismo. Porque ahora los dioses fueron degradados a lo más humano de su representación terrenal: ya no eran tan sagrados o tan alejados del mundo, sino que eran ahora mucho más compasivos con los hombres y el mundo. En el relato legendario una gran diosa se ve obligada a caminar de noche, perdida, sedienta y sin ninguna fortaleza, y todo además para poder seguir buscando a su hija incluso en los infiernos. Da risa verla así, perdida y sedienta... Y eso es lo que sucede con el niño, que no puede evitar su gesto al verla beber con tanta ansia. La leyenda de Deméter y Perséfone es una de las más misteriosas y oscuras de la mitología. Por eso el pintor quiso reflejar toda esa atmósfera tenebrosa en su obra de Arte. La oscuridad más tenebrosa pero, también, con algunas partes de luz focalizada... Porque la luz está representada en la obra en varios focos distintos. Cuatro focos diferentes, tres artificiales y uno estelar. Los cuatro están situados alrededor de la diosa. Uno es la antorcha encendida del fuego de Ceres, que es dejada sobre una rueda a sus pies; otro es la vela encendida de la vieja Hécuba, que no consigue iluminar con ella del todo el rostro de la diosa; otro más la hoguera al fondo del establo; y, por último, la luz enturbiada y alejada de una luna llena sobre el cielo oscurecido.

Había que crear algo místico y sublime y el pintor decidió pintar tan solo eso. Ya se había pintado antes grandes héroes o dioses encumbrados en poderes sobrenaturales; leyendas emotivas que vibraban al color de sus alardes misteriosos; todos rasgos elogiosos que habían sido el espectacular mundo estético reflejado en aquel Arte de antes. Pero ahora, en este momento tan decisivo de cambio de tendencia, ¿cómo y qué crear para seguir creando Arte?  Y se decidiría el pintor alemán por la oscura leyenda escatológica de esta diosa. ¿Qué significa ese niño en el relato mítico? ¿Qué hace la anciana Hécuba, personaje mitológico confundido con otro legendario -la mujer del rey Príamo de Troya-, pero que aquí es una mujer que con su mano trata de aplacar al niño? ¿Qué quiso transmitirnos el pintor con este óleo barroco tan curioso? Los símbolos iconográficos misteriosos y su interpretación arbitraria es tan solo un apasionado ejercicio de inutilidad... Porque los sentimientos poéticos, por ejemplo, son originados solo por el hecho de serlos, sin nada más y sin ninguna oscura finalidad atropellada o trascendente. Y los pintores expresan esos sentimientos con sus trazos, su composición, sus colores y sus sombras. Esto fue lo que hizo el creador alemán entonces: elegir un relato misterioso para justificar un sentimiento emotivo muy humano, pero ahora de un modo diferente a como se había hecho antes. 

(Óleo sobre lámina de cobre, Ceres en casa de Hécuba, ca.1605, del pintor barroco Adam Elsheimer, Museo del Prado, Madrid.)

27 de diciembre de 2014

El Barroco, una pasión brusca y realista entre dos maneras sofisticadas y sutiles de hacer Arte.



¿Cómo se pudo en tan poco tiempo cambiar tanto la forma de representar las cosas en un lienzo? Es el tiempo que media, por ejemplo, entre dos obras de dos pintores italianos: uno manierista, Giovanni Battista Crespi (1573-1632), y otro barroco Orazio Gentileschi (1563-1639). Los dos pintores además de la misma generación y del mismo lugar incluso de Europa. ¿Fue solo el devenir artístico? Desde luego que no. La Reforma protestante había hecho mucho daño al Catolicismo en Europa durante la primera mitad del siglo XVI. Roma entonces tuvo que reaccionar. Y tras el concilio de Trento (1545-1563) idearon algo muy inteligente y poderoso. Algo que llegaría a ser el germen de lo que mucho tiempo después, en el siglo XX, viniera a ser utilizado por los que quisieran influir en la opinión de los demás: la publicidad más eficaz, la iconográfica. La Contrarreforma católica establecería entonces que toda Pintura debía acercarse más a los creyentes, especialmente al pueblo llano, y del modo ahora más claro y hermoso que éstos pudieran entender: con mensajes comprensibles y personajes creíbles, con historias donde las escenas bellas formaran parte de la vida más normal. 

El Barroco tardaría en llegar un tiempo -al final del Manierismo-, pero pudo hacerlo luego libre y rápido porque fue recibido con los brazos abiertos. Nunca pudieron imaginar entonces los poderosos -cardenales, obispos o el papa- que pudiera llegar a ser tan bello algo que, poco tiempo antes, parecía imposible de pensar siquiera que pudiera serlo tanto. Y este es el caso de dos creaciones artísticas sobre la misma temática narrativa: la huida a Egipto de la sagrada familia. La leyenda evangélica nos cuenta cómo María y José viajan con el pequeño Jesús a Egipto para evitar las matanzas indiscriminadas de las hordas de Herodes. En la pintura de Crespi (realizada en el año 1600) podemos admirar ahora una obra maestra del Arte de finales del Manierismo. Hay que fijarse bien en la composición tan sutil de la escena de los tres personajes: ellos están entrelazados formando además una espiral con el grueso tronco inclinado del árbol. Todo encaja en el lienzo estrechamente: los ángeles traviesos, la mula despistada y hasta el pie derecho de la Virgen situado ahora entre dos rocas del agua. Los colores encendidos de la obra son, tal vez, lo único que acerca más, de tan bellos, a aquel mensaje conciliar de la Contrarreforma. Fue la obra de Crespi un homenaje a ese gran Renacimiento languideciente por entonces, con un estilo tan semejante al de Leonardo da Vinci y sus parecidos lienzos sagrados.

Veintiseis años después, el toscano pintor Orazio Gentileschi crearía su obra El descanso de la huida a Egipto, pero, ahora, sin embargo, ¡con una escena diametralmente distinta! Porque en esta obra barroca no hay ninguna exquisita sofisticación manierista en la forma de componer una representación alegórica: ni en las figuras ni en los gestos ni en las actitudes. En nada. ¿Son los mismos personajes sagrados de antes los que están representados aquí? No, ¡no puede ser! ¿Cómo va a ser ese el entregado y correcto san José de antes? ¿Cómo puede ser ahora ese pequeño bebé el sagrado y altivo niño de Crespi? ¿Cómo puede ser la mujer en Gentileschi de vestimenta tan tosca aquella otra fragante, sutil y elegante María del lienzo manierista? Imposible. Pero, sí, así es. Representarán lo mismo: la Sagrada Familia en un descanso de su huida a Egipto. Pero, claro, esto de ahora es el Barroco. Aquí ya no hay sofisticación estética alguna que valga, aquí aquel mensaje contrarreformista está muy claro. Son personajes como nosotros, personas normales que se han parado a descansar y ella hasta amamanta a su hijo burdamente. Y él descansará incluso tan vulgarmente. Es este el sentido extraordinario del motivo artístico de la escuela naturalista del Barroco, la caravaggista. Y la Iglesia de entonces lo vio magnífico además. Hay que reconocer en esto a la Iglesia Católica una de las más atrevidas y avispadas formas de teología de toda la historia. Ninguna otra religión del mundo retrataría a su dios ni a su familia así de natural, banal o vulgarmente.

En el año 1610 el pintor Bartolomeo Manfredi, otro caravaggista (seguidor del importante creador naturalista italiano Caravaggio), compuso su lienzo Alegoría de las cuatro estaciones. Qué alarde más grandioso para describir no el paso de las estaciones, que es la excusa aquí, sino el paso de las edades existenciales del ser humano. El Barroco además era una tendencia muy atrevida sutilmente. Sutilmente, pero muy atrevida. Aquí se pintaría por primera vez un beso erótico, claramente expresado, entre dos amantes retratados. Y no hay una razón sentimental, ni sensual, ni sexual siquiera para ello, tan sólo una metafórica. Pero era una razón y entonces nadie pudo discutirla. Ellos -los seres masculinos- son ahora la estación otoñal e invernal; y ellas -los seres femeninos- la primaveral y estival. El otoño es una estación equinoccial, es decir, está el Sol lo más cerca posible en su trayectoria a la Tierra, al igual que sucede en la primavera, y por eso se besan ambos aquí. El verano está representado por una mujer joven y adulta, la primavera por una joven adolescente, el otoño por un adulto y el invierno por un hombre anciano. Es la mujer joven y adulta el único personaje que mira al espectador, es ella la única persona que se identifica ahora con el observador -con nosotros mismos-: quizá porque todavía ella puede aún vivir un poco más de lo vivido... El invierno está arropado con su capa abrigadora y cálida, tal vez porque el frío es lo único que ahora le importa atender en su vida.

Pero después del Barroco llegaría una tendencia artística que nunca pudo ensombrecerlo. Nunca. En la historia del Arte pictórico es un periodo artístico banal casi. Nada destacaría especialmente en esa otra tendencia. Los pintores o se repetían o modificaban cosas con lo único que, creían ellos, se podría progresar en el Arte: con los colores y las fantasías galantes, ahora éstos desperdigados por igual entre sus lienzos desenfadados o frívolos. Pocos artistas de esa tendencia -el Rococó- brillaron en el orbe artístico del siglo XVIII. Pero alguno hubo, como el gran pintor francés Watteau (1684-1721), el pintor de las bellas escenas galantes y desenfadadas. La sociedad había cambiado mucho a principios del siglo XVIII. Ya no era tan brutal como lo era antes, ya no era tampoco claramente sensual. Francia y su corte establecieron los principios -hipócritas, por supuesto- de lo que debía ser la moral de las costumbres. Se acabaron los alardes sensuales, se acabaron los deseos atormentados, se acabaron todos los deseos. Ahora se disfrutaba de la escena natural solo por el hecho de estar representada en la Naturaleza, no porque lo fuera especialmente. Además aquélla, la escena natural representada, se modificaba y se recreaba artificialmente con cosas añadidas por los hombres (obras escultóricas, decoraciones, etc...) Es entonces cuando los genios, que a pesar de las tendencias y sus limitaciones seguirán existiendo, harán otras cosas para seguir sorprendiendo a los espectadores con otro Arte. En su obra rococó Fiesta veneciana el pintor Antoine Watteau crearía una escena galante, natural y sofisticada, todo en ella fue maravillosamente elegido en el lienzo: el traje de tafetán, las flores embellecidas, los músicos elegantes... Todo con los elementos artísticos propios del Rococó inicial. Pero, sin embargo, el hábil pintor dieciochesco incluiría además otra cosa para hacer de su obra una ferviente y sensual escena veneciana. ¿Cómo podía crear él una escena así, tan veneciana, sin añadir el alarde sensual de una figura tan voluptuosa? Imposible para un veneciano. Y un Arte vino a salvar a otro... El pintor veneciano compuso en su lienzo rococó entonces la figura más sensual que de una mujer pudiera, pero, eso sí, ahora ella solo como una piedra más esculpida de una fuente, dibujada lo más lejos de la escena.

(Óleo del pintor Giovanni Battista Crespi, Descanso de la huida a Egipto, 1600, Museo del Prado; Cuadro barroco del pintor Bartolomeo Manfredi, Alegoría de las cuatro estaciones, 1610, Instituto de Arte de Dayton, EEUU; Lienzo Descanso de la huida a Egipto, 1626, Orazio Gentileschi, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Óleo del pintor Antoine Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia, Reino Unido; Detalle del lienzo de Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia.)

24 de noviembre de 2014

El romántico gesto de un pintor agradecido y el descubrimiento de otro.



¿Qué peor pesadilla puede sufrir un pintor que llegar a no ver más? ¿Hay algo peor en el mundo para un creador de imágenes artísticas? Esto fue lo que le sucedió al pintor romántico sevillano Antonio María Esquivel (1806-1857). A los treinta y tres años sufrió una enfermedad cuya consecuencia fue que sus ojos no pudieran ver. Tiempo antes se había marchado muy joven a Madrid, donde ingresaría en la Academia de Arte de San Fernando. Fue uno de los promotores además del efímero Liceo Artístico y Literario de Madrid (1831-1851), una sociedad intelectual que solo duraría veinte años y donde poetas y pintores soñaban con compartir una visión romántica del mundo. Así que, al sentir el pintor que su único sentido de vivir -mirar y ver- podía ir desapareciendo, decidió regresar a su ciudad natal durante el año 1839. Sin embargo, deprimido luego por completo, hasta intentaría suicidarse arrojándose -románticamente- al poético río Guadalquivir. Fue cuando sus colegas, poetas, literatos y pintores, comprendieron que el pintor no podría vivir sin sus ojos. Juntos acordaron colaborar para contribuir al tratamiento que un médico francés ofrecía para su enfermedad ocular. Tiempo después, en el año 1846, decide pintar, una vez curado, una obra con todos los amigos poetas y pintores que habían participado en sanar sus ojos. Eran tantos que mejor los imagina el pintor reunidos y juntos en su estudio de Madrid. Los compone demostrando su gratitud además con el noble gesto de auto-retratarse en la obra: aparece el pintor deteniendo su creación para poder escuchar atento los románticos versos del poeta Zorrilla...

La gran obra, única en el género de un grupo de artistas -en este caso poetas y pintores-, recuperaba la costumbre del barroco holandés donde algunos gremios profesionales se hacían retratar con sus elementos de trabajo. Aquí el pintor lograría crear una atmósfera romántica, donde el poeta Zorrilla lee a los demás. Las palabras no se ven, las presentimos: son las mismas que quisiéramos escuchar de conocidas estrofas o de algún estribillo de nuestra memoria. El pintor debía homenajear a la Pintura también, y lo hizo con el gesto heroico reconociendo a sus amigos con un silencio artístico. Vemos algunos lienzos ubicados en paredes o en caballetes y muestra así algunas obras maestras de la historia. Un estudio imaginado pero donde los cuadros representados son obras de Arte reales, tanto suyas como de otros pintores.

El cuadro de la derecha se titula  El Martirio de San Andrés, una obra manierista realizada por el pintor Luis Tristán (1585-1624). Esta pintura fue una obra de Arte que quedaría olvidada en el silencio resguardado de un museo antillano. Existió la duda sobre su autoría, en algún momento del siglo XX se catalogaría la obra como del pintor Ribera. Sin embargo a mediados de ese siglo se afirmó que era de Luis Tristán, un pintor manierista toledano alumno de El Greco, el único seguidor que tuvo -además de su hijo- el insigne creador cretense. Este lienzo que aparece en la obra de Esquivel tiene las dimensiones que en el cuadro romántico se vislumbra: 279 cm x 173 cm, un inmenso lienzo. ¿Por qué el cuadro dejó de ser conocido de los trabajos de Tristán? La historia cuenta que la obra manierista pertenecía a uno de los amigos del pintor romántico, uno de los poetas que le ayudan en su enfermedad y que el pintor retrata agradecido en su obra -a la derecha de Zorrilla-, don José Güell y Renté. Este poeta, periodista y político español había nacido en La Habana (Cuba) en el año 1818 de padres catalanes. Fue Güell muy activo en política gracias además a su matrimonio -morganático- con la hermana del rey consorte de España, Francisco de Asís de Borbón. 

En el año 1852 dona don José Güell y su esposa Luisa Carlota el cuadro al Colegio de Belén de La Habana, una escuela que pertenecía a la Compañía de Jesús y donde la obra permaneció ajena al mundo. Con la revolución cubana del año 1959 el cuadro de Tristán fue enviado al Museo de Bellas Artes de La Habana, donde se encuentra en la actualidad. Pero nunca una obra de Arte había contribuido tanto a dar a conocer un lienzo, como lo hiciera este romántico cuadro de Esquivel del desconocido cuadro de Tristán. Tampoco nunca un agradecimiento personal había tenido tanta razón de elogiar algo, no solo la de homenajear el maridaje de la poesía y la pintura, sino el de eternizar una obra dentro de otra para reivindicarla. Luis Tristán aprendió de El Greco la forma tan peculiar de componer figuras humanas. Luego derivaría el pintor hacia el Barroco, un estilo diferente al Manierismo de su maestro. En su obra La última cena del año 1620 se observan, sin embargo, los dos estilos juntos. Por un lado el gesto manierista en los personajes, algo propio de El Greco, por otro el acabado naturalista del Barroco en algunos elementos de la escena, como la mesa, el perro, las vituallas o el blanco mantel desplegado mostrando además sus perfectas arrugas.

(Óleo romántico del pintor Antonio María Esquivel, Los poetas contemporáneos, una lectura de Zorrilla, 1846, Museo del Prado; Autorretrato, Antonio María Esquivel, 1856, Museo del Prado; Óleo Nacimiento de Venus -Venus anadiómena-, 1842, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra Nacimiento de Venus, Antonio María Esquivel, Museo del Prado; Detalle de la obra Los poetas contemporáneos, imagen representando la obra El Martirio de San Andrés de Tristán, 1846; Imagen del lienzo original El Martirio de San Andrés, ca.1624, del pintor manierista español Luis Tristán, Museo de Bellas Artes de la Habana; Cuadro La última cena, 1620, Luis Tristán, Museo del Prado; Obra María Magdalena, 1616, del pintor Luis Tristán, Museo del Prado; Retrato de anciano, 1624, de Luis Tristán, Museo del Prado, Madrid.)

27 de octubre de 2014

Lo más fascinante del Arte será combinar originalidad, sencillez y misterio.



¿Qué hace interesante una obra de Arte? Es exactamente igual que en una persona. Primeramente su personalidad, es decir, su originalidad individual ante los modos, formas o costumbres establecidos. Luego la profundidad de pensamiento y un cierto misterio que no es posible desvelar del todo de las cosas que encierra su ser. Y finalmente la sencillez, entendido esto como la manera de no disponer de muchas cosas en su representación, de no incluir demasiados añadidos para llegar a manifestar toda su personalidad. En consecuencia, no bastará lo bien terminado o perfectamente elaborado que esté un ser o una obra de Arte, es preciso disponer de algo más. Hay creaciones pictóricas que están maravillosamente realizadas pero no consiguen llegar a provocar en el observador una emoción suficiente. Por eso la representación artística de una imagen debería, además de belleza, incluir las cuatro condiciones descritas antes: personalidad, profundidad de pensamiento, misterio y sencillez. La profundidad de pensamiento establecerá en el Arte el paradigma más perseguido por los creadores, ese modelo genuino con el que buscarán o encontrarán -porque hay pintores que el azar les ofrece ese modelo sin ellos buscarlo- la forma de plasmar artísticamente el misterio iconográfico más emotivo.

El paisajista español Martín Rico de Ortega (1833-1908) descubriría pronto que su vida era pintar. Tanto su familia de artistas como su formación con Jenaro Pérez de Villaamil habrían contribuido a hacer de él un perfecto pintor, extraordinario con los matices, con los colores, con la luz... Esta ahora tan resplandeciente y blanca en sus obras como lo es la luminosa geografía española. Pero, sin embargo, sólo sería eso, un retratista, un fotógrafo del Arte, un magnífico dibujante o un fiel detallista de un conjunto escénico. Pero, nada más... En su obra Un canal de Venecia del año 1879 se perciben en el canal los brillantes reflejos de los edificios aledaños. La luz es poderosa y consigue llevarla el pintor por donde debe ser destacada o sombreada desde los ángulos más agudos de sus reflejos en el agua. Es el maravilloso paisaje retratado de un canal veneciano, pero sin misterio y sin originalidad.   El pintor holandés Leonaert Bramer (1596-1674) compuso, sin embargo, otro paisaje muy distinto en su obra barroca El dolor de Hécuba. No era el retrato de un lugar conocido, ni su paisaje era perfectamente fiel a alguna realidad existente, como lo fuera el canal de Venecia del pintor Ortega. Cierto es que la época de Bramer, el Barroco, no se caracterizaba por un estilo paisajista muy fiel a la realidad, pero, a cambio, sí dispone el paisaje de otras cosas realistas... En este caso el autor consigue aquí misterio y originalidad.  Lo hace así porque el cuadro encierra además un misterio que el pintor supo mantener en el tiempo.

Durante años los inventarios de cuadros de la corona española, y luego los del Museo del Prado, habían relacionado el cuadro de Bramer con la leyenda mitológica de Hécuba. La obra fue adquirida por el príncipe de Asturias en la década del año 1770. Pasaría luego al Palacio del Escorial en el año 1779 para terminar, en el año 1834, en el Museo del Prado. Según la mitología, Hécuba fue la esposa del rey de Troya Príamo, con el que tuvo varios hijos, famosos unos -Paris, Héctor, Casandra- y otros menos conocidos -Polixena y Polidoro-. Poco antes de la invasión de los griegos a Troya, Hécuba mandaría a su hijo pequeño Polidoro a Tracia para que estuviese a salvo de la guerra. Cuando Troya terminó destruida a manos de los griegos, Hécuba sería tomada como esclava por los vencedores aqueos. Habían pasado algunos años y Hécuba pasaría, de vuelta con los vencedores a Grecia, antes por Tracia. Y allí tendría ocasión, pensaba ella, de ver a su hijo, sin embargo, fue tan solo el cadáver de Polidoro lo que aparecería una mañana a la orilla del mar. Hécuba había ido a la playa a lavar el cuerpo sin vida de su hija Polixena, sacrificada antes por su amor imposible a Aquiles. La leyenda explicaría cómo el rey de Tracia había acabado antes con la vida de Polidoro arrojándolo al mar de Tracia.

En el año 1923 un historiador de Arte -Siegfried Wichmann- empezaría a interpretar otra cosa diferente de lo que parecía representar la escena retratada por Bramer. Según el historiador, el momento plasmado en la playa no podía haber sido protagonizado por Hécuba ya que no era reina, como ella aparece vestida aquí, sino solo una esclava de los griegos vencedores. Por otro lado, su hija Polixena se había suicidado mucho antes -por su amor imposible al héroe Aquiles- en una playa de Troya, no en una de Tracia. ¿Qué hacía entonces su cadáver aquí, tan lejos de su lugar de fallecimiento? Por tanto tendría sentido lo que argumentaba el historiador. La razón obligaba a pensar que no eran Polidoro y Polixena los cuerpos yacentes representados en el cuadro barroco. ¿Quiénes, entonces, eran esos dos personajes retratados? Existía otra leyenda griega que contaba cómo los cuerpos de dos amantes habían aparecido en una playa del Helesponto. Se trataban de los cuerpos ahogados de dos amantes legendarios, Hero y Leandro.

El famoso escritor latino de mitos y leyendas Ovidio lo describía en sus poemas elegíacos Cartas de las heroínas. La hermosa Hero fue una sacerdotisa de Afrodita que vivía en la orilla opuesta del estrecho del Helesponto -estrecho de los Dardanelos-. Leandro era un joven de la ciudad de Abido, población justo situada al otro lado del estrecho, viviendo así uno enfrente del otro. Leandro se enamoraría de Hero irresistiblemente. Fue un amor prohibido ya que ambos no podrían tener relaciones -ella era una sacerdotisa y no podía amar a ningún mortal-. Eso les llevaría a verse a escondidas. Así que una noche él cruzaría el estrecho para verla. Las difíciles aguas del Helesponto arrebataron entonces la vida de Leandro. Y ella al descubrirlo se arrojaría al mar sin miramientos. Así aparecieron sus cuerpos juntos y ahogados en una orilla de Tracia. Pero, sin embargo, un experto del Museo del Prado, Juan J. Luna Fernández, descubriría en el año 1984 una inscripción en el lienzo de Bramer: Hecuba, Ovidius, Libr. 13.  Es una pequeña estela mimetizada casi con el resto del cuadro, muy poco visible y situada en uno de los túneles pintados a la derecha del lienzo. Con esa inscripción se despejaba definitivamente por el autor de la obra el sentido auténtico de la imagen artística, aquel que representaba los verdaderos cuerpos tendidos en la orilla: los de Polidoro y su hermana Polixena.

Nada debería haber claramente representado en un lienzo, cosas explícitas que describan realmente la imagen de lo que vemos. Una imagen que no representaría nada misterioso. En el Arte se comprueba que la idea representada y lo plasmado finalmente no tienen por qué ser exactamente lo mismo. Que cuanto más confusa sea la imagen representada más se alcanzará ese alarde artístico de condición misteriosa de una obra de Arte. Será así original además. Porque debe mostrar la escena artística algo que nos haga pensar y nos lleve a confundirnos incluso. Así, con la confusión y su belleza se debería representar lo que sea que quiera contar el autor en su obra. También con la sencillez de no incluir mucho más de lo que se necesite. Sin demasiados alardes ni muchos gestos o cosas añadidas en el lienzo.

Como por ejemplo en dos retratos de mujer de dos creadores españoles separados casi cincuenta años y que nos ayudan a entender parte de lo mencionado antes. Cuando el pintor Federico de Madrazo (1815-1894) retratase a la condesa de Vilches en el año 1853, conseguiría uno de los retratos románticos de mujer más extraordinarios jamás hechos. El magnífico creador español, académico y director del Museo del Prado, llegaría a expresar la más natural y sofisticada belleza de una mujer retratada en un lienzo, reflejo de una época plenamente romántica. Está la modelo cercana al espectador y su amable nobleza trasciende ahora sin alardes excesivos. El color es vibrante, el gesto conmovido y su grandeza rutilante. Todo un espléndido homenaje a la modelo y al Arte clásico. Sin embargo, cincuenta años antes, en el año 1805, otra aristócrata española, la marquesa de Lazán, sería pintada en un retrato muy original realizado por el poco conocido pintor español José Alonso del Rivero (1781-1818).

Con esta obra compuesta en gouache -acuarela opaca o témpera- sobre un fondo de marfil llegaría a obtener Alonso del Rivero -pintor neoclásico- un sobrecogedor retrato de una singular mujer. Fue retratada además por Goya en un cuadro del año 1795 cuando ella era una adolescente -hoy desaparecido- así también como en un retrato que el pintor aragonés le hiciera en el año 1808. Pero Alonso del Rivero, además de utilizar el recurso del marfil como fondo blanco para el encarnamiento del personaje, reflejaría la extraordinaria personalidad de la marquesa de Lazán. María Gabriela de Palafox y Portocarrero (1779-1828) fue hija de una de las damas españolas más ilustradas y avanzadas del siglo XVIII español, la VI condesa de Montijo. Conocida por su rebeldía frente al poder religioso y civil, se enfrentaría sin complejos por tratar de mejorar la vida de las gentes de su tierra. Amiga del ilustrado Jovellanos, acabaría impulsando esa misma rebeldía en sus propios hijos, especialmente en María Gabriela de Palafox. 

Y así es como el pintor Alonso la refleja en su original retrato, una imagen tan interesante y seductora de la bella marquesa española. Una mujer perseguida por la Inquisición en una época en la que se condenaba de jansenista a cualquiera que criticase el orden injusto de las cosas. Su mirada profunda y su escéptica actitud la plasma el pintor de su modelo, todo un difícil recurso para una época en la que la belleza femenina se señalaba de otra forma. El creador español fue más fiel a lo que ella verdaderamente era que a lo que representaba socialmente. Aunque consiguió el pintor también expresar aquellas cosas que el Arte hiciera siglos antes: una imagen real y un misterioso semblante emocionado. Una visión expresada de la marquesa que tan sólo ella, o los que la conocieran muy bien, podrían descubrir oculto tras el aparente bello retrato: uno de los semblantes más personales, originales, singulares, enigmáticos y hermosos de una retratada.

(Óleo barroco El dolor de Hécuba, 1630, del pintor holandés Leonaert Bramer, Museo del Prado; Lienzo Un canal de Venecia, 1879, del pintor español Martín Rico y Ortega, Metropolitan, Nueva York; Magnífica obra en Gouache sobre marfil, Retrato de la marquesa de Lazán, 1805, del pintor español José Alonso del Rivero, Museo del Prado; Óleo del gran Federico de Madrazo, Retrato de la condesa de Vilches, 1853, Museo del Prado, Madrid.)

26 de agosto de 2014

Y la forma de expresar cambió de la emoción de quien mira a la emoción de quien crea.



Uno de los más grandes paisajistas de la historia del Arte lo fue el holandés Jacob van Ruisdael (1628-1682). A pesar de no haber sido valorado en vida, sus creaciones comenzaron a mirarse con admiración casi un siglo después. Y desde entonces su relieve como extraordinario artista  no ha dejado de ser reconocido. Es la forma de componer, por ejemplo, un cielo lleno de nubes con una textura matizada ahora gracias a unos colores perfectamente delineados con su entorno. Como lo veremos en esta maravillosa creación suya artística barroca: El Molino de Wijk bij Duurstede (1670). Con resquicios entre las nubes oscurecidas por donde pasará la luz solar que iluminará solo partes de un mar ahora apenas atrevido. Solo algunas partes de ese mar serán ahora las iluminadas en el lienzo, consecuencia de la menor densidad nubosa que de un cielo parcialmente encapotado se pueda ya representar. Esa menor densidad en el cielo que permite brillar las aguas suaves  de la ensenada para luego seguir, así, con la sombra de una franja nubosa algo más oscurecida... ¿Hay mayor devoción al detalle de las cosas representadas para poder ser admirada una obra de Arte?

Con el barroco de Ruisdael el Arte del paisaje llegaría a su más exquisita forma de ser representado. Ya no se podría ir más allá en perfección paisajística barroca. Sin embargo, el pintor no conseguiría llegar a ser reconocido en su vida. Tan poco lo sería que acabaría en la más desolada indigencia, cuando entonces sus correligionarios menonitas -secta protestante anabaptista- tuvieron que solicitar al ayuntamiento de Harleem que acogiese al pintor en un asilo para artistas donde terminaría falleciendo. Hoy se reconoce la alta calidad de sus obras, donde la luz y sus formas expresarán el conjunto artístico con la perfección y el equilibrio solo conseguido por los grandes creadores de la historia. Pero, con el progreso inevitable de las creaciones artísticas las cosas irán siendo vistas luego, sin embargo, de un modo muy diferente... De la mirada demandante de belleza perfecta (cargada de razón) del espectador de una obra, se pasaría a la mirada emotiva (cargada de sensación) de belleza del propio pintor de la misma. Y así fue como el Romanticismo acabaría siendo la tendencia artística que culminaría todo eso mucho tiempo después.

Aunque luego del periodo romántico derivaría aún mucho más esa mirada emotiva en el Arte... Porque sería a finales del siglo XIX cuando la mirada no importaría ya tanto, ni la del receptor -el espectador- ni la del motivo o causa inspiradora -el pintor-. Todo comenzaría cuando Gauguin, el postimpresionista francés más decepcionado, le aconsejara a otro pintor en el mágico lugar de Pont-Aven -la costa atlántica francesa de Bretaña- lo siguiente: el Arte es lo que tú ves, la emoción que te produce a ti... Y ahí acabaría totalmente el sentido de obra-receptor en el Arte (el gusto o placer de los que miran es primero) para convertirse tan solo en el sentido de obra-autor (el gusto de los que lo hacen es fundamental).  El pintor al que se dirigió Gauguin lo fue Paul Sérusier (1864-1927), un creador moderno que terminaría instalándose en París en el año 1888 y acabaría convenciendo a otros pintores con una obra muy revolucionaria, llena de fuertes tonos amarillos y a la que llamaría El Talismán. Una creación moderna donde los abigarrados colores dominarán las formas y no habría ya contornos en los que la mirada pudiera alojarse, donde dejaría de existir aquel sentido artístico tan clásico de: cada cosa con su color...   Muy pronto todos estos nuevos creadores -Edouard Vuillard (1868-1940), Ker-Xavier Roussel (1867-1944) y otros más-, se sentirían llenos de un aura de providencia artística avanzada, una tal como para prever el nuevo acontecer que traería el Arte al mundo del siglo XX. Y, convencidos de su relevancia artística, acabaron por denominarse Nabis, profetas en hebreo.

Edouard Vuillard no estaría destinado a pintar; como toda su familia había hecho, debería seguir la carrera militar. Pero su compañero y amigo, el pintor Xavier Roussel, le aconsejaría que se dedicase mejor a pintar. Así fue como Vuillard comenzaría a crear en el año 1885.  Pero no fue hasta el año 1888 cuando comprendería cuál era para él el verdadero sentido de pintar...  A diferencia de Sérusier, combinaría Vuillard formas definidas con fuertes trazos de color, algo que asombraría a todos en los finales del siglo XIX. Pero, no a todos exactamente asombraría... El Arte seguiría avanzando hasta encontrar una nueva forma inspirada de crear. Los Nabis fueron tan sólo una excusa para llegar a lo que, luego, se acabaría llamando Arte Moderno. Se adelantaron. No sería esa la generación que alumbraría el rasgo artístico más revolucionario que apasionaría en los años veinte y treinta del siglo XX. Aunque, sí consiguieron convencer con talento con su rebuscado nombre de tendencia... Porque fueron como una profecía, como una premonición artística que diese así la sagrada inspiración o el acierto más definitivo a los creadores subsiguientes, los artistas modernos que les siguieron luego, seguros de emprender una revolución estética muy relevante  y controvertida en la historia.

(Óleo de Edouard Vuillard, La ventana, 1894; Pintura de Ker-Xavier Roussel, Escena mitológica, principios del siglo XX, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo de Jacob van Ruisdael, El Molino de Wijk bij Duurstede, 1670, Museo Nacional de Holanda, Amsterdam; Cuadro romántico de Caspar David Friedrich, Naufragio en el mar de hielo, 1798, Hamburgo, Alemania; Óleo Retrato de Simone, 1913, de Edouard Vuillard; Obra del mismo autor Vuillard, Madame Hassel sentada leyendo con un vestido rojo, 1905; Cuadro de Vuillard, Escena de café, 1910; Obra de Paul Sérusier, El Talismán, 1888, Museo de Orsay, París.)

13 de julio de 2014

No es el verde ni el azul sino el ocre el color de nuestro mundo.



El simbolismo de algunos de los recursos artísticos utilizados en Pintura nunca los llegaremos a saber del todo. ¿Por qué el pintor barroco Jacob van Ruisdael (1628-1682) se dejaría tanto llevar por el sutil color ocre en casi todas sus obras? ¿Y por qué el ocre es amarillo?, ¿qué cosa hace a ese material inorgánico tener esa tonalidad tan utilizada en el Arte? Esta última cuestión sí puede contestarse. En un caso los materiales y la vegetación de la naturaleza -causa de los pigmentos- están hechos así, de la propia tierra que los crease. Por ejemplo, el óxido de hierro abunda mucho en la corteza terrestre y sus efectos llegarán tanto a las obras de los hombres como a las maduraciones de los vegetales. Por otro lado la combinación de hierro y oxígeno tintará de amarillo sus reflejos en la naturaleza. Los griegos lo supieron desde muy antiguo y denominaron a ese reflejo cromático con el nombre de ochros: amarillento. Desde la prehistoria los hombres habrían utilizado los pigmentos terroso-amarillentos para crear con ellos cosas dibujadas en las rocas de sus cuevas paleolíticas.

Y luego está la ventaja de la utilización de este pigmento ocre para crear con él obras de Arte. Es el ocre un pigmento muy estable y resistente además a la luz y la humedad. Nada tóxico para los artistas, algo que sería muy peligroso, sin embargo, con los antiguos pigmentos basados en el plomo, que producirían saturnismo o envenenamiento a causa de las emanaciones tóxicas de este metal. Así acabarían la vida de algunos grandes pintores de la historia. Si lo pensamos, vemos o analizamos bien esa tonalidad amarillenta -el ocre- supera con mucho la frecuencia de otros pigmentos utilizados en los lienzos artísticos creados por el hombre. El pintor simbolista austríaco Klimt lo elogiaría diciendo: Todo lo que está rodeado de oro es noble. Y es que el dorado ocre formará, más que ningún otro color, la tonalidad más representativa del mundo natural en que vivimos.

Porque la luz del sol refleja sus destellos dorados en una tierra que se alimenta de esa luz. ¿Qué si no es el proceso de oxidación que se produce cuando los rayos solares obran el misterio telúrico? Sería interminable una muestra sobre el ocre y sus usos en el Arte. Todos los pintores lo han utilizado en sus diferentes tendencias y matices a lo largo de la historia. Pero, a diferencia del simbolista Klimt, es emocionalmente sobrecogedor observar cómo el ocre se aprecia en una parte -la más significativa- de algunos conjuntos creativos compuestos por oscuras tonalidades o por brillantes azules o verdes, más propios colores del mundo figurativo artístico convencional. Porque la utilización en Pintura del ocre es una forma de señalizar, subjetivamente, algo especialmente representativo de la obra. Es la manera de destacar algo principal lo que motivará su utilización en la creación artística compositiva. Lo que, finalmente, será en el lienzo algo especialmente creativo o reseñable. Un detalle diferente y destacable, aunque no muy grande ahora en el conjunto, por ejemplo, de un misterioso, genial y rutilante paisaje barroco. El pintor deseará así hacer ver el ocre en su composición artística: brillante y especialmente destacado. Y todo ese alarde iconográfico tonal estará además representado de un modo casi primitivo...  Tan primitivo como aquellos trazos paleolíticos, arañados en la pared de una cueva por los primeros artistas rupestres, fueran ocasionados ya por entonces gracias al útil, abundante y poderoso ocre.

(Óleo del pintor del Barroco holandés Jacob van Ruisdael, Paisaje de invierno, 1670, Museo Thyssen, Madrid; Lienzo del mismo autor, Paisaje con las ruinas del castillo de Egmon, 1653, Instituto de Arte de Chicago; Óleo Paisaje con un campo de trigo, 1660, del mismo pintor Ruisdael, Museo Getty, EEUU; Fotografía Sendero de los ocres de Roussillon, Francia; Obra del pintor Gustav Klimt, Retrato de Adele Blouch-Bauer, 1907, Nueva York; Fotografía Reflejos de la luz solar al atardecer, de la web www.proyectacolor.cl; Fotografía de los acantilados arcillosos de la playa de Mazagón, Huelva, España.)

6 de junio de 2014

La mejor impresión proyectada desde una pared para una mirada necesitada de paz.



¿Cómo describir la obra de Monet desde una teoría iconológica del Arte? Porque el autor impresionista fue un reflejo extraordinario de lo que sucedió en la pintura a finales del siglo XIX. Pero Monet (1840-1926) además vivió y creó durante muchísimos años. Tantos que en su biografía se sucedieron varias tendencias distintas para encarar una modernidad que él mismo abanderara con su peculiar estilo. Él es el Impresionismo, pero, también una abundante muestra demasiado convencional o contaminada de las típicas imágenes vulgares apropiadas por el diseño, la publicidad o el decorado. ¿Quién no ha visto alguno de sus coloridos paisajes vegetales como centro de alguna etiqueta publicitaria, de algún producto comercial o de un calendario oportuno? Con Monet descubriremos al gran creador impresionista que es, pero también -sin él desearlo así- al vulgar artista artesano o al sagaz publicista del Arte. Esta circunstancial ambivalencia que caracterizaría su pintura no hizo sino ofrecerle una desafortunada proyección en el ámbito de la creación menos sublime, o también en la menos dedicada a combinar impresión artística con el mejor artificio creativo. Entendiendo artificio aquí como un lenguaje artístico profundo y no como un recurso iconográfico denostable.

Pero a Monet todo eso le importaría muy poco, a sabiendas incluso de lo que equivaldría luego en el Arte. Posiblemente, no llegaría a intuir lo que la masiva producción de imágenes supondría en el siglo XX para competir con el Arte más consagrado, para ser objeto ahora de más cosas que de un muy grato momento de visión emotiva. Aunque poco demostraría Monet tratar de diferenciar toda representación de una creación pictórica, fuese la que fuese. Porque crearía extraordinarias obras maestras, cuadros que siguen demostrando la perfección de sus líneas, de su composición, de sus colores o de sus mejores recursos para hacer distinguir una mera sombra de un maravilloso reflejo. Sin quererlo exactamente, se convertiría Monet en el padre putativo de todos los aspirantes a crear paisajes impresionistas desde el más sincero diletantismo, es decir, desde el más relajante y honesto modo de ejercer ahora de pintores amateur. Porque la posmodernidad vino a adueñarse luego de un estilo que, dada su elástica, colorista, luminosa, floreada, simplista o insustancial forma de componer paisajes -algo poderoso por su extensa manera de llegar a todos y ser apreciado-, fuese capaz de incidir en todos los estilos o en todas las formas de expresión para mostrar así la impresión de un paisaje furibundo...

Pero, sin embargo, luego está el otro Monet, el que es capaz de crear algo imposible de no ser comparado con las más grandes obras maestras del Arte. Con Monet hay que aprender a mirar. Hay, quizá, que entender mejor que con otros pintores las obras que hizo. Porque hay que desentrañar en sus creaciones la paja del grano, la esencia de la mejor imagen artística del manido y floreado paisaje furibundo. En una de sus últimas etapas -comienzos del siglo XX- crearía Monet obras impresionistas todavía de gran interés cuando el Impresionismo dejaba ya paso a otras tendencias. Su obra El Palacio Ducal del año 1908 es un modelo del impresionismo más subyugador. Un paisaje veneciano de un palacio gótico que hunde sus raíces en la visión más inspirada del Renacimiento, una arquitectura de extraordinarios efectos de belleza muy sugerida y emotiva. Pero él la pintaría de otra forma, con una laguna de reflejos imposibles pero que parecen tener efectos de verdad. Sólo apenas tres colores armonizan el sustento más sensible de toda la obra. ¡Qué grandeza de creación artística! ¿Cómo se puede hacer algo así y demostrar con ello que solo lo creado es aquí lo que veremos creíble? ¿Qué ojos internos no hay que tener para poder traducir el sentido más natural de lo que vemos? Pero, no, ¡lo veremos claramente!: es una laguna de olas modeladas por la corriente y el viento... Sólo los más grandes pintores pueden llegar a hacer eso. Y él lo hizo así, sin complejos, sin alardes excesivos, sin demora ni tardanza de un estilo -el Impresionismo- que habría muerto ya, sin embargo, mucho antes. Así vino a demostrar Monet que el Arte llegará a rozar las fronteras de lo etéreo, de lo que, sin llegar a serlo realmente, porque no es fiel a la realidad, se basará en las máximas no escritas de lo más creativo, de lo que surge además de lo más humano sólo por ser creado así, sin retorcidos artificios. Aunque, eso sí, unas veces como muestra de lo menos artístico que pudiera existir y otras como un grandísimo reflejo de lo mejor que existe. 

(Obras de Claude Monet: Lienzo El Palacio Ducal, 1908, Museo de Brooklyn; Óleo Campo de amapolas en Argenteuil, 1875; Cuadro Ninfeas, efecto en el agua, 1897, Museo Marmottan, París; Óleo Lirios del agua y puente japonés, 1899, Universidad de Princeton, EEUU.)

31 de mayo de 2014

La imagen emotiva de un suburbio victoriano o la transversalidad del Arte.



Fue en el siglo XVIII cuando el arquitecto escocés Robert Adams rediseñara una de las zonas más degradadas del oeste de Londres. Allí, cercana a la orilla del Támesis, se encontraba el antiguo palacio de Durham House, una residencia episcopal de época bajo medieval que, durante 1585, acabaría en manos de Walter Raleigh, el famoso corsario británico tan molesto para la flota española de Indias. Desde alguna de las torres de su palacio divisaría el pirata inglés la abadía de Westminster, el Palacio Whitehall y hasta las verdes colinas de Surrey. Luego de la muerte de la valedora del corsario, la reina Isabel I de Inglaterra, el obispo de Durham reclamaría el palacio al nuevo monarca -menos protestante- Jacobo I de Inglaterra. Autorizaría este nuevo rey el cambio de propiedad, perdiendo entonces Raleigh el palacio de Durham House frente al obispo. Sin embargo, el obispo nunca lo ocuparía -el siglo XVII británico fue muy convulso- y el palacio de Durham House acabaría en ruinas y abandonado. Así que, para cuando el arquitecto Adams se encargó de su remodelación, parte del palacio se demolería y, en su lugar, se construirían unas estructuras urbanas para solaz de industrias y mercados.

Parte del mismo complejo urbano sería utilizado como sede para una nueva iglesia en Inglaterra, Los Arminianistas. Pero la más suntuosa parte de aquel antiguo palacio derruido la ocuparían ahora aristócratas ingleses, como el quinto conde de Pembroke, cuyos deseos de construir su mansión acabarían solo en el rediseño de algunas de las calles más próximas al Támesis. Años después, entre 1768 y 1772, todo acabaría derribado de nuevo para erigir en su lugar una gran edificación en estilo neoclásico, tendencia arquitectónica que Robert Adams daría al nuevo complejo urbanístico de Adelphi. Con esta tendencia neoclásica levantaría un conjunto de edificios adosados con una galería de arcos que enfrentaba sus perfiles a la orilla del río. Y es precisamente una de las galerías de esos arcos la que pintaría en el año 1858 -vista desde su interior- el creador victoriano Augustus Leopold Egg (1816-1863) para su lienzo Pasado y Presente III. La imagen que representa es típicamente dickensiana, porque refleja el Londres decimonónico más desolador, el más infame o depravado de aquellos difíciles, injustos y duros años. En el interior de una de aquellas bóvedas diseñada por Adams para su complejo Adelphi, sitúa el pintor a una mujer abatida por unas circunstancias trágicas en un momento personal desgarrador. Sentada a los pies de una barca, entre las piedras y desechos de una desdeñosa ciudad, mira ahora con nostalgia a un cielo desolado y su luna nueva entre las sombras.

Luna que, entre nubes alejadas, brillaría también para todos los demás, tanto seres amparados como desamparados. Pero ahora, entre sus brazos y cubierto con sus propios ropajes, llevará un pequeño niño que duerme. Es a su hijo al que protege, pero a un hijo ilegítimo. Solo las pequeñas piernas del bebé son de él lo único que veamos. El pequeño no percibe ni siente nada de lo que su madre, nostálgica, sí puede ahora sentir mirando la luna entre sus sombras. El pintor nos muestra en su obra emotiva y desolada la escena característica de  una orfandad paterna o de una maternidad soltera, ambos estados que, presumimos, pueden llevar a pensar en algún tipo de ser marginado por su condición social o económica. Puede representar una mujer de la calle, una prostituta o una hija abandonada a causa de alguna pasión defraudada; también alguna viuda que, sin reconocimiento oficial, no pueda reivindicar nada de su fallecido esposo. Pero ella sigue mirando la luna, esa misma luna que está, sin embargo, también para los otros, la misma luna que mira ahora desde ese recóndito y oscurecido lugar. En una de las paredes de la oscura galería el pintor sitúa incluso unos carteles callejeros, panfletos que anuncian y recuerdan, metafóricos, la vida acomodada de los otros. En uno de esos carteles públicos se anuncian dos galas representadas en el teatro londinense de Haymarket -Victims y The cure of love-, uno de los centros culturales por entonces de moda de la zona de Adelphi. En el otro veremos la publicidad de un viaje de placer turístico a la bella y soñada París.

Todo un terrible contraste sutil que, junto a la visión de la luna y sus reflejos en el río, enmarcan la emoción más efectiva de todo el conjunto de la obra. Pero toda obra tiene su propia historia detrás. Cosas que han pasado antes, durante o después de lo pintado... Es ahora la transversalidad de cualquier obra de Arte. Muchas obras -realmente todas- pueden tener esa transversalidad narrativa. Casi todas ellas lo tienen. ¿Por qué no? Cualquier emoción retratada en un lienzo posee su antes y su después. Lo que sucede es que los creadores solo pintarán lo que ellos sientan más de cualquier gesta. La única emoción que ellos piensen que pueda reflejar mejor su inspiración decisiva. Porque para contar otros posibles momentos, de antes o de después, surgieron ya los trípticos, por ejemplo. Con ellos se pretendía completar alguna cosa no contenida en la representación inspirada inicialmente. O, sencillamente, ofrecer así la narración que llevará al espectador a comprender mejor el sentido de la obra. Cosas que, de no hacerlo, hubiesen obligado al artista a exponerlas, solas y juntas, en un único lienzo limitado. La realidad fue que el pintor Egg quiso criticar la sociedad victoriana con tres imágenes distintas, pero relacionadas, tres cuadros separados para llegar, más profundamente, a las conciencias indolentes de la gente.

Porque aquella no es ninguna mujer de la calle, ni ninguna hija desamparada, o viuda desolada, no, es una esposa repudiada por su propio marido tiempo antes. La narración comienza con el lienzo I de la serie Pasado y Presente. En esta obra vemos ahora un salón de clase media londinense, y en él una familia retratada en una escena sorprendente. Están las hijas jugando ahora alegres en un extremo del cuadro, pero en el otro extremo hay una mujer sola, derruida y desesperada, juntando ahí sus manos contra el suelo, abatida al saber la decisión de su esposo al conocer la noticia. Ella ha cometido adulterio, y él lo certifica así, con una carta delatora que arruga entre las manos. La escena es dolorosa y participa del contraste entre un hogar sosegado y la cruel decisión sobrevenida. En la obra de Arte, típica del momento Prerrafaelita, se muestran algunos elementos retratados alegóricamente. Por ejemplo una puerta abierta, reflejada en el espejo del fondo, por donde deberá salir ella; una manzana partida por la mitad en el suelo, símbolo de la ruptura del matrimonio; y un pequeño cuadro en la pared con la escena del destierro bíblico. Los colores en la obra son fuertes y acusados, como rémora iconográfica del trágico momento.

Pero, debe existir otro cuadro aún más moralizante, uno para entender el sentido crítico de la anterior obra. Porque el creador quiere hacernos ver el sinsentido tan inhumano de la sociedad de su época. Tal vez, por eso el pintor pensaría que con tres imágenes pudiera llegar mejor a la conciencia de la gente. La secuencia narrativa de las tres obras tiene su mejor sentido con el lienzo intermedio. Es decir, el primer cuadro es el salón con la noticia y el último la mujer ante la luna. Pero hay otro que, situado entre ambos, completará, trágicamente, la decisión primera. Dos jóvenes hermanas miran ahora la misma luna de aquella misma noche. Porque es ésta ahora la misma luna, de la misma noche oscura, mirada desde aquella galería de arcos. Han pasado algunos años y las niñas de antes -las que jugaban en el salón abrigado- están ahora solas, con más años y sin nadie. El padre ha fallecido hace semanas y ahora se encuentran abatidas, desoladas y sin nadie. Y el creador inglés utiliza la luna como un nexo, como un elemento que, sutilmente, trata de enlazar la mirada con el gesto, el semblante con el sesgo, o la desesperación más humana con la decisión más absurda. También la oscuridad del destino más sombrío con la sentida nostalgia, o la metáfora más alumbradora con la penumbra menos romántica. O quizás, por fin, la visión de un cielo trascendente y abierto con la cruel realidad tan oscura y dramática.

(Tríptico del pintor inglés Augustus Leopold Egg, 1858: Óleo Pasado y Presente, El número III; Grabado del siglo XVIII del complejo Adams, Adelphi, Londres; Óleo Pasado y Presente, El número I; Óleo Pasado y Presente, El número II, todas las obras de Egg en el Museo Tate Gallery de Londres.)

13 de febrero de 2014

La interpretación más subjetiva o la diferencia entre lo que fue inspirado y lo inspirase.



La génesis de las emociones más revolucionarias no fueron ocasionadas por una necesidad íntima de crear obras inmortales, ni por la necesidad de una introspección poética de lo más inspiradora. Fueron ocasionadas, curiosamente, por la prosaica falta de entidad nacional de algunos pueblos, es decir, por un sentido entonces -finales del siglo XVIII- más político que personal o más demagógico que intimista. El Romanticismo fue un impulso cultural que algunos europeos de hace doscientos años encontraron para desarrollar y expresar su evidente necesidad de país, de entidad cultural o identidad nacional. A principios del siglo XVII Alemania no existía más que como un conglomerado de pequeños reinos bajo el amparo del Sacro imperio romano germánico. Porque la larga guerra político-religiosa de los Treinta años (1618-1648) acabaría entonces con la promesa de una identidad nacional y cultural germana. El imperio sacro germánico se debilitaría entonces y se fortalecerían a cambio los principados, lo cual no hizo más que transformar una cierta entidad alemana en una frágil amalgama de meros fragmentos políticos separados. Aquellos años posteriores a la guerra fueron, sin embargo, de un gran desarrollo cultural europeo, entre los años 1650 y 1690, pero sería Francia quien ganaría la batalla de la cultura, de la sociedad y del refinamiento.

Así que los alemanes dejaron por entonces de mirar hacia afuera y se refugiaron en sí mismos. La retórica, el teatro, la literatura o las grandes obras de la pintura, es decir toda la cultura alemana, fue obturada o frenada de alguna forma por la gran cultura francesa imperante. Y, entonces, ¿qué hacer para sobrevivir culturalmente? Los alemanes se refugiaron en la sensibilidad de la música más que en otra actividad cultural. Por eso fue en este arte -la música- donde los germanos dieron grandes maestros. Aquella guerra de Los Treinta años fue tan dramática para las regiones del Rin que los alemanes se hicieron pesimistas y se volvieron más introspectivos. Así que el Romanticismo alemán fue entonces el inicio de una reforma emocional y cultural que hizo del hombre un ser reivindicativo más social que individualmente. Hasta llegar el Romanticismo, alrededor del año 1770, los alemanes no alcanzarían a tener una cultura tan sublime en la Literatura. Pero, como la gran literatura clásica había sido francesa, los jóvenes escritores alemanes buscaron ahora en la literatura justo lo contrario: lo fantasioso frente a lo clásico, lo irracional frente a la racionalidad francesa, la originalidad más sublime frente a la duplicación clásica de lo mismo. Es decir, que los artistas alemanes se enfrentaron de un modo particular a ese clasicismo que había hecho de Francia el primer país en generar obras excelsas. Y todo ese despegue cultural germánico tan apasionado y diferente sería lo que, años después, llevaría a la creación del estado alemán en 1870.

En esa tesitura social surgieron creadores alemanes anteriores a la creación de Alemania, pintores como Caspar David Friedrich (1774-1840), que fueron impulsores de un nacionalismo alemán muy necesitado por entonces. Por eso buscaron en el Romanticismo el sentido más inspirador para plasmar sus inquietudes artísticas. Y el pintor romántico viviría aquellos años de guerras napoleónicas -del año 1805 al 1814- como una posible salvación para su patria deseada. Sin embargo, a la caída de Bonaparte en el año 1815, las naciones europeas vencedoras decidieron que aquel imperio de opereta germánico -suprimido por Napoleón en el año 1806- continuara ahora bajo el amparo imperial austríaco. Así que artistas como Friedrich, pintores, escritores y filósofos, se dedicaron a componer obras que perfilaran el sentido genuino de lo más estéticamente romántico: esa mística sensación desasosegada e insatisfecha que marcarían especialmente los rasgos propios de esta extraordinaria tendencia cultural.

En el año 1818 el pintor alemán pinta su obra El viajero frente a un mar de nubes. Una interpretación es evidente, era la soledad de los sin patria, el desamparo, la orfandad política y cultural que sentirían los alemanes frente a los estados que salieron robustecidos del Congreso de Viena del año 1815. Un año después el pintor Friedrich compuso su obra romántica En el velero. Un hombre y una mujer se dirigen juntos en un velero con su proa orientada hacia la ciudad idealizada del fondo del encuadre. Un emplazamiento visible en la obra con las siluetas góticas y románticas que perfilaba el lugar idílico para todo espíritu sin patria. Pero ese poético mensaje es ahora más personal e íntimo que social o nacionalista: es románticamente más idealizado, o más rebeldemente individualista, que otra cosa. Así que, entonces, ¿dónde quedaría aquel mensaje tan social del Romanticismo germano? En el Arte las interpretaciones serán parte fundamental de la genialidad de cualquier creación. A veces la historia viene a racionalizar lo tan irracional de antes... Porque aunque su sentido inspirador fuese entonces el que sustentaba aquella tendencia política -la búsqueda de una patria-, la sensación inspirada que nos llega a nosotros ahora, a los espíritus indolentes que miramos sus románticas obras, será completamente distinta.

En una percibimos la inmensa soledad del ser humano frente al abismo del mundo y sus cosas. En la obra de Friedrich observamos cómo el personaje de espaldas no mira más que nubes y picos desalentadores. No verá nada más, no hay otra cosa que ver ahora más que desolación y desamparo. La Naturaleza está ofreciendo ahí su cara más inhóspita. El ser solitario tratará ahora de comprender qué puede hacer con lo que mira, un escenario tan elusivo como la evanescencia de sus nubes alejadas. Intentará el observador encontrar un horizonte donde poder fijar ahora una meta, pero no hallará más que confusión, inmensidad y vacío. En la siguiente obra titulada En el velero percibimos, sin embargo, otra cosa diferente. Aquí hay un horizonte claro, hay un final buscado y tranquilizador ante los ojos de los protagonistas. Ahora la soledad de la Naturaleza -el grandioso y poderoso mar- está compensada por la representación sosegada de una pareja unida. Ya no es un individuo solo el que se enfrenta a la tesitura desolada de la vida. Ahora un hombre y una mujer navegan juntos sin sobresaltos para llegar a conseguir el ansiado paraíso. Un destino que se vislumbra en el lejano horizonte al que el velero se dirige. Una silueta idealizada en el escenario lejano al que no dejan de mirar ambos con sus serenos y compaginados espíritus. Esos mismos espíritus unidos también por aquel mismo deseo, aquella misma emoción o aquella anhelada patria.  

(Óleos del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, En el velero, 1819, Museo Hermitage, San Petersburgo; El viajero frente a un mar de nubes, 1818, Hamburgo, Alemania.)