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8 de mayo de 2020

La esencia del Arte es ajena a sus autores y trasciende sublime la intención y la memoria.



¿Qué es la esencia del Arte? Es un fluir indeterminado que va de una idea plástica a un ente estético posterior totalmente autónomo y universal. Es una profecía no expresada antes pero autocumplida después. No tiene nada que ver con la representación formal de lo expresado la esencia del Arte, es lo que se ve mucho tiempo después de que la obra de Arte haya sido compuesta. Hay elementos referentes que con el tiempo irán creando poco a poco esa esencia artística. Pero para que hayan o existan esos referentes el ojo observador, que es en el Arte el que traduce esa esencia, debe conocer y sentir previamente ciertas cosas ya vividas. Otros referentes se irán luego además incorporando a medida que la raigambre artística de lo creado asiente su poder alegórico. Cuando el pintor neoclásico inglés Joshua Reynolds (1723-1792) sintiera la necesidad (referente inicial) de crear un retrato infantil, entendió que la representación clásica de una niña debía ser compuesta ahora de una forma diferente. En los procesos inconscientes de lo artístico se guardará, secreto, el sentido más misterioso de lo sublime. Podía el pintor clásico haber compuesto a una niña de frente, mirando al espectador y sonriente; de pie incluso, o jugando o admirando o tocando el frágil pétalo preciso de una delicada flor... Sin embargo, nada de eso compuso entonces el pintor británico. Decidió retratar a la pequeña sentada en el suelo de una campiña, de perfil, solitaria, con la mirada inquieta y con sus manos recogidas, sosteniendo así, inevitable, su atribulado corazón. Se exhibió por primera vez en el año 1788 en el círculo reducido de la Real Academia como Una niña pequeña. Pero, dos años después de la muerte del pintor, en 1794 un grabador interesado en la reproducción impresa del cuadro, Joseph Grozer, bautizaría entonces la obra con un nombre muy determinante para su esencia artística (segundo referente, alegórico): La edad de la inocencia.

La obra no se presentaría en la Galería Nacional sino hasta el año 1847, entonces con el título que Grozer le había puesto cincuenta años antes. Para ese año ya habían pasado las calamidades históricas más terribles que Europa no había vivido en siglos. Porque hasta aquel año 1788 el mundo todavía tendría ese aspecto de inocencia bendita que la imagen de Reynolds había compuesto por entonces (tercer referente, histórico). Cuatro años después sobrevino la violenta Revolución francesa tan feroz, luego además las guerras con Francia y después las sangrientas batallas napoleónicas y sus secuelas de pobreza. El mundo había para entonces perdido aquella inocencia tan sublime que el pintor neoclásico hubiese decidido expresar en su obra del año 1788.  Esa fue la esencia del Arte de un cuadro clásico que, por entonces, no habría llegado siquiera a comprender bien el pintor. Pero, aun así, Reynolds pintaría también los rasgos representativos de un cierto ánimo infantil sobrecogido y fatalmente premonitorio. Ese que la inocencia pueda llegar a presentir a veces sin saber absolutamente nada de lo que signifique. La edad o periodo de la inocencia es una realidad personal o social que caracteriza siempre a nuestro mundo. En lo personal la situaremos en la infancia, ya que es lo más evidente y natural, aunque pueda llegar a sobrepasar esos límites y vagar incluso por etapas o momentos diferentes. Socialmente se da también siempre, porque la inocencia entonces actúa como un valor ambivalente, proviene tanto de la natural tendencia personal de los seres inocentes como de una tendencia causada por las fuerzas oscuras de una sociedad a la que esa inocencia le interesa. Porque siempre es más fácil manipular, orientar, dirigir o planificar tendencias en los seres inocentes que en los que no lo son. Lo que sucede es que ante el advenimiento de un descalabro trágico incontrolado, la sociedad, como los seres que la pueblan, transformarán entonces su inocencia para no volver a sentirla más.

Pero, como las vidas sucesivas y sus cambios, las generaciones morirán y nacerán, y volverán otra vez así a querer sentir el dulce periodo azul de la inocencia. Entre tanto, siempre algo habrá cambiado para siempre. Pero ahora, pasado ya el momento de su fatal recuerdo inevitable, la voluntad y los deseos primorosos, tan llenos de confianza nueva, seguirán mostrando su afán por querer brillar feliz en la inocencia. El Arte y su esencia entonces podrían venir a expresar, desdeñosos, un recuerdo reminiscente que debería sernos útil en algunos momentos duros de la existencia. Recordar, con el Arte, que la edad de la inocencia es un periodo concreto en el pasado, no una vivencia permanente o un momento voluntario que debiera volver, inmaduro, cuando se requiera necesario. Esa esencia artística fue el gesto iconográfico que el pintor neoclásico plasmara en su inocente visión de aquella memoria inconsciente. Porque fue la sutil emoción del Arte, no exactamente la del pintor,  fue la esencia del Arte no una representación meramente artística, la que se plasmaría finalmente en ese gesto infantil de la inocencia. ¿Qué inocencia no se abrumará, sin saberlo, ante un paisaje nuevo e incomprensible? La inocencia tiene eso, que vive, infeliz, ante lo desconocido o ante lo imprevisto sin mostrar un ápice de emoción resentida, asimilada, ofuscada o maldiciente. Pero, sin embargo, hay una emoción que la inocencia presentirá a veces de forma inconsciente. No se realiza esa emoción en el consciente ni dura mucho tampoco, es apenas un instante, un momento fugaz que sorprenderá incluso. Entonces la sensación infantil se reconcilia con su reminiscencia porque el recuerdo generacional apenas viene a mostrar ahora lo que es imposible recordar con ningún sentido: que alguna vez pasaron cosas que debieran seguir siendo aún reconocidas... Pero no, no se vuelve a sentir eso sino hasta que algo muy trágico de nuevo las vuelva a mostrar decididas. Hay algo en el mundo que dispone de los referentes estéticos necesarios para poder recordar todo ese atisbo de inocencia: con el Arte y su esencia sutil y poderosa. Una sensación entonces tan fugaz, involuntaria, sublime como manifiesta entre los ajenos recursos artísticos de un pintor y su gloria.

(Óleo La edad de la inocencia, 1788, del pintor neoclásico Joshua Reynolds, Tate Gallery de Londres.)


24 de abril de 2020

Elegir entre la destrucción o la construcción de algo es el mito artístico de lo posible.



A las orillas del final de un continente imaginario se alzaría sobre la tierra la construcción más grandiosa nunca antes erigida... Cuando el pintor flamenco Bruegel se decidió a crear una obra parecida (la anterior torre de Babel la había pintado en el año 1563, Museo de Historia del Arte de Viena) volvería a componerla otra vez al lado y muy cerca del mar. ¿Cómo si no transportar mejor los ingentes materiales que se necesitaran para construirla? También por la geografía marítima de su tierra holandesa, tan cercana al mar, lo que haría que recrease un paisaje anacrónico y deslocalizado de aquel suceso bíblico tan desastroso. A diferencia de otras obras de Babel, en esta el pintor flamenco apenas sitúa seres humanos visiblemente definibles en su creación. Están ahí, pero no se distinguen bien por la ingente perspectiva tan principal que la obra renacentista dispuso para la torre. Esto realza más la construcción frente a los constructores. Es como si aquélla tuviese vida propia o fuese realmente la que acabase por ser creadora en vez de creada...  Así, sería entonces la destrucción y no la construcción del poderoso engendro endiosado lo que habría animado la vida, los deseos y la voluntad de los hombres. Estos se habrían decidido, por fin, y colaborarían juntos para destruir la poderosa maquinaria divina que, alzada hasta cerca de las nubes, manejaría al mundo, sus seres y todos los designios terrenales. Porque ahora los seres humanos deseaban ser libres, querían dejar de ser controlados por una fuerza ajena que los había dominado desde el inicio del mundo. Y por esto mismo no estaban ahora construyendo sino destruyendo la torre. 

Es casi el mismo sentido bíblico de la torre babilónica. Porque la idea de una creación artificial tan enorme fue luego un fracaso en sí misma, acabaría siendo una demolición gigantesca, un intento malogrado en su propio desarrollo y finalidad. ¿Cómo abandonar algo que había sido alzado con el esfuerzo ingente de tantos sacrificios?, ¿no sería mejor entendido ese suceso de ruptura como algo conforme a la sagacidad de una liberación humana, que a una maldición divina causada por la ambición humana de un gran poder terrenal, sin embargo, apenas creíble? Lo que sucedería entonces mejor fue una liberación, un intento de liberación y no una maldición de la divinidad ante los deseos poderosos de los hombres. Fue la destrucción de un poder divino sobre la humanidad representado por la enorme torre. Lo que llevaría a ser el mito de Babel una realidad más acorde con el destino de los humanos, algo que dejaría a los hombres liberados para poder hablar no solo el lenguaje que quisieran sino, sobre todo, para elegir también entre la construcción más elogiosa o la destrucción más definitiva. Tiene más sentido el mito en la decisión de poder ejercer una libertad humana que en la de querer acercarse a una divinidad. Porque el poder no se entiende mejor como construir juntos algo grandioso que acerque a un dios, el poder es mejor como destruir ahora aquel símbolo endiosado universal que habría manejado, a su albur divino, el sentido terrenal de la vida de los hombres. 

Porque en la obra de Pieter Bruegel (1525-1569) parece que están los seres destruyendo más que construyendo la torre poderosa. Es el gesto de la destrucción desde sus niveles más altos lo que vemos mejor en la obra de Arte.  Vemos entonces ese gesto destructivo desde los arcos más elevados con el que los hombres acabarían, poco a poco, con la opresión de unos dioses o de un dios  por condicionar el sentido de la historia. ¿No se hacen las mismas tareas manipuladoras en la representación para crear como para destruir? En esta obra de Arte es lo que parece, ya que es imposible distinguir el sentido real de una acción figurativa ante las limitaciones de unos trazos pictóricos tan indefinidos. ¿Poder ajeno o libertad propia?, ¿destrucción o construcción...? ¿Cómo saber qué fue, finalmente, lo elegido? En la conciencia legendaria o en su propia historia el ser humano decidió libremente poder elegir para obtener así un fin determinado. ¿Cuál finalidad fue entonces la más realista, erigir una torre para llegar hasta la divinidad o exorcizar un poder divino, representado por la torre, que coartaba la libertad? El mito bíblico planteaba que la voluntad de los humanos, su soberbia constructiva, fuera limitada al determinar Yahvé que se confundieran hablando lenguas diferentes. ¿No era esto una forma de poder divino para mermar la libertad de los hombres? Sólo cuando luego algunos avezados hombres llegaron a comprenderlo empezarían por destruir el engendro poderoso de su propia limitación. 

El pintor renacentista compuso la figura ingente de la torre en un primer plano poderoso. El paisaje es aquí limitado, no es muy grandioso: ni montañas, ni riscos, ni ciudades, ni caminos, solo el horizonte del mar y unas nubes como fondo de la imagen. La tierra y el cielo están divididos equidistantemente en la obra. Una línea imaginaria divide horizontalmente en dos un mundo del otro. Sobre ella se sitúa el temible engendro que el deseo de los hombres decide destruir. Son representados además tres planos o dimensiones del mundo: el celeste, idealizado e inalcanzable; el terrenal, subordinado y contingente; y, finalmente, un poder material simbolizado por la torre y dividido a su vez entre el designio divino y el deseo de los hombres. Ambas voluntades se enfrentan en la erección de un mito que el pintor nos hace intuir con la representación de esas tres dimensiones abstractas. Las mismas que ahora podemos deducir del psicoanálisis freudiano, que desarrollaría los tres conceptos psíquicos del Superyo, del Yo y del Ello. En la obra renacentista el Superyo es la torre poderosa, el Yo estaría simbolizado por la acción de la construcción-deconstrucción. El que sea una u otra cosa depende luego del Ello, del plano terrenal inconsciente que condiciona la vida y el deseo de los hombres. Por ejemplo, ¿queremos mejor dominar la tierra o dominarnos a nosotros mismos? Si fuese el primer caso destruiremos la torre; si fuese el segundo no la destruiremos, la construiremos mejor, seguros, decididos y juntos. 

(Óleo La pequeña torre de Babel, 1568, del pintor Pieter Bruegel el viejo, Museo Boijmans Van Beuningen, Rotterdam, Holanda.)

22 de abril de 2020

El Arte no salva, solo representa la mayor mentira de la mayor verdad que existe.



Justo a finales del siglo XIX el pintor clasicista británico John William Godward (1861-1922) se resistía aún a desfallecer ante la impetuosa ola artística de una modernidad arrolladora. El Arte de la belleza estaba sucumbiendo por entonces, poco a poco, frente a una revolución estética que avanzaba tan decidida como la oprobiosa renuencia de la humanidad a reflexionar sobre lo auténtico... ¿Lo auténtico? ¿Cómo se puede pensar sobre algo que nunca ha existido porque nunca se ha alabado ni glorificado? Y no es ya la verdad, sino lo auténtico. Porque la verdad no es exactamente lo mismo que lo auténtico, como la justicia no es lo mismo que lo justo o la felicidad no es lo mismo que la satisfacción. ¿Qué había sucedido para que la belleza se relacionara a finales del siglo XIX con lo injusto, con lo insatisfactorio o con lo decadente? Tuvo que ver con la propia naturaleza del ser humano. Esta representa siempre a seres inconsistentes, volubles, codiciosos, pérfidos o indecentemente egoístas. ¿Es una crítica demasiado pesimista? No, es solo una realidad antropológica. Algo que es posible revertir, sin embargo, con aquella máxima romana que decía:  no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti. En la antigua Roma el emperador Alejandro Severo (208-235) ordenó grabar esa frase en su propio palacio y en los monumentos públicos de la ciudad. Había sido elevado a césar con sólo trece años dominado por su madre y su abuela tiránicas. Su carácter tranquilo y su tolerancia religiosa no pudieron evitar, sin embargo, que sus propias legiones acabaran con su vida en Germania diez años después. La autenticidad, entonces, ¿qué es? Es el respeto a lo ajeno desde la actitud de un mismo respeto a lo propio. Justo lo que el Arte de la belleza hace consigo y con los demás.

Nos lo muestra desde sus propósitos estéticos alejados, entusiastas, conmovedores, serenos, proporcionados, consistentes, eternos. Sin embargo, no satisface siempre porque no sintoniza la belleza con una condición propia de la naturaleza humana. Los seres humanos tienen una raíz animal que proviene de su inevitable conexión con un entorno desasosegado y su impronta competitiva por sobrevivir. Es algo inconsciente que se hace poderoso y que para evitar sus consecuencias no bastará la educación sino el desagravio... Pero el desagravio es imposible porque nuestro mundo es incompatible con ello. Todo es un agravio al nacer y al vivir en un mundo aleatorio, insensible, desolado e injusto. Por esto nació la belleza artística, el Arte, para recrear lo que también la vida encerraba con los pocos instantes de ternura o emoción que lo humano provocaba. Esa dualidad de la naturaleza humana se convirtió en una excusa poderosa para construir una civilización necesaria. En ella la belleza sería una de sus características evolutivas más inspiradas. Tanto lo fue que el ser humano se acabaría acostumbrando a la incongruente existencia de una belleza artística con su naturaleza criminal o maliciosa. Así empezaría el desdén, la desafección, la renuencia o la desconfianza hacia la belleza. Cuando el pintor Godward, arrebatado de una necesitada emoción por fijar eterna la belleza, tuvo ocasión de reproducirla con la artística forma de una glorificación tan estética, compuso la impronta primitiva de aquel instante tan sublime de armonía tan grandiosa. Para hacerlo contaría además con la colaboración de su mejor modelo, la hermosa actriz Ethel Warwick.

Ethel había nacido en 1882 en el centro de Inglaterra y desde muy joven quiso ser artista. Había contribuido con su belleza a la creación de muchos pintores impresionistas o clasicistas que, a finales del siglo XIX, componían perdidos entre la armoniosa, innovadora o exaltada belleza. Fue Ethel Warwick un paradigma perfecto para llegar a comprender la contradicción de la belleza. Ella la poseía de una forma tan natural, ajena y desenvuelta que no se correspondía con un mundo tan desalmado para tratar de glosar, con ella, la serena incomprensión de su necesidad, de su fragilidad o de su evanescencia. Todo empezó por la contradicción de un mundo tan despiadado. Para expresar una forma de estar en el mundo comenzaría ella a vender su belleza a los artistas que plasmaban esa misma belleza con la que representar justo lo contrario. Esta mercantilización de su belleza la llevaría luego a soportar el agravio desolador más infame de un mundo sin belleza. En el año 1906 se une en matrimonio a un actor y realiza una gira teatral por el mundo. Años después vuelve a Inglaterra y consigue dirigir un teatro londinense, sin mucho éxito. Se divorcia y, abrumada o confundida por su belleza, sucumbe años después, en 1923, en una desesperada situación ruinosa. Acabó sus días a los sesenta y ocho años de edad en un asilo de ancianos al sur de Inglaterra. ¿Dónde radica la expresión inequívoca de la belleza? Sólo en el corazón más profundo del ser humano. Sólo en el único lugar desde donde una mentira pueda llegar a transformarse, emotiva, en una auténtica verdad...

(Óleo La carta (una doncella clásica), 1899, del pintor clasicista británico John William Godward, Colección particular; Fotografía de Ethel Warwirck, 1900.)

3 de abril de 2020

Vivir es estar despierto, aunque equivocado, en una eternidad llena de sueños.



Arato de Solos (310 a.C - 240 a.C) fue un poeta griego de la época helenística enamorado de los antiguos versos de Hesíodo y Homero, aquellos lejanos versos que glosaban la genealogía de la humanidad desde sus tiempos primigenios. Pero ahora, en la época alejandrina de los avances griegos en geografía y astronomía, Arato compuso una obra poética didáctica donde describía los cielos y sus constelaciones junto a una épica del mundo y su destino terrenal. En su lírica genealógica combinaría las formas estelares conocidas hasta entonces con la mitología helénica de sus dioses y diosas más influyentes. Su gran obra didáctica, llamada Fenómenos, es un enorme poema en hexámetros que llegaría a ser tan famoso como lo había sido la Ilíada o la Odisea. Describía una cosmovisión de la humanidad que tuvo una influencia en los siguientes pensadores de la historia. Para relatar la genealogía astronómica de los astros idearía la huida de la Tierra de algunas de sus divinidades para poblar ahora las constelaciones brillantes del cielo. Pero, ¿por qué abandonarían entonces los dioses la morada de los hombres? Para justificar esa decisión el poeta Arato imaginaría la degradación de los humanos en una Tierra llena de crueldades, guerras, enfermedades y miserias. Sólo así podrían sus valedores, los dioses y diosas providenciales, abandonar la convivencia con los hombres en un mundo que antes, sin embargo, habría sido privilegiado y beneficiado con su presencia. Así describiría Arato en su obra la edad dorada del mundo, una maravillosa época donde los hombres gozaban con los dioses de la vida en sus inicios. 

La obra de Arato nos cuenta las tres edades de la humanidad, la feliz edad de Oro, la llevadera edad de Plata y la terrible edad de Bronce. En la edad feliz de Oro vivía la justa y virtuosa diosa Astrea entre los hombres, visitándolos en sus casas y velando para que la inocencia y la verdad brillaran en su mundo. Como hija dadivosa de Zeus, favorecería la vida de los seres humanos así como el equilibrio necesario para que el mundo pudiera avanzar sin errores. Entonces no existían fronteras ni era necesario desplazarse ni nadie se arriesgaba a viajar por el mar tempestuoso. No se envidiaba tampoco nada, ni se deseaba nada, solo vivir en paz en un mundo dadivoso. La diosa se preocupaba de que fuese así y velaba porque la vida prosperase, haciendo incluso que en los corazones de los humanos no hubiese lugar para la culpa. Pero pasaron los años y la naturaleza de los seres se transformaría totalmente en la edad de Bronce. Entonces el alma humana se corrompería y las intenciones de los hombres se volverían malvadas. Así empezaron a producirse guerras, enfermedades y terribles consecuencias. La diosa Astrea no pudo seguir ya entre los hombres. No podía vivir en un mundo plagado de toda esa miseria tan cruel y desgarradora. Decidió entonces marcharse de la Tierra y dirigirse a los cielos para brillar eterna entre las constelaciones de un firmamento donde su luz, al menos, recordara a los hombres su época dorada. Zeus la elevaría a los cielos y la situaría en la constelación brillante de Virgo, desde donde su estrella relumbra cada noche entre las más titilantes luminarias de su cúmulo.

El pintor napolitano Salvator Rosa (1615-1673) fue uno de los artistas barrocos más excéntricos y extraños de la historia. En su etapa final compuso obras con un estilo casi prerromántico y un marcado trasfondo filosófico o simbólico. Una de ellas lo fue su obra Astrea abandona la tierra del año 1665. Con rasgos místicos de cierta semejanza a la iconografía cristiana de la ascensión de la Virgen, la pintura exhibe, sin embargo, una dialéctica pagana muy diferente. Porque ahora la divinidad se marcha abandonando a los seres humanos para siempre. No los protegerá ya. Desde su constelación estelar en los cielos de la noche no hará otra cosa que recordar la luz que en otro tiempo brillase cerca del mundo. Hastiada de la maldad y la obcecación maldita de los hombres, Astrea decidió que así, en un mundo equivocado, no podría vivir sin padecer la terrible influencia de su devenir tan miserable. No confiaría en nadie y decidiría además que solo unos pastores recibieran la herencia que ella le dejaría a la humanidad. En la obra barroca el pintor sitúa a la diosa elevándose del mundo hacia los cielos, entregando ahora los símbolos virtuosos de su bondad. Estos son los emblemas de la justicia, las faces y la balanza. Elementos que ahora un pastor toma entre sus manos aferrándose a ellos en un gesto desesperado por salvarse. El mito de Astrea supuso a partir del Renacimiento un acontecer de significaciones imaginativas y creativas muy oportunistas. Con ellas se justificarían las nuevas eras en la historia. Las que, política o religiosamente, podrían valerse de un mito redentor. Uno que volvería a la Tierra para hacer del mundo un lugar de esplendor glorioso. Sin embargo, la estrella, cuyo sentido refulgente fuese entonces definido por el abandono de una diosa, seguirá brillando desde lejos a un mundo aún equivocado. Un mundo que no buscaría otra forma de vivir más que aquella terrible edad de Bronce primigenia, esa época donde la huella virtuosa de sus inicios dorados habría dejado ya de existir entre los egoístas y lastimeros vientos de su inevitable destino.

(Óleo Astrea abandona la tierra, 1665, del pintor barroco Salvator Rosa, Museo de Bellas Artes de Viena.)


26 de marzo de 2020

La visión a través de algo no es más que la propia visión interior de aquel que mira.



La relatividad es un concepto que revolucionó la ciencia a principios del siglo XX. Einstein trastocaría el universo de la ciencia y destacaría ese concepto que hasta entonces sólo hacía referencia gramaticalmente a algo distinto a lo objetivado, algo que uniría una idea con otra, que lo relacionaba con otra cosa, para definir así un nuevo sentido catastrófico: la relatividad. Catastrófico porque era un concepto físicamente incomprensible. Catastrófico también porque destacaría además el sentido del relativismo en el mundo, un sentido infame, como lo es por ejemplo el relativismo moral. Sin embargo, ubicaba el contraste con otro concepto aún más abrumador: lo absoluto. ¿Existe lo absoluto? Si existe lo relativo, debe existir. Pero, entonces, no sería absoluto... Esta es la contradicción. El sentido trágico. Por esto lo relativo, a parte del empujón de Einstein, avanzaría ganador en la carrera por el concepto más popular en el mundo de la posmodernidad, nuestro mundo atribulado. Todo es relativo. Nos acogerá este concepto como un amante gratificador que comprende nuestra afección existencial más desoladora. Pero, como un amante contingente, solo durará su calor el tiempo justo que el amor mantenga su dulzura fogosa. La relatividad tiene eso, que no es completa, que no es absoluta. Por eso la relatividad necesita siempre de nuevos momentos. El deseo satisfecho es el hijo pródigo de la relatividad. Aun así, preferiremos lo relativo a lo absoluto. Entre otras cosas, como en la ciencia o en la metafísica, lo absoluto se habría llevado demasiados siglos gobernando el mundo sin satisfacer verdaderamente. Así que ya no podría ser una opción muy deseada. 

Si el concepto de lo relativo podía ser catastrófico, el concepto de lo absoluto lo habría sido aún más. Había llevado a enfrentar a los propios seres humanos, había llevado a condicionar la razón para impedir el avance científico o había llevado a encorsetar la mente y la libertad de los humanos. No, decididamente lo absoluto era un concepto que no podía satisfacer los anhelos más necesarios del mundo. Pero, así y todo, con el concepto opuesto de la relatividad tampoco el ser humano conseguiría calmar una parte muy susceptible de su realidad personal: el vacío. Cuando al pintor norteamericano Edward Hopper (1882-1967) le preguntaban sobre sí mismo y su obra artística, contestaba lacónico: La respuesta completa está en el lienzo. ¿Completa? Pero si su obra de Arte es fundamentalmente relativa, ¿cómo podría tener una respuesta completa? En los años veinte y treinta del pasado siglo elaboraría el pintor una visión estética del ser humano y de su entorno situada entre el realismo y el intimismo. Lo que vemos en su obra Once de la mañana del año 1926 es una parte de ese mundo relativo que Hopper reflejaría. Y es relativo porque no veremos más que una parte de esa parte que el personaje retratado observa ahora del mundo. Porque lo que hacemos los que vemos un cuadro es descomponer cualquier posible absoluto que pudiera existir en el mundo. Pero, ¿y el personaje retratado, qué hace ahora? Lo que el pintor consigue, sin embargo, transmitirnos con ese gesto tan particular del personaje: la duda, lo que hay entre lo absoluto y lo relativo. Es decir, que tendremos tres posiciones o conceptos: lo relativo, lo absoluto y la duda. Pero, ¿no es la duda también una forma de relatividad?

Sin embargo, la duda es un camino, una actitud, no varias. Esto lo diferencia de la relatividad. Porque la relatividad es la multiplicidad relacionada, es la encrucijada permanente, es el elegir siempre otro posible camino a beneficio de la voluntad temporal. Es la adaptación acomodaticia al sentido impetuoso de abandonar el vacío, no el de abordarlo con serenidad. La relatividad tiende al movimiento, es uno de sus referentes más descriptivos. Cada vez que nos movemos cambia la posición. Por eso en la imagen de la obra de Hopper no hay ahora relatividad, porque no hay movimiento y el plano subjetivo del personaje retratado es además siempre el mismo: la visión de lo que ve ella desde el lugar mismo desde donde lo ve. Pero en la obra del pintor norteamericano hay algo más. Porque no hay un lugar ni hay una visión ahí, sin embargo. ¿Qué es eso que vemos en la obra? Una habitación impersonal de un edificio impersonal de un lugar impersonal. ¿Qué mira ahora el personaje? Nada, no mira nada concreto. Por eso el pintor modernista no compone, a diferencia del Romanticismo, el objeto visionado ahora por el propio personaje retratado. No vemos lo que, supuestamente, el personaje mira. Es lo que consigue transmitirnos el pintor: no vemos nada nosotros,  ni siquiera el rostro del personaje, ni siquiera su personalidad física (está desnuda la mujer, pero ahora incluso con un desnudo asexual y definitivo). Así, de este modo tan impersonal, compuso el pintor la figura anónima y distante de su personaje. Podremos deducir ahora que la posición que el cuadro toma de las tres opciones existenciales de antes es la duda. No hay relatividad porque no hay movimiento ni visión objetiva de lo que el propio personaje retratado ve, ni definición figurativa del propio personaje tampoco. Pero, a cambio, sí hay un gesto humano muy significativo ahí. El gesto, la postura, la actitud ante el abismo insondable del personaje retratado. Esto es lo que en un lenguaje humano muy conocido para todos se nos define como introspección. Es decir, cuando lo que ve el sujeto no está afuera sino dentro de él. Sin embargo, el personaje retratado está ahora mirando afuera... Esta es la diferencia entre la postura absoluta de la meditación trascendental (sin mirar afuera de mí mismo me dirijo hacia afuera de mí) y la postura relativa de la observación trascendental (miro afuera siempre de mí mismo). La posición inmanente (dentro de mí) sería esa diferencia, esa tercera posición. Es decir, aquella posición y objetivo cuya observación o meditación está siempre en nosotros mismos, no afuera de nosotros. Y ésta sólo puede ser ejercitada desde la actitud de la duda. Porque en nosotros mismos no puede haber nada absoluto, esto siempre está fuera de nosotros, tan solo puede estar la duda. Tampoco nada relativo puede estar porque lo relativo lo hallaremos lejos de nosotros siempre, en los demás, en las cosas, en los deseos, en las evasiones, en la multiplicidad de las cosas existentes. Nos quedará la duda si no queremos colocar todo en un único sentido omnipotente fuera de nosotros, lo que es lo absoluto. Con ella, con la duda, podremos seguir mirando sin mirar o podremos seguir indagando sin hallar, todo eso mismo que hace ahora el personaje tan ensimismado del cuadro.

(Óleo Once de la mañana, 1926, del pintor Edward Hopper, Institución Smithsonian, Museo Hirshhorn, Washington, D.C.)


18 de marzo de 2020

Una forma de estar en el mundo..., ¿una inspiración estética?



Desde los albores de la humanidad los seres humanos vertieron en su destino vital una forma concreta de estar en el mundo. La mitología griega fue uno de los referentes más poderosos para crear esas maneras paradigmáticas tan personales de estar, algo que con su maraña profusa de personajes estereotipados consiguieron impregnar ya en el inconsciente colectivo europeo. ¿Qué es estar en el mundo? No es lo mismo que vivir, ya que para esto no es necesario estar de una forma determinada. Es decir, que para vivir solo es necesario alimentarse, abrigarse, cuidarse y proseguir... Estar en el mundo de una determinada forma fue algo que surgió cuando las sociedades evolucionadas consiguieron estructurarse en jerarquías o en estamentos sociales diferentes y compartimentados. Entonces hubo que introducir el sentido del cómo estar, olvidándose, o marginando en algo o en mucho, el sentido del porqué o del para qué estar. De hecho, la mitología griega, tan sustentadora de elementos espirituales a veces, es un ejemplo claro de la preponderancia del cómo frente al para qué. Cuando el héroe mitológico Jasón tuvo que llevar a cabo su aventura vital tan extraordinaria para conseguir el Vellocino de Oro, el motivo o la causa que lo propiciara fue, sin embargo, la banal distracción que su tío Pelias, el rey de la tesalia Yolco, deseaba para Jasón a fin de evitar ninguna rivalidad con él en la herencia del propio reino. Conseguir el Vellocino era una excusa, una trivialidad, aunque fuese también de oro. Pero Jasón debe posicionarse en el mundo, tiene que ubicarse, tiene que elegir una forma ahora de estar en él. Así que, cuando su tío le propone una hazaña tan elogiosa, no duda en absoluto de la veracidad de su decidida acción influenciada. Rubens atraería a muchos artistas a su peculiar forma de pintar, no sólo por su estilo apasionado e innovador sino por su éxito así como por las necesidades de disponer de ayudantes en las grandes composiciones que le demandasen. Uno de esos pintores discípulo de Rubens lo fue el flamenco Erasmus Quellinus (1607-1678). 

Cuando a Rubens le encargan desde España la decoración de un Pabellón real de caza para Felipe IV, el gran pintor flamenco tuvo que necesitar la ayuda de algunos de sus discípulos. Durante la segunda mitad de la década de los años treinta del siglo XVII se instalaron en el Pabellón real no menos de sesenta cuadros compuestos por Rubens o su taller. Todos ellos solicitados para la decoración de uno de los edificios reales, La Torre de la Parada. Quellinus realizaría la obra de Arte Jasón con el vellocino de oro. La composición y el sentido de la misma fue una ideación de Rubens, que en un boceto disponía a sus ayudantes de la forma y la manera de poder pintarlo, pero la ejecución artística fue una tarea solitaria de Erasmus Quellinus. Pero ahora, además de admirar la obra barroca, nos sirve para exponer la idea de qué es estar en el mundo. ¿Es una elección? ¿Es una proposición? ¿Es una obligación? Y, por otra parte, para ir más allá en la aventurada ideación de ese concepto (estar en el mundo), ¿qué tanto influiría al aceptar o al asignar o al definir esos papeles el planteamiento estético? Porque cuando vemos o percibimos o asimilamos algo estéticamente (leyenda, estatua, pintura, tragedia, comedia, narración, etc...) que nos gusta mucho o nos impacta interiormente, ¿no será ya eso una forma de identificación o de justificación de ese modelo vital representado para ser o estar en el mundo de una determinada manera un individuo? En el comienzo fue la palabra..., decía el evangelio de San Juan, y con ella la idea, la manera y la forma en que veremos o percibiremos las cosas de este mundo. Esta mediatización es a veces inconsciente, pero eficaz. Cuando el objetivo de las ideas producidas por una cultura es la ordenación de la vida según un criterio determinado estamos ante una religión (o ideología), una comunidad y una jerarquía cohesionadas. Así se desarrollaron las civilizaciones pero, también, el modelo, el sentido concreto de la definición de una realidad vital muy concreta: la de estar en el mundo de una determinada forma.

La libertad fue durante gran parte de la historia algo incompatible con esa realidad originaria de estar en el mundo. No se podría cuestionar esa realidad encorsetada. Se estaba de una forma pero no podía estarse de otra distinta. En el Romanticismo comenzaría a cuestionarse ese encorsetamiento formal. Pero, duró poco, no podía dejarse al albur de una barbaridad tan libertaria el hecho de no definir una posición o un estar en el mundo concretos. Por esto el Neoclasicismo o el Realismo regresaron pronto, útiles entonces, para no desordenar una manera de vivir que había funcionado relativamente bien desde siempre. Aunque pronto la evolución fue la alternativa al Romanticismo para poder proseguir en el mundo sin perder el sentido conquistado de libertad personal tan irrenunciable. La evolución inspirada por Darwin calmó la ciencia poderosa, calmó la industria irascible, calmó la sociedad inquieta, y hasta calmó la estética que la influyese... ¿Calmó al ser humano, finalmente? En absoluto. Hoy por hoy, la forma de estar en el mundo difiere bien poco en lo esencial de la originaria forma establecida de siempre. Sigue patrones estéticos, como entonces; aunque la evolución haya conseguido también matizarlos, seguirá los mismos básicos patrones de siempre. Porque estar en el mundo es más relevante que vivir...   Estar en el mundo es lo que se precisa para no caer en aquella barbarie que los primeros hombres imaginaron si no se ordenaban las cosas meramente. Para comprender aquel sentido primigenio sólo hay que ver cómo una sociedad se enfrentaría ahora a sí misma si no tuvieran sus miembros una forma de estar en el mundo. Y es ahora, en el confinamiento tan extraordinario de una cuarentena global como la que vivimos, como mejor se puede apreciar ese hecho vital histórico de estar en el mundo. En el confinamiento, los seres entonces sólo se limitarán a vivir, no a estar en el mundo... Este matiz, que en el caso de un confinamiento tan global se puede ver más claro, es el que hace que la diferencia entre el cómo y el para qué se vuelva ahora, en esa experiencia vital tan radical, una realidad tan persistente como esclarecedora.

Cuando Rubens ideara la vuelta del héroe con el motivo fundamental de aquella aventura mitológica, quiso componer en su boceto previo a Jasón saliendo del templo de Marte donde se guardaba el vellocino. Y así lo compuso Erasmus Quellinus en su impactante obra barroca. Jasón recorre el pavimento despejado del sagrado templo del dios Marte llevando consigo la piel dorada de su anhelado trofeo. Ya lo ha conseguido. Ahora sólo tiene que regresar para alcanzar a consumar, por fin, aquel reto aceptado ante su tío de obtener el Vellocino. Una banalidad absoluta, ya que éste no supondría ni valdría para ninguna cosa o sentido que para la placidez incierta de su conciencia de héroe o sobrino regio. Un engaño. Una fatalidad. Algo que llevaría al héroe griego a recorrer, maltratando sin querer a otros incluso, todo un escenario vital tan absurdo y malogrado como inútil era su trofeo inanimado e inconsistente. El pintor fijaría la imagen artística en un gesto extraordinario de dinamismo y, a la vez, de parálisis estética. Justo cuando le quedaban pocos pasos para salir del templo sagrado, Jasón volvería su cabeza, sin detenerse (señal inequívoca de una dinámica forma de estar en el mundo), para poder observar ahora, justificado y satisfecho, la imagen representativa y elogiosa de su modelo más paradigmático y querido: la estatua clásica del dios Marte. El mismo modelo vital y apasionado que, desde pequeño, el héroe malogrado habría tenido como ejemplo e inspiración de una forma o una manera de estar en el mundo.

(Óleo Jasón con el vellocino de oro, 1638, del pintor barroco flamenco Erasmus Quellinus, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

14 de marzo de 2020

El anhelo más humano es la imperceptibilidad del paso del tiempo.



Es la única verdad que nadie discute, la de que el paso del tiempo transformará la materia viva inexorable, definitiva, cierta y perceptiblemente. Sin embargo, no es tanto esa verdad sino su perceptibilidad lo que más abrumará a los seres humanos. No es lo formal (metafórico) sino lo material (físico) de las cosas bellas lo que más nos lleva a admirar, por ejemplo, el Arte imperecedero. Supongamos algo imposible: que una misma esencia transmisible por el Arte fuese evolucionando en sus rasgos materiales con el tiempo, ¿seguiríamos admirando ese Arte? El escritor Oscar Wilde ya desarrolló esa eventualidad fantástica en su extraordinario relato El Retrato de Dorian Gray. Creemos que es la belleza que nos muestra una obra, su forma equilibrada o su mensaje inteligente lo que más valoramos, pero lo ocultamente cierto es que es el hecho de que el personaje o el paisaje reflejado en la obra sigan mostrando para siempre sus rasgos inalterables de color, gesto, ademán, perfil o mirada tan brillante. Una cosa parecida fue la causa de la asunción de un concepto filosófico que haría remover controversias en el pensamiento de la humanidad: la esencia o substancia oculta tras de las cosas existentes. Ésta no variaba nunca a pesar de los cambios materiales ocasionados en las cosas. Había que inventar entonces algo para no caer en la inevitabilidad del paso del tiempo y sus poderosos efectos aniquiladores. Así fue como la substancia asumiría la realidad o característica de aquello que más desearemos de la temporalidad de las cosas en este mundo: su imperceptibilidad.

Existe el concepto de substancia para aquellos que crean que hay algo que permanece para siempre igual en las cosas y que es algo además absolutamente imperceptible. ¿Quién ha visto alguna substancia o esencia permanente de las cosas? Pero con creer en la substancia nos tranquilizaremos del paso del tiempo y sus deletéreas formas inevitables. En el año 1758 el pintor italiano Giovanni Battista Tiepolo (1696-1770) decidió pintar una alegoría sobre el paso del tiempo. Lo titularía El Tiempo revelando la Verdad. ¿Qué verdad? En la obra de Tiepolo la Verdad es representada por una mujer desnuda que intimida al dios Eros impidiéndole ahora hacer su voluntad tal como antes pudiera. Ahí está la sorpresa de Eros en su imagen: cómo antes sí podía y ya no puedo...? No es que no se lo hubiese permitido hacer antes, es que es ahora cuando  ya no se lo permite hacer. Y este es el hecho tan absurdo que el pequeño dios no puede evitar transmitir con su mirada enojosa. Podía el pintor haber compuesto a Eros sin mirar a la Verdad y además pisado, golpeado o desplazado por ella. Pero el pintor hace mirar al pequeño Cupido de una forma genial para representar con ella el sentido más absurdo de la existencia humana. ¿Cómo me dejabas hacer antes y ahora ya no...? Y es entonces cuando el Tiempo, representado por un hombre alado que sujeta la Verdad, mira al pequeño Eros con la decisión contenida de un ser que, convencido, nos recuerda esa verdad.

La tríada formada por los tres personajes representados, el Tiempo, la Verdad y Cupido, consigue estéticamente una transmisión muy perceptible en sus miradas. Con ellas el pintor nos quiere descubrir una realidad de la existencia humana: que lo imperceptible es lo más deseado por unos seres que padecen justo lo contrario: el deterioro perceptible  causado por el paso del tiempo. Cuando no hay mirada inquisidora de la Verdad ni del Tiempo es cuando Eros puede desarrollar su sentido perceptible más real o auténtico. Lo contrario es para él un sin sentido incomprensible. Pero no lo sufrirá el dios sino los humanos, que serán manejados arbitrariamente por sus veleidades divinas tan terrenales. La reproducción de la obra de Arte no es muy definida en su resolución digital, por eso no vemos bien la rueda del carro del Tiempo o el espejo símbolo de la vanidad del mundo (justo detrás de la cabeza de Cupido). Pero sí vemos el loro, el carcaj de Eros, la guadaña mortífera o el globo terráqueo que sostiene apenas Cupido entre sus piernas. El sol luminoso de la Verdad reluce ahora tras de ella poderoso. Porque nada finalmente puede dejar de ser despejado de toda duda o de toda ocultación. Pero la Verdad desnuda no es libre del todo aquí, tan solo está desnuda. La libertad no se manifiesta ahora por ninguna parte, ninguno de los tres personajes la posee verdaderamente, todos ellos parecen estar determinados por  un guion final inapelable. Sólo el Tiempo parece dominar aquí con su decidida actitud indolente y rigurosa. Pero no dejará de ser un personaje más de una terrible comedia en un gran universo impenetrable. Eros lo sabe y por esto no lo mira ahora a él, no quiere percibir la fiera mirada insultante de su fingida cólera. No quiere percibir la realidad aplastante de su terrible consecuencia inevitable. Esa misma realidad que los seres humanos tratarán también de evitar no queriendo percibir nunca ninguno de sus efectos temporales en su propia, absurda y efímera existencia. 

(Óleo El Tiempo revelando la Verdad, 1758, del pintor Giovanni Battista Tiepolo, Museo de Bellas Artes de Boston, EEUU.)

10 de marzo de 2020

El cambio de mentalidad fue representado bellamente por el Neoclasicismo.



En el año 1761 el pintor neoclásico Pompeo Batoni (1708-1787) compuso su lienzo Diana y Cupido. Ningún pintor significativo había compuesto antes a estos dioses mitológicos solos y juntos. No tenía sentido, eran ambos incompatibles entre sí. Diana o Artemisa era una diosa casta, siempre más interesada en la caza que en cualquier otra cosa terrenal, algo que ella sola, y sin ayuda de ninguna otra necesidad divina o humana, pudiera merecer para ejercer por el mundo. Cupido era el dios del amor, de la unión fértil y reproductiva. Nada que ver el uno con el otro. Todos los pintores de la historia habían pintado a Cupido o con Venus o con Psique, o con Adonis o con Zeus..., con todos casi. Diana fue representada siempre sola o con sus ninfas, o sorprendida por sátiros o cazadores libidinosos. Pero, jamás con otros seres mitológicos que interactuaran con ella en algo que no fuera más que una simple caza. ¿Por qué el pintor más insigne de mediados del siglo XVIII se decidió a realizar una obra de tan libre inspiración (no existía referencia mítica literaria alguna de Diana y Cupido), donde su protagonista principal, la diosa Diana, estuviese junta e interactuando con otro dios tan opuesto a ella, el anheloso Cupido? Es el momento histórico el que hay que analizar para entender parte de la representación artística. Cuando el filósofo Rousseau liberase los sentimientos de la razón por primera vez en la historia, no lo hizo para dar más rienda suelta a un amor barroco o renacentista, sino para liberar al ser humano de ataduras que le condicionaban o le oprimían. Y es cuando Pompeo Batoni comprende ahora que la diosa Venus debe ser metamorfoseada por Diana para transformar una necesidad en un sentimiento.

Porque ahora, mediados del siglo XVIII, el ser humano, simbolizado en la obra por la figura atormentada del dios Cupido, deseará retomar su papel atávico y desasosegante del mundo más anhelante y sensitivo de los humanos, representado aquí por el arco de flechas del pequeño dios travieso. Arco que la diosa Diana le impedirá coger, separándolo decididamente de su ofuscado oponente. ¿Qué deseaba transmitir el pintor neoclásico?: el fin de la pasión exacerbada..., frente ahora a los suaves sentimientos. Los siglos anteriores habían glosado y exagerado el amor en el Arte, aunque fuese cándidamente representado: el amor necesitado, el amor justificado, el amor endiosado, el amor objeto de irresolución y disolución tanto en la vida como en las costumbres de los humanos. Ahora, al advenimiento de un clasicismo nuevo,  que volvía a retomar el equilibrio,  la moderación y el sentido apropiado de las cosas, reclamaba el amor un sentido diferente al que había imperado desde el Renacimiento. El clasicismo de Batoni no era el clasicismo renacentista promocionado, por ejemplo, por el sensual cardenal Farnese en el siglo XVI; tampoco el clasicismo voluptuoso y sin freno de los años barrocos o rococós. El mundo debía ahora contener la pasión, representada aquí por el compulsivo Cupido y sus aterradoras muestras de deseo y sensualidad intempestivas. ¿Era eso, exactamente, lo que el pintor italiano deseaba mostrar? ¿El ser humano estaba limitado en su deseo por el afán subjetivo de una diosa casta? O, fue lo contrario, que el ser humano no debía dejar nunca de anhelar sus deseos, a pesar de lo racional o moral que los dioses o los poderes terrenales considerasen mejor.

El neoclasicismo de Batoni fue un espectacular modo de pintar para una época que prometía cambios. Pero el neoclasicismo no era un cambio, realmente, era una continuación. Sin embargo, los pintores siempre podrían utilizar su estilo tradicional para comunicar otras cosas novedosas. El Arte de Batoni, como todo Arte genial, es expresar cosas que nos hagan pensar, pero no que nos obliguen a pensar de una manera determinada. Lo acertado de Batoni fue expresar un cambio producido en la sociedad de entonces. Quién o quiénes estaban en algún lugar detrás de ese cambio, o qué pensamiento concreto suponía el final exacto de un sentimiento ganador, no era lo que el pintor, como todos los grandes, primase en su obra de Arte. Podía intuirse que Cupido había hecho demasiado daño a los hombres al dirigir sus flechas sin moderación, sentido o diligencia, contra los corazones tan susceptibles de los humanos, y que Diana, la diosa más provechosa en lo contrario, dejaba claro ahora lo único que se debía hacer con esa arma desatenta: cazar. Pero, también podía expresar lo contrario: la frustración del ser humano ante una sociedad que le oprimía o impedía vivir con libertad y anhelo su felicidad y su justicia. Pero, no, no hay duda estética ante la tendencia moralista del pintor Batoni. La tranquilidad de espíritu en los seres humanos no podía deberse al desenfreno de las pasiones, sostenidas éstas por lo que representaba Cupido. El pintor neoclásico lo sabía, y así lo representó ante la demanda de un aristócrata británico aficionado a la caza que le solicitó el cuadro.

En los años finales de la mitad del siglo XVIII el mundo estaba cambiando de mentalidad, poco a poco. El desenfreno pasional más sensual se fue moderando y cambiando por un sentido racional más equilibrado. Fue curioso que, tiempo después, el Romanticismo triunfara poderoso; pero, sin embargo, esto no era un sinsentido frente a aquella moderación de los sentimientos. Lo que el pintor Batoni criticaba no era tanto lo que el Romanticismo promoviera después, sino lo que el Barroco y el Rococó habían conseguido llegar a expresar antes con su incontinencia estética. No, no podía alcanzarse la felicidad con la liberalidad de un dios que no tenía más criterio que su arbitraria decisión libidinosa. En el siglo de las Luces era preciso definir el sentido más racional de un deseo natural, ahora éste mucho más civilizado. Pero, a pesar de los intentos estéticos del pintor, el mundo no conseguiría conciliar nunca el deseo con el raciocinio. Treinta años después, el pueblo francés alcanzaría su libertad asesinando y sentenciando sin freno en la Revolución francesa. Poco más tarde Napoleón sería incapaz de conseguir su triunfo racional, frente a una ambición personal en exceso desmesurada y criminal. Un siglo después, incluso, el mundo sería incapaz de moderar una legítima justicia social tan necesitada por, a cambio, una filosofía materialista que, sin embargo, fue tan radical y opresora. ¿Es que no se había aprendido nada de esa virtuosidad estética que, muchos años antes, un pintor neoclásico inspirado tuviera para tratar de armonizar necesidad con justicia?

(Óleo neoclásico Diana y Cupido, 1761, del pintor italiano Pompeo Batoni, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.) 

8 de marzo de 2020

La vida es breve, el arte largo, la ocasión fugaz...



Ante la representación imaginada de una inspiración artística, veremos solo parte de lo que el creador quiso, verdaderamente, expresar con su obra. Pero, da igual. El Arte tiene eso, que no obligará a acertar en el resultado de lo que, originalmente, se idease para comprender el sentido que para cada cual tenga una obra. Eso sí, el título ayudadá a orientarnos a veces. Por que si no supiéramos el título de esta obra, Ars Longa, Vita Brevis, podríamos elucubrar perdidos sobre lo que vemos, hasta llegar a imaginar cualquier posible historia detrás de la inspirada imagen compuesta. Pero, sin embargo, ahora sí..., porque ahora traduciremos el título y llegaremos así a saber que fue una sentencia clásica pronunciada por un sabio griego de la antigüedad. Más o menos, dice así: La vida es breve y el arte es largo. Resultado de una frase que, inquiriendo saber más, hallaremos finalmente: La vida es breve, el arte largo, la ocasión fugaz, la experiencia confusa, el juicio difícil. Aquí la palabra arte está ahora en su acepción original más arcaica, cuando todo hacer, elaborar o manejar se entendía con esa palabra latina, no solo con el hecho de la creación artística. Por tanto, intuiremos que el pintor se apropiase del sentido artístico de la palabra Ars para componer una imagen parcial e interesada de aquella sentencia.

Ante la falta de inspiración el pintor no es capaz de componer nada, su gesto inerme y desolado delatará una mirada fija en el lienzo descubierto ante él, sin ningún atisbo ahora de ser tocado ni usado por el Arte. El pintor británico John Haynes-Williams (1836-1908) se dedicaría a la pintura de género (costumbres de interior y personajes nada heroicos) pero, a cambio, impregnaría sus obras de un halo de misterio iconográfico muy estimulante. En esta obra incluye elementos que obligan a pensar, a dilucidar cosas, como son los propios personajes que, además del pintor, incorpora la obra. Dos mujeres y un niño. Ellas consuelan y aleccionan al pintor ante su delirio creativo; el niño, sin embargo, solo dibuja ahora en el suelo con un envidiable deseo compulsivo. El estudio artístico es sobrio, pero elegante, un tapiz enorme decora el fondo de la obra, una alfombra poderosa soporta el escenario abrumador y una puerta medio abierta inquiere una sutil forma de diálogo misterioso con el propio creador. Porque ya no es la inspiración solamente, una parcialidad artística de aquella sentencia clásica, sino la brevedad de la vida ante cualquier posible creación humana. Es una reflexión existencial ahora utilizada por un pintor para expresar lo mismo. ¿La vida se va y no alcanzaremos a crear nada que valga la pena crear? ¿Para qué hemos venido al mundo? La expresión artística pictórica necesitará de formas para contar algo. Podría haber compuesto el artista al pintor solo ante su lienzo blanco, pero ¿habría alcanzado la inspiración a ir más allá de una falta de ella, para llegar a expresar más cosas que una mera sed artística? 

Hay más cosas en la obra de lo que parece. No es sólo una falta de inspiración, es una falta de ganas... Es el convencimiento de que nada mejor podremos hacer ya antes de tiempo. Que éste se va por la puerta abierta, y que los años, desde una infancia poderosa, no han sido suficientes para poder hacer nada valorable o total. No bastará la ayuda decidida de esas mujeres inspiradoras, que han pasado o pasan por su vida. La fuerza creadora se inhibe ahora ante la sensación poderosa de que nada, verdaderamente bueno, pueda hacerse antes de que el tiempo cumpla con su decidida promesa. ¿Cuánto tiempo hace falta para componer una obra lo bastante meritoria como para no agotar sus anegadas fuentes primorosas? La vacuidad de la existencia breve es incompatible con la experiencia sagrada de lo excelso, de lo creativo, de lo eterno o de lo elogioso. ¿Es que el pintor utilizó la figura de un pintor, y de su lienzo incólume, para reflejar así la grandeza del Arte frente a la fútil e inconsistente vida efímera, insulsa o insatisfecha? Nada que lleguemos a deducir de la imagen de este cuadro, podrá alcanzar a descubrir la razón última de su sentido final. Porque lo evidente es aquí falso, y lo aparente es apenas una parte engañosa de la visión auténtica o misteriosa del lienzo. El pintor lo dejó así, como el propio lienzo oculto de la obra costumbrista, ¿está éste ahora en blanco, o poseerá partes inacabadas de un desconocido milagro...? No lo vemos, ni lo veremos jamás. Como la vida, es esta obra una oportunidad fallida por la incapacidad de expresar nada útil para poder dilucidar algo. No, no hay tiempo. El creador seguirá clamando con la inseguridad de una inspiración inútil, ahora acorde con la legítima fuerza de un engaño. ¿Es la falta de inspiración, realmente? ¿Es la sensación de no poder llegar a conseguir lo excelso, a pesar de haber vivido algunos años? ¿Es la imposibilidad de comprender cómo terminar algo que requiere aun más de una vida para elaborarlo? La puerta seguirá abierta y esperando.  Por ella se acabará fugando la poca ilusión de creer poder llegar a ser el orto deslumbrador de la creación total, de la justificación total, de la anticipación total, de la pura totalidad... 

(Óleo Ars Longa, Vita Brevis, 1877, del pintor británico John Haynes-Williams, Tate Gallery, Londres.)

5 de marzo de 2020

Es el tiempo la esencia de nuestro mundo, lo que lo determina y justifica.



Los poetas siempre lo supieron. Y los pintores no han hecho más que vislumbrar en  sus obras ese presentimiento... Porque no es un sentimiento sino lo que se da antes de él. Porque, a veces, no hay nada luego. No ha llegado a ser a veces lo que antes apenas  era algo imaginado. ¿Y después de otras veces...? ¿Qué hay otras veces? ¿Es que siempre hay algo luego? Esto es lo que es el tiempo, lo que hay luego... Estamos hechos de tiempo o por el tiempo, es él el que nos modela y determina sin que lo sepamos incluso. Cuando un pintor comienza una obra no hay nada más que tiempo calculado. Cuando un ser presiente algo no hay nada más que tiempo imaginado. Pero el verdadero tiempo existe, sin embargo. Cuando el pintor norteamericano John Singer Sargent retratase a una de las hijas de su amiga Catherine Rebecca Bronson, lo hizo entonces con la inspiración más detenida del tiempo. Los pintores tienen ese poder extemporáneo, reflejan siempre  la parte no sucedida del tiempo. Entonces retratan otra cosa, una esencia instantánea o efímera, algo que no es el tiempo pero que lo refleja así. Se enfrentan ellos a los dioses, a las moradas ocultas de la vida, y nos muestran así la cosa detenida que no es más que una irrealidad fantasiosa de una sensación tan solo deseada. Porque entonces la voluntad se impone a la vida y al tiempo. En el retrato de Miss Beatrice Townsend realizado en el año 1882, el pintor Sargent consigue transformar la esencia incorregible del tiempo en una muestra poderosa de cierta vaguedad instantánea. Todas las instantáneas del mundo, sin embargo, están ahora congeladas en la imagen del pintor. Todas las ganas, los sueños, las ideas, las creaciones, las fragancias, las promesas, las ilusiones o semblanzas de  la modelo están ahora fijadas en los trazos impresionistas del pintor. ¿Cómo es posible que esa vaguedad instantánea encierre todo ese universo? Por la sublime irrealidad que consigue reflejar el pintor con la esencia del tiempo. Cuando el tiempo se domina en el Arte podremos así alcanzar a verlo todo. ¿Estará todo ahí? Todo. Sólo dos años después de finalizar su obra, la joven modelo Beatrice fallecía de una fatal peritonitis. ¿Estaba también el presentimiento...?

El pintor español Julio Romero de Torres fue de los pocos pintores que mejor compusieron el tiempo en sus obras. A veces para mejor componerlo el espacio es también una referencia o sutileza necesaria. En su obra Nieves o Mujer en oración Romero de Torres retrata el tiempo magistralmente. El tiempo es deseo y es promesa, es el sentimiento anticipado de algo que no existe aún. En su obra una mujer parece que ora, aunque realmente no lo hace. Nos mira ella mejor. Así quiere transmitirnos que ella espera algo que ignora aún saber. El libro lo tiene apenas abierto porque así es como  el tiempo lo expresa, sin certeza, sin límite fijado, sin otra cosa más que la sensación incierta de un vago deseo. En el plano posterior del cuadro vemos ahora  la escena por ella imaginada. ¿Es imaginada o es real? Ahora el tiempo se sublima aquí. ¿Es entonces otro momento? El pintor no lo aclara, sólo lo deja reflejado en la mirada impenetrable de la joven orante. La luz y la oscuridad matizan también la obra del tiempo. Es ahora aquí el ritmo de la secuencia temporal, es el antes y el después. En la obra el presentimiento se busca, se necesita para componer el tiempo. La calma de la escena principal se opone a la sobrecogida emoción de la escena secundaria. El pintor consigue materializar el tiempo, consigue darle vida, casi movimiento. ¿Hay otra cosa además de tiempo? Nuestro mundo es todo tiempo, solo tiempo. O se presiente o se ignora. Pero, sin embargo, nunca se siente. Porque o se presiente, como hace la mujer que ora, o se ignora, como hacen el hombre y la mujer del fondo. Vivir es ignorar el tiempo. Meditar o divagar es presentirlo. Para sentirlo habría que recorrer todo el ciclo temporal de su sentido universal completo, habría entonces que ser dioses... No, no podemos tocar la esencia de las cosas ni del tiempo. Por eso los poetas y los pintores son los únicos que mejor pueden vislumbrarlo, porque ellos consiguen describir la esencia de las cosas, y, con ella, la esencia del tiempo.

(Óleo Miss Beatrice Townsend, 1882, del pintor John Singer Sargent, National Gallery de Art, EEUU; Cuadro Nieves o Mujer en oración, primer tercio del siglo XX, del pintor Julio Romero de Torres, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

19 de febrero de 2020

El amor y la muerte, dos símbolos de una misma realidad virtual inmortalizados por el Barroco.



En esa maraña pasional, mística, divulgativa, práctica y seductora que fue la creación artística barroca, hay dos aspectos humanos opuestos y similares que atañen al inicio y el final de lo que somos: el amor y la muerte. Cuando algunos pintores españoles de mediados del siglo XVII comprendieron que no podrían superar a sus maestros más insignes, descubrieron que la única forma era sorprender aún más con la belleza. Y entonces vieron que combinar esos dos aspectos de la vida era una manera magistral con la que podrían acercarse al éxito y la gloria. El yerno de Velázquez, Juan Bautista Martínez del Mazo, no tuvo otra opción para poder distinguirse de la genialidad de su suegro. Algunas de sus obras son un canto a la sutilidad y la extrañeza. En el año 1657 pintaría su cuadro El estanque grande del Buen Retiro. Hay ahora en la obra de Martínez del Mazo algunas cosas que nos indican, sugieren y matizan la poderosa sublimidad misteriosa que representa. El estanque simboliza el espejo limitado de la vida fugaz y azarosa. En él hay una barcaza que se dispone a surcar, airosa, para el solaz vanidoso y temporal de los seres que transporta. La extraña pareja de amantes aislada oculta una realidad pasional ajena al mundo vanidoso de su espalda. A la derecha de los amantes una balaustrada se dirige, zigzagueante, hacia la estatua clásica de una Venus poderosa, simbolizando así el azaroso destino final de cualquier deseo inevitable: el posible amor fecundo o falaz en nuestro contingente mundo necesario. Un pavo real sin desplegar las alas simboliza ahora no tanto la belleza fugaz como el ciclo vital de lo azaroso.

Pocos años después el desconocido pintor Pedro de Camprobín (1605-1674) compuso una obra Vanitas para el Hospital de la Caridad de Sevilla, El caballero y la muerte. Para un lugar como ese la visión de obras de Arte con el sesgo de lo fútil, de lo pasajero o de lo definitivo de la vida era una coherente forma de indicar su actividad piadosa. En la pintura de Camprobín la dualidad del amor y de la muerte es originalmente retratada. Pero ahora no compuestas para el barroco metafórico de dos pasiones amorosas sino para la divulgativa o más práctica información contra la promiscuidad sexual y su terrible enfermedad venérea. En la mitad de esa centuria la proliferación de prostitutas y la falta de higiene llevaron a una grave crisis sanitaria. Así que el pintor muestra a una cortesana con la imagen ahora de la muerte entre sus formas. Es una mujer sólo por el ojo visible que de su rostro un velo descubre con la única mano que mantiene viva, todo lo demás es un esqueleto mortecino y deprimente. El caballero se descubre, ingenuo, ante la presencia de la muerte envelada. La obra muestra además elementos que representan la vanidad y la irrelevancia de una vida material e intrascendente. Lo que podía parecer un recurso original estético para mezclar belleza sugerente con muerte envenenada era, sin embargo, una realidad social en el vestuario de algunas cortesanas de aquella época, lo que se denominaba en el siglo XVII una mujer tapada o una tapada. Fue una forma de vestir discreta para las prostitutas o cortesanas españolas, que duraría apenas ese siglo ya que fue una moda que acabaría pronto gracias a las nuevas costumbres francesas.

Así que aquella pareja solitaria del estanque estaba formada por un caballero y una mujer tapada. Pero no era una representación vulgar de escena cortesana lo que el pintor deseara expresar en su obra, sino que expresaba más bien la relación pasional ocasional o liberal frente a la conyugal de una pareja casada. Esto, el pavo real y la estatua de Venus determinaría la dialéctica metafórica del amor y la muerte en nuestro mundo. A diferencia del cuadro de Camprobín, la simbología amor-muerte ahora no es la promiscuidad infecta en su materialidad terrenal, sino la especial dualidad pasional ante lo que es pero dejará de ser...  Lo que es creado y luego destruido y que se manifestará por el deseo invisible de lo apartado o de lo cubierto o de lo no visto. Y cuya expresión es en la obra de Martínez del Mazo representada por la virtualidad efímera de una mujer tapada, por la azarosa temporalidad de un pavo real y por la fecunda o infértil belleza irreal de una Venus mitológica. La belleza natural del cielo, de los árboles y del estanque contrastan en la obra con la silueta del pequeño edificio, la terraza zigzagueante y la poderosa Venus clásica esculpida en piedra. Como el amor y la muerte, las cosas opuestas en la obra se configuran ahora bajo una misma belleza misteriosa, esa que el pintor supo expresar con la suave coloración oscurecida de una fragancia tan efímera como grandiosa.

(Óleo El Estanque Grande del Buen Retiro, 1657, del pintor barroco Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Prado, Madrid; Cuadro El caballero y la muerte, entre los años 1650-1670, del pintor barroco Pedro de Camprobín, Hospital de la Caridad, Sevilla; Detalle del cuadro El Estanque Grande del Buen Retiro, Museo del Prado.)

27 de enero de 2020

Una obra neoclásica sin finalizar alcanzaría a obtener un cierto elogio de grandeza.



El pintor francés David abandonaría la composición de un retrato en su obra Psique abandonada durante el año 1795. Pero esta particularidad azarosa convertiría su obra en una suerte de metáfora afortunada de la personalidad abrumadora de Psique. Porque este personaje de la mitología no era una deidad o una divinidad siquiera, aunque al final de su aventura vital alcanzase a medrar con los dioses en su morada trascendente. Porque de entre todas las etapas existenciales de Psique la que supuso el momento de su abandono por Eros, el amante dios que la sedujese condicionado a no verlo nunca, es el mejor ejemplo expresivo para representar la figura material de la imagen de un alma. El sentido de abandono se corresponde muy bien con la explicación metafísica del alma humana. Es así porque el alma, entendida en su acepción más trascendente, proviene y va hacia un hecho aglutinante de manifestación divina poderosa. Pero, entremedias, durante su desarrollo anejo a lo material de un mundo terrenal poco sublimado, el alma vagabundeará solitaria y perdida entre los abruptos afanes de una liberalidad muy desubicada. Abandonada así por completo y sin poder evitar la sensación confusa de tener deseos, satisfacciones efímeras o imágenes engañosas en su etapa terrenal. El óleo abandonado -sin terminar-  por el pintor francés coincide ahora con el sentido metafórico de su obra neoclásica. ¿Fue una casualidad o no? Porque el alma nunca consigue desarrollar por completo su total evolución en este mundo. En nadie, ni siquiera en los grandes personajes tan gloriosos, místicos, santones o embargados de divinidad que la historia nos ofrece. 

La metáfora en la obra inacabada de David es a posteriori... La vemos inacabada pero el Neoclasicismo no era así, no finalizaría nunca una obra del modo en que David la dejara en el año 1795. Cualquier otra obra de este pintor nos lo demuestra. Porque los colores, los perfiles o el fondo sin confeccionar de la obra, no suponen el estilo tan elogioso de la iconografía neoclásica tan elaborada. Los que vemos la obra y conocemos el mito de Psique pensamos que, tal vez, ese abandono de la joven desesperada por haber perdido a su amante,  es sublimado aquí en el hecho de no haber terminado el pintor su obra de Arte. Parece incluso una obra de una etapa modernista de un siglo después, cuando los pintores, sin desmerecer la figura humana, pintaban el fondo, la textura y los colores con el sesgo modernista de solo esbozar, matizar o maridar tonos sin concierto o sin definición. Pero es que así mismo debe ser la pasión terrenal del recorrido vital del alma humana: apenas esbozado o matizado, sin concierto ni definición en su sentido inmanente. Debería hacerse el alma, se supone, como toda obra clásica, con los perfiles idealizados de una composición terminada por completo. Pero, no, no es así, sin embargo. Conseguirá a veces llegar a emocionar en sus alardes espirituales conseguidos -como el alma evolucionada de algunos seres avanzados- pero con los matices deslavazados observados así en la obra sin terminar del pintor David.  A pesar de sus indefiniciones la obra de Jacques-Louis David es extraordinaria por su alarde artístico apenas conseguido. Como el alma. Sin embargo, la obra no alcanzaría mérito artístico alguno en el Arte, lógicamente. ¿Y, ahora, por qué no tampoco? Porque el momento temporal de su creación es fundamental para valorar una obra artística. Una pintura clásica no tendría hoy conciliación estética magistral -admiración artística- más que con las características propias de su tiempo, no del modernismo posterior o de ningún otro momento artístico subsiguiente. Porque no es lógico ni coherente, ni tiene sentido iconográfico, un estilo fuera de su tiempo. El sentido coherente lo da la tendencia temporal propia de su momento histórico, y éste es un dato fundamental para evaluar una obra de Arte reconocida. Si hoy existiera un personaje como Rubens, por ejemplo, y pintase como lo hiciera éste en el siglo XVII, no sería muy valorado en nuestra época. 

El alma es igual. Necesita tener sentido en su propio tiempo azaroso de evolución personal. El alma solo es alma realmente cuando está perdida, ni antes ni después.  Así, el pintor David descubriría a posteriori que componer a Psique de ese modo, tan melancólicamente abandonada, era la mejor forma para representarla en un lienzo. Pero, sin embargo, no la acabaría. No lo hizo. Nunca finalizaría la obra neoclásica. ¿Se arrepentiría? Hay pocas obras de Arte representando a Psique sola, porque el sentido del mito era la unión con Eros y el Arte así lo representaría la mayoría de las veces. Pero David no solo la pinta sola, que es posible encontrar obras solitarias de Psique, sino que además la pinta con el gesto atribulado por la sensación del abandono más desolado que un ser tan desesperado pueda tener. Sin incluir además en la obra otra cosa más que sus propias manos inutilizadas o el semblante más perdido de un rostro tan abandonado. Hoy valoraremos la obra de David por la conjunción de haber sido compuesta por un gran pintor y representar una escena acorde con el existencialismo contemporáneo. Un pensamiento éste que, atropellado en la obra por el mito de su personaje vagabundo, veneramos más hoy por el devenir terrenal de una azarosa existencia, que por el anhelo inmortal de un espíritu tan meditabundo.  

(Óleo Psique abandonada, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, 1795, Colección privada, EEUU.)

17 de enero de 2020

El simbolismo de querer alcanzar a vislumbrar la belleza como una explicación a la vida.



Ya lo tratarían de explicar los antiguos griegos con su acercamiento a una filosofía que buscase el sentido originario del universo. Pero, ¿era eso exactamente, saber la causa de todo, el origen de la vida, lo que ocultaba la inquietud más desasosegadora del ser humano? Después de poco más de un siglo tratando de perseguir una quimera filosófica, llegaría Platón y desataría los fantasmas ocultos de la invisible sensación más placentera. En su diálogo El Banquete Platón dejaría escrito: Si hay algo por lo que vale la pena vivir es por contemplar la belleza.  Pero habría que tratar de definir ahora la belleza para entender aquel sentido filosófico. En la belleza, por ejemplo, se podría incluir todo aquello que motivara la vida o el sentido más profundo de la existencia humana. Pero, en este caso, sería su motivo último, es decir, aquella causa que estaría detrás de los innumerables motivos aparentes, fatuos, temporales, vagos o mezquinos de la vida. Y esa belleza el Arte simbolista la definiría una vez con la figura hermosa, desnuda y joven de una ninfa entregada a su delirio.  Su delirio, sí, una especie de éxtasis donde la extenuación de un ser, en este caso místico, se dejara llevar ahora por la sensación natural de un momento inspirado, de un estado de profundo desdén o de arrogante virtud arrebatadora por justificar así su sagrada belleza. Por plasmar ahora con ella, incluso, lo que no necesitara... Salvo estar destinado a ser de otro su delirio. Y es este otro ser el sentido más terrenal de ese delirio, el ser humano, aquel ente perdido que, orientado a veces, creerá satisfacer así, con la belleza, la desolada sensación de aquel misterio originario.

El Simbolismo pintaría ufano muchas obras para ensalzar la visión irreal de un mito desafortunado como era el de la belleza. Y era desafortunado por querer narrar la imposible búsqueda terrenal de ese maravilloso delirio. Polifemo y Galatea inmortalizaron la sutil representación más vil, inútil y sentida de una involuntaria existencia incomprensible. Los dos representaban los opuestos de una irrealidad como era la Belleza. Polifemo era el monstruo más monstruoso de una leyenda, simbolizaba al ser perdido y hundido por una imposibilidad absoluta: poder contemplar la belleza y hacerla suya para siempre. Galatea representaba esa belleza, la consecución más deseada o la finalidad más verdadera de una existencia humana en este mundo. Los autores clásicos escribieron la desolada pasión imposible del monstruo mítico, humanizado ahora por sus sentimientos, ante la hermosura luminosa de una bella Galatea. Los pintores simbolistas vieron en ese mito la mejor forma de representar el sentido principal de su tendencia artística. Porque eran los mejores símbolos esos dos personajes míticos para plasmar el mejor sentido artístico que aquellos pudieran expresar. En el año 1896 Gustave Moreau compuso su obra Galatea y, en 1914, Odilon Redon la suya El cíclope. En ambas obras simbolistas observamos la misma composición: el cíclope Polifemo mira desde lejos la figura tendida y anhelada de la ninfa Galatea. Las metáforas representadas en las dos obras se expresan con la fuerza poderosa de los colores modernistas y con el paisaje feraz y confuso de una naturaleza distante, agreste o lastimosa. 

Es la única explicación que desde el Arte simbolista y una filosofía imposible se le podría dar a la vida y a su eterna repetición de búsqueda de la Belleza. Fue representada la figura de Polifemo con la expresión de su terrible y único ojo monstruoso. Fue elegida Galatea por su etérea belleza pura, meteórica, absurda e inalcanzable. Y todo ello rodeado por la espesura incierta de un mundo transformable, salvaje, confuso, decadente y perecedero. Con esos elementos estéticos y mitológicos los dos pintores simbolistas crearon su espantosa metáfora de la existencia y la Belleza. Nada puede hacer conseguir alcanzar a contemplar ninguna belleza más allá de poder hacerlo desde lejos y siempre sin poder satisfacer más que una parte de su mera sensación terrenal o pasajera. Porque en esta visión del mito radica la explicación de una falsedad ante la que algunos seres sí pensarán, a cambio, conseguir llegar a dominarla. Pura falacia fantasiosa de una necedad engreída por una aparente sensación a veces satisfecha. Sólo es posible, si acaso, lo que ahora hace Polifemo: vislumbrarla. Y esto es además una realidad falseada y modelada por las mismas invenciones que el Arte puede llevar a efecto con la representación de alguna belleza manifiesta. Pero en el mito, en la fuerza inmisericorde de su sentido trágico, Polifemo viene a representarnos la inevitable búsqueda desasosegada de una explicación vitalista de la existencia. Y los pintores simbolistas, más aún Redon, destacarían la ridícula expresión inútil de un monstruo en su afanosamente imposible querencia vitalista. Y lo expresarían con el único, melancólico y horrible ojo frontal exagerado de Polifemo, con el que nos muestran ahora así el ridículo de querer, con él, poseer alguna belleza... Por eso en Redon ni siquiera con él mira ahora a la Belleza. Es inútil hacerlo y el monstruo lo sabe, resignado. Esta es la grandiosidad estética que nos muestra este personaje lastimoso. Sabe él que es inalcanzable y no puede más que admirar, desde lejos de su sentimiento, esa entelequia inmortal que llevará marcada su estirpe, la misma que la nuestra, en la repetitiva actitud insatisfecha de querer dominar la Belleza.

(Óleo Galatea, 1896, Gustave Moreau, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro El cíclope, c.a. 1914, del pintor Odilon Redon, Museo Kröller-Müller, Países Bajos.)

7 de enero de 2020

La sed como una metáfora existencial situada entre la búsqueda y la necesidad.



Cuando Eugène Delacroix se tuvo que situar entre el clasicismo y la modernidad descubrió, con su peculiar Romanticismo, la gracia artística divina necesaria para alumbrar un nuevo sentido expresivo en el Arte. ¿Qué era entonces lo importante, la forma o la emoción? No podía alejarse de una cosa sin distanciarse de la otra, así que comprendió que la libertad creativa no era sino la única manera de expresar de siempre aunque dejando ahora que la inspiración fluyera sin prejuicios. En el año 1825 compuso una obra sorprendente, Bandolero herido apaga su sed. En ella sitúa a un paria de la sociedad tendido sobre un paisaje desolador ante el lecho de un río calmando su sed. Nada más. No hay otra cosa más. ¿Dónde está aquí la combinación de la forma y la emoción románticas? ¿Qué sentido tenía plasmar una agonía tan poco ejemplar para una especie humana tan evolucionada? Era la visión de un ser humano poco diferenciada de la de sus ancestros primitivos: representaba ahora la exposición más bestial frente a la más civilizada. Para el Romanticismo de Delacroix la expresión de la fuerza de lo primitivo era, sin embargo, un elemento artístico fundamental. Pero, ¿era sólo ese el sentido iconográfico de su obra? 

Porque el Realismo no formaba parte de la visión artística de Delacroix. No podía representar su estética nada que expresara algo muy real ni muy bello de la naturaleza o del mundo. Así que, entonces, cómo debemos entender esta romántica obra de Arte. Hay dos cosas que se complementan en la biología de nuestro mundo: la necesidad y su búsqueda para satisfacerla. Cualquier búsqueda es consecuencia de una necesidad, y ésta siempre conlleva una búsqueda para poder satisfacerla. En cualquier ser animado ambas cosas están ligadas por el mismo prurito biológico: sobrevivir.  Pero solo en el ser humano hay algo más, un sentido que en el Romanticismo de Delacroix formaría parte además de su filosofía artística: la emoción. No bastaba la forma, también era necesaria la emoción. Pero en este caso habría además que definir la emoción con rasgos no solo sentimentales sino también racionales. Es una definición que podría entenderse como la capacidad mental para sentir algo que nos promueva a la acción, sea ésta física o intelectual. Pero que se origina en el interior emotivo del ser humano porque un alumbramiento intelectual, por ejemplo, también puede ser entendido con emoción o alegría racional. Cuando sentimos sed física la calmamos con la naturaleza, cuando sentimos sed emocional o racional la calmamos con otra cosa. La diferencia es delatadora...  En la sed física no hay inquietud ni incertidumbre de cuál necesidad (sabemos lo que queremos). En la otra sed, la emocional, la cuestión es muy distinta. Entonces es cuando la búsqueda es mucho más angustiosa porque no sólo no sabemos dónde está el objeto, sino que ignoramos incluso qué cosa es o puede ser considerada como eso mismo que anhelamos.

Para el espíritu romántico esa metáfora existencial era un paradigma sutil muy necesario. Delacroix representa en su obra a un ser humano herido, a un hombre perseguido y fuera de la civilización ordenada. Con ello nos expresa la visión más perdida del sentido demoledor de una necesidad insatisfecha. Sin embargo en la obra romántica el sujeto satisface su ansia ante el objeto que necesita. ¿Sólo ahora y solo ése? No. Por esto es un ser herido el personaje en la obra. No bastará... La satisfacción de una necesidad perentoria no será suficiente para el sentido completo de una existencia humana. El pintor además nos expone la satisfacción mientras se lleva a cabo. Aquí, a diferencia de otras tendencias artísticas, el Arte nos representa el presente temporal más aleccionador. Está ahora, en el único instante artístico reflejado, llevándose a cabo la acción en la representación pictórica. En la metáfora de ese sentimiento humano tan vital -la satisfacción de una sed- el Arte romántico lo retrata en presente como una necesidad iconográfica ineludible. No está expresando la obra de Delacroix la búsqueda de una necesidad perentoria, sino la calma de una necesidad que se manifiesta justo en el momento actual más inmediato. Antes de esto sería la búsqueda, pero luego de satisfacerla, ¿qué será? Aquí está el sentido metafórico de la obra artística romántica. El luego no lo veremos en el Arte porque seguirá siendo una angustia retrasada esa búsqueda... No calmaremos la sed emocional/racional nunca. Por eso es un personaje marginado y lastrado el que nos representa la obra romántica. Ninguna satisfacción puntual logrará recomponer el imposible sentido de una necesidad incierta, desconocida e insatisfactoria. Porque no podemos satisfacer algo que ignoramos qué es o si existe incluso. Todo seguirá siendo una necesidad siempre insatisfecha, a pesar de querer transformarla a veces con sucedáneos que conviertan una búsqueda imposible en una diversión eternamente temporal.

(Óleo romántico Bandolero herido calma su sed, 1825, del pintor Eugène Delacroix, Museo de Bellas Artes de Basilea, Suiza.)

6 de septiembre de 2019

El Arte para serlo o es emoción desgarrada y sobrecogedora o es otra cosa distinta.



Para admirar una pintura solo bastará un observador sensible y motivado, pero para que la iconografía de una obra de Arte nos cause gran impresión en nuestro ánimo, llevado ahora por la fuerza de algo apenas ahí representado, pero sublime, es necesario que eso que no existe aún manifestado nos haga preguntar, subyugado: ¿qué sucederá? Toda representación o es una contingencia banal de una escena definida y terminada o es la sobrevenida sensación especial de un incierto momento anticipado. Ambas son susceptibles de ser representadas en una imagen permanente bajo la estética fijada de un momento resaltable. Pero el momento sin avance contenido en la escena retratada solo es la escena estéticamente banal por su falta ahora de una emoción pasional, especial  o sobrecogida. Porque no estará intuida en la imagen terminada ninguna sensación subsiguiente, ninguna que suponga así una escena necesaria luego, esa de que se transforme después en otra cosa diferente. Se transforme, de existir una escena subsiguiente, en algo necesario o suficiente para comprender ahora su sentido, insinuado apenas antes en aquella abierta imagen de algo meramente transmisible.

El Arte o es emoción sobrecogida o es un apaño de imagen retratada sin ninguna sensación que la proyecte. El Arte necesitará proyección, avanzar así en la imaginación de un observador que, ahora, mirará subyugado por la sensación de ver solo una parte temporal de algo aún sin desarrollar en la escena artística. Y eso sin desarrollar es lo que nos hace valorar una imagen, sin embargo, estéticamente argumentada. Cuando el pintor Alexandre Cabanel quiso expresar la fuerza de la pasión más inevitable ante cualquier otra emoción humana en nada parecida, compuso una escena mitológica tan arrebatadora como confusa. Pero para hacer de la obra una pintura sublime que llevase el apelativo de Arte, entendió el creador francés que la sublimidad solo era posible si la escena representaba el momento de un avance y no la expresión finalizada de una admiración sin tránsito, sin sorpresa o sin sentido  ulterior tan necesario. Es el suspense del Arte, algo muy valorado en la estética de todas las tendencias artísticas. Es lo que marcará una diferencia. Porque no toda pintura es Arte, pero todo Arte puede ser una gran pintura. Para comprender esa valoración subjetiva del Arte comparo ahora la obra de Cabanel con otra representación mitológica parecida. Pero, apenas parecida. El pintor Joseph-Désiré Court se inspiraría en la admiración clásica que un sátiro tuviese por la bella  visión de una ninfa acuática en su baño. La inspiración mitológica de ambos pintores franceses es la misma, pero Court no traspasaría la escena más allá de una afable visión terminada o finalizada por haberse cumplido ya ese efecto: contemplar la belleza de una ninfa que ahora aparece satisfecha; tanto la visión como la ninfa y la belleza.

En Cabanel es todo diferente. El fauno o sátiro está abrazando ahora en una escena sin final el cuerpo arrebatado de la ninfa, imbuida ésta además de un tránsito estético muy efusivo, largo y poderoso. No es algo terminado en su sentido ese tránsito estético, no es una escena agotada en sí misma, sino que traspasará el umbral artístico de un momento ahora sublimado. Del mismo modo podremos argumentar lo mismo ante la imagen de un paisaje artístico. El pintor Constant Troyon crearía en el año 1849 una escena de paisaje extraordinaria por plasmar ahora dos momentos en uno. Ante un paisaje sosegado, incluso espiritualmente acogedor por sus trazas de belleza y calma interior representadas, mostraría al fondo de la obra la tormenta más lejana y, a la vez, más inminente y desgarrada que con su belleza pudiera hacerlo. Pero, sin embargo, aún no se sabe ni se ve en la escena por los protagonistas de la obra. Ningún personaje es ahí consciente de ese momento estético tan sublimado. Tan solo el espectador de la obra, el mismo que ahora admira, sin distancia ni grandes hazañas estéticas, la grandeza subyacente y emotiva de una iconografía tan eterna. Porque es eternidad lo que estas creaciones inacabadas (no en lo estético sino en lo formal) llevarán siempre asociadas a la realidad artística propia de una obra pictórica abierta. No sucederá lo mismo con el maravilloso y bello, pero no sublime -no Arte en su acepción más desgarradora-, lienzo impresionista del pintor español Aureliano Beruete. El Puente de Alcántara es la bella imagen paralizada de una estética sin recorrido o sin avance, de una realización estética que, ahora, no nos producirá la sensación transitiva tan sublime de una obra como la de Troyon

Es por eso que el Arte para serlo verdaderamente o genera una emoción o genera una belleza. En el primer caso, con la emoción, el sentido sublime alcanzará además la mayor expresión y fuerza que el Arte pueda tener de una imagen en la interpretación tan sensible de un observador sobrecogido. En el otro caso solo la belleza congelada o fijada en el lienzo puede, si acaso, alcanzar a desvelar una mera admiración estética cerrada, como fuera la que sintiera el sátiro de Court ante la aparición de la hermosa e ingenua ninfa mitológica. En la vida sucederá lo mismo. Nada apasionará menos que la rápida comprensión de un momento ya agotado en su secuencia. Necesitaremos agenciar resquicios por donde poder hilvanar el hilo que mantenga, perenne, la admiración que nuestro espíritu inquieto requiera así para sobrevivir extasiado y sin miserias. Y en esa creación personal que consigamos idear en nuestra mente habrá mucho del propio Arte sublime que expongo en estas obras. Todo debería estar siempre abierto y transitable en nuestra mente insaciable de sucesos, aunque no haya más ahora que un mero gesto inacabado e inútil pero, sin embargo, muy poderoso, latente o emotivo. Los genios del Arte lo hicieron con la grandeza sublime de plasmar dos momentos en uno. Qué menos ya que, ahora, en nuestra alma desasosegada y anhelosa, pudiera así también combinarse esa misma intención en los instantes de alguna sensación tan pavorosa o tan definitiva, ese mismo momento tenebroso o cerrado que cualquier ser humano, a veces, pudiera llegar a tener en su secuencia existencial nada sorprendente, algo inquieta, agotada, o demasiado conocida. 

(Óleo del pintor Academicista francés Alexandre Cabanel, Ninfa y Fauno, 1860, Museo de Orsay, París; Cuadro Ninfa y Sátiro en el baño, 1824, del pintor Joseph-Désiré Court, Museo de Bellas Artes de Alenzón, Francia; Óleo La tormenta se acerca, 1849, del pintor francés Constant Troyon, National Gallery de Arte, EEUU; Obra impresionista del pintor español Aureliano Beruete, El puente de Alcántara, 1906, Hispanic Society, Nueva York.)