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11 de diciembre de 2012

El expresionismo triste de una danza o la plasticidad corporal de la música.



El mundo se transformaría extraordinariamente hace cien años: la aviación, el automovilismo, el cine, la danza, la música, la pintura..., toda manifestación técnica y cultural alcanzaría por entonces unos niveles y una originalidad no vistos antes en la historia. Pero un poco antes, durante el verano del año 1889, tres pintores en el norte de Alemania enardecidos por el cambio cultural y el enfrentamiento con los cánones oficiales, decidieron fundar una escuela para poder expresar mejor su nueva tendencia artística: Worpswede.  Rechazaban el academicismo rígido y clásico de sus antiguos maestros. A finales del siglo XIX descubrieron en plena Naturaleza un paisaje diferente y la libertad más completa para componer una obra natural, feraz y desenvuelta. Imitaban lo que en Francia había llevado a cabo años antes el pintor Pierre Rousseau (1812-1867) y su Escuela de Barbizon. Pero surgirían también mujeres creadoras en esa zona de Alemania a finales de ese siglo. Fue el caso de la pintora Paula Mondersohn-Becker (1876-1907), que se instalaría en el año 1897 en Worpswede, aquella colonia cercana a Bremen donde los pioneros del Expresionismo comenzaron a revolucionar la forma de transmitir Arte en la historia. Estos artistas se dejaron influir por el barroco Rembrandt o el postimpresionista Van Gogh y hasta por filósofos y poetas como Nietzsche o Rilke. Utilizaban los colores y las formas plásticas de un modo simbólico no real. Años después, el sur de Alemania vendría a ser el centro de una gran transformación artística en el mundo del Arte. En Munich un grupo de pintores verían entonces en el azul y en los caballos los motivos principales de su especial inspiración más innovadora.

Era la libertad más expresiva y la creación más impactante, era la exteriorización de la introspección del creador, una nueva forma de expresar que se podría alcanzar ahora con el Arte. Fueron los pintores Kandinski, Marc, Klee, etc. Era lo espiritual del Arte lo que por entonces deseaban más que otra cosa subrayar con sus obras expresionistas. Y de ese concepto expresionista del mundo y del Arte surgiría también la danza de finales del siglo XIX. Esta expresión artística comenzaría incorporando la libertad más expresiva a los movimientos del cuerpo y su coreografía. Se trataba de comunicar lo que el interior del ser había logrado reprimir durante tantos años. Así que ahora era la espontaneidad, la teatralidad, la liberalidad o la gestualidad lo que marcaría el desarrollo artístico finisecular de aquella danza. Los bailarines utilizarían además los estilos, colores o formas que los pintores expresionistas preconizaban en sus obras. Los escenarios teatrales se llenaban con la estética remarcada de aquellas pinturas expresionistas. Multitud de pintores expresionistas se dedicaron a decorar los escenarios teatrales de aquellos atrevidos Ballets. Uno de esos bailarines innovadores lo fue Alexander Sacharoff (1886-1963). Nacido en Ucrania, se educaría luego en París con clases de interpretación que derivaron en una danza interpretativa extraordinaria. Pero sería en Munich cuando comenzara Sacharoff a bailar en pleno ambiente expresionista. Con Kandinski y algunos compositores de música atrevidos crearía el concepto de Arte sinestésico: aquel que baila colores y dibuja movimientos...

En el año 1913 conoce a la bella bailarina alemana Clotilde Edle von der Planitz (1892-1974). De origen aristocrático, cambiaría ella su nombre por Clotilde von Derp para poder pasar desapercibida ante un público ávido de su belleza. Se complementaban ambos tanto en sus danzas que decidieron unir sus propias vidas. Sería una unión de conveniencia ya que la ambigüedad sexual de Alexander fue evidente durante toda su vida. Sus representaciones de baile causaban furor en un público anheloso de ver algo nunca antes visto en un escenario. El expresionismo alcanzaría con ese tipo de danza romper todo formalismo corporal o de vestuario que existiera hasta entonces. El cuerpo se representaba con todas sus formas naturales, transparentes o translúcidas...  Clotilde von Derp bailaría una vez la obra musical La tarde del Fauno, una representación que diera fama al más grande bailarín de entonces, el polaco Vaslav Nijinsky.   En su novela Danzas Tristes (2002) el escritor uruguayo-venezolano Ugo Ulive hace decir al protagonista de su relato:   , imagínate, la obra consagrada de Nijinsky, el más grande de todos.  Yo no podía creer que se atreviese y fui a verla lleno de escepticismo. Allí estaba ella envuelta en una túnica transparente pintada con trazos rojos como manchas de sangre; tenía entre sus manos una tela también rojiza que manejaba con sensualidad increíble. Porque de eso se trataba, de una inmensa masturbación pública mucho más atrevida que la de Vaslav. Estaba la mayor parte del tiempo sentada en el suelo y se ondulaba, se retorcía, se arqueaba, jugaba con el trozo de tela hasta que lo arrojaba lejos y, luego, separando las piernas, mostraba todo el esplendor de su cuerpo, se regodeaba en su propia belleza poseída del amor por sí misma en un éxtasis de placer, en un trance que compartía con el espectador fingiendo no darse cuenta o como quien da una limosna...  Fue la obra maestra de Clotilde.

(Obra El sueño, 1912, del pintor del grupo expresionista El Jinete Azul, Franz Marc, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Fotografía de los bailarines Clotilde y Alexander Sacharoff, 1913; Cuadro Ballet ruso, 1912, del expresionista August Macke; Retrato de Rainer María Rilke, 1906, de Paula Mondersohn-Becker; Retrato de Clara Rilke-Westhoff, 1905, de Paula Mondersohn-Becker; Óleo Alexander Sacharoff, 1909, de la pintora Marianne von Werefkin; Fotografía de principios de siglo XX, Clotilde von Derp -Clotilde Sacharoff-; Fotografía de Alexander Sacharoff y fotografía de Clotilde Sacharoff, principios siglo XX.)

28 de octubre de 2012

El sentimiento de pudor como una manifestación sincera y libre de los seres.



El Arte nos invita a respirar libertad y belleza, armonía y seducción; también equilibrio y contraste, virtuosismo, expresión, candidez y sobrecogimiento. Y mucho más... Pero, sobre todo, el gesto humano interpretado ahora desde la más exquisita inspiración personal, demostrando la inmensa capacidad expresiva que pueda llegar a manifestar una misma emoción humana. Y en la representación de la belleza erótica del cuerpo femenino los pintores han transmitido sus personales características iconográficas, psicológicas y sociales. A veces con el pudor como un rasgo asimilable o no a su objetivo expresivo final. Hay diversas formas de pudor como hay diversas formas de mentir, de amar, de pintar o de entenderlo. En esta muestra de imágenes artísticas destacaré diferentes semblanzas de pudor que sus creadores pudieron idear con sus obras de Arte. Primeramente está el pudor natural, el más sereno, el más respetado incluso, el que se expresa desde la razón más elogiosa de una imagen sosegada. Aquí, en el cuadro del pintor mexicano Ángel Zárraga, la modelo señala con su pudor ahora la humanidad más razonable, la más equilibrada, la que cubre así los motivos racionales más importantes de su especie. Demuestra que su mente es sólo ahora para ella lo más importante, lo más salvable, lo único que se permitirá esconder así bajo su velo.

Luego, el creador español Romero de Torres nos sitúa ante el pudor indiferente, ese tipo de pudor con el que da igual lo que se vea o lo que se oculte, o lo que se quiera o no velar ante los ojos. Ese pudor que sepa esconderse así bajo una capa... En este caso la bella modelo se desboca aquí natural y perfecta, inevitable y rigurosa. Sin recatarse en nada que sienta ahora que obedece a algún pudor artificioso, porque da igual lo que ahora se desprenda del gesto orgulloso de su estampa. Pero existe también otro pudor, el pudor más inevitable, aquel inexistente para todos, el aprensivo, el hierático o solemne. Especialmente posible por la representación justificada de un concepto irreverente... Es ahora la Magdalena penitente, la que tiene más que ganado el verdadero pudor de su actitud, la modelo que eterniza la virtud de lo entregado, del espíritu sensible, casi infantil, y que descubre así el puro valor de lo sagrado. Después está la modelo descarnada, la que no se permite ningún pudor determinado. La que demuestra que está todo justificado así con su gesto, la que nada teme porque nada puede elegir..., la que la muerte amenaza.

Así nació ella, desnuda; y así vivió, desnuda; y así -desnuda- deberá dejar también de hacerlo. El creador español Eugenio Hermoso se aproxima aquí a enfrentar los dos extremos más salvajes de nuestro mundo: la vida y la muerte; y ambos extremos están aquí ahora desnudos, sin ambages, sin recatos ni amuletos, sin adornos ni equipajes. Pero también existe otro pudor, un pudor más arriesgado, más auténtico, el que se vence y sostiene a solas ocultando apenas ya su rostro, demostrando el motivo más sagrado de su ocultación: su respeto por sí misma y por los otros. Es la obra del pintor canario José Aguiar García la que consigue representar el pudor obligadamente desvelado, el más solemne pudor o el más hermoso, pero, también, el más vencido y desolado. Por último una obra diferente, una forma distinta de Arte para entender algo más el pudor. La pintora francesa Kiéra Malone nos muestra una extraordinaria obra de desnudo. En su creación la belleza prima sobre todo y revela así el pudor ahora con el desnudo más velado, el que manifiesta el sentido más clásico y condescendiente junto con el más verdadero significado de una expresión pudorosa... Vemos así un desnudo ahora del todo esplendoroso y maravilloso, pero no los designios ni los rasgos de ninguna intimidad impudorosa

Cuando los dioses griegos pensaron la necesidad de crear en el mundo sus criaturas, decidieron utilizar la tierra, el fuego y el agua para modelar todas las especies diferentes. Entonces enviaron a dos titanes primordiales, Prometeo y su hermano Epimeteo, para que proveyesen las facultades que cada especie precisase para vivir. Epimeteo le pidió entonces a su hermano que le dejase elegir la distribución de las facultades: una vez que yo haya hecho la distribución  tú luego la supervisarás, le dijo. Así, Epimeteo le dió a unas especies la fuerza pero no la rapidez, ésta se la entregaría a otras más débiles. A unas especies les daría armas para defenderse, a otras les proporcionaría sutileza. A las que tenían un cuerpo pequeño las dotaría de alas para huir, a otras especies la habilidad para guarecerse, y así... Pero como Epimeteo no era del todo muy sabio gastaría pronto todas las facultades en los animales, quedando la especie humana sin equipar en nada. Al llegar Prometeo para supervisar lo realizado observa que todos los animales están facultados pero al hombre lo encuentra desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme.

Es entonces cuando, apiadado y generoso, Prometeo robará a Hefesto y Atenea -los dioses griegos del fragor luminoso y la sabiduría- el fuego y las artes para que con ellas pudieran los hombres sobrevivir. De este modo acabarían por reproducirse y desperdigarse por el mundo. Pero, sin embargo, sólo podrían vivir así los hombres solos. Cuando decidieron vivir juntos algunos de sus miembros les fue imposible hacerlo. No sabían comportarse juntos, no tenían conocimiento para ello, se ultrajaban, se abatían o se insultaban. Les faltaba otro arte, una sabiduría muy diferente, algo que sólo Zeus poseía guardado en el Olimpo. De esta manera fue como Zeus, convencido de que no sobrevivirían así los hombres, envió al dios Hermes para que les llevase ahora el pudor. Pretendía el gran dios que reinase entre ellos la justicia, la amistad, el respeto y la armonía. Hermes le preguntó entonces al poderoso Zeus la forma de repartir el pudor entre los hombres: ¿Lo distribuyo como fueron distribuidas las demás facultades? Quiso decir Hermes que, con que a uno de ellos le tocara un arte, éste se encargaría de mantener a los demás hombres -con que uno, por ejemplo, dispusiera del arte de la medicina bastaría para tratar a los demás, y lo mismo con las otras facultades-. Insistió Hermes, ¿reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien los distribuyo entre todos por igual? "Entre todos", respondió Zeus. "Y que todos participen de ellas, porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá civilización. Además, establecerás esta ley: Que todo aquel que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea completamente eliminado como una horrible peste que deba ser alejada siempre de la comunidad."

(Óleo La bailarina desnuda, 1907, del pintor mexicano Ángel Zárraga; Cuadro del pintor español Julio Romero de Torres, La niña torera, 1928; Óleo del pintor del renacimiento italiano Giampietrino, Magdalena penitente, 1550; Pintura del pintor español Eugenio Hermoso, La muerte y un desnudo, 1940; Óleo Desnudo, siglo XX, del pintor canario José Aguiar García, Museo Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Pintura de la creadora actual francesa Kiéra Malone, Desnudo.)

16 de septiembre de 2012

Detonador de vida, principal receptor de miradas; enojante, lascivo, emperador y rastrero: el color rojo.



El principal color del espectro electromagnético, el primer color de todos ellos, el más fuerte, el más poderoso, o el más querido de todos, lo fue el color rojo... Pero, entonces, ¿qué razón habría tenido ese color para llegar a ser, desde el Romanticismo para aquí, el tono más asociado a las fuerzas malignas, a lo más destructor o fiero del mundo? La única referencia histórica en este sentido vendría del antiguo Egipto. Por entonces estaba relacionado con la sangre y el fuego, aspecto lógico por su aspecto físico parecido -relacionadas esas dos cosas además con la regeneración o la vida-; pero, además se asociaba también el color rojo con fuerzas peligrosas o fuera de todo control. Porque los ojos, los cabellos y hasta la piel del despiadado dios egipcio Seth eran rojos... Este dios egipcio, envidioso de su carisma, asesinaría a su propio hermano Osiris. Por tanto, el dios egipcio Seth acabaría representando así el mal, el poder más destructor -descuartizaría en cientos de pedazos a su hermano Osiris- así como el ámbito de lo más desolador. Por eso el rojo fue para los egipcios el color del desierto. Pero, sin embargo, sería considerado también Seth un dios egipcio protector, siendo el benévolo patrón de las guerras, confundiendo o creando discordia entre los enemigos.

Luego, cuando el imperio romano conquistara y colonizara culturalmente todo el mundo conocido, el color rojo comenzaría a tener un sentido totalmente distinto. Ahora era un color glorioso, heroico, salvador, insigne, magistral y hasta aristocrático. Los emperadores y senadores romanos eran los únicos personajes que podían llevar ese color en su vestimenta. Es por lo que la Iglesia Católica, cuando alcanzara en Roma un simbolismo imperial y regulador parecido al de sus antiguos opresores, utilizaría ese mismo color rojo para sus próceres y jerarcas eclesiásticos. En el Arte, en el comienzo de su renacimiento histórico del siglo XV, llegaría a ser casi todo ese color rojo menos hiriente, erótico, demoníaco o destructor. El pintor Hans Memling, por ejemplo, lo utilizaría entonces para pintar una Madonna en su obra de Arte La Virgen y el niño. Y el pintor austríaco del Gótico -movimiento anterior al Renacimiento-, Michael Pacher, dejaría incluso claro que las fuerzas malignas eran por entonces de otra tonalidad -de color verde-, pero nunca encarnadas o rojas. Aunque, eso sí, con los ojos y la boca diabólicas pintadas ahora de un fuerte color carmesí...

El color rojo es el símbolo pictórico más emblemático por naturaleza. Su emoción, su firme consistencia y su clara fuerza sobre todos los demás, le ha hecho haber sido elegido para resaltar o indicar algo especialmente señalable en el mundo. Pero, entonces, ¿por qué ese cariz erotizante, pasional o de alarma mortal en este extraordinario color? Su rasgo alarmante y peligroso es propio en la Naturaleza -los vegetales rojos y los tonos encarnados de algunos animales urticantes así lo indican-, pero, sin embargo, habría un sentido muy inocuo moralmente por entonces con el rojo. Aun así, al pasar los años, después de la Contrarreforma religiosa del siglo XVI, el color rojo dejaría ya de utilizarse en las Vírgenes pintadas en el Renacimiento, algo que sí se había hecho antes, por ejemplo, en sus vestimentas sagradas y virginales... Se entendería ahora, a partir del Barroco, que la fuerza vigorosa y pasional de ese poderoso color no asociaría ya bien con la pureza divina y trascendente de la madre de Jesús.

La pasión humana más desaforada terminaría por asumirse así, con el tiempo, al color rojo. Los siglos posteriores al Renacimiento comenzaron a mostrar ya un claro motivo pecador con ese color encarnado, aquel mismo tono de la propia pecaminosa manzana del Paraíso... Fue mucho tiempo después, a partir del Romanticismo del siglo XIX, cuando el color rojo asumiría, sin embargo, su fuerza más trágica..., por ejemplo en el envolvente mundo de lo diabólico o de lo vampírico. Hasta que llegara luego el cine y santificara el perverso y seductor antiguo estigma del color rojo, glorificando ahora sus historias neogóticas. Y, poco antes, hasta los radicales movimientos sociales revolucionarios encontrarían en ese color rojo el justo emblema para sus reivindicaciones políticas. ¡Qué manipulado y sinuoso destino para el único, más desbordante, lúcido, inconfundible, útil, áspero y maravilloso color!

(Óleo El hombre del turbante rojo, 1433, de Jan van Eyck, National Gallery, Londres; Cuadro del pintor impresionista y retratista italiano Giovanni Boldini, La Dama de rojo, 1916; Cuadro El viñedo rojo, 1888, Vincent Van Gogh, Museo Pushkin, Rusia; Pintura Armonía en Rojo, 1908, Henri Matisse, Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Obra de Michael Pacher, San Agustín y el Diablo, 1475, Munich, Alemania; Cuadro del pintor expresionista Lovis Corinth, Cristo Rojo, 1922; Óleo Virgen y el Niño, siglo XV, del pintor Hans Memling, Museo diocesano de la Catedral de Burgos, España; Cuadro del mismo pintor Memling, San Jerónimo y el León, 1485; Óleo Retrato de una Dama, 1460, Rogier van der Weyden, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Fotografía de la fotógrafa holandesa Suzanne Jongmans, Julie, retrato de una mujer, 2012 -semejanza con el anterior, en este caso matizada con la envoltura reciclada con algunos signos rojos; Óleo Alegoría de la Historia, 1620, José de Ribera, Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Fotografía de la actriz estadounidense Scarlett Johansson.)

2 de septiembre de 2012

La inmortalidad desconocida y su contraria, o quizá has vivido una vez un instante infinito...



Para cuando la vida se impone, maravillosa, y nos seduce enamorarla, desearla, mantenerla y glorificarla, de pronto, desconsideradamente, algo contrario nos llevará a sentirnos aturdidos con una pasmosa y sobrecogedora intranquilidad. Para ese momento o tenemos algo que nos venga de fuera y nos ayude interesado -las creencias religiosas o el estado- o tenemos una seguridad material que nos resguarde convencidos. Pero existe también otra forma de protección inteligente: aprender a sublimar esa vaga sospecha con nosotros mismos, con algo que provenga de nuestro interior más profundo. ¿Qué pasaría si no continuaramos tan bien, tan eufóricos o tan vivos al amanecer de un nuevo día? ¿Qué hace entonces que esa sensación nos condicione ya -al sospecharla vagamente- a partir de ese momento? ¿Qué hacer para calmar esa ingrata sospecha lastimosa? Los creadores y artistas habían tratado siempre de sublimar con su Arte esa humana sospecha. Pero, ¿se consigue en verdad alguna salvación de no poder tratar de calmarla con otra cosa? Cuando el pintor Paul Gauguin se marchase a su paraíso tahitiano para encontrar aquel lugar idílico perdido por el hombre, descubriría la pasión más terrenal pero, a la vez, la más espiritual que existiera. Pintaría a su amante polinesia Tehura en una pose inspirada de un cuadro que Manet hiciera años antes de su Olympia recostada. Pero ahora lo hace el pintor modernista de una forma muy diferente a la de antes. La pinta de espaldas y desnuda por completo, muy voluptuosa a pesar de su figura impúber e inocente.

Pero la compone ahora abandonada a un temor irracional, no a ningún deseo erótico como en aquella Olympia deseosa. Es por esto que el lienzo fuera también -como la obra de Manet- desestimado por el público parisino de entonces. Nadie entendería el verdadero mensaje de esta obra polinesia. No tiene nada que ver con el sexo, ni con la pasión, ni con la efervescencia de la vida y sus efectos sensibles. El sentido de la creación de Gauguin es justo todo lo contrario. Es la muerte la que aparece ahora visible en la figura enhiesta, oscurecida y paralizada del fondo de la obra. Y es entonces cuando la joven modelo recostada -su joven amante polinesia- no sabría ya hacer otra cosa ahora que calmarse, que mantenerse inmóvil, sin deseos, sin mirar a otra cosa más que a su miedo incontrolable. El pintor postimpresionista la descubriría así una noche, quieta, asustada y pacientemente temerosa, entregada a sí misma y tan indolente que le sorprendiera al pintor aquel alarde frío y personal tan inocente. Desde entonces quiso Gauguin plasmar en un lienzo aquel terrible momento. Y lo pintaría en el año 1892 en su idílico paraíso. Tanto le agradaría su cuadro al pintor que, un año después, cuando quiso autorretratarse en otro lienzo, lo pintaría colgado en la pared del fondo de su retrato como recuerdo indeleble de aquel fugaz y misterioso gesto. Y en este cuadro dentro del cuadro aparece Tehura ahora invertida, como el mismo rostro del propio autor pintado en el espejo. El filósofo alemán Nietzsche se obsesionaría tanto con la muerte como con la vida. ¿Qué sentido tenía para el filósofo algo tan desesperante y desolador, tan eliminador y permanente como la muerte? En una ocasión quiso exorcizarla con una narración clarividente y misteriosa, tanto como él mismo lo fuera o tanto como su metafísica original, contradictoria y desasosegadora lo llegara a expresar. En su libro La gaya ciencia nos dejaría el filósofo alemán el siguiente texto escrito para siempre:

¿Qué ocurriría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: "Esta vida, como tú la vives y la has vivido, deberás vivirla todavía otra vez e innumerables veces y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y cada suspiro y cada cosa indeciblemente grande o pequeña de tu vida, deberá retornar siempre a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión. Así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas, y así también este instante y hasta yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo, y tú con ella, granito de polvo!"? ¿No te arrojarías entonces al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te habría hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: "Tú eres un dios, y jamás oí nada más divino"? Si este pensamiento se apoderase de ti te haría experimentar, tal como eres ahora, una gran transformación y tal vez te trituraría. ¡La pregunta sobre cualquier cosa: "¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más?" pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O, también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última, eterna sanción, este sello?

(Óleo del pintor francés Henri Michel-Lévi, La niña y la muerte, siglo XIX, Museo de Bellas Artes de Nancy, Francia; Cuadro La muerte y la doncella, 1916, del pintor expresionista Egon Schiele; Óleo El espíritu de los muertos vela, 1892, Paul Gauguin, Nueva York, EEUU; Autorretrato de Paul Gauguin, 1893, Museo de Orsay, París; Pintura de la autora prerrafaelita Evelyng de Morgan, Ángel de la muerte, 1881; Detalle de la obra Triunfo de la Muerte, 1562, de Pieter Brueghel el viejo, Museo del Prado, Madrid; Fotografía de un antiguo cementerio celta en Irlanda.)

6 de agosto de 2012

El más elogioso reconocimiento al Arte: entregar la propia vida a lo que haces.



Algunos grandes creadores que lo fueron en su tiempo, no fueron luego reconocidos. Unas veces porque se anticiparon y otras porque se retrasaron, también otras porque se obsesionaron, y, algunas otras, quizás, porque se encasillaron. Tal vez, por nada de eso, como en este caso. Porque no necesitaron al Arte para vivir sino todo lo contrario: el Arte les necesitó a ellos. Cuando al pintor catalán Isidre Nonell (1873-1911) le preguntaban, ¿por qué pintaba así, tan sórdidamente sus modelos?, ¿por qué pintaba solo personajes marginados o parias?, o ¿cuál era el sentido estético de lo que hacía?, siempre contestaba el pintor lo mismo a todos: yo sólo pinto, nada más.  Ante los destellos tranquilizadores y sosegados de un impresionismo cautivador, un revulsivo nuevo modo de pintar se apoderaría, a finales del siglo XIX, de algunos pintores que hicieron de su modo de expresión un alarde crudamente realista de su sociedad. Este fue además el gran cajón artístico llamado Postimpresionismo. Aquí cabría todo lo que representara a seres humanos vagando por sus vidas desoladas, oprimidas o marginadas. Desde van Gogh hasta Toulouse-Lautrec y Munch, pintores reconocidos universalmente, pero también existieron otros menos conocidos que se impregnaron luego de una tendencia que vendría a salvarlos de la justificación permanente a lo que hacían: el Modernismo.

En ese momento histórico decisivo en el Arte, el paso del siglo XIX al XX, explosionaría una forma multifacética y liberal de representar una época de grandes cambios sociales. Situaciones que llevarían a reflejar una sociedad desorientada y perdida. Y ahí surge la figura peculiarísima de Isidro Nonell Monturiol. De crear imágenes amables para una burguesía autocomplaciente, pasaría el pintor catalán a componer rostros y escenas profundas, marginadas, dolorosas o desgarradoras de los suburbios finiseculares de la Barcelona industrial. Ahora Nonell el color -que había sido para los postimpresionistas no una rémora sino un aliciente, y para los modernistas no un obstáculo sino una expresión-, sin embargo, lo ensombrece particularmente y lo lleva, con esa especial oscuridad suya, a una utilización sublime y elogiosa para con sus modelos antisociales. Pintó siempre lo que quiso sin importarle si lo aceptarían o no; crearía siempre sin preguntarse el porqué lo pintaba así, tan desoladamente oscuro. Se adentraría en su creación artística del mismo modo a como los poetas decadentistas franceses se habrían comprometido en sus inspiraciones. Y aun así es posible que, a diferencia de éstos, la inmersión en su entrega obsesiva la hiciera el pintor catalán sin razones especiales: sólo porque sí, sólo porque quiso hacerlo así, sin razón alguna. ¿Hay que encontrar alguna razón del porqué se hace algo para expresar lo que se desea?

Y el poeta y escritor Mario Verdaguer (1885-1973) escribiría una vez del malogrado creador catalán una reseña sobre su vida basada en una obra literaria de Eugenio Dors, La muerte de Isidro Nonell:

A Nonell le impresionaba hondamente el Carnaval de los barrios bajos de Barcelona, el carnaval de las calles sórdidas, rebosantes de mascarones estrafalarios. Gustaba de ver esas comparsas absurdas, precedidas de un destemplado tambor. En el carnaval de 1911, Isidro Nonell y Ricardo Canals iban una tarde juntos por la calle del Conde del Asalto. De pronto, descubrieron andando por el arroyo a una máscara extraordinaria. Traje de maja deteriorado, con deslucidas lentejuelas; chapines sucios de seda; como peineta, una pala de lavar, y, a guisa de mantilla, largas tripas de bacalao, que descendían desde lo alto de la pala hasta los tobillos. Nonell la contempló estupefacto, en su vida obsesionante de pintor, entre seres de pesadilla, no había visto jamás un engendro igual. Al lado de la máscara trágica, iba una vieja jorobada, con cara de idiota, vestida de torero. Aquella manola de pesadilla, llevaba el rostro embadurnado con harina amarillenta que acentuaba el gesto ambiguo de su boca sin dientes.

- ¡Nunca había visto una imagen tan extraordinaria de la muerte!, exclamó Nonell, contemplando aquella estantigua que rápidamente se perdió entre la multitud bulliciosa.

Nonell quedó obsesionado. Era el modelo más impresionante que había pasado jamás ante sus ojos de pintor, y, dominado por el estupor, la había dejado perderse entre la confusión de la gente. Como si intentase buscarla, se metió en las calles del Distrito Quinto. Visitó los ceñudos tugurios de la calle del Marqués de la Mina, los tabernuchos apestantes, los cuartos angostos, tenebrosos como ataúdes, separados sólo por tabiques de madera. Cubiles donde no entraba el aire, ni la luz clarificaba las horrendas pesadillas. Nonell buscaba, sin saberlo, a su último modelo para su último cuadro. Y acabó por encontrarlo. Lo encontró en su primer delirio de enfermo del tifus. La máscara llegó, para ser el modelo fatal de un cuadro que ningún pintor hubiera pintado jamás.

Una gitana bronceada había contagiado a Nonell una enfermedad terrible. Esta enfermedad se complicó con el tifus, y, en pocos días, el pintor dejó de existir. Tenía treinta y ocho años. Desde la modesta casa mortuoria, a pie y detrás del féretro, iban plañendo seis desoladas gitanas cubiertas con largos crespones negros. Eran las modelos del pintor. Antes de que el coche fúnebre emprendiese la marcha, las gitanas depositaron unas flores silvestres sobre el ataúd. En el cortejo figuraban muchos artistas y gran cantidad de gitanos, guitarristas, cantaores y taberneros, amigos de Nonell. Eugenio Dors escribiría unas páginas admirables: La muerte de Isidro Nonell, en las que el pintor muere a manos de la horda que él hace vivir en sus maravillosos cuadros.

(Todas obras del pintor modernista Isidre Nonell: Óleo Reposo, 1904; Gitana, 1909; Dolores, 1903; Estudio, 1906; Maruja, 1907; La Paloma, 1904; Miseria, 1904; Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona; Fotografía de Isidre Nonell en su estudio, con sus modelos gitanas.)

2 de agosto de 2012

El huérfano reflejo de lo invisible, de lo esencial, o no se ve sino con el corazón.



Ya lo escribiría el malogrado escritor francés Saint-Exupéry en su genial cuento El Principito: Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda, un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que ella es la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella... Y se volvió entonces el principito hacia el zorro para decirle: AdiósAdiós, dijo el zorro, y añadió:  he aquí mi secreto, es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos... ¿Cuántas dentelladas habrá que rasgar a la belleza para comprender de una vez por todas que la auténtica, la verdadera, la más extraordinaria, la más devocional o la más sabia belleza de todas las bellezas no es la que vemos reflejada en un espejo..., sino la que nos llena, sin ambages, nuestro más profundo interior? Esa misma belleza que nos transmitirá cosas, que nos calmará, que nos excitará lo preciso, que mantiene la distancia y que perdurará aun en la sorpresa. Que destilará el rumor de lo imposible, que sostendrá siempre el bastión de lo mejor, de lo más virtuoso, de lo más sinfónico; de lo medido, de lo respetuoso, de lo sencillo, de lo misterioso o de lo curioso. De lo que pasará sin más, de lo callado, o de lo que no se dejará nunca abatir por lo incomprensible.

El poeta romántico inglés Tennyson compuso en el año 1842 su obra La Dama de Shalott. Una maldición llevaría a esa dama a ser encerrada en una torre para siempre. Sólo puede ver ahora ella el mundo exterior a través de un espejo. Mientras tanto, teje y teje sin parar a mirar lo que por el espejo vea. Porque nada de lo que observe a través de ese espejo la impresionará. Tan sólo mirará desde ahí al mundo mecánicamente. Tampoco nunca acabará por confeccionar su tejido con su hilo permanente. De ese modo se mantuvo encerrada, tranquila y sosegada, para siempre. Y así hasta que, un día, ve ella el maravilloso reflejo de un hermoso caballero -Lancelot- a través del espejo. Entonces comenzará a sentir dentro de sí algo muy parecido al dolor... A partir de ahora no puede dejar de pensar que ella habría perdido antes todo su tiempo. Cansada de todo se vuelve ahora. ¡Harta estoy de tinieblas!, se dice una vez. Pero, sin embargo, el reflejo de ese caballero en su espejo no fue más que una vaga sombra más en su delirio. Ella no lo identificará como es él realmente, tan sólo como ella lo cree ver. Es la dama la que envuelve ahora todo su mundo en un halo irreal, ya que todo lo que ella ve lo mira ahora con ojos diferentes.

Así recreará ella ahora todo en su mente y en su corazón. Abandona su torre decidida y se aventura sola, a través de las aguas de un río interminable, hacia su propia perdición... El pintor prerrafaelita William Holman Hunt compuso esa dama en su torre justo en el preciso momento en el que el viento de su locura se apodera de todo, tanto de ella como de todo lo demás. Entonces el equilibrio de antes, su sosiego interior de antes, se terminará rompiendo bruscamente. Y el autor británico nos muestra a la dama ahora así, junto a su madeja de hilo con todo su mundo alborotado: con su enorme cabellera oscurecida, alzada y volando salvaje en el cuadro. Nos muestra el lienzo también la pequeña imagen encuadrada de un Hércules retratado dentro del lienzo, en un pequeño cuadro en la pared, tomando ahora las manzanas del árbol de las Hespérides, fiel reflejo simbólico de la virtud más sosegada frente al desastre y el error.

Cuando en el año 1927 el pintor español Picasso conociera a Marie Thérèse Walter en las Galerías Lafayette de París, le diría entonces a ella que poseía uno de los rostros más interesantes que nunca había visto. La jovencísima Marie Thérèse no conocía al famoso pintor, no sabía nada de Arte. Así que Picasso la llevaría a una librería y le mostraría sus obras cubistas. Ella quedaría tan impresionada que acabaría por ser su modelo y amante durante catorce años. La pintará Picasso muchas veces en su etapa expresionista y cubista. Entonces el gran creador español se encontraba, sin embargo, inmerso en una especial tragedia personal. Continuaba unido a su mujer Olga, pero se debatía ahora entre sus obligaciones maritales -seguir con Olga- o su nueva inspiración amorosa -Marie Thérèse-. Sin embargo, ese deseo, ahora de nuevo tan duradero -para Picasso-, acabaría pronto a manos de la escorada nueva pasión del pintor por Dora Maar... Aquella inspiración de entonces la acabaría terminando también el genio, hundida ahora ya entre las fuertes tensiones inevitables de su pasional temperamento.

No descubriremos realmente nunca la verdad -toda la verdad de lo que sea- de nuestras vidas azarosas. Tal vez porque ni siquiera exista esa verdad... Porque es muy posible que la verdad que refleje ahora la vida, en sus continuas ocasiones de esplendor e inspiración que nos ofrezca, no sean nada más que emociones descompuestas, incompletas o deterioradas. Es seguro que, sin embargo, sea solo ahora en la frágil emoción donde radique, únicamente, el verdadero secreto de cualquier verdad. Pero, sin embargo, la emoción no se dibuja sólo con los trazos elaborados -la belleza más perfecta, clásica o idolatrada- de un perfecto contorno equilibrado en nuestro mundo idealizado. Aquella emoción -la verdadera emoción- para serlo de verdad no utilizará nunca las coordenadas efímeras de una explosión de sentimientos traducibles en lo físico, con su perfección tan plástica o tan divina casi. No, es ahora otra cosa, algo desconocido por ser invisible, algo esencial por ser incomprensible, y, a la vez, aparentemente, muy necesitado. Por no saber ni llegar a entender del todo que ahora, solo ahora, se necesitará algo..., ¡pero tan solo ahora! Por ser además difícil de representar con los simples ojos alborotadores de lo físico... Porque sólo es belleza aquello que se aprecia desde lejos, lo que no se traduce sino con secuencias muy distintas de lo que parecía que era antes, pero que, ahora, no es nada, finalmente. No es nada de todo aquello que adorábamos tampoco, de todo aquello que, por entonces, queríamos creer que alguna vez lo fuera.

(Óleo La Dama de Shalott, 1904, del pintor prerrafaelita William Holman Hunt; Cuadro El corazón oculto, 1934, de Salvador Dalí; Óleo Santa Cecilia-piano Invisible, 1923, del pintor surrealista Max Ernst, Stuttgart, Alemania; Obra de Picasso, La bella Holandesa, 1905; Cuadro Marie Thérèse acodada, 1939, Pablo Ruíz Picasso, Colección Maya-Ruíz Picasso, París; Fotografía de Marie Thérèse Walter, amante de Picasso; Ilustración de la obra literaria El Principito, de Antoine Saint-Exupéry; Óleo Mujer en camisa, 1905, Picasso, Tate Gallery. Londres.)