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6 de julio de 2020

El Arte como una habilidad humana general, donde el anonimato elevará aún más su grandeza.



Existe una obra en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando catalogada como Entierro de Cristo, siglo XVII, Anónimo. Nada más. Solo un fragmento añadido, de una reseña de un inventario del año 1817, que dice: Otro (lienzo) de cinco pies y cuatro pulgadas de alto por ocho pies y tres pulgadas de ancho. Representa el entierro del Señor.  Pero, ahora que vemos la obra por primera vez, tenemos que exclamar, inevitablemente: ¡Es impresionante! ¿Quién en su sano juicio no la firmaría? Porque, de hacerlo, para su autor hubiese sido una extraordinaria forma de pasar a la posteridad. La obra, que es del siglo XVII (de lo cual no hay duda), es incluso más valorable por ello. Observamos así que pertenece al estilo Barroco, es su periodo natural (siglo XVII). Pero, sin embargo, además hay trazas artísticas de clasicismo (renacimiento/neoclasicismo), de romanticismo, de prerrafaelismo,  de academicismo, incluso de un cierto decadentismo...  Hay genialidad universal y grandiosa en esta obra de Arte. Pero es una obra maestra anónima. Sin embargo, no existen obras maestras anónimas por definición. Las obras maestras son sólo de maestros. ¿Quién es aquí el maestro, entonces? La humanidad... Por eso esta obra es un homenaje a la humanidad, el mejor homenaje artístico a toda ella. La composición de la obra es muy original. Aparecen cinco personajes, además del cadáver de Cristo. Pero, cada uno de ellos representa o simboliza una cosa abstracta, disponen todos ellos, estéticamente, de alguna característica especial de la conducta humana. El desconocido autor consiguió plasmar ese efecto en su obra de manera genial. Está el amor humano, representado por la madre de Cristo. Aquí la divinidad del fallecido deja de ser por un momento el sentido fundamental del sentimiento más afectivo. Está el amor divino o sagrado, personalizado en la joven (¿Magdalena?) de la derecha, que eleva ahora sus ojos hacia un espíritu que ya no reside en el cadáver. Está también el personaje escéptico o curioso, que duda y palpa incluso la mortalidad de lo aparente a sus ojos. Está el ser compasivo, que ayuda al ser humano fallecido, no al Dios, y que atiende al ser mortal que solo requiere ahora descanso. Y luego aparece otro hombre entre las sombras, este es el personaje que piensa y reflexiona sobre las consecuencias de lo que el trágico hecho pueda suponer en la historia.

La belleza plástica de la obra está muy conseguida, los colores determinarán la afinidad del pintor anónimo a los posibles roles humanos representados. El anciano dadivoso (¿José de Arimatea?) es posible que sea el personaje más valorado en su expresión artística. La textura amarilla de su manto reclamará la visión de unos ojos ávidos de belleza cromática. Resaltará su brillo entre tanta oscuridad compositiva. Las semejanzas estilísticas con pintores barrocos nos lleva a imaginar a Rembrandt, por ejemplo. El personaje curioso postrado por su interés terrenal es semejante a figuras pintadas por el academicismo o el romanticismo de siglos después. Y el cadáver de Cristo, ¿no es uno de los parecidos a los sagrados manieristas de Tiziano? Y los perfiles de la madre y la joven extática, ¿no son respectivamente dos muestras del renacimiento de Luis de Morales o del barroco de Murillo? El claroscuro obedece a la época del pintor, siglo XVII, donde las hazañas artísticas de Ribera podrían haber servido como muestra a este anónimo pintor. Pero, ¿qué pintor? No existe. ¿No existe? Para que algo exista debe identificarse y persistir. Aquí solo persiste en parte. Lo único que existe realmente es la obra de Arte, ajena a cualquier identidad, a cualquier individualidad, a cualquier relación subjetiva. ¿No hay conciencia en la obra por no saber quién es su autor? La conciencia existe, sin embargo. Es la que vemos representada en este estético modo original. Entonces, ¿existe conciencia en una obra de Arte, independientemente del autor? Sí. El Arte es un ente en sí mismo que la posee, solo que la posee más cuanto más Arte representa. Si hubiera que hacer un homenaje al Arte universal, no al artista, esta obra sería más representativa incluso que Las Meninas de Velázquez.

Un homenaje al Arte, no al artista. Sin embargo, el Arte es una creación humana, ya que detrás de cualquier obra hay siempre un ser humano. Pero aquí, en esta obra, no sabremos quién. Cuando no hay referente humano asignado a una obra, no hay manera de glosar nada de él. ¿A quién dirigiremos nuestra fascinación o nuestros elogios? Solo a la obra. Por eso esta obra es la mejor muestra para elogiar al Arte. Y también a la humanidad. Es una oportunidad para halagar artísticamente al género humano. Al no existir un individuo concreto en quién hacerlo, tenemos a toda la humanidad. Podemos comprender la grandeza de un ser capaz de combinar colores, formas, sentimientos, espacios, gestos, miradas, emociones y símbolos en un plano determinado por límites. ¿Cómo se puede pintar así y no transmitirlo...? ¿No hay mayor grado de autoestima que cuando no se necesite comunicar lo que has hecho? Porque la obra titulada Entierro de Cristo, catalogada como Anónimo en la Academia de San Fernando, es una genial obra maestra del Arte. No es ninguna copia, no está llevada a cabo en el siglo XIX, por ejemplo.  Es una obra original del siglo XVII. Su elaboración es perfecta, sus líneas, sus rostros, sus manos, sus formas expresadas, todo es perfecto. No es posible pintar así y pasar desapercibido. Pero, sucede.  ¿Es posible que detrás de una obra anónima esté un gran pintor conocido? No es tan posible. El estilo, más tarde o temprano, desvelaría al autor. Hay muchos anónimos en el Arte, y muchos en la Academia de San Fernando, pero especialmente como este no. Es posible que no tuviese en su época una gran admiración la obra, no hay mucha pasión barroca verdaderamente en ella. ¿Es un defecto? Artístico no. Pero, en aquellos años de un Barroco pasional es posible que lo fuera. Para hoy, para una época donde conocemos todas las escuelas, periodos y estilos, admirar esta obra es fácil de comprender. Porque en ella está además toda la historia del Arte más conseguido. Está la belleza, pero también hay psicología...; está la grandeza, pero también la bajeza... Ante la sagrada figura muerta de un dios ajusticiado, hay diferentes actitudes humanas. Ante la composición artística de una obra de Arte, hay diferentes formas de expresarla. Todo ello consiguió el autor anónimo, sin desmerecer nada. Y, una cosa más obtuvo: alcanzó la satisfacción personal solo por el hecho de haberla realizado, no por el hecho de notificarla, publicitarla o reivindicar la obra con su nombre.

(Óleo Entierro de Cristo, Anónimo, siglo XVII, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

4 de julio de 2020

La belleza del mundo es algo más que una forma estética de belleza.



Domenichino fue un pintor italiano de la famosa y efímera escuela de Bolonia. En ella sus miembros buscaban la belleza clásica que el Manierismo habría ocultado entre sus formas. El Arte para ellos era algo más que pintar, era componer la más excelsa belleza obtenida desde presupuestos intelectuales que materializaban perfecta la esencia más conseguida de las formas físicas. Sin embargo, fueron muy convencionales en sus composiciones, además de interesados en mantener una oferta artística muy demandada por un público poderoso y anheloso de belleza. Domenichino era el apodo de Domenico Zampieri (1581-1641). Fue llamado así por su pequeña estatura pero también, al parecer, por una personalidad tímida y poco atrevida. Esta obra suya, Venus, no está fechada con exactitud, pero es de suponer que sería una pintura encargada por algún noble o magnate poderoso que deseara visionar la belleza de Venus con un estilo artístico tan obsesionado por las formas. Pero Domenichino hizo algo más que pintar una belleza clásica voluptuosa. Además de belleza explícita obsequió su Arte con la otra obsesión de la escuela boloñesa: alcanzar con su pintura el alto rango intelectual de pensamiento que los filósofos o los poetas habrían conseguido en la historia. Y lo consiguió el pintor en esta obra. ¿Qué es lo que representa exactamente? Componer a Venus había sido una obsesión en el Renacimiento. Tiziano y Giorgione, por ejemplo, obtuvieron obras maestras de Venus en sus representaciones de la diosa. Pero, aquí Domenichino alcanzaría a sublimar la representación de Venus como nunca antes, ni después, había sido compuesta. Primero, está ahora la diosa sola, está despierta y nos mira directa. Ninguna obra así de Venus había sido compuesta de ese modo. Aquí, el pintor nos llevará a una dialéctica con ella. Nos enfrentará a su mirada, a su propia conciencia.

Ahora ella misma dejará por un instante de ser el objeto deseado para convertirse en un medio a través del cual descubrir otra cosa. Por eso es ella quien ahora nos desvela aquí una visión de la belleza que no es ella misma siquiera. ¿Cómo puede ser? Venus era la diosa de la Belleza, con ella los pintores habían encumbrado un Arte clásico para mostrarnos sus virtudes estéticas más elogiosas. Sin embargo, Domenichino no hace ahora lo que sus antecesores habían plasmado en sus imágenes sagradas de Venus: representar la Belleza objetiva. El pintor boloñés nos representará ahora la subjetiva... Nos hace una composición donde Venus es un ser personal que, a pesar de su belleza, o por causa de ella, consigue comunicarnos algo ajeno a su belleza. Y lo consigue. Empezaremos a pensar qué es todo eso nada más alcanzar a ver de pronto su belleza. ¿Qué significa ese gesto tedioso o cansado de su mano derecha sosteniendo su cabeza? ¿Qué supone esa actuación donde, con su otra mano, nos descubre ahora otra belleza: un paisaje delimitado, un mundo exterior donde la visión convencional de la vida se manifiesta? El pintor deja claro en su Venus su atribución divina de Belleza y su fecundidad sagrada: pinta dos palomas unidas símbolo de su sentido erótico sagrado, y pinta unos pétalos de flor esparcidos en su lecho muestra inequívoca de pasión o de unión fértil y prodigiosa. Pero, sin embargo, su actitud no es la de una amante deseosa. El pintor italiano nos quiere expresar algo más ahora en su obra barroca. Su escuela quería demostrar el alto sentido artístico de la pintura, semejante a la poesía o al pensamiento lúcido más elaborado de entonces. Por eso Domenichino nos sorprende con una Venus ahora distinta. Es, probablemente, la última Venus del clasicismo representada en una obra. Hasta el siglo XIX no fue de nuevo representada Venus desnuda y tendida en el Arte.

¿Era una contradicción? La escuela de Bolonia había sido una organización artística de progreso, querían ellos avanzar con respecto a lo que se había hecho antes en el Arte. Pero el avance no era material, la estética de la belleza era sagrada, sin embargo. Era un avance formal, pero no en el sentido de las formas físicas sino en el sentido espiritual. Podemos especular o interpretar ahora el sentido iconográfico de la obra de Domenichino, pero tan solo será un vago deseo de verdad ya que la realidad de la obra y su sentido último tan sólo la sabría el pintor, si acaso. Pero, al menos, podemos intentarlo. Es como si Venus nos mostrase aquí su belleza para decirnos: No veis más que lo mismo siempre, cuando hay un mundo que es también belleza. Por eso está ella ahora condescendiente con nosotros, desde su subjetividad de belleza, para mostrarnos con suficiencia divina un paisaje que no es sólo un decorado de algo sino la propia fuerza nuclear del mundo y de la vida. ¿Qué es entonces lo que la diosa de la Belleza Venus deseará comunicarnos en esta obra? Al desvelar la ventana del cuadro nos quiere mostrar así la belleza del mundo, no sólo la que ella representa. Por eso no hay nada humano en la obra. A pesar de no poder distinguir muy bien el paisaje acotado de la ventana del cuadro, es muy seguro que no se aprecia ningún ser humano en su contorno. No es esa la belleza que ahora importa, para eso ella la representa. Es la belleza de la naturaleza, del mundo sin forma concreta, lo que Venus quiere proponernos admirar desde la fascinación propia de su belleza. No es sólo naturaleza, es la vida, sus cosas y sus obras. Hay una conmiseración hacia la vida y el mundo desde planteamientos exclusivamente racionales. Por eso se sitúa su mano en la cabeza, símbolo racional por antonomasia. 

Es una lección que la escuela de Bolonia y su alumno aventajado Domenichino nos propone ya desde hace unos cuatrocientos años. La historia del hombre había centrado la valoración del mundo en la belleza idealizada de las formas, en la riqueza y en la sabiduría. Pero ahora Venus, de la mano del pintor boloñés, nos plantea otra cosa. Es el mundo, el sentido de la vida del mundo, lo que debe ser considerado como Belleza. La fuerza ontológica, filosófica, casi religiosa, del sentido iconográfico de esta obra es radical. Es una glosa sutil y maravillosa a la única realidad de Belleza que importa de veras: el mundo. El pensamiento filosófico de entonces, principios del siglo XVII, estaba caracterizado por Descartes y su racionalidad alumbradora. Por primera vez el sujeto, es decir, la persona ejecutora de cualquier acción y sentido, tenía un papel fundamental en la concepción del mundo y sus cosas. Y es por esto que el pintor le ofrece a Venus ahora un protagonismo inédito en la historia del Arte. Está interactuando ella con nosotros, los destinatarios de la obra. Está mirándonos y su pensamiento nos lo transmite aquí con el gesto decidido de su sentimiento. Porque no es la diosa de la inteligencia Atenea, tal vez la más adecuada para algo así. Es Venus, la diosa de la Belleza, la epítome de todo sentimiento de belleza formal y física. Por esto mismo es la más apropiada para hacernos pensar sobre la magnitud de considerar el mundo como parte fundamental de la Belleza. Es un sentimiento, porque ella es también parte de ese mundo de belleza, ese al cual la vida se aferra siempre sin demora. No representa el mundo un espacio o un ámbito o unas realidades físicas. Es todo eso y mucho más, es un conglomerado de cosas que hacen el todo de la vida en la diversidad más asombrosa. Podía servir un paisaje frondoso y maravilloso para expresar algo así. Pero no se trataba de eso. Se trataba de hacer ver que la belleza admirada, valorada, anhelada -Venus-, era el mejor escenario para poder reflexionar, como lo hace la diosa, sobre la grandeza misteriosa de la extraordinaria belleza que subyace en el mundo.

(Óleo Venus, principios del siglo XVII, del pintor italiano Domenichino, Escuela de Bolonia, Museo Art Gallery de York, Inglaterra.)

12 de mayo de 2020

El tiempo y la belleza suposieron juntos en el Arte un momento de cierto esplendor oscurecido.



¿Por qué hubo una forma artística que no entendería la belleza si no iba delimitada por un claroscuro sobrecogido? Tal vez porque así era más sobresaltada la belleza, más repentina, más inesperada. Porque la belleza en la vida real solo aparece un momento, no es algo que permanezca quieto y disponible cada vez que deseemos contemplarla. Esta sería solo una virtud del Arte, no de la vida. Porque en el Arte lo está siempre para poder ser admirada sin espera. Sin embargo la capacidad del Arte no es de por sí directa (no toda obra, por ser artística, dispondrá de sublime belleza), necesitará de algunos recursos añadidos que el pintor deberá conseguir crear con su maestría estética. Uno de ellos es el claroscuro. Al oscurecer el entorno artístico destacará siempre luego el objeto retratado con belleza. Porque la iluminación supone otro magisterio más:  hay que saber qué iluminar y qué no. Aun así, no bastará para expresar belleza. El pintor tiene que elegir además qué posición, qué gesto, qué inclinación y qué tamaño debe disponer el cuerpo o figura retratado. En el claroscuro de belleza no tiene sentido más que el cuerpo humano retratado. Pues bien, todas esas cosas artísticas las consiguió el pintor italiano Antonio Amorosi (1660-1738) en su obra Muchacha cosiendo. Pero, también otras. ¿Cómo pintar el tiempo? En el dinamismo expresado en algunas obras artísticas se puede representar el tiempo. Pero en esos casos la belleza está en el movimiento reflejado, en el contraste entre lo que está quieto y lo que no. Se consigue expresar, pero estará el tiempo representado en esos casos (obras dinámicas de Rubens, por ejemplo) de una forma integrada en la composición, quiero decir, que los movimientos retratados con belleza formarán parte ahora de ésta, y el tiempo estará desarrollado en cada pincelada genialmente compuesta. Pero en la obra de Amorosi el tiempo está sin movimiento, sin contraste dinámico. Está detenido. Es ese instante el que plasma el pintor expresado por el imaginario ritmo de una cadencia, cuando el momento se sitúa ahora en el periodo intermedio entre dos pulsos temporales representados. Es decir, donde el tiempo ahora se repone detenido antes de que continúe con su alarde. Esta es la sensación fijada ahora por el pintor en la mano de la muchacha sosteniendo la aguja en el instante mismo en que ésta no puede ir más allá. Con este recurso el pintor lograría plasmar el tiempo detenido en su obra. Y lo haría ahora con la belleza sublime de ese gesto detenido de un perfil de belleza.

En el año 1720 el Arte estaba enloquecido a consecuencia de unos cambios sociales y artísticos que condicionaron la forma de expresión de la belleza. El Barroco, periodo de excelencia y exaltación de belleza, había pasado ya. Las inquietudes científicas y sociales estaban también revolucionando el mundo y sus formas. Ahora, después de guerras y conflictos, la sociedad deseaba resarcirse con la inteligencia y no tanto con lo emotivo. Esto marcaría el Arte por entonces. La belleza se debía condicionar ahora a un componente más lúdico que emotivo. Por eso la belleza empezaría a salir afuera, a los paisajes, a los jardines, a la luz. Y el movimiento sería un ardid estético para poder componerla menos pudorosa o menos sobrecogida. Y así el pintor Amorosi se atrevería en ese difícil momento a plasmar la belleza de un modo que ya no se alabaría tanto en el avance que el Arte tuviera con  el Rococó. Por esto a Antonio Amorosi se le califica de pintor tardo-barroco. En la encrucijada de aquel periodo de cambio, el pintor se encontraría abrumado al saber la belleza que el siglo pasado había alcanzado y ahora habría dejado. En esta pintura tardo-barroca la belleza está sobrecogida porque no quiere o puede sobresalir como antes. Por eso ahora el tiempo puede acompasar la belleza y representarse discreto entre la acción de coser y la propia costura. Hay incluso proporcionalidad geométrica entre la línea inclinada del hilo y el perfil del cuerpo inclinado de la joven. Hay armonía estética entre el color del diseño de la labor y el tono del collar dorado que ella luce. Pero, sobre todo son las sombras. En la posición de la muchacha está la luz situada justo en el lugar en que su labor puede ser mejor compuesta. Ahí las sombras relucen hacia el lado opuesto de la costura. Pero esta iluminación condicionada no resaltará, sin embargo, toda la belleza. Ese fue, tal vez, el pago que el pintor debió hacer ante el nuevo momento estilístico. La belleza de los pendientes no es reflejada en su obra con mucho deslumbramiento estético. Se ven las dos perlas (detalle curioso es la inclinación del perfil de la modelo que solo permitiría ver una perla completa) pero no destacarán en todo su esplendor esos adornos de belleza. El pintor no las iluminará, pero, a cambio, nos muestra ahora ambas perlas como para dejar claro su nostalgia de belleza.

Las cualidades de esta obra fueron sustituidas por una tendencia diferente, el Rococó, que hizo resaltar lo cotidiano aún más que la belleza. A comienzos del siglo XVIII el mundo quería mostrar un desenfado artístico acorde con el momento de placidez social y racional que anhelaba la sociedad europea. Para ese tiempo, la belleza no sería ya una forma de expresión que tuviese tanto reconocimiento o tanto valor estético. El claroscuro dejaría ya de ser un recurso muy utilizado. ¿Cómo entonces maniobrar sutil con la belleza? Se utilizaron más los colores para tratar de hacer lo que antes se hacía solo con las sombras. Se recurrió al movimiento, no tanto al detalle del instante, y, luego, incluso, mejor a lo sublime de algún momento natural frente a lo sublime de algún instante personal. Para conseguir lo sublime el paisaje sería mejor que el retrato intimista de una persona. Pero fue lo sublime lo que consiguió también Amorosi en el año 1720 para componer el tiempo y la belleza juntos, ahora, en un alarde de grandeza. Era demasiado emotivo ese alarde, porque no compaginaría con un mundo que trataría de empezar a vencer la Naturaleza con rigor, con cálculo, con frialdad, con luz y simetría. Por eso el pintor italiano fue un artista desentonado por entonces, algo que no acompasaría bien con la nueva visión de ver el mundo con ojos tan abiertos que no hubiera lugar para las sombras. Pero tampoco para la insinuación sutil de la belleza, o para la emoción con ésta, algo que no llegaría a reivindicarse sino hasta el advenimiento del Romanticismo. Pero Amorosi se adelantaría aún a esto último. Y lo haría con los recursos más significativos de una tendencia que nada tendría que ver con la emoción sino más bien con la belleza. Es decir que con ese alarde Amorosi utilizaría dos tendencias alejadas en el tiempo, una pasada y conocida por él (el Barroco) y otra futura y desconocida aún (el Romanticismo). Y lo hizo para plasmar el instante de belleza que reflejaría sublime  en su desubicada obra, todo un reconocimiento a la labor intuitiva que el Arte fuera capaz de hacer con la belleza.

(Óleo Muchacha cosiendo, 1720, del pintor tardo-barroco italiano Antonio Amorosi, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

10 de enero de 2020

Cuando el estilo y el tiempo alcanzaron a mejorar al genio y al autor en un mito clásico.



El Barroco y el Romanticismo fueron dos tendencias artísticas con un cierto grado de semejanza estética. Utilizaban el clasicismo en lo formal pero con un cierto realismo mágico, irreverente o heterodoxo en su acabado estético. En este caso compararé a dos pintores incomparables. Incomparables porque uno es un genio y un maestro del Arte barroco, Rubens, y el otro tan solo un desconocido artista británico que no se acabaría de inscribir en ninguna tendencia propia de su tiempo, William Etty (1787-1849). Este pintor viviría en pleno fulgor del Romanticismo, cuando el sentimiento o la innovación determinarían gran parte de los comienzos estéticos del siglo XIX. Pero el pintor se decantaría más por el naturalismo realista sin ningún apego a la emoción, al sentimiento o al carisma romántico. Ambos pintores, con dos siglos de diferencia, compusieron, sin embargo, dos temáticas semejantes en dos respectivas obras: El mito de Hera y Leandro y el mito de Las tres Gracias. La biografía de Etty nos cuenta la curiosa circunstancia de un pintor que descubriría en época puritana las ventajas de incorporar el desnudo a sus obras. Se especializaría en representar siempre un desnudo en cualquier obra que crease. Fue criticado tanto por eso como alcanzaría el éxito por lo mismo. Sin embargo, al final de su vida dejaría de ser valorado por el público y sus obras estarían condenadas a la mediocridad. Aquí he elegido dos de sus obras que me parecen más elogiables. Al comprobar su temática no pude evitar la tentación de compararlas con obras de Rubens propias de lo mismo.

Para evaluar las obras de Etty y llegar a la temeridad de elogiarlas frente a Rubens hay que analizar las del pintor británico con franqueza estética. En el caso del mito de Hera y Leandro Etty consigue una composición extraordinariamente bella de la leyenda, cuando Rubens (su taller), a cambio, consigue espectacularidad compositiva y originalidad. En el caso de Las tres Gracias, Etty alcanzará originalidad, armonía, ritmo y soltura en su acabado, cuando Rubens, sin embargo, consigue obtener mayor genialidad compositiva y una belleza estética magistral. Hay ciertas obras de Rubens que fueron elaboradas por su taller, como sucede en esta obra Hera y Leandro, dónde observamos cómo las nereidas transportan el cadáver hundido y ahogado de Leandro. La obra muestra un remolino marítimo con la fortaleza de una composición exagerada de una mitología alejada ahora de cualquier atisbo emocional. En Etty es justo lo contrario, el cadáver de Leandro descansa en una playa del Helesponto adonde Hera ha llegado para poder abrazarlo. Los dos amantes forman una línea diagonal consiguiendo el pintor alcanzar un clímax emotivo extraordinario. En las tres Gracias, Etty, sin embargo, solo consigue apenas entusiasmarnos con la originalidad de una composición muy atractiva. No puede llegar a la genialidad de Rubens, pero sí nos emociona por la simpleza con la que lleva a obtener Etty una belleza natural muy elogiosa.

Rubens en su obra Las tres Gracias obtiene la mejor sinfonía artística en un cuadro de desnudo. Aquí es incomparable querer comparar algo. Es importante dejar claro esto, pero deseaba elogiar también la pintura de Etty frente a la de un maestro que había pintado lo mismo siglos antes. Sobre todo por el hecho curioso de haber elegido el pintor británico el que las tres ninfas miren ahora a un mismo lugar. No interactúan entre ellas, como la obra barroca, sino que independientemente son ellas las que, girando en un círculo imaginario, son la misma y a la vez  son diferentes. El mito romano de las tres Gracias definía el sentido metafórico de la esposa, la amante y la prometida. Dos se miran entre sí mientras la amante, menos virtuosa, mira sola o es marginada. Etty rompe con cualquier mito, prejuicio o leyenda y ofrece en su obra la libertad de elección o la dignidad de emoción en cada una de ellas. Del mismo modo, consigue un naturalismo estético que lleva a glosar una belleza muy atrayente a pesar de los atisbos puritanos en solo pintar medio cuerpo desnudo frente al desnudo integral de Rubens siglos antes.

La leyenda de Hera y Leandro contaba el amor imposible de una sacerdotisa de Tracia y un joven de Misia separados por el estrecho del Helesponto.  Este paso marítimo del mar Egeo hacia el Mar Negro hacía peligroso cruzar una costa a la otra. Una noche Leandro se atreve a cruzarlo a nado para ver a Hera, muriendo ahogado en sus aguas negras. En la obra de Rubens el dramatismo de la leyenda es compuesto con todo su detalle marítimo más macabro, incluso a la derecha vemos el cuerpo de Hera tirándose al mar para seguir a su amado bajo el agua. En el Barroco no hay salvación y la literalidad de la narración mítica es perseguida casi siempre en sus obras. En el caso de Etty, que no era romántico aunque vivió en ese periodo, conseguirá llevar su obra, sin embargo, al sentido más emotivo de un elogio romántico. No se expresa por ejemplo la fatalidad de acabar ella con su vida al descubrir el cadáver de Leandro, lo deja el pintor británico en suspenso, expresando mejor la emoción que el desencanto, o la propia gloria del amor que el cadalso irracional de un apego mortal ante lo inevitable. La realidad es que el creador flamenco buscaría atraer con espectacularidad la venta de su cuadro, y el británico llevar un motivo natural como el desnudo al mejor encuadre artístico en un cuadro. Porque ambos pintores fueron muy interesados económicamente en su trabajo. Etty encontraría en el desnudo el mejor sentido para alcanzar el éxito. Rubens no dejaría de componer con su taller todo tipo de obras que pudieran atraer a una clientela elitista. Pero ambos fueron honestos artísticamente al menos una vez en dos opuestas temáticas. Rubens alcanzaría la gloria más elaborada y magistral con su obra Las tres Gracias, y Etty llevaría a descubrir una genialidad en su alarde de componer una emoción romántica a pesar de no ser del todo fiel a la leyenda.

(Cuadro Hera y Leandro, 1828, William Etty, Tate Gallery, Londres; Óleo Hera y Leandro, 1610, Rubens (taller de), Museo de Arte de Dresde, Alemania; Obra Las tres Gracias, primer tercio siglo XIX, William Etty, Museo Metropolitan de Nueva York; Óleo Las tres Gracias, Rubens, 1635, Museo del Prado.)

1 de junio de 2018

La genialidad es irrepetible, como la inspiración, la motivación o el entusiasmo.



En solo tres años de diferencia el pintor italiano Orazio Gentileschi (1563-1639) pintaría dos versiones de un mismo tema durante su estancia en Inglaterra. El tema era Moisés rescatado de las aguas. La primera está fechada en el año 1630 y fue compuesta para la corte del rey inglés Carlos I, la segunda es del año 1633 y  fue una obra de regalo compuesta para el rey de España Felipe IV. Son unas composiciones curiosas porque, aun partiendo de la misma estructura, personajes, posiciones y narración, solo una de ellas, la del año 1633 -en el museo del Prado-, no incorpora un personaje que antes sí estaba, así como difiere también en algunos gestos o ademanes que sí estaban en la primera. Uno de los personajes deja de mirar y señalar al río para fijarse ahora en el pequeño rescatado de las aguas. Diferencias estas que, junto a una mayor rigidez o gravedad de algunos personajes, hacen mucho menor la genialidad de la segunda obra. ¿Es que no se avanzará siempre desde la genialidad hacia la genialidad...? Porque el equilibrio compositivo que consigue el pintor italiano en su primera obra es más estético y original que en la segunda. Los brazos extendidos de los personajes situados a la derecha compensan en la obra de 1630 la aglutinada agrupación de los personajes de la izquierda. En la izquierda del cuadro se sitúan los personajes más importantes: la princesa egipcia, la madre de Moisés -de pie y túnica roja- y Miriam, hermana del pequeño rescatado que ahora, de rodillas, está situada al lado de su madre, ofreciéndose Miriam como niñera del pequeño Moisés a la princesa egipcia.

Orazio Gentileschi nace en el tiempo y en la región italiana de los grandes creadores manieristas del siglo XVI. Pero, pronto el mundo del Arte cambiaría con la fuerza poderosa del revolucionario Caravaggio. A Orazio le entusiasmaba su amigo Caravaggio, y le seguiría en tendencia y en sentido artístico todo lo que pudo. Para sobrevivir a Caravaggio y a la vida, Orazio debía elegir ahora otra cosa, y descubriría así una expresión más lírica y elegante en sus nuevas obras clásicas de Arte.  Pero la genialidad no se mantiene por siempre. Como la inspiración, no abundará la genialidad en todos los casos. Sobre todo cuando como en Gentileschi se primaría sobrevivir a crear. Al pintar para Carlos I de Inglaterra y su corte Orazio creó nuevas obras inspiradas pero, a diferencia del Naturalismo de Caravaggio, llenas ahora de armoniosa, sugerente y original belleza barroca. Gustaban sus obras por la capacidad de combinar matices y tonalidades clásicas con originalidad y estilización barrocas. Su Moisés, terminado en el año 1630, fue una obra realizada para la esposa del rey Carlos I de Inglaterra, una francesa con gustos cosmopolitas y deseos muy atrevidos de belleza... Aquí, el pintor barroco-manierista realizaría una composición muy original llena de gestos atrevidos, desnudos insinuantes y unos matices fríos que sostienen ahora, compensados, todos los elementos más importantes de la obra.

Pero, tres años después, cuando el pintor buscase seducir artísticamente a otro mecenas regio -el rey español-, pintaría la misma obra, Moisés rescatado de las aguas, pero, ahora, con unas diferencias muy calculadas para su majestuoso y más serio destinatario. Realizaría una obra  estéticamente mucho más austera. Viste  ahora más a los personajes -ya no hay desnudos insinuantes-, acentúa los colores cálidos y elevaría la figura noble de la princesa egipcia al eliminar los personajes más altos, evitando señalamientos o brazos extendidos por encima de su figura. Con este desequilibrio compositivo aumentaría la fortaleza de la princesa frente a los personajes secundarios, creando un mejor efecto de grandiosidad majestuosa, algo más adecuado para una corte real como la de Felipe IV, la más majestuosa y exigente de toda Europa. Durante esos años (1630-1633) la corte inglesa estaba fascinada aún por dos pintores flamencos, Rubens y Van Dyck, así que el pintor italiano sospecharía que esta competencia sería difícil de vencer tan solo con sus cuadros. Buscaría viajar entonces a Italia o a España, pero no lo consigue, terminando por fallecer en Londres en el año 1639. Sin embargo, dejaría antes estas obras de Arte para, sin desmerecer ninguna, comprender que la genialidad artística sólo la llegó a rozar el pintor con la primera de las dos obras. 

La primera es más caravaggista y la segunda es más clásica. La primera es más original, más sorprendente; la segunda más elegante, aséptica, correcta o majestuosa. Hasta la corona de la princesa egipcia brillará elegante y regia solo en la segunda, ya que en la primera no la pintaría siquiera. Hasta la sofisticación y la elegancia del vestido regio es mayor en la segunda obra que en la primera. La narración estética también es diferente, ya que en la primera obra hay una más interesante visión estética gracias a una composición más original de todos sus personajes. Están aquí mostrando algunas mujeres el lugar donde han encontrado al pequeño Moisés, y esta eventualidad hace no centrar la mirada solo en la princesa sino en algo que no se ve en la obra por ningún lado. Los colores y sus tonalidades son más fríos -azules frente a ocres- y obtienen un contraste más original que en la obra del año 1633. Pero, sobre todo, es la naturalidad de los personajes en la primera obra.  Porque ahora, sin pudor,  muestran su interés por el hallazgo del bebé sin reparar en sus gestos ni en sus vestidos indecorosos, éstos más acordes con haber estado rescatando a Moisés que paseando lejos de la orilla sin mojarse. ¿Fue ésta una genialidad o una forzada inspiración creativa interesada? 

La genialidad es tan sutil como imposible comprenderla exactamente. Es decir, ¿cómo saber que algo es hecho conforme al genio o no? Pero, no hay duda posible, o no debería haberla. La genialidad no puede estar condicionada nunca. Si lo está no es genialidad, es otra cosa. La genialidad, como la inspiración, debe fluir sin condiciones previas, debe prosperar sin determinaciones que lleven al creador a definir un planeamiento de lo que, finalmente, persiga calculado. Cuando el pintor compuso su obra desde la honestidad de su sentido inspirador, es cuando brillaría la genialidad más artística o más grandiosa. Cuando Orazio Gentileschi decidió volcarse en el lirismo estilístico más clásico, lo hizo porque no pudo componer como lo había hecho antes Caravaggio. Fue Orazio un extraordinario pintor barroco, sus obras consiguen combinar manierismo tardío, tan bello, sutil y original, con el modernismo por entonces tan naturalista de Caravaggio. Sin embargo, tuvo el pintor que sobrevivir y componer sus obras desde una poderosa razón, económica más que artística. Fue uno de los mejores seguidores de Caravaggio, a la vez que fue uno de los más grandes creadores de un barroco por entonces tan fértil y original, pero, a veces, artísticamente muy despiadado.

(Óleo Moisés salvado de las aguas, 1630, Orazio Gentileschi, Colección Particular, actualmente prestado en la National Gallery, Londres; Obra del pintor barroco Orazio Gentileschi, Moisés salvado de las aguas, 1633, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

23 de abril de 2018

La frágil memoria del Arte en la injusticia de un legado artístico oculto en la historia.



La abundancia de grandiosidad o de lo más primoroso en un período concreto del Arte -la extraordinaria producción artística del barroco en la corte española durante el tercer cuarto del siglo XVII-, ha llevado en ocasiones a maltratar las obras menos aplaudidas o menos conocidas o menos celebradas o más desubicadas, luego de que su efusión, tal vez, no llegara a colmar las exigencias de un triunfo apenas por entonces persistente. Fue el caso del pintor español Benito Manuel de Agüero (1629-1668). ¿Qué hace que prosperen o no algunas obras o personas legitimadas en su Arte frente al excelso y meritorio, sin embargo, reconocimiento de los aparentemente más grandes? La desidiosa injusticia arbitraria de los hombres. También la irreverencia de la memoria, de una memoria ahora deslavazada e inconclusa consecuencia de los arraigados arquetipos tan convencionales de los hombres. ¿Dónde estará la celebración y la grandeza más auténtica? ¿En los perfiles sobrecogedores de una influencia sociológica? ¿Entre los estigmas inconfesables de una despiadada sombra psicológica? ¿En los trastornados afanes de la gloria encumbrada por raíces meramente decorosas o interesadas? ¿En las vagas elucubraciones subjetivas de personajes elevados sobre la universal y serena cumbre de las verdades más poderosas? Entre los años 1630 y 1670 se produjeron en España, concretamente al amparo de la corte real en Madrid, una grandísima cantidad de obras de Arte primorosas. Fue una excelsa escuela que llevaría con Velázquez, entre otros muchos, a ser una de las más grandiosas de la historia del Arte. En la nómina virtual de esa grandeza artística hubieron muchos pintores, conocidos algunos pero desconocidos muchos. Al final son sus obras, no ellos, los que reconocerán el sentido y la grandeza. Sin embargo, a veces sus obras no las reconocieron ni las cuidaron, ni las nombraron ni las asignaron lo suficiente como para que la memoria, que todo Arte requiere para serlo, venga para poder transmitir o asistir para siempre su belleza.

Pero, algunas creaciones artísticas no dejarán de tener la misma suerte que sus entornos. Para el Palacio Real de Aranjuez se crearon una serie de paisajes en la década de los años cincuenta del siglo XVII. Sería el pintor Agüero el que más composiciones de ese tipo crease para el real sitio de Aranjuez. Sin embargo, la decadencia española de aquellos años tristes para el reino, finales del siglo XVII, llevaría a deslustrar la memoria de algunas de sus obras. El propio Palacio de Aranjuez fue paralizado en su desarrollo artístico y arquitectónico. Solo hasta el año 1747 con el rey Fernando VI el Palacio no volvería a brillar con su belleza, como también el propio reino lo hiciera de nuevo por entonces. Pero antes de eso, alrededor del año 1700, se llevaría a cabo un inventario de las obras depositadas en ese Palacio real. Entonces se describirían todas aquellas obras y autores asignando el nombre de Benito Manuel de Agüero a muchas de sus obras. Pero pasarían los años, sus grandezas, sus rigurosidades estéticas y sus asignaciones recordadas o inciertas. El caso es que aquel inventario desaparecería entre legajos ocultados de miseria. Ahora, en el año 1794, otro nuevo inventario prosperaría al amparo de la desidia, de la negligencia o de la desmemoria. El pintor Agüero desaparecería de los nombres, de los títulos y de sus obras. El siglo XIX no bastaría para ser nefasto en otras cosas, en otras razones o en otras historias, también lo fue para esas creaciones de grandeza y originalidad artísticas, obras que, entonces perdidas y olvidadas, padecerían la oscuridad más infame tras la mera asignación de un frágil legajo de la historia.

Pasarían las glorias y las guerras, pasarían los deterioros y la decadencia, pasarían las reacciones y las revueltas, o las revoluciones y las pérdidas... Y, entonces, desapareció. La figura artística de Agüero se disolvería en la historia como sus bellos paisajes, deteriorados o descoloridos ahora por el paso del tiempo y la desmemoria. Así hasta que, bien entrado el siglo XX, durante el año 1933, dos historiadores rigurosos -Elías Tormo y Sánchez Cantón- recuperasen la verdad de aquel inventario desidioso y parcial. Recuperaron entonces la memoria, la grandeza, la sutileza, la extraordinaria originalidad, la anticipación y la belleza del Arte de los paisajes de Benito Manuel de Agüero. La belleza sugerida, la belleza enardecida, aquella que resultaba de cuidar y alentar más los colores y sus formas que los pinceles ilusorios, malheridos o desahuciados por la historia. No prosperaron antes sus matices estéticos porque no fueron reconocidos en el tiempo. Porque fue un reconocimiento malogrado, es decir, fue el reconocimiento que alguna vez tuvo en sus inicios pero que, luego, se malograría o difuminaría entre las veleidosas y maliciosas decisiones personales tan injustas. Porque entonces -siglo XVII- sí se verían y admirarían sus bellezas alegóricas, luminosas y compositivas, primorosas bendiciones de anticipación estética de una obra tan sutil como esa. Nunca los paisajes habían tenido una fuerza tan poderosa en la narración estética de una escena mitológica. Claudio de Lorena sería el pintor barroco que lo comenzara a engrandecer en Francia, pero en España pocos creadores habían adquirido esa grandeza. Nunca hasta entonces se habían pintado escenas marginando la narración conocida frente a otras cosas solo exclusivamente estéticas. Agüero destacaría en su obra Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago la mera gloria de la civilización con la fuerza ahora más poderosa de una naturaleza estimulante; también de la historia o la leyenda del hombre con la belleza refulgente de un horizonte ahora bellamente manifiesto; y además la magnitud exagerada de unos alardes atmosféricos tan excelentes con la pequeñez de las figuras o de los encuadres de una humanidad ahora apenas vertiginosa o nada reseñable.

Para una sociedad y una época -siglo XVII- de proliferación de obras religiosas esos paisajes narrativos -tan anticipadores- de escenas paganas, míticas, naturales o de fuerza desgarradora, hacían de las creaciones de Agüero un ejemplo de extraordinaria exposición de obras ahora con un especial cariz más humanista y natural, prerrománticos incluso, donde lo principal es subsumido ahora por la emoción de un entorno tan desgarrador como impresionante. En esta obra barroca el pintor seccionaría la historia así como la cultura que la sustentaba frente a la poderosa escena destacable de una naturaleza arrogante y fervorosa. Ahora los seres humanos son pequeñas criaturas que, para nada, pueden merecer el verdadero sentido estético de la historia. El Arte situaba así las cosas en su sentido justo, donde ahora la fatua actitud humana no puede más que ridiculizarse ante la grandeza de un universo tan dadivoso como estéticamente inigualable. Hasta los dioses lo sufrieron... En la obra Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas el pintor Manuel de Agüero cuenta la leyenda mitológica de Latona y sus hijos, los dioses Apolo y Diana, cuando son desatendidos por unos vulgares pastores. La inmensidad del grandioso paisaje natural sobrevuela ahora sobre las dogmáticas sombras de la leyenda mitológica. Ahora la belleza de esta obra encierra un mensaje diferente..., uno recurrido de primorosidad estética novedosa ante cualquier otra magnanimidad iconográfica más tradicional o clásica. Toda esa belleza anticipada y el artista que lo compuso fueron relegados por la ignominia cruel de una negligencia injustificable. Aquella relación inventariada del año 1700 quedaría olvidada, perdida y desolada por la desmemoria artística más imperdonable. Las autorías fueron confundidas, las obras mantenidas ocultas sin relieve, la memoria sin sustento y la belleza ahora velada y ausentada de glosa, cultura, sentido y permanencia.

¿Es que no pasará lo mismo con los nombres, los personajes y las historias? ¿Cómo saber que lo que sustenta una historia es lo que de verdad supuso y fue su gloria? Sólo quedará la memoria. Sólo sus obras..., apenas éstas vislumbradas en ocasiones por el reflejo desvaído de la desatención y la miseria. Pero también el recuerdo ligero, limitado, afanoso y desposeído de cierta grandeza que nos quedará ahora para tratar de comprender, así, la fortaleza de una decisión artística como fue la de -hace cuatrocientos años casi- componer por entonces una imagen como esa. Una imagen más llena de sentimiento humano que de gloria majestuosa. Una creación artística gozosa de belleza natural de un paisaje que motivará el espíritu del hombre a alcanzar las metáforas sublimes de un destino histórico, sin embargo, ahora sin mucho sentido primoroso. Porque es el sentimiento lo que primará ante las grandiosidades narrativas de un mundo artificial desposeído de belleza. Agüero lo intuiría. Como así adivinarían ya sus obras la fuerza del desatino ante las fragilidades de un sino insostenible de grandeza. En los años en que el pintor barroco compusiera sus obras, el grandioso imperio español comenzaría, balbuceante, un descalabro paulatino de su frágil fortaleza. Ese mismo descalabro que obtuvieran también con su nombre y creaciones el desconocido pintor barroco. Para cuando el Palacio de Aranjuez, sin embargo, alcanzara de nuevo su grandeza -segunda mitad del siglo XVIII-, para ese final del siglo más ilustrado, sus recuerdos artísticos proclamados -desde hacía cien años antes- de belleza acabarían ahora desmantelados ante la infame, insensible y desatenta negligencia. Y ya no existirían ni su nombre, ni su fama, ni su grandeza. Cruel realidad de una injusta y vil desmemoria. Pero, como el destacado celaje de su paisaje mitológico, vibraría de nuevo ahora, aunque desvanecido de grandeza, bajo el sol impenitente de una fiel historia descubierta. Porque unos historiadores entonces recuperaron su memoria, descubrieron su nombre, su Arte y su grandeza. Y ya nunca más nadie podrá mencionar ahora que, bajo aquellos reflejos barrocos dorados de grandeza, no existieron ni otros nombres, ni otros deseos, ni otros alardes, ni otras estéticas...

(Óleo Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago, c.a. 1650, del pintor español Benito Manuel de Agüero, Museo del Prado; Óleo Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas, 1660, del pintor Benito Manuel de Agüero, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

15 de diciembre de 2017

En diez años el Romanticismo alcanzaría a expresar ya su culminación malograda.



Cuando el Romanticismo balbuceara en el Arte con sus perfiles y trazos el mundo necesitaba urgentemente entonces, comienzos del siglo XIX, un nuevo sentido de ruptura, de diseño, de composición, de expresión o de sentimiento estético revolucionario. Y así surgieron grandes creadores que entendieron que el Arte debía ser una cosa muy distinta a lo de antes. El Romanticismo fue así el Arte moderno de comienzos del siglo XIX. Pero, incluso fue también mucho más que Arte... Llegaría a revolucionar no solo el Arte sino la sociedad, sus planteamientos impregnaban también la filosofía, el pensamiento, la literatura y la forma de vivir o relacionarse con el mundo. Y ese sesgo cultural y social llevaría al Romanticismo a ser una diferente forma de expresión artística, nada clásica y totalmente opuesta a lo que había sido el Arte desde que comenzara su andadura en el Renacimiento. Uno de sus más significativos representantes lo fue Eugène Delacroix. Este creador francés transformaría por completo la forma de pintar entonces. Y estamos en los años de la década de 1820. Sus colores, como los del pintor Turner, transformarían la forma en que el observador identificara cada cosa con su tonalidad natural. Ahora, en el Romanticismo, los colores reflejarían otras cosas añadidas a la materialidad de lo que representaban sus tonalidades en un lienzo. Los trazos románticos de Delacroix (1798-1863) no perfilaban las figuras con el delineado clásico de antes. Porque no fue la representación plástica clásica lo que primaría en el Romanticismo genuino. Entonces era solo el esbozo estético de un sentimiento lo que el pintor genuinamente romántico deseaba expresar con cada pincelada pasional de su tendencia.

Pero el Romanticismo no revolucionaría tan solo el trazo artístico, también el sentido de la vida que expresara con él. ¿Qué sentido tiene ésta? Para los románticos como Delacroix el sentido vital es lo importante, no es posible crear una obra romántica si no tiene un claro sentido existencial. Es decir, si no se acerca al sentido romántico de la vida, que para las personalidades románticas es una sutil metáfora sagrada de la escena motivadora del paraíso perdido...  Y, ¿dónde estará ese paraíso?  En los paisajes misteriosos, alejados, naturales, vírgenes, puros o incorruptibles del oriente espiritual. Para Europa el desarrollo del sentido espiritual de occidente estaría conectado al oriente. Ahí, en las lejanas llanuras desérticas y desoladas del sur y el este del mediterráneo, se encontrarían las estribaciones del mítico paraíso perdido del ser humano. Y Delacroix se lanzaría a componer en sus obras ese escenario y a sus románticos pobladores. Por entonces -no ahora- el mundo árabe representaba la pureza, la integridad del ser frente a su entorno natural, la majestuosidad de los principios frente a la arbitrariedad del mercado industrial, o la grandiosidad del desierto frente a la opacidad oscura de la sociedad europea industrialmente desarrollada. Representaba el exponente primitivo de la cultura europea, de aquella cultura primigenia de la que provenía la occidental. 

En el año 1854 el pintor romántico compuso su obra Jinete árabe. Para los románticos como Delacroix la figura de un caballo unida a un hombre era la metáfora sagrada de la espiritualidad más consagrada de un sentimiento. Porque es su figura la simbología representada del alma del hombre, compuesta en su obra ahora como un ente veloz e indomable que, sin embargo, acabará siendo domesticado gracias a las premuras insobornables de su sagrada nobleza. Y el escenario desértico, metáfora de aquel paraíso perdido idealizado, culminará con la composición de los dos elementos que representaban el sentido romántico del mundo: el ser humano como materialidad y pesadumbre, y, por otro lado, el ser equino -animado, veloz, alado y puro- como un símbolo de inmaterialidad y resorte espiritual animado y divinizado. Ambos se complementan ahora en la escena romántica de Delacroix. No pueden existir el uno sin el otro, como no pueden existir el ser humano sin su alma. Ese sentimiento es representado por los románticos de la generación de Delacroix con el rasgo innovador de la estética revolucionaria de sus inicios: con los perfiles apenas esbozados en sus trazos artísticos románticos..., sin aquel equilibrio clásico del Arte consagrado de antes. La pintura romántica de Delacroix fue una revolución en el Arte entonces, una transformación estética que acabaría malograda, sin embargo, apenas diez años después de haber compuesto esta obra. ¿Por qué? Porque todo imperio, político, estético, artístico, filosófico, etc., tenderá siempre a alcanzar, tarde o pronto, las metas de su culminación malograda.  

A finales del año 1864, diez años después de que pintara Delacroix su obra árabe, el pintor romántico francés Eugène Fromentin (1820-1876), influido artísticamente por Delacroix, compuso su lienzo romántico El simún. Pero ahora, en su obra de Arte romántica, no existirán ya, sin embargo, ninguna de aquellas características estilísticas o estéticas o románticas tan genuinas que su maestro alcanzase a conseguir. ¿Qué habría pasado? Pues que el Romanticismo no pudo mantener su pasión plástica efusiva tanto tiempo como alcanzara a conseguir en esencia con la genialidad de su impronta tan desgarradora. Pero, ¿fue sólo una causa estética entonces? No, pues las tendencias artísticas no se pueden desligar de las tendencias sociales. El mundo a partir del año 1860 cambiaría de un modo radical en la historia de Europa. Pero, como todos los cambios decisivos, no sería una transformación brusca ni rápida, todo se produciría lentamente y el Arte pasaría de revolucionar sus trazos, sentimientos y colores para regresar al clasicismo efectista de siempre. Porque el clasicismo simbolizaba ahora además una tendencia más tranquilizadora para la época que aquel gesto tan erizado o revulsivo de antes. Pero, sin embargo, eran románticos también estos nuevos pintores. Cambiaron solo la forma y la manera en que la materialización de una imagen era expresada en un lienzo. Pero no el espíritu romántico, aquel sentimiento que llevaría también ahora a combinar el estímulo específico de aquel rasgo romántico por excelencia -la ferviente emoción de un sentimiento universal- con, sin embargo, los perfectos y aplaudidos trazos clásicos más equilibrados, seguros y serenos, del Arte universal.

Así compuso Eugène Fromentin su obra romántica El simún, una metáfora de la forma en que el Arte soportaría el viento envenenado -lo que significa simún- de la veleidosidad estilística o tendenciosa tan cambiante de la historia. También el pintor Fromentin combina los hombres con sus caballos, al ser con su espíritu o alma, pero ahora, sin embargo, a cambio de la tranquilidad y la calma -no estéticas sino formales- de la obra de Delacroix, el romántico Fromentin llevaría su escena romántica a la representación de un poderoso viento del desierto, el simún, un terrible fenómeno tormentoso de arena que maltrata los seres que se exponen a sus efectos. Como el Romanticismo de Delacroix y sus excesos estéticos, cromáticos o compositivos lo fueran para el joven pintor. En la obra de Fromentin se representa -formalmente- una tormenta de arena muy poderosa, desolada y terrible, pero, sin embargo, no hay ahora -estéticamente- ni desolación, ni agresión, ni descalabro alguno en la imagen romántica. El sesgo romántico está en la obra pero, a cambio, habría algo más que la complementaría entonces. Había sentimiento romántico, por supuesto, pero también brillantez compositiva, acabado perfecto y combinación magistral de colores y formas clásicas. La sociedad europea comenzaría a transformarse esquizofrénicamente por entonces. Porque no dejaría de existir el sentido revolucionario, pero, por otro lado, la sociedad occidental buscaría también un cierto sentido de tranquilidad y sosiego luego de los años de revueltas de la primera mitad del siglo XIX. Y en ese intervalo histórico el Arte prosperaría de nuevo, bajo los suaves o armoniosos alardes clásicos de aquel sentido fervoroso tan espiritual. Ese sentido que unos pintores desorientados alumbraran, sin embargo, medio siglo antes con sus obras tan diferentes o tan revolucionarias.

(Óleo del pintor francés Eugène Fromentin, El simún, 1864, Colección particular; Obra del pintor romántico Eugène Delacroix, Jinete árabe, 1854, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

28 de julio de 2017

La sagrada belleza erótica fue desconsagrada en los albores de la ilustración francesa.



La belleza más erótica y conseguida de la mujer fue llevada al Arte desde siempre. Pero durante el Renacimiento y el Barroco los pintores tuvieron que acudir, inexcusablemente, a la representación más sagrada de esa belleza para poder justificarla estéticamente, fuese ésta religiosa o mitológica. ¿Hubo algún retrato no sagrado de mujeres bellas en el Renacimiento? Sí, por supuesto. Los pintores gozaron por entonces una estremecedora libertad estética al poder ellos exagerar, sin temor, una belleza femenina extraordinaria. Manifestaban esa belleza a través del desdén o del gesto sugerente y atractivo -propio de lo satisfecho o de lo ocultamente deseado- sin menoscabar la osadía de extralimitarse al expresar una belleza prodigiosa. Lo hicieron también en los años siguientes -siglos XVI y XVII- gracias a la formal, estereotipada y perfilada -el perfil es menos sugerente que el frontal o medio-frontal- forma de retratar un bello rostro femenino. En el Barroco los creadores sintieron la necesidad de expresar un ferviente erotismo sutil, un gesto liberal sofisticado, pero tan sólo con personajes sagrados como la Magdalena evangélica, una iconografía con la que podían transgredir el pudor exigente de la época. 

No hubo retratos no sagrados de hermosos rostros sugerentes ni bellezas profanas de cuerpos desnudos en el Arte hasta que llegó la Ilustración a mediados del siglo XVIII. Francia fue el primer lugar donde los artistas comenzaron a sentir la necesidad de representar rostros laicos, de personajes anónimos o conocidos, en las obras más sugerentes y menos sagradas de la historia. El pintor francés Jean-Baptiste Greuze (1725-1805) tuvo la suerte de que su tendencia académica -la definición del Arte perfecto- le ayudase a representar, sin estridencias, la mejor belleza erótica que de una mujer el Arte clásico pudiera hacer. Pero, no sólo se conformaría con la belleza, Greuze alcanzaría a transmitir la misma sensación estremecedora que, en los momentos álgidos de belleza erótica renacentista o barroca, los pintores consiguieran solo componer con lo sagrado. Greuze haría así lo mismo con la belleza no consagrada, la más mundana o más frívola. Algo que la Ilustración y la liberalidad de las costumbres de entonces pudo llegar a conseguir en una sociedad que caminaba hacia una laicidad, en el Arte y en la vida, no conocida desde siglos antes. 

Cuando Angelo di Cosimo di Mariano, también conocido como El Bronzino (1503-1572), quiso alcanzar la belleza que sus maestros (Leonardo da Vinci, Miguel Ángel o Rafael) habían logrado años antes, pintaría rostros manieristas con la grandeza que su tendencia nunca hubiese alcanzado sin su alarde. Y pintaría madonnas con la sagrada belleza de lo mundano o de lo más sugerente. ¿Qué sagrada belleza es esa que unos ojos entornados transmiten rodeados de un cabello pelirrojo, el más erótico de todos? ¡Qué rostro y gesto más atractivo de una madonna en el Arte! Porque esta es la sensación que tendremos al admirar la obra Sagrada Familia con santa Ana y san Juan -El Bronzino, año 1550- y apreciar la imagen de la madonna con la connotación de expresar un semblante hermoso más laico que sagrado. ¿Cómo no amar esa sagrada belleza...?   La Contrarreforma también conseguiría, gracias al manierismo de El Bronzino, desarrollar una teología muy efectiva por entonces. Pero más de doscientos años después, en el revolucionario año 1790, el pintor más exigente de belleza clásica retratada de un rostro femenino, Jean-Baptista Greuze, conseguiría obtener esa sagrada belleza de antes, pero, ahora, desde presupuestos menos sagrados, más laicos y vulgares que el Arte clásico pudiera realizar.

En ese año 1790 pinta su retrato Busto de una joven llamada Virginia. Greuze logra alcanzar una divinidad extática sagrada con la sencilla belleza desconocida de una vulgar joven cortesana. Ahora el Arte sí podía permitirse componer un rostro transformado estéticamente, alterado por la emoción de un gesto muy humano sublimado de belleza. Una belleza que antes solo con santas sagradas pudieron permitirse los pintores para acercar un sentido sugerente de belleza al ojo del que lo mirase. Pero en el año 1790 el mundo había cambiado para siempre. El pintor francés realizó su obra sin pudor, sin dudar, sin preocuparse de otras consideraciones que las propiamente estéticas. ¿Cómo no admirar, desear o amar ese rostro vulgar y desconocido, a pesar de titular el pintor el cuadro con el sagrado nombre de Virginia? Virginia, epónimo de virgen sagrada, ajena a toda belleza terrenal o distinta de la trascendente. Ahora el Arte desconsagraría la belleza de antes, sin calificaciones o determinaciones diferentes a lo que la belleza pudiera tener o sentir cuando no se mediatiza. Porque ya no interesaba en el Arte quién era, qué representaba o qué sentido tenía la belleza. Ahora era tan solo belleza. Desconocida, entregada, permitida, asombrada, soñadora, eterna, iluminada, deseosa o condescendiente belleza.

Diez años antes Greuze pintó su obra clásica El sombrero blanco. En ella vemos el retrato de una joven correcta con un elegante sombrero blanco. Una mujer hermosa y distante, con la formalidad propia del típico retrato clásico. Pero el pintor incluyó el detalle osado del pecho izquierdo desnudo de ella. Esta sutileza artística erótica fue extraordinaria: había que componer de alguna forma un erotismo, pero no había por qué desgarrar la belleza clásica. Un siglo antes los pintores podían hacer lo mismo, expresar alguna sutileza erótica, pero por entonces tan solo de una sagrada belleza permisible: la de Magdalena penitente. El pintor español Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia (1649-1704) fue uno de los pintores barrocos más interesantes que haya tenido España, y, sin embargo, de los más desconocidos. En el año 1670 pinta su obra Magdalena penitente, un lienzo barroco que fue atribuido a él doscientos años después, tan desconocido llegaría a ser el pintor en la historia. Nunca más pintaría una obra así, tal vez esto influyó también en su desconocimiento. En su lienzo compone una magdalena sagrada con el erotismo profano de otras épocas. No es una santa lo que vemos porque no lo parece. Pudo pintar la obra de ese modo tan erótico porque la tituló Magdalena penitente. Solo por eso. El cuadro, sorprendente para la época y el país que lo crease, acabó siendo atribuido a otro pintor español -Mateo Cerezo, quizá por haber compuesto otra magdalena sugerente en el año 1661- y comprado por uno de los ilustrados españoles más reformistas del siglo XVIII, Jovellanos. Una curiosa circunstancia del Arte: que la belleza erótica más atrevida del barroco español acabase entre los muros avanzados de un español ilustrado un siglo después. Y como lo fuera también aquel pintor francés que, decidido, consiguiera llevar la belleza sagrada de lo divino hacia la menos sagrada belleza de lo más terrenal, erótico o sugerente.

(Óleo clásico del pintor francés Jean-Baptiste Greuze, Busto de una joven llamada Virginia, 1790, Colección Privada; Detalle del cuadro manierista del pintor italiano El Bronzino, Sagrada Familia, 1550, Museo de Historia del Arte de Viena; Cuadro Barroco del pintor español Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia, Magdalena Penitente, 1670, Museo casa natal de Jovellanos, Gijón, Asturias; Óleo El sombrero blanco, 1780, del pintor francés Jean-Baptiste Greuze, Museo de Bellas Artes de Boston; Lienzo manierista Sagrada Familia con santa Ana y san Juan, 1550, El Bronzino, Museo de Historia del Arte, Viena.)

1 de junio de 2017

La esquizofrenia del siglo XX o las dos maneras de entender el Arte hace un siglo.



El comienzo del siglo XX fue tan fascinante como aterrador. Para entender bien el mundo que ahora vivimos hay que comprender lo que sucedió en los primeros quince años del pasado siglo veinte. Porque ahí, en esos apasionados años iniciales, se gestaría la más despiadada, contradictoria, terrorífica, visionaria, frustrada, creativa y genial forma de entender el mundo. Jamás un cambio de siglo fue tan esperanzador, tan buscado, tan necesitado, tan apasionado y tan desalentador luego en la historia. Ni el milenarismo del siglo XI es comparable siquiera. Entonces, al advenimiento del año 1000, era una sola cosa lo que abrumaba a la humanidad: el cataclismo bíblico, el colapso espiritual en plena edad media. Pero a finales del siglo XIX se produjeron, sin embargo, las innovaciones tecnológicas y sociales más vertiginosas de toda la historia. Al menos como para albergar una idea del siguiente siglo algo prometedora o diferente a todo lo que se había producido antes. O, mejor dicho, todo lo anterior en la historia desde el Renacimiento valía ahora aún mucho más: la revolución, la transformación, la evolución, el progreso imparable, la ruptura, la búsqueda de la felicidad... Pero, sin embargo, todo ese ambicioso proyecto era demasiado increíble para ser verdad. Los artistas vivieron en ese fascinante momento un periodo desconocido, nuevo, de libertad asombrada, de fronteras imprecisas, de comunicación sesgada, de belleza transformada, o de un cierto desánimo de cualquier asidero formal, algo que pudiera llevar a prolongar en el tiempo una nueva forma creativa para mejor poder expresar las cosas -¿ahora con belleza?- de este mundo.

Porque el anterior siglo XIX había sido extraordinariamente virtuoso en el Arte. Hubieron grandes pintores y maestros que expresaron sus imágenes artísticas con equilibrio, soltura, belleza o formas armoniosas con una composición y expresión muy conseguidas. Las tendencias artísticas siguieron esa norma académica. Incluso, el Impresionismo la siguió a pesar de su transgresión evidente con respecto al Academicismo, la manera por entonces más consagrada de pintar. La creatividad fue también muy elogiosa: las tendencias artísticas del siglo XIX fueron todas fascinantes en sus innovaciones. Fueron muchas de ellas diferentes y opuestas a la vez (el prerrafaelismo y el realismo, por ejemplo), pero todas mantuvieron, sin embargo, una idea básica en el Arte: el reflejo formal de un sentido traducible de la figura humana o de la naturaleza. Se podría expresar lo que se quisiera, la cruda realidad social o la espiritualidad mística o mitológica más sentida, pero en ambos casos había que hacerlo con un criterio figurativo armonioso con la naturaleza. Sin embargo, el inicio del siglo XX rompería todo ese sagrado y no escrito acuerdo tácito en el Arte. Y lo haría con todo, no sólo con el Arte. El vértigo sentido entonces debió ser irresistible: sentir, por ejemplo, cómo por entonces el propio abismo, que no se preveía ni se afirmaba, se podría pasar por lo alto sin caer en él... Pero la sociedad misma no estaba, sin embargo, tan preparada como los propios artistas para dar ese gran salto mortal. Por esto las terribles guerras, conflictos, enfrentamientos, rudezas, holocaustos, desvaloración humana, deterioros, ambivalencias o esquizofrenia social que se sucedieron luego en el siglo XX.

Cuando los pintores norteamericanos de mediados del siglo XIX quisieron pintar con una tendencia propia, idearon el Impresionismo natural. Fue una forma de crear que tomaron con la conciencia de estar expresando las cosas naturales de la vida de una manera sosegada y emotiva. La escuela del río Hudson fue una tendencia así, y hubo muchos pintores americanos que vieron esta forma de pintar como la mejor manera de comunicar belleza con entusiasmo natural. Sin embargo, a finales del siglo XIX, propiciados por la filosofía social de algunos pensadores americanos, un grupo de pintores norteamericanos crearon una tendencia diferente, La escuela Ashcan. Fue la forma en que llevaron al Arte la sensibilidad de una sociedad que aún no habría comprendido el terrible abismo por el que su entusiasmo vital se deslizaría luego. No cambiaron la forma armoniosa, ni el equilibrio académico: solo usaron el Arte para mover las conciencias, para trastocar los elementos más rígidos de la sociedad de entonces. El principal representante de esta tendencia americana lo fue el pintor Robert Henri (1865-1929). No revolucionaron la forma de expresión sino su contenido. Ahora querían reflejar la sociedad real, no la soñada. Sin duda, fue una extraordinaria y elogiosa manera de evolucionar en el Arte. 

En su obra del año 1915 Desnudo oriental, Robert Henri compone una bella mujer con las profusas pinceladas coloreadas más innovadoras para aquel impresionismo natural, ese mismo impresionismo al que se enfrentara años antes. Para él, la innovación era parte de dos cosas: alardes técnicos impresionistas para componer una obra y mirada misteriosa para satisfacer un profundo desencanto. No podía él entender que el Arte pudiera expresar las cosas con la rupturista forma de componer que, muy pronto sin embargo, en esos mismos años del inicio del siglo XX, habían alumbrado decididamente otros creadores. Dos años después de componer su obra Henri, el pintor expresionista italiano Amedeo Modigliani crearía su obra modernista Desnudo sentado. La composición era la misma, y los colores también, y el fondo parecido -incluso Modigliani había sido menos profuso o más minimalista-, pero, sin embargo, la figura de la mujer -de la imagen paradigmática de belleza femenina- estaba ahora totalmente transformada. Había mirada misteriosa también, como en Henri, había desnudo también, había un profundo desencanto en el gesto, como en Henri, pero las formas armoniosas y naturales de la belleza de antes habrían desaparecido ya para siempre.

(Óleo del pintor norteamericano Robert Henri, realismo-impresionismo, Desnudo oriental, 1915, Colección Privada; Obra expresionista del pintor italiano Amedeo Modigliani, Desnudo sentado, 1917, Real Museo de Bellas Artes de Amberes, Bélgica.)

10 de abril de 2017

Cuando el anonimato alcanza la genialidad, ¿qué nombre le ponemos?



¿Es la genialidad necesariamente identificable para que lo sea? En absoluto. Lo que sucede es que, si no le ponemos nombre a las cosas, a las personas, a los pintores en este caso, a los genios, ¿cómo los manejaremos entonces para calificarlos?, ¿cómo pensaremos en ellos para admirarlos comunicando luego sus alardes? Es como si dudásemos de lo que hicieron... Una contradicción, porque si dudamos de una creación es porque pensamos que hay un creador posible, aunque ignorado. Porque, ¿qué decimos?: ¿has visto las obras de ese anónimo?, ¿conoces la belleza que trasluce en la figura retratada de la obra de...? No nos ubicaremos. Perdemos sentido crítico incluso porque no daremos crédito ontológico -de existencia, de que exista ese ser, ese genio o ese creador- como para que nuestra admiración se catalogue correctamente asignándose ahora a algo definible, a alguien específico y que conocemos de otras obras, a una entidad concreta y objetable. ¿Cuántas obras anónimas son obras maestras del Arte? Algunas, sin duda. Pero, ¿las conocemos?, ¿las difundimos?, ¿las creemos? Cuando buscamos de pronto al autor de una obra que nos seduce al verla, y vemos, en el lugar del nombre del pintor, la palabra Anónimo, inmediatamente sospecharemos de todo menos que haya un genio detrás, o que sea merecedora la obra de análisis, profundidad, admiración o sentido artístico sublime. Aunque lo sea... Ya que, ¿a quién se lo dedicaremos?

Y algo más nos sucede al verlas cuando, entre paréntesis, nos dice una leyenda de la obra: (Copia de...), y leemos el nombre de un genio conocido o nominado en el Arte. Entonces pasaremos por alto las sutilezas artísticas que la obra pueda tener, si las tiene. Veremos el original mejor, si es posible, y pensaremos luego que ninguna copia puede ser creativa de por sí.   Pero, no siempre es así. Y no lo es porque nunca hay una copia artística exacta a otra. Por suerte. Unas veces el elogio es del original, la mayor de las veces. Otras, de la copia. Y esto he sentido al ver la copia primero, el único orden lógico para buscar luego y ver el original, ya que, al contrario, si primero ves un original que te gusta, ¿tratarás de ver alguna copia de esa obra? En absoluto. Esta es la orfandad de las obras copias de anonimato, que si no se ven primero ya no se verán (no se buscarán...). El Museo Nacional del Prado guarda entre sus colecciones una obra anónima de una Dolorosa. En la ficha de la obra no hay nada más que el añadido entre paréntesis del autor original de esa misma dolorosa, en este caso el pintor Sassoferrato. Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato (1609-1685) fue un pintor italiano del barroco más elaborado, con sus sombras, sus colores, su clasicismo y su belleza casi renacentista. Se especializó en las dolorosas. La Dolorosa es la iconografía de la figura retratada del rostro de la Virgen cuando María experimenta el mayor dolor en el momento exacto de la muerte de Jesús. Al final de su vida Sassoferrato crea su obra La Dolorosa (la Madonna del dolor). Es magnífica la correcta elaboración del pintor italiano. Todo es medido en su lienzo: la tonalidad, la sutileza del contraste rutilante en algunos colores frente a la oscuridad tenebrosa de la obra; o la belleza del rostro de la madonna dolorosa, que elogia aquí a su admirado Rafael Sanzio

Todo en la obra de Sassoferrato es glorioso, es admirable y, como es identificable tras un nombre catalogado, hablaremos de Arte del Barroco italiano a medio camino entre la escuela boloñesa y el tenebrismo. Sin embargo, un creador anónimo sintió la belleza de la obra de Sassoferrato una vez que la vio y deseó entonces plasmarla en un lienzo. Pero, entonces consiguió el pintor anónimo algo extraordinario... para ser una copia. La Dolorosa del Anónimo del Museo del Prado (Copia de Sassoferrato) esconde una sutileza genial en el rostro de María que su autor original no consiguió expresar en la suya. Una sutileza inédita en el Arte de las dolorosas, además. Algo, incluso, que podría considerarse hasta sacrílego. Tal vez, por eso no firmó la obra. El semblante de la Dolorosa de Sassoferrato no es el rostro dolorido más frecuente que el Arte haya ofrecido de una madre desgarrada por el sufrimiento de la muerte espantosa de su hijo. Como algunos de sus admirados renacentistas, Sassoferrato dulcifica el rostro de la dolorosa: no hay rictus de emoción sufrida ni gesto de un terrible sufrimiento. Al contrario, las facciones son tan hermosas como puedan serlo las de una mujer pensativa. Aun así, la solemnidad del hecho sagrado la sigue manteniendo el pintor italiano. Pero, ¿y en el caso del Anónimo? Aquí vemos ahora un rostro absolutamente confiado en su belleza. El semblante de la Dolorosa del anónimo del Prado es maravillosamente bello, su belleza es extraordinaria, independiente del sentido final que ese rostro suponga. Y, si lo pensamos bien, ¿no es mejor para el mensaje trascendente del sentido de salvación de la Pasión cristiana demostrar así que la imperturbabilidad de un bello rostro sea expresado ahora sin fisuras...?

(Óleo sobre lienzo La Dolorosa, siglo XVII, Anónimo (Copia de Sassoferrato), Museo Nacional del Prado, Madrid; Obra del pintor barroco Sassoferrato, La Dolorosa, 1685, Galería de los Uffizi, Florencia.)

3 de abril de 2017

Para entender no solo hay que mirar, hay que pensar en ello sosegadamente.



¿Quiénes somos realmente?, ¿somos lo que hacemos o a lo que nos dedicamos?, ¿somos lo que tenemos o poseemos?, ¿somos lo que parecemos o representamos? ¿Qué sentido tiene la representación del fenómeno (no lo que es sino lo que parece) que reciben los ojos del que observa, un ser que trata de averiguar ahora qué tiene ante sus ojos? Porque, además, estaremos sometidos al atávico resorte de creer aquello que hemos recibido de nuestros pareceres heredados de antes y diseñados por el paso del  tiempo. Porque para juzgar no observaremos detenidos, distanciados, sosegados o interiorizados (sin influencia alguna). Haremos lo contrario: prejuzgar inquietados, mediatizados, alterados y exteriorizados (influenciados por el medio). Y esta compartimentación del juicio es voluntaria, además. Y lo es porque el hecho de decidir es la acción más esencial -aunque sea inconsciente- de lo que somos. Pero, por otro lado, no podremos escapar a nuestros prejuicios (no somos libres del todo) a menos que renunciemos a la apariencia de lo que nos permite sobrevivir -creemos equivocadamente- sin menoscabo. Entonces, ¿qué somos, verdaderamente? Pues, somos lo que pensamos y lo que decimos y hacemos luego consecuencia de ese pensamiento. Porque para vivir o sobrevivir el único aprendizaje digno de ser llamado así es pensar antes. Aprender a pensar es el reto existencial y estético. Pero, es el aprendizaje más difícil y complejo porque no es solo una técnica o ciencia, es, sobre todo, un arte demasiado humano. Y como todo proceso mental reflexivo, demasiado lento a veces para prosperar -reaccionar pronto- ante el peligro suscitado por los que no piensan o piensan alterados o interesados..., o antes que nosotros.

Cuando el pintor Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) quiso homenajear a su amigo el poeta Catulle Mendès (1841-1909), compuso en el año 1888 su obra impresionista Las hijas de Catulle Mendès. Y, entonces, pintaría a tres de las hijas del poeta y de la compositora Augusta Holmès (1847-1903). Quiso además volver a sentir la gloria que había tenido antes en el Salón de París del año 1879, cuando expuso La señora de Charpentier y sus hijos, una obra suya realizada el año anterior. Una pintura correcta y destacable por la verosimilitud natural expresada en la misma así como por sus claras formas representadas. Pero ahora, en mayo del año 1888, la recepción de Las hijas de Catulle Mendès no alcanzaría a tener por el público, los críticos o aquellos que creían estar viendo Arte, un mínimo esplendor de justificación y de satisfacción estéticas. ¿Por qué? ¿Sería, tal vez, por ese atavismo prejuicioso tan humano del que decíamos antes? ¿Fue el rechazo de esta obra consecuencia del fragmentado ejercicio banal de un pensamiento inconsistente? No pudo ser otra cosa. Porque los que por entonces miraron el cuadro del año 1888 no vieron más que lo que ellos no esperaban ver del Renoir de antes. ¿Pensaron quizás que lo que el pintor impresionista quiso hacer fue algo más que retratar a las hijas de su amigo de un modo correcto y clásico? ¿Pensaron, tal vez, que lo que Renoir deseaba expresar era el terrible contraste entre la apariencia fútil de los sentidos uniformados (los rostros apenas esbozados y sin belleza y los colores desperdigados por el caos cromático) y la esencia más fundamental e irrepresentable de las cosas (la música y la poesía como ejemplo de elementos etéreos y virtuales)?

Porque no son exactamente las hijas de Catulle y Augusta lo que representan esas figuras impresionistas. Pero para llegar a comprender esa eventualidad estética habría que haber sabido antes pensar que mirar.  Habría que saber (se sabe al averiguar las identidades de los progenitores) que sus padres eran un poeta y una compositora. Y que ambas artes son incapaces de ser comprendidas materialmente. Porque no hay nada que las sostengan mínimamente en una realidad visible, física y material. ¿Qué son esas artes? Son sonidos invisibles por el acorde de un instrumento o por la voz emocionada de un humano. Pero, hay más cosas en esta obra de Arte. El Impresionismo no reivindicaba otra cosa más que lo que apenas queda después de recordar una imagen visionada antes por unos ojos ahora sin memoria. Sin memoria fidedigna, tan solo la recordada vagamente. Y eso es lo que Renoir sabría que su Arte impresionista debía representar de la realidad de las cosas. El pensó eso antes de plasmarlo en su obra. Pensó así de lo que su intuición le decía que, de la naturaleza de las cosas, es recordado luego de ser visto. Porque no recordaremos exactamente cómo las cosas son, sino cómo, deslavazadamente, se envuelven, luego de verlas, en una bruma indeterminada y vaporosa en nuestra mente. Una mente humana en sintonía más con la poesía evanescente y emotiva -más auténtica en su lenguaje humano- que con la imagen petrificada o fidedigna -más clásica estéticamente- de una naturaleza real y material..., pero ahora ya sin sentimientos. 

¿Sucederá lo mismo con los seres humanos que con las obras de Arte? Sucede lo mismo. Y sucede doblemente además, como sujetos y como objetos. Es decir, que veremos las cosas o a los otros con esa presunción equivocada; y que los otros nos verán con esa misma equivocada presunción. Porque seremos consecuencia de un pensamiento sin ejercer: o por nosotros o por los demás. Y el pensamiento se ejerce solo cuando no se escatiman recursos para alimentar toda clase de datos que se precisen. Unos datos que son la información que debe sustentarse luego en el sosegado impulso interior de lo más humano: pensar. Y por ello pensar debe primar sobre lo meramente visionado. Porque pensar adecuadamente debería filtrar lo esencial de lo accesorio; debería comprender y distinguir lo mediático de lo final, es decir, distinguir lo que solo sirve para obtener algo de lo obtenido finalmente. Y esto último, lo obtenido, debe ser lo más importante.  Para ello hay que aprender a mirar y ver las cosas de un modo diferente a lo primero que sintamos al ver, desprotegidos, ahora sin pensar. Hay que distinguir lo que es de lo que, simplemente, parece ser. Hay que profundizar y no padecer presunciones desde la simple superficie aparente de las cosas. Una superficie que no llegará nunca a entender, mínimamente, lo que la vida ocultará casi siempre detrás de todas sus representaciones, sean éstas estéticas o no.

(Óleo impresionista Las hijas de Catullo Mendès, 1888, del pintor Pierre-Auguste Renoir, Museo Metropolitan de Nueva York.)

14 de marzo de 2017

El Romanticismo de Delacroix: esperanzador, efusivo, revolucionario, vibrante...



Cuando se habla de Romanticismo el mundo entiende una cosa y la realidad artística es, sin embargo, otra. También, hay que reconocer la confusión de una tendencia artística tan poliédrica, con tantas caras como emociones humanas se ocultan detrás de las diversas inspiraciones que los creadores de ese extraordinario momento cultural tuvieron en sus obras. ¿Cómo una tendencia tan desgarradora y aniquiladora pudo traslucir a veces sensaciones tan esperanzadoras o tan vitalistas en el Arte? Tal vez por la naturaleza verosímil de la humanidad que reflejaba en sus obras. Qué es la humanidad si no un universo contradictorio, sorprendente y frágil de emociones indefinidas o deslizantes. Francia llegaría tarde al Romanticismo, incluso lo denigraría en los inicios históricos de esa forma de expresar Arte. Francia había encumbrado antes el Clasicismo -su contrario más poderoso-, la única manera reconocida por la Academia de París de plasmar emociones humanas o escenas históricas o cualquier otra representación del mundo conocido. Pero, luego de las convulsiones violentas del bonapartismo y del advenimiento de un absolutismo reaccionario, algunos creadores franceses descubrieron el Romanticismo, una tendencia que Alemania o Inglaterra habían encumbrado mucho antes en su poesía y literatura.

Y entonces un pintor francés, Eugene Delacroix (1798-1863), surgirá poderoso para retomar esa tendencia que transformaría por completo la idea, la expresión, el sentido, la manera, el modo, la forma y el tono de hacer Arte. ¿Cómo fue posible una revolución -la francesa- que trajese ya tanta violencia y que volviese luego la sociedad a perderse otra vez entre sus sombras? ¿Cómo fue posible que las cosas representadas en el Arte no acabaran por expresar entonces la forma más libre de crear que todo pintor precise? ¿Qué cosas hay que crear y de qué manera? ¿Es la creación un alarde inspirado subjetivo y libre o es un seguimiento objetivo de escuelas o principios consagrados? Responder a todo eso le llevaría a Delacroix a ser uno de los más revolucionarios pintores del género romántico. Más que ningún otro, posiblemente. Tanto como que su pintura no fue ni es muy comprendida del todo. Tiene grandes obras maestras reconocidas en la historia: La Libertad guiando al pueblo; La muerte de Sardanápalo; Las mujeres de Argel... Obras extraordinarias reflejo de ese sentido romántico y de esa nueva manera de crear, pero, sin embargo, hay otras obras de él menos conocidas que representan mejor el sentido de un romanticismo sorprendente. 

Para comprender estas obras hay que acudir a la leyenda, a la literatura o a la historia menos conocida.  El Romanticismo buscaría sus emociones inspiradas más expresivas en el pasado. El presente solo es retratado en mundos diferentes al europeo, como el oriental tan misterioso y siempre detenido en el tiempo. Los poetas fueron sus apóstoles más seguidos. Como el romántico Lord Byron, pero también Shakespeare. Lo que interesa al romanticismo de Delacroix es descubrir la emoción más frágil y auténtica de la vida, no la épica o vanagloriosa de una humanidad menos verosímil. Y para entenderlo veamos tres obras sorprendentes de Eugene Delacroix. Sorprendentes porque lo que el pintor expresaría con ellas no fue lo que más se conocería ni lo que más se sabría de esa leyenda, historia o narración literaria representada. Cuando Lord Byron compuso su obra narrativa La novia de Abydos (Selim y Zuleika) quería reflejar la fuerza del amor enfrentada ahora a todas las convenciones y prejuicios que la atracción entre dos amantes -fuesen los que fuesen- tuviese en el mundo. 

En la leyenda oriental el protagonista Selim es un desheredado huérfano que, adoptado por el Bajá, se enamora de la hija de éste, Zuleika. Pero Selim acabará conociendo la verdad de su vida: el Bajá mandaría matar a su propio hermano, el padre de Selim. Luego los dos amantes escaparán de la tiranía del Bajá que deseaba unir en matrimonio a su hija Zuleika con un gran señor de su corte. Entonces los amantes serán perseguidos hasta la muerte. Selim es abatido en la playa, antes de embarcar para ir muy lejos. Ella, sin embargo, se queda en una cueva del acantilado desesperada ahora sin su amante. Al verlo partir decide ella que su vida no tiene ningún sentido y acaba quitándose la vida románticamente. Pero, cuando Delacroix crea su obra romántica pintaría, sin embargo, a los dos amantes juntos, eternizando el momento glorioso de ellos dos perseguidos ahora por sus avasalladores asesinos. El protagonista protegerá aquí, con su cimitarra y su pistola, la vida de ella en una escena de avance de los amantes hacia un destino glorioso, pero, sin embargo, inexistente en la leyenda. Basado en otro drama poético de una obra representativa del espíritu romántico más paradigmático -la soledad del héroe incomprendido, el Hamlet de Shakespeare-, el pintor Delacroix compuso su obra de Arte La muerte de Ofelia. Este personaje femenino es uno de los más malogrados de una leyenda. Amante imposible de Hamlet, enloquecerá ante la incapacidad de éste de quererla. Se abandona en el lecho de un río para sumergirse junto a su deseo tan imposible. Ofelia fue en el Arte siempre retratada semihundida en el agua, con sus ojos abiertos buscando la muerte. Pero Delacroix hace ahora algo muy diferente con su Romanticismo revolucionario: la alza un momento para asirse a la rama de un árbol y poder aferrarse a la vida y a la esperanza.

Por último, otra obra romántica desconocida de Delacroix, Cleopatra y un campesino. El Arte siempre habría representado a la famosa reina egipcia como la voluptuosa, cruel, despiadada y poderosa mujer que acabaría con su vida luego de desposeer a muchos de la suya. Pero Delacroix realiza una obra absolutamente distinta a todas las Cleopatras que se hayan compuesto en el Arte. Frente a un hombre de rasgos agraciados y masculinos -al que Cleopatra elude aquí con desdén-, un campesino ahora, no un héroe, un plebeyo, no un gran hombre, ella tan solo se afana, pensativa y reflexiva, en tratar de comprender con sentido y calma el drama propio de las cosas de la vida... Algo que hace ahora no con la frivolidad o la sensualidad que su leyenda expresara de su historia ni los prejuicios de las tendencias. Porque esto será Romanticismo también, subvertir la historia o la leyenda conocida. Un Romanticismo que Delacroix llevaría a su mayor incomprensión todavía. Tanto se enredaría el pintor en su tendencia artística tan sobrecogedora que pocas definiciones llegan a delimitar el maravilloso alarde creativo que supuso, durante la primera mitad del siglo XIX, el fascinante, emocionante, esperanzador y vibrante movimiento artístico romántico.

(Óleo del pintor romántico francés Delacroix, La novia de Abydos, Selim y Zuleika, 1857, Kimbell Art Museum, Texas, EEUU; Obra de Eugene Delacroix, Cleopatra y un campesino, 1838, Ackland Art Museum, Carolina del Norte, EEUU; Óleo La muerte de Ofelia, 1838, del pintor Eugene Delacroix, Neue Pinakothek, Munich, Alemania.)