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11 de enero de 2012

La esperanza y la inspiración u otras formas de ver ahora otra vez todo de nuevo.



En pleno momento romántico del siglo XIX un escritor argentino de los primeros de su literatura, Esteban Echevarría (1805-1851), compuso en el año 1837 un largo, épico, emotivo y trágico poema novelesco, La Cautiva. Los autores de ese estilo desgarrador romántico buscaban elementos narrativos que llevaran a golpear la emoción o a enardecer una semblanza sufrida con los gestos heroicos ahora abocados, sin embargo, irremisiblemente, a la caída. La obra romántica de Echevarría relataba la sorpresiva y violenta irrupción de unos indios mapuches en una población fronteriza argentina de entonces. Luego de azorarla tomaron rápidamente a una de sus mujeres y, de vuelta a sus territorios, se la llevaron sin dejar ahora que nada ni nadie pudiera evitarlo. Su esposo y su pequeño hijo quedaban atrás. Ahora ya nada es posible hacer, salvo buscarla. El marido, un militar de campañas indias, decide por fin aventurarse en su búsqueda por la pampa. Terminará capturado también por los indios y llevado a la misma suerte fatídica que su esposa. Sin embargo, es ahora ella quien, ante un desastroso final, consigue que ambos se liberen huyendo decididos del cautiverio, incluso a pesar de la resignada y nada confiada sensación liberadora de él. ¡Han conseguido huir, han conseguido salvarse! Pero ahora es el desierto, el desolado y sombrío desierto, el que, acechante, los espere a los dos abatidos y sin fuerzas. Así que, de nuevo, a volver a empezar otra vez todo de nuevo como antes. Pero la fuerza determinante de su voluntad y esperanza no pudieron soslayar, sin embargo, el abatimiento mortal de su marido ni tampoco de su propio trágico final, el de ella, al saber ahora que su propio hijo, atrapado por los indígenas también, nunca volvería a verlo con vida.Terminará el relato épico-romántico por sacrificar así, víctima de la desesperanza más atroz, a la entonces decidida, abnegada y fuerte mujer. 

Perséfone, conocida como la diosa Proserpina en la mitología romana, fue aquella hermosa doncella y mítica diosa griega de las semillas, de las plantas y la resurrección. Entonces una vez ella, descuidada y confiada, sería raptada por el dios Hades -o Plutón- en una bella tarde tranquila y prometedora. ¿Qué había sucedido para que entonces todo cambiara tan brusca y repentinamente además? No podía ella entender ahora nada de nada, tan sólo se aferraría a su ingrata sorpresa de que todo aquello que ella tenía, que había tenido hasta ahora, se habría acabado del todo y para siempre. Fue llevada entonces al inframundo, al reino profundo y tenebroso de su raptor. Éste la colmaría, sin embargo, allí de todas las glorias de su nueva condición como esposa. Pero Hades no comprendió entonces, cuando se dejase llevar por su deseo, que la diosa que había tomado no podría ya cubrir la Tierra con sus fértiles promesas. Eso alteraría la vida y el equilibrio de toda la Naturaleza. Entonces el gran dios Zeus, empujado por Deméter, diosa madre de la Tierra y de la raptada, trataría de obligar a Hades a entregar a Perséfone. Pero no aceptaría Hades tan fácilmente ese trato. Así que Zeus sólo pudo conseguir del dios subterráneo un compromiso: que la mitad del año fuese Perséfone a la vida, regresando de nuevo al inframundo la otra mitad. De este modo, en la tradición mitológica, aparecía la explicación de la floración primaveral que se lleva a cabo durante seis meses al año, para que, en los otros otoñales e invernales seis, las semillas vuelvan de nuevo, ocultas, latentes y enterradas, a los reinos oscuros y siniestros del Hades.

Es la esperanza a veces como la inspiración. Esperamos que esta última nos sobrevenga de nuevo, que pueda darnos otra vez el genio de pensar que todo lo que necesitamos ahora para vivir -o para crear- acabe por ser comprendido o elaborado de nuevo en nuestra mente fructífera. Y todo eso para servir a un propósito casi siempre: crear o vivir. Los pintores han representado la esperanza de muchas formas, pero solo George Frederick Watts (1817-1904) la compuso en su obra del año 1886 con los ojos cubiertos por una venda. ¿Es que es ciega la esperanza? No siempre, otros creadores no lo habían entendido así. Pero este pintor sí, él sí lo creía. Y así es como entiendo que es, en verdad. Porque la esperanza realmente no sabe nada, ni nunca lo sabrá. Porque todo es sorpresivo e inesperado en la vida. También, porque no dejaremos además -inconscientemente- que un único destino se nos enfrente ahora, indómito, a nuestra desesperación. Porque es vago e indefinido lo que se asume en el momento de sentir esperanza, es incierto, es inconcreto. Como en la inspiración... En el paisaje arrebatador del cuadro de Andreas Achenbach (1815-1910) se nos ofrece una puesta de sol luminosísima, de resplandeciente que es en su final, casi molesta algo incluso su reducido fulgor... Pero ahora, sin embargo, el entorno de este paisaje es aquí descorazonador porque un naufragio sobrecoge a las minúsculas personas que, trabajosamente, tratan de vencer la dura y despiadada tormenta inevitable. La Naturaleza representada nos asombra de modo estrepitoso tanto por la difícil embestida de su perfil en una parte del lienzo, como por la brillante y preciosista escena de la otra. Pero ambos entornos superan ahora aquí la vida de los hombres, no quedará ya más que la aceptación del resultado de las cosas. El maravilloso decorado nos hace ahora recordar que todo es conforme a la vida, a su propio desarrollo y a su propia belleza.

El siguiente y último cuadro, del pintor norteamericano Edwin Church (1826-1900), nos representa una brumosa, oscura y firme salida de la luna en un paisaje desolado, distante y también descorazonador. Pero no hay nada en esta obra de Arte que represente ahora, a diferencia de la anterior obra, una fuerza atronadora que destruya, abomine o inquiete. Porque lo que pudo ser destruido una vez lo fue ya. Porque ahora, sin embargo, relucirá en ese paisaje desolado prometedoramente algo. Algo resplandecerá ante los menguantes rayos solares que acabarán desvaneciéndose por el oculto horizonte contrario, ese otro horizonte que aquí ahora no se verá. No parece haber nada que nos ofrezca ahora ninguna esperanza, todo son ruinas y tenebrosidad. Aunque, a diferencia de la obra de Achenbach, este lienzo de Edwin Church, que como decimos no tiene a simple vista nada que nos lo suponga, posee ahora, sin embargo, más esperanza que el otro. ¿Por qué? Pues porque aquí todo ha pasado ya y en el otro estaba aún pasando. Ahora nada malo puede esperarse: estamos viviendo ahora tan sólo lo pasado... Hasta la luna incipiente del fondo acabará por iluminar luego todo aún mucho más, por justificar así todo aún mucho más. Hasta comprender ahora, serena y claramente, esas viejas y bellas formas de lo pasado, esas nuevas formas de poder verlo ahora ya todo de nuevo...

(Óleo del pintor simbolista inglés George Frederick Watts, 1817-1904, La Esperanza, 1886, Tate Gallery, Londres; Lienzo del pintor polaco Jacek Malczewski, La inspiración del pintor, 1897, Museo Nacional de Cracovia; Óleo La vuelta del malón, 1892, del pintor argentino Ángel Della Valle, Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires; Cuadro del pintor italiano del barroco tardío Simone Pignoni, 1611-1698, El Rapto de Proserpina, 1650, Francia; Óleo Puesta de Sol después de la tormenta en la costa de Sicilia, 1853, del pintor Andreas Achenbach; Cuadro Salida de la Luna, 1880, del pintor paisajista americano Frederic Edwin Church.)

7 de enero de 2012

La argucia ante la probidad y el hallazgo ante la ofensa: el fauvismo de Matisse y el olvido de un creador.



Al ver por primera vez la Alhambra granadina, el pintor francés Henri Matisse (1869-1954) escribiría en el año 1910 a su mujer: Estoy contento de haber visto Granada. La Alhambra es una maravilla. Ahí he sentido mi más grande emoción. Un amigo español de Matisse, el también pintor Francisco Iturrino, le había recomendado hacer un viaje por España, particularmente a Andalucía, entre los años 1910 y 1911. Seis años antes, en 1904, Matisse había compuesto una obra influida ahora por el Puntillismo -una forma peculiar de postimpresionismo-, pero, sin embargo, desbordantemente colorista y muy diferente por la simplicidad y la sutileza de sus trazos. Matisse titularía la creación pictórica como Lujo, calma y Voluptuosidad, unas líricas palabras que fueron parte de un verso, compuesto cuarenta años antes, por el poeta decadentista Baudelaire: ¡Hija mía, mi hermana, piensa en la dulzura de ir a vivir juntos allí! ¡Amar sin cesar, amar y morir en ese país a ti parecido! Los soles mojados, los cielos nublados, para mi alma tienen los encantos tan misteriosos de tu traidora mirada, brillando a través de tus lágrimas. Allá todo es orden y belleza, lujo, calma y voluptuosidad.

Expuesta la obra en París en el año 1905, sus fuertes colores alarmaron los ojos de un público acostumbrado al suave fluir de las obras de antes. Así que los críticos que descubrieron el espectáculo de color abigarrado no supieron más que calificar la obra como una pintura llena de fiereza, de una fiereza febril, agresiva y ofensiva. De ahí el término que acabaría por denominar ese nuevo estilo artístico, fauve, fiereza en francés: Fauvismo. Pero nadie supo por entonces entender que todo eso acabaría por convertirse pronto en el estallido más revolucionario en la historia del Arte. Ese nuevo estilo generaría una belleza cromática que conseguiría atraer a muchos otros creadores en los siguientes años. Muchos acabarían por utilizar esta nueva tendencia para manejar los colores con la libertad que nunca ellos habrían imaginado antes. Algunos comprendieron que lo que habían querido hacer antes con los colores era lo mismo que ahora se estaba consiguiendo hacer con esta tendencia. Y hallaron que eso era el fauvismo, lo mismo que sus espíritus artísticos habrían deseado hacer antes, ignorantes entonces de que pudiera existir algo así en el Arte. Pero, finalmente acabarían por hallarlo en el Fauvismo.

El pintor Francisco Iturrino González (1864-1924) fue uno de ellos. Viajaría el pintor español hasta Bélgica sin saber muy bien qué encontrar ni dónde. Allí estudiaría pintura y se acercaría a la Flandes histórica y contemporánea del Arte. Luego llega a París, ¡y descubriría a Matisse!, y entonces su vida cambiaría para siempre... Siente el pintor que puede llegar a crear lo que nunca antes supuso saber cómo hacerlo. Sin embargo, su vida acabaría siendo un intento malogrado tanto en lo personal como en lo artístico. Varios de sus hijos y su esposa fallecieron antes que él. Más tarde, llegaría a padecer una enfermedad que acabaría con su vida sin llegar a ser reconocido como artista. Nunca fue reconocida su obra ni pudo vivir de ella, entusiasmado, sin embargo, al encontrar al fin toda aquella inspiración cromática que tanto le apasionara.

Cuando la diosa griega Hera descubriese que el dios Zeus -su esposo- sentía una ardiente pasión por la bella Ío, acabaría transformando a la ninfa en una indeseada y nada erótica ternera blanca. Para estar segura Hera de que el dios no la volvería a transformar en una bella amante lujuriosa, le encargaría al gigante Argos que la vigilase día y noche. El gigante poseía además de una fuerza extraordinaria una visión permanente y poderosa. Pero, sobre todo, disponía Argos de una personalidad fiel y confiada para con su diosa. Fue un eficaz servidor de Hera, ya que sus cien ojos le permitirían estar siempre atento a todo lo que pasara a su alrededor. Así que la diosa, segura de su elección, pensaría confiada en que Argos guardaría a la transformada y antes hermosa Ío. Pero el astuto Zeus no dejaría que nada se interpusiera en su deseo. Mandaría llamar al hábil y taimado dios Hermes para conseguir vencer al gigante Argos. ¿Pero, cómo podía vencer Hermes algo que no descansaba nunca, gracias a mantener la mitad de sus cien ojos despiertos mientras la otra mitad dormía? Sólo se le ocurrió una sencilla estratagema: se disfrazaría Hermes de pastor y engañaría al gigante con la serena intención de contarle mil historias aburridas. Acabaría así por conseguir que Argos cerrara, por fin, inofensivamente todos sus ojos permanentes.

La diosa Hera (Juno en la mitología romana) quiso recordar para siempre la memoria del abnegado gesto de su leal sirviente. Cuando le entregan la cabeza de Argos degollada por el decidido Hermes, dedicaría Hera todo el tiempo preciso en quitarle, uno por uno, los cien ojos mortecinos al gigante para colocarlos, vibrantes, en el plumaje desplegado y hermoso de un bello Pavo Real. Así homenajearía la diosa el recuerdo más vivo de aquel que muriera confiado en sus poderes. El pintor flamenco Rubens inmortalizaría en su cuadro Juno y Argos la tierna escena mitológica. Porque así aparece la diosa griega, ferviente y dulce tomando ahora entre sus manos los cien ojos de Argos. La magnífica obra ilustra una composición extraordinaria: aparece el cuerpo degollado del gigante a los pies de la diosa como el gesto fiel de un servidor leal. Exhibe Argos una pose confiada, recordándosele así en la obra que murió por hacer lo que debía. La diosa reconoce su leal entrega sacrificada porque Argos había conseguido hacer algo muy virtuoso: ser el más leal de los servidores. Decidida y orgullosa, no entiende la diosa mejor recuerdo para la memoria de Argos que mantener la visión de sus ojos entre las bellas alas de un Pavo Real. Aunque nadie supiese nunca de quiénes fueron esos ojos y por qué alguna vez fuesen entregados bellamente. Y  así esta leyenda es ahora también como una metáfora, como un augurio estético de lo que le sucediera al Arte clásico como consecuencia del advenimiento del Arte moderno...

(Obra fauvista de Henri Matisse, Odaliscas, 1928, Suecia; Óleo del pintor barroco Rubens, Juno y Argos, 1611; Cuadro El Paseo, del pintor simbolista -influido por fauvismo- Franz von Stuck; Autorretrato, del pintor español Francisco Iturrino, 1903; Lienzo de Henri Matisse, Lujo, calma y voluptuosidad, 1904, París; Óleo fauvista Concierto moruno, 1912, del pintor Francisco Iturrino; Cuadro del pintor Francisco Iturrino, Can-Can, 1898; Óleo fauvista La bailarina, 1906, del pintor André Derain.)

10 de diciembre de 2011

El equilibrio en el Arte, como en la vida, es más ahora la ausencia que la presencia de algo.



En una fría tarde de noviembre del año 2003 descubrí, sobre uno de esos tenderetes callejeros que se organizan para volver a dar vida a libros leídos por otros mucho antes, una pequeña edición antigua que se agazapaba solícita, huérfana, amarillenta y desolada entre los moribundos y resignados libros que esperaban de nuevo vivir. Es una grata sorpresa al hallarlos descubrir la huella personal de quienes lo tuvieron antes. En ciertos libros, he de confesarlo, no sólo he fechado y firmado el ejemplar adquirido sino que he escrito también algún comentario en él. El pequeño libro antiguo descubierto entonces era una pequeña obra del escritor británico Graham Greene (1904-1991) y titulada El que pierde gana. En la primera página del libro escribí: Antes de mí fue de otro. Ahora, más de veinte años después, me sedujo la misma historia: ganar, tener, perder... La interesante vida de este escritor comienza muy joven, cuando incluso entonces decide cambiar de religión. Luego se casaría con una joven convertida también al catolicismo. Una mujer a la que enamoraría a través de una apasionada y romántica relación epistolar. Hombre muy complejo, Greene tuvo precoces intentos suicidas consecuencia de una personalidad difícil y esquizofrénica. Intentos que al parecer sólo pudo soslayar con una decidida, enfrentada y desesperada religiosidad. Conocido más por sus elaboradas creaciones de espionaje y suspense, fue sin embargo un escritor que trataría de plasmar un profundo trasfondo espiritual en sus novelas, trasfondo que, sin embargo, no acabaría por ayudarle a encontrar sus necesitadas respuestas.

Graham Greene conoció a finales del año 1946 a una mujer de la que quedaría enamorado para siempre. Catherine Walston (1916-1978) era la hermosa y joven esposa norteamericana de un político británico, Harry Walston. Aunque había tenido ya cinco hijos, a sus treinta años Catherine era aún una atractiva mujer, mundana, extrovertida, frívola y seductora. El autor inglés no pudo resistirse y acabaron siendo amantes. La furtiva y desconocida relación fue descubierta hace tres años gracias a unos poemas de Graham dedicados a ella. La relación duraría trece años, hasta finales de 1959, cuando ella lo abandonaría por otro amor también furtivo. Cuando Catherine falleció en  el año 1978 alcoholizada, su marido decidió escribirle al afamado novelista: no debes tener ningún remordimiento, le diste a Catherine algo que nadie más podía haberle dado, se transformó en un ser humano mucho más sensible. La reseña posterior del pequeño volumen descubierto en las estanterías de libros antiguos destacaba estas palabras: La fortuna no regala favores, los vende. Más adelante continuaba: Nunca el hombre es menos desgraciado que cuando se considera desprovisto de todo. El argumento de la obra describe una pareja humilde y sencilla que deciden casarse. Él trabaja para una empresa donde el jefe -Dios- junto a sus socios -los diablos- luchan por mantener su poder y fortuna -la influencia espiritual- en el mundo. En un momento de la narración acuden al protagonista -empleado como contable- para que les haga un trabajo. El jefe acabará admirando su labor y descubriendo la boda del aplicado empleado. Sintiéndose obligado, éste les invita -les regala- una estancia en un encantador, famoso y caro hotel de la costa francesa, lugar donde con su yate les iría a recoger y abonar luego la estancia.

Accidentalmente el jefe -Dios metafóricamente- no puede acudir a la cita. De ese modo comprende la pareja que se han endeudado con el hotel. Que por culpa de no aparecer el jefe -Dios- se encuentran en una situación embarazosa: no pueden pagar todo lo consumido. Decide entonces él probar suerte en el casino. Y consigue, sorprendentemente, ganar. Para ese momento había cambiado su carácter y la forma de ver la vida. Pero ella ahora no lo quiere a él así, tan presuntuoso, materialista y autosuficiente. Lo detesta a partir de entonces. Así que él, ofuscado, maldice a su jefe -a Dios- por haber provocado todo ese caos personal y conyugal en su vida. Ahora, seducido por su fortuita nueva suerte -y su ambición desconocida-, decide enfrentarse a su jefe y acabar así con aquel odioso Dios... Su esposa lo abandona por un amante más romántico. Un amante al que ella valora por despreciar lo material, a pesar de vagabundear también perdiendo por el casino. Cuando el yate termina atracado en el puerto por fin, se acaban entrevistando el protagonista y su jefe -Dios- en una sosegada, inteligente y esclarecedora confesión...  Entonces terminaría entendiendo el contable que no puede ir nunca contra su jefe.  Ahora su jefe le ayudará también a recuperar su esposa. Para lo cual debe él dejarse perder todo lo ganado frente al odioso amante, ahora transformado, sin embargo, en todo un taimado, arribista y ambicioso personaje.

El pintor del barroco español Antonio de Pereda (1611-1678) descendía de un humilde pintor vallisoletano. Este artista había dejado escrito en su testamento que su hijo fuese llevado a Madrid para aprender a pintar con los grandes pintores de entonces. En la capital del reino acabaría ingresando en el taller del maestro madrileño Pedro de las Cuevas. Según cuenta la historia, el pintor Antonio de Pereda nunca aprendería a leer ni a escribir, por lo que eran sus discípulos los que escribían su firma para que terminara por pintarla en el lienzo. Pereda sentía unos anhelos enfermizos por pertenecer a la nobleza. Trataría de utilizar siempre el don, un título que sólo podía ser usado por los grandes señores. Algo que él siempre defendió, ya que decía ser nieto por línea materna de todo un maestre de campo. En el año 1670 pintaría El sueño del caballero, un lienzo donde vuelve a tratar un tema del Barroco español: la vanidad, los deseos materiales que nada tienen que ver con lo verdaderamente importante. Y qué mejor representación para ese tipo de cuadro que un sueño, es decir, que un deseo humano irreal, inconsistente, veleidoso, traicionero y evanescente. En el siglo XIX los poetas se dejaron llevar por el mayor rechazo hacia lo material, uno de ellos, Charles Baudelaire (1821-1867), el más enardecido defensor de lo auténtico y lo efímero de la vida, escribiría: Estos tesoros, estos muebles, este lujo, este orden, estos perfumes, estas flores milagrosas son tú. Tú también estos grandes ríos, estos canales tranquilos. Los enormes navíos que arrastran, cargados todos de riqueza, de los que salen los cantos monótonos de la maniobra, son mis pensamientos, que duermen o ruedan sobre tu seno. Tú los guías dulcemente hacia el mar, que es lo infinito, mientras reflejas las profundidades del cielo en la limpidez de tu alma hermosa; y cuando, rendidos por la marejada y hastiados de los productos del Oriente, vuelven al puerto natal, son también mis pensamientos, que tornan, enriquecidos de lo infinito, hacia ti.

(Óleo de Antonio de Pereda, El sueño del caballero, 1670, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Portada inglesa del libro El que pierde gana, de Graham Greene; Cuadro El naufragio, del pintor Goya, 1793, Particular, Madrid; Retrato de Graham Greene, obra del pintor francés actual Jean-Luc Bellini, 1948; Fotografía de Catherine Walston, 1945.)

Vídeo de la película El fin del Romance, 1999, basado en una novela de Graham Greene:

1 de diciembre de 2011

La vida no sólo imita al Arte sino que, luego de inspirarlo y adorarlo, hasta lo consigue destruir.



No habían aparecido en Níjar todavía los refulgentes rayos del sol andaluz, durante el cálido verano de 1928, cuando el cuerpo de Francisco Montes yacía ensangrentado sobre la tierra. Había cabalgado poco antes a lomos de una mula junto a una mujer desesperada por alejarse. Porque en el soleado amanecer de esa mañana ella y otro hombre al que no quería debían haber contraído matrimonio. Así que entonces ella no lo pensaría mucho más y con la urgencia de lo definitivo se armaría de valor. Desinhibida por fin -aunque no enamorada- se lo pediría a su sorprendido primo Francisco. Su primo entonces no lo dudaría, se irían juntos abandonando a todos y a todo. A unos ocho kilómetros del Cortijo del Fraile -lugar de la insufrible celebración matrimonial no querida ni comenzada nunca-, en el camino de la Serrata, un embozado criminal descerrajaría entonces dos tiros que acabarían con la vida del confiado primo de Francisca. Ésta horrorizada caería en tierra de golpe medio ensangrentada, aturdida y vencida para siempre. Alguien -su propia hermana Carmen- se había abalanzado rabiosa hacia ella para intentar ahogarla con ira. Pero Francisca entonces quiso vivir, como antes lo hubiese intentado con su huida. Así que ahora, para vivir, se hizo la muerta, así se salvaría para contarlo. Esta historia real ocurrida en Almería en el año 1928 fue la inspiración creativa tanto de una novelista como de un dramaturgo. Ella Carmen de Burgos (1867-1932) y él Federico García Lorca (1899-1936). Cuando el pequeño hijo de Carmen de Burgos falleciera de pronto ella comprendería que nada podía hacerla sufrir más. Así que con su otra hija, más pequeña aún, decidió abandonar para siempre su tierra y su marido. En Madrid conseguiría dedicarse a lo que siempre habría sentido con más deseo: escribir. De ese modo alcanzaría a ser una de las primeras periodistas de España en aquellos años del siglo XX. Había nacido en las llanuras almerienses cercanas a Níjar de un hacendado padre. Y con su próspero marido pensaría así que toda su vida acabaría siendo perfecta y completa en ese lugar. Pero no se conformó entonces sólo con eso. Decidiría volcar toda su inquietud en la educación, tanto suya como en la de los demás. Pero se marcharía luego. Y en su liberada vida madrileña conocería también a muchos hombres. Una vez escribiría con descarnada franqueza lo que ella hubiese querido ser:

En la lucha se moldeó mi espíritu..., y hoy envuelvo en triste piedad creencias viejas y sentimientos que no comprendo cómo pudieron vivir en mi alma. El olvido tiene la melancolía de las cosas que mueren. Nuestros corazones son grandes cementerios sin epitafios. No soy siquiera una amargada ni una vencida. Alcancé más de lo que podía esperar, y si mi ánimo fuera darme un bombo, aprovecharía la ocasión que ahora me ofrecen para citar los elogios que he merecido a hombres ilustres..., a las amistades valiosas que me honran..., a los triunfos que alcancé en conferencias en España y en el extranjero..., a las polémicas en que salí vencedora, a las iniciativas en que peleé en primera fila por el bien y la justicia..., a las sociedades de que formo parte, y como mis libros pasaron triunfantes la frontera... ¿Pero qué vale todo éso para quién ha sentido como yo el dardo de la ingratitud y conoce la pequeñez de las cosas? Humo que ni satisfizo mi corazón, ni desvaneció mi cabeza. En el año 1931 publicaría Carmen de Burgos su novela Puñal de Claveles, obra inspirada en el crimen de Níjar llevado a cabo tres años antes. La narración buscaba, sin embargo, resaltar otra cosa: la decisión personal y la búsqueda de la propia vida. En su novela evitaría no sólo contar los motivos reales del hecho, la huida de la novia horas antes de un matrimonio no deseado, despiadado y odioso, sino que evitaría narrar los detalles más sórdidos y escabrosos de la auténtica tragedia. Qué menos podía hacer que utilizar una historia real tan poco bella, tan prosaica, tan rural, tan interesada, tan codiciosa para glosar ahora, sin embargo, un ideal tan perseguido por ella: la libertad. Porque la verdadera crónica de los hechos fue muy distinta. Carmen de Burgos transformaría esa vida prosaica, antiestética, sórdida y material de la tragedia en otra cosa, en una decisión personal muy heroica, virtuosa y liberada, tanto como ella misma había decidido tener con la suya.

Francisca Cañada -la novia huida- era una joven soltera que convivía con su padre en el Cortijo del Fraile. Este cortijo había sido un antiguo convento dominico construido en el siglo XVIII y adquirido luego por particulares durante la desamortización de comienzos del siglo XIX, cuando los bienes de la Iglesia fueron expropiados por el gobierno. El padre de Francisca era un medianero de labranza en ese cortijo, es decir, trabajaba la tierra del propietario compartiendo con él los beneficios. La madre había fallecido en el año 1916 y sólo quedaban en la familia cuatro hermanas y dos hermanos. Francisca fue la única de todos que nacería con una cojera. Fue por ello que, en vez de dedicarse a trabajar en el campo, se dedicaría a bordar o hacer otras cosas, cosas que entonces estaban reservadas a personas con un nivel socioeconómico alto. Su padre, preocupado por su futuro, decidió que Francisca heredase la tierra que poseía y dotarla con tres mil quinientas pesetas de entonces. Todos comprendieron la decisión paterna excepto su hermana Carmen. Esta y su marido Francisco Pérez convivían con sus dos hijos en otro cortijo cercano. Pero con ellos vivía además Casimiro, un pobre hombre allegado a la familia. Era este un hombre muy humilde, bueno e inocente. La ambición de la hermana no pararía por entonces...  Convenció a Casimiro de que se casara con Francisca la coja. Así que ya se veía Carmen viviendo en el Cortijo del Fraile donde se instalarían todos. La presunta y resignada novia no se entusiasmó con Casimiro, en el fondo no le gustaba la idea de casarse con él ni con nadie.

Francisca se sentía triste y desilusionada. Pasaron los días y la fecha se fijaría para el enlace. Pero los deseos de codicia no acabaron solo con su hermana. Además una anciana tía quiso que su hijo Francisco Montes, primo de las dos, fuese el que consiguiese la fortuna heredada. Sin embargo éste estaba comprometido con otra mujer, motivo por el cual, además de su falta de carácter, el joven no se acabaría decidiendo. La celebración de la boda en el Cortijo del Fraile obligaba a recibir la noche anterior a todos los invitados. Cenaron juntos algunos de ellos y pronto se retiraron a dormir. La novia antes que nadie, los demás después. Su hermana Carmen y su marido llegaron muy tarde. Pronto preguntaron por la novia, fueron a su habitación y no la encontraron. La buscaron por todas partes pero ella no estaba ya en el cortijo. Pasaba el tiempo y no aparecía. Tampoco encontraron a su primo Francisco Montes. Entonces se terminaría por desatar la confusión en el cortijo. Para ese preciso momento los asesinos ya habían ido a buscarla. Apareció luego el cadáver de Francisco. Su prima pudo, malherida, tiempo después regresar sola, ¡estaba viva! Así se desarrolló la realidad de lo sucedido. Así fue entonces la vida real. Tiempo después acabaron condenando a los asesinos, el matrimonio de Carmen y su marido. Francisca terminaría viviendo el resto de su vida sola en la misma tierra que un día heredara de su padre.

Federico García Lorca publicaría en el año 1933 su obra teatral Bodas de sangre. Es aquí donde el excelso creador andaluz transformaría por completo la realidad sórdida de la historia para hacer de ella ahora una dramática pero muy bella tragedia pasional, desgarradoramente romántica, cargada de celos, honor, orgullo y belleza. Para nada la sencilla y sempiterna explicación material de una tragedia. Para nada la codicia ni la ambición ni la miseria. El genio literario del poeta español compuso su obra maestra con lo que él pensaba que debía ser en esos casos algo más parecido a la vida que debía vivirse, no la que no merece siquiera la pena de leerse, entenderse, vivirse ni contarse. En uno de sus geniales y líricos párrafos, el gran poeta español del siglo XX haría exclamar, con palabras altamente literarias, a la novia esta declaración pasional tan bella como inevitable:

¡Porque yo me fui con el otro, me fui! Tu también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada. Llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!; yo no quería, ¡óyelo bien! Yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos!


(Fotografía actual del Cortijo del Fraile, Níjar, Almería, del autor Juan García-Gálvez, www.jggweb.com, Cortijo en ruinas que continúa siendo propiedad privada y deteriorándose poco a poco, a pesar de haber sido declarado Bien de Interés Cultural; Cuadro del pintor español, nacido en 1934, Ignacio García Ergüin, La Muerte; Obra de la pintora actual norteamericana Emily Tarleton, Lorca 1, de 2006; Lienzo del pintor Julio Romero de Torres, Carmen de Burgos, 1917; Cuadro de Dalí, El jinete de la muerte, 1935, París; Óleo del pintor Émile Lévi, La muerte de Orfeo, 1866, Museo de Orsay, París, héroe mitológico que murió por salvar a su amada; Fotografía de las ruinas del Cortijo del Fraile; Retrato de época de Francisca Cañada, la novia del crimen de Níjar.)

Vídeo homenaje al Cortijo del Fraile, Níjar, Almería:

17 de noviembre de 2011

Todo y nada, o dos cosas que creemos, a veces, necesitar por igual.



Escribir es algo más que expresar ideas o contar algo, es descubrir, sorprendentemente, cómo las palabras surgen de las manos provocadas ahora por la irresistible y misteriosa, sobre todo misteriosa, fuerza mental inspiradora...  Sencillamente, como casi todo, se siente la gana de hacerlo, no se sabe muy bien por qué. Vivir es semejante a escribir. Hacemos las cosas sin explicación aparente. Probablemente no haga falta saberlo, pero desconcierta a veces el poco o ningún sentido que tienen. La conducta humana es muy curiosa y provoca a menudo o la carcajada más airosa o el silencio más atronador. Sin embargo, como casi siempre, nunca nos veremos a nosotros mismos, y ésto nos hará pensar, ¿por qué nos suceden las cosas sin la claridad con que otros las ven?


Nada es único, ni inmejorable;
sólo, a veces, parece que una rosa florece perfecta,
con pétalos irrepetibles.
La vida se repite siempre,
vulnerable,
lánguida y desmedida;
vaporosa y seductora.
La pérdida es ganancia con el tiempo,
con la inevitable cadencia de las vueltas.
La inspiración es creación azarosa,
describe partes de un completo epigrama inacabado.
La belleza se recrea en el momento,
el valor, en la impostura desagraviada;
el deseo, en la emoción involuntaria.
Pero, nada permanece indescriptible,
eximio ni doliente.
Todo se vuelve repetible, renacedor;
adolescente de nuevo.
Nada es único ni inmejorable.


Tras de cada uno se va creando todo;
orden y medida posibilitan la creación,
y ésta se perfecciona sola, sin reparos;
surge sin otra cosa que a través de sí misma.
Así todo se construye, se enlaza y se sostiene;
deambulando partes de un todo revelado.
Persistiendo por cada acoplamiento
decidido;
perviviendo por la necesidad de ser creado.
Resulta, a veces, bendecido o maldito,
dependiendo de los frutos
recogidos en su intento;
siempre es así todo, así vive,
así se representa la maravillosa
estela de la creación.
Así se da cita, a un tiempo,
el devenir de todo.


(Fotografía del Desierto del Sahara (Nada); Fotografía de una multitud en El Cairo (Todo), Egipto, 2011.)

12 de octubre de 2011

El recuerdo más épico recompone los pedazos perdidos u olvidados de nuestro atribulado espíritu.



Aquel reconocido periodista español decimonónico -Mariano de Cavia- llevaría a nominar luego un premio para los que consiguieran escribir artículos que llegaran ahora más allá de lo que, objetivamente, comunicaran con ellos entre sus páginas. El premio Mariano de Cavia se concede en España desde el año 1920 para aquellos periodistas o escritores que, con sus artículos publicados, hayan alcanzado parte de aquella excelencia literaria. En el año 1926 se concedió el premio a un artículo publicado el día 12 de octubre en el diario ABC de Madrid y titulado El triunfo de las Carabelas. Estaba firmado por Manuel Siurot Rodríguez, un pedagogo sevillano nacido en la pequeña localidad de la Palma del Condado, provincia de Huelva, y que habría dedicado toda su vida a la enseñanza y a la divulgación cultural.

Es de destacar aquel homenaje por la noble, desinteresada, loable y extraordinaria vida de esfuerzo y dedicación del tan eximio pedagogo andaluz. Del mismo modo, homenajear también ahora la ingente tarea que España desarrollaría en América para educar a los nativos y a sus hijos, y a los hijos de los de aquí que luego siguieron allí. Esta gran labor cultural fue realizada -a veces con una iglesia útil poco reconocida- por España en América durante casi cuatrocientos años seguidos. Actividad educativa nunca superada por ninguna otra nación que hubiese descubierto o conquistado o colonizado tierra alguna desde el alba de los tiempos históricos.

El Triunfo de las Carabelas

En el amanecer luminoso de aquel 12 de Octubre, la Santa María, de Colón; la Pinta, de Martín Alonso, y la Niña, de Vicente Yáñez, han tocado con sus proas la tierra del Nuevo Mundo. La mañana tropical del golfo sonríe en las aguas azules, en la limpieza del cielo y en la alegría de la selva virgen. España acaba de romper la barrera infranqueable que habían construido el miedo y la ignorancia, aprovechándose de la inmensidad del mar. Esa felicidad, que sonríe en el seno de la mañana augusta, es un obsequio de la Naturaleza a los tres barcos triunfadores, que son los tres maestros más grandes de la Geografía Universal.

El espíritu creador de la Patria española contrae en ese momento nupcias con América cobriza, la inocente, la bella. El sacerdote de ese matrimonio es Dios, y son testigos el cielo, el sol, el mar y aquellos marineros españoles que, desde la democracia de sus vidas, han escalado la cumbre más alta del honor. La Historia estaba celosa de la Poesía, y, con un puñado de hombres de carne y hueso, escribió un poema más grande y más luminoso que todas las invenciones de la leyenda.

Luego viene Cortés, y quema en la candela de sus naves una resina olorosa y nueva, que es el incienso de la Patria al inmolarse voluntariamente ante el altar de América. Viene Pizarro, que no sabe leer, y civiliza un mundo, crea un imperio más grande que Europa, y, en la noche ecuatorial, ha visto aquella Cruz del Sur, cielo novísimo, descubierto por él; cruz de brillantes, que relampaguean misteriosos como espléndida joya sideral, que era el regalo que Dios hacía en las bodas de España con América.

Y vienen Ponce de León, Balboa, Grijalba, Solís, Ocampo, Álvaro Núñez, y mil más legionarios del heroísmo y patriarcas de la civilización. Por todos la Patria del solar castellano, del poema del Cid y del Romancero, la que supo romper en la frente de almorávides, almohades y benimerinos de la soberbia de las dominaciones con el martillo de la austeridad; la España de los Fueros, de los Municipios y de las iluminaciones teológicas, trabaja en la alfarería creadora de los mundos, y al dilatar meridianos y paralelos surge el planeta definitivamente perfecto, según las leyes de la geografía de Dios.

Ahora, lo mismo que el 3 de Agosto, mis discípulos recogen esta emoción, que va llenando sus almas y perfumando sus ideas. Es el salmo de la Patria, que debe semitornarse con todos los calores y dulzuras del amor. Les digo: Para que el amor de la Patria sea perfecto ha de tener alas en su misticismo, y herramientas en su acción. Amor que no sabe volar no es amor, y, por otra parte, amor patrio que no tiene una palabra, un libro, un arado, un martillo y un cansancio de labores generosas, es un sustantivo sin substancia.

Aquellos españoles de la epopeya tenían alas y tenían instrumentos; eran místicos y trabajadores; estaban iluminados de ideales, y tenían los pies perfectamente puestos en la realidad de la vida. Este día es un grande orgullo de la Historia, y debe traer para la juventud de España y América el serio propósito de volar por el mundo de las ideas, llevando bajo las alas el instrumental práctico de la civilización.

Pero es preciso, para volar por fuera, volar primero sobre nosotros mismos en la meditación de nuestro propio destino; porque no hay ni uno solo de los jóvenes hispanoamericanos que no tenga un 12 de Octubre a que llegar en su vida; un posible 12 de Octubre, que es la revelación completa de la personalidad. A ese momento glorioso no puede llegarse si no copiamos de la Rábida, que es la cátedra más fuerte del genio español, la sencillez franciscana, la entereza maravillosa del carácter, y la generosidad, que sale limpia de todos los juicios históricos; si no nos embarcamos en las tres carabelas de nuestra memoria, entendimiento y voluntad; si no nos lanzamos al mar de la vida para vencer las tempestades atlánticas y la de los hombres, y si no estamos vigilantes para ver en la aurora del día milagroso la América que todos llevamos por descubrir en nuestra alma.

Manuel Siurot.

(Artículo publicado de nuevo en el periódico ABC de Madrid el día 12 de abril de 1927, como homenaje al premio Mariano de Cavia de 1926, concedido a Manuel Siurot Rodríguez en el año 1927.)

(Fotografía de estatua de Cristóbal Colón en el Monasterio de Santa María de las Cuevas, Sevilla, hoy convertido en Museo de Arte Contemporáneo; Fotografía de la misma estatua con el pedestal y su leyenda: A Cristóbal Colón, en memoria de haber estado depositadas sus cenizas desde el año 1513 a 1806 en la iglesia de esta Cartuja de Santa María de las Cuevas (Sevilla), erigido en 1887; Óleo del pintor francés Ferninand-Victor-Eugene Delacroix, 1798-1863, Colón y su hijo en La Rábida, 1838, USA; Cuadro Vista del monumento a Colón, del pintor andaluz Picasso, 1917, Museo Picasso, Barcelona; Cuadro El descubrimiento de América, 1959, del pintor catalán Dalí, USA.)

30 de agosto de 2011

Dos pintores desconocidos y una leyenda mitológica: un tapiz, un verso y un poeta andaluz.



A principios del siglo XX la ciudad de Sevilla era una atrasada ciudad, desfasada con respecto a otras ciudades españolas tanto económica, urbanística como socialmente. Ya habían pasado demasiados años, siglos casi, desde que hubiera sido la perla americana en el antiguo continente. Luego de los siglos gloriosos los intentos progresistas del intendente Pablo de Olavide a finales del siglo XVIII, sus impulsos más ilustradores, fueron deslucidos a causa de la guerra de la Independencia del año 1808. Posteriormente Sevilla sufriría un siglo XIX desesperante, inmovilista y oscuro. A finales de este siglo llegaría a padecer unos momentos muy críticos, alcanzando situaciones alarmantes de pobreza entre su población, de hambre extrema incluso durante el temprano año de 1905. Así que en el año 1909 se propuso la idea de realizar una gran exposición en Sevilla, algo que cambiara la ciudad, la fomentara y la impulsara económicamente. Pero tendría que ser algo muy relevante, debía ser entonces un gran evento internacional. Su íntima relación histórica con Iberoamérica terminaría por concretar ese sentido internacional: sería una exposición Iberoamericana.

Inicialmente la fecha de su inauguración se decidió para el primero de abril del año 1911, sin embargo se tuvo que retrasar por dificultades en su proyecto hasta el año 1914. Pero la Gran Guerra Mundial de ese mismo año suspendió la participación de algunos países. Mas tarde, cuando acabó la contienda mundial, los acontecimientos del conflicto bélico español en Marruecos detuvieron sin discusión el inicio de tan necesitada ilusión para aquellos sevillanos de entonces. Finalizada la guerra de África en el año 1927, ya no habría excusa para disponer de fecha, así que ésta se fijaría definitivamente para el mes de mayo de 1929. Todo se prepararía para el nueve de ese mes, mes exultante en una ciudad acostumbrada a tantas emociones, cambios, acontecimientos e historias. Aquel día el rey de España Alfonso XIII y su familia inauguraron la exposición. El momento lo plasmaría en un gran lienzo el desconocido pintor sevillano Alfonso Grosso y Sánchez (1893-1983). Formado en la Escuela de Bellas Artes de Sevilla, trataría siempre de mantener el pintor andaluz aquel legado artístico de siglos de Arte que su ciudad hubiera conseguido en los años de esplendor dorado en la Pintura Universal.

Para el escenario del trono real donde el rey y su familia se situarían se colgó un enorme tapiz, confeccionado en el año 1817 en la Real Fábrica de Tapices de Madrid. Representaba un relato bíblico, una leyenda sagrada basada en el Libro de Samuel. Esa historia bíblica cuenta cómo uno de los numerosos hijos del rey israelita David, el mayor de ellos, Amnón, quedaría obsesivamente seducido por la belleza de Tamar, una de sus hermanastras. Y no pudo más entonces que intentar poseerla como fuese. Idearía para ello encontrarse enfermo y no poder levantarse a menos que pudiera comer sólo de las manos de su hermosa hermana. Su padre David accedería a tan insólita petición, tan preocupado estaba por la salud de su primogénito. Mandaría entonces Amnón que todos salieran de su alcoba excepto Tamar. Luego, cuando ella se acercó con la comida, Amnón la forzaría, la obligaría y violaría. Sin embargo, Tamar le rogaría que accediera a pedir su mano al rey David. Pero aquél se negaría. Y esta fue su perdición. Absalón, otro de los hijos del rey David -hermano carnal de Tamar-, al enterarse por ella de lo que había sucedido, juró entonces matar a Amnón fuese como fuese. Después de acabar con la vida de su hermanastro, Absalón tuvo que huir de Israel. Uno de sus amigos, Joab, general de confianza del rey David, convencería a éste de que le perdonase. Así regresaría el fratricida, al cabo de casi dos años. Pero, al regresar la ambición de Absalón fue mayor que su agradecimiento.

Decide Absalón, ahora que es el primogénito, que ya es tiempo de que reine. Se alza contra su padre cuando David se encuentra lejos de Jerusalén. Pero ahora los mercenarios del rey al mando de Joab se enfrentan a Absalón en el campo de batalla. Al verse perdido, Absalón huye de nuevo ante su enemigo a través de las llanuras, valles y arbustos de Israel. Le perseguía Joab decidido cuando, llegando a un pequeño bosque, la larga y frondosa cabellera de Absalón se enreda en un árbol. Así, atrapado puerilmente, no pudo Absalón seguir huyendo más. Fue alcanzado fatalmente gracias a la certera lanza del hábil Joab. El rey David, desolado al enterarse, no pudo más que sentir su muerte y proclamar, enloquecido casi: ¡Hijo mío, Absalón! ¡Hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera que yo muriese en tu lugar! ¡Absalón, hijo mío! Federico García Lorca (1898-1936), el gran poeta español de leyendas y mitos, escribiría en el año 1928 su famoso Romancero gitano. Dieciocho maravillosos romances basados en la cultura gitana, pero, sin embargo, el genial poeta andaluz trataría de unir la poesía popular con la alta lírica universal de los versos legendarios. Sobre todo llegaría a enaltecer con su literatura los grandes mitos pasionales de los hombres: el amor, la traición, los celos, el erotismo o la muerte. Uno de sus romances, el último, trata sobre el drama legendario de Tamar y Amnón. El excelso poeta conseguiría entonces darle sentimiento, cadencia, emoción y lirismo a tan sagrada y bíblica historia legendaria.

Émbolos y muslos juegan
bajo las nubes paradas.
Alrededor de Thamar
gritan vírgenes gitanas
y otras recogen las gotas
de su flor martirizada.
Paños blancos enrojecen
en las alcobas cerradas.
Rumores de tibia aurora
pámpanos y peces cambian.

Violador enfurecido,
Amnón huye con su jaca.
Negros le dirigen flechas
en los muros y atalayas.
Y cuando los cuatro cascos
eran cuatro resonancias,
David con unas tijeras cortó
las cuerdas del arpa.

(Fragmento del Romancero Tamar y Amnón, del poeta español Federico García Lorca, 1928)

(Óleo del pintor Alfonso Grosso y Sánchez, Sevilla, años veinte, Museo de Bellas Artes de Sevilla; Cuadro del pintor holandés Jan Steen, 1626-1679, Lecciones de baile a un gato, 1660, Holanda; Óleo del pintor holandés Jan Steen, Joven tocando el clavicordio a un hombre, 1659, National Gallery, Londres, aunque realmente lo que dibuja el autor es un virginal, más pequeño que el clavicordio; aparece en el cuadro una inscripción latina que traducida dice algo así: Las acciones demuestran al hombre, muy a propósito con la imagen representada ya que las intenciones del hombre con la joven no serán tan honradas; Óleo del pintor sevillano Alfonso Grosso, Gitana, siglo XX, Sevilla; Gran cuadro El Rey y su familia en la exposición Iberoamericana de Sevilla, 1929, Alfonso Grosso y Sánchez, Real Alcázar de Sevilla; Óleo Amnón y Tamar, 1660, Jan Steen; Imagen en detalle del gran tapiz Muerte de Absalón, 1817, Patrimonio Nacional, Madrid; Cuadro David y Jonatán, 1692, Rembrandt; Pintura del artista sevillano Alfonso Grosso y Sánchez, El monaguillo, 1920, Museo de Bellas Artes, Sevilla.)

25 de julio de 2011

El aburrimiento o el tedio como un motor de creación o de maldición.



En los inicios de la civilización europea -en la antigua Grecia- se comenzaría a utilizar una palabra griega, areté, para tratar de explicar el conjunto de cualidades morales, cívicas e intelectuales para desarrollar una vida ejemplar, honrosa, justa, deseable, valerosa y virtuosa. Aunque el término llegaría a tener una amplia aplicación -valor ante el enemigo, por ejemplo-, acabaría, gracias a los filósofos Platón y Aristóteles, convirtiéndose en sinónimo y representación de lo que se terminaría por llamar ética. Con este término se materializaría entonces un concepto más concreto: la conducta o los juicios de la razón que nos llevan a distinguir (por tanto a aplicar o no) el bien del mal. Finalmente, como consecuencia de eso, a disponer y disfrutar de una buena y excelente vida. Luego, cuando los siglos abandonaron a los dioses del Olimpo y los pueblos bárbaros arrasaron la civilización, el cristianismo vino a sostener, traducir y justificar aquellas antiguas ideas y conceptos. En el medievo los pensadores y teólogos de ese cristianismo, preceptores de una sociedad desorientada y perdida, crearon por entonces el pecado. Y lo crearon como resultado de una fuerza exterior al hombre, algo que acabaron por denominar demonio. Se definieron varios tipos de pecados -siete en concreto- que eran los más importantes, los más fundamentales, los capitales.

De ese modo la civilización de la Edad Media explicaría entonces la conducta humana imputable, es decir, aquella conducta responsable que sería resultado de la libertad genuina de los seres. Se trataba de justificar que la pérdida de la gracia de Dios llevaría al ser humano a cometer esas maldades tipificadas en la moral cristiana, la única moral que guiaba y auxiliaba entonces a la sociedad. No se distinguían entonces trastornos mentales como la locura o la enfermedad mental, unos males que eran sólo producto del demonio. La brujería ayudaría bastante a justificar toda manifestación psicopatológica, lo que hoy viene a llamarse Trastornos de la Personalidad. Más tarde, a la llegada del Renacimiento, con una economía más dinámica -gracias a la Reforma protestante y su exagerado puritanismo-, se llegaría a identificar trabajo con moral y virtud, y, a cambio, ocio con pecado y maldad. Luego, en el ilustrado siglo XVIII, comenzaría el advenimiento y desarrollo de una balbuciente ciencia para tratar de entender los problemas del mundo. Y después, en el siglo XIX, se conseguiría por fin la consolidación de la ciencia y, con ella, se establecerían los primeros mecanismos mentales patológicos para comprender las conductas desviadas y malvadas. El Romanticismo incluso se atrevería a ensalzar a algunos de sus héroes como verdaderos personajes psicopáticos, lo que actualmente viene a entenderse como individuos -no todos patológicos- que padecerían el denominado Trastorno de Personalidad.

Cuando los grandes creadores se sienten próximos a morir alcanzarán -gracias a algún resorte íntimo para permanecer vivos- a componer sus más elevadas e inmortales obras. Cuando el poeta inglés John Keats (1795-1821) presintiera durante el año 1820 que su enfermedad tísica acabaría con él, escribiría sus más excelsos versos, conocidos como Odas, una obra clásica de la Literatura Universal. Cuando el escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003) supiera que tan sólo le quedaban pocos años de vida, dedicaría todos sus esfuerzos a realizar unas novelas geniales. Fueron publicadas póstumamente editadas en un único y grueso volumen. La editorial decidiría titularlo con el simple y enigmático título de 2666. Se justificaría ese título por otra novela de Roberto Bolaño, Amuleto, una obra donde uno de sus personajes dice: los vi cruzar la avenida Reforma sin esperar la luz verde, ambos con el pelo largo y arremolinado, porque a esa hora por Reforma corre el viento nocturno que le sobra a la noche. La avenida Reforma se transforma en un tubo transparente, en un pulmón de forma cuneiforme por donde pasan las exhalaciones imaginarias de la ciudad. Y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero, ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprimida que antes. La Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio de 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que, por querer olvidar algo, ha terminado por olvidarlo todo.

En uno de los capítulos que componen la gran obra, La parte de los crímenes, el autor chileno relata los criminales, desalmados e infames asesinatos de mujeres llevados a cabo en la población fronteriza mejicana de Ciudad Juárez. El escritor chileno trataría de explicarlos crípticamente con ese relato apasionante. El capítulo guardaba y describía un centro oculto que se situaría justo debajo de un centro geográfico. Este centro físico era la frontera mejicana de Ciudad Juárez. Uno de los personajes llegaría a decir de ese centro: En él se esconde el secreto del mundo. Bolaño encabezaría su creación con una frase dura y significativa basada en el verso de un poeta francés, simbolista y maldito, llamado Charles Baudelaire (1821-1867): Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento. Roberto Bolaño pensaba eso mismo de la sociedad moderna y de la cruel enfermedad que padecía: el aburrimiento. Y que para escapar de él lo único que tenemos más a mano es el mal. Esa palabra, aburrimiento, procede del latín ab-horrere, sin horror. Se entiende así el concepto que describe una existencia humana que no tiene ningún sentido porque no tiene nada que perder o temer. Según dicen, el aburrimiento puede llevar a acciones impulsivas, excesivas o sin sentido, acciones que perjudican incluso los propios intereses del que lo padece. Algunos estudios psicológicos demuestran que lo que lleva a algunas personas a tomar estupefacientes o beber alcohol es el aburrimiento. La combinación de todo eso con la personalidad trastornada de antes consigue obtener la más espantosa de las maldiciones. Antes de que el poeta romántico John Keats cerrase sus ojos para siempre escribiría un verso inspirador y esperanzado, uno incluido en su obra poética Oda a una urna griega. Con él consiguió plasmar el poeta inglés lo que el Arte a veces nos ayudará a comprender: que siempre podemos elegir y que la elección la tendremos dentro de nosotros mismos:

¡Oh, pieza ática! ¡Qué bellamente
dispones sobre el mármol excelentes varones
y labradas doncellas junto a hierbas y ramas!
Tú excedes, callada forma, el pensamiento
como la eternidad. ¡Oh, fría Égloga!
Cuando la edad consuma esta generación
continuarás en medio de otro dolor que el nuestro,
como amiga del Hombre al que dices:
"La belleza es verdad, la verdad es belleza;
esto es cuanto sabes y saber necesitas".

Oda a una urna griega, 1820, del poeta inglés John Keats.

(Imagen de una ilustración de los crímenes de Ciudad Juárez, México; Fotografía de Quinn Dombrowski, Hombre aburrido, 2004, USA; Imagen fotográfica de la fiesta española de San Fermín, Pamplona; Temple sobre tabla La matanza de los inocentes, detalle, 1450, del pintor Fra Angélico, Museo de San Marcos, Florencia; Óleo del pintor francés Gustave Courbet, Charles Baudelaire, 1849; Ilustración con la imagen del escritor chileno Roberto Bolaño.)

20 de julio de 2011

La civilización, la cultura, siempre fluyó desde Oriente hacia Occidente, del orto hacia el ocaso.



A finales del mes de septiembre del año 1958, durante unas obras en los terrenos de una sociedad deportiva, se descubriría a las afueras de la ciudad de Sevilla (España) lo que parecía ser, a simple vista, un antiguo y refulgente brazalete dorado bajo la tierra. Aquello no resultaría ser un hallazgo cualquiera, lo que aquel hombre y su trabajo habían encontrado entonces resucitaría así, cuarenta años después, lo que un arqueólogo alemán, Adolf Schulten (1870-1960), hubiera vaticinado en los anteriores años veinte en sus andanzas por la región andaluza y el curso del bajo Guadalquivir: la posible existencia de la mítica Tartessos, la primera civilización de Occidente. Desde el siglo XV antes de Cristo, es decir, a partir del año 1400 a.C., se sitúa en la India el comienzo del periodo védico temprano, un periodo que vendría a durar hasta el año 1100 a.C. En esa época antigua se comenzaría a escribir, en sánscrito, los textos sagrados más antiguos de la India, los Vedas. Este idioma asiático pertenecía a la gran hornada de lenguas indoeuropeas, rama lingüística de donde proceden casi todas las lenguas que se hablaron -y se hablan- en Europa y el sur de Asia. Como en casi todas las culturas elaboradas, la hinduista también crearía su mitología. En ella, como en la de la antigua Grecia, existió también una diosa venus, Laksmí, la esposa del dios hinduista Vishnú. Representaba la belleza, el buen camino y la buena suerte. Como la Venus Anadiómena griega posterior, Laksmí también surgiría de la inspirada mítica espuma del mar.

Pero antes de llegar algo parecido al Egeo -a la Grecia antigua- llegaría a Fenicia, y, antes aún, al Oriente próximo mesopotámico. Sobre el año 1200 a.C., los fenicios asimilaron de pueblos situados más a su oriente a su diosa Astarté, igualmente equiparada a la diosa Afrodita griega o a la Venus romana posterior. Luego, a partir del año 800 a.C., los fenicios lograrían cruzar todo el mar terreno conocido, el Mediterráneo, hasta alcanzar sus costas más occidentales. Cerca de lo que hoy es Túnez fundaron una próspera colonia, Cartago. Desde ahí consiguieron colonizar todo el extremo occidental del mundo conocido entonces. Así llegaron hasta Cádiz -Gadir-, y, subiendo por el curso del río Baits -Guadalquivir-, llegarían a un paraje maravilloso, idílico y tranquilo, donde ahora el río vadeaba lagunas y marismas y unas colinas cercanas dominarían todo el fértil y sosegado valle iluminado. Ahí se fue asentando una de las poblaciones fenicias más importantes de occidente. Al pasar los años terminaría creándose un pueblo más evolucionado, un lugar al que se acabaría denominando Tartessos.

Ese reducto interior -gracias al río navegable- centralizaría uno de los comercios más sugerentes del mundo mediterráneo conocido: los metales preciosos. La tierra del sur de la península ibérica, geológicamente surgida de la conjunción de dos placas continentales, la europea y la africana, resultaría ser muy rica en plata, oro, cobre, estaño, etc. Fue por entonces El Dorado de la antigüedad europea. Así que, desde que llegaron los fenicios, fue desarrollándose poco a poco una cultura particular y propia... Porque Tartessos, según investigaciones científicas de los últimos años, no fue -si es que fue algo- un asentamiento autóctono, ibérico o local. Fue una región de origen fenicio, y, poco después, griego; y, luego, mezcla de las dos también. Pero, con los años, acabaría adquiriendo, sin embargo, gracias a la importancia de sus preciados recursos, un carácter propio y especial, acabando por ser una sociedad más sofisticada que la de sus orígenes mediterráneos.

La sociedad tartésica era una organización social muy jerarquizada. La clase aristocrática se aprovecharía de los tesoros y de la mano de obra de una clase inferior para prosperar. Sus avances culturales no fueron, sin embargo, más allá de una exquisita elaboración artística de metales preciosos. Consiguieron configurar una población satisfecha de sí misma gracias al comercio y a la tranquilidad, por la falta de conflictos, más que por un desarrollo cultural estable y evolucionado. Las Artes arquitectónicas, las únicas -a parte de las literarias- que testimoniarán la historia de un pueblo o de una cultura antigua, no dejaron ninguna huella pétrea conocida de Tartessos... A diferencia de los pueblos Mayas, por ejemplo, Tartessos no dejaría ningún resto pétreo que pueda, realmente, acercarnos a su verdadera historia. Por eso fue un mito, siguió siendo un mito, y, probablemente, continuará siendo un mito. A pesar de todo, ha llegado hasta nosotros la figura de Argantonio (660 a.C - 550 a.C.), el último rey tartésico del que se tiene conocimiento. Fueron los griegos los que nos hicieron llegar su historia. Al parecer, este rey tartésico, que nunca construyó palacios ni obras en piedra -o fueron totalmente arrasados-, se sintió más atraído en aquellos años, siglo VI a.C., por los griegos que por los fenicios. Pudo influir la decadencia de este último pueblo y el auge del griego. El caso es que eso mismo fue su perdición y su desastre.

Cuando los cartagineses -los fenicios de ultramar- vieron peligrar sus dominios sobre el sur peninsular de Iberia, se aliaron con los etruscos -un pueblo itálico belicoso- enfrentándose a los griegos en la batalla naval de Alalia (535 a.C.). Posiblemente, antes de este sangriento encuentro naval con los griegos, los fenicios de Cartago -los cartagineses- destruyeron y arrasaron a sus antiguos -y ahora traicioneros- socios ibéricos de Tartessos. Poco después los griegos, que acabaron venciendo pero agotaron todas sus fuerzas en esa batalla, decidieron abandonar el sur peninsular asentándose en el noreste español y el sur de Francia. De ese modo los cartagineses, a pesar de su derrota, continuaron en el sur de España pero esta vez sólo en la costa, más centrados en su Nueva Cartago -actual ciudad de Cartagena-. Para entonces los griegos del Egeo habrían conocido por Homero, y después por Platón, qué fue de esa espléndida, exótica y pacífica población tartésica de Iberia. Así sería como el filósofo griego Platón crearía el idílico y mítico lugar donde los hombres son felices y los recursos permanentes, lugar al que terminaría por llamar Atlántida...  En la mitología griega Atlas -o Atlante- fue un titán al que Zeus condenaría cargar con las columnas que permitían mantener separados los cielos de la tierra. En su narración mítica, Platón cuenta que ese idílico lugar se situaba hacia el fin del Occidente, entre las columnas de Hércules -estrecho de Gibraltar-. También relataba el filósofo griego cómo los dioses decidieron castigar a ese pueblo por su soberbia enviando un terremoto, o un maremoto, que causaría una gran inundación y la completa desaparición de la Atlántida.

Fue en el Hinduismo -en la antigua India- donde se representaría por primera vez un símbolo geométrico, la Estrella de Laksmí, un polígono formado por dos cuadrados superpuestos, inclinados 45 grados, que acabaría configurando así una estrella de ocho puntas. Tiempo después los tartésicos llegarían a utilizar esa misma estrella de ocho puntas, una figura que entonces se denominaría gadeiro por el nombre que Platón dio a los habitantes de Gades, la antigua Cádiz fenicia. Y en esa misma región, muchos siglos después, el árabe, semita de origen, Abderramán I, primer emir de la independiente Al-Andalus, terminaría por usar esa misma estrella de ocho puntas y difundirla por todo el Mediterráneo. La población de Tartessos fue, de ese modo, la primera en utilizar en Occidente la simbólica estrella de ocho puntas. Fue todo un símbolo místico para ese pueblo mítico, el cual adoraba al sol mostrándolo así, como una estrella de ocho puntas con ocho rayos solares.

Años más tarde, en el siglo V a.C., los turdetanos, éste sí un pueblo autóctono -celtíbero- de la península ibérica, fueron los que habitaron aquellos mismos lugares abandonados antes por los tartésicos y sus colonizadores. De hecho, según cuentan las historias, los turdetanos fueron un pueblo de elevada cultura y gran sofisticación, si lo comparamos, por ejemplo, con otros pueblos celtíberos de la península ibérica. Pasaron luego los años sin más brillo, sin más emociones históricas, años muy tranquilos y sosegados culturalmente. Así, hasta que llegaron los romanos... Y muchos siglos después sus herederos, los castellanos, embarcados en tres frágiles carabelas frente al temible Atlántico, seguirían también avanzando hacia el oeste, confiados, ilusionados, desesperados, como antes los fenicios, hacia otro Occidente... Este otro occidente todavía aún mucho más allá de sus fronteras conocidas, aún mucho más de sí mismos, hacia otro mundo..., hacia un nuevo mundo.

Presiento el rondar de la romántica muerte,
del dolor de mis huesos que maldicen,
de la falta de memoria que transita,
el lance del puerto,
harapos de unas sandalias que me conducen a la sima.
Herencia del rayo que cesa en la luz y en su ausencia.
Me espera el Hades y la negra Estigia laguna...,
y el recuerdo eterno de Tarsis.

(Obra El Hades, Homero en Tarsis. Poema épico del autor español Ramón Fernández Palmeral).

(Imagen de la diosa fenicia Astarté, siglo IX a. C.; Imagen de una escultura de la diosa hindú Laksmí, siglo XV a.C.; Cuadro Astarté syriaca, 1877, del pintor prerrafaelita Dante Rossetti; Imagen publicitaria donde se representa una ideación de la mítica Atlántida; Fotografía de una reproducción de un adorno del Tesoro tartésico encontrado en 1958 en el Carambolo, Sevilla; Imagen de la escultura Atlas, período helenístico, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles; Fotografía en el antiguo asentamiento minero Minas de Tharsis, Alosno, Huelva (España); Imagen de una figura de una representación tartésica en bronce, Tartessos; Imagen del Relieve de Osuna, de la antigua Turdetania, Museo Arqueológico Nacional, Madrid; Fotografía de una estrella de ocho puntas -símbolo religioso antiguo- en la antigua iglesia de Santo Tomé, Zamora (España); Imagen del busto de Argantonio, Tartessos, Museo Arqueológico de Sevilla; Imagen con la representación de una figura tartésica, ¿Argantonio?)