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22 de octubre de 2012

Un cierto rubor de consistencia y un fuerte mensaje necesario: la tregua del Arte.



El gran novelista español Pérez Galdós escribiría un ensayo en el año 1889 a propósito de un viaje a Inglaterra. En uno de sus artículos describía una parte geográfica de ese país: Entre Newscastle y Birmingham el viaje es entretenidísimo pues se pueden admirar las catedrales de York y Durham. Después se atraviesa una de las comarcas fabriles más interesantes, la de Hallamshire, donde campea Sheffield, la metrópoli de los cuchillos. Sin detenerme recorro esta región contemplando la inmensa crestería de chimeneas humeantes que por todas partes se ve. Y luego llego a Birmingham, ciudad populosa, una de las más trabajadoras y opulentas de Inglaterra. Un poco más alegre que Manchester, se le parece en la febril animación de sus calles, en la negrura de sus soberbios edificios y en la muchedumbre y variedad de establecimientos industriales. La estación de este formidable emporio industrial es de tal magnitud, hay en ella un vaivén tan vertiginoso de trenes y gentío tan inquieto, que no me extrañaría que perdiera el sentido quien, desconociendo la lengua y las costumbres, quisiera indagar una dirección en aquella Babel de los caminos humanos...   Cuando el pintor inglés John Martin (1789-1854) quiso representar una imagen de cómo debía ser el fin del mundo, se inspiraría en la negrura humeante y despiadada del horizonte más desolador de la región inglesa de Birmingham.

Había visitado el pintor británico el llamado País Negro, una zona de la West Midlands situada entre Birmingham y Wolverhampton. Durante la Revolución Industrial del siglo XIX se convirtió esa región en una de las zonas más ferozmente industrializadas de Inglaterra. La denominación País Negro (Black Country) fue una expresión del año 1840 que  debía su nombre a la gran cantidad de hollín negro de las abundantes chimeneas industriales de la región. Y es así como, en el año 1853, crearía el pintor John Martin su apocalíptica obra denominada El fin del mundo. En una de las reseñas que el Tate Gallery dedica a este cuadro hace mención al libro del Apocalipsis: Y vi cuando abrió el sexto sello y se produjo un gran terremoto, y el sol se puso negro como un saco de crin y la luna entera se puso como sangre; y las estrellas del cielo se cayeron a la tierra como deja caer sus brevas la higuera por el viento. Y el cielo fue cediendo como un rollo que se envuelve y todas las montañas e islas fueron removidas de sus lugares. Y los reyes de la tierra y los ricos y los fuertes y todo siervo y todo libre se escondieron en las cuevas y entre las peñas de las montañas. Y decían a las montañas y a las peñas: ¡caed sobre nosotros y escondednos de la faz de aquel que está sentado sobre el trono!; porque ha llegado el gran día de su ira y, para entonces, ¿quién podrá sostenerse en pie? 
 
Los motivos inspiradores de su Arte hacen a los pintores de un virtual enlace entre un mensaje consistente -la obra de Arte- y un ser necesitado de sosiego, de algún tipo de tregua existencial -el espectador de la obra-. Así, buscaremos entonces en el Arte de un modo inconsciente la reconfortante sensación tan necesitada de un alivio existencial. Esté plasmado ese alivio estético entre las obras protegidas por los muros decorados de museos fervorosos, o entre las láminas coloreadas de algún catálogo infrecuente, o entre las páginas virtuales y cercanas de un ubicuo internet. Por eso internet -sus imágenes de Arte- nos reconfortará y ayudará a encontrar lo requerido cuando sintamos, por ejemplo, la insidiosa orfandad de una estética... Nos acercará así a la creación determinada que se aviene generosa a calmar nuestro espíritu anheloso. Y el Arte que veremos nos descubrirá entonces el auxilio del talento, del color, de la forma y del contraste de algún mensaje estético solvente. Esta es la tregua del Arte. Una tregua que necesitaremos a veces entre la acción y la emoción de una vida desatenta.

Cuando el pintor francés Manet quiso expresar la ceremonia plástica de un instante emotivo, pensó que nada lo haría mejor que impresionar ese instante con los propios sujetos que lo miran... Su obra El ferrocarril trata de plasmar la estremecedora entrada de un tren en su estación parisina. Pero, sin embargo, nada en la obra representa una estación ni una línea de ferrocarril, ni un tren siquiera. Sólo veremos a dos personas en el plano de la obra. Una joven sentada que nos mira indolente y una niña -que mira lo que no vemos- de espaldas a nosotros. Esta observa a través de la reja lo que parece una estación. Una enorme nube de humo -lo único que insinúa lo titulado- oculta parte de ese fondo apenas presentido. Un fondo donde no vemos nada que aclare lo que oculta la obra. Porque ahora no vemos más que rejas, edificios y plantas. Pero el autor lo dejará claro con su título: lo que pinta es un ferrocarril. Lo mira la niña pequeña que nos ayudará a entenderlo. Incluso, su hermana nos confunde, ¿por qué no se sorprende también y mira lo que pasa detrás de ella? Pero no, porque ella sólo es ahora una modelo sosegada -como nosotros, receptores de la tregua del Arte-, lejos totalmente del feroz acontecimiento de su espalda.

La obra La buenaventura del pintor modernista español Romero de Torres nos muestra ahora, sin embargo, los gestos pasionales de un deseo representado. Con la imagen del conjunto y un primer plano que parte sale del encuadre, vemos a una echadora de cartas y a una joven distraída. Al fondo se refleja ahora la acción principal de la obra: el abandono pasional de una pareja enamorada. Luego ella se lamenta y se sitúa, compungida, resignada y melancólica, frente a la sonrisa insidiosa de una aviesa adivina. La creación maneja aquí dos tiempos distintos en dos escenarios contrapuestos. Pero sólo el paisaje de uno de ellos existe ahora, subordinado, en el universo pictórico del otro. Ambos escenarios comparten la misma historia pero sólo ahora uno existirá realmente. Y existe ahora porque el otro lo requiere así. Sirven ambos para transmitir lo mismo porque son lo mismo y son dos cosas diferentes. Y el Arte lo consigue hábilmente porque nos devuelve tanto un sentido como el otro. Del mismo modo que antes en la obra de Manet, ahora también lo acabaremos entendiendo... Como entendemos que la vida y el Arte no son más que dos instantes solapados de una misma experiencia existencial. Una -la vida- que vivimos claramente y otro -el Arte- que requerimos a veces para poder sobrellevarla, calmarla, asimilarla, sublimarla o amarla.

(Óleo El Ferrocarril, 1873, Manet, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Cuadro Crepúsculo sobre un lago, 1840, Turner, Tate Gallery, Londres, aquí el pintor romántico Turner nos presenta una escenario indefinible, tan sólo el color recrea lo que la imaginación alumbra vagamente; Obra del pintor británico John Martin, El fin del mundo, 1853, Tate Gallery, Londres; Óleo La buenaventura, 1922, Julio Romero de Torres, Museo Thyssen, Málaga.)

10 de septiembre de 2012

El mito más inspirado de lo nuevo, de lo avanzado, lo moderno, lo irreal..., o el inconsciente.



La premura del ser humano por entenderse a sí mismo y al mundo ha sido tan antigua como éste. Para tratar de entender tan sólo la imaginación pudo sustituir a una ciencia balbuciente, presuntuosa, incompleta, incapaz o lagunosa. ¿Cómo si no pudieron llegar a comprender los seres primitivos por qué se comportaban como lo hacían, o por qué algunas cosas producían luego otras cosas diferentes?, o ¿por qué la vida es tan contradictoria, escandalosa, silenciosa, transformable, abúlica, extraña o desdeñosa? Fue al principio de la humanidad cuando la mitología compuso su teorema imaginario, es decir, cuando los hombres buscaron en sus leyendas míticas algún sentido para poder entender al mundo y sus misterios. Hubo, según contaban las leyendas, un tiempo inicial en que la Divinidad abandonaría completamente al Universo. Entonces todo comenzaría a fluir al revés, en dirección contraria a la de antes. Así que, ahora, todos, la Tierra, los seres vivos, el tiempo y su destino, se dejaron guiar por pulsiones contrarias o deseos desordenados o fútiles. Es por esto que todo terminaría girando en sentido contrario al de antes, cuando los dioses primigenios tutelaban la vida y todo se movía hacia adelante. Al cambiar la dirección de las cosas los nuevos movimientos ocasionaron transformaciones telúricas, provocando así un trastorno en la corteza y en la vida del planeta. Grandes cataclismos, desapariciones de especies, caos evolutivo... Y todo porque el Universo marchaba ahora justo en sentido contrario al de antes. Hasta los seres vivos cambiarían gravemente su sentido biológico, los seres ahora rejuvenecían, no avanzaban envejeciendo sino que retrocedían hacia atrás. Al proseguir  al contrario la vida terminaría por llegar hasta su infancia, a la pequeñez total y, por consiguiente, a la completa desaparición y aniquilación de toda especie viva. Para ese fatídico momento algo habría de suceder para poder sobrevivir y crear así de nuevo vida en el mundo. Entonces tuvieron que surgir los seres vivos ahora de la Tierra, desde el profundo interior de sus entrañas, así nacieron otros seres, ahora diferentes, sin padres ni madres, sólo de la materia renovada de esos cambios.

La nueva divinidad -otros dioses renovados- volvería a sosegar los momentos iniciales, cambiaría de nuevo el sentido de vivir, aquel sentido que antes fuera hacia atrás, acabaría ahora por volver hacia adelante. Así hasta que naciera Cécrope, el primer rey mítico que tuvo Atenas. Este monarca primigenio mediaría entre dos de esos nuevos dioses renovados, pues trataba de erigirse uno de ellos en  el favorito de ese nuevo reino ateniense. Atenea y Poseidón fueron los dioses que lucharon por obtener el favor de aquellos nuevos mortales. Poseidón -el dios de los mares-, en un alarde poderoso de fuerza líquida, trataría de abrir una gran fuente en la Acrópolis. Atenea -la diosa de la sabiduría- sembraría a cambio solo un pequeño olivo entre sus montes. Esto último resultó más útil a la ciudad. Cécrope se decidió por la diosa Atenea y favoreció su culto y su cuidado, dedicándole una gran estatua en la ciudad, desde entonces grandioso símbolo de Atenas. El rey se uniría a la hermosa Aglauro y tendría tres hijas hermosas, inteligentes y caprichosas. Cuenta una leyenda que cuando el dios Hefesto -Vulcano en Roma- intentó poseer a la diosa ateniense, tanto se resistió Atenea que llegaría a derramar la semilla de Hefesto sobre la tierra. De ese fruto terrenal nacería Erictonio y la diosa quiso protegerlo para beneficio de Atenas. Lo entregaría a las hijas de Cécrope, las agláuridas, para que cuidaran al pequeño nacido de los dioses. Pero les exigió que no abriesen aún la cesta donde estaba. Al no poder evitar su curiosidad, acabaron todas ellas sepultadas por la diosa para siempre. Otra versión legendaria narraba que los atenienses se encontraban en una terrible guerra y que, al consultar el oráculo, éste les anunció que sólo acabarían los desastres si una de las agláuridas se sacrificase a los dioses. Debía arrojarse una -la hija llamada igual que la madre- por los escarpados terrenos de la Acrópolis. Así fue como esta leyenda se transformaría luego en un motivo festivo para las jóvenes del Ática, que celebrarían con bailes y cantos -las danzas agláuridas- el recuerdo de aquella valerosa y entregada ateniense. 

Siglos más tarde -en el siglo I, d.C.-, durante la época helenística más productora de belleza, se crearía un bajorrelieve en mármol mostrando una joven ateniense en un gesto de avance. Pero, un avance, ¿hacia dónde?, ¿sería ese gesto el momento inmediatamente después de la decisión fatídica -sacrificarse- de la joven Aglauro, o serían solo los gestos lúdicos de sus bailes atenienses? Históricamente, se sabe que el bajorrelieve acabaría entre los estantes del Museo Chiaramonti del Vaticano, dónde se muestra su grácil y clásica silueta. Únicamente ese fragmento es tan sublime y bello en sus formas, tanto como lo es su alarde de salir hacia adelante. En ese movimiento esculpido sus pies están apenas enseñados bellamente. ¿Por qué?, ¿sería sólo por el gesto de querer evitar tropezar con sus ropajes? Uno de sus pies está elevado grácilmente sobre sus dedos, el otro, el avanzado, decidido a avanzar inapelable. Así se mantuvo el clásico bajorrelieve, entre los despojos ruinosos de aquel museo de entonces. Hasta que un escritor alemán lo descubriese, y quisiese que otro alemán -su personaje literario- también lo hallase, convencido y fascinado con esa maravillosa visión de avance...  Wilhelm Jensen (1837-1911) escribió su novela Gradiva en el año 1903, con ella pretendía contar una historia fascinante, tanto como las emociones que la imagen de la doncella griega le habían subyugado entonces, una belleza decidida, elegante, misteriosa, erotizante.

La sinopsis de la novela compendia un arqueólogo que descubre el bajorrelieve, adquiere una copia y se la lleva consigo. Después imagina que la doncella del relieve no es romana sino de algún otro lugar de Italia. Viaja al sur hasta llegar a Nápoles persiguiendo el origen de esa imagen. Cree entender que fue en Pompeya donde la joven acabaría su momento fascinante. La busca trastornado, ofuscado en el deseo por alcanzar esa belleza fascinante. Presiente haberla visto antes entre unas ruinosas calles pompeyanas... El argumento de la novela se imbrica ahora con el personaje de una joven turista -la que él cree entrever en el relieve-, una mujer que piensa, a su vez, reconocerle a él como un amigo de su infancia. Él está ahora confundido, ella, sin embargo, salvándolo así oportunamente. Y todo en el entorno ruinoso de la destruida ciudad de Pompeya. Al final, termina el arqueólogo alcanzando el amor de entonces (curado de su delirio por buscar amores imposibles), salvado de sus sueños obsesivos por su bella amiga rediviva. Freud, años después, elaboraría su obra El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen. En este ensayo vuelve el famoso psicoanalista sobre sus teorías inconscientes. Asombrado por esa historia, comprende Freud que los ocultos deseos -de arqueólogos, de adictos, de escritores, de todos nosotros- saldrían a la luz del psicoanálisis -la amiga rediviva- y que la terapia trataría de evitar -terminaría curando- el inconsciente maltratado -las ruinas pompeyanas- de los seres mentalmente afligidos. La analogía entre Arqueología y Psicoanálisis evidencia aquí sus semejanzas. Sin embargo, no acabarían aún las consecuencias de ese curioso relato. Cuando años más tarde, 1931, se tradujese al francés la obra de Freud, los surrealistas del momento, aquellos pintores y escritores que transformaban la realidad en otra cosa, descubrieron asombrados una de sus mayores inspiraciones artísticas. Tiempo después, en el año 1937, el poeta surrealista parisino André Breton, por ejemplo, abriría una galería de Arte cerca del Sena y acabaría llamándola Gradiva en homenaje a esa inspiración.

Pero sería Dalí, el gran genio surrealista, quien llevaría esa obsesión inspiradora a lo más profuso de su Arte moderno. Intentaría incluir a Gradiva en su obra El hombre invisible del año 1929 -una pintura sin terminar incluso-. El desdoblamiento del personaje retratado -la doncella obsesionante del relieve y la mujer que alumbra el inconsciente- lo utilizaría Dalí en su confusa creación surrealista. En la representación de las dos figuras de la derecha -que es la misma mujer-, una atropellada -pétrea- y otra bendecida -humana-, trataría el artista español de reflejar la contradicción más pasional -Eros/Thanatos, amor/muerte- y enfermiza de los seres humanos. Después, en otra obra surrealista del año 1932, Gradiva descubre las ruinas antropomorfas, aparecen dos figuras extrañas -la misma mujer también- pero ahora abrazadas, sin embargo. Una de ellas, la velada más humana, está  unida a una horadada y pétrea escultura enigmática. Esas dos mujeres, una de piedra y otra entelada, ¿están ahora sollozando?, porque ambas están en un desierto de ruinas... El caso es que los surrealistas hicieron de Gradiva una heroína de su moderna tendencia artística. El nombre de la doncella legendaria -Gradiva- lo tomaría el escritor alemán de un término latino que, traducido, significa la que camina.  De hecho, en la mitología latina, cuando el dios Marte se dirigía a la guerra decidido, cuando emprendía su avance hacia la lucha, los poetas clásicos acabarían por denominarlo Marte Gradivus. El Surrealismo tomaría ese nombre como un talismán o una maravillosa creación imaginaria para expresar ahora todo lo que avanza. Y, por aquel entonces, en aquellos inicios del Arte moderno, ¿qué podría expresar mejor lo que avanza sino la belleza del mañana, el Arte más avanzado, el Surrealista...?

(Bajorrelieve de estilo neo-ático, siglo I, d.C, fragmento de las agláuridas, Museo Chiaramonti, Vaticano, Roma; Gradiva, metamorfosis de Gradiva, 1939, del pintor francés surrealista André Masson; Fotografía de 1937 de la Galería de Arte surrealista Gradiva. París, Francia; Óleo Gradiva descubre las ruinas antropomorfas, 1932, Salvador Dalí, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid; Cuadro de la pintora española Mercedes García Bravo (1963-2011), Gradiva, la que avanza, 2007, Jaca, Huesca; Obra de Dalí, El hombre invisible, 1929, Museo Reina Sofía, Madrid; Detalle del mismo cuadro, El hombre invisible, 1929, Dalí, Museo Reina Sofía, Madrid; Retrato de Wilhelm Jensen, Lápiz de color y pastel al óleo sobre papel de color, de la autora italiana actual (nacida en Monza en 1973) Siri Pasina, Italia.)

6 de agosto de 2012

El más elogioso reconocimiento al Arte: entregar la propia vida a lo que haces.



Algunos grandes creadores que lo fueron en su tiempo, no fueron luego reconocidos. Unas veces porque se anticiparon y otras porque se retrasaron, también otras porque se obsesionaron, y, algunas otras, quizás, porque se encasillaron. Tal vez, por nada de eso, como en este caso. Porque no necesitaron al Arte para vivir sino todo lo contrario: el Arte les necesitó a ellos. Cuando al pintor catalán Isidre Nonell (1873-1911) le preguntaban, ¿por qué pintaba así, tan sórdidamente sus modelos?, ¿por qué pintaba solo personajes marginados o parias?, o ¿cuál era el sentido estético de lo que hacía?, siempre contestaba el pintor lo mismo a todos: yo sólo pinto, nada más.  Ante los destellos tranquilizadores y sosegados de un impresionismo cautivador, un revulsivo nuevo modo de pintar se apoderaría, a finales del siglo XIX, de algunos pintores que hicieron de su modo de expresión un alarde crudamente realista de su sociedad. Este fue además el gran cajón artístico llamado Postimpresionismo. Aquí cabría todo lo que representara a seres humanos vagando por sus vidas desoladas, oprimidas o marginadas. Desde van Gogh hasta Toulouse-Lautrec y Munch, pintores reconocidos universalmente, pero también existieron otros menos conocidos que se impregnaron luego de una tendencia que vendría a salvarlos de la justificación permanente a lo que hacían: el Modernismo.

En ese momento histórico decisivo en el Arte, el paso del siglo XIX al XX, explosionaría una forma multifacética y liberal de representar una época de grandes cambios sociales. Situaciones que llevarían a reflejar una sociedad desorientada y perdida. Y ahí surge la figura peculiarísima de Isidro Nonell Monturiol. De crear imágenes amables para una burguesía autocomplaciente, pasaría el pintor catalán a componer rostros y escenas profundas, marginadas, dolorosas o desgarradoras de los suburbios finiseculares de la Barcelona industrial. Ahora Nonell el color -que había sido para los postimpresionistas no una rémora sino un aliciente, y para los modernistas no un obstáculo sino una expresión-, sin embargo, lo ensombrece particularmente y lo lleva, con esa especial oscuridad suya, a una utilización sublime y elogiosa para con sus modelos antisociales. Pintó siempre lo que quiso sin importarle si lo aceptarían o no; crearía siempre sin preguntarse el porqué lo pintaba así, tan desoladamente oscuro. Se adentraría en su creación artística del mismo modo a como los poetas decadentistas franceses se habrían comprometido en sus inspiraciones. Y aun así es posible que, a diferencia de éstos, la inmersión en su entrega obsesiva la hiciera el pintor catalán sin razones especiales: sólo porque sí, sólo porque quiso hacerlo así, sin razón alguna. ¿Hay que encontrar alguna razón del porqué se hace algo para expresar lo que se desea?

Y el poeta y escritor Mario Verdaguer (1885-1973) escribiría una vez del malogrado creador catalán una reseña sobre su vida basada en una obra literaria de Eugenio Dors, La muerte de Isidro Nonell:

A Nonell le impresionaba hondamente el Carnaval de los barrios bajos de Barcelona, el carnaval de las calles sórdidas, rebosantes de mascarones estrafalarios. Gustaba de ver esas comparsas absurdas, precedidas de un destemplado tambor. En el carnaval de 1911, Isidro Nonell y Ricardo Canals iban una tarde juntos por la calle del Conde del Asalto. De pronto, descubrieron andando por el arroyo a una máscara extraordinaria. Traje de maja deteriorado, con deslucidas lentejuelas; chapines sucios de seda; como peineta, una pala de lavar, y, a guisa de mantilla, largas tripas de bacalao, que descendían desde lo alto de la pala hasta los tobillos. Nonell la contempló estupefacto, en su vida obsesionante de pintor, entre seres de pesadilla, no había visto jamás un engendro igual. Al lado de la máscara trágica, iba una vieja jorobada, con cara de idiota, vestida de torero. Aquella manola de pesadilla, llevaba el rostro embadurnado con harina amarillenta que acentuaba el gesto ambiguo de su boca sin dientes.

- ¡Nunca había visto una imagen tan extraordinaria de la muerte!, exclamó Nonell, contemplando aquella estantigua que rápidamente se perdió entre la multitud bulliciosa.

Nonell quedó obsesionado. Era el modelo más impresionante que había pasado jamás ante sus ojos de pintor, y, dominado por el estupor, la había dejado perderse entre la confusión de la gente. Como si intentase buscarla, se metió en las calles del Distrito Quinto. Visitó los ceñudos tugurios de la calle del Marqués de la Mina, los tabernuchos apestantes, los cuartos angostos, tenebrosos como ataúdes, separados sólo por tabiques de madera. Cubiles donde no entraba el aire, ni la luz clarificaba las horrendas pesadillas. Nonell buscaba, sin saberlo, a su último modelo para su último cuadro. Y acabó por encontrarlo. Lo encontró en su primer delirio de enfermo del tifus. La máscara llegó, para ser el modelo fatal de un cuadro que ningún pintor hubiera pintado jamás.

Una gitana bronceada había contagiado a Nonell una enfermedad terrible. Esta enfermedad se complicó con el tifus, y, en pocos días, el pintor dejó de existir. Tenía treinta y ocho años. Desde la modesta casa mortuoria, a pie y detrás del féretro, iban plañendo seis desoladas gitanas cubiertas con largos crespones negros. Eran las modelos del pintor. Antes de que el coche fúnebre emprendiese la marcha, las gitanas depositaron unas flores silvestres sobre el ataúd. En el cortejo figuraban muchos artistas y gran cantidad de gitanos, guitarristas, cantaores y taberneros, amigos de Nonell. Eugenio Dors escribiría unas páginas admirables: La muerte de Isidro Nonell, en las que el pintor muere a manos de la horda que él hace vivir en sus maravillosos cuadros.

(Todas obras del pintor modernista Isidre Nonell: Óleo Reposo, 1904; Gitana, 1909; Dolores, 1903; Estudio, 1906; Maruja, 1907; La Paloma, 1904; Miseria, 1904; Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona; Fotografía de Isidre Nonell en su estudio, con sus modelos gitanas.)

2 de agosto de 2012

El huérfano reflejo de lo invisible, de lo esencial, o no se ve sino con el corazón.



Ya lo escribiría el malogrado escritor francés Saint-Exupéry en su genial cuento El Principito: Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda, un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que ella es la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella... Y se volvió entonces el principito hacia el zorro para decirle: AdiósAdiós, dijo el zorro, y añadió:  he aquí mi secreto, es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos... ¿Cuántas dentelladas habrá que rasgar a la belleza para comprender de una vez por todas que la auténtica, la verdadera, la más extraordinaria, la más devocional o la más sabia belleza de todas las bellezas no es la que vemos reflejada en un espejo..., sino la que nos llena, sin ambages, nuestro más profundo interior? Esa misma belleza que nos transmitirá cosas, que nos calmará, que nos excitará lo preciso, que mantiene la distancia y que perdurará aun en la sorpresa. Que destilará el rumor de lo imposible, que sostendrá siempre el bastión de lo mejor, de lo más virtuoso, de lo más sinfónico; de lo medido, de lo respetuoso, de lo sencillo, de lo misterioso o de lo curioso. De lo que pasará sin más, de lo callado, o de lo que no se dejará nunca abatir por lo incomprensible.

El poeta romántico inglés Tennyson compuso en el año 1842 su obra La Dama de Shalott. Una maldición llevaría a esa dama a ser encerrada en una torre para siempre. Sólo puede ver ahora ella el mundo exterior a través de un espejo. Mientras tanto, teje y teje sin parar a mirar lo que por el espejo vea. Porque nada de lo que observe a través de ese espejo la impresionará. Tan sólo mirará desde ahí al mundo mecánicamente. Tampoco nunca acabará por confeccionar su tejido con su hilo permanente. De ese modo se mantuvo encerrada, tranquila y sosegada, para siempre. Y así hasta que, un día, ve ella el maravilloso reflejo de un hermoso caballero -Lancelot- a través del espejo. Entonces comenzará a sentir dentro de sí algo muy parecido al dolor... A partir de ahora no puede dejar de pensar que ella habría perdido antes todo su tiempo. Cansada de todo se vuelve ahora. ¡Harta estoy de tinieblas!, se dice una vez. Pero, sin embargo, el reflejo de ese caballero en su espejo no fue más que una vaga sombra más en su delirio. Ella no lo identificará como es él realmente, tan sólo como ella lo cree ver. Es la dama la que envuelve ahora todo su mundo en un halo irreal, ya que todo lo que ella ve lo mira ahora con ojos diferentes.

Así recreará ella ahora todo en su mente y en su corazón. Abandona su torre decidida y se aventura sola, a través de las aguas de un río interminable, hacia su propia perdición... El pintor prerrafaelita William Holman Hunt compuso esa dama en su torre justo en el preciso momento en el que el viento de su locura se apodera de todo, tanto de ella como de todo lo demás. Entonces el equilibrio de antes, su sosiego interior de antes, se terminará rompiendo bruscamente. Y el autor británico nos muestra a la dama ahora así, junto a su madeja de hilo con todo su mundo alborotado: con su enorme cabellera oscurecida, alzada y volando salvaje en el cuadro. Nos muestra el lienzo también la pequeña imagen encuadrada de un Hércules retratado dentro del lienzo, en un pequeño cuadro en la pared, tomando ahora las manzanas del árbol de las Hespérides, fiel reflejo simbólico de la virtud más sosegada frente al desastre y el error.

Cuando en el año 1927 el pintor español Picasso conociera a Marie Thérèse Walter en las Galerías Lafayette de París, le diría entonces a ella que poseía uno de los rostros más interesantes que nunca había visto. La jovencísima Marie Thérèse no conocía al famoso pintor, no sabía nada de Arte. Así que Picasso la llevaría a una librería y le mostraría sus obras cubistas. Ella quedaría tan impresionada que acabaría por ser su modelo y amante durante catorce años. La pintará Picasso muchas veces en su etapa expresionista y cubista. Entonces el gran creador español se encontraba, sin embargo, inmerso en una especial tragedia personal. Continuaba unido a su mujer Olga, pero se debatía ahora entre sus obligaciones maritales -seguir con Olga- o su nueva inspiración amorosa -Marie Thérèse-. Sin embargo, ese deseo, ahora de nuevo tan duradero -para Picasso-, acabaría pronto a manos de la escorada nueva pasión del pintor por Dora Maar... Aquella inspiración de entonces la acabaría terminando también el genio, hundida ahora ya entre las fuertes tensiones inevitables de su pasional temperamento.

No descubriremos realmente nunca la verdad -toda la verdad de lo que sea- de nuestras vidas azarosas. Tal vez porque ni siquiera exista esa verdad... Porque es muy posible que la verdad que refleje ahora la vida, en sus continuas ocasiones de esplendor e inspiración que nos ofrezca, no sean nada más que emociones descompuestas, incompletas o deterioradas. Es seguro que, sin embargo, sea solo ahora en la frágil emoción donde radique, únicamente, el verdadero secreto de cualquier verdad. Pero, sin embargo, la emoción no se dibuja sólo con los trazos elaborados -la belleza más perfecta, clásica o idolatrada- de un perfecto contorno equilibrado en nuestro mundo idealizado. Aquella emoción -la verdadera emoción- para serlo de verdad no utilizará nunca las coordenadas efímeras de una explosión de sentimientos traducibles en lo físico, con su perfección tan plástica o tan divina casi. No, es ahora otra cosa, algo desconocido por ser invisible, algo esencial por ser incomprensible, y, a la vez, aparentemente, muy necesitado. Por no saber ni llegar a entender del todo que ahora, solo ahora, se necesitará algo..., ¡pero tan solo ahora! Por ser además difícil de representar con los simples ojos alborotadores de lo físico... Porque sólo es belleza aquello que se aprecia desde lejos, lo que no se traduce sino con secuencias muy distintas de lo que parecía que era antes, pero que, ahora, no es nada, finalmente. No es nada de todo aquello que adorábamos tampoco, de todo aquello que, por entonces, queríamos creer que alguna vez lo fuera.

(Óleo La Dama de Shalott, 1904, del pintor prerrafaelita William Holman Hunt; Cuadro El corazón oculto, 1934, de Salvador Dalí; Óleo Santa Cecilia-piano Invisible, 1923, del pintor surrealista Max Ernst, Stuttgart, Alemania; Obra de Picasso, La bella Holandesa, 1905; Cuadro Marie Thérèse acodada, 1939, Pablo Ruíz Picasso, Colección Maya-Ruíz Picasso, París; Fotografía de Marie Thérèse Walter, amante de Picasso; Ilustración de la obra literaria El Principito, de Antoine Saint-Exupéry; Óleo Mujer en camisa, 1905, Picasso, Tate Gallery. Londres.)

15 de mayo de 2012

Las obras de Arte inacabadas, el final real de las cosas, o su auténtico sentido.



¿Por qué el pintor Manet dejaría sin terminar el retrato de la joven actriz Ellen Andrée? Esta hermosa mujer francesa sería pintada, antes y después de Manet, también por otros famosos pintores impresionistas. Pero fue Manet quien no llegaría a finalizar su retrato. Tanto Degas antes, como Renoir después, la pintan dentro de un contexto distinto al retrato individual. En su extraordinario cuadro El almuerzo de los remeros, el pintor francés Renoir pinta un grupo de amigos entre los que se encuentra su colega Gustave Caillebotte -sentado en el ángulo inferior derecho-, que es mirado, a su derecha, por la joven Ellen Andrée. Degas la utiliza también como modelo para su enérgica, dura y desolada imagen Absenta, donde compone una pareja sentada en un bar parisino tomando la, por entonces, alucinógena bebida inspiradora. Pero en ambos cuadros no pudieron, o no quisieron, sus autores reflejar la belleza de Ellen Andrée. ¿O sí...? El gran creador del movimiento impresionista -su más importante precursor aunque no miembro reconocido- Edouard Manet quiso retratarla una vez con su espléndida belleza parisina. Entonces pinta una mujer rubia, con enormes ojos azules y una moldeada y bella tez blanca delimitada. Pero no la termina, dejaría inacabada la obra para siempre. Luego pasaría a ser un simple bosquejo en pastel, algo impropio del gran creador francés. Y así la dejaría. Así quedaría para la historia.

Cuando el pintor aficionado -y actor de teatro austríaco- Joseph Lange (1751-1831) se decidiera a pintar un cuadro de su admirado cuñado Mozart (la esposa de Mozart y la de Lange eran hermanas), llegaría a componer un fiel y excelente retrato del gran músico clásico. Pero este pintor tampoco terminaría su obra, dejaría también sin finalizar el retrato de Mozart en aquel año de 1783. Y aún le quedarían a ambos, al pintor y a su modelo, muchos años de vida. Sin embargo, o no quiso o no pudo o lo olvidó, o lo dejó así, quizá pensando ahora que nada podría, verdaderamente, plasmar la grandiosidad del músico, su verdadero perfil más allá de lo humano que este genio inmortal pudiera reflejar en un cuadro. El extraordinario pintor Velázquez, el magnífico creador español del Barroco, compuso entre los años 1643 y 1649 una obra a la que titularía La Costurera. Posteriormente se identificaría la mujer retratada con la esposa o la hija del gran pintor. Este no fallece hasta el año 1660, así que, ¿por qué no finalizó Velázquez esa excelente obra? O es que la dejó así queriendo. No se sabe. La realidad es que, para ser una obra del pleno momento barroco, era inconcebible entonces dejar un cuadro sin terminar. Pero él, todo un renombrado artista, pintaría, al parecer, esa obra para sí mismo. ¿La acabó, entonces? ¿Qué se entiende por acabar una obra de Arte?

Porque no se puede definir bien el fin de algo tan absolutamente azaroso, indefinible y creativo como es el Arte. Hoy no tiene ningún sentido la definición de terminar un cuadro. Pero entonces sí lo tenía. ¿Demostró así, tan precozmente en la historia del Arte, el insigne pintor español que las creaciones no pueden medirse en la completa terminación de éstas? Porque las creaciones de Arte deambulan por el misterio de lo indefinible y de lo que únicamente puede entenderse desde lo más emocional o desde lo más abstracto, y ésto no admite fórmulas matemáticas de principio o de fin. Pero es que las cosas artísticas, de por sí mismas, son ya inacabadas siempre, y lo son porque, casi siempre, se podrá añadir a ellas algo más, alguna que otra cosa más que continúe, por pequeña que sea, perfilando la belleza del conjunto artístico. ¿Cómo sabremos entonces si las cosas, no solo las artísticas sino todas, en una única y sola existencia pueden crearse -o vivirse- de una forma completamente terminada?

(Obra del pintor español actual Cristóbal Toral, La Gran Avenida, obra inacabada, 1994; Retrato de Mozart, obra inacabada, 1783, de Joseph Lange, Museo de Salzburgo; Óleo La Costurera, 1649, de Velázquez, National Gallery de Art, EEUU; Bosquejo al pastel titulado Mujer rubia con ojos azules, 1878, del pintor Edouard Manet, Museo del Louvre; Óleo de Degas, La Absenta, 1876, Museo de Orsay, París; Detalle del cuadro El almuerzo de los remeros, 1881, del pintor Renoir, EEUU.)

30 de marzo de 2012

Las musas inspiradoras de un encanto, de algo oculto tras una belleza diferente.



Cuando la Revolución mejicana comenzara su andadura durante el año 1911, las huestes de Emiliano Zapata tomarían entonces la ciudad de Cuernavaca. Allí un oficial simpatizante de las tendencias revolucionarias, Manuel Dolores Asúnsolo, entregaría satisfecho la ciudad al mítico guerrillero mejicano. Este militar y heredero terrateniente, oriundo del norte de México, se había educado en Estados Unidos, donde terminaría uniéndose en matrimonio con la canadiense Marie Morand. Un año después, en 1904, nacía la hija de ambos, María Asúnsolo Morand. Esta bella, sorprendente, misteriosa, aguda, libre y talentosa mujer acabaría siendo, años después, una de las musas y modelos del Arte más retratadas por los pintores mejicanos de entreguerras. Pertenecía a la enriquecida familia Asúnsolo, cuya prima Dolores llegaría a ser la famosa actriz Dolores del Río. A diferencia de los directores de cine, los pintores escudriñarán en sus musas algo menos visible e impactante que un hermoso bello rostro, o una capacidad artística expresiva o un especial talento interpretativo. Lo que los artistas del Arte plasmarán en sus lienzos, provocados por una especial inspiración estética, será el encantamiento que unos seres femeninos destilan como consecuencia de una personalidad desdeñosa y auténtica, también por su desinterés interesado o por una peculiar fuerza desgarradora de emociones misteriosas.

Pero, además por una belleza permanente, una rara belleza que no tiene nada que ver con la que vemos en un cuerpo físico. Esa rara belleza traspasará las satisfechas o insatisfechas apetencias físicas para alumbrar ahora las eternas, oscuras o veleidosas rémoras de una vida diferente. En los años treinta del pasado siglo XX casi todos los pintores mejicanos retrataron a María Asúnsolo. Posiblemente en toda la historia del Arte del siglo XX ninguna otra mujer lo fuera más. Pero es que, además de poseer una gran personalidad, fue una bellísima mujer. Nada libertina al pronto de sus deseos. Más que pudor, lo que ella poseía sería una maliciosa forma limitada de enseñar su cuerpo. El destello de su pasión duraba el tiempo justo, el preciso justo momento para que, luego, ese mismo momento no sustituyese nunca su misterio. Fue descrita una vez como la dama inmarcesible, un afortunado adjetivo -poco usado- que indica lo inmarchitable, lo que en ella, finalmente, expresaría el gesto perdurable de su modelaje, de esa inspiración artística que, como musa destacada, oficiaría sin consideración en los buscadores estéticos de lo indefinible, lo que son, al fin y al cabo, los pintores.

Cuando Eugenia Huici (Chile, 1860-1951) decidiera residir en Europa al año de casarse con el potentado Tomás Errázuriz, conocería en el año 1880 al pintor John Singer Sargent en un alquilado palacio veneciano. Este creador impresionista la retrata entonces encantado gracias a su ungida y serena belleza inmarcesible. A pesar de haber podido poseer las más ostentosas cosas de la vida, siempre habría preferido la simplicidad al exceso. Impactaría con su personalidad sorprendente a su entorno y a su propia imagen, transformando su persona y a los que la conocieron. Esto la hacía muy atractiva y los moradores estetas de su vida y su belleza sintieron una especial inspiración para poder crear, con su aura demoledora, el único Arte con el que verdaderamente acabarían poseyéndola. Aunque de origen polaco, María Olga Godebsca (1872-1950) -también conocida como Misia Sert- había nacido en San Petersburgo en una familia artística. La música fue su talento manifiesto, sin embargo su pasión por el Arte y los artistas la llevaría a París a dedicar el resto de su vida a enaltecerlos. Fue una gran musa en el París de principios del siglo XX. Los pintores Renoir, Bonnard o Picasso padecieron su influencia encantadora y desgarradora. Pero también escritores y músicos terminaron fascinados por su personalidad. Hasta el desconocido pintor español José María Sert, del que ella acabaría tomando su apellido en matrimonio. ¿Qué tendrían todas esas mujeres para que creadores del Arte requiriesen su presencia para plasmarlas en sus creaciones inspiradoras? Pero, sin embargo, no acabaron ellas siendo tan famosas ni conocidas, ni  tampoco envanecidas por la historia. Sólo provocaron algo imprescindible en los deseos creativos más inevitables: la inspiración estimulada más motivadora. Y con ello la representación más indeleble y sincera de una belleza trascendente, de una rara belleza inapreciable del todo, a un mismo tiempo fértil, inaccesible y misteriosa.

(Lienzo del pintor mexicano Federico Cantú, Retrato de María Asúnsolo, 1946; Óleo Misia Sert, 1908, del pintor Pierre Bonnard; Cuadro Retrato de María Asúnsolo, del pintor mexicano Carlos Orozco Romero; Retrato de Misia Sert, 1944, del pintor catalán Pere Pruna; Óleo de John Singer Sargent, Retrato de Eugenia de Errázuriz, 1880; Fotografía de Eugenia Huici de Errázuriz; Imagen de Misia Sert, años veinte; Óleo del pintor francés Renoir, Retrato de Misia Sert, 1904; Fotografía de la actriz mexicana Dolores del Río, prima de María Asúnsolo; Fotografía de María Asúnsolo.)

29 de febrero de 2012

La expresión de lo absurdo puede ser una sutil forma de belleza artística.



Iván IV de Rusia (1530-1584), más conocido como Iván el Terrible, fue el primer gran zar de la Rusia moderna. Con él el estado ruso ampliaría sus fronteras medievales y organizaría una administración más centralizada. Aunque también tiranizaría al pueblo bajo su poder con la mayor crudeza entonces conocida. El pintor ruso Iliá Repin (1844-1930) consigue plasmar esa Rusia histórica en sus obras combinando un realismo académico, colorista y profuso con una excelente dramaturgia social y psicológica muy efectista. En su óleo Iván el Terrrible y su hijo, el pintor ruso fue capaz de componer una obra realista tanto en un sentido histórico como antropológico. Porque se observa ahora como un padre, el zar Iván, auxilia, con el rostro destrozado de dolor, al príncipe heredero -también llamado Iván- ante su cuerpo abatido, sangriento y moribundo. Lo abraza ahora contra su pecho tratando de detener la muerte inevitable y absurda de su hijo. La escena es tan realista que los gestos y heridas nos abruman ante el drama confuso de lo que acaba de suceder. Porque es su heredero, su favorito regio, lo mejor de sí mismo, lo que ahora sostiene entre sus brazos; lo que podría prevalecer luego de que él desaparezca. Pero, ahora, sin embargo, todo se ha acabado para siempre. Y sostiene Iván a su hijo malogrado de rodillas como pidiéndole a su Dios que no le deje morir, que le perdone, que no termine así con sus deseos. Pero el hijo está ya exánime, aturdido, incomprendiendo además por qué su padre le acoge así, tan compungido y amable, sin dejar que su vida ahora se le escape para siempre. ¿Cómo es posible?, debe preguntarse el hijo moribundo, ¿cómo es posible que no lo hubiese querido antes? Porque ha sido su propio padre el que, un momento antes, le había golpeado ciego de ira y rencor despiadado. No es esto lo que parece, sin embargo, expresar ahora el pintor en esta excelente representación realista. No obstante, esa fue la realidad -absurda- de lo que entonces sucediera.

Otro pintor realista, el estadounidense Winslow Homer (1836-1910), fue también de los que con sensibilidad y sutileza expresaría en sus obras el sentido de la contradicción o de lo absurdo de la vida. Con un fondo de naturaleza salvaje expone a los seres humanos cerca del abismo, a la vez que los muestra ahora lejos de las propias emociones que ese abismo suponga. En su pintura Al Rescate sitúa a dos mujeres y a un hombre en la escena confusa. Los tres se dirigen a un lugar que se ignora y no aparece claro en el cuadro. Parece una playa ese lugar, aunque las raras olas nebulosas de la orilla inhóspita no lo sugieren para nada. Pero además es que no se mueven ahora las mujeres..., o parece que se mueven lentamente. El hombre, sin embargo, sí avanza ahora más deprisa. ¿Qué significa todo eso?, ¿por qué ellas están casi detenidas, si incluso están más cerca del motivo acuciante, pero invisible, de la escena? No hay respuesta, el autor no lo despejará. Somos nosotros, los espectadores, los que ahora deberemos deducirlo. Y es que vamos a veces por la vida así, descompasados, desorientados, ciegos, ridículos casi, por el sendero de un destino inapreciable y misterioso. Por que o nos dirigimos por la vida con un impulso primitivo y solidario o, a cambio, con nuestra infinita y solitaria curiosidad más decidida.

Es como en su otra obra El Vendaval del año 1893, donde Homer representa a una madre con su pequeño hijo al lado ahora justo de un abismo. Una mujer camina ahora tranquila por la orilla peligrosa de un mar embravecido, sin embargo, no está ahora aturdida ni asombrada, sólo sostiene firme y segura a su pequeño en sus brazos. No abandona el lugar ni desea alejarse ahora de ese terrible peligro. Sólo la mirada de ella se fijará, detenida, ante el fenómeno natural como si de una belleza irresistible se tratara... La mirada del pequeño se dirige ahora hacia nosotros, hacia los que miramos, sorprendidos, el cuadro. Nos mira como queriéndonos advertir de algo que ni él mismo comprende, como deseando el pequeño, inconscientemente, tan solo querer alejarse lo más pronto de ahí. El gran creador prerrafaelita John Everett Millais (1829-1896) compuso en el año 1856 una impactante, asombrosa, bella y alentadora obra misteriosa, La muchacha ciega. Ante un paisaje grandioso, producido justo después de un fuerte aguacero, una joven de espaldas a ese paisaje parece presentir, sin verlo, un extraordinario arco iris en el cielo. Un fenómeno ahora que ella, sin embargo, no ve ni ha visto nunca. Pero hay cosas que sí le permitirán a ella ahora entrever lo sucedido. Sus manos, por ejemplo, palparán la húmeda hierba; su olfato percibirá la información que su cerebro necesite ahora para diseñar la imagen que compondrá su mente avivadora. Hasta el aleteo imperceptible de una mariposa -que se aprecia apenas en el cuadro- le indicará que ha escampado lo bastante y que no lloverá más. Su acompañante y lazarillo, la niña de espaldas a nosotros, necesitará, a cambio, girarse ahora para poder ver el maravilloso y bello fenómeno atmosférico. Porque para esta pequeña es justo ahora, a cambio de la joven ciega, la visión de ese arco iris lo único que en el mundo pueda disponer para percibir belleza...

(Óleo del pintor Winslow Homer, Al Rescate, 1886; Cuadro del pintor ruso Iliá Repin, Iván el Terrible y su hijo, 1885, Moscú; Obra del pintor español actual Dino Valls, Autorretrato, donde al parecer la propia modelo se autorretrata, ¿cómo lo hace, construyéndose o autodestruyéndose?; Óleo La muchacha ciega, 1856, del pintor John Everett Millais, Birmingham, Inglaterra; Cuadro de Winslow Homer, El Vendaval, 1893; Extraordinario óleo del pintor ruso Iliá Repin, ¡Qué Libertad?, de 1903, donde una pareja baila, ¿segura?, pensando que son ahora libres en medio de las traicioneras y tiránicas aguas del río Neva.)