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19 de febrero de 2015

El Arte no desea saber nada de la realidad ni de la verdad, tan solo de la emoción, de la melodía, su leitmotiv...



En España el Realismo y el Impresionismo no fueron estilos artísticos que se desarrollaran tanto ni al mismo tiempo que en el resto de Europa. Así que desde mediados del siglo XIX la Pintura en España no acabaría por encontrar acomodo en ningún estilo concreto. Los grandes modelos estéticos, Goya entre ellos, ya habían pasado. ¿Qué hacer ahora sin ellos? Dos conceptos vinieron a ayudar a salir de esa atonía estética, de esa confusión artística tan desoladora. Por un lado, cuando no se tiene claro qué estilo utilizar, se hallará que la mezcla de ellos es la mejor solución: el Eclecticismo. Por otro, ¿a qué mayor temática se podía recurrir en España?: a la Historia. Desde una perspectiva exclusivamente artística, de Arte en el sentido más auténtico del término -lo que fue Goya por ejemplo-, la Pintura española de la segunda mitad del siglo XIX fue deslucida, sin perfil, sin fuerza o sin originalidad. Y es por esto que el Eclecticismo español de esa época, realmente el único eclecticismo que hubo en el Arte por entonces, combinaría varias tendencias en una sola: un Realismo (en el sentido de que la figuración lo fuera no que fuera real lo que representara), también un Academicismo hispanizado, luego un pseudo-Impresionismo, paisajista o no, y, por fin, un Romanticismo exagerado, pero éste no tanto en los trazos pictóricos como en la esencia de lo buscado para ser expresado en un lienzo. Eugenio Álvarez Dumont (1864-1927), como todos los pintores españoles destacados de entonces, se formaría en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando. Más tarde lo haría en Roma y acabaría viajando a Marruecos para interesarse por un cierto espíritu orientalista que lograse aunar estilo e inspiración. Se especializó en temas históricos, especialmente el periodo alrededor de la Guerra de la Independencia de 1808.

En el año 1887 se decide el pintor español a crear una escena histórica de una profunda emotividad sentimental. La guerra de la Independencia española tenía muchas, grandiosas batallas o momentos estelares del levantamiento contra los franceses, como lo había pintado Goya incluso antes. Pero Dumont elige una leyenda, sin embargo, con muy poco rigor histórico, pero de una gran sensibilidad popular y de muchísimo fervor estético: la muerte de una hermosa joven madrileña vengada luego por su padre. La leyenda popular fue recogida por las crónicas románticas de la ciudad y luego plasmada en la historia para reivindicar, muy emotivamente, unos hechos sangrientos ocurridos en Madrid. La reseña que describe la obra en el Museo del Prado, donde está la pintura de Dumont, dice así: El cuadro rinde homenaje a dos de los héroes que alcanzaron más legendaria gloria en la lucha del pueblo de Madrid contra las tropas francesas. El guerrillero Juan Malasaña da muerte al dragón francés que acaba de asesinar a su hija Manuela, quien suministraba munición a las tropas españolas del cuartel de Monteleón. El panadero madrileño Juan Manuel Malasaña era descendiente -curiosamente- de un artesano francés, Jean Malesange, que se había instalado en Madrid tiempo atrás para ofrecer los maravillosos panes de Francia. Como muchos otros madrileños se enfrentaría con las bárbaras acciones que las tropas napoleónicas infringían en Madrid. Su hija Manuela Malasaña, humilde adolescente, trabajaba en una casa de costura cuando el dos de mayo de 1808 la sorprendió. La realidad, al parecer de los datos actuales, es que nada de lo reseñado o registrado en la leyenda sucedió en verdad. Sí que Manuela murió aquella jornada, pero como muchos madrileños anónimos también lo hicieron. Tal vez influyó su belleza, tal vez su inocencia, tal vez su juventud, tal vez que murieron ambos, padre e hija, en aquellos terribles momentos.

Pero esos detalles históricos no importaban nada al Arte, para el pintor -como para el Arte- la verdad no interesa en absoluto, la leyenda es la única fuente necesaria para expresar un sentimiento artístico. Si no, ¿cómo hacerlo artístico? La emotividad en el Arte exige que una muerte joven y bella, zaherida incluso, caiga delante de los ojos del espectador. Y luego que una reacción violenta de venganza de esa belleza caída surja poderosa contra la ofensa vil y opresora de esa belleza. Algo esto, la ofensa vil y opresora, que debe ser grandiosa además, y que debe estar adornada con los elementos encumbrados de su poder estético: el casco y el peto napoleónicos. Y que sorprendida esa ofensa se enfrente, sin razón, contra la fuerza, ridícula pero auténtica, de lo más persistentemente invencible: el dolor por la pérdida más querida y espiritual, por la más sentida, por la más emotiva, por la más eterna. Esto es sólo lo que el Arte requiere. Que su padre hubiese muerto antes, que ella -Manuela- fuese fusilada luego en grupo, que ningún dragón de las fuerzas napoleónicas fuese -justamente- sentenciado en ese asalto, poco o nada relevante es para representar esa historia artística.

El pintor español Álvarez Dumont conseguiría todo eso en su obra de Arte histórica... Lo conseguiría desde la composición más emotiva del hecho descrito, porque la acción violenta es ahora motivada por algo muy personal. Alejado de las fuerzas napoleónicas que recorren las calles, el dragón francés está arrinconado y vencido por el guerrillero madrileño. La patria está abatida aquí en el suelo y su belleza -la de la joven madrileña- se percibe desolada  y eterna junto a su inocencia y valor. Pero pronto esa misma belleza zaherida es vengada, y lo es como sólo las ofensas más sentimentales puedan serlo. Un balcón florecido y un farol solitario y deslucido son los únicos testigos del terrible hecho sangriento. Y el pintor utilizaría el Romanticismo más genuino, ese que terminase hacía cincuenta años antes, pero que ahora lo lleva el creador español a su más histórico y apasionado momento emotivo. Por la misma época -cinco años después- otro pintor decimonónico español, Francisco Pradilla Ortiz (1848-1921), llevaría a cabo otra semblanza de la historia de España a un lienzo. Según contaban las leyendas, cuando Granada fue tomada en el año 1492 por los Reyes Católicos, el emir árabe granadino Boabdil tuvo que marcharse de la ciudad camino de Motril para embarcar fuera de España para siempre. Sin embargo, poco antes de dejar de ver su hermoso paisaje granadino, justo en lo alto de una loma -el suspiro del Moro- de ese mismo camino sureño, se volvería el rey árabe para mirar a la Alhambra por última vez y pronunciar entonces su madre allí las poéticas palabras ("llora como mujer ya que no has luchado como un hombre")... que ella nunca pronunciase.  

(Óleo Malasaña y su hija se baten contra los franceses en una de las calles que bajan del parque a la de San Bernardo. Dos de mayo de 1808, del año 1887, Eugenio Álvarez Dumont, Museo del Prado, Madrid; Óleo de un representante del Eclecticismo español, Desnudo de mujer, 1902, del pintor español Ignacio Pinazo Camarlench, un impresionismo academicista hispano, Museo del Prado; Detalle del mismo cuadro de Pinazo Camarlench; Cuadro del pintor español, representante también de ese Eclecticismo hispano, Francisco Pradilla, El suspiro del Moro, 1892, Colección particular; Obra extraordinaria de un pintor extraordinario, seguidor de Goya, y que aquí no recreará nada conocido, sino un lugar de fantasía, un paisaje tan extraño como su pintura, Puerto fluvial junto a un Castillo, 1850, Eugenio Lucas Velázquez, Museo del Prado, Madrid.)

(Dedicado a Lourdes, una bloguera madrileña)

19 de enero de 2015

Los diferentes semblantes de una vida o las distintas vidas de una misma individualidad.



¿Cuántos somos realmente? ¿Cuántas identidades diferentes pueden asumir los seres en una única entidad a lo largo de su existencia? No es una cuestión esquizofrénica, ni patológica, ni desbordante, es tan solo la multiplicidad de facetas que los seres humanos puedan llegar a tener en una única existencia. No son tampoco las diferentes expresiones que el paso del tiempo transformará en las distintas imágenes de un mismo individuo con los años. No, es algo más etéreo, es aquello que pueda darse en el mismo momento en que seamos susceptibles de percibir las posibles facetas que podamos disponer. Algunos artistas de la historia crearon sus edades del hombre, distintas imágenes para expresar el paso del tiempo. Pero en esta obra de Arte lo que consigue el creador es  original: representar en diversas imágenes al mismo ser, en el mismo momento espacio-temporal, como si fueran entidades diferentes. ¿Cómo hacer algo tan imposible? Con la genialidad que solo el Arte permite. Con el matiz que las diversas composiciones figurativas expresen de un mismo ser en un lienzo. El creador impresionista norteamericano John Singer Sargent (1856-1925) lo consigue en su obra Cachemira de un modo original.

Idea el creador pintar a su sobrina Reine Violeta Ormond (1897-1971) vestida con un mismo chal de Cachemira, pero su figura aparece en diferentes plegamientos, ademanes, cubrimientos, gestos, posiciones y miradas distintas. Parece un grupo homogéneo que avanza en procesión de figuras clásicas, misteriosas o ensimismadas. Siete seres diferentes que representan siete sensaciones distintas aunque la modelo sea la misma persona. El pintor John Singer había nacido en Florencia de padres norteamericanos. Tuvo una hermana menor, Violeta (1870-1955), que acabaría teniendo seis hijos con el británico Francis Ormond. A casi todos los pintaría el creador impresionista. Pero a Reine la transformaría una vez en virgen vestal en esta obra sorprendente del año 1908. La creación tiene sus mentiras -como todo Arte- porque Reine tendría solo once años cuando sirve de modelo en la obra. El pintor consigue confundirnos al crear un plano sin fondo de contraste y sin otra figura que la misma joven repetida. 

Siete posiciones, siete gestos y siete dinámicas distintas donde, gracias al motivo representado -titulado como la obra-, el maravilloso chal de Cachemira, se puede mostrar la sutileza más genial y estética del sentido oculto de la obra. Es la misma personalidad retratada, sin embargo ésta sólo se ve bien, para identificarla claramente, en dos figuraciones posibles, y aun así parece distinta. El resto podrían ser otras de las restantes cinco vírgenes vestales que caminan perdidas. Es una senda imposible, porque son y no son la misma identidad. La modelo es posible que lo sea, pero lo representado son cosas diferentes. No puede ser la misma senda, en tan corto espacio, como para ser ella la misma persona. No es real el sentido de ese momento plasmado en el lienzo. El pintor consigue hacer una metáfora del sentido del Arte con el sentido de una obra. Es decir, llega a rozar el pintor impresionista el Simbolismo sin ser simbolista y sin proponérselo incluso. Es así como dejamos y no dejamos de ser el mismo individuo. Porque la variedad de seres que somos no es real, ni irreal, ni demostrable en sí mismo. Es solo un rasgo estético más de nuestra misteriosa vida contingente. Es solo una forma más de lo que somos, tan cambiante como el color del sol un mismo día. Sigue siendo el mismo sol, sigue siendo la misma luz, pero, a veces, con su reflejo poderoso de los distintos momentos del día, también su luz la veremos, en ocasiones, algo distinta...

(Todas obras del pintor John Singer Sargent: Cachemira, 1908, Los sobrinos del artista, Conrad y Reine Ormond, 1906; Calle de Venecia, 1882; La Carmencita, 1890.)

10 de diciembre de 2014

La reinvención del Arte se basará en el realismo de la vida, el de la más normal y pasajera.



Cuando el romántico y realista -y casi impresionista- pintor Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875) crease en el año 1843 su lienzo Marietta, no pudo sospechar entonces lo que su gesto artístico supondría luego en la historia. Corot sería precursor de otras tendencias posteriores, como los impresionistas, que se inspirarían en él para comprender que la luz y el instante elegido podían ser elementos esenciales para la creación artística. Pero antes de eso, antes de alumbrarse el Impresionismo en el mundo, crearía Corot un desnudo de mujer como aquellas clásicas odaliscas o heroínas hermosas pintadas de antaño. Pero ahora, a cambio, solo plasmaría el pintor francés a una simple y vulgar prostituta de Roma. Y no sólo eso sino que ahora su composición no era tan elaborada ni decorada ni arrebatadora sensualmente como lo había sido antes. No, ahora su obra de Arte solo fue la simple imagen desnuda de una vulgar mujer tendida en un catre. Nada más. Y nada menos... Corot fue el primer pintor que desarrollaría eso que, mucho tiempo después, se acabaría llamando Modernismo. El escritor y poeta francés Baudelaire (1821-1867) lo entendería también así. En el año 1863, veinte años después de que Corot pintara su Odalisca romana, Baudelaire escribiría su ensayo El pintor de la vida moderna. En su escrito quiso reflejar el ofuscado poeta la experiencia fluctuante y efímera de la vida moderna, la responsabilidad que tendría el Arte ahora de captar esa nueva experiencia existencial. Así empezaría la modernidad. La definió Baudelaire diciendo que: era lo transitorio, lo contingente, lo fugitivo, la mitad del Arte, cuya otra mitad sería lo eterno o lo inmutable representado por el Arte clásico de antes. Pero que ahora el Modernismo debía incorporar lo no eterno, lo vulgar y lo pasajero.

Algo difícil de obtener en el Arte de entonces. Sin embargo, había motivos para conseguirlo y Corot fue el primero que comprendió que lo contingente del Arte no podría ser ya tan elaborado, no podría ser tan perfilado como lo había sido antes, con aquellos académicos rasgos excelsos de la Pintura más consagrada. Así nacería el Modernismo, aunque aún muy tímidamente. Porque aún tendrían que pasar más años hasta poder llegar al Arte más moderno. La famosa actriz de teatro Sara Bernhardt (1844-1923) fue la primera que comprendería, desde que empezara a declamar sus dramas por los teatros de Europa, que la naturalidad de la vida normal debía sustituir el histrionismo rígido y alejado de las actuaciones clásicas tradicionales. Y así lo hizo ella, y triunfaría en todas las ocasiones que su arte interpretativo tan realista le permitiera hacerlo. Con ella comenzaría el nuevo teatro y las nuevas formas de interpretarlo. El Realismo en el Arte tiene, básicamente, dos formas de entenderse: una forma es la descripción natural de la vida normal y vulgar de los hombres (el Barroco fue el primer estilo artístico que lo hizo así), otra forma es el verismo fiel a las cosas de la naturaleza, es decir, pintar las cosas como son realmente, no sólo en sus detalles sino en su realidad más cercana a la visión exacta de las cosas, a su reflejo real que los ojos humanos vean, algo que solo empezaría a producirse a mediados del siglo XIX.

Y el color es algo muy significativo para dilucidar ambos modos. Porque las cosas no son tan contrastadas en la vida real como el Barroco las pintase, sin embargo, con sus colores exagerados o no tan conformes a como son reflejados por la propia luz de las cosas. Pero, tampoco la perfección real del cuerpo de las personas o la proporción exacta ante el resto de las cosas o el reflejo real que de la luz natural sus cuerpos emitan a los ojos receptores. Además de la autenticidad que, de sus propias imágenes, pudiera obtenerse de esa verdad representada en una obra, algo que de estar dentro de la escena retratada el propio receptor así lo viera. El creador francés Aimé-Nicolas Morot (1850-1913) fue un ejemplo del más sublime verismo en el Arte académico y realista de finales del siglo XIX. Fue un dibujante extraordinario y un recreador de la verdad en sus diversas facetas artísticas más estéticas. Sin embargo, su modernismo no fue tal porque no cumpliría aquel sentido existencialista del hombre moderno que hablara Baudelaire. Sus obras son representaciones de gestas históricas o legendarias que siempre se habían representado en el Arte. ¿Qué interés podría tener descubrir el perfecto perfil anatómico de un vulgar personaje? Es por lo que estos pintores tan escrupulosamente realistas crearon obras de seres humanos reconocidos en la historia o en la leyenda -Herodías o el Buen Samaritano-, y no de representaciones de seres normales, genéricos, vulgares o banales.

Tuvo que llegar la posmodernidad a finales del siglo XX para crear ahora las cosas de otra forma. La posmodernidad era algo impreciso de entender, pero que, ahora, asesinaba por la espalda a la modernidad utópica de antes, esa que tanto Oscar Wilde como Baudelaire habrían jurado que nunca algo así jamás pudiera morir. Sin embargo, aún mantendría una de las dos cosas que el escritor decadentista francés había augurado: la fugacidad de la vida reflejo de la existencia efímera de los seres sometidos a su influencia. Y, así, acabarían llegando luego el Hiperrealismo, el Realismo más fotográfico o el Superrealismo. La verosimilitud de la escena retratada se ha conseguido extraordinariamente en el Arte, como es el caso del pintor chileno Claudio Bravo (1936-2011) y su obra Venus del año 1979. A diferencia de Corot, el pintor chileno nos sorprende iconográficamente ahora: ¿es una fotografía o no lo que vemos? En la obra superrealista de Bravo el Arte trastoca claramente aquel sentido de modernidad. Ahora la postmodernidad del pintor chileno le llevaría a sublimar lo eterno del Arte en una eternidad nada gloriosa, ni idealizada ni reflejada en ningún alarde más allá de la fidelidad exacta de la imagen a la naturaleza. Sin embargo, la pintora brasileña Marta Penter (Porto Alegre, 1957) sí consigue aquella otra mitad efímera del Arte, esa mitad que nos describe a nosotros, seres humanos desconocidos o perdidos, en un mundo conocido y real. Porque es ahora la necesidad del ser humano de verse a sí mismo, de reflejarse de cualquiera de las posibles maneras naturales que la vida actual obligue. Pero con belleza, sensualidad y originalidad artísticas. También, con las sutiles formas de aquellos detalles naturalistas del Barroco clásico, aunque, sin embargo, sin los colores tan grandilocuentes ni tan disconformes a la naturaleza o la vida.

(Imagen reproducida -sin color- de un óleo del pintor Aimé-Nicolas Morot, Herodías, 1880, Francia; Óleo de Aimé-Nicolas Morot, El Buen samaritano, 1880, Museo de Bellas Artes de París; Cuadro de Camille Corot, Marietta, Odalisca romana, 1843, Museo de Bellas Artes de París; Obra del pintor superrealista Claudio Bravo, Venus, 1979; Óleo del pintor modernista y orientalista francés Georges Clairin, Retrato de Sara Bernhardt, 1871, Francia; Detalle azulado de una imagen fotográfica de Sara Bernhardt, del fotógrafo Felix Tournachon, conocido como Nadar, 1865, París; Imagen fotográfica original de Felix Tournachon, 1865, Retrato de Sara Bernhardt; Cuadro hiperrealista de la pintora Marta Penter, Pintura realista en óleo, 2009; Imagen fotográfica de la pintora Marta Penter creando su obra, 2009; Óleo barroco del pintor español Juan Bautista Maíno, Adoración de los pastores, 1614, Museo del Prado; Detalle de la misma obra de Maíno, con los reflejos realistas del Barroco en una imagen.)

14 de noviembre de 2014

Un siglo después la imagen sigue vigente y sin reparos: el Arte emociona menos tiempo que la vida.



La Pintura fue la forma que el hombre tuvo de mostrar la vida, el mundo y sus crudas realidades. A veces con metáforas o mitos y otras con el reflejo de la realidad más descarnada. Pero todas con una belleza sugestiva que nos llega aunque lo que muestre no agrade tanto a nuestra conciencia. ¿Qué cosa hemos creado en la historia para tratar de calmar la indignación? No hay nada más frágil que la indignación, ya que, ¿cuánto durará?, ¿cuánto tiempo mantendremos la indignación que, se supone, debe enfrentarse a las cosas crueles o insensibles de la vida? Tan poco tiempo como la sensación que ocupa el momento de mirar a dejar de hacerlo. En el origen del hombre el mito comenzaría tratando de explicar el mundo y sus miserias. La persistencia de la maldad, la ferocidad de la maldad, la ingratitud de la maldad, la desfachatez de la maldad, empezaron cuando dejase de asombrarse alguien ante la desgracia ajena o cuando el sufrimiento humano se añadiera pronto a las cosas normales de la vida. La conciencia, eso que nos distingue de los animales, es lo único que poseemos para ser humanos. Nada más. Tanto para sentir como para comprender, tanto para permanecer como para abandonar, tanto para omitir como para determinar una acción decidida.

Y es justo ahora, en este momento en que vivimos, cuando debemos tener conciencia, ni antes ni después de la vida... La conciencia no nos sobrevivirá, puede sobrevivir, si acaso, alguna sustancia ignota y liviana, algo sin recuerdo ni memoria, o sin sentido temporal ni identitario, pero no lo vivido ni lo sufrido ni lo alcanzado a sentir cuando lo sentíamos. Porque es ahora, cuando la conciencia nos late y la notamos palpitar, cuando comprenderemos mejor que la mirada de los otros no es más que un reflejo de la nuestra. Es ahora cuando las cosas hay que girarlas de alguna forma para poder verlas mejor... Después de que los mitos calmaran la conciencia de los primeros hombres maldecidos, el ser humano se volcaría en buscar fuera del mundo un Ser imponente que justificara las cosas más terribles y sus descalabros azarosos. Así nacería la religión y la cultura que luego la sostuviera. Pero el tiempo evolucionaría como para entender que los designios trascendentes no son tales o no son infalibles. Que no son nada inevitable como para que las cosas más duras o desoladas no tengan una respuesta en la vida. Es por lo que la ciencia terminaría por calmar otra conciencia diferente.

Los creadores de Arte son testigos tangibles de esos procesos culturales. Por eso se pintaría el mito, la religión y la naturaleza. Porque eran tres cosas que los seres más comprenderían para poder entender la vida y sus miserias. Porque eran los detalles de esas cosas los que todos habrían mejor oído que visto. Pero nada de lo que se percibe cotidianamente se mantiene unido a la belleza. Sin embargo, la belleza  es siempre una garantía de permanencia, de sublime permanencia, de grandeza o analgésico espiritual que llega a todos para entender mejor el mundo y sus desdichas. Luego llegaron otros creadores y mostraron la realidad sórdida de la vida, una para la que no habría que alejarse mucho para verla, que no solo era ya oída sino vista. Pero sucedía que era ahora una realidad muy diferente a la de antes. Porque los seres habrían nacido, sufrido y desaparecido siempre por algo concreto, algo tajante, ineludible, inevitable. Las guerras siempre habían existido y, con ellas, las enfermedades, la desolación y la muerte. Pero pronto llegaría al mundo con su evolución social y tecnológica un tiempo diferente. Ahora las cosas comenzaron a cambiar como cambian los colores de una tierra lastimosa: lenta e inapreciablemente. Ya no es solo que la gente perezca como siempre, no, ahora es que el tiempo se había aliado en parte con la muerte.

No es una muerte definitiva o definida, es otra cosa, es una forma de percibir de la vida cada día algo menos algunos seres. Es ver amanecer como siempre, pero ahora sin poder mirar el sol y deslumbrarse, sin poder volver a mirarlo luego satisfecho, aunque el tiempo no dure ya para ello más que un solo instante. Porque ahora, sin embargo, todo duraba más. Ahora las cosas lacerantes de la vida no mataban, seguian como si lo hicieran pero sin hacerlo. Y, además, estaban los seres en el mismo lugar de antes, con el mismo mito, la misma religión y la misma lógica aplastante. Y, así, un nuevo modo de ver las cosas surgió ya hace más de cien años. Los pintores tuvieron entonces que esforzarse por seguir emocionando como antes. Inútilmente. Por esto no se pudo ya sino inventar ahora otra forma de expresión para el Arte. Hasta hubo que  trastocar el concepto realista de la imagen para hacer con ella otra cosa, justo lo contrario: una forma de surrealismo...  Porque las imágenes más realistas dejaron de estar solo fijadas en un lienzo para repetirse ahora, una tras de otra, aunque con sutilezas, en la nueva dinámica visual  más asombrosa del cinematógrafo. El cine llegaría para suplantar y expresar aquella misma emoción desolada de antes. Esa misma emoción sublimada ya por el mito, la religión o la ciencia desbordante. Las nuevas imágenes dinámicas eran ahora la vida misma, la emoción descubierta de la vida, en un trozo de tiempo mayor que el de antes. Así empezaron a sentirse y a crearse. Pero, nada más. Las cosas importantes de la vida no cambiaron, ni han cambiado mucho, desde entonces. Cien años después la emoción -la más desgarrada, la más indignante-, esa que subyacía elogiosa antes en el Arte, seguirá durando el mismo tiempo, muy poco, para el que la mira que para el que la siga sufriendo como antes.

(Óleo realista del pintor británico Thomas Benjamin Kennington, Sin hogar, 1890, Museo Art Gallery de Bendigo, Australia; Vídeo de la película muda Ménilmontant, 1926, Francia; Óleo de Thomas B. Kennington, Pandora, 1908, Colección Privada; Cuadro del mismo pintor Kennington, Pan diario, 1883, Walker Art Gallery, Liverpool, Inglaterra.)

27 de octubre de 2014

Lo más fascinante del Arte será combinar originalidad, sencillez y misterio.



¿Qué hace interesante una obra de Arte? Es exactamente igual que en una persona. Primeramente su personalidad, es decir, su originalidad individual ante los modos, formas o costumbres establecidos. Luego la profundidad de pensamiento y un cierto misterio que no es posible desvelar del todo de las cosas que encierra su ser. Y finalmente la sencillez, entendido esto como la manera de no disponer de muchas cosas en su representación, de no incluir demasiados añadidos para llegar a manifestar toda su personalidad. En consecuencia, no bastará lo bien terminado o perfectamente elaborado que esté un ser o una obra de Arte, es preciso disponer de algo más. Hay creaciones pictóricas que están maravillosamente realizadas pero no consiguen llegar a provocar en el observador una emoción suficiente. Por eso la representación artística de una imagen debería, además de belleza, incluir las cuatro condiciones descritas antes: personalidad, profundidad de pensamiento, misterio y sencillez. La profundidad de pensamiento establecerá en el Arte el paradigma más perseguido por los creadores, ese modelo genuino con el que buscarán o encontrarán -porque hay pintores que el azar les ofrece ese modelo sin ellos buscarlo- la forma de plasmar artísticamente el misterio iconográfico más emotivo.

El paisajista español Martín Rico de Ortega (1833-1908) descubriría pronto que su vida era pintar. Tanto su familia de artistas como su formación con Jenaro Pérez de Villaamil habrían contribuido a hacer de él un perfecto pintor, extraordinario con los matices, con los colores, con la luz... Esta ahora tan resplandeciente y blanca en sus obras como lo es la luminosa geografía española. Pero, sin embargo, sólo sería eso, un retratista, un fotógrafo del Arte, un magnífico dibujante o un fiel detallista de un conjunto escénico. Pero, nada más... En su obra Un canal de Venecia del año 1879 se perciben en el canal los brillantes reflejos de los edificios aledaños. La luz es poderosa y consigue llevarla el pintor por donde debe ser destacada o sombreada desde los ángulos más agudos de sus reflejos en el agua. Es el maravilloso paisaje retratado de un canal veneciano, pero sin misterio y sin originalidad.   El pintor holandés Leonaert Bramer (1596-1674) compuso, sin embargo, otro paisaje muy distinto en su obra barroca El dolor de Hécuba. No era el retrato de un lugar conocido, ni su paisaje era perfectamente fiel a alguna realidad existente, como lo fuera el canal de Venecia del pintor Ortega. Cierto es que la época de Bramer, el Barroco, no se caracterizaba por un estilo paisajista muy fiel a la realidad, pero, a cambio, sí dispone el paisaje de otras cosas realistas... En este caso el autor consigue aquí misterio y originalidad.  Lo hace así porque el cuadro encierra además un misterio que el pintor supo mantener en el tiempo.

Durante años los inventarios de cuadros de la corona española, y luego los del Museo del Prado, habían relacionado el cuadro de Bramer con la leyenda mitológica de Hécuba. La obra fue adquirida por el príncipe de Asturias en la década del año 1770. Pasaría luego al Palacio del Escorial en el año 1779 para terminar, en el año 1834, en el Museo del Prado. Según la mitología, Hécuba fue la esposa del rey de Troya Príamo, con el que tuvo varios hijos, famosos unos -Paris, Héctor, Casandra- y otros menos conocidos -Polixena y Polidoro-. Poco antes de la invasión de los griegos a Troya, Hécuba mandaría a su hijo pequeño Polidoro a Tracia para que estuviese a salvo de la guerra. Cuando Troya terminó destruida a manos de los griegos, Hécuba sería tomada como esclava por los vencedores aqueos. Habían pasado algunos años y Hécuba pasaría, de vuelta con los vencedores a Grecia, antes por Tracia. Y allí tendría ocasión, pensaba ella, de ver a su hijo, sin embargo, fue tan solo el cadáver de Polidoro lo que aparecería una mañana a la orilla del mar. Hécuba había ido a la playa a lavar el cuerpo sin vida de su hija Polixena, sacrificada antes por su amor imposible a Aquiles. La leyenda explicaría cómo el rey de Tracia había acabado antes con la vida de Polidoro arrojándolo al mar de Tracia.

En el año 1923 un historiador de Arte -Siegfried Wichmann- empezaría a interpretar otra cosa diferente de lo que parecía representar la escena retratada por Bramer. Según el historiador, el momento plasmado en la playa no podía haber sido protagonizado por Hécuba ya que no era reina, como ella aparece vestida aquí, sino solo una esclava de los griegos vencedores. Por otro lado, su hija Polixena se había suicidado mucho antes -por su amor imposible al héroe Aquiles- en una playa de Troya, no en una de Tracia. ¿Qué hacía entonces su cadáver aquí, tan lejos de su lugar de fallecimiento? Por tanto tendría sentido lo que argumentaba el historiador. La razón obligaba a pensar que no eran Polidoro y Polixena los cuerpos yacentes representados en el cuadro barroco. ¿Quiénes, entonces, eran esos dos personajes retratados? Existía otra leyenda griega que contaba cómo los cuerpos de dos amantes habían aparecido en una playa del Helesponto. Se trataban de los cuerpos ahogados de dos amantes legendarios, Hero y Leandro.

El famoso escritor latino de mitos y leyendas Ovidio lo describía en sus poemas elegíacos Cartas de las heroínas. La hermosa Hero fue una sacerdotisa de Afrodita que vivía en la orilla opuesta del estrecho del Helesponto -estrecho de los Dardanelos-. Leandro era un joven de la ciudad de Abido, población justo situada al otro lado del estrecho, viviendo así uno enfrente del otro. Leandro se enamoraría de Hero irresistiblemente. Fue un amor prohibido ya que ambos no podrían tener relaciones -ella era una sacerdotisa y no podía amar a ningún mortal-. Eso les llevaría a verse a escondidas. Así que una noche él cruzaría el estrecho para verla. Las difíciles aguas del Helesponto arrebataron entonces la vida de Leandro. Y ella al descubrirlo se arrojaría al mar sin miramientos. Así aparecieron sus cuerpos juntos y ahogados en una orilla de Tracia. Pero, sin embargo, un experto del Museo del Prado, Juan J. Luna Fernández, descubriría en el año 1984 una inscripción en el lienzo de Bramer: Hecuba, Ovidius, Libr. 13.  Es una pequeña estela mimetizada casi con el resto del cuadro, muy poco visible y situada en uno de los túneles pintados a la derecha del lienzo. Con esa inscripción se despejaba definitivamente por el autor de la obra el sentido auténtico de la imagen artística, aquel que representaba los verdaderos cuerpos tendidos en la orilla: los de Polidoro y su hermana Polixena.

Nada debería haber claramente representado en un lienzo, cosas explícitas que describan realmente la imagen de lo que vemos. Una imagen que no representaría nada misterioso. En el Arte se comprueba que la idea representada y lo plasmado finalmente no tienen por qué ser exactamente lo mismo. Que cuanto más confusa sea la imagen representada más se alcanzará ese alarde artístico de condición misteriosa de una obra de Arte. Será así original además. Porque debe mostrar la escena artística algo que nos haga pensar y nos lleve a confundirnos incluso. Así, con la confusión y su belleza se debería representar lo que sea que quiera contar el autor en su obra. También con la sencillez de no incluir mucho más de lo que se necesite. Sin demasiados alardes ni muchos gestos o cosas añadidas en el lienzo.

Como por ejemplo en dos retratos de mujer de dos creadores españoles separados casi cincuenta años y que nos ayudan a entender parte de lo mencionado antes. Cuando el pintor Federico de Madrazo (1815-1894) retratase a la condesa de Vilches en el año 1853, conseguiría uno de los retratos románticos de mujer más extraordinarios jamás hechos. El magnífico creador español, académico y director del Museo del Prado, llegaría a expresar la más natural y sofisticada belleza de una mujer retratada en un lienzo, reflejo de una época plenamente romántica. Está la modelo cercana al espectador y su amable nobleza trasciende ahora sin alardes excesivos. El color es vibrante, el gesto conmovido y su grandeza rutilante. Todo un espléndido homenaje a la modelo y al Arte clásico. Sin embargo, cincuenta años antes, en el año 1805, otra aristócrata española, la marquesa de Lazán, sería pintada en un retrato muy original realizado por el poco conocido pintor español José Alonso del Rivero (1781-1818).

Con esta obra compuesta en gouache -acuarela opaca o témpera- sobre un fondo de marfil llegaría a obtener Alonso del Rivero -pintor neoclásico- un sobrecogedor retrato de una singular mujer. Fue retratada además por Goya en un cuadro del año 1795 cuando ella era una adolescente -hoy desaparecido- así también como en un retrato que el pintor aragonés le hiciera en el año 1808. Pero Alonso del Rivero, además de utilizar el recurso del marfil como fondo blanco para el encarnamiento del personaje, reflejaría la extraordinaria personalidad de la marquesa de Lazán. María Gabriela de Palafox y Portocarrero (1779-1828) fue hija de una de las damas españolas más ilustradas y avanzadas del siglo XVIII español, la VI condesa de Montijo. Conocida por su rebeldía frente al poder religioso y civil, se enfrentaría sin complejos por tratar de mejorar la vida de las gentes de su tierra. Amiga del ilustrado Jovellanos, acabaría impulsando esa misma rebeldía en sus propios hijos, especialmente en María Gabriela de Palafox. 

Y así es como el pintor Alonso la refleja en su original retrato, una imagen tan interesante y seductora de la bella marquesa española. Una mujer perseguida por la Inquisición en una época en la que se condenaba de jansenista a cualquiera que criticase el orden injusto de las cosas. Su mirada profunda y su escéptica actitud la plasma el pintor de su modelo, todo un difícil recurso para una época en la que la belleza femenina se señalaba de otra forma. El creador español fue más fiel a lo que ella verdaderamente era que a lo que representaba socialmente. Aunque consiguió el pintor también expresar aquellas cosas que el Arte hiciera siglos antes: una imagen real y un misterioso semblante emocionado. Una visión expresada de la marquesa que tan sólo ella, o los que la conocieran muy bien, podrían descubrir oculto tras el aparente bello retrato: uno de los semblantes más personales, originales, singulares, enigmáticos y hermosos de una retratada.

(Óleo barroco El dolor de Hécuba, 1630, del pintor holandés Leonaert Bramer, Museo del Prado; Lienzo Un canal de Venecia, 1879, del pintor español Martín Rico y Ortega, Metropolitan, Nueva York; Magnífica obra en Gouache sobre marfil, Retrato de la marquesa de Lazán, 1805, del pintor español José Alonso del Rivero, Museo del Prado; Óleo del gran Federico de Madrazo, Retrato de la condesa de Vilches, 1853, Museo del Prado, Madrid.)

11 de junio de 2014

Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, aquello que todavía podemos soportar.



En la costa del mar Adriático, muy cerca de la ciudad italiana de Trieste, unos acantilados bellísimos -los acantilados de Duino- soportan desde hace siglos los cimientos vetustos y desolados de un impresionante y romántico castillo medieval. Y allí mismo, a mediados del año 1911, el poeta checo Rainer María Rilke (1875-1926) pasearía por entre los inspirados e inspiradores acantilados solitarios, y, de pronto, escribiría asombrado el poeta: ¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles? Fue el inicio apasionado de un libro de diez poemas al que el poeta modernista titularía Elegías de Duino. La primera estrofa de esa primera elegía continuaría diciendo:

Y aún suponiendo que alguno de ellos me acogiera de pronto en su corazón, yo desaparecería ante su existencia más poderosa. Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar; y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña el destruirnos. Todo ángel es terrible.

Cuando el pintor surrealista Dalí viese por primera vez el lienzo realista del pintor francés Jean-Francoise Millet (1814-1875) titulado El Ángelus, quedaría absolutamente obsesionado con el cuadro para siempre. ¿Qué cosa plasmada en esa pintura tan realista de Millet pudo por entonces, sin embargo, subyugarle tanto al gran creador surrealistaMillet pertenecía a la tendencia artística realista del siglo XIX, es decir, a una forma de pintar que destacaba la naturaleza de las cosas tal y como es, sin ocultar ni distorsionar nada, ni estética, ni ética ni formalmente. Pero, curiosamente, el pintor Millet fue un creador realista que sí ocultaría algunas cosas en sus obras, aun a pesar de mostrar las otras, las desveladas, con una muy cruda, sincera y dura visión realista. Así compuso el pintor francés su asombrosa obra El Ángelus en el año 1859, una escena natural y campesina de lo más misteriosa, sin embargo. Misteriosa a pesar de Millet, porque el pintor francés no quiso expresar en su obra, verdaderamente, ningún misterio. El pintor realista francés solo quiso representar una cosa que, finalmente, no se vería en el lienzo. Lo que quiso pintar fue la desolación más despiadada de unos padres ante la pérdida mortal de su pequeño bebé. Pero, sin embargo, no le dejaron pintarla así por entonces, o él no quiso, o no pudo...

Porque Millet pintó antes un pequeño féretro en el mismo lugar donde ahora vemos un cesto. Pero entonces no hubiese podido vender el cuadro apalabrado, ya que fue un encargo y no era eso, exactamente, lo que el comprador quería obtener o ver por la imagen que pagaba. Así que el pintor realista lo cambió luego: cambió el sentido pero no la escena general de la obra. Antes de cambiar la pintura dos progenitores oraban juntos ante la desaparición súbita de una pequeña vida malograda. Luego, sin embargo, quedaría fijada en la obra realista una pareja campesina que oraba junta en la hora destinada al ángelus, una costumbre popular que hacía detener la jornada unos minutos para rezar. La obra es impactantemente bella, a pesar de todo. Dos personas están ahora solas, aunque juntas, en un paisaje aún mucho más desolado todavía. Porque la magnitud, la grandiosidad y la soledad del paisaje los hace resaltar aún más en su propia y sinuosa soledad existencial. Están ahora aquí detenidos los dos, absortos en un mismo ensimismamiento existencial, en una misma y compartida agonía personal ante el mundo que les rodea alejado. Esa misma agonía que el pintor realista quiso, sin embargo, inicialmente resaltar de otra forma en su obra.

Pero, entonces, ¿qué obsesionaría tanto al pintor Dalí de ese misterio? El genial pintor surrealista escribiría luego hasta un ensayo para calmar su deseosa interpretación emocionada de la visión del cuadro de Millet. Lo titularía El mito trágico del Ángelus de Millet. Dalí supo años después, a través de un descendiente del pintor realista, la verdad de lo que escondía el cuadro lastimero. Comenzaría su deseo por averiguar qué podría ocultar aquel lienzo extraño. Tanto le obsesionaría la obra que llegaría a solicitar al Museo del Louvre parisino una radiografía para saber si había oculto lo que quiso pintar su autor antes de acabarla. En el año 1963 se hizo la radiografía y se vió una masa oscurecida debajo de la cesta, con una forma muy parecida a un pequeño ataúd. Así  confirmaría Dalí su sensación de una tragedia vital en esa terrible escena realista. La escena pictórica de Millet estaba representada además en un lugar de cosecha, de fertilidad y de vida productiva. Dalí interpretaría la imagen como el réquiem artístico más desolado sobre la incapacidad de procrear o de sentir, incluso la de vivir, o la de amar, o hasta la de expresar ahora, así, de esa forma tan misteriosa, esa extraña belleza inmediatamente anterior a todo lo terrible...

Y seguiría escribiendo el poeta Rilke en su elegía de Duino:

Oh, y la noche, la noche, cuando el viento lleno de espacio sideral
nos muerde el rostro; ¿a quién no le queda al menos ella, la anhelada,
que nos decepciona suavemente y con esfuerzo aguarda
al corazón de cada cual? ¿Es la noche más leve para los enamorados?
Ay, ellos solo se ocultan uno al otro su destino.
¿Aún no lo sabes? Arroja desde los brazos el vacío
hacia los espacios que respiramos; quizá de modo que los pájaros
sientan el aire ensanchado con un vuelo más íntimo.


(Óleo El Ángelus, 1859, del pintor realista Jean-Francoise Millet, Museo de Orsay, París; Cuadro de Dalí, Reminiscencia arqueológica del Ángelus de Millet, 1935, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Florida, EEUU.)

31 de mayo de 2014

La imagen emotiva de un suburbio victoriano o la transversalidad del Arte.



Fue en el siglo XVIII cuando el arquitecto escocés Robert Adams rediseñara una de las zonas más degradadas del oeste de Londres. Allí, cercana a la orilla del Támesis, se encontraba el antiguo palacio de Durham House, una residencia episcopal de época bajo medieval que, durante 1585, acabaría en manos de Walter Raleigh, el famoso corsario británico tan molesto para la flota española de Indias. Desde alguna de las torres de su palacio divisaría el pirata inglés la abadía de Westminster, el Palacio Whitehall y hasta las verdes colinas de Surrey. Luego de la muerte de la valedora del corsario, la reina Isabel I de Inglaterra, el obispo de Durham reclamaría el palacio al nuevo monarca -menos protestante- Jacobo I de Inglaterra. Autorizaría este nuevo rey el cambio de propiedad, perdiendo entonces Raleigh el palacio de Durham House frente al obispo. Sin embargo, el obispo nunca lo ocuparía -el siglo XVII británico fue muy convulso- y el palacio de Durham House acabaría en ruinas y abandonado. Así que, para cuando el arquitecto Adams se encargó de su remodelación, parte del palacio se demolería y, en su lugar, se construirían unas estructuras urbanas para solaz de industrias y mercados.

Parte del mismo complejo urbano sería utilizado como sede para una nueva iglesia en Inglaterra, Los Arminianistas. Pero la más suntuosa parte de aquel antiguo palacio derruido la ocuparían ahora aristócratas ingleses, como el quinto conde de Pembroke, cuyos deseos de construir su mansión acabarían solo en el rediseño de algunas de las calles más próximas al Támesis. Años después, entre 1768 y 1772, todo acabaría derribado de nuevo para erigir en su lugar una gran edificación en estilo neoclásico, tendencia arquitectónica que Robert Adams daría al nuevo complejo urbanístico de Adelphi. Con esta tendencia neoclásica levantaría un conjunto de edificios adosados con una galería de arcos que enfrentaba sus perfiles a la orilla del río. Y es precisamente una de las galerías de esos arcos la que pintaría en el año 1858 -vista desde su interior- el creador victoriano Augustus Leopold Egg (1816-1863) para su lienzo Pasado y Presente III. La imagen que representa es típicamente dickensiana, porque refleja el Londres decimonónico más desolador, el más infame o depravado de aquellos difíciles, injustos y duros años. En el interior de una de aquellas bóvedas diseñada por Adams para su complejo Adelphi, sitúa el pintor a una mujer abatida por unas circunstancias trágicas en un momento personal desgarrador. Sentada a los pies de una barca, entre las piedras y desechos de una desdeñosa ciudad, mira ahora con nostalgia a un cielo desolado y su luna nueva entre las sombras.

Luna que, entre nubes alejadas, brillaría también para todos los demás, tanto seres amparados como desamparados. Pero ahora, entre sus brazos y cubierto con sus propios ropajes, llevará un pequeño niño que duerme. Es a su hijo al que protege, pero a un hijo ilegítimo. Solo las pequeñas piernas del bebé son de él lo único que veamos. El pequeño no percibe ni siente nada de lo que su madre, nostálgica, sí puede ahora sentir mirando la luna entre sus sombras. El pintor nos muestra en su obra emotiva y desolada la escena característica de  una orfandad paterna o de una maternidad soltera, ambos estados que, presumimos, pueden llevar a pensar en algún tipo de ser marginado por su condición social o económica. Puede representar una mujer de la calle, una prostituta o una hija abandonada a causa de alguna pasión defraudada; también alguna viuda que, sin reconocimiento oficial, no pueda reivindicar nada de su fallecido esposo. Pero ella sigue mirando la luna, esa misma luna que está, sin embargo, también para los otros, la misma luna que mira ahora desde ese recóndito y oscurecido lugar. En una de las paredes de la oscura galería el pintor sitúa incluso unos carteles callejeros, panfletos que anuncian y recuerdan, metafóricos, la vida acomodada de los otros. En uno de esos carteles públicos se anuncian dos galas representadas en el teatro londinense de Haymarket -Victims y The cure of love-, uno de los centros culturales por entonces de moda de la zona de Adelphi. En el otro veremos la publicidad de un viaje de placer turístico a la bella y soñada París.

Todo un terrible contraste sutil que, junto a la visión de la luna y sus reflejos en el río, enmarcan la emoción más efectiva de todo el conjunto de la obra. Pero toda obra tiene su propia historia detrás. Cosas que han pasado antes, durante o después de lo pintado... Es ahora la transversalidad de cualquier obra de Arte. Muchas obras -realmente todas- pueden tener esa transversalidad narrativa. Casi todas ellas lo tienen. ¿Por qué no? Cualquier emoción retratada en un lienzo posee su antes y su después. Lo que sucede es que los creadores solo pintarán lo que ellos sientan más de cualquier gesta. La única emoción que ellos piensen que pueda reflejar mejor su inspiración decisiva. Porque para contar otros posibles momentos, de antes o de después, surgieron ya los trípticos, por ejemplo. Con ellos se pretendía completar alguna cosa no contenida en la representación inspirada inicialmente. O, sencillamente, ofrecer así la narración que llevará al espectador a comprender mejor el sentido de la obra. Cosas que, de no hacerlo, hubiesen obligado al artista a exponerlas, solas y juntas, en un único lienzo limitado. La realidad fue que el pintor Egg quiso criticar la sociedad victoriana con tres imágenes distintas, pero relacionadas, tres cuadros separados para llegar, más profundamente, a las conciencias indolentes de la gente.

Porque aquella no es ninguna mujer de la calle, ni ninguna hija desamparada, o viuda desolada, no, es una esposa repudiada por su propio marido tiempo antes. La narración comienza con el lienzo I de la serie Pasado y Presente. En esta obra vemos ahora un salón de clase media londinense, y en él una familia retratada en una escena sorprendente. Están las hijas jugando ahora alegres en un extremo del cuadro, pero en el otro extremo hay una mujer sola, derruida y desesperada, juntando ahí sus manos contra el suelo, abatida al saber la decisión de su esposo al conocer la noticia. Ella ha cometido adulterio, y él lo certifica así, con una carta delatora que arruga entre las manos. La escena es dolorosa y participa del contraste entre un hogar sosegado y la cruel decisión sobrevenida. En la obra de Arte, típica del momento Prerrafaelita, se muestran algunos elementos retratados alegóricamente. Por ejemplo una puerta abierta, reflejada en el espejo del fondo, por donde deberá salir ella; una manzana partida por la mitad en el suelo, símbolo de la ruptura del matrimonio; y un pequeño cuadro en la pared con la escena del destierro bíblico. Los colores en la obra son fuertes y acusados, como rémora iconográfica del trágico momento.

Pero, debe existir otro cuadro aún más moralizante, uno para entender el sentido crítico de la anterior obra. Porque el creador quiere hacernos ver el sinsentido tan inhumano de la sociedad de su época. Tal vez, por eso el pintor pensaría que con tres imágenes pudiera llegar mejor a la conciencia de la gente. La secuencia narrativa de las tres obras tiene su mejor sentido con el lienzo intermedio. Es decir, el primer cuadro es el salón con la noticia y el último la mujer ante la luna. Pero hay otro que, situado entre ambos, completará, trágicamente, la decisión primera. Dos jóvenes hermanas miran ahora la misma luna de aquella misma noche. Porque es ésta ahora la misma luna, de la misma noche oscura, mirada desde aquella galería de arcos. Han pasado algunos años y las niñas de antes -las que jugaban en el salón abrigado- están ahora solas, con más años y sin nadie. El padre ha fallecido hace semanas y ahora se encuentran abatidas, desoladas y sin nadie. Y el creador inglés utiliza la luna como un nexo, como un elemento que, sutilmente, trata de enlazar la mirada con el gesto, el semblante con el sesgo, o la desesperación más humana con la decisión más absurda. También la oscuridad del destino más sombrío con la sentida nostalgia, o la metáfora más alumbradora con la penumbra menos romántica. O quizás, por fin, la visión de un cielo trascendente y abierto con la cruel realidad tan oscura y dramática.

(Tríptico del pintor inglés Augustus Leopold Egg, 1858: Óleo Pasado y Presente, El número III; Grabado del siglo XVIII del complejo Adams, Adelphi, Londres; Óleo Pasado y Presente, El número I; Óleo Pasado y Presente, El número II, todas las obras de Egg en el Museo Tate Gallery de Londres.)

24 de mayo de 2014

Diego de Silva y Velázquez, el mayor y más misterioso genio habido jamás en el Arte.



Cuando el gran pintor español Velázquez fuera introducido -hábilmente- por sus influyentes amigos andaluces en la corte, pudo entonces contemplar las grandes obras maestras del Arte que se guardaban en Palacio. Admiraría los grandes óleos de Tiziano, de Tintoretto, del Veronés... Comprendería pronto que lo que hasta ese momento había él producido, visto o aprendido, no bastaría para llegar a componer lo que, exactamente, el gran pintor andaluz hubiese deseado. Entendió entonces que su habilidad para el dibujo, para la sombra, para el matiz, para la arruga, o para distinguir un vaso de una tinaja, no eran del todo suficientes. Habría entendido Velázquez, al fin, que otras cosas podían ser creadas en un lienzo artístico, cosas que con su sola escuela sevillana no habría llegado a conseguir en el Arte. Descubrió así que la mera imitación de la naturaleza, esa forma grandiosa y prodigiosa que sus maestros andaluces le enseñaron en Sevilla, podía cubrirse ahora de otras cosas, de una insinuante poesía o de una sugerente belleza en su entonación pictórica. Cambió Velázquez entonces su estilo y sus colores, cambió su modo de expresar y consiguió así la mayor gloria que un artista pudiera alcanzar en el Arte.

Luego de eso, hacia finales del año 1629, viaja a Italia y aún mucho más sus colores, sus formas, sus historias y sus técnicas pictóricas, consiguieron mejorar. Pero, justo antes de ese viaje a Italia finaliza en Madrid una obra extraordinaria. Hasta entonces no se había atrevido Velázquez a pintar una escena mitológica. Todas las que había hecho eran escenas naturalistas o de género, todas perfectamente realistas, pero ninguna mítica. Su aprendizaje en Sevilla le había llevado a seguir las ideas de su maestro Pacheco, ideas que defendían la veracidad de las formas de la naturaleza a extremos de un grandísimo verismo pictórico. De cosas existentes y cercanas, cosas que sorprendieran a la gente al verlas pintadas ahora tan bien, que las confundieran incluso, sin saber a ciencia cierta distinguir el modelo real de la obra artística. Pero, ahora, ¿cómo realizar una alegoría mitológica, algo en sí mismo inexistente y no verídico, de un modo tan realista o tan naturalistamente pintado que siguiera confundiendo al que lo viera?  Por otro lado, ¿qué cosa, personaje o escena mitológica pintar? Por aquellos años, 1628 y 1629, se encontraba el gran pintor flamenco Rubens en Madrid. Como pintor admirado en la corte hispana, el gran Rubens elaboraría muchas obras para el rey Felipe IV. Y, entonces, conocería a Velázquez...

Fue Rubens quien le aconsejaría pintar una obra mitológica sobre el dios Baco, el más realista de los dioses griegos. Cuando Zeus sintiese una pasión amorosa por la mortal Sémele -la hermosa hija del rey de Tebas Cadmo- su verdadera, legítima y oficial esposa Hera, celosa ahora por completo, tramaría entonces una cruel venganza para acabar con la bella joven amante mortal. Pero Zeus pudo conseguir antes salvar el fruto de ese amor impúdico, el pequeño Dionisos -Baco en  Roma-, y terminar de engendrarlo en su propio muslo. Poco después lo confía a unos preceptores mortales, seres humanos que le enseñarían al pequeño Dionisos el arte humano de la vida, del vino y de las diversiones, por lo cual sería el primer semidiós en sentir más como los seres humanos que como los dioses. Así que con el dios Baco, el Dionisos griego, Velázquez tuvo la excusa perfecta para poder expresar su nuevo deseo artístico innovador. Pero, ¿cómo hacerlo? Otros creadores habían pintado ya al dios Baco. Tiziano fue uno de los primeros. Pero, claro, Tiziano era un genio renacentista, un creador muy clásico, un generador de belleza sin fisuras, sin resquicios para otra cosa que no fuera entonces lo más bello. Pintaría Tiziano un triunfo de Baco -Baco y Ariadna- cien años antes de que lo hiciera Velázquez. Entonces, con Tiziano, aparecía Dionisos como un dios poderoso y decidido, muy ágil, virtuoso y hasta en exceso grandemente estilizado.

Pero el Arte había cambiado mucho en los años de Velázquez, cuando ahora el progreso barroco en las formas se celebraba desde hacía años. El Barroco era otra cosa, y los pintores barrocos debían hacer otra cosa distinta a lo de antes. ¿Cómo crear ahora un triunfo de Baco, es decir, una representación de la grandiosidad de un dios tan humano, un dios además que nunca había logrado hacer grandes cosas? Porque cuando Tiziano lo retrata lo hace triunfando por haber conseguido Dionisos el amor de Ariadna -la bella cretense abandonada antes por Teseo-, ahora ésta muy impresionada por el cortejo, el impulso y la curiosa personalidad atrayente y misteriosa del dios Baco. Sin embargo, Velázquez tiene otra idea en su cabeza, no basará su triunfo de Baco en la Belleza ni en el Amor, ni en el cortejo mitológico propio del dios. Sigue dividido el pintor español entre el naturalismo, el mito y la belleza.  No quiere crear una obra mitológica pero tampoco se lo niega. Velázquez desea mostrar ahora la forma más vulgar del dios, esa misma forma por la que Baco era conocido: su afición al vino y sus alardes inspiradores y bucólicos. Tiene que hacer una obra donde todos los personajes se dejen llevar por esos efectos transgresores, pero, ¿cómo pintar una obra mitológica donde aparezca un dios y a la vez unos seres tan realistas, tan naturales o tan vulgares?

En el año 1629 crea Velázquez su obra de Arte Triunfo de Baco para el rey Felipe IV de España. ¡Qué audacia de creación!, ¡qué atrevimiento entonces para un principiante en la corte más importante de Europa! Pero el rey español, el monarca más mecenas de la historia, lo acepta y le paga los cien ducados al artista. Velázquez había conseguido genialmente componer a un dios rodeado de menesterosos, de bebedores, de personajes corrientes que ríen, beben y grotescamente le adoran; con gestos más propios de tabernas o lupanares que de una corte olímpica y grandiosa. Velázquez lo consigue hacer con un virtuosismo inconsciente. O muy sutil, mejor dicho. Detalles que salvarán la obra mitológica divina del simple desatino de la escena, en exceso naturalista, vulgar, terrenal o grotesca. Ahí radica la grandiosidad de Velázquez en esta creación, además de su extraordinaria factura pictórica, algo esto último que asombra a cualquier observador que aprecie la imitación perfecta de la naturaleza en el Arte. Porque la composición pictórica la llevaría el autor español al paroxismo más verosímil. Son actores humanos reales interpretando a seres mitológicos fantasiosos. Son exactos a nosotros, ni siquiera los gestos de sus muecas, producidos por lo ebrio de su estado, cambiarán un ápice la realidad de sus rostros tan humanos: así son los gestos humanos cuando se entregan a sus efectos alcohólicos desmesurados.

La luz es aquí otro efecto muy elogioso, otro personaje añadido más, para hacer ahora compaginar dos mundos tan opuestos: el divino, el elitista, más blanco y mitológico, por un lado; el campesino, el vulgar, el humano, más oscurecido o más depravado, por otro. El dios Baco y su acompañante mítico son los únicos seres desnudos en sus torsos. Están ahora como fuera de contexto, iluminados de otra forma, con una luz más precisa o más auxiliada a sus contornos. Ellos son los únicos seres divinos, los demás personajes, los que están rendidos al dios, a su porte, a su corte o a sus efectos etílicos, los pinta el creador español como son naturalmente los hombres en esos casos: oprimidos, vencidos, relajados, ante la grandeza de su ebrio regalo divino.  Porque el pintor realiza aquí el contrapunto del triunfo divino frente a la parodia humana más entregada. Pero, además, los grandes creadores como Velázquez irán más allá, dejarán que pensemos, que divaguemos nosotros solos; porque él no se mojará, el pintor no entrará en su obra a hacer disquisiciones morales, aunque las exponga o las muestre. El dios Baco es epónimo de la libertad, de la liberalidad que produce el vino cuando libera las conciencias, los sufrimientos o las miserias de lo humano. Y pinta Velázquez al dios Baco con la mirada perdida. ¿Por qué? Baco aquí no está mirando a nadie, sólo los demás miran algo: o lo miran a él o nos miran a nosotros -a los que vemos el cuadro- o miran a otros personajes retratados. Es como si el dios no estuviese ahí realmente. Sí está el dios interactuando con un personaje al que le coloca una corona de hojas de laurel -símbolo merecedor de inspiración elogiosa- por ser, quizá, un poeta o un literato. Pero es que Baco es un dios, no puede dejar de serlo, aun estando rodeado de seres tan vulgares o despreciables.

Es la representación artística más conseguida de la dualidad divina-humana más realista jamás pintada. De la mayor grandeza icónica para señalar eso mismo, porque ahí es un dios al que vemos retratado, aunque no sea ahora un dios salvífico, caritativo o benéfico. Los otros, los demás personajes retratados, son solo hombres de la mayor bajeza. No son hombres ejemplares o seres humanos que, sobreponiéndose a sus debilidades, consigan grandes cosas o con la virtud de sus anhelos o con la fuerza de su decisión. Son ahora personajes adheridos a la falla, a la deriva del efluvio más liberador que ofrece el vino y sus efectos. Por esto a la obra se la denomina también, coloquialmente, Los borrachos.  Sin embargo, El triunfo de Baco es el título con el que el autor español firmó su obra. Pero, ¿qué hay ahí ahora de triunfo? Como en todas sus obras, Velázquez nos deja atónitos con su misterio. ¿Es un homenaje al momento inspirador que la ebriedad ofrece ante la realidad de la vida? ¿Es un agradecimiento al único dios que más entenderá a los seres humanos y sus debilidades? El dios Baco seguirá ahí mirando ahora otra cosa... Con su mirada perdida o dirigida hacia lo opuesto nos está insinuando que nada es tan simple, que el misterio que se oculta en la obra seguirá ahí después de todo. Y que ni él, ni sus efectos, podrán salvar, si acaso, más que ese placentero instante etílico, ese refugiado intervalo entre las caricias demoledoras de un único momento extático y su cruel efecto engañoso.

(Óleo El Triunfo de Baco, 1629, Diego de Silva y Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Baco y Ariadna, 1523, Tiziano, National Gallery, Londres.)

25 de febrero de 2014

El poder de la creación barroca: cuando su composición consigue resaltar lo que dice y como lo dice.



Los teóricos del Renacimiento, como Leon Battista Alberti (1404-1472), decían que una representación pictórica ideal no debía exceder de nueve personajes. Han habido grandes obras maestras del Arte que los han excedido, pero, sin embargo, hemos de reconocer que aquellas que manifiestan lo mismo con menos son mejores creaciones. Además, si componen una escenificación dinámica y teatral, son  personajes creíbles o argumentados, y están posicionados en un alarde de escenificación eficaz, hay que reconocer entonces que la obra El juicio de Salomón, del pintor José de Ribera, es una extraordinaria creación artística barroca. Una curiosidad de la obra es que no fue asignada al pintor Ribera sino hasta apenas hace doce años, en el año 2002. Se llevaría casi cuatrocientos años catalogada como del Maestro del Juicio de Salomón, indicando así la identidad desconocida del pintor. El primer pintor naturalista que hiciera del Barroco una forma de expresión natural con rasgos de autenticidad, crudeza y sencillez lo fue el maestro italiano Caravaggio. Pero el español José de Ribera (1591-1652) consiguió ser un avezado seguidor de ese Arte. Es cierto que Ribera ha pasado más a la historia por su tenebrismo, un oscurantismo excesivo y tendencioso en sus obras; sin embargo, su etapa de juventud en Roma -de la que es esta obra- fue menos tenebrista y más naturalista, más caravaggista que en su periodo de madurez.

Es un hábil círculo el que forman ahora los personajes en su obra. Lo comienza la madre interesada, falaz o despiadada; lo sigue Salomón, el sabio rey hebreo, aquí desconocido por su aspecto nada majestuoso ni divino, representado como un hombre vulgar vestido burdamente, ni excelso ni hierático, con un gesto hosco -nada sabio- propio de hombres mediocres o estultos. Continúa el círculo artístico con la madre virtuosa, un ser que no desea que dividan al niño. En la escenificación trata ahora -su figura retratada-, sin tocar a nadie, que las manos insensibles del sirviente no asesinen al bebé, su propio hijo cuestionado. Son sus brazos quienes delimitan la escena dramática y enlazan una magna sabiduría -la de Salomón- con la ejecución criminal ciega y decidida del sirviente patibulario. Cierran este círculo artístico los espectadores: que observan, discuten o piensan sobre el acto jurídico representado. En medio de todo ese círculo grandioso se sitúa, exánime, el otro bebé muerto, tendido y solitario, causa de la cruel, despiadada y egoísta disputa.

Otros creadores habían reflejado la salomónica escena tan inhumana. Todos excelentes lienzos, todos grandes pintores, pero sólo el lienzo de Ribera consigue una cosa diferente y clarificadora estéticamente: destacar lo importante sin resaltar (sin añadir ni decorar) otra cosa distinta a la de los propios personajes. Por esto el Barroco es sobre todo escenificación genuina, es decir, auténtica recreación dinámica sin adornos de belleza, como sí los tiene, a cambio, el Neoclasicismo, el Arte tan fatuo realizado más de un siglo después. Pero, también sin exceso de drama, como más tarde el Romanticismo desgarrador trajese al Arte. Aquí el Barroco más barroco lo obtiene Ribera solo con la sencillez del suceso y la claridad de la imagen fatídica o proverbial de los personajes. Una semblanza artística que llega a todas las mentes y comprenden todos los ojos. Pero sin tener esos ojos ahora mucho que mirar para entenderlo. Nadie puede dudar aquí, ni distraerse, ni perderse, entre los profundos mensajes de lo artístico, algo más propio de otros estilos diferentes más sofisticados. Porque esta extraordinaria composición barroca hace equilibrar, magistralmente, lo sencillo del mensaje estético con la forma grandiosa de cómo decirlo.

(Óleo del pintor español José de Ribera, El juicio de Salomón, 1610, Galería Borghese, Roma; Cuadro El juicio de Salomón, 1665, Luca Giordano, Museo Thyssen, Madrid; Obra del pintor del Barroco francés Valentín de Boulogne, El juicio de Salomón, 1625, Museo del Louvre; Óleo El Juicio de Salomón, 1649, Nicolás Poussin, Museo del Louvre; Lienzo del genial Rubens, El juicio de Salomón, 1617, Museo de Kunst, Copenhague.)

22 de febrero de 2014

Un naufragio artístico salvado entonces por la impenitente ansia tan humana de copiar.



Cuando las cosas naufragan dejarán de ser aunque sigan existiendo. Entonces vagarán por el limbo jurídico de lo impreciso o de lo indelimitado, de lo imposible, de lo insensato o de lo desaparecido sin final. De ese modo las obras de Arte creadas antes de un naufragio dejan de serlo después, incluso como si no hubiesen existido nunca. Salvo que algún día las cosas hundidas dejen de estarlo. Porque en determinadas circunstancias la tecnología permitirá recuperar del inframundo abisal de los naufragios parte de lo perecido en el pasado. Pero, ¿y antes, cuando los mares vencían con su magnitud la voluntad de los hombres de recuperar lo perdido? Por eso las obras de Arte -objetos que sólo existieron si existen aún- nunca se catalogaban después de los desastres irreversibles -no en el caso de los robos, que sí pueden ser reversibles- como objetos con algún sentido real, con un pasado, con una entidad o con un recuerdo. Sencillamente dejaban de existir y, por tanto -en el Arte-, como si nunca hubieran existido. Uno de los períodos artísticos más exitosos en la historia de Holanda fue el comprendido desde sus inicios como país hasta la invasión francesa del año 1672. Fue el momento conocido como el Siglo de Oro de la pintura holandesa.

En esos años Holanda conseguiría una sociedad tan próspera y liberal que los pintores proliferaron mucho. Tanto la economía -fueron los más activos comerciantes- como la religión -el calvinismo cambiaría las costumbres- condicionaron un tipo de hacer pintura y Arte. Ahora las escenas dejaban de ser religiosas o mitológicas para transformarse en realistas escenas cotidianas, en un reflejo de las costumbres ordinarias en los interiores de los hogares.  Esas obras abundaban y eran adquiridas no solo por ricos o pudientes, sino por cualquier persona -artesana o comerciante- que quisiese adornar las paredes de su casa con ese Arte. La calidad, sin embargo, desmerecería mucho los valores estéticos entre la abundancia de obras y temáticas -cosas vulgares y simples- de sus creaciones artísticas. Así que algunos creadores -de la escuela holandesa de Leiden, por ejemplo- comenzaron a afinar más sus trazos de estilo para hacer de sus obras ahora unas elaboradas composiciones aunque se trataran de escenas cotidianas o de costumbres tan vulgares y corrientes.

En la escuela holandesa de Leiden proliferaron algunos artistas, pero sólo unos pocos llegarían a merecer el elogio con los años. Algunos muy conocidos -como el gran Rembrandt-, pero la mayoría no lo fueron tanto. Sin embargo, sí destacaron otros pintores que no fueron tan valorados en su época y pasado el tiempo los grandes compradores de Arte -las cortes europeas- volvieran sus ojos a esas sencillas -por su temática- y tan originales obras de Arte holandesas. Uno de aquellos creadores lo fue el pintor barroco Derrit Dou (1613-1675), también conocido como Gerard Dou en el resto de Europa. Sobre el año 1648 compone un tríptico no religioso, una estructura más habitual en obras religiosas de países europeos más devotos -Italia, España o Francia-. Pero ahora llegaría a reflejar su creación algo más intimista, sugerente y humanista para el momento. Desarrollada no tanto para adoctrinar, extasiar o iluminar, sino más bien para asombrar, estimular, maravillar o educar bellamente.

Así fue como su obra Alegoría de la educación artística sorprendió entonces por su elaborada técnica del claroscuro o por la manera en que componía diferentes formas de educar un tipo de arte -en este caso artesanas actividades- con otras no menos carentes de habilidad. Pero esta magnífica obra de Gerard Dou no la veremos nunca -al menos por ahora- en el mundo. Lo que ahora vemos no lo realizó él, aunque sí compuso la original de antes, perdida ahora o inexistente para el mundo. Esta que vemos fue copiada de la suya por un pintor alemán afincado en Amsterdam, Willem Joseph Laquy (1738-1798), que la pintaría con toda seguridad antes del fatídico verano de 1771. El tríptico de Dou adquiriría tanta fama entonces -mediados del siglo XVIII- que los más poderosos compradores europeos quisieron hacerse con la obra. La amante del rey francés Luis XV, la marquesa de Pompadour, quiso regalársela al monarca galo febrilmente. Pero ignoraba ella que todavía había otra gran mujer -mucho más grande- que deseaba la obra apasionadamente. La emperatriz de Rusia Catalina II anhelaría el tríptico de Gerard Dou quizá con mayor ahínco. Esta zarina rusa se caracterizó por ser una de las mujeres más ilustradas de ese siglo y no podía dejar pasar la oportunidad de poseer una de las obras más emblemáticas de la época.

Así que cuando se celebró una subasta en Holanda en julio de 1771, el Tríptico de Dou se llegaría a cotizar por unos 14.000 florines de entonces, una cantidad que abonaría Catalina II por su deseada obra del maestro Dou. Los holandeses organizaron entonces el traslado de la obra a Rusia. El cargamento del buque fletado incluía otras creaciones y otros objetos artísticos de gran valor, y la carga, al parecer bien embalada y protegida, embarcaría en Amsterdam con destino a San Petersburgo en septiembre de ese año. Pero, sin embargo nunca su contenido llegaría a Rusia ni a ninguna otra parte. El buque holandés, el Lady María -Frau Maria o Vrouw Maria-, naufragaría a unos doce kilómetros al sudeste de la isla de Jurmo en el mar Báltico, hoy una isla de Finlandia pero por entonces territorio de Suecia. Y el Museo Nacional de Amsterdam, el Rijksmuseum -aperturado a comienzos del siglo XIX-, quiso poseer el recuerdo de aquel tríptico como de otras obras de Arte desaparecidas entonces. Todas copias de obras originales desaparecidas en aquel naufragio. Así es como hoy aparecen expuestas sus copias en ese importante museo holandés. Pero ahora con la leyenda titulada del famoso apelativo que suele añadirse a las obras que han sido copiadas: después de... La obra holandesa aquí mostrada es: Alegoría de la educación artística después de Gerard Dou del pintor Willen Joseph Laquy. Existe una obra en ese mismo museo de otro cuadro que naufragó también en aquel accidente, en este caso de otro famoso pintor holandés, Gerard Ter Borch (1617-1681). Este otro lienzo se copiaría sobre el año 1728 por un autor desconocido y se titularía en el museo de Amsterdam como Joven con perro después de Gerard Ter Borch (aunque en algunos lugares ni siquiera se especifica el después de, lo que lleva a una confusión histórica).

De aquel naufragio y de esas obras originales no se volvió a saber nada hasta el año 1999, cuando el buzo y buscador de pecios finlandés Rauno Koivusaari hallara los restos hundidos de aquel famoso velero. Así que ahora la inexistencia, de pronto, acabará por devolver a la realidad de lo inesperado aquellos objetos maravillosos, obras de Arte que un día dejaron de ser. Ahora los holandeses, los fineses, los suecos y, por supuesto, los rusos, desearán eliminar más de doscientos años de golpe para volver a aquellos años de 1771 (aunque menos a Finlandia le interese atrasar el tiempo, hay que tener en cuenta que no hace ni cien años que Finlandia existe como país). Al parecer los cuadros fueron envueltos en estuches de piel de arce y colocados en vasijas de plomo cubiertas con cera. De ser todo eso así es muy posible que el tiempo y el agua no hayan deteriorado mucho aquellas maravillosas -y ahora reexistentes- obras del Arte holandés.

(Tríptico Alegoría de la educación artística, después de Gerard Dou, realizado entre 1760-1771 por Willem Joseph Laquy, -sin embargo, la obra original fue realizada ya por el pintor del barroco holandés -de la escuela de Leiden- Gerard Dou sobre 1648, desaparecida en el naufragio del Frau Maria en octubre de 1771-, Rijksmuseum, Amsterdam; Óleo La villa a orillas del río después de Jan van Goyen -pintor holandés del barroco, 1596-1656-, obra realizada por su compatriota y coetáneo Jan van der Heyden, 1637-1712, antes de 1712, aunque el original relacionado en la aduana holandesa de 1771 aparece esta obra como del maestro Jan van Goyen, perdida en el naufragio del Frau Maria en 1771, Rijksmuseum, Amsterdam; Pintura desaparecida también en este naufragio, Joven con perro después de Gerard Ter Borch -pintor holandés del barroco, 1617-1681-, realizada por autor desconocido antes de 1771, Rijksmuseum de Amsterdam, Holanda.)