¿Qué cosa subyace en la ficción, una imaginada realidad aunque insoportable o grosera, o una belleza maravillosa y sublime inventada también pero deformada de cualquier realidad? Porque los bardos -poetas- de la Antigüedad griega supieron ya entender que la única forma de completar una narración embellecida era añadiéndole giros, tramas, dramas, matices o pasiones para tratar de subyugar a un lector ávido de emociones increíbles. Háblame, Musa, háblame de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo... Así comienza La Odisea, la obra clásica griega del inmortal Homero. Lo dejaría claro desde el principio el poeta: Háblame, Musa..., es decir, dime diosa inspiradora qué cuento, qué narro de aquello que pasó no sé dónde ni cuándo exactamente, sólo dímelo y lo escribiré después para que sea una obra inmortal, grandiosa, aleccionadora y casi creíble a pesar de los desvelos absolutamente inhumanos o imposibles de sus héroes. A pesar de que esos héroes se rodeen de monstruos imposibles, de esfuerzos increíbles, de recorridos anacrónicos o de vivencias desesperadamente insoportables.
Pero es que así es como construimos lo que recreamos en un relato escrito: primeramente con los personajes y actores necesarios ante la historia elaborada; luego con los que pasivamente la recibirán -los lectores-, con su propia interpretación subjetiva además de ese relato. Porque en todo relato inventado o imaginado hay un pacto tácito entre el ser que lo produce y el ser que acaba aceptando esa invención. El poeta británico Coleridge escribiría una vez sobre el pacto ficcional... Por ejemplo, en una narración escrita el lector debe saber que lo que se le cuenta es una invención, algo imaginado por otro sin que por ello el autor le esté contado una mentira. El creador finge así que lo que ahora nos relata es una historia verdadera y los lectores aceptamos ese pacto. Fingimos así que lo que nos cuentan sucedió en realidad, que existió alguna vez o que pasó en verdad ese suceso relatado.
Pero, del mismo modo, los seres humanos en sus múltiples debilidades emocionales -los terribles celos, por ejemplo- deberían entender que la realidad, lo que no es ficción, lo que verdaderamente existe, no es lo que ahora están pensando, recreando o imaginando en su interior en el mismo momento en que ellos lo creen vivir. Porque no es así, es sólo una fantasía ficcional más. Fantasías que a veces pueden acabar fastidiando sus propias vidas y, de paso, lo que es mucho peor, la vida de los otros, de los demás. El pintor clasicista francés Pierre-Narcise Guerin (1744-1833) compuso a comienzos del siglo XIX dos grabados-bocetos muy curiosos sobre un mismo tema: los celos. En uno de ellos aparece la sombra de los amantes infieles proyectada en la pared ante la figura atormentada de una mujer engañada, algo que solo apenas ahora ella presentirá... En el otro cuadro se observa la desesperación ante la imposibilidad de dejar de pensar o de creer en esa imagen fantástica y atormentadora..., aunque tan solo sea ahora una recreación ensombrecida de su mente, algo que ella, sin embargo, no podrá eludir ni evitar sentir desesperada.
(Óleo del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Boreas, 1903; Fotografía de la estrella de Cine mudo Gloria Swanson, 1919; Cuadros del pintor e ilustrador francés Pierre-Narcise Guerin, 1774-1833, Los Celos, dos ejemplos pictóricos y paradigmáticos de la fantasía imaginada, de hechos que parecen ser la verdad -la sombra de los dos amantes besándose-, pero que en realidad no lo es.)