Cuando un creador -pintor, poeta, novelista- llega a conseguir retratar la profunda sinrazón de una sociedad, de la suya además, la que mejor conoce, alcanzará a rozar entonces los laureles que el Arte otorga solo a sus más atrevidos, exigentes y suspicaces autores. Pero, entonces, ¿cómo hacer que su obra la entiendan todos, que esa sociedad o ese pueblo llegue a identificarse con ella y termine así por comprenderla? El pintor español Julio Romero de Torres (1874-1930) no fue lo suficientemente valorado como gran creador universal mientras vivió, tal vez a causa de un alarde creativo muy regionalista y oscuramente populista que impregna en sus obras. Unas semblanzas artísticas que, fuertemente enraizadas en su pueblo, el pintor andaluz expresa sabiamente en todas sus obras. Vivió en uno de los periodos creativamente más interesantes habidos quizá en la historia del Arte. A pesar de sus influencias cosmopolitas -su viaje y estancia en Italia en el año 1908- acabaría mimetizado por las características icónicas de los elementos más representativos de su tierra andaluza: la mujer idealizada, el entorno rural y provinciano y el deseo más subyugador y voluptuoso. También la vetusta religión católica y su oscura, maliciosa y satisfecha molicie. Rasgos propios de una sociedad -la española y la andaluza- y de un momento social concretos: principios del duro, transitorio, obtuso y doloroso siglo XX. Cuando el pintor español regresa a Córdoba viene inspirado entonces por dos de las fuentes que marcarán su creación artística: el Simbolismo como tendencia y el Dualismo como obsesión. Desde la más profunda y ancestral mitología judeocristiana, de la que el creador proviene, surge para el pintor andaluz el concepto terrible, distorsionador, equívoco y trágico del dualismo. Centraría el pintor en su obra el proceso del mal y del bien, pero, ahora de una forma no tan libre como hicieran los socráticos griegos siglos atrás. Al menos éstos lo hicieron con el matiz reformador del mal en el hombre, de lo mejorable del ser humano, a través del conocimiento y el saber.
Pero no, porque el mensaje bíblico sostenía no sólo el concepto sino también al malvado personaje y el camino tortuoso: el destino inevitable -el este del Edén- y las reminiscencias que del mal -Caín- sobrevivieran en el tiempo en la historia del hombre. Y todo ese simbolismo maléfico habría surgido de otro mal mucho más grave, de una impronta marcada a fuego e imborrable en la historia del ser humano: la caída del hombre y de la mujer, esa acción bíblica legendaria y fatídica que provocase su destierro total del paraíso. Una falta además transmisible para siempre a los hijos de sus hijos. Y, de ese modo, se crearía más tarde una filosofía religiosa trascendente y útil, una proverbial forma de recuperar lo perdido y redimirse para superar la terrible dicotomía inevitable. Una redención que sólo pudiese conseguirse a través de una esencia especial, indefinible, poderosa, recurrente y sin final: la gracia divina. Entonces el escenario natural y patrio, urgido de mitología religiosa -España y su Córdoba inspirada-, terminarían siendo el marco idóneo para simbolizar las dualistas obsesiones del pintor. Así compuso Romero de Torres en el año 1912 el primer óleo de una trilogía narrada sobre el mal y su salvación sagrada. Unas obras de Arte con el sugerente elemento iconográfico de la belleza idealizada de la mujer andaluza, belleza que el pintor español retratase en todas sus obras.
Pero no, porque el mensaje bíblico sostenía no sólo el concepto sino también al malvado personaje y el camino tortuoso: el destino inevitable -el este del Edén- y las reminiscencias que del mal -Caín- sobrevivieran en el tiempo en la historia del hombre. Y todo ese simbolismo maléfico habría surgido de otro mal mucho más grave, de una impronta marcada a fuego e imborrable en la historia del ser humano: la caída del hombre y de la mujer, esa acción bíblica legendaria y fatídica que provocase su destierro total del paraíso. Una falta además transmisible para siempre a los hijos de sus hijos. Y, de ese modo, se crearía más tarde una filosofía religiosa trascendente y útil, una proverbial forma de recuperar lo perdido y redimirse para superar la terrible dicotomía inevitable. Una redención que sólo pudiese conseguirse a través de una esencia especial, indefinible, poderosa, recurrente y sin final: la gracia divina. Entonces el escenario natural y patrio, urgido de mitología religiosa -España y su Córdoba inspirada-, terminarían siendo el marco idóneo para simbolizar las dualistas obsesiones del pintor. Así compuso Romero de Torres en el año 1912 el primer óleo de una trilogía narrada sobre el mal y su salvación sagrada. Unas obras de Arte con el sugerente elemento iconográfico de la belleza idealizada de la mujer andaluza, belleza que el pintor español retratase en todas sus obras.
En su creación Las dos sendas expuso el pintor, desequilibradamente, la composición más expresiva de aquellos dos polos trascendentes. Y lo hizo, sesgadamente, con la imagen de una hermosa modelo desnuda inclinando el sentido de su cuerpo -la cabeza hacia lo mundano y los pies hacia lo sagrado-, describiendo la hermosa vida que no puede dejar de recrearse sin belleza. Aun así, el pintor insiste en la terrible realidad de un dualismo -lo pecaminoso y lo sagrado- tan presente entre las gentes de su tierra. Los valores estéticos se articulan con los simbólicos en una sorprendente creación. Una obra impactante, nada simplista ni provocadora, sino profundamente motivadora a la reflexión. Un año después realiza Romero de Torres otro lienzo de esa trilogía: El Pecado. En este caso homenajea a sus maestros clásicos -Velázquez, Tiziano- con un desnudo de espaldas frente a un espejo. Esta vez no sostiene el espejo Eros, lo sostiene la mano quebrada de una enlutada y vieja alcahueta, una mujer que, junto a otras, conspiraría así para provocar el acto maledicente que llevará a la joven -como una virginal y hermosa diosa mitológica- a caer en los brazos del sexual pecado impenitente. Dos años después finaliza el pintor su trilogía con otra imagen voluptuosa, La Gracia, una pintura donde representa el sentido más simbólico y que completa las otras creaciones. La bella pecadora ha caído y es recogida aquí -redimida como un descendente cristo de su cruz- por unas monjas (símbolo de lo sagrado) que la salvan, con la gracia, de su fatídico amor descarriado. Una mujer llora en la obra por la pérdida de la pureza de otra mujer que, mancillada, es representada -el gesto abatido- con el mismo cuerpo endiosado, esbelto y perfecto de aquella misma mujer embellecida de antes...
(Óleo Las dos sendas, 1912, Julio Romero de Torres, Museo Prasa Torrecampo, Córdoba; Retrato del pintor Julio Romero de Torres, 1931, del pintor español Anselmo Miguel Nieto; Cuadro El Pecado, 1913, Julio Romero de Torres, Museo Romero de Torres, Córdoba; Obra del mismo pintor cordobés, La Gracia, 1915, Museo Romero de Torres, Córdoba.)