2 de abril de 2014

La mayor tragedia humana es poder concebir una perfección que el ser nunca alcanzará.



A pesar de no haber tenido entre sus naturales a ningún gran creador renacentista o barroco, Inglaterra llegaría a dar uno de los más geniales y originales artistas del Romanticismo. Joseph William Turner (1775-1851) demostraría que el genio pictórico puede llegar a narrar con colores, espacios y formas las más emocionales y desgarradoras semblanzas humanas en un lienzo artístico. Las de la Literatura por ejemplo, unas semblanzas que habrían alcanzado algunas de las más románticas creaciones poéticas de entonces. Y el mayor poeta romántico que cantara esas odas emotivas lo sería Lord Byron. Así como éste lo había hecho, Turner viajaría por Italia a principios del siglo XIX para descubrir su luz y su misterio. El pintor británico querría conocer las ciudades y lugares donde había nacido la Pintura para encontrar ahora sus afinidades, sus raíces o sus inspiraciones más creativas. Pero, a cambio de Turner, Byron no buscaría nada de eso. El gran poeta romántico, el primero que comprendiera que lo más íntimo de la desesperación humana formaba parte de su grandeza, peregrinaría por el sur de Europa buscando así la sensación romántica de que vivir es una experiencia personal desgarradora, del todo fugaz e insatisfecha. Con su obra poética del año 1818 Las peregrinaciones de Childe Harold, Lord Byron conseguiría definir la personalidad romántica por excelencia. Su protagonista, alter ego de su propia existencia vagabunda, acabaría mostrando las características paradigmáticas de los seres que llevan el rasgo de héroe -más bien antihéroe- byroniano: perceptibilidad, sofisticación, misterio, emotividad, introspección, independencia, decepción o rebeldía. El protagonista, Childe Harold, se embarcaría en un velero rumbo a Portugal desde Inglaterra para dejar atrás ya su vida aprisionada, su ingrata historia personal, su pasado insensible, sus pasiones y desvelos y tratar así de encontrar un nuevo sentido existencial a la vida. Y lo buscaría desde la convicción personal de que nada nuevo que hallase pudiese hacerle cambiar lo que piensa. Dirá el protagonista: Y ahora que cercado por un mar sin límites me hallo solo en el mundo, ¿suspiraré por otros cuando nadie lo hará ya por mí? Quizá mi perro llore mi ausencia hasta que una extraña mano venga a alimentarle; pero, a la vuelta de algún tiempo, si yo regresara a mi patria se avalanzaría hacia mí para morderme.

Turner buscaría en Italia, a cambio, la luz estremecedora del atardecer más hiriente. Pero, también buscaría las sensaciones emotivas que otros pintores antes que él ya hubiesen presentido. Y así viajaría por Milán, Bolonia, Florencia, Roma, Narni, Sorrento, Amalfi, Nápoles..., mirando, sintiendo, inspirándose sobre todo en las obras renacentistas y en los románticos poemas de Byron. De este poeta se decidiría por crear un grandioso óleo homenaje a su obra, Las Peregrinaciones de Childe Harold. Y lo hace bajo la romántica atmósfera italiana recreada por uno de los cantos poéticos de Byron. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo representar en un lienzo la sentida, avasalladora y decepcionante mística descripción lírica del poeta? En Turner era parte de su Arte, sin embargo, poder conseguir plasmar cosas imposibles de describir tan solo con colores o formas. Así crearía Turner su lienzo romántico titulado exactamente igual que aquel poema romántico. Elige así entonces un maravilloso paisaje italiano románticamente idealizado... Un lugar ahora donde la luz es, verdaderamente, la única emoción protagonista. Hará de la luz un reflejo del propio ánimo del personaje byroniano. Y en este hermoso paisaje libre y natural elegido la luz del atardecer -porque debe ser un atardecer- reverberaría inquietante entre los roquedales medio ennegrecidos y los inclinados surcos de un río amarillento, o entre la alegría manifiesta y serena de unos hombres y la misteriosa abertura sibilina de una profunda y oscura cueva sinclinal... También entre la quebrada silueta de un puente medio derruido y el lejano perfil de los restos sin sentido de una antigua y olvidada fortaleza medieval.

Y todo ese paisaje melancólico, en parte deslucido, contrastaría entonces con la silueta inmensa y elegante del magnífico árbol poderoso del primer plano de la obra. Una grandiosa figura vegetal muy romántica aquí por solitaria, tan grandiosa como desposeída ahora de firmeza, tan majestuosa como perfilada de una cierta aguerrida fragilidad. Detrás del árbol solitario, alrededor de su redondeada y coronada silueta verdecida, está ahora ya el poderoso cielo deslumbrante por la lejanía de un asombroso horizonte aún más brillante todavía. Pero azul, de un azul ahora mucho más matizado hacia la izquierda del cuadro. La tenebrosidad brumosa  del paisaje contrasta aquí, sin embargo, con la fugacidad despectiva y alejada de un grupo de personas satisfechas. Y, luego, la perenne y oscura silueta del poderoso árbol solitario situado ahora entre el profundo cielo azul oscurecido y el fugaz resplandor medio amarillento de la apasionada bruma de un atardecer...  El dramaturgo británico Terence Rattigan (1911-1977) escribiría una pequeña obra teatral extraordinaria en el año 1952, Un profundo mar azul. Una historia íntima y personal de amor donde sus protagonistas se sumergerán en las desalmadas, profundas e incomprendidas aguas de lo imposible... Un insufrible romance acabaría ahora en el frustrado intento suicida de la frágil mujer protagonista. Un desolado personaje situado entre la imposibilidad de aceptar la realidad ofuscada de la vida y su apasionada existencia vulnerable. En una de las ocasiones que ella tendrá para justificar tan terrible acción suicida, absolutamente confundida y abrumada, le contestaría a otro personaje que le habría cuestionado sutilmente su deseo aniquilador:  A veces es difícil discernir, atrapada entre el diablo y un profundo mar azul...

(Óleo Las peregrinaciones de Childe Harold, 1823, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Tate Gallery, Londres.)

29 de marzo de 2014

La masacre de la imagen perfecta ante la perfecta maldad de los seres: su mensaje interesado y su crueldad.



No había habido antes una tendencia cultural que condicionara filosófica, política, psicológica o emocionalmente tanto en la historia como lo fuera la compleja, abrumadora, indefinible y transversal inclinación o tendencia romántica. Fue simplificada a sus estereotipos más populares o tenida a veces como una visceral o sentimental forma de entender las cosas. Pero, sin embargo, no fueron esos rasgos manidos más que una pequeña gota en el inmenso océano de la diversidad que el Romanticismo supuso en la historia del Arte como de la vida. Y que supone aún, sobre todo en lo que hoy por hoy nos hemos convertido como sociedad tan compleja, diversa e insatisfecha. Porque el Romanticismo fue una de esas propensiones estéticas que más se nutriría de la ideología, de la filosofía o del pensamiento. Por eso se desarrolló -y sigue aún haciéndolo- a lo largo de varios siglos desde que naciera a finales del siglo XVIII. Jamás una manera de impresionar una imagen se sustentaría tanto en una revolucionaria forma de concebir la sociedad humana. Y así es como se reflejaría esa diversa visión del mundo en los creadores románticos, seres humanos que, visceralmente -cómo no-, se enfrentarían incluso entre ellos mismos tanto estética como ideológicamente. Surgido de la Ilustración más temprana del siglo XVIII, el Romanticismo nacería imberbe, sin detalles, apenas sin sábanas acogedoras ni desenvueltas desde las atormentadas, revulsivas, incomprendidas, complejas o fieras palabras del ilustrado pensador Rousseau (1712-1778). 

La Revolución francesa tomaría luego esas ideas filosóficas de la Ilustración, absolutamente radicales para entonces, y las llevaría a la jerga de cada una de las dos tendencias que lideraron el movimiento romántico: una la más liberal y otra la más conservadora. Y aún sigue hoy, por ejemplo, con sus posiciones políticas y sociales de izquierda y derecha. Es decir, en lo social o con la más atormentada afinidad colectiva y coercitiva o con la opuesta afinidad más individualista o liberal. Pero otros pensadores más alejados de aquel horror revolucionario, entonces sin patria o en un destierro propiciatorio, buscaron con otro sentido aquel cambio turbador tan humanista: hacer de la esencia ideológica romántica una nueva y estremecedora visión para el hombre. Un motivo ahora, sin embargo, mucho más trascendente que aquella colectiva intención social francesa. Fue liderado más por la idea que por el concepto, es decir, fue liderado más por la fuerza cultural inspiradora que por la intención social revolucionaria. Y así surgiría pronto desde tierras germanas la reivindicación de una tendencia romántica con un cariz más elevado, más divino, mesiánico casi: el Idealismo alemán. Un pensamiento filosófico en el que se sustentaría una de las estéticas más románticas de Europa.

El nacionalismo fue, por ejemplo, un concepto ideológico y social surgido de una de aquellas balbuceantes pisadas destempladas en que el Romanticismo se dispersara socialmente. Hasta antes de la Revolución francesa, la identidad cultural no fue la nación sino la población donde se nacía, la patria nativa o el lugar donde radicaba la esencia de los sentimientos geográficos, de las gentes o cosas que rodeaban la vida o el ámbito particular de una región. Luego existía otro concepto: la lealtad o fidelidad a un rey o estamento, entendido éste como un ámbito más general de seguridad o de protección, unas fronteras más amplias para desarrollar e intercambiar, sin sobresaltos, los medios económicos y culturales necesarios para prosperar una sociedad. Sin embargo, cuando el estamento cayese luego tanto desde el cuello seccionado del rey Luis XVI como desde la ambición poderosa de un general -Napoleón-, se sustituiría el concepto reino por imperio y el procedimiento patria por nación.

Hoy, después de tantos conflictos o de historia no leída, se repiten las mismas cosas peregrinas de antes. Y así se puede ver la vigencia que tiene todavía aquella tendencia romántica de entonces. Una tendencia que subsiste maquillada, desempolvada o manifiesta junto con el dúctil y práctico racionalismo, este fuerte pensamiento ilustrado del que fuera hija adoptada el Romanticismo. Y para comprender mejor la diversidad o complejidad del movimiento romántico qué mejor lienzo artístico que el de uno de sus mejores representantes, Eugène Delacroix (1798-1863). Cuando los artistas, poetas, literatos o pintores románticos acudieron a reivindicar aquella nueva forma de entender nación que surgiera de las devastadoras guerras napoleónicas, muchos políticos oportunistas o expansionistas vieron la mejor forma de justificar una intervención militar en la inestable Europa suroriental de comienzos del siglo XIX. Grecia, la antigua Grecia homérica y primigenia de la gran cultura occidental, estaba ocupada entonces por el imperio otomano desde el siglo XV. Y en los primeros años luego de la caída de Napoleón se crearon organizaciones que buscaron la independencia de aquella vasta y antigua región mediterránea. 

De ese modo, se crearon y financiaron movimientos armados para apoyar los reductos de población autóctona que, animados por rusos, franceses, ingleses o austro-húngaros, hicieron de aquella zona europea durante diez años, 1821-1831, una región sumida en el horror, la crueldad y la muerte. Pero, sin embargo, todo eso era entonces tan sólo un símbolo romántico de lo más genuino... Hasta el famoso poeta Lord Byron lucharía y moriría allí. Pero dos años antes de su muerte, en 1822, los turcos habían decidido acabar con una rebelión griega habida en la isla egea de Quíos. La intervención otomana fue feroz e inmisericorde, acabando con unos veinticinco mil griegos violentamente. Fue un gesto terrible que deseaba vengar la matanza de la peloponésica ciudad de Trípoli llevada a cabo un año antes a manos de los ahora oprimidos griegos. Y el extraordinario pintor romántico Delacroix entendió que aquella masacre terrible de Quíos debía ser el motivo de su impresionante, reivindicada, grandiosa y romántica obra de Arte.

Este pintor francés, un auténtico revolucionario en su arte y tendencia romántica, un innovador tanto en la ruptura con el clasicismo como en el propio sentimiento romántico de sus creaciones, no se dejaría llevar entonces sino por las inspiradas, liberales o épicas semblanzas que Lord Byron hiciera con su desgarradora literatura romántica oriental. Tanto transformaría Delacroix la forma de crear Arte que otro pintor, el neoclásico -y posterior romántico- Antoine-Jean Gros, diría de su obra La masacre de Quíos: Es la masacre de la pintura.  Y lo era porque Delacroix rompería ya con el sentido más ilustre del Arte, aquel más elegante o clásico de las correctas formas retratadas en un lienzo. Ahora, pensaba Delacroix, debía incluir en su épica y romántica pintura la sensación más impactantemente humana por muy dura que fuese. Los cuerpos no podían ser aquellos lustrosos, bellos, arrogantes o eternos cuerpos de las obras neoclásicas de antes. No, los cuerpos ahora, en su obra romántica, tendrían que ser como la misma escena de horror vivida por ellos los habría convertido: en despojos humanos, en pieles oscurecidas y demacradas; en ojos perdidos, en formas deslucidas o en una vana esperanza desolada por la crueldad maldita de sus heridas.

Así compuso Delacroix su gran obra romántica La masacre de Quíos. Con un paisaje donde ahora el Romanticismo de una parte, de aquella parcialidad ideológica de una parte -el pensamiento ilustrado del que el Romanticismo fuera hija-, brillaba claramente sobre el sufrimiento más universal y desolado del hombre. Pero eso fue lo que algunos criticaron entonces, el oportunismo histórico del creador francés: ¿era peor esta masacre turca de Quíos que la matanza griega de Trípoli producida un año antes? Los artistas románticos, especialmente Delacroix, se dejaron llevar por el sesgo particular de aquella ideología social revolucionaria y nacionalista, esa de la que su tendencia romántica había sido heredera. Pero el Arte, sin embargo, y a pesar de todo, siempre lo es pinte lo que pinte. Y aquí, en esta grandiosa, extraordinaria y universal obra maestra, el autor romántico francés consiguió lo que por entonces no se llegaría a entender aún -aunque seguro que la intuición del artista sí lo hiciera-: que el Arte viene a reivindicar siempre la esencia universal de los hechos, no la secuencia histórica o particular de los mismos. 

¿Qué mayor representación artística de la cruel humanidad que la desesperación de unos humanos ante la vil, atropellada, lacerante y brutal agresión de otros? El pintor francés sitúa en primer plano las figuras de las personas sometidas por la cruel masacre de los turcos. Sus figuras se abrazan y se besan, se acogen entre ellas enternecidas ahora bajo la fuerte y poderosa cabalgadura del opresor otomano. Las miradas están perdidas, los gestos abandonados por el ímpetu y la fuerza, los cuerpos humanos abatidos ahora sin fulgor alguno que los embellezcan. Figuras todas ellas que no podrían competir con las anteriores formas heroicas representadas por los clásicos trazos de lo más excelso; salvo la perfecta silueta de una mujer desnuda, atada y deseada que cuelga ahora voluptuosa de la ecuestre montura asesina del opresor turco. Tan sólo ella mantiene aquí en su figura desnuda aquel alarde poderoso tan bello y tan clásico de antes. Porque todo lo demás es demacración o desconsuelo, abatimiento, horror y muerte. Y el pintor romántico consagraría en su obra la imagen más paradigmática -no la más particular o subjetiva- del desgarro más humano ante el dolor afligido por otros seres humanos. Un maltrato universal expresado desde esas fuerzas malignas, simbólicas o personales que siempre existirán tras cualquier acto egoísta, interesado, desalmado o criminal que pueda ocasionar, sin pudor alguno, un ser humano a otro.

(Óleo La Masacre de Quíos, 1824, del pintor romántico francés Eugène Delacroix, Museo del Louvre.)

25 de marzo de 2014

Una sutil melodía insinuada en la grandiosidad de un lienzo, su parcialidad y su crítica.



El Impresionismo no supo cómo conseguir aparecer en el inmóvil y conservador mundo burgués de mediados del siglo XIX. París era, sin embargo, todo un referente de modernidad, de refinamiento cultural, de cierta pícara forma de acercarse al mundo de la bohemia y de los arrabales más atrevidos de entonces. Pero la sociedad francesa estaba en esos momentos (1850-1870) bajo el cetro imperial del rígido imperio de Napoleón III, y los creadores y artistas -libres por definición- se encontraron con la reticente y obtusa manera de condicionarles y limitarles sus nuevas, aperturistas o críticas formas culturales de expresión, esas con las que ellos, tímidamente, tratarían de soliviantar las protegidas y acomodaticias conciencias de sus alineados y satisfechos contemporáneos. La pintura clasicista -neoclásica- habría dejado paso antes a la grandiosa y exultante representación romántica de sus creadores más atrevidos. Pero, a la vez esos creadores eran aún respetuosos con las consignas clásicas del orden, de la metáfora, de la mitología, de la historia, de la cultura, del sentido de lo bello, de lo representable o de lo más justificable de llevar a un lienzo. Así que no se habrían decidido aún los pintores parisinos a representar una visión tan actual, tan normal, tan cotidiana, tan vulgarmente natural como era la de reflejar una escena habitual de la sociedad parisina de entonces. Los incisivos poetas decadentistas o simbolistas, como lo fuera el decidido y ácido Baudelaire, ya habrían recomendado a los creadores que dejaran de pintar esas escenas míticas grandilocuentes tan alejadas de la vida normal, y que se atrevieran ahora a retratar lo cotidiano, lo cercano, lo que llegara a traspasar la imagen real de los que, luego, lo miraran.

Totalmente convencido de lo mismo, el pintor Manet elegirá crear en el año 1862 una escena de esa misma sociedad, aunque no de la bohemia sangrante de los marginales barrios parisinos, no, sino de la más burguesa y encopetada sociedad parisina de entonces. Y decide el pintor impresionista que sea inmortalizada toda esa gente real en uno de los lugares más elegantes de una de las zonas más concurridas de París, los jardines de las Tullerías. El Palacio de las Tullerías era por entonces -y durante toda la historia de Francia lo había sido- la residencia parisina de la monarquía francesa. Durante el segundo imperio francés -el de Napoleón III-, en sus jardines abiertos a un público burgués y bienintencionado se celebraban conciertos y fiestas, siendo entonces cuando los flamantes parisinos se concentraban en él para disfrutar de aquel maravilloso entorno y poder escuchar lo único que no era sospechoso de subversión social: la música sutil y envolvente de alguna sinfonía clásica..., compuesta, por ejemplo, por el celebrado compositor Jacques Offenbach (1819-1880). Fue entonces la música, sobre todo la sínfónica, el único arte incapaz de molestar con sus críticas sociales o políticas a esa burguesía susceptible y bienpensante. Sobre todo en sus óperas u operetas. Porque Offenbach se hizo muy famoso por esas composiciones operísticas divertidas, populares, alegres y bailadas..., pero con algún que otro trasunto que pudiera añadírsele. Eso fue lo que, especialmente, conseguiría este curioso compositor francés.

Es por lo que, con alguna que otra crítica social, formaría parte de esos artistas como Baudelaire y Manet que trataban de hacer ver a la sociedad de entonces lo que ésta no podría o no sabría ver por sí misma. Pero, a pesar de decidirse el pintor Manet por componer una obra de Arte que reflejara ese espíritu -llamada la obra Música en las Tullerías-, en esta grandiosa pintura no aparece ningún instrumento ni ninguna partitura, ni ningún músico ejecutándola, además. Como obra de Arte, como composición pictórica, es una extraordinaria obra que avanzará el sentido de lo que, poco después, será denominado Impresionismo... Pero, ¿qué más será? Porque aquí está ahora toda esa sociedad burguesa bien trajeada, con sus elegantes diseños y sombreros a la moda. Éstos, los sombreros, configurarán una línea imaginaria horizontal que dividirá la obra maestra en dos espacios. Arriba está la Naturaleza, verde, exuberante, libre, espaciosa y grandiosa. Abajo, la sociedad, oscura, gris, encorsetada, abigarrada, blanca, negra o azulada. Y el creador Manet los pintará a todos como objeto y como sujeto de toda esa impresionante y enigmática visión social. Como objeto por los representantes, ahora anónimos, de la sociedad parisina: en ese momento, indolente o sorda a los cambios que la misma requería. Como sujeto serán aquí ahora los conocidos y amigos del pintor, tan alertas como él a los cambios requeridos por esa sociedad; fijos ellos en su mirada como los representará Manet: mirándolos a él. Y así se apreciarán en la obra de Arte, sutilmente divididos por el delgado tronco encorvado y oscurecido de un árbol. A la izquierda del tronco -algo menos de la mitad de la obra-, están todos esos personajes subjetivos, el músico Offenbanch, un colega del pintor, Fatin-Latour, y escritores como Baudelaire y Gautier, etc...

Todos ellos nos miran a nosotros ahora, al pintor que los crease y a los espectadores que miramos inseguros la obra de Arte. Ellos son el sentido que laterá en la atmósfera semioculta de la obra, como un motivo cómplice de todo aquello que el pintor quisiera transmitir. Al otro lado -la parte derecha del lienzo-,  nadie mirará al frente, nadie se atreverá a dirigir su mirada hacia lo que, por entonces, era aún imposible de admitir: que los cambios sociales no eran aceptados aún. Como no lo fuera todavía aceptado el Impresionismo; como tampoco la crítica a un sistema político -el segundo Imperio- que habría cercenado libertades y avances; como no fuera la apertura a una sociedad más acorde con el espíritu de lo que había sido Francia antes. Todo eso no podría todavía relucir libremente entre las cenagosas aguas de una sociedad hipócrita, autoindulgente y profundamente cínica. Y el  pintor impresionista se decidió entonces por pintarla y criticarla, aunque entonces con la única música que se pudiera insinuar: la de su paleta y la de su audacia misteriosa. Cosas intangibles o perezosas que mentes limitadas nunca hubieran podido aún descubrir entre sus trazos...

(Óleo La música en las Tullerías, 1862, del pintor impresionista Édouard Manet, National Gallery, Londres.)

19 de marzo de 2014

La significación particular frente a lo más universal de las grandes obras maestras.



Sin el Renacimiento no hubiésemos llegado a consolidar el verdadero sentido de lo que es una obra maestra de Arte. Es decir, no hubiésemos podido desligar lo que es una representación estética limitada a un tiempo concreto de lo que, a cambio, es un símbolo universal sin fronteras temporales, espaciales, ideológicas o sentimentales. Y todo esto último no es fácil llevarlo a cabo siempre en el Arte. ¿Quién puede desprenderse de las consideraciones abstractas, psicológicas, cognitivas, culturales o personales que intervienen en cualquier proceso creativo? Tan sólo el creador de la obra maestra de Arte. Y la obra maestra únicamente comenzaría a ser posible gracias a lo que sucediera en el pensamiento humano durante el extraordinario salto cultural llevado a cabo en la Italia del siglo XV. Es lo que hizo a Europa ser el lugar donde se crease el concepto universal de Arte, un proceso desligado de consideraciones culturales monolíticas, regionales, monográficas o unilineales socialmente. La historia de Europa lleva el germen cultural de dos grandes influencias transcontinentales -totalmente diferentes y opuestas- que fueron obligadas a convivir durante siglos, y que, luego, en su asimilación estética de mediados del siglo XV -lo que fue el Renacimiento-, posibilitaron una extraordinaria simbiosis cultural como en ninguna otra parte del mundo se pudo conseguir.

Esas dos grandes influencias, opuestas pero forzadas por la historia a desarrollarse juntas en Europa, fueron la cultura grecorromana por un lado y la tradición judeocristiana por otro. Esta última acabaría venciendo durante la Edad Media y así se impuso en las costumbres, filosofía, ciencia o cultura de entonces. Pero, de pronto, en las profundas conciencias culturales de los hombres y mujeres del Renacimiento, brotaría una nostalgia afortunada de la otra influencia histórica, la cultura helenística. Y con todo eso avanzaría por entonces -siglo XV- una nueva sociedad y su nuevo Arte, cosas que surgirían de los contactos de esas dos fuerzas telúricas culturales que se vieron obligadas a convivir siglos después de haberlo hecho antes. Porque además no se pudieron evitar ni una ni la otra influencia. Y de esa virtualidad dialéctica, de ese maravilloso artificio simbiótico artístico, se produciría la peculiar forma de alcanzar la sublime estética maravillosa de lo que hoy entendemos como obras maestras del Arte universal.

Joachim Patinir (1480-1524) fue un pintor flamenco que, como algunos de sus paisanos artistas, llegaría a conseguir reflejar el sentido más renacentista de la obra universal, un sentido estético que debía conseguir aunar belleza con mensaje doctrinal, es decir, estética universal con sentido espiritual... En su obra Las tentaciones de san Antonio Abad tenemos, inspirada del medievo sagrado, la leyenda de las vicisitudes morales de este santo cristiano del siglo IV (una parcialidad cultural, por otra parte). Cierto es que el símbolo bíblico de la manzana aparece en la obra como un motivo claro de tentación negativa (parcialidad religiosa), pero no es menos cierto que todo eso aparece ahora justo en el escenario más universal de todos los posibles escenarios artísticos: el paisaje idealizado de un paradisíaco lugar extraordinario. Extraordinario porque lo contiene todo, no es ni parcial ni existe tampoco un lugar así en el mundo, sin embargo. No vemos solamente la geografía africana original de la región nativa del santo anacoreta; tampoco vemos solo la geografía bíblica de los momentos descritos por los pasajes pecaminosos sagrados; ni siquiera veremos solo la idílica Arcadia de los instantes narrados siglos antes por sus poetas jonios. No, ahora todo eso está ahí junto, idealizado y reflejando la estética simbiótica más universal de todas.

La mitología griega se transforma estéticamente en deformados seres alados o en monstruosos personajes desperdigados y representados como una cruel metáfora profética, como un símbolo de lo malvado, de lo desolado o de lo mortífero. Aparecen otros seres, además de los deformados, éstos son los humanos, tanto los buenos como los malos, como narrará interesada siempre cualquier mitología terrenal. En este caso no se pueden universalizar ni el sentido estético ni la apariencia artística, sólo es en esto donde la universalidad del Arte se pervierte aquí culturalmente. Ahora requeriremos conocer la leyenda o la historia particular para saber por qué ese hombre, que nos mira abatido y desolado, está rodeado de personajes femeninos encantadores, bellos y atractivos o monstruosamente despectivos, como es el caso de la vieja y estrafalaria alcahueta. En la obra de Patinir todo está hábilmente decorado, con uno de los paisajes más completos, inspirados y conseguidos de todo el Arte universal. Desde los picos kársticos de la cordillera gris y agreste hasta la laguna plácida del fondo, desde un cielo tormentoso y oscurecido hasta el escenario del bosque pantanoso y alegre que vemos a la derecha. También, el sereno monasterio elevado en lo alto del desnudo peñasco destacado y poderoso a la izquierda del cuadro.

El propio pintor buscaría más crear en su obra un maravilloso paisaje que cualquier otra cosa, cultural, moral o religiosa. El tema de la obra, la tentación, era una excusa artística para poder describir todo el escenario maravilloso de un paisaje abrumador por su belleza, por su fuerza y su contraste. También por representarlo con las connotaciones propias de lo brillante y lo tenebroso, lo elevado y lo maltratado, lo deseable y lo sublimable... Y todo eso expresado sin fronteras definidas, sin límites contrarios definibles, o sin partes delimitadas que concentren la maldad o la bondad de este mundo. Todo está entremezclado y justificado en el paisaje por su propia esencia ética, que surge además de la estética, por lo que cada cosa individualmente es representada dentro de lo vario y sin delimitar frontera alguna. Este es, probablemente, el mensaje moral iconográfico: que nada -en la Naturaleza prodigiosa- distinguirá o representará la malvada tentación más inconfesable en este mundo... Salvo la fuerza interior que posean, o no, los seres desesperados. Porque la belleza además no tiene por qué identificarse con la moral, que aquélla es siempre independiente de ésta. Que aquí, en su obra renacentista, el creador flamenco nos lo hace ver, apenas sin traslucir del todo, como la única cosa más universal, humana y poderosa del mundo.

(Óleo renacentista Las tentaciones de san Antonio Abad, 1524, del pintor flamenco Joachim Patinir, Museo Nacional del Prado.)

17 de marzo de 2014

El Arte como un talismán ante la pérdida: la de la belleza, la de la inspiración... o la de la vida.



¿Qué cosa nos causará más temor en este mundo? Es seguro que algo que poseemos o creemos poseer y que, de pronto, comprenderemos que vamos a perder o que ya lo hemos perdido. Es esta una vaga sensación parecida a la primera pérdida metafórica, a aquella traumáticamente primera pérdida de los seres humanos al nacer, cuando de seguro recordábamos por primera vez el sentido ahora de pérdida, de una sensación entonces de pérdida de ese lugar acogedor -el útero materno- que nos guarecería desde mucho antes. Y es probable que el Arte desde sus inicios fuese una forma de exorcizar ese sentimiento inicial de pérdida... Porque es ahora ese impenitente artificio plástico que es el Arte, inventado para mantener el hilo que nos une a la visión de lo desaparecido o por desaparecer, lo que nos seguirá mostrando ahora así su recuerdo, su sentido, su razón, o incluso su miseria... El gran pintor Rembrandt se obsesionaría tanto con ese sentimiento de pérdida que se autorretrataría en multitud de obras, todas maestras, hasta justo muy poco antes de él desaparecer. En su último Autorretrato del año 1669, pocos meses antes de morir, plasmaría el pintor holandés toda su verdadera imagen ahora malograda, ajada ya por los años y la cruel enfermedad. Aquí el pintor reflejaría su decrepitud como un alarde de lo que el mismo Arte salvará... a pesar de los rasgos poco agraciados ocasionados ya por su avanzada edad.

Pero es este retrato una de las más extraordinarias obras de Arte del pintor holandés. Nos llegaría a transmitir un gran mensaje con él, una máxima que el creador comprendería entonces cuando lo hiciera: que la belleza está encerrada -guarecida- en la propia creación artística y que ésta, a su vez, la volverá inmune frente a la pérfida, impertérrita y desasosegada pérdida.  Cuando el impresionista creador francés Édouard Manet quisiera reflejar la muerte como una desaparición poco heroica, ni consagrada en los altares de la historia ni en los épicos relatos de leyenda, idearía la creación de una obra que reflejase el suicidio vulgar de un hombre vulgar en un lugar vulgar de un mundo vulgar.  Y de ese modo compuso el pintor su poco conocida obra El Suicida del año 1880. Hasta entonces, hasta ese momento histórico, sólo se habría realzado en el Arte la gran pérdida de los grandes hombres de la gran Historia, como la muerte autoinflingida, por ejemplo, del famoso romano Catón o como la de otros grandes personajes de la historia. Pero aquí el pintor va más allá y nos dice, claramente, que cualquier pérdida debe ser siempre reconocida. Cualquiera. Y el pintor francés nos lo muestra así, de esa forma tan simple, sin más adornos en el lienzo que los elementos dramáticos y fríos -pero artísticos- de la impresión que nos transmite ahora la obra de que toda pérdida, toda, puede ser, verdaderamente, redimida por el Arte.

La leyenda mitológica nos cuenta el trágico final de la bella Procris... Fue hija de un rey de Atenas, Erecteo, y acabaría uniéndose a Céfalo, un bello príncipe de la antigua Fócide griega. Pero Céfalo fue una vez atormentado por los dioses, por una diosa en su caso, la atormentadora diosa griega Eos, la diosa de la aurora. Quiso la diosa entonces poseerlo, y, aunque él se negara por la fidelidad debida a Procris, convencería a Céfalo de la fragilidad de ese fiel sentimiento de ella.  Así fue como el bello Céfalo, convertido por la diosa en otro hombre de apariencia diferente, sedujo a la débil Procris fácilmente, convenciéndose ahora él de la poca lealtad que ella mantendría. Entristecido Céfalo, acabaría así en los brazos de la taimada diosa. Sin embargo, Procris, desolada al saberlo, terminaría errando por los mares hasta llegar a la isla de Creta. Y allí el rey Minos, a cambio de hacerla su amante, le regalaría entonces un fiel perro, Lélape, un hábil animal para la caza reflejo además de la fidelidad más permanente. De regreso a Atenas, Procris le ofrece a su fiel perro la ocasión de disfrutar un paseo de caza por las hermosas laderas de su reino. Pero entonces, surgida tras los árboles y perdida, una jabalina lanzada muy certera la heriría a ella mortalmente. Céfalo, sin quererlo, la había matado así, accidentalmente, herida ahora ella de muerte por el arma perdida de una caza diferente...

Un pintor renacentista inmortalizaría a la bella Procris en su obra La Muerte de Procris, realizada en el año 1495. Tendida en la bella escena aparece Procris herida mortalmente para siempre. Con toda su belleza y con toda su vida terminadas para siempre. Sin embargo, el creador Piero di Cosimo (1485-1510) la eternizaría a ella tan sólo acompañada por su perro Lélape y un extraño personaje, un artístico y mítico sátiro desconocido, que ahora la atiende con cariño. Pero, sin la imagen ni la representación de su amado y perdido Céfalo de antes. De este modo desolado, el creador italiano establecería así parte del mensaje trascendente de la obra. Que el recuerdo de Procris, verdaderamente el recuerdo de su perdida belleza, quedará, sin embargo, patente con el auxilio sensible de tan solo ahora un vulgar y fiero fauno, de un sátiro además, una salvaje criatura mitológica que, tiernamente, acudirá a ella aquí como metáfora salvífica de la propia leyenda: la de la grandeza del Arte ante la fragilidad exasperante de la vida y de sus miserias. Y así, por tanto, expresaría el pintor renacentista que toda pérdida merecerá alguna vez ser requerida por el Arte, que todo ser humano conservará con ella -con la expresión artística del Arte- el recuerdo permanente y generoso del sentido más heroico de la vida.

(Óleo de Piero di Cosimo, La muerte de Procris, 1495, National Gallery, Londres; Autorretrato de Rembrandt, 1669, National Gallery, Londres; Obra El suicida, 1880, Édouard Manet, Zurich, Suiza,)

11 de marzo de 2014

Alegoría de la muerte de un estilo, el clásico o académico, y del nacimiento del Arte moderno.



Fernand-Anne Piestre, conocido como Fernand Cormon (1845-1924), fue un pintor francés nacido y educado en la más clásica de las enseñanzas pictóricas de su tiempo. Miembro de la Academia francesa de las Artes, crearía obras muy apetecibles de ver por un público deseoso de lienzos clásicos llenos de belleza, exotismo y una muy sutil crueldad apenas insinuada. Obras de Arte que combinarían líneas clásicas con fervientes sensaciones rodeadas de dramatismo, vigor, sensualidad o grandeza. Pero acabaría comprobando el creador francés que los años finales del siglo XIX llevarían a inspirar otras semblanzas en el Arte. Unas semblanzas provocadas por los nuevos pintores postimpresionistas, artistas modernos que no acabarían de sentir, ni siquiera con su tendencia parcialmente impresionista, la pasión clásica que no desearían ya mostrar en sus obras de Arte. En la transitoria década artística de los años setenta del siglo XIX, Cormon había creado, sin embargo, dos obras todavía significativas de la fortaleza que el Arte clásico orientalista tendría aún entre un público abatido por la crisis de la guerra Franco-Prusiana y el advenimiento de la III República. Y entonces compone Fernand Cormon en el año 1870 su impresionante, académica, clásica, exótica y bella obra La favorita depuesta.

En ella vemos un harén oriental donde la -hasta entonces- favorita del sultán deja de serlo frente a la radiante, encantada, sustituta y nueva flamante favorita. La cedente se sitúa a los pies de la nueva elegida. Ahora se muestra sollozante, abatida, derruida sin consuelo y abrazando con sus cabellos y manos el pie desnudo, blanco y reluciente de la que, ilusionada, toma el relevo de su majestuoso, neófito, ultrajante y efímero protagonismo. Pocos años después el pintor vuelve a su exotismo oriental para crear otra obra con una inspiración parecida, aunque, sin embargo, mucho más sensacionalista por su mayor crueldad o dramatismo estéticos. Esta nueva obra no está tan llena de dolor o altiva suficiencia, como sí lo estaba la otra, sino que ahora es hasta de muerte, de sangre o de terminación definitiva con una muy desorbitada y voluptuosa satisfacción. Todo eso es lo que, expresivamente, veremos en una de las atractivas y envidiosas odaliscas -mujeres del harén- provocado por la desaparición mortal de la anterior elegida, la que, hasta entonces, fuera la hermosa y bella favorita. Tal fuerza consiguió el autor academicista en su obra Muerte en el serrallo, que le sería otorgada una medalla en la Exposición Universal del año 1878. Sin embargo Cormon, insatisfecho con su estilo clásico, avanzaría en su búsqueda de los cambios que los nuevos tiempos traerían en el Arte. A finales de la década de los años ochenta, marcharía a Bretaña con otros pintores vanguardistas y pintará otras cosas, otros paisajes, otros atardeceres y otros instantes diferentes. Como el que terminará haciendo inspirado en el nada exótico ni clásico puerto francés de Concarneau.

Pero su mayor acierto tal vez fue crear entonces su propia academia, taller o escuela de Arte, en la ciudad de París. Hasta ella acudieron muchos alumnos y pintores en ciernes, buscando su magisterio y sabiduría clásicos. Unos pasaron, aprendieron y sólo rozaron luego la historia meramente. Otros pasaron, aprendieron y gozaron del mayor de los encumbramientos que un nuevo acontecer artístico -el Arte Moderno- les hiciera brillar en las más grandes muestras artísticas del modernismo. Archibald Standish Hartrick (1864-1950) fue uno de esos mediocres pintores modernos que habían conocido a los grandes postimpresionistas en la famosa escuela de Cormon. En el año 1886 Hartrick se reune con el pintor Gauguin en Pont-Aven, aquel idílico y artístico lugar de la costa francesa donde algunos comenzaban a revolucionar el Arte. Poco después, a finales de ese mismo año, Hartrick regresará a París y conocerá al genial Van Gogh. Todos ellos habían acudido anhelosos al taller clásico del maestro Cormon, aquel creador apasionado que retratara aquella muerte requerida. Todos ellos lo hicieron para formarse en un Arte clásico que, sin embargo, nunca, nunca más, volvería a iluminar el orbe artístico del mundo como hasta entonces lo hiciera.

(Óleo de Fernand Cormon, Muerte en el serrallo, 1874, Museo de Bellas Artes de Besançon, Francia; Obra La favorita depuesta, 1870, del pintor francés Fernand Cormon; Retrato de Vincent van Gogh, del pintor británico Archibald S. Hartrick; Autorretrato de Archibald S. Hartrick, 1913, National Portraid Gallery, Londres; Ilustración de Archibald S. Hartrick, El taller de Cormon, 1886; Fotografía del Taller de Cormon, 1886, se aprecia sentado a la izquierda con sombrero a Toulouse-Lautrec, y al maestro Cormon sentado con barba dando su clase pictórica frente al lienzo; Retratos realizados por Archibald S. Hartrick de Toulouse-Lautrec y de Gauguin, siglo XIX.)

4 de marzo de 2014

La obsesiva dualidad de un pueblo retratada entre la maledicencia y la gracia.



Cuando un creador -pintor, poeta, novelista- llega a conseguir retratar la profunda sinrazón de una sociedad, de la suya además, la que mejor conoce, alcanzará a rozar entonces los laureles que el Arte otorga solo a sus más atrevidos, exigentes y suspicaces autores. Pero, entonces, ¿cómo hacer que su obra la entiendan todos, que esa sociedad o ese pueblo llegue a identificarse con ella y termine así por comprenderla? El pintor español Julio Romero de Torres (1874-1930) no fue lo suficientemente valorado como gran creador universal mientras vivió, tal vez a causa de un alarde creativo muy regionalista y oscuramente populista que impregna en sus obras. Unas semblanzas artísticas que, fuertemente enraizadas en su pueblo, el pintor andaluz expresa sabiamente en todas sus obras. Vivió en uno de los periodos creativamente más interesantes habidos quizá en la historia del Arte. A pesar de sus influencias cosmopolitas -su viaje y estancia en Italia en el año 1908- acabaría mimetizado por las características icónicas de los elementos más representativos de su tierra andaluza: la mujer idealizada, el entorno rural y provinciano y el deseo más subyugador y voluptuoso. También la vetusta religión católica y su oscura, maliciosa y satisfecha molicie. Rasgos propios de una sociedad -la española y la andaluza- y de un momento social concretos: principios del duro, transitorio, obtuso y doloroso siglo XX. Cuando el pintor español regresa a Córdoba viene inspirado entonces por dos de las fuentes que marcarán su creación artística: el Simbolismo como tendencia y el Dualismo como obsesión. Desde la más profunda y ancestral mitología judeocristiana, de la que el creador proviene, surge para el pintor andaluz el concepto terrible, distorsionador, equívoco y trágico del dualismo. Centraría el pintor en su obra el proceso del mal y del bien, pero, ahora de una forma no tan libre como hicieran los socráticos griegos siglos atrás. Al menos éstos lo hicieron con el matiz reformador del mal en el hombre, de lo mejorable del ser humano, a través del conocimiento y el saber.

Pero no, porque el mensaje bíblico sostenía no sólo el concepto sino también al malvado personaje y el camino tortuoso: el destino inevitable -el este del Edén- y las reminiscencias que del mal -Caín- sobrevivieran en el tiempo en la historia del hombre. Y todo ese simbolismo maléfico habría surgido de otro mal mucho más grave, de una impronta marcada a fuego e imborrable en la historia del ser humano: la caída del hombre y de la mujer, esa acción bíblica legendaria y fatídica que provocase su destierro total del paraíso. Una falta además transmisible para siempre a los hijos de sus hijos.  Y, de ese modo, se crearía más tarde una filosofía religiosa trascendente y útil, una proverbial forma de recuperar lo perdido y redimirse para superar la terrible dicotomía inevitable. Una redención que sólo pudiese conseguirse a través de una esencia especial, indefinible, poderosa, recurrente y sin final: la gracia divina. Entonces el escenario natural y patrio, urgido de mitología religiosa -España y su Córdoba inspirada-, terminarían siendo el marco idóneo para simbolizar las dualistas obsesiones del pintor. Así compuso Romero de Torres en el año 1912 el primer óleo de una trilogía narrada sobre el mal y su salvación sagrada. Unas obras de Arte con el sugerente elemento iconográfico de la belleza idealizada de la mujer andaluza, belleza que el pintor español retratase en todas sus obras.

En su creación Las dos sendas expuso el pintor, desequilibradamente, la composición más expresiva de aquellos dos polos trascendentes. Y lo hizo, sesgadamente, con la imagen de una hermosa modelo desnuda inclinando el sentido de su cuerpo -la cabeza hacia lo mundano y los pies hacia lo sagrado-, describiendo la hermosa vida que no puede dejar de recrearse sin belleza. Aun así, el pintor insiste en la terrible realidad de un dualismo -lo pecaminoso y lo sagrado- tan presente entre las gentes de su tierra. Los valores estéticos se articulan con los simbólicos en una sorprendente creación. Una obra impactante, nada simplista ni provocadora, sino profundamente motivadora a la reflexión. Un año después realiza Romero de Torres otro lienzo de esa trilogía:  El Pecado. En este caso homenajea a sus maestros clásicos -Velázquez, Tiziano- con un desnudo de espaldas frente a un espejo. Esta vez no sostiene el espejo Eros, lo sostiene la mano quebrada de una enlutada y vieja alcahueta, una mujer que, junto a otras, conspiraría así para provocar el acto maledicente que llevará a la joven -como una virginal y hermosa diosa mitológica- a caer en los brazos del sexual pecado impenitente.  Dos años después finaliza el pintor su trilogía con otra imagen voluptuosa, La Gracia, una pintura donde representa el sentido más simbólico y que completa las otras creaciones. La bella pecadora ha caído y es recogida aquí -redimida como un descendente cristo de su cruz- por unas monjas (símbolo de lo sagrado) que la salvan, con la gracia, de su fatídico amor descarriado. Una mujer llora en la obra por la pérdida de la pureza de otra mujer que, mancillada, es representada -el gesto abatido- con el mismo cuerpo endiosado, esbelto y perfecto de aquella misma mujer embellecida de antes...

(Óleo Las dos sendas, 1912, Julio Romero de Torres, Museo Prasa Torrecampo, Córdoba; Retrato del pintor Julio Romero de Torres, 1931, del pintor español Anselmo Miguel Nieto; Cuadro El Pecado, 1913, Julio Romero de Torres, Museo Romero de Torres, Córdoba; Obra del mismo pintor cordobés, La Gracia, 1915, Museo Romero de Torres, Córdoba.)

27 de febrero de 2014

El deseo inevitable más artístico, la pasión de los dioses o el engaño de Zeus.



La capacidad de los poetas de la mitología griega para relacionar sus intrincadas y enrevesadas leyendas fue magistral. Porque todo estaría relacionado con cosas vividas ya de antes, toda leyenda griega fue ocasionada por algo que sucedió en verdad mucho antes, aunque de otra manera, siendo así una cosmogonía genealógica muy bien urdida y con sus protagonistas totalmente entrelazados. Y con esa jerarquizada y mezclada estructura los dioses y los hombres acabarían también unidos: aquéllos engendrarían hijos de éstos que serían semidioses, unos seres que, a su vez, engendrarían otros hombres...  Pero en lo alto de la pirámide de su mundo mítico -reflejo del nuestro- existirían los grandes dioses del Olimpo. Ellos manejaban, condicionaban y alteraban la vida de los hombres. Una independiente ciudad griega de Asia Menor, Troya, obsesionaría una vez a los aqueos, los antiguos habitantes griegos de la Acaya, región helena ubicada al norte de la península del Peloponeso. A causa de ese desencuentro se desataría pronto la guerra. Y los griegos lucharían entre ellos -los aqueos contra los troyanos- para tratar de vencer unos a los otros. Pero todo eso no comenzaría solo por un deseo de poder o de gloria, no, comenzaría a causa de un famoso y artístico juicio mítico: el juicio de Paris. Comenzaría por las veleidades y bajezas propias de los dioses. La guerra de Troya fue ocasionada -¿mitológicamente solo?- por los celos de una diosa -Hera- cuando fuera rechazada por el joven Paris frente a la hermosa Afrodita.

Pero todavía había de suceder antes otra cosa que llevara a ese juicio. Fue en la celebración de la boda de los padres del gran héroe Aquiles: Peleo y Tetis. Al enlace de una diosa -la nereida Tetis era una divinidad marina- fueron invitados todos los dioses y diosas griegos. Excepto una diosa, Eris, la diosa de la discordia, que no fue invitada a la ceremonia. Su ofensa ocasionaría que se presentara en la boda con una manzana dorada y echarla al suelo con determinación, diciendo alto: ¡Que sea entregada la manzana a la mujer más bella! Al final tres diosas fueron seleccionadas: Atenea, Afrodita y Hera. Para decidir cuál de ellas era la más bella Zeus decidiría que  la eligiera Paris, un joven, mítico y troyano mortal. Y así comenzaría todo ese conflicto griego. Elegida Afrodita como la más bella, Hera sentiría una ofensa tal que juraría atormentar al troyano Paris con lo peor que pudiera: destruir su famosa y hermosa ciudad troyana. De ese modo comenzarían los dioses interviniendo en la vida de los hombres. Así comenzaría la guerra de Troya, con la hermosa excusa retórica del amor y el rapto de Helena. Y entonces los troyanos se defendieron con tanto valor y decisión que los aqueos se vieron impotentes para continuar luchando, perdidos ahora entre la duda de seguir o volverse por donde habían venido. Cuando la diosa Hera comprobó lo que pasaba sintió que toda aquella venganza acabaría en nada. Una cosa era provocar una guerra y otra diferente decidir su resultado: los dioses sólo pueden condicionar, no exactamente elegir un final. Pero para salvar las arbitrariedades o deseos de algunos dioses, Zeus trataría siempre de ser el centro de equilibrio, ser la justicia divina para ofrecer la mayor imparcialidad en las acciones de los hombres.

Que sólo la capacidad, la voluntad y el ardor ante la guerra fueran las únicas bazas para ganarla o perderla. Sin embargo Hera -Juno en la mitología romana- no podía dejar que los aqueos no vencieran. ¿Qué hacer entonces? La única forma era inhabilitar a Zeus el tiempo preciso para que los troyanos perdieran. Pero, sin embargo, éstos estaban muy decididos en defender sus costumbres, su ciudad y su destino. Los aqueos habían sido llevados a Troya por la ambición de un solo hombre, Agamenón, y estas solas cuestiones mundanas no armarían tanto el corazón y los deseos de los griegos. Esta sutil diferencia estaría haciendo que los troyanos vencieran ante la falta de moral necesaria de los aqueos, que luchaban lejos de su patria tan sólo por conquistar otro reino. Esto fue lo que la diosa Hera consiguiera cambiar venciendo a Zeus, a su dios-esposo justiciero, en una de las seducciones legendarias más famosas, hábiles y olímpicas de la Mitología. Así lo relata Homero en La Ilíada en su libro XIV.  Antes hay que aclarar que el fogoso e infiel Zeus sólo se dejaría seducir por los amables adornos de una belleza distinta.  Que Hera dejaría de ser aquella esposa zalamera y deseosa cuando ella viera cómo la engañaba con otras. Así que Hera decidió, en una de las más hábiles formas de seducción, transformarse en una muy deseada mujer, tanto como lo fuese antes o tanto como a Zeus le agradase ahora. Pero, sobre todo, tanto como necesitara hacerlo para conseguir su objetivo inconfesable. Primero debía embellecerse exageradamente, para esto necesitaría antes retirarse lo bastante de él como para no ser descubierta. Realizaría su primer engaño con la mentira de que se marcharía para ver a otros dioses. Porque debía ser ahora la sorpresa y lo inesperado para que consiguiera ella una eficaz seducción. De este modo cuando regresa embellecida el gran dios ve realmente a otra mujer, no a ella. Para ese momento Zeus no podría ya dejar de desearla y obtenerla.

Hera aturdirá a Zeus del todo, incluso lo duerme con la ayuda de Hipnos -el dios del sueño- después de una desaforada escena pasional. Y es de esa apasionada forma, con el más artístico de los deseos representados en un cuadro, como el desconocido pintor irlandés James Barry (1741-1806) llevaría a un lienzo la tórrida divina escena mitológica de dos dioses. Una escena con el momento de deseo más intenso donde los dos amantes se miran en un alarde de pasión indescriptible. Hera y Zeus se encuentran en la isla de Creta en lo alto del monte Ida. Están cercados ahora por unas nubes blanquecinas que, como sábanas de un tálamo, acogerán a los amantes en una emoción voluptuosa. Y el pintor romántico consigue una de las obras más inspiradoras de deseo de toda la historia del Arte. Apenas se abrazan ahora, son solo ahora sus dedos, solo sus dedos, los que ahora solo se tocan. Pero es sobre todo la mirada, una mirada perfecta y enfrentada de pasión desaforada, lo que de ellos más se observa. Tan cercanas están aquí sus pupilas distintas que arden sus pestañas en la más electrizante emoción.  Al final conseguirá Hera su propósito. Zeus dejará de estar despierto el tiempo suficiente como para que los aqueos cambien su destino. Otros dioses más parciales o favorables a los aqueos -como Poseidón, el hermano de Hera- aprovecharon el desgobierno divino para favorecerlos. Animarán a los griegos para que vuelvan a sentir aquella fuerza que habían dejado antes. Los reyes aqueos heridos vuelven a luchar ahora con más ahínco. Así cambiaron las cosas y los troyanos terminaron vencidos. Fue el éxito de una seducción. Y el momento más decisivo de la misma lo plasmaría el pintor irlandés en su obra Juno y Zeus en el monte Ida. Aquí se ve el engaño convertido en una conmoción pasional de dos seres aturdidos por un deseo poderoso. Es lo que el creador deseaba hacer ver en su obra: que la impostura del deseo es siempre menos poderosa que el deseo en sí mismo. Y que este último -el deseo inevitable- acabará siempre por vencer la falsedad más artificiosa ideada, convirtiendo así cualquier ardid taimado en una virtual realidad ineludible de lo que antes apenas se quisiera.

(Óleo Juno y Zeus en el monte Ida, c. 1790, del pintor irlandés James Barry, Museo Sheffield, Inglaterra; Lienzo del pintor francés François-Xabier Fabre, El Juicio de Paris, 1808, Francia.)

25 de febrero de 2014

El poder de la creación barroca: cuando su composición consigue resaltar lo que dice y como lo dice.



Los teóricos del Renacimiento, como Leon Battista Alberti (1404-1472), decían que una representación pictórica ideal no debía exceder de nueve personajes. Han habido grandes obras maestras del Arte que los han excedido, pero, sin embargo, hemos de reconocer que aquellas que manifiestan lo mismo con menos son mejores creaciones. Además, si componen una escenificación dinámica y teatral, son  personajes creíbles o argumentados, y están posicionados en un alarde de escenificación eficaz, hay que reconocer entonces que la obra El juicio de Salomón, del pintor José de Ribera, es una extraordinaria creación artística barroca. Una curiosidad de la obra es que no fue asignada al pintor Ribera sino hasta apenas hace doce años, en el año 2002. Se llevaría casi cuatrocientos años catalogada como del Maestro del Juicio de Salomón, indicando así la identidad desconocida del pintor. El primer pintor naturalista que hiciera del Barroco una forma de expresión natural con rasgos de autenticidad, crudeza y sencillez lo fue el maestro italiano Caravaggio. Pero el español José de Ribera (1591-1652) consiguió ser un avezado seguidor de ese Arte. Es cierto que Ribera ha pasado más a la historia por su tenebrismo, un oscurantismo excesivo y tendencioso en sus obras; sin embargo, su etapa de juventud en Roma -de la que es esta obra- fue menos tenebrista y más naturalista, más caravaggista que en su periodo de madurez.

Es un hábil círculo el que forman ahora los personajes en su obra. Lo comienza la madre interesada, falaz o despiadada; lo sigue Salomón, el sabio rey hebreo, aquí desconocido por su aspecto nada majestuoso ni divino, representado como un hombre vulgar vestido burdamente, ni excelso ni hierático, con un gesto hosco -nada sabio- propio de hombres mediocres o estultos. Continúa el círculo artístico con la madre virtuosa, un ser que no desea que dividan al niño. En la escenificación trata ahora -su figura retratada-, sin tocar a nadie, que las manos insensibles del sirviente no asesinen al bebé, su propio hijo cuestionado. Son sus brazos quienes delimitan la escena dramática y enlazan una magna sabiduría -la de Salomón- con la ejecución criminal ciega y decidida del sirviente patibulario. Cierran este círculo artístico los espectadores: que observan, discuten o piensan sobre el acto jurídico representado. En medio de todo ese círculo grandioso se sitúa, exánime, el otro bebé muerto, tendido y solitario, causa de la cruel, despiadada y egoísta disputa.

Otros creadores habían reflejado la salomónica escena tan inhumana. Todos excelentes lienzos, todos grandes pintores, pero sólo el lienzo de Ribera consigue una cosa diferente y clarificadora estéticamente: destacar lo importante sin resaltar (sin añadir ni decorar) otra cosa distinta a la de los propios personajes. Por esto el Barroco es sobre todo escenificación genuina, es decir, auténtica recreación dinámica sin adornos de belleza, como sí los tiene, a cambio, el Neoclasicismo, el Arte tan fatuo realizado más de un siglo después. Pero, también sin exceso de drama, como más tarde el Romanticismo desgarrador trajese al Arte. Aquí el Barroco más barroco lo obtiene Ribera solo con la sencillez del suceso y la claridad de la imagen fatídica o proverbial de los personajes. Una semblanza artística que llega a todas las mentes y comprenden todos los ojos. Pero sin tener esos ojos ahora mucho que mirar para entenderlo. Nadie puede dudar aquí, ni distraerse, ni perderse, entre los profundos mensajes de lo artístico, algo más propio de otros estilos diferentes más sofisticados. Porque esta extraordinaria composición barroca hace equilibrar, magistralmente, lo sencillo del mensaje estético con la forma grandiosa de cómo decirlo.

(Óleo del pintor español José de Ribera, El juicio de Salomón, 1610, Galería Borghese, Roma; Cuadro El juicio de Salomón, 1665, Luca Giordano, Museo Thyssen, Madrid; Obra del pintor del Barroco francés Valentín de Boulogne, El juicio de Salomón, 1625, Museo del Louvre; Óleo El Juicio de Salomón, 1649, Nicolás Poussin, Museo del Louvre; Lienzo del genial Rubens, El juicio de Salomón, 1617, Museo de Kunst, Copenhague.)

22 de febrero de 2014

Un naufragio artístico salvado entonces por la impenitente ansia tan humana de copiar.



Cuando las cosas naufragan dejarán de ser aunque sigan existiendo. Entonces vagarán por el limbo jurídico de lo impreciso o de lo indelimitado, de lo imposible, de lo insensato o de lo desaparecido sin final. De ese modo las obras de Arte creadas antes de un naufragio dejan de serlo después, incluso como si no hubiesen existido nunca. Salvo que algún día las cosas hundidas dejen de estarlo. Porque en determinadas circunstancias la tecnología permitirá recuperar del inframundo abisal de los naufragios parte de lo perecido en el pasado. Pero, ¿y antes, cuando los mares vencían con su magnitud la voluntad de los hombres de recuperar lo perdido? Por eso las obras de Arte -objetos que sólo existieron si existen aún- nunca se catalogaban después de los desastres irreversibles -no en el caso de los robos, que sí pueden ser reversibles- como objetos con algún sentido real, con un pasado, con una entidad o con un recuerdo. Sencillamente dejaban de existir y, por tanto -en el Arte-, como si nunca hubieran existido. Uno de los períodos artísticos más exitosos en la historia de Holanda fue el comprendido desde sus inicios como país hasta la invasión francesa del año 1672. Fue el momento conocido como el Siglo de Oro de la pintura holandesa.

En esos años Holanda conseguiría una sociedad tan próspera y liberal que los pintores proliferaron mucho. Tanto la economía -fueron los más activos comerciantes- como la religión -el calvinismo cambiaría las costumbres- condicionaron un tipo de hacer pintura y Arte. Ahora las escenas dejaban de ser religiosas o mitológicas para transformarse en realistas escenas cotidianas, en un reflejo de las costumbres ordinarias en los interiores de los hogares.  Esas obras abundaban y eran adquiridas no solo por ricos o pudientes, sino por cualquier persona -artesana o comerciante- que quisiese adornar las paredes de su casa con ese Arte. La calidad, sin embargo, desmerecería mucho los valores estéticos entre la abundancia de obras y temáticas -cosas vulgares y simples- de sus creaciones artísticas. Así que algunos creadores -de la escuela holandesa de Leiden, por ejemplo- comenzaron a afinar más sus trazos de estilo para hacer de sus obras ahora unas elaboradas composiciones aunque se trataran de escenas cotidianas o de costumbres tan vulgares y corrientes.

En la escuela holandesa de Leiden proliferaron algunos artistas, pero sólo unos pocos llegarían a merecer el elogio con los años. Algunos muy conocidos -como el gran Rembrandt-, pero la mayoría no lo fueron tanto. Sin embargo, sí destacaron otros pintores que no fueron tan valorados en su época y pasado el tiempo los grandes compradores de Arte -las cortes europeas- volvieran sus ojos a esas sencillas -por su temática- y tan originales obras de Arte holandesas. Uno de aquellos creadores lo fue el pintor barroco Derrit Dou (1613-1675), también conocido como Gerard Dou en el resto de Europa. Sobre el año 1648 compone un tríptico no religioso, una estructura más habitual en obras religiosas de países europeos más devotos -Italia, España o Francia-. Pero ahora llegaría a reflejar su creación algo más intimista, sugerente y humanista para el momento. Desarrollada no tanto para adoctrinar, extasiar o iluminar, sino más bien para asombrar, estimular, maravillar o educar bellamente.

Así fue como su obra Alegoría de la educación artística sorprendió entonces por su elaborada técnica del claroscuro o por la manera en que componía diferentes formas de educar un tipo de arte -en este caso artesanas actividades- con otras no menos carentes de habilidad. Pero esta magnífica obra de Gerard Dou no la veremos nunca -al menos por ahora- en el mundo. Lo que ahora vemos no lo realizó él, aunque sí compuso la original de antes, perdida ahora o inexistente para el mundo. Esta que vemos fue copiada de la suya por un pintor alemán afincado en Amsterdam, Willem Joseph Laquy (1738-1798), que la pintaría con toda seguridad antes del fatídico verano de 1771. El tríptico de Dou adquiriría tanta fama entonces -mediados del siglo XVIII- que los más poderosos compradores europeos quisieron hacerse con la obra. La amante del rey francés Luis XV, la marquesa de Pompadour, quiso regalársela al monarca galo febrilmente. Pero ignoraba ella que todavía había otra gran mujer -mucho más grande- que deseaba la obra apasionadamente. La emperatriz de Rusia Catalina II anhelaría el tríptico de Gerard Dou quizá con mayor ahínco. Esta zarina rusa se caracterizó por ser una de las mujeres más ilustradas de ese siglo y no podía dejar pasar la oportunidad de poseer una de las obras más emblemáticas de la época.

Así que cuando se celebró una subasta en Holanda en julio de 1771, el Tríptico de Dou se llegaría a cotizar por unos 14.000 florines de entonces, una cantidad que abonaría Catalina II por su deseada obra del maestro Dou. Los holandeses organizaron entonces el traslado de la obra a Rusia. El cargamento del buque fletado incluía otras creaciones y otros objetos artísticos de gran valor, y la carga, al parecer bien embalada y protegida, embarcaría en Amsterdam con destino a San Petersburgo en septiembre de ese año. Pero, sin embargo nunca su contenido llegaría a Rusia ni a ninguna otra parte. El buque holandés, el Lady María -Frau Maria o Vrouw Maria-, naufragaría a unos doce kilómetros al sudeste de la isla de Jurmo en el mar Báltico, hoy una isla de Finlandia pero por entonces territorio de Suecia. Y el Museo Nacional de Amsterdam, el Rijksmuseum -aperturado a comienzos del siglo XIX-, quiso poseer el recuerdo de aquel tríptico como de otras obras de Arte desaparecidas entonces. Todas copias de obras originales desaparecidas en aquel naufragio. Así es como hoy aparecen expuestas sus copias en ese importante museo holandés. Pero ahora con la leyenda titulada del famoso apelativo que suele añadirse a las obras que han sido copiadas: después de... La obra holandesa aquí mostrada es: Alegoría de la educación artística después de Gerard Dou del pintor Willen Joseph Laquy. Existe una obra en ese mismo museo de otro cuadro que naufragó también en aquel accidente, en este caso de otro famoso pintor holandés, Gerard Ter Borch (1617-1681). Este otro lienzo se copiaría sobre el año 1728 por un autor desconocido y se titularía en el museo de Amsterdam como Joven con perro después de Gerard Ter Borch (aunque en algunos lugares ni siquiera se especifica el después de, lo que lleva a una confusión histórica).

De aquel naufragio y de esas obras originales no se volvió a saber nada hasta el año 1999, cuando el buzo y buscador de pecios finlandés Rauno Koivusaari hallara los restos hundidos de aquel famoso velero. Así que ahora la inexistencia, de pronto, acabará por devolver a la realidad de lo inesperado aquellos objetos maravillosos, obras de Arte que un día dejaron de ser. Ahora los holandeses, los fineses, los suecos y, por supuesto, los rusos, desearán eliminar más de doscientos años de golpe para volver a aquellos años de 1771 (aunque menos a Finlandia le interese atrasar el tiempo, hay que tener en cuenta que no hace ni cien años que Finlandia existe como país). Al parecer los cuadros fueron envueltos en estuches de piel de arce y colocados en vasijas de plomo cubiertas con cera. De ser todo eso así es muy posible que el tiempo y el agua no hayan deteriorado mucho aquellas maravillosas -y ahora reexistentes- obras del Arte holandés.

(Tríptico Alegoría de la educación artística, después de Gerard Dou, realizado entre 1760-1771 por Willem Joseph Laquy, -sin embargo, la obra original fue realizada ya por el pintor del barroco holandés -de la escuela de Leiden- Gerard Dou sobre 1648, desaparecida en el naufragio del Frau Maria en octubre de 1771-, Rijksmuseum, Amsterdam; Óleo La villa a orillas del río después de Jan van Goyen -pintor holandés del barroco, 1596-1656-, obra realizada por su compatriota y coetáneo Jan van der Heyden, 1637-1712, antes de 1712, aunque el original relacionado en la aduana holandesa de 1771 aparece esta obra como del maestro Jan van Goyen, perdida en el naufragio del Frau Maria en 1771, Rijksmuseum, Amsterdam; Pintura desaparecida también en este naufragio, Joven con perro después de Gerard Ter Borch -pintor holandés del barroco, 1617-1681-, realizada por autor desconocido antes de 1771, Rijksmuseum de Amsterdam, Holanda.)



19 de febrero de 2014

Cuando también el Arte desaparece poco a poco como aquel que fenece bajo la sombría historia.



A mediados del siglo XV el Renacimiento había llevado al arte de construir palacios bellas formas con la revolucionaria y pujante arquitectura de Florencia. Plantas rectangulares y definidas, pequeños arcos de ventanas decoradas, paredes macizas, casi rústicas, con curiosos y estéticos sillares almohadillados, algo muy costoso de hacer por entonces. Así fue como el Ducado de Medinaceli construiría, en la villa guadalajareña de Cogolludo, su renacentista palacio ducal a finales del siglo XV. Una fachada extraordinaria se elevaba entonces por entre las rudas laderas castellanas según los principios clásicos de la época. Según esos principios, la belleza arquitectónica debía disponer de un cierto orden y una cierta unión dentro del organismo del que forman parte, conforme a una definida delimitación y a una colocación de todo de acuerdo con un número determinado de cosas, tal y como lo exige la armonía de la belleza. De esa forma, la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo se dividiría en dos partes iguales desde su mismo centro. A cada lado se situarían tres ventanas geminadas con el escudo nobiliario inscrito entre sus tímpanos. Esas ventanas, divididas por una pequeña columna de mármol, estaban diseñadas con pequeños arcos trilobulados decorados todavía con los elementos góticos de antes (las llamadas cardinas decorativas vegetales). También con sus grandiosos relieves superiores formando un arco conopial que enlazaba con el florón final que lo apuntara. Así que toda esa decoración mostraba aún trazas de un gótico agonizante frente al conjunto arquitectónico propio del triunfante, armonioso y espectacular Renacimiento.

El palacio de Cogolludo se construyó a finales del año 1492 cuando el reino de Castilla y León había alcanzado su máximo esplendor político. Luis de la Cerda (1442-1501) fue el V conde de Medinaceli, título castellano que le sería otorgado a uno de sus antepasados en el año 1368, un noble francés que se uniría en matrimonio con una descendiente de un malogrado infante de Castilla (el infausto Fernando, primogénito fallecido del rey Alfonso X). Un día cualquiera de un siglo después, cuando el rey Enrique IV de Castilla deseara reconocer como heredera a su hija Juana -frente a su hermanastra Isabel la futura reina Católica-, ese conde castellano, demostrando gran valor, se negaría a reconocer a Juana por las dudas sobre su legitimidad. Ante aquel gesto valiente y decidido la futura reina Isabel le otorgaría el ducado de Medinaceli, siendo el primero de su familia en ostentarlo. Fue este duque quien quiso construir el palacio en Cogolludo siguiendo el Renacimiento inspirado ya en Italia. Era nieto del marqués de Santillana -cultivado poeta castellano enamorado del arte clásico-, descendiente de la familia Mendoza y sobrino del famoso cardenal Mendoza. Los Mendoza fueron los primeros que importaron a España el gusto renacentista. En Florencia existían palacios con estas características: fachadas de sillares almohadillados, patio interior de galerías ajardinadas, jardín elevado, espacio anexo para servicios, caballerizas, capilla y dependencias propias del palacio. Tan maravilloso alojamiento suntuario fue aquel palacio de Cogolludo que el propio duque acabaría residiendo en él sus últimos años.

Cuentan las crónicas que en el año 1502 los príncipes de Castilla y Aragón, Juana y Felipe de Habsburgo, visitaron Guadalajara en su primer viaje a España desde Flandes. En otros palacios de la familia Mendoza -duques del Infantado- estuvieron alojados varias noches, pero quisieron visitar entonces el palacio de Cogolludo del que habían oído hablar de sus bellezas artísticas renacentistas. El propio chambelán flamenco del archiduque Felipe escribiría sobre este palacio: Vale siete veces cualquiera de los nuestros; es el más rico alojamiento que hay en España. Así de impresionante debía ser la maravillosa visión de aquella hermosa fachada, de sus patios, de sus galerías ajardinadas o de sus ornamentos interiores. Porque toda aquella decoración del palacio fue de estilo renacentista, pero también del estilo gótico y mudéjar. La construcción y la decoración superaban con mucho -decían las crónicas- cualquier otra edificación flamenca o castellana construida por entonces. Pero, sin embargo, toda esa maravilla del arte renacentista castellano acabaría malograda a principios del siglo XVIII. De toda aquella exquisita magnificencia decorativa, de sus artesonados, azulejería, yeserías y grandeza, sólo quedarían la estructura de su fachada y poco más. El resto moriría; acabaría como toda aquella grandeza hispana de entonces, como toda aquella gran historia gloriosa que alguna vez existiera. El último miembro de la familia de la Cerda que ostentaría el ducado fue don Luis Francisco de la Cerda y Aragón (1660-1711), IX duque de Medinaceli. Con él finalizaría la gloria del palacio castellano, fueron los años de la decadencia española de finales del siglo XVII, cuando la descendencia maldita de los reyes españoles de la dinastía austríaca acabaría por hacer estallar el reino frente a las ambiciones de otros grandes poderes europeos. Al morir sin descendencia el rey Carlos II en el año 1700, la monarquía hispánica no pudo más que hacer uso de un real testamento que otorgaba la sucesión del trono español al más poderoso reino europeo de entonces, a Francia.

Con esa decisión se precipitaría entonces una guerra, una dolorosa escisión del reino, pérdidas territoriales, y, luego, la decadencia malograda más absoluta y definitiva. Así entraría España en su postrer enfisema. Muchos nobles apoyaron la decisión real y otros aceptaron a regañadientes la influencia francesa. Pero, aunque Luis Francisco de la Cerda aceptase inicialmente al joven Felipe de Anjou -el rey español de origen francés Felipe V-, luego opinaría el duque de Medinaceli sin reservas que la excesiva influencia francesa de la corte no sería buena para España. El caso fue que, como su valeroso antepasado ya lo hiciera, no rehusó dar su opinión en unos graves hechos ocurridos por entonces en Flandes -los intereses inconfesables de ambición territorial de Francia-, ni ocultarlo ante el nuevo monarca claramente. Así que ahora el rey Felipe V -el primer rey Borbón de España- lo mandaría encarcelar por traición en el Alcazar de Segovia en el año 1710, falleciendo en el castillo de Pamplona al año siguiente el duque y su legado. Sus dos únicos hijos tenidos en dos matrimonios diferentes fallecieron antes que él. Así que el ducado de Medinaceli pasaría a uno de sus sobrinos, el cual nunca quiso residir en un palacio tan antiguo, alejado y decadente. Con su abandono de Cogolludo la población guadalajareña entraría en una completa decadencia, tanta como aquella misma que su reino habría comenzado a padecer.

Pero tiempo antes de suceder todo eso, en el año 1684, el pintor flamenco Jacob-Ferdinand Voet (1639-1689) pintaría al joven IX duque de Medinaceli en un retrato de salón en otro de sus palacios. En esta extraordinaria -y premonitoria- pintura barroca se vislumbraría ya la atmósfera decadente que el autor flamenco insinuara aún levemente en su obra. Al ser un pintor extranjero no se puede evitar pensar la audacia, suspicacia y brillantez que anticipara tener el creador ante su singular personaje retratado. Porque en esos años se comenzaría a identificar España más con su gloria pasada que con su incierto porvenir, pero, sin embargo, nadie se atrevería por entonces siquiera a mencionar o expresar algo parecido. Y en este curioso retrato barroco subyace veladamente esa sutil sensación decadentista, una sensación crítica que solo algunos extranjeros -en este caso artistas como Voet- podían acaso percibir, comprender y atreverse a expresar así en un lienzo. Pintaría por entonces Voet el retrato del duque en un escenario desolado, casi declinante, sin demasiada luz o con una palidez inquietante en su decadente lienzo barroco. Hasta una columna del fondo aparece ahora oscurecida, tenebrosamente incluso, donde parte de la misma está cubierta por una cortina encarnada, simbolizando un estremecido, sangriento y desalentado porvenir. Además observaremos la visión parcial a la izquierda de la obra de un balcón entreabierto, desnudo y sin brillo, mostrando un mar ahora reducido con unos cuantos buques atracados, muy pocos y deslucidos, casi nada enarbolados y algo escorados incluso. Reflejando así el pintor, vagamente, la por entonces terrible realidad de un poder disminuido. Y con la imagen solitaria sobre la mesa de la estancia de un antiguo casco emplumado de armadura, un símbolo deslavazado del poder imperial que España una vez fuese en el mundo, de lo que sólo fuese una vez y dejaría ya de ser entonces. Y el semblante hosco, casi entristecido, de un noble retratado con aspecto inseguro, indolente, rígido o más sorprendido que sus grandiosos antepasados de antes. Con una apostura sin fuerza, desposeída de la gracia o de la finura de un esplendor ya perdido. Y con su vestimenta ridícula, desproporcionada, decadente, muy poco a la moda, menos avanzada o menos florecida.

(Óleo Barroco del pintor flamenco Jacob Ferdinand Voet, Retrato de Luis Francisco de la Cerda, 1684, Museo del Prado; Fotografía de mediados del siglo XIX realizada por el francés Jean Laurent, Palacio de Cogolludo, entonces transformado en una fonda o posada decadente; Imagen fotográfica actual de la fachada renacentista del Palacio de Cogolludo, Cogolludo, Guadalajara, España; Fotografía del palacio renacentista Medici Riccardi, siglo XV, Florencia, Italia; Fotografía del palacio renancentista Strozzi, siglo XV-XVI, Florencia.)