9 de febrero de 2015

¿Acaso estamos condenados a la desazón?, ¿se nos ha dado un corazón que no conoce el sosiego...?



En los albores de la historia del hombre, en los tiempos en que el ser humano comenzara sus pasos por la antigua Mesopotamia, existió un rey sumerio que daría nombre a uno de los más primigenios y fascinantes poemas épicos escritos nunca, La epopeya de Gilgamesh. Hacia el III milenio a.C. se cree que fueron compilados esos épicos versos mesopotámicos. La leyenda superará en el tiempo a todas, a la bíblica o a la griega, y reflejará las anticipadas inquietudes que el ser humano no habría de dejar de tener en los casi cinco mil años siguientes. Cuenta el poema la desenfrenada vida que Gilgamesh, un rey de Uruk, tuvo abusando de las mujeres de sus súbditos. Entonces éstos invocan a los dioses, divinidades que acabarían enviando a otro ser a la tierra, uno tan despiadado como el rey, para enfrentársele decidido. Pero cuando se encuentran ambos por primera vez, en vez de luchar entre sí se hacen amigos. Así emprenderán ahora ellos juntos aventuras por todo el mundo, luchando contra los seres más poderosos del universo, sean divinos o inmortales. En castigo por tal osadía los dioses hacen que el amigo de Gilgamesh muera en plena juventud. Desolado y afectado por la desaparición de su amigo, Gilgamesh decide continuar solo su viaje, buscando ahora lo que él cree que es el sentido único de todo: la inmortalidad. Pero no la encontrará, será tan solo un ridículo y perdido sueño sin sosiego.

¿Por qué condenaste a la desazón
a mi hijo Gilgamesh,
y le diste un corazón que no conoce el sosiego? 

Cuando el pintor Picasso (1881-1973) abandonase muy joven su propósito de copiar los grandes maestros del Museo del Prado, regresa de nuevo a Barcelona en el año 1899. Y en el ambiente tan abrumado y desolado del país -se acababa de perder la guerra hispano-norteamericana del año 1898- se dejaba notar, por los arrabales y ramblas de Barcelona, la violencia y el desencanto más deprimente. Entonces frecuenta Picasso un local bohemio de la ciudad, Els quatre gats, una cervecería donde conocería a su gran amigo, poeta y pintor Carlos Casagemas. Juntos viajan luego a París en el año 1900 para visitar la gran Exposición Universal. Y no pueden ya dejar de amar ambos esa hermosa ciudad, ahora por las mismas o diferentes razones de cada uno. Se quedan los dos en París y deciden trabajar y vivir los dos juntos en un pequeño estudio. Conocen entonces a dos bellas jóvenes modelos de pintores, Odette y Germaine. Odette comenzaría una relación con Picasso. Pero de Germaine Casagemas queda absolutamente fascinado, enamorado total e imprudentemente... Porque esta hermosa modelo parisina no le ofrecería al amigo de Picasso aquella inmortalidad emocional tan fascinante... Los dos jóvenes pintores regresan a España para las navidades del año 1900, uno para viajar al sur, a Málaga, el otro para quedarse en su ciudad natal, Barcelona.

Casagemas no puede ya olvidar la terrible belleza desdeñosa de Germaine. En febrero del año 1901, solo y sin su amigo, el joven bohemio catalán vuelve a París para insistirle a la bella parisina su amor desaforado. Pero vuelve para nada, Germaine no lo quiere a él. Entonces su corazón se enturbió, acabaría rozando el descalabro más siniestro y despiadado de la vida, ese descalabro que no tiene sentido porque no tiene justificación nunca. Al día siguiente, en el café Hippodrome de París, tomará Casagemas un revólver de su bolsillo para dispararse un tiro en la sien, después de haber intentado antes, sin éxito, dispararle otro a ella. Ahí acabaría, a los veinte años de edad, la vida y los sueños de aquel joven, bohemio y sin sosiego amigo de Picasso. Sin embargo Picasso no regresaría a París sino hasta tres meses después, cuando ya Carlos Casagemas había sido enterrado en Montmartre. Ahora se instala él solo en el mismo estudio que habían tenido ambos amigos. Y decide Picasso muy pronto realizar su primera exposición en París en la galería Vollard. Pero tomará el pintor español además otra decisión, una muy curiosa: abandonará a la voluptuosa Odette por la orgullosa y bella Germaine. Sin escrúpulos. ¿Sin desazón?

La cronología artística de Picasso sitúa en esos años lo que se ha dado llamar su periodo azul. ¿Crear ahora el desconsuelo, crear lo más sufrido o lo más doloroso con ese color tan sosegado? ¿Un periodo azul ahora tan desolado? Qué contradicción, exponer imágenes de cruda introspección metafísica o personal utilizando uno de los colores menos tenebrosos o menos desasosegados del mundo. Pero es que esa es otra de las características del genio creador. Luego de ese periodo Picasso cambia su estilo completamente. Fue un periodo este, el azul, que duraría hasta el año 1904. Pero que lograría superar pronto, como superaría luego todas las emociones que le llevaron por la epopeya tan extraordinaria de su vida. Como Gilgamesh, Picasso utilizaría su Arte para buscar la misma sensación que aquel personaje legendario comprendiera muchos siglos antes: que debe buscarse en lo que solo los dioses dispusieran para ellos mismos, en la inmortalidad. Cinco mil años después, un hombre -Picasso- sí que lo conseguiría. Y no tuvo que luchar ni viajar, ni enfrentarse con gigantes ni con dioses, tan solo con su paleta y su artística grandeza. Aunque dejara aparte también entonces esos mismos escrúpulos tan humanos, esos mismos y tan orgullosos impudores que como milenios antes aquel héroe sumerio ya hiciera.

El escritor alemán Thomas Mann escribiría una vez: ¿Acaso tenemos nosotros morada alguna? ¿Acaso no estamos también condenados a la desazón, no se nos ha dado un corazón que no conoce el sosiego? El astro del narrador -o del creador-, ¿no es acaso la Luna, señora del camino, la peregrina, que avanza ahora etapa tras etapa, dejándolas atrás sucesivamente? El que narra -el que crea- alcanza también entre peripecias etapa tras etapa; pero se limita a plantar la tienda en ellas a la espera de señales que indiquen el nuevo rumbo del camino; y pronto siente latir su corazón, en parte de gozo y en parte por miedo y terror carnal, pero en cualquier caso en señal de que llega el momento de seguir hacia peripecias nuevas que habrá que agotar minuciosamente, en todos sus detalles imprevisibles, para satisfacer la inquietud del espíritu.


(Óleo La habitación azul, 1901, Picasso, Phillips Collection, Washington, D.C.; Cuadro de Picasso, La Tragedia, 1903, National Gallery Art, Washington, D.C.; Óleo Entierro de Casagemas, 1901, donde el autor retrata el cadáver de su amigo siendo elevado por encima de las voluptuosas y despiadadas mujeres que ahora sí le adoran, Picasso, Museo de Arte Moderno de la Villa de París; Retrato de Germaine, 1902, Picasso; Obra de Picasso, El viejo guitarrista, 1904, Art Institute Chicago, EEUU; Lienzo del pintor holandés del siglo XIX Remigius van Haanen, 1812-1894, Paisaje de invierno con Luna llena, 1880, Colección particular.)

2 de febrero de 2015

Buscaremos el misterio para ocultar la absoluta y banal claridad de nuestro mundo.



Es algo claro en el mundo: si a lo lejos divisaramos una mujer vestida de blanco, rodeada de un halo brillante o dorado y elevada ahora ligeramente del suelo, no lo deberemos dudar: es la Virgen María...  La cita, popular, irónica o chistosa, conllevará, sin embargo, una reflexión sosegada de la realidad aplastante de las cosas de este mundo: nada encerrará ningún misterio tanto tiempo como para no llegar a comprenderse. Y el más clarificador, el más desvelado, el más terrible o el más inevitable de los misterios es aquel provocado por nosotros mismos, el de nuestra propia, evidente y cierta vida insaciable y mitificadora. Es por eso por lo que, a cambio, adoraremos el misterio, cualquier forma de artificio que permita ocultar la caja de Pandora virtual de nuestra aburrida, convencional o vulgar vida conocida. Ese lugar cerrado y oscuro que nos permita manejar ahora lo improbable, lo imposible, lo que pueda llegar a ser, lo sublime, lo porvenir, lo arcano o lo nunca desvelado... Aún. Porque los misterios de nuestro mundo pueden ser de dos clases, básicamente. Aquellos que atañen a la Naturaleza y aquellos que atañen específicamente al ser humano. Ambos para un científico serán lo mismo. Y seguramente lo sea. Pero el ser humano es, de todos modos, el misterio más desgarrador del universo, el más incontrolable porque puede pensar en ello y modificar así, a su antojo, todo posible resultado o toda posible probabilidad.

Sin embargo, las cosas propias del ser humano, como puedan ser su comportamiento, sus deseos, sus necesidades, sus limitaciones, sus maldiciones, sus condicionantes defectos o sus posibles virtudes, serán conocidas y para nada nos sorprenderán, por muchas generaciones que hayan sido o sigan pasando en el mundo de los hombres. La psicología de los seres humanos que vivieron en el antiguo imperio romano se distinguirá poco de los que vivieron en el Renacimiento, y éstos mismos de nosotros tampoco mucho. Los mismos problemas existenciales tuvo el gran pintor Rembrandt que muchos de los que vivimos ahora en este siglo. Las mismas angustias, las mismas deficiencias o las mismas frustraciones. Es cierto que los misterios -los de la Naturaleza- eran mayores entonces, en tiempos del genial creador holandés, pero no así la existencia de los retos vitales humanos, algo que, hoy al igual que ayer, seguirán existiendo del mismo modo angustioso.  La vida personal de este extraordinario pintor del Barroco, sin embargo, fue muy desdichada, por lo cual su Arte le sería un maravilloso revulsivo para poder afrontarla. La creación artística tiene esa virtualidad: que consigue transformar la visión de la realidad -no la realidad- para hacer de ésta ahora algo más llevadero o más alentador.

Cuando Rembrandt quiso -¿qué quiso realmente?- plasmar un misterio con su Arte barroco, compuso su extraña obra El Jinete polaco. Pero, es que ni él siquiera le puso este título a su obra. Y decimos quiso plasmar un misterio, por lo mismo que podemos decir que el ser humano se distancia a veces de las materiales y formales cosas por analizar -o ya analizadas- de la Naturaleza.  Por sus arbitrariedades tan humanas. Así como también por esas elecciones azarosas que los pintores finalmente consiguen plasmar en sus creaciones artísticas... tan misteriosas. Pero, nada más. Porque no hay en ello misterios encantados, no hay confusiones de certezas, ni castillos en el aire, ni tampoco un sentido especial sublimador de ninguna miseria humana tan incierta. Así será nuestra prosaica y menesterosa vida humana, esa misma que se vierte sin excusas de explicaciones ostentosas en la realidad más clarificada y banal, también en la más sórdida y sin sorpresas. Es por eso que buscaremos el misterio para ocultar la inevitabilidad de la realidad más clarificada, y hacer ahora de ésta y de la vida algo que no es. Para dar a la vida el mismo perfil que los pintores llevarán a sus lienzos con los mismos materiales ilusorios de lo que está hecha la vida.

El título de la obra, El Jinete polaco, lo empezaría a utilizar un historiador de Arte holandés, Abraham Bresius (1855-1946), que acabaría convirtiéndose en un experto en Rembrandt. Descubriría el lienzo una vez que visitara el castillo de un noble polaco, el conde Tarnowski. Un antepasado del conde adquiere la obra en Amsterdan a finales del siglo XVIII y la lleva a su castillo situado en el sur de Polonia. Bresius analizaría la obra y vería el estilo de Rembrandt, imaginando ahora el retrato de un caballero polaco montado en su cabalgadura.  Y lo tituló así, El Jinete polaco. Pero, nada más, no hay certeza exacta de que la obra sea del pintor holandés ni tampoco de que sea un caballero polaco lo retratado. Por otro lado, ¿qué sentido tiene la obra?, ¿qué representa? Aquí llegaremos a la arbitrariedad del ser humano y de su Arte, el único misterio sin desvelar...  No así con los restantes misterios, los de la Naturaleza, que sí terminarán más tarde o más temprano por ser desvelados. Pero, aquél no. Aun así, las posibles interpretaciones son el único instrumento crítico, libre y posible de todo Arte. Nos sirven para justificarlo y para justificarnos. Sólo así seguiremos manteniendo el misterio del mundo.

En la obra vemos un caballero -da igual que sea polaco o portugués-, vemos un caballo, un itinerario, un paisaje y un gesto o ademán del personaje. Lleva además el caballero sus armas a la grupa, las deja ver claramente el pintor. No mira hacia adelante el caballero, hacia donde él, se supone, se dirige. El fondo del paisaje -lo poco y mal que esta reproducción permite- nos enseña un lugar tenebroso y elevado, lo que parece un gran baluarte redondeado y construido por el hombre sobre la cima. El cielo es igual de tenebroso, propio de la iconografía oscura y barroca de Rembrandt. Pero, ¿qué más hay para dilucidar lo que representa la pintura misteriosa? Al parecer, pudo el autor inspirarse en un grabado del Renacimiento -año 1513- del genial, y precursor de misterios, Alberto Durero, el grabado denominado como El caballero, la muerte y el diablo. En esta obra de Durero un caballero se dirige, perseguido o acompañado, por unas representaciones abstractas tan desoladoras propias de la iconografía medieval. Esta imagen tan medieval la fijaría el renacentista Durero para mostrar la figura hidalga del ser solitario que lucha en la vida a pesar de los lastres que sobrelleve -¿a causa de él mismo?- acosado por el mundo.

Pero en la obra El Jinete polaco siempre se vio, a cambio, a un caballero seguro de sí mismo, que se dirige, confiado, a salvar sus ideales patrióticos, personales o religiosos, de una vida ilustre, agradecida y virtuosa. Al principio de la alta edad media se acuñaría el concepto sagrado del caballero cristiano -millas Christi-, del soldado de la fe que representaba por entonces la lucha ferviente por mantener a Europa libre del Islam, sobre todo en el este europeo. Es la figura del caballero que lucha por los buenos ideales, por la mejor de las causas frente al poder de las tinieblas o de lo aterrador. Esta es una posible interpretación. Pero, ¿es la única? No. Y ahí hay otro misterio. Porque todos estuvieron de acuerdo -el historiador, un poeta polaco, el conde y otros que vieran la obra- en que el caballero del cuadro era un jinete polaco. Pero, ¿era en verdad un sagrado caballero medieval polaco lo que realmente representaba la obra? Rembrandt se dejaría llevar más por la mitología bíblica que por la medieval. La conocía mejor, ya que fue educado en ella por su madre. Él pintaría casi todos los mitos bíblicos conocidos. Así que, entonces, aquí, en esta obra, ¿por qué no usar también un sentido bíblico para expresar algo diferente, otra cosa distinta a lo habitual, y, además, hacerlo tan misteriosamente?

Fue el Génesis el libro bíblico que más representaría Rembrandt en sus obras. Como afecto amigo del mundo judío, tan perseguido en todas partes de Europa, conocía las interpretaciones que su exégesis hebraica tendría para sustentar misterios revelados.  En la leyenda del Génesis primordial se hablaba de los primeros descendientes de Noé. Un nieto de Cam -hijo de Noé- lo fue Nemrod, uno de los primeros hombres en conseguir un poder inmenso y cruel sobre los demás. Se contaría además que fue Nemrod quien construiría la torre de Babel, ese baluarte poderoso que se elevaría sobre todo lo existente como un resorte para mitigar los misterios del mundo, como un talismán erigido, también, para poder sojuzgarlo. Esa fue la forma en que simbolizaría Nemrod su poder sobre todos los hombres: hacerlo sobre la Naturaleza -erigir un enorme edificio que la retase- pero también sobre lo divino, compararse  con el supremo poder de Dios. Y es en el poderoso baluarte redondeado que se eleva al fondo del cuadro donde la obra de Rembrandt llevará ahora tintes de parecer una metáfora bíblica, la del desalmado Nemrod.

De esa forma el misterio sobrevive también en el intento de elegir, lo que es el misterio al fin y al cabo. Porque podemos elegir lo conocido, lo vulgar, lo posible, lo viviente, o elegir todo lo contrario, que es lo que es, finalmente, el misterio. Y en la obra de Rembrandt el afamado representante de lo virtuoso, el caballero que persigue el bien más deseado, no es ahora sino justo lo contrario, el más atroz personaje poderoso, el ser sin escrúpulos que someterá con sus deseos más viles la vida desolada de los otros. Como en el grabado de Durero, las figuras abstractas de lo más abyecto -el demonio y la muerte-, que acompañan al caballero en su camino, son ahora en la obra de Rembrandt parte de la iconografía del propio caballero en su más fiera y oculta personalidad. Porque en el grabado de Durero se aprecian claramente esas representaciones maléficas, pero, ¿y aquí, en el lienzo de Rembrandt, dónde están ahora esas matizaciones tan tenebrosas? Veamos bien el cuadro, aparte de un paisaje oscuro, agresivo y desalentador, ¿qué otra cosa inquietante veremos? El caballo que monta el caballero, ¿no parece ser un poco aterrador? Ahí estará parte del simbolismo más tenebroso del cuadro, en una cabalgadura tan poco agraciada en sus trazos, con los aterradores tonos sombreados de su cabeza, o con sus extremidades equinas tan sobrecogedoras. Parece el caballo más horrible del más fiero y desalmado de los seres, una cabalgadura tan mal cuidada como reflejo fiel de su amo vil y despiadado. Pero que ahora es genialmente aquí el misterio más iconográfico, ese que el creador plasmase en su lienzo para matizar la imagen confusa de un jinete diferente.

Otro lienzo misterioso en el Arte también utilizaría la mitología bíblica para confundirnos. En este caso uno del pintor renacentista Pontormo (1494-1557), un creador italiano de personalidad tan compleja como su obra. En su creación José en Egipto del año 1518 nos representa un cuadro forzadamente misterioso. La leyenda bíblica de José cuenta cómo este personaje hebreo es presentado al faraón en su adolescencia y cómo medrará hábilmente en la corte egipcia para poder beneficiar luego a su sojuzgado pueblo judío. Pero aquí, en esta obra de Arte con influencias miguelangelianas, el pintor nos aturde ahora más que Rembrandt. Y nos aturde porque nos llevará a no entender nada de nada. Cuando los misterios se aderezan en exceso de cosas muy variadas, de multitud de elementos diferentes y sin sentido, el objeto del Arte es ahora solo exclusivamente estético. Rembrandt en su obra, además de lo estético, llevará un alarde de composición misteriosa, sea de una u otra clase, pero bastante definido ese misterio en alguna cosa estéticamente virtuosa. En la obra manierista de Pontormo, a cambio, se mezclan en demasía cosas inconexas, sin ningún sentido. Tal vez lo tenga, como todos los misterios sin desvelar, o, tal vez, sea ese mismo el misterio, que no lo tenga... Que sea tan solo el alarde de querer diferenciarse artísticamente y mostrar así ahora parte de la confusa realidad, no de toda sino de una parte confusa que la vida humana tenga en este mundo. Una vida tan vulgar, simple y despejada de sombras... como de la luz más esclarecedora lo tuviera, alguna vez, una mera sombra poderosa.

(Óleo de Rembrandt, El Jinete polaco, 1655, Colección Frick, Nueva York; Cuadro José en Egipto, del pintor renacentista Pontormo, 1517, National Gallery, Londres; Grabado del pintor renacentista alemán Alberto Durero, El caballero, la muerte y el diablo, 1513, Series de Grabados de Durero.)

29 de enero de 2015

Sobrevolando el espíritu por encima de todos, de los grandes, de los ángeles, de sus colores...



Aquí podemos comprobar la resolución extraordinaria de estas imágenes del Museo del Prado. Debían verse bien ahora los colores de El Greco. Es algo necesario para entender la entrada anterior del mismo pintor, donde no se alcanzaba del todo a ver la maravillosa tonalidad de este gran creador manierista. Porque es en esta obra maestra donde más se puedan descubrir no ya los colores sino la utilización de ellos para crear cosas diferentes: sutiles tonalidades como propias formas reflejadas en volúmenes perfilados de belleza. Otros reflejos, otras gamas, otras gradaciones, hacia los azules, los malvas, los bermejos, los amarillos, los grises, los verdes... Y, sin embargo, no son sólo los colores, o sus formas, los que hagan de esta obra una obra maestra del Arte. La historia de este lienzo es la historia del comienzo de El Greco en España. Durante su estancia anterior en Italia conocería en Roma al español Luis de Castilla, hijo natural del deán de la Catedral de Toledo, don Diego de Castilla. Entonces Luis le habla a su padre de las maravillas artísticas del pintor cretense. Y es cuando don Diego le solicita su labor creativa para el retablo de una iglesia en la ciudad de Toledo: la iglesia de Santo Domingo el antiguo. Estamos en el año 1576 y España brillaba en el orbe mundial como nunca nación europea lo hubiera hecho antes. Y este retablo de Toledo fue un maravilloso escenario donde plasmaría el pintor todo su misterioso, bello y sutil Arte manierista.

Compuso varios lienzos para ese retablo toledano. Imaginemos el hecho artístico: una pared, no muy grande, soportando cinco obras maestras del Arte. Pasarían ahí, en la iglesia de Santo Domingo el antiguo, estas obras los siglos en silencio, resguardadas del paso del tiempo sobre gruesas paredes y sus anchos marcos toledanos. Se mantuvieron estas obras de El Greco esos años con todo su vigor estético, con toda su fuerza y con todo su fulgor artístico, eternizados así por unos elegidos y fijados pigmentos cromáticos, tan emocionantes como duraderos. Y así hasta que llegaron los franceses de Napoleón en el año 1808 y lo cambiaron todo. Ellos descubrieron entonces la España tan artística, un país tan cercano y tan lejano a Francia. Descubrieron que la nación europea que invadían tenía, calladamente -a diferencia de Italia-, una de las colecciones de Arte más fascinantes del mundo. No pudieron evitarlo y se enamoraron artísticamente del país al verlo. Comenzaron expoliándolo, pero, luego, al marcharse, continuaron buscando y comprando aquel maravilloso Arte. Fueron los franceses los que crearon a principios del siglo XIX un mercado en España que no existía por entonces: la compraventa de obras de Arte. Hasta la aristocracia y el propio rey se contagiaron de ese fervor comercial y artístico en España. ¿Quiénes fueron los proveedores de ese Arte?: la Iglesia, una institución siempre necesitada de fondos y sensible a los galanteos monetarios de los oportunistas.

De ese modo, dos de los cinco lienzos del retablo manierista de Toledo, los dos más grandiosos, La Trinidad y La Asunción, fueron enajenados o vendidos durante la primera mitad del siglo XIX. Los que hoy se ven en Toledo son copias de los mismos. ¿Dónde están, entonces, los originales? En Chicago y en el Museo del Prado. Pero lo importante es que hoy los podemos ver fascinados, y, desde aquí, desde esta entrada, al menos este lienzo que vemos ahora, denominado La Trinidad. Y, ¿qué veremos? La representación de un dogma católico, de una verdad de fe reconocida por la Iglesia Católica desde sus inicios en el siglo IV. El dios único cristiano poseerá tres formas de expresión, pero una sola realidad. Nunca pudo ser representado muy bien eso en el Arte de un modo claro, solo a través de símbolos, o triángulos decorados, con mensajes o grabados referentes a ese dogma. Comenzaron a expresarlo los pintores del siglo XV.  Verdaderamente, fueron ellos los que crearon las primeras composiciones figurativas de este curioso dogma católico. Aunque ya los bizantinos y su peculiar Arte lo iniciaron tímidamente. Pero, luego, los italianos siguieron avanzando en esa representación trinitaria tan compleja. ¿Cómo hacer una representación de tres personas sagradas y, a la vez, de una solo? ¿De qué forma hacerlo estéticamente?

La mayoría de las veces, con las figuras antropomorfas de Dios y Jesús, y, después, el Espíritu Santo representado como una paloma sobrevolando ambos personajes. Pero separados entonces los dos -Padre e hijo- con sus figuras definidas, uno siempre algo más alejado del otro. Fue el renacentista alemán Alberto Durero el primero que uniría los dos en el año 1511: abrazados tras la sufrida pasión de Cristo. En esa obra de Durero se inspiraría El Greco para hacer, en el año 1579, lo mismo. ¿Lo mismo? No, exactamente lo mismo no. Porque el pintor cretense iría mucho más allá...  El creador alemán había representado centrados a los dos personajes fundamentales de la Trinidad, y, sobrevolando a ambos, al Espíritu Santo en forma de paloma. Alrededor de aquellos están los ángeles, separadas un poco sus figuras, formando un coro que rodea ahora respetuoso el sagrado sentido de los dos personajes principales de la Trinidad. En El Greco, a cambio, su Trinidad es absolutamente diferente: todos los personajes están juntos, formando ahora un único grupo cerrado. Hasta un ángel se permitirá tocar con su mano el hombro sagrado de Dios...  Es una composición compacta, donde aquel dramatismo de la escena de Durero no se percibe ahora en El Greco. Porque en la obra manierista de El Greco los gestos son más comprensivos, más compasivos, más justificados o amables, sentidos todos, además, como los de unos seres más humanos que divinos.

Y el Espíritu Santo representado sobrevuela aquí por encima de todos...  Se eleva ahora en forma de una blanca paloma perfecta, la más perfecta paloma sagrada quizá nunca representada así en toda la historia del Arte. Tan perfecta está pintada la paloma de El Greco, como aquellos detractores críticos suyos desearan que fuese, sin embargo, pintada toda la obra del creador cretense. Es tan perfecta, tan armoniosa, tan natural, tan majestuosa, tan brillante esa paloma que, con todo ese maravilloso alarde artístico clásico, el creador más original del Manierismo magnificaría el sentido iconográfico sagrado del propio Espíritu Santo. Un sentido aquí más prevalente, incluso, que el de las otras dos sagradas -más grandes doctrinalmente- representaciones de la Trinidad. Pero, también, más prevalente que todas las representaciones sagradas de siempre, o que todas aquellas que configurasen, antes o después, aquel mismo sentido místico de siempre. Un atrevimiento estético y místico que el pintor más original de la historia se permitiese, con su Arte innovador, poder crear sin prejuicios...

(Fragmentos del lienzo de El Greco, La Trinidad, 1579; Óleo La Trinidad, del pintor manierista El Greco, 1579, Museo del Prado, Madrid.)

27 de enero de 2015

La quintaesencia del Arte la descubrió un creador incomprendido, un ser anticipado y diferente.




Es una barbaridad que los museos no faciliten imágenes en alta resolución de sus obras catalogadas. Uno de los pocos museos de todo el mundo que lo hace es el madrileño Museo del Prado. En la era de la comunicación y la imagen global ésta es una asignatura que los años culminarán alguna vez. Para entonces,  para los afortunados que lo puedan ver, será una maravillosa epifanía del Arte, algo que acercará aún más a las grandes obras maestras de la historia. Así que, hoy, sólo puedo ofrecer estas pobres imágenes de una de las composiciones más extraordinarias producida por el más extraordinario de los creadores del Arte manierista. Sí, extraordinario. Porque lo fue, porque El Greco tuvo la genialidad de diferenciarse del resto con algo más que con sutilezas o con técnicas. Se dijo de él que no quiso pintar como el gran Tiziano, que ya existió uno así, tan grandioso con su Arte clásico, y que El Greco debía ahora imaginar cómo hacerlo de otra forma... Es una crítica que por entonces algunos le hicieron argumentando que el pintor cretense dejaría de hacer composiciones equilibradas, comprensibles, naturales o clásicas para hacer así, de esa forma tan particular de pintar, una confusa, desordenada, chirriante y poco brillante obra.

Pero como él sabía pintar, como era algo que dominaba, El Greco pudo luego hacer con sus obras lo que quiso -como lo hiciera Picasso-, es decir: diferenciarse con algo más que con su moderna técnica, distinguirse además con la mayor originalidad que un creador hubiese nunca tenido entonces. Hay dos obras suyas fuera de España, bueno, hay muchas, pero me refiero aquí a dos que son concretamente muy parecidas, casi idénticas, y tituladas ambas obras igual: La Oración en el huerto de Getsemaní. ¿A quién se le hubiese ocurrido pintar a los apóstoles empequeñecidos dentro de una nube redondeada sobre la tierra? ¿Quién hubiese pintado entonces una roca que no parece una roca?, ¿a quién se le hubiese ocurrido pintar una obra que lo único que tuviese de naturalidad fuesen unas ramas o las hojas en un monte un poco ensombrecido? Porque la luz es otra cosa utilizada por el creador toledano de un modo muy personal y anticipado. Pero, no solo eso. Uno de los detractores que tuviese El Greco en España lo fue el humanista, escritor, poeta, políglota, matemático, músico, teólogo y clérigo José de Sigüenza (1544-1606), todo un gran intelectual entonces. El rey Felipe II lo nombra bibliotecario del  Monasterio del Escorial, un lugar por entonces, pleno siglo XVI, que fuese el más privilegiado centro de cultura archivada del mundo. Pero no fue Sigüenza un reaccionario cultural, llegaría incluso a ser encausado por la Inquisición por haber utilizado evangelios apócrifos para sus sermones..., o por usar también un lenguaje evangélico -a pesar de ser poeta- mucho más claro, directo y sin añadidos que suavizaran o hicieran más comprensible el contenido sagrado. Esto y la cercanía e influencia cultural al rey de España hizo que muchos sintieran envidia de él. Y todo eso le malograría. Sin embargo, no pudo evitar que una simple opinión de gusto personal sobre la estética de El Greco hiciera de José de Sigüenza un muy injusto crítico del pintor. Influyó en las decisiones artísticas que Felipe II tuviese sobre el Arte de El Greco. Como lo hizo cuando denostase la obra de este pintor El martirio de san Mauricio y su legión tebana, aludiendo entonces a cuestiones teológicas su crítica artística. No podía ser que un santo, decía Sigüenza, pareciese en el lienzo manierista tan humano o tan poco sagrado: todo eso contribuiría a que los que viesen la obra no les apeteciese ahora rezar, sino verla...

Todas esas cosas y su técnica, su novedosa y sorprendente técnica para entonces, así como una personalidad muy peculiar, hicieron que El Greco no fuese reconocido hasta muchos siglos después, cuando los románticos del XIX comenzaran a ver en él otras cosas y esa genialidad tan desconocida. Y estas dos obras tan parecidas nos ayudan aquí, como todas las suyas, para percibir ahora algo más de ese rechazo y de esa genialidad. Una de las cosas que el padre Sigüenza afirmara entonces es muy posible que no se alejara mucho de la verdad. A la vista de sus obras, los lienzos de El Greco no servirían tanto para recoger el ánimo cristiano y rezar a la santidad representada. Y esto es así porque este pintor expresaba la personalidad de los santos y de todos sus personajes como la de cualquiera de nosotros. No distinguía absolutamente nada, iconográficamente, en la representación de un ser humano o divino de la de otro cualquiera, aunque fuese incluso un dios. Sin embargo, el misticismo y la espiritualidad de El Greco fueron uno de sus mayores alardes creativos. ¿Entonces, por qué ese contraste? Pues porque este pintor misterioso reflejaba la divinidad en toda su obra pictórica, en todos sus elementos y no en ninguno solo.

En La Oración en el huerto, en ambas obras semejantes, se ve sutilmente como está en todo el lienzo la santidad universal que él representaba siempre. Jesús está en primer plano, es la figura principal, pero la magnificencia de lo que supone el sentido espiritual de la creación está aquí, sin embargo, en toda la obra artística, desde un cielo sobrecogedor y su luna poderosa hasta la composición tan excitante y sorprendente de la misma obra. ¿Cómo no dirigir la vista ahora hacia esa nube redondeada y acogedora donde los apóstoles, protegidos, forman el contrapunto a unos soldados que, ahora, reunidos, se acercarán indecisos a lo lejos? Hasta los pliegues de la roca oscurecida se confunden con los de los vestidos, y los de éstos con los pliegues de las volutas de unas nubes ahora diferentes. Y la luz, y los colores... (esos mismos colores que ahora nos dejen algo vislumbrar estas reproducciones imprecisas). Porque ambas cosas estéticas determinan aquí la anticipación y el genio extraordinarios de El Greco. En una escena nocturna bajo la tenue luminosidad de una luna cegada por nubes macilentas se representa en la obra la centrada figura de Jesús, oculta aquí de la luz astral tras una roca pero que su figura aparece, sin embargo, toda ella iluminada ahora sin sentido... Pero es que un rayo de luz le llegará a Jesús desde el ángulo donde ahora un ángel se sitúa poderoso. Y es entonces cuando se reflejará ese mismo rayo en sus colores: ¡y entonces es cuando esos colores cambiarán...! Pero, no son solo los colores de la divinidad los que vibran ante los ojos del observador. La sugestiva túnica amarillenta del ángel compite aquí con los otros divinos colores encarnados o azules reflejados de antes. Y por todo eso El Greco fue un anticipador y un artista místico extraordinario. Acercaría la creación estética a lo que, mucho tiempo después, llegaría a sublimarse luego en la modernidad artística. Pero también fue un muy decidido y sutil filósofo de todas aquellas verdades trascendentes o espirituales. Esas mismas verdades que están ahora ocultas -o manifiestas- entre todas las cosas representadas y tan bellamente visibles de la obra.

(Óleo La Oración en el huerto, 1595, El Greco, Museo de Arte de Toledo, Ohio, EE.UU; Lienzo La Oración en el huerto de Getsemaní, 1590, El Greco, National Gallery, Londres.)

19 de enero de 2015

Los diferentes semblantes de una vida o las distintas vidas de una misma individualidad.



¿Cuántos somos realmente? ¿Cuántas identidades diferentes pueden asumir los seres en una única entidad a lo largo de su existencia? No es una cuestión esquizofrénica, ni patológica, ni desbordante, es tan solo la multiplicidad de facetas que los seres humanos puedan llegar a tener en una única existencia. No son tampoco las diferentes expresiones que el paso del tiempo transformará en las distintas imágenes de un mismo individuo con los años. No, es algo más etéreo, es aquello que pueda darse en el mismo momento en que seamos susceptibles de percibir las posibles facetas que podamos disponer. Algunos artistas de la historia crearon sus edades del hombre, distintas imágenes para expresar el paso del tiempo. Pero en esta obra de Arte lo que consigue el creador es  original: representar en diversas imágenes al mismo ser, en el mismo momento espacio-temporal, como si fueran entidades diferentes. ¿Cómo hacer algo tan imposible? Con la genialidad que solo el Arte permite. Con el matiz que las diversas composiciones figurativas expresen de un mismo ser en un lienzo. El creador impresionista norteamericano John Singer Sargent (1856-1925) lo consigue en su obra Cachemira de un modo original.

Idea el creador pintar a su sobrina Reine Violeta Ormond (1897-1971) vestida con un mismo chal de Cachemira, pero su figura aparece en diferentes plegamientos, ademanes, cubrimientos, gestos, posiciones y miradas distintas. Parece un grupo homogéneo que avanza en procesión de figuras clásicas, misteriosas o ensimismadas. Siete seres diferentes que representan siete sensaciones distintas aunque la modelo sea la misma persona. El pintor John Singer había nacido en Florencia de padres norteamericanos. Tuvo una hermana menor, Violeta (1870-1955), que acabaría teniendo seis hijos con el británico Francis Ormond. A casi todos los pintaría el creador impresionista. Pero a Reine la transformaría una vez en virgen vestal en esta obra sorprendente del año 1908. La creación tiene sus mentiras -como todo Arte- porque Reine tendría solo once años cuando sirve de modelo en la obra. El pintor consigue confundirnos al crear un plano sin fondo de contraste y sin otra figura que la misma joven repetida. 

Siete posiciones, siete gestos y siete dinámicas distintas donde, gracias al motivo representado -titulado como la obra-, el maravilloso chal de Cachemira, se puede mostrar la sutileza más genial y estética del sentido oculto de la obra. Es la misma personalidad retratada, sin embargo ésta sólo se ve bien, para identificarla claramente, en dos figuraciones posibles, y aun así parece distinta. El resto podrían ser otras de las restantes cinco vírgenes vestales que caminan perdidas. Es una senda imposible, porque son y no son la misma identidad. La modelo es posible que lo sea, pero lo representado son cosas diferentes. No puede ser la misma senda, en tan corto espacio, como para ser ella la misma persona. No es real el sentido de ese momento plasmado en el lienzo. El pintor consigue hacer una metáfora del sentido del Arte con el sentido de una obra. Es decir, llega a rozar el pintor impresionista el Simbolismo sin ser simbolista y sin proponérselo incluso. Es así como dejamos y no dejamos de ser el mismo individuo. Porque la variedad de seres que somos no es real, ni irreal, ni demostrable en sí mismo. Es solo un rasgo estético más de nuestra misteriosa vida contingente. Es solo una forma más de lo que somos, tan cambiante como el color del sol un mismo día. Sigue siendo el mismo sol, sigue siendo la misma luz, pero, a veces, con su reflejo poderoso de los distintos momentos del día, también su luz la veremos, en ocasiones, algo distinta...

(Todas obras del pintor John Singer Sargent: Cachemira, 1908, Los sobrinos del artista, Conrad y Reine Ormond, 1906; Calle de Venecia, 1882; La Carmencita, 1890.)

12 de enero de 2015

Verosimilitud y misterio frente a majestuosidad y belleza, o la leyenda ahora expresada de otra forma.



El Barroco, siempre el Barroco... ¿Hay una tendencia mejor para expresar emociones humanas, aunque no exactamente sentimientos? ¿Hubo un periodo artístico mejor en la historia que transmitiese las cosas de un modo tan diferente y, a la vez, tan genial de hacerlo? Los pintores italianos supieron utilizar el Barroco para eso especialmente, es decir, para hacerlo todo de otra forma a como podía entenderse antes. Porque fue una tendencia naturalista, pero no todos los pintores barrocos los fueron. Fue además una tendencia menos clásica o nada clásica, pero tampoco todos excluyeron el clasicismo en sus obras. Fue una tendencia menos estilizada en las formas de belleza pero Francesco Furini (1602-1646) se retrasaría a su tiempo casi en un siglo.  Porque este pintor florentino había conseguido trasladar al Barroco todo el estilo más clásico de su tendencia: el sfumato renacentista de Leonardo, el manierismo de Miguel Ángel, el clasicismo renacentista de Rafael o la belleza de los desnudos de Tiziano. Y en esto último, en los desnudos, asombraría este pintor en pleno siglo XVII, cuando demostrase Furini que belleza y sensualidad eran la misma y dos cosas diferentes... Porque el Barroco debía expresar las cosas lo más parecido a la realidad que pudiese. Porque el siglo del matiz y la sutilidad o de la perfección de una belleza inexistente, era lo que el Renacimiento había conseguido llegar a ser antes. Ahora, en el Barroco, las cosas se mostraban como verdaderamente eran. Los gestos más humanizados, las formas más verosímiles y los detalles absolutamente conformes a la realidad.

Por eso los desnudos del Barroco fueron más comprometidos para sus autores: porque eran más reales que nunca, se parecían a nosotros claramente. Esa realidad era más natural ya que era la existente en la vida real de los seres humanos, y consiguió el Barroco que los detalles de belleza idealizada no fueran por entonces tan señalados por algunos de sus pintores. Es decir, que en el Barroco la belleza idealizada de antes  en el Renacimiento fue sustituida ahora por una realidad mucho más propia de las cosas bellas en este mundo. De ahí las formas de los desnudos de Rubens o de Rembrandt, por ejemplo, unos desnudos que describen, con su naturalismo barroco, más lo que es la vida real que lo idealizado o legendario de ésta. ¿Y cuando los detalles de belleza deben ser necesariamente expresados en un desnudo artístico? Pocos autores consiguieron esos detalles de belleza como lo hiciera Furini y su Barroco tan emocional.  Un pintor que a los cuarenta años se ordenaría incluso sacerdote, y, a pesar de este compromiso sagrado y clerical, continuaría él creando esos detalles sutiles y tan sensuales de belleza. El relato bíblico de la ciudad de Sodoma en el Génesis nos cuenta cómo un ángel avisaría a Lot de que abandonase la ciudad antes de que fuese arrasada por las llamas. Entonces, el único hombre honesto tomará a su familia y abandonaría su ciudad para siempre. Poco después, su familia terminaría siendo él y sus dos hijas. Ellos tres ahora solos y lejos de su ciudad arrasada pasarían a ser los únicos seres humanos en el mundo. Por tanto, se dirigieron a buscar juntos algún lugar  ahora adonde poder vivir y prosperar.

Para ese momento, las hijas de Lot comprendieron ya entonces que no habría hombres con los que poder ellas tener descendencia. Así que la llamada de la vida les acució a las dos y no supieron ellas hacer otra cosa más que seducir a su padre. Un hombre ahora que, ebrio y entregado a su delirio, acabaría siendo ya seducido por sus hijas. Esta leyenda de incesto, sensualidad y misterio atraería a muchos pintores de la historia. La moral de sus ideas o la de los lugares de donde procedían, llevarían a los pintores a tratar de mostrar el comprometido relato con los diferentes recursos artísticos que cada cual tuviera. Es evidente que el recurso erótico podría estar justificado ahora, la leyenda lo relataba claramente: las hijas dieron de beber a su padre y lo sedujeron... Así que los pintores sólo hicieron su trabajo con su Arte. Hay obras del Renacimiento que muestran sutilmente los alardes manieristas más desnudos de belleza; y otras que no se recatarían con su provocado gesto erótico de seducción y belleza. Pero también el Barroco lo haría. Aquí he preferido elegir tres obras de tres pintores barrocos italianos de Florencia. Tres obras donde el color ahora es uno de los recursos más elogiosos, pero no el único. En la creación de Lorenzo Lippi (1606-1664), la más sobria de las tres, el pintor es descriptivo con las circunstancias de la leyenda. Observamos la silueta alejada de Sodoma enardecida por el fuego y cómo las hijas ofrecen el vino embriagador a su padre, un ser ahora confiado y aún no seducido del todo.

La obra encuadra los valores artísticos y expresivos de su paleta, aunque la pésima calidad de la imagen no ayuda a apreciarlos bien: como los vestidos, sus pliegues y sus tonalidades. Pero también los detalles sutiles del engaño sensual: unas viandas que no hacen sospechar todavía a Lot de lo que pasa. Sin embargo, el primero de los cuadros, la imagen extraordinaria del pintor Orazio Gentileschi (1563-1639), compendia aquí todo lo que el Barroco, su belleza, insinuación, erotismo o misterio, fuese capaz de transmitir en una auténtica obra barroca de Arte naturalista. Porque aquí el pintor debe mostrar ahora la leyenda engorrosa: el incesto llevado a cabo por dos hijas a un padre. Sin embargo, el pintor solo debe insinuar algo de erotismo con alguna forma ahora de belleza. Pero, además la obra debe escenografiar un momento temporal, uno de todos los posibles momentos artísticos a representar: antes, durante o el después de haberse llevado a cabo la decisión de ellas. Si fuera antes es el caso de Lippi; si fuera durante es el caso de Furini. Pero, ahora, en Orazio Gentileschi, sin embargo, debe ser después... Pero, ¿cómo representar el momento después...? Es decir, ¿cómo hacerlo para que además encierre ahora un sentido de justificación o de esperanza? Porque es ahora justificar la acción erótica con un atisbo de esperanza. Y este es el misterio que esta obra nos muestra aquí con su genial composición barroca. Porque el pintor idearía una forma de justificación, filosófica casi, ya que una de las hijas señala a su hermana, cuando el padre está dormido, el lugar ahora de provisión, de esperanza, aquel horizonte maravilloso hacia donde ellas pronto se dirigirán. Una metáfora... Porque ese paraje que no aparece en el cuadro está ahora aquí lleno de esperanza tan solo para ellas y su futuro. No lo veremos ahí, no veremos nada de eso que ellas ahora están mirando. Como tampoco vimos el incesto... Sólo vemos ahora el insinuante vestido caído de una de ellas que nos hace pensar así en lo sucedido. El resto quedará en el misterio. Como ese extraordinario gesto de querer dirigir ellas aquí sus miradas hacia un lugar ajeno e invisible. Un gesto que ahora contagia incluso al espectador para querer mirar, con ellas, también a ese paraíso... A querer saber qué lugar es ese, que es lo que significa eso que ahora ellas señalan inquietas. Y con este sutil recurso misterioso supo el pintor distraer la atención al espectador de la verdadera motivación o intención sensual tan rechazable que promoviera eso...

(Óleo de Orazio Gentileschi, Lot y sus hijas, 1623, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro Lot y sus hijas, 1655, del pintor Lorenzo Lippi, Galería de los Uffizi, Florencia; Óleo de Francesco Furini, Lot y sus hijas, 1634, Museo del Prado, Madrid.)

8 de enero de 2015

La nueva mitología del siglo XXI, donde los nuevos héroes caídos ahora deben ser modelos de virtud.



Los héroes de la antigüedad griega siempre fueron grandes héroes. Todos ellos. La fuerza de su coraje, su insobornable talante ante la adversidad o su furia ante la muerte; pero, también su agnegación, su valentía, su firme decisión ante las cosas veleidosas dirigidas por los dioses. Unos héroes eran elegidos por los dioses y su divina descendencia y otros mostraron ser solo hombres, seres humanos que lucharon virtuosos por defender aquello en lo que creían. Y así los grandes poemas homéricos glosaron la vida de casi todos ellos, tanto la de los míticos héroes como la de los menos míticos hombres. En uno de esos famosos poemas legendarios, en la Ilíada, se cuenta la gesta enfrentada a muerte de dos de aquellos héroes. La historia legendaria y su eterna fama vanagloriada dejarían, sin embargo, solo a uno de ellos como al héroe más excelso, valeroso o mejor modelo guerrero de la historia. Así pasaría a la historia Aquiles, el más querido por los dioses, el más adorado por la leyenda o el más recordado y renombrado de los grandes personajes heroicos y míticos de Grecia.

Y entonces Héctor, el otro héroe, el más humano, el que se enfrenta con Aquiles en Troya, pasaría a la leyenda y a la historia sólo como un valeroso troyano más, solo como un hombre que defendería con honor a su patria y su familia, pero sin gloria alguna de leyenda. Y, ¿por qué fue así? Porque moriría ante Aquiles y soportaría el agravio desolado de lo vencido, resistiría sin brillo el oprobio histórico más insulso ante el glorioso y gran vencedor mítico griego. Es decir, por estar ahora Héctor un peldaño inferior ante el alarde famoso de su invicto adversario mitológico. En el Arte se han representado gloriosamente aquella gesta mítica y a sus héroes. Aquiles fue esculpido siempre por los griegos helenísticos, fue pintado luego por los creadores renacentistas o el barroco Rubens, y, algo más tarde, retratado orgulloso por los artistas románticos decimonónicos. En todas las obras rememorando al gran héroe mítico que fuera Aquiles: o en su formación adolescente ante el centauro Quirón, o ante el cadáver de Patroclo en Troya, o disfrazado de mujer cuando su madre, la diosa Tetis, tramara ese ardid para evitarle ir a la guerra -esta es una versión muy posterior a Homero- troyana. A Héctor tan sólo el Romanticismo francés se decidiría a homenajearlo con el Arte.

De todas las posibles obras maestras de la historia solo una dedica a Héctor la mejor de sus obras sobre Troya. Cuando el extraordinario pintor francés Jacques-Louis David quiso glosar una escena legendaria de Troya, compuso en el año 1783 su lienzo Lamento de Andrómaca ante el cuerpo de Héctor. El genial pintor francés, aunque neoclásico de formación, no pudo evitar elogiarlo con el sesgo romántico que pronto abrazaría el orbe del Arte. Así que el creador francés muestra el cadáver de Héctor postrado heroicamente ante su esposa Andrómaca y su hijo Escamandro. Es decir, glosaría David la figura de Héctor como mejor creía  el pintor que podría y debía hacerlo con un gran héroe mitológico. Como se glosan a los mejores seres caídos ante el valor de su más virtuosa elección. Porque esto es lo que diferencia a Héctor de Aquiles. Los motivos. Es decir, en el caso de Héctor fue la elección honesta de un ser libre ante la cruel fatalidad del destino. Porque hay que pensar que Aquiles fue el ser más invencible entonces: a diferencia de Héctor era un semidiós. Su madre, la divina Tetis, era una pequeña deidad del mar con algunos poderes añadidos. Ella cubriría el cuerpo del pequeño Aquiles bajo las aguas mágicas de su potestad divina. Menos el talón...  De ese modo nunca fue vencido en las luchas que librara en Grecia, siempre arrojado, siempre belicoso, siempre valeroso ante el enemigo. Por eso fue buscado cuando los griegos se empeñaron en ir a Troya. Sin él, no hubieran conseguido vencer. La historia legendaria encierra misterios curiosos, ¿por qué hubo de caer Troya?, ¿por qué se glosaría tanto su caída?, y ¿por qué algunos héroes fueron llevados a la gloria más insigne, especialmente Aquiles, frente al más humano y menos recordado Héctor? Sin embargo, la grandeza del troyano, la mayor virtud de Héctor fue su decisión de morir antes que perder su libertad.

Porque Héctor pudo huir al comprender que debía enfrentarse solo ante el más invicto y temible Aquiles. O pudo abandonar con su familia Troya; o pudo aconsejar a los troyanos que no se enfrentaran a los griegos. Negociar incluso, tratar de conseguir al menos la vida, aunque perdiera con ello su propia libertad o su honra. O también perderla al no elegir ser libre ante la amenaza cruel, fulminante y despiadada de Aquiles. Héctor fue el verdadero héroe de la Iliada. Sin embargo, la historia lo relegaría a una figura muy secundaria. Porque entonces, en los años siguientes a aquella mitología utilitaria, lo más importante o relevante de la vida no era elegir los valores ante una muerte inevitable; no, lo más importante entonces era vencer, despiadada o temerariamente, incluso con las mayores crueldades inhumanas ante al adversario. Aunque estas crueldades fueran tan viles, pero con ellas se pudiera ahora obtener el triunfo ante la guerra, la osadía ante los otros o ante una contienda personal. Eso era todo lo que representaba Aquiles, y así se glosaría en las formas estéticas en que su memoria fuera recordada. Pero, a cambio, Héctor solo pasaría a ser un defensor valiente, un personaje honesto y resignado ante la supremacía del invicto héroe más elogiado. Luego el Romanticismo recuperaría la figura del héroe troyano Héctor, y, últimamente, es quizá más elogiado por sus valores más éticos ante la vida real, no tanto ante la legendaria... Pasaría a ser un gran héroe, un gran defensor de los ideales o de las libertades humanas. Porque él luchó y murió por esos valores y esa libertad en las que creía. Aquiles luchó tan sólo por su gloria.

Ayer cayeron en Francia unos hombres por lo mismo... Uno de ellos, Stéphane Charbonnier, defendió siempre morir antes que no poder vivir en libertad. Lo mismo que aquel héroe legendario troyano hiciera siglos antes. Representan lo mismo. Hoy, en este nuevo siglo lleno de promesas, la vida ha trastocado totalmente la leyenda. La mitología en este siglo debería estar glosada por los nombres de los hombres que han caído por lo mismo. Ellos son ahora los nuevos héroes. Ellos deberían ser reconocidos como héroes del nuevo siglo... Porque recuperan con su gesto entregado un principio por el que ya moriría mucho antes un hombre legendario. Por la libertad. Con ello elogiaremos la figura inequívoca de los héroes de ahora, los que se enfrentarán siempre a lo despiadado, a lo sangriento, a lo fanático, aun a pesar de sacrificar con ello lo más valioso que tengan: su propia vida humana. Según contaba el antiguo escritor griego Pausanias (siglo II d.C.), la ciudad griega de Tebas mandaría una vez una delegación a Troya para recuperar los restos de Héctor y depositarlos luego en una tumba erigida cerca a la fuente Edipodia -donde Edipo se purificó de sus erráticos crímenes-. Al parecer los tebanos habían recibido una profecía de un oráculo que les decía algo así: Tebanos que vivís en la ciudad de Cadmo, si queréis vivir en vuestra patria con gran felicidad traed a ella los restos de Héctor priámida desde Asia, y honrad así al mayor de los héroes que haya posado nunca sus pies sobre la tierra.

(Óleo del pintor neoclásico francés Jacques-Louis David, Lamento de Andrómaca ante el cuerpo de Héctor, 1783, Museo del Louvre, París; Obra barroca de Rubens, siglo XVII, Aquiles derribando a Héctor; Cuadro del pintor norteamericano Benjamin West, Tetis consuela a Aquiles llevándole su armadura, 1806, New Britain Museum of American Art, Connecticut, EE.UU.)

5 de enero de 2015

Todas eran ella o cuando la impresión nos hace rememorar la ausencia del cuadro.



Un veinticinco de febrero del año 1872 nacía en Portsmouth, Inglaterra, la joven modelo de arte Rose Amy Pettigrew. Sus padres eran unos humildes trabajadores de esa época difícil de finales del siglo XIX tan industrializado. Habían tenido trece hijos, pero Rose y sus hermanas Hetty y Lily destacarían por su belleza y dedicarían su juventud a ser modelos de pintores, algo muy bien pagado en el Londres finisecular. Muy pronto se marcharían Rose Amy y sus hermanas a Londres para trabajar modelando. En el año 1884, con solo doce años de edad, comienza Rose a posar para destacados artistas como el pintor prerrafaelita John Everett Millais. Pero en el año 1891 acabaría siendo la modelo artística más famosa de un impresionista británico muy peculiar. Un pintor que, a pesar de haber sido educado en el París más impresionista, terminaría creando su propio estilo pictórico particular. Conseguiría demostrar el pintor Philip Wilson Steer que el Arte es algo más que una tendencia conocida o estereotipada, es, sobre todo, una emoción particular llena de inspiraciones sorprendentes para todo aquel que alcance a descubrirlas.

Pero lo que consiguió este pintor una vez sería llevar su Arte a la más completa y universal sensación de impresión eternizada más anónima del personaje. Para nada necesitaría entonces de la extraordinaria belleza de la joven Pettigrew, para nada de sus facciones hermosas que habían llevado a ella y sus hermanas a modelar en el Londres más despiadado de aquel tiempo. En la obra Joven con vestido azul apreciamos a una mujer sentada ahora con una pose permanente... Una pose que reflejaba así todas las posibles poses de todas las posibles modelos imaginadas por un observador inspirado. Porque no es ahora ella nadie en concreto y serán así todas las posibles... En este sublime cuadro impresionista el creador buscaría entonces el momento artístico más permanente que su tendencia le propiciara componer. Porque es ese preciso instante ahora donde estamos percibiendo todos los rostros, todos los momentos o todas las posibles facciones de todas las posibles historias sentimentales habidas o por haber en el mundo...

Por eso mismo buscaría el pintor entonces crear una escena desnuda de identidad, sin los rasgos personales que delimitan la vida, la identidad o la persona concreta. El Impresionismo vino extraordinariamente bien para ayudar al pintor en eso. Es uno de los sentidos estéticos ahora, el paradigma emotivo más general representable, el que el pintor mejor conseguiría entender de su indefinida tendencia impresionista. Como en la poesía, asociaremos las emociones inspiradas de un verso a los rostros particulares recordados por nosotros. ¿Quién fue realmente aquella joven de azul? Sabemos que fue Rose Pettigrew, una modelo inglesa de Portsmouth nacida en el año 1872, pero, ¿es ella en verdad la que estamos viendo nosotros ahora? No. Son todas y ninguna. Todas las que alguna vez inclinaron así su rostro o lo fuera cubierto por un cabello poderoso o por un sombrero rutilante o por una perspectiva diferente. En otra creación suya del año 1888, El puente, el pintor Wilson Steer iría mucho más lejos. Aquí no necesitaría, posiblemente, de modelo alguna para hacerlo. Porque no es posible aquí ya más que imaginar las inmensas mujeres que puedan ser ella ahora, esa misma que está ahora aquí mirando el fondo descubierto y profundo del cuadro.

Y es que el Impresionismo fue una oportunidad maravillosa para glosar lo imaginado existente, es decir, no ya solo lo imaginado, como harían luego el simbolismo o el surrealismo, no, sino una imaginación de algo que sí existe, que ha existido o que puede existir en la memoria de todos y cada uno de nosotros. Que tiene una vida tan real como parece tener ahora detrás de esos colores o trazos -artificios pictóricos que lo ocultan- la figura ideada por nosotros, esos que ahora miramos, nostálgicos, el cuadro. Este es el regalo que nos hizo el Impresionismo y que creadores como Philip Wilson Steer (1860-1942) supieron llevar al lienzo en algunas de sus obras. Las miramos ahora y la personalidad que reflejan sin verse son para nosotros la única posible... Nosotros, los verdaderos creadores de la identidad de ese invisible rostro. No nos son ajenas y no tenemos siquiera que saber la historia detrás del cuadro. Nada de eso es necesario en el Impresionismo, cosas que sí pueden serlo en otras tendencias para llevar alguna Belleza realmente a la imagen representada en el cuadro. Pero, aquí no. Aquí no es preciso ni deseado eso para llegar a apreciar la belleza rememorada en el cuadro. Ésta sólo la veremos nosotros, sólo nosotros, ni el autor, ni la modelo, ni siquiera la propia obra satisfecha. Porque la vemos ahora con nuestra nostalgia fingida o con nuestro recuerdo ideado o con nuestra vívida imagen más deseada y sentida. Todas ellas atrapadas entonces entre la impresión rememorada de antes y la ausencia buscada en el cuadro.

(Óleo del pintor impresionista Philip Wilson Steer, Joven con vestido azul, 1891, Tate Gallery, Londres; Autorretrato de Philip Wilson Steer; Lienzo de Wilson Steer, La playa de Walberswick, 1889, Tate Gallery; Óleo de Wilson Steer, El puente, 1888, Tate Gallery; Retrato de Rose Pettigrew, 1892, Philip Wilson Steer; Retrato de Philip Wilson Steer, 1890, del pintor impresionista británico de origen alemán Walter Richard Sickert, National Gallery, Londres, el cual retratará a su colega pintor delante de un cuadro donde se vislumbrará difícilmente el retrato y la identidad de una mujer pintada.)

1 de enero de 2015

El desgarrado expresionismo frente al sosegado clamor de lo sublime.



Todos habían nacido en el siglo anterior, pero todos vivieron y crearon en los inicios del siglo XX. Establecieron todo lo que el despiadado, esquizofrénico y maravilloso siglo XX supuso en el Arte. Tanto con sus vidas como con sus artes. Fueron herederos de aquel Romanticismo que había surgido un siglo antes de que nacieran, pero que, a principios del siglo XX, no podía llamarse así ya lo que ellos hacían ahora. Fue entonces llamado Modernismo. Era lo más moderno que se hiciera y ellos querían ser los más modernos. Pero lo que hacían no era otra cosa que aquello que habían hecho antes Turner, Delacroix, Byron o Chopin. Algunos nacieron en uno de los lugares más complejos socialmente para nacer en aquella Europa. El continente europeo había vivido la revolución francesa y el liberalismo post-napoleónico, dos cosas que habían cambiado por completo el occidente de Europa. Pero la parte más oriental del continente -el este de Europa- no se dejaría influir aún mucho por esos cambios radicales. Todavía quedarían vestigios del antiguo régimen en esa parte de Europa, ideologías que sobrevivieron a las revoluciones burguesas del siglo XIX. Y el Imperio Austro-Húngaro fue uno de ellos, el más importante vestigio de eso por entonces. Políticamente fue muy rígido, socialmente fue medio abierto y culturalmente fue muy innovador. Una mezcla imposible de prosperar sin desestabilizar a mente alguna. Y en este caldero tan propicio y contradictorio nacieron algunas de las figuras que más cambiaron el siglo XX en Europa.

Una de ellas nació en el difícil entorno de la Viena suburbial de entonces con grandes diferencias sociales y económicas. Emil Schindler (1842-1892) debía haber tomado la carrera militar, una salida económica para familias pequeño burguesas que deseaban prosperar en un mundo jerarquizado y elitista. Sin embargo, él quiso pintar. Debía hacerlo bien. En aquellos años pintar bien era motivo para triunfar en sociedad; otra cosa era triunfar en el Arte, algo que precisaba más que sólo pintar bien. Sólo a partir de los cuarenta años pudo Emil Schindler vivir gracias al Arte. Su correcto impresionismo gustaba a las clases adineradas de Viena, y la monarquía austrohúngara le contrataría en el año 1887 para retratar parte de su vasto, diverso y complejo imperio. Pero, antes de eso nacería su hija Alma, una de las mujeres que más influirían en la vida y la cultura de comienzos del siglo XX. Su padre, curiosamente, no la motivaría hacia la pintura. Emil Schindler trató de que su hija Alma se aficionase a la literatura o a la música. Tal vez vio que la pintura no era, exactamente, lo mejor que a ella se le diese. O, tal vez, comprendió que la pintura por entonces, finales del siglo XIX, dejaría de ser aquel Arte extraordinario para sufrir ahora, como lo hizo, uno de los cambios más radicales que pudiera padecer. Pero, sin embargo, no fue así con la música o con la literatura, artes con los que no se percibían tanto o tan pronto los cambios de la vida, de los gustos o de las tendencias de la sociedad. Y es así porque la pintura es el medio más expresivo y evidente de los cambios sociales y culturales de una civilización, algo que no siempre será condicionado tanto o tan pronto por los gustos o deseos más tradicionales. Y tanto atendería Alma a su padre que se convirtió en compositora y acabaría casándose con uno de los mayores genios musicales de entonces, el gran compositor Gustav Mahler (1860-1911), alguien que revolucionaría por completo la música clásica y los gustos musicales del siglo XX.

Pero, es difícil que personalidades grandes oculten a otras que quieran serlo también. Para Alma Mahler (1879-1964) la música había sido su pasión frustrada. Alguien le dijo una vez: o se dedicaba a la composición de modo decidido o se dedicaba a la vida social. En todo caso, que mejor hiciera esto último para triunfar... Gustav Mahler no pudo seguir seduciendo a Alma tanto como lo había hecho con su sublime y maravillosa música. Apasionada y frustrada a la vez, Alma se envolvería en una adúltera pasajera relación en el año 1910 con el arquitecto alemán Gropius -creador de la escuela Bauhaus años después en Alemania-. Gustav Mahler fallece muy pronto en el año 1911 y ella entonces trata de terminar las sinfonías inacabadas de su esposo. En aquella Viena grandiosa, Alma se convertiría en una deseada viuda, hermosa, joven y de talento, alguien que ambicionaba conciliar dos cosas muy difíciles de conciliar en este mundo: la pasión y el éxito. Un año después de la muerte de Mahler, Alma contrataría para un retrato suyo a uno de los nuevos pintores de aquel Modernismo vienés de principios del siglo XX, Oskar Kokoschka (1886-1980). Ella entonces le tocaría al piano alguna balada romántica de Wagner..., y comenzaron así una atormentada relación. Años después, Alma escribiría: Un día Oskar se levantó contrariado, tomó las fotografías de Mahler y las besaría una por una, fue como una magia blanca para tratar de sosegar los oscuros impulsos celosos de su interior.

Estaba claro que el pintor no pudo soportar la feroz rivalidad -no sólo artística sino emocional- del genio muerto años antes. Kokoschka entraría entonces en una pasión enfermiza por el desdén insoportable de su esposa. Este desprecio amoroso se enfrentaba al absorbente y opresivo, casi expresionista, fuerte deseo de él. Oskar Kokoschka solo pudo calmarse con su obra tan expresiva, emotiva y apasionadamente obsesiva. Como ejemplo de aquella inútil pasión crea su obra de Arte La novia del viento en el año 1913, donde representa, de modo muy expresionista, a ellos dos simbólicamente unidos como unos amantes contradictorios, ella dormida y él despierto. Alma Mahler volvería a dejar de lado la pintura, asustada ahora por la enfermiza forma expresiva de representar su amante sus vidas y su pasión. No pudo dominar aquella pasión tan fuerte, acostumbrada como estaba a tratar con hombres más débiles, sensibles o necesitados. Alma volvería de nuevo con Walter Gropius (1883-1969), con quien se casaría, desesperada, en el año 1915. Pero nunca funcionaría la relación, divorciándose del arquitecto alemán en 1920. Antes de esto, sin embargo, había llegado a sucumbir en los brazos de otra tendencia cultural que su padre también le aleccionara de niña: la literatura. Con el poeta y novelista austríaco Franz Werfel (1890-1945) comenzaría Alma un flirteo cultural que acabaría en matrimonio en el año 1929. Werfel, a diferencia de Gropius, disponía de una convencida pasión por la música, a pesar de ser judío y menos atractivo. Acabaría así Werfel por convencer a Alma, sobre todo a causa del desesperado temor de ella por el paso del tiempo y de la belleza. Sin embargo, a Franz Werfel no le importaba nada todo eso, para él ella seguía siendo todavía aquella extraordinaria mujer, tan esplendorosa y fascinante.

Muy pronto llegaría con los años el gran exorcismo sociológico del siglo XX: la cruel Segunda guerra mundial y sus desastres sociales y humanitarios. Pocos años antes de eso, la Viena liberal y democrática caería bajo la influencia del nazismo. Tuvieron entonces Alma y Franz que marcharse a Francia en el año 1938. Pero, en el año 1940, el país galo también acabaría ocupado por tropas alemanas. Así que decidieron refugiarse en el sur de Francia, lejos del fragor belicista y opresivo del norte. En una pequeña población de los Pirineos franceses fueron acogidos, muy amablemente, por las monjas católicas de un santuario milagroso, Lourdes. Entonces la curiosidad y el agradecimiento del poeta llegaron a provocar en su mente judía una promesa melancólica: si saliesen vivos de Francia llevaría a cabo una gran obra literaria para dar a conocer a todo el mundo la historia de aquel desconocido santuario. Así concebiría Franz Werfel su famosa novela La canción de Bernadette, publicada en el año 1941, cuando llegasen a Nueva York, después de pasar por España y Portugal, camino ahora de su propia salvación y la de Alma.

(Óleo expresionista de Oskar Kokoschka, La novia del viento, 1913, Basilea, Suiza; Óleo impresionista del padre de Alma, Emil Schindler, La canción de la Tierra, 1890; Retrato fotográfico del compositor Gustav Mahler, 1900; Retrato fotográfico de Alma Mahler, 1902; Fotografía del arquitecto alemán Walter Gropius, 1922; Autorretrato, del pintor Oskar Kokoschka, 1919, Leopold Museum, Viena, Austria; Obra expresionista de Oskar Kokoschka, Amantes con un gato, 1917, donde el pintor compuso a Alma y a él como una alegoría de lo imposible; Imagen fotográfica del pintor Kokoschka ante su obra, 1943; Fotografía del pintor Oskar Kokoschka con su esposa Olda Palkovská en Londres en 1939; Cuadro expresionista de Oskar Kokoschka, Londres y el Támesis, 1959, Tate Gallery, Fundación Oskar Kokoschka; Imagen fotográfica de Alma Mahler y Franz Werfel, 1941, Nueva York; Imágenes fotográficas de Alma Mahler Werfel en Nueva York, 1960.)