Fue un personaje enigmático y un pintor desconocido que no ha sido del todo identificado en las obras que se le atribuyen. Antonio de Puga (1602-1648) había sido un pintor español del Barroco más fascinante que, sin embargo, la historia del Arte no lo habría reconocido lo bastante. Para entender mejor ese momento artístico tan rompedor, el Barroco, este creador naturalista de entonces es un ejemplo interesantísimo. En algunas de sus obras (atribuidas a él) vemos un escenario retratado -para un momento tan temprano de la historia, primera mitad del siglo XVII- donde las cosas y los seres representados parecen exponer sus sentimientos en algo que tiene más que ver con la emoción existencial de finales del siglo XIX que con expresiones naturalistas de la primera mitad del Barroco. Hay un cuadro en el Museo del Prado, Anciana sentada, tan solo atribuido al pintor Antonio de Puga. ¿Qué diferencias podemos destacar ahora entre esta imagen del barroco español y un lienzo del postimpresionismo de, por ejemplo, un creador como Van Gogh? Para ser una obra barroca, ¿no es demasiado minimalismo el que hay representado? En algunas referencias a esta obra se añade al título: ...en la cocina. ¿Qué cocina o lugar doméstico es ése donde incluso se ve una obra de Arte colgada en la pared, justo al lado del grabado de un santo? Tal vez por eso se obviase el lugar: porque no hay nada en la obra que evidencie o clarifique el espacio elegido para retratar a una anciana sentada en su casa. La silla, el cesto a sus pies, el mueble a su espalda y el gato dormido complementan la iconografía de esta sencilla obra de Arte. No se aprecia bien, pero el cuadro colgado en la pared y el grabado del santo son elementos sagrados -precisos en una obra no sospechosa de irreverencia- que el pintor sitúa en un plano secundario ahora de la obra, porque el primer plano es claramente la imagen desolada de la anciana.
Antonio de Puga tuvo que ser un creador ilustrado, un pintor inquieto y anticipado por las profundidades existenciales del ser humano. Porque ¿qué sentido iconográfico nos expresa la obra?: ¿la vejez?, ¿el paso del tiempo?, ¿la escasez o la falta de recursos? Ese pudo ser el camuflaje estético por entonces, ya que en los años treinta del siglo XVII la sensibilidad por el sentido existencial de la vida era imposible expresarla, dada la mentalidad teológica de la época. Sin embargo, se atrevería a hacerlo un pintor español en aquellos años del barroco, probablemente a sabiendas de que nadie lo comprendiera entonces. Son las facciones del rostro de la anciana, sus emociones humanas más íntimas, lo que la obra expresa con una total impunidad para la época. ¿Dónde está la consolación ahí, si es que la hay? No, no la hay, ni siquiera transmitida por la obra sagrada de Arte que, descolorida en la pared, apenas sostiene ahora la descorazonadora muestra de vacuidad que la obra encierra. Veinte o treinta años antes, también en ese mismo periodo barroco, otro pintor español, Francisco Ribalta (1565-1628), compuso dos obras de Arte para expresar el semblante de algo tan intangible y etéreo como lo es el alma. ¿Retratar el alma? Pues, sí. Pero, claro, no el alma en un estado de reposo existencial, es decir, en su vivencia humana más realista, práctica o comprensible, no, sino que ahora en las dos facetas más opuestas y extremas que esa representación del interior humano pudiera llegar a tener. Alrededor del año 1610 Ribalta compone sus lienzos El Alma bienaventurada y El Alma en pena o atormentada. Este extraordinario pintor, también poco conocido, se sitúa, a diferencia de Puga, en el entorno confuso del periodo final manierista y los comienzos del barroco. Todavía no se habían naturalizado las formas del todo, o no se habrían dejado del todo -por Ribalta- de pintar las cosas con un aura mística propia de finales del siglo XVI.
El caso es que para componer el alma no entiende Ribalta que ésta tenga otra forma que no sean las dos posiciones extremas de bendición y maldición. En su obra de Arte el alma bendecida tiene rasgos femeninos y el alma en pena los tiene masculinos. Por otro lado, el alma bienaventurada tiene un fondo de aureola o nimbo amarillento de beatitud celestial tan distante como el efímero gesto angelical que su rostro nos muestra. El alma en pena, a cambio, tiene ahora un enrojecido y llameante fuego abrasador que arderá inmisericorde eternamente luego. Pero, en el caso de la obra de Antonio de Puga la imagen del rostro de la anciana sentada, reflejo del estado interior de su existencia humana, expresaría otra cosa diferente. Nada de extremos absolutos o demoledores, nada de definitiva consecución de finalidad o de última disposición inconsistente con la vida. No, ahora el sentido del rostro de la anciana sentada es el del sentimiento más humano y emotivo de la vida y cercano además a la mayor expresión de modernidad existencial. No indica nada su semblante que demuestre una determinación clara de beatitud o de maldición. No hay nada que indique de modo evidente -como en los casos de Ribalta- desolación absoluta o satisfacción completa. Nada de eso. Porque en la obra de De Puga la anciana sentada -reflejo de la humanidad más general- nos muestra ahora la sensación más artística para poder expresar el sentido existencial más realista de todos: la absoluta levedad, orfandad y fragilidad de la naturaleza humana. Donde el ser humano parece ahora divagar con su mirada perdida hacia la nada más desoladora. No atormentadora, no, tan solo desoladora. Justo todo lo contrario de las dos miradas de Ribalta. Porque en estas miradas hay, a cambio, una fijeza doctrinal o un destino prefijado inevitable. En ambos casos miradas dirigidas hacia arriba claramente. Aunque una de las imágenes con la mirada del personaje ladeada estableciendo de esa forma, profundamente sesgada, su terrible sentido tan inalterable o tan permanente. No así con la mirada de la anciana sentada, que no dirige ahora sus ojos hacia nada que sostenga algún sentido, sino sólo hacia la recóndita proyección de una indefinible sensación agotadora: la de tratar de comprender la existencia humana vagamente, sin otra cosa más que con el sostén inevitable del recuerdo desolado de la vida.
Antonio de Puga tuvo que ser un creador ilustrado, un pintor inquieto y anticipado por las profundidades existenciales del ser humano. Porque ¿qué sentido iconográfico nos expresa la obra?: ¿la vejez?, ¿el paso del tiempo?, ¿la escasez o la falta de recursos? Ese pudo ser el camuflaje estético por entonces, ya que en los años treinta del siglo XVII la sensibilidad por el sentido existencial de la vida era imposible expresarla, dada la mentalidad teológica de la época. Sin embargo, se atrevería a hacerlo un pintor español en aquellos años del barroco, probablemente a sabiendas de que nadie lo comprendiera entonces. Son las facciones del rostro de la anciana, sus emociones humanas más íntimas, lo que la obra expresa con una total impunidad para la época. ¿Dónde está la consolación ahí, si es que la hay? No, no la hay, ni siquiera transmitida por la obra sagrada de Arte que, descolorida en la pared, apenas sostiene ahora la descorazonadora muestra de vacuidad que la obra encierra. Veinte o treinta años antes, también en ese mismo periodo barroco, otro pintor español, Francisco Ribalta (1565-1628), compuso dos obras de Arte para expresar el semblante de algo tan intangible y etéreo como lo es el alma. ¿Retratar el alma? Pues, sí. Pero, claro, no el alma en un estado de reposo existencial, es decir, en su vivencia humana más realista, práctica o comprensible, no, sino que ahora en las dos facetas más opuestas y extremas que esa representación del interior humano pudiera llegar a tener. Alrededor del año 1610 Ribalta compone sus lienzos El Alma bienaventurada y El Alma en pena o atormentada. Este extraordinario pintor, también poco conocido, se sitúa, a diferencia de Puga, en el entorno confuso del periodo final manierista y los comienzos del barroco. Todavía no se habían naturalizado las formas del todo, o no se habrían dejado del todo -por Ribalta- de pintar las cosas con un aura mística propia de finales del siglo XVI.
El caso es que para componer el alma no entiende Ribalta que ésta tenga otra forma que no sean las dos posiciones extremas de bendición y maldición. En su obra de Arte el alma bendecida tiene rasgos femeninos y el alma en pena los tiene masculinos. Por otro lado, el alma bienaventurada tiene un fondo de aureola o nimbo amarillento de beatitud celestial tan distante como el efímero gesto angelical que su rostro nos muestra. El alma en pena, a cambio, tiene ahora un enrojecido y llameante fuego abrasador que arderá inmisericorde eternamente luego. Pero, en el caso de la obra de Antonio de Puga la imagen del rostro de la anciana sentada, reflejo del estado interior de su existencia humana, expresaría otra cosa diferente. Nada de extremos absolutos o demoledores, nada de definitiva consecución de finalidad o de última disposición inconsistente con la vida. No, ahora el sentido del rostro de la anciana sentada es el del sentimiento más humano y emotivo de la vida y cercano además a la mayor expresión de modernidad existencial. No indica nada su semblante que demuestre una determinación clara de beatitud o de maldición. No hay nada que indique de modo evidente -como en los casos de Ribalta- desolación absoluta o satisfacción completa. Nada de eso. Porque en la obra de De Puga la anciana sentada -reflejo de la humanidad más general- nos muestra ahora la sensación más artística para poder expresar el sentido existencial más realista de todos: la absoluta levedad, orfandad y fragilidad de la naturaleza humana. Donde el ser humano parece ahora divagar con su mirada perdida hacia la nada más desoladora. No atormentadora, no, tan solo desoladora. Justo todo lo contrario de las dos miradas de Ribalta. Porque en estas miradas hay, a cambio, una fijeza doctrinal o un destino prefijado inevitable. En ambos casos miradas dirigidas hacia arriba claramente. Aunque una de las imágenes con la mirada del personaje ladeada estableciendo de esa forma, profundamente sesgada, su terrible sentido tan inalterable o tan permanente. No así con la mirada de la anciana sentada, que no dirige ahora sus ojos hacia nada que sostenga algún sentido, sino sólo hacia la recóndita proyección de una indefinible sensación agotadora: la de tratar de comprender la existencia humana vagamente, sin otra cosa más que con el sostén inevitable del recuerdo desolado de la vida.
(Óleo sobre lienzo, El alma bienaventurada, 1610, Francisco Ribalta, Museo Nacional del Prado; Óleo El alma en pena, 1610, Francisco Ribalta, Museo Nacional del Prado; Lienzo del pintor Antonio de Puga, Anciana sentada, primera mitad del siglo XVII, Museo Nacional del Prado, Madrid.)