1 de marzo de 2011

Entre el naturalismo y los puntos liminares..., o la diferencia entre el realismo y la metáfora.



En el año 1867 el gran escritor francés Emile Zola publicaría su novela realista Thérèse Ranquin. Describía en ella la sórdida vida de su protagonista, una joven campesina que es obligada a casarse con un desagradable personaje. Luego de un matrimonio infeliz, decide abandonarlo por un amante, personaje que, sin embargo, la llevaría a cometer un terrible crimen, uno del que acaba luego arrepintiéndose. El autor de la novela fue criticado entonces por usar un lenguaje áspero, excesivamente claro y visceral, sin ninguna belleza en el relato. Y es así como dio el escritor francés a conocer el Naturalismo literario, una tendencia con la que, esencialmente, se trataba de explicar la realidad como es, de comprenderla claramente, de dar una razón al porqué las vidas y las personas que las sustentan son como son. En el prólogo a su novela, Zola dejaría claro: En Therese Ranquin pretendí estudiar temperamentos, no caracteres. Escogí personajes sometidos por completo a la soberanía de los nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne conducen a rastras cada uno de los trances de su existencia.
 
William Blake ha sido uno de los artistas británicos del siglo XVIII más completos, curiosos e interesantes que hayan existido. Tanto la pintura como la poesía tuvieron en él a un creador original y premonitorio. Realizaría grabados llenos de simbolismo místico para sus publicaciones líricas. Fue un precursor -junto a los prerrafaelitas- de los creadores simbolistas de un siglo después, pintores que lo tomarían como ejemplo y modelo. Su actitud mística afianzaría su interés por todo lo visionario. Una teoría fundamental para Blake fue la desconfianza absoluta en el testimonio de los sentidos. Para Blake éstos suponen barreras que se interponen entre el alma, la verdadera sabiduría y el goce de la eternidad... Un verso literario de William Blake, Eternidad, nos demuestra bellamente su especial y particular visión de la vida:

Quien a sí encadenare una alegría
malogrará la vida alada.
Pero quien la alegría besare en su aleteo
vive en el alba de la eternidad.

Cuenta una leyenda medieval del siglo XI que en Coventry, una por entonces pequeña localidad medieval inglesa, la esposa del fiero y duro conde Leofric de Chester, Lady Godgyfu -Lady Godiva-, llegaría a sufrir tanto por los atropellos e injusticias cometidos a sus vasallos, que se enfrentaría decidida incluso a su cruel marido. El conde ahora, con la peregrina idea de que algo tan sórdido acabaría disuadiéndola, aceptaría las condiciones de ella... a cambio de que pasease desnuda a caballo por las calles de la ciudad. Decidida entonces a hacerlo, se enfrentaría Godiva a su propio pudor con la conmiseración generosa de sus vasallos: éstos accedieron a encerrarse en sus hogares al paso de su señora. Fue esta actitud, en tan temprana época feudal, un extraordinario gesto de conciencia humanitaria muy respetuosa y generosa para entonces. Y aquí, en la primera obra de la entrada,  el pintor prerrafaelita John Collier compuso, en recuerdo de aquella ingenua e inverosímil hazaña medieval, todo un bello cuadro emotivo e inspirador, pero, sin embargo, compuesto del todo entonces de un modo muy realista... El objetivo de algunos filósofos, místicos o humanistas que reflejaron en sus obras escritas el deseo de mejorar a sus semejantes, fue establecer entonces, con sus diversas y suaves tendencias o ideas, la mejor forma, creían ellos, para cambiar las conciencias de sus congéneres tratando de hacer un mundo mejor, de ayudar así a los más oprimidos o a los más débiles...  De esta misma forma lo entendieron también los naturalistas, creadores artísticos que denunciaron con su rudeza estilística una sociedad injusta, desolada, malograda o desesperanzada. Pero los otros creadores artísticos -los no naturalistas-, los que rechazaban la obtusa, sin belleza, estentórea, fiel y meridiana realidad, también perseguirían lo mismo, sólo que de otro modo.

La diosa helena Hécate, aunque no originaria de Grecia, fue considerada en la mitología grecorromana representante de la magia y de la hechicería. Era la diosa suprema de los puntos liminares, de esa frontera entre el mundo real de los vivos y el ideal de los espíritus, la diosa que simbolizaba la puerta o abertura que daría paso a otra forma de entrever o entender la vida trascendente. De hecho, se situaba su efigie esculpida a las puertas de las ciudades o en las entradas de las casas para protegerlas de los malos espíritus... También fue la diosa de los partos, la que ayudaba al recién nacido a su llegada a la puerta de la vida, tratando de impedir que su existencia se descarriara o se malograra. Pero el determinismo de los naturalistas se enfrentaría, claramente, con el libre, místico y entusiasta modo de comprender la vida y sus misterios de los simbolistas, parnasianistas o prerrafaelitas... ¿Hay siempre otra forma de describir la crueldad, la desesperación, la orfandad, la miseria o el desamparo de la vida de los seres? Siempre la hay, y así es como se matizará a veces una realidad de por sí ya despiadada. Así es como el Arte nos ayuda a comprenderlo, aun con todas las formas y tendencias diferentes habidas para expresarlo. También en la prosa más dura y demoledora existirá belleza... Al finalizar su prólogo, Emile Zola -el más desgarrador escritor naturalista- escribiría por entonces, sin embargo: Es precisa toda la voluntaria ceguera de cierta crítica para que un novelista se sienta obligado a escribir un prólogo. Ya que por amor a la transparencia me he decidido a hacerlo, solicito la indulgencia de las personas inteligentes que no necesitan, para ver las cosas con claridad, que nadie les encienda un farol en pleno día...

(Cuadro Lady Godiva, 1898, del pintor prerrafaelita -por su temática-, aunque totalmente naturalista en su composición y acabado, John Collier; Cuadro del pintor místico William Blake, Hécate, 1795, precursor del simbolismo posterior; Óleo del pintor realista -por su temática- francés Honoré Daumier, La Lavandera, 1863, donde ahora se observa a una mujer y su hijo subiendo ruda y dificilmente, sin embargo, por el poético muelle parisino del río Sena; Cuadro del pintor simbolista -místico y nada realista aquí tanto en composición como en temática- Alexandre Séon, La Desesperación de la Quimera, 1890.)

24 de febrero de 2011

La mezquindad frente al afán: la ambición, sus límites y su desdicha.



Al finalizar Francisco Pizarro la conquista del Perú llegaron pronto noticias a España de los fabulosos tesoros que había hallado. Fue por entonces, sobre el año 1532, cuando un joven vasco de Oñate, Lope de Aguirre (1510-1561), se encontraba en Sevilla -ciudad de donde salían los navíos hacia el Nuevo Mundo- a la espera de incorporarse a cualquier expedición que le ofreciera aventuras, oportunidades y riqueza. Así, acabaría llegando al Perú, pero su deseo y bravura fueron creciendo en un nuevo mundo violento, desmedido y ambicioso. En el año 1560 el virrey del Perú, Hurtado de Mendoza, decide aliviarse de los mercenarios inquietos y molestos que las guerras almagristas y pizarristas (enfrentamientos entre los propios conquistadores por la codicia desmedida) habían creado en el virreinato. Para ello idea una expedición de conquista muy codiciosa, imposible de desestimar por nadie: la conquista de El Dorado.

Ahí tuvo Lope de Aguirre su oportunidad buscada y deseada. Al poco tiempo de partir como sargento mayor de la expedición, alimenta el descontento entre los expedicionarios de El Dorado. Desquiciado del todo, Aguirre llegará incluso a asesinar al Justicia Mayor de la expedición, Ursúa, nombrado por el virrey comandante de la empresa conquistadora. Luego de atemorizar a los demás, tuvo la osadía de amotinarse contra la Corona con unos pocos cientos de soldados. En su desmedida ambición pretendía alzarse en príncipe del Perú. Hasta escribió una carta al rey Felipe II donde le expuso sus intenciones de libertad e independencia. Tiempo después, en una emboscada en la selva, las fuerzas del reino le acabaron rodeando y abatiendo para siempre. Desesperado y mezquino, llegaría a quitarle la vida a su propia hija que le acompañaba. Al final, dos marañones -soldados de su majestad Felipe II- consiguieron herirle de muerte con sus certeros arcabuces. Ahí, sólo un año después de iniciar aquella aventura imposible, acabaron las avariciosas y ruines ansias del llamado por entonces la cólera de Dios.

La actriz Joan Crawford (1905-1977) había crecido en un ambiente humilde y deslucido, una familia a la que pronto abandonaría el padre. Consiguió trabajar como bailarina y, según ciertas leyendas -que algo tendrán de verdad-, hasta llegó a actuar en algunas películas pornográficas de baja calidad. Años después su marido, el famoso hijo de Douglas Fairbanks, trataría de comprarlas para destruirlas. Pero la ambición de Crawford fue creciendo con los años, sin detenerse ante nada. Al contrario que la mayoría, Joan Crawford transformaría su imagen a la inversa... Creada una imagen de ella al principio de su carrera más femenina o clásica, aterciopelada o convencional -que le habían recomendado los propios estudios-, llegó luego a cambiarla por su verdadera, áspera, marcada, menos femenina pero, sin embargo, más auténtica imagen. Algo que, curiosamente, la acabaría llevando al éxito. Tuvo Crawford varios matrimonios, pero sólo pudo adoptar los hijos que tuvo. Una de ellos, Cristina, terminaría escribiendo un libro sobre su vida en el año 1978, Queridísima mamá, del cual se hizo una insulsa película en 1981. Gracias a esa película se acabaría descubriendo, para desesperación de sus fans, la verdadera y pérfida historia de Joan Crawford. Su último marido, Aldred Nu Steele, fue el presidente de la compañía Pepsi-Cola, el cual, a su muerte, le dejó en herencia tan pomposo y poderoso cargo. Con este nuevo poder tuvo ocasión de desarrollar, aún más, toda esa ambición que siempre interpretara en sus clásicas películas.

Cuando el rey mitológico Minos decide crear un laberinto para encerrar al feroz minotauro, le pidió a Dédalo -el mejor constructor griego- que lo crease con toda la seguridad precisa para que nadie escapase nunca. El rey, que no quería que nadie nunca supiese salir de allí, decidió incluso encerrar dentro del laberinto al propio Dédalo y a su hijo Ícaro. La necesidad imperiosa de salir llevó a Dédalo idear escapar de una forma maravillosa. Crearía entonces unas alas con pluma y cera y poder así conseguir volar, elevarse y huir del laberinto. Al terminar las alas Dédalo le ajustaría primero bien las suyas a Ícaro, dejándole claro que no volase ni demasiado alto, ya que el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo, porque el agua del mar mojaría las alas impidiendo volar. Decidieron salir por fin y volar juntos por encima del laberinto, de las islas de Delos y del mar. Cuando Ícaro creyó, al verse poderoso al volar como un águila, alcanzar ahora el paraíso, se le olvidaría aquello que su padre le advirtiese. Se alejó de su lado ascendiendo peligrosamente sobre el cielo muy cerca del sol. Las ceras, que unían las pequeñas alas a su cuerpo, acabaron derritiéndose. Ícaro no pudo impedir caer al mar trágicamente. Así, de ese modo, junto a su infortunado deseo, terminaría él desapareciendo para siempre.

Los deseos intensos por conseguir lo que creemos necesitar más que cualquier otra cosa en el mundo, han llevado a algunas personas a morir en el intento, o, lo que es aún peor, dañar a otros por muy queridos y amados que pudieran ser. Es así la ambición desmedida. Esa actitud, tan aplaudida a veces, para aleccionar a los seres humanos en su caminar por la vida. ¿Qué de necesaria es? ¿Es posible vivir, alcanzar unas metas razonables, y no tener que acudir a ese deseo irrefrenable, tan ambicioso, tan desquiciado, atormentador y, a veces, hasta suicida? La vida nos demuestra en la mayoría de los casos que, como Ícaro, no es más que la medida apropiada lo que nos llevará a avanzar sin caer en el abismo. O como en Midas, aquel rey codicioso que una vez, cuando ayudase a Sileno, un viejo sátiro de la corte de Dioniso -el dios mitológico de lo desbordante-, éste le recompensa con lo que aquél más deseara nunca: convertir en oro todo lo que tocase. Tan feliz se veía Midas que nunca pensó que pudiera morir tan satisfecho. Al tocar la comida también ésta se convertía en oro. No pudo más y le pidió a Dioniso que rompiese ese hechizo. Éste, contando con haber dado una lección al rey, le dijo entonces que lavara su cuerpo en las aguas del sagrado río Pactolo y purificarse así de sus mezquinas ambiciones terrenales. Desde entonces no dejaron de acudir a ese río numerosos ambiciosos buscadores de oro. Y es que, en su virtuosa purificación, Midas no pudo impedir sembrar en el sedimento del río todas aquellas deseosas, engañosas y brillantes pepitas de oro.

(Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Lamento por Ícaro, 1898; Fotografía de la actriz Joan Crawford, 1942; Fotografía de Joan Crawford, en sus comienzos en el cine, con una imagen más suave en su rostro, 1931; Fotografía de la jovencísima Joan Crawford, 1927; Fotografía de Joan Crawford en 1943; Fotograma de la película Aguirre, la Cólera de Dios, 1972; Cuadro del pintor flamenco Frans Francken II, el joven, 1581.1642, La mesa del rey Midas, siglo XVII; Óleo del pintor Horace Vernet, Napoleón pasando revista en la batalla de Jena, 1806, símbolo de la mayor personalidad ambiciosa habida jamás.)

Vídeo de Possessed, 1947; Vídeo documental Crawford y Cristina.

21 de febrero de 2011

Los versos de un hermano generoso, diferente, lúcido, demófilo, y genial.



Manuel Machado (1874-1947) es popularmente más conocido por ser el hermano del eximio y gran poeta español Antonio Machado... que por otra cosa. Sin embargo, ha sido uno de los más originales poetas modernistas que ha dado España. Los bardos, los poetas, siempre han sido eso, cantores de los sentimientos más profundos del ser humano. Pero, además, seres humanos son también ellos mismos, con sus deseos, sus debilidades, sus temores y sus anhelos. Así viven, así crean y así desaparecen... Mas algo quedará de ellos, lo único, lo auténtico, lo permanente, lo que se siente al leer lo que ellos escribieron inspirados. Ambos poetas nacieron en Sevilla (España), pero, antes de cumplir Manuel los diez años, se marcharon ambos a Madrid. Escribiría junto a su hermano varias obras de teatro, todas en verso, como una muy conocida que fuera llevada al cine, La Lola se va a los puertos, del año 1929. Una vez, según cuentan, el gran escritor argentino Borges contestaría a un crítico español en Madrid, ¿dice usted Antonio Machado?, ¡no sabía que Manuel tenía un hermano!

Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron;
soy de la raza mora, vieja amiga del Sol...
que todo lo ganaron y todo lo perdieron.
Tengo el alma de nardo del árabe español.
Mi voluntad se ha muerto una noche de Luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...
Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna...
De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer.
En mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos
...y la rosa simbólica de la única pasión
es una flor que nace en tierras ignoradas
y que no tiene aroma, ni forma, ni color.
Besos, ¡pero no darlos! ¡Gloria, la que me deben!
Que todo como un aura se venga para mí;
que las olas me traigan y las olas me lleven,
y que jamás me obliguen el camino a elegir.
¡Ambición! No la tengo. ¡Amor! No lo he sentido.
No ardí nunca en un fuego de fe ni gratitud.
Un vago afán de arte tuve... Ya lo he perdido.
Ni el vicio me seduce, ni adoro la virtud.
De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo.
No se ganan, se heredan, elegancia y blasón...
Pero el lema de mi casa, el mote del escudo,
es una nube vaga que eclipsa un vano Sol.
Nada os pido. Ni os amo, ni os odio. Con dejarme,
lo que hago por vosotros hacer podéis por mí...
¡Que la vida se tome la pena de matarme,
ya que yo no me tomo la pena de vivir..!
Mi voluntad se ha muerto una noche de Luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...
De cuando en cuando un beso sin ilusión ninguna.
¡El beso generoso que no he de devolver!

Poesía Adelfos, 1900, del poeta español Manuel Machado (1874-1947).



(Cuadro del pintor español José Salís Camino, 1863-1926, Efecto de Luna en el Mar, 1920, Colección Salís.)

20 de febrero de 2011

La pasión inevitable, a veces como una profecía autocumplida, estéril o subyugante.



El sociólogo estadounidense Robert K. Merton (1910-2003) llegaría a crear el concepto de Profecía autocumplida. La definiría entonces como una predicción que, una vez hecha, es en sí misma la causa de que se haga realidad. Basado este concepto a su vez en el teorema de Thomas, que dice así: Si una situación es definida como real, esta situación tiene efectos reales. Según la leyenda recogida por el escritor romano Ovidio, Pigmalión fue un escultor griego de la antigüedad que no conseguiría encontrar belleza en mujer alguna que le arrebatara lo bastante para componerla en una obra. Así que decidió esculpir sin parar hasta llegar a crear ese modelo perfecto, ese modelo de belleza que él entendiera, sin embargo, como del todo imposible de poder existir. En una ocasión mientras trabajaba en su obra sintió algo diferente, como que la materia inerte tuviese ahora un brillo o una textura desacostumbradas para ser tan solo piedra.  Así que entonces la toca y palpa y le parece sentir su superficie caliente. Vuelve a tocarla y comprueba que lo que toca ahora no es más que un cuerpo sensible, no una piedra. Luego, para favorecer su obra aún más, la propia diosa Afrodita, conmovida por ese anhelo, le diría a Pigmalión convencida: Mereces la dicha que tú mismo has creado con tus manos.

En Psicología se entiende como efecto pigmalión el suceso por el cual una persona consigue lo que se propone a causa de la creencia de que puede conseguirlo. Es como el arrebato emocional hacia otro ser distinto a uno, ese sentimiento que surge cuando un ser, seducido irremediablemente, acabará persuadido de que lo que siente ahora le llevará rendido a la pasión. Y ésta sólo tiene ya un único objetivo: lo amado. Algo que además retroalimenta aún más esa misma sensación de meta necesitada. Así se producirá el deseo pasional, algo que desborda, subyuga y desorienta al ser que lo padece. Más tarde ese mismo deseo desaparecerá, sin embargo, produciendo una completa transformación del ser amante, ocasionando finalmente un resultado productivo o estéril. La fotógrafa y artista francesa Dora Maar (1907-1997) conocería una tarde parisina del año 1936 al genial Picasso. Al parecer, la vería sola una vez en un café de París sentada a una mesa, distraída jugando peligrosamente entre sus dedos con una pérfida navaja ensangrentada. Al no acertar siempre fuera de sus dedos y rozar la navaja su mano atrevida, quedaría ahora su guante manchado de sangre apasionada. El pintor, arrebatadamente enamorado, seducido de pronto le pide a Dora aquel guante ensangrentado. Ambos vivirían luego una atormentada, dolorosa y enloquecida pasión desencarnada, absolutamente ya del todo imposible o estéril.

Para que el fiero toro blanco mitológico fuese enternecido en su pasión, la joven y bella Europa tuvo que predecir -que decirse a sí misma antes- que lo que ahora veía no era un monstruo realmente.  De ese modo se subiría a lomos de la bestia -un toro sobre la apariencia escondida del dios Zeus- y, queriéndola sólo para él, se la lleva muy lejos de su patria. Así se cuenta el relato legendario y mitológico de El rapto de Europa. Y así la seducción pasional obedece a dos engaños autocumplidos: uno el del ser impulsivo y arrogante que cree que lo que necesita inevitablemente es lo que ahora seduce; y otro el del ser seducido y curioso que cree, sin embargo, que lo que ahora siente es lo único que existe en el mundo, lo único que existirá por siempre para él o ella. Es decir, lo único que el sujeto pasional enamorado creerá, ingenuamente, que seguirá ahí estando para siempre después del satisfecho deseo.

(Cuadro del pintor francés Jean-Léon Gèrôme, Pigmalión y Galatea, 1890; Óleo de Edward Burne Jones, La seducción de Merlín, 1874; Cuadro del pintor actual mexicano Eduardo Urbano Merino, 1975, La Pasión; Óleo de Dalí, Personaje subiendo una escalera, 1967; Cuadro de Tiziano, El Rapto de Europa, 1560, Museo Stewart Gardner, Boston, EEUU; Fotografía de Dora Maar, Autorretrato, 1936; Cuadro de Picasso, Dora y el Minotauro, 1936;

18 de febrero de 2011

El inconformismo vital, los deseos equivocados de los seres o la engañosa envidia de lo ajeno.



La tristeza y el sufrimiento producidos por un desengaño ajeno pueden provocar en el ser una profunda amargura, pero el desengaño del que uno mismo es causa es la peor de las decepciones. La mitología griega crearía una divinidad, Némesis, para tratar de equilibrar los deseos impropios que los seres mortales tuvieran en su limitada vida. La venganza de Némesis sería atroz sobre los mortales, envidiosos ahora de los poderes de los dioses o de sus virtudes sobrenaturales. Era una forma de ordenar el cosmos donde los humanos y los dioses justificaban todo lo que existía por entonces. Así, también castigaría a los seres que habrían recibido demasiados dones o se enorgullecían y envanecían de ello. Cuentan los mitos que una vez existió un hermoso joven llamado Narciso al que los oráculos habían profetizado que sólo viviría mientras no viese su imagen. Las ninfas que admiraban a Narciso y fueron rechazadas por él se quejaron a Némesis del desdén despiadado del joven. En castigo, la diosa llevaría a Narciso a desear beber agua de una fuente cristalina. Entonces, al ver su propia imagen reflejada en el agua, quedaría ahora tan extasiado y ansioso con su nuevo y desconocido deseo inalcanzable. Desde entonces no pudo dejar de hacerlo y admirarse a sí mismo sin saberlo (de ahí proviene el término narcisismo). Sería incapaz Narciso siquiera de mover el dulce y sereno líquido donde ahora él -sin saberse él entonces todavía- aparecía reflejado entre sus aguas. De ese modo, paralizado y abstraído en la orilla, sería transformado para siempre en la maravillosa flor que lleva su nombre.

El origen semántico del término narciso proviene del griego narké, cuyo significado original es narcosis. Simboliza ese término por tanto la representación ideográfica -abstracta- de todo aquello que nos produce sueño, alucinación o desvanecimiento. Algo que nos lleva a otro mundo diferente y distinto al nuestro, donde lo que entonces éramos -o vivíamos- no tendría nada que ver con nuestra propia realidad. El filósofo francés Jules de Gautier (1858-1942) crearía otro término para eso, bovarismo, una palabra para designar la insatisfacción crónica de una persona consigo misma, o para describir los efectos causados por el enorme contraste que un ser humano pueda llegar a tener entre sus anhelos y sus aptitudes. Originado el concepto por la novela de Gustave Flaubert Madame Bovary (1857), relato donde su protagonista acabaría desquiciada por una vida conyugal ausente de todo lo que ella deseara anhelosa. Aspiraba a vivir una vida diferente incluso a la que ella misma, por su propia naturaleza, fuese capaz de tener. Es la motivación emocional de lo que viene de afuera del ser lo que causa la angustia del deseo más frustrado. Provocado además por el difícil equilibrio entre lo que tenemos que recibir del exterior, conocimiento, alimento, relaciones, objetos, y lo que tenemos que aportar de nuestro interior, identidad, autoestima, espiritualidad, sosiego.

Entre ambas historias, entre la leyenda mitológica y la novela de Flaubert, debemos encontrar una forma de vivir equidistante, una forma de existencia que no nos narcotice desde afuera, pero que tampoco nos lleve ahora justo a lo contrario, a un narcisismo autocomplaciente y egoísta. ¿Qué tanto de nosotros mismos tendremos realmente de propio en nuestro ser?, y, de eso mismo, ¿qué tanto más nos ayuda ahora o nos envilece o nos humaniza o nos ensoberbece? El filósofo alemán Schopenhauer diría una vez: A excepción del hombre ningún ser de la naturaleza se maravilla de su propia existencia. Mil ochocientos años antes otro filósofo, Epicteto (55-135), nos dejaría escrito algo que no resuelve mucho nuestro deambular vital, pero que, tal vez, nos ayude ahora algo a comprenderlo: No lo que las cosas son realmente sino lo que son para nosotros mismos, según lo que interpretemos de ellas, será finalmente lo que nos haga felices o infelices.

(Cuadro del pintor del barroco Caravaggio, Narciso, 1599, Galería Arte Antiguo, Roma; Óleo del pintor italiano Pietro Novelli, Caín y Abel, 1640; Cuadro del pintor español José Manuel Gómez, Deseo, Expresionismo Figurativo, 1992; Cuadro representando al compositor italiano Antonio Salieri, 1825, cuya comparación con el genial Mozart le llevó a la infelicidad, del pintor alemán Josef Willibrord Mähler; Fotografía de las actrices Sofía Loren y Jane Mansfield, Los Ángeles, 1957; Óleo del pintor expresionista noruego Edvard Munch, Celos, 1895.)

17 de febrero de 2011

El recuerdo, lo único que es capaz de perderse alguna vez sin echarse del todo de menos.



En el año 1944 el escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) publicaría su cuento Funes el memorioso. En ese relato narra Borges el caso inaudito de un hombre que ha perdido la memoria a causa de un accidente, y que luego, al recobrar el conocimiento, consigue ahora sorprendentemente recordarlo todo con una minuciosidad extraordinaria. No puede por tanto evitar acordarse ahora de todo, es decir, alcanzará a no poder olvidar nada nunca, ni siquiera lo que no desee recordar. Nos cuenta Borges: Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios, pero no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña, miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Y continúa el narrador: Me dijo: más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras.

Con el tiempo se pierde la retentiva del recuerdo, es lo que se ha dado en llamar curva del olvido. Según este método gráfico perdemos en pocas semanas la mitad de lo que hemos aprendido o de lo que hemos vivido. Al parecer la velocidad con que se nos va yendo el recuerdo depende de lo árido o complejo del motivo, todavía más si éste es absurdo o no tiene ningún sentido para nosotros. Después la fatiga física causada por el estrés o el insomnio aceleran más la tendencia al olvido. Porque, sin embargo, es a veces el lastimero fondo emocional del pozo más abrasador o de la más absoluta decepción existencial, lo que nos llevará a cortar las amarras insoportables de la memoria. Y tan sólo luego una referencia obligada o persistente, necesitada o sincera, será capaz entonces de volver a elevar, desde la sima de lo más oscuro, la agridulce rémora de la imagen recordada o vivida.

Porque es en imágenes como recordaremos mejor nuestra memoria amueblada de acontecimientos. Los recuerdos son entonces figuraciones más que palabras. Incluso, los sonidos acordes de una música inevitable o de una melodía salvadora los representaremos mejor asociados ahora a cosas dibujadas en la mente. Así es como temblaremos, por ejemplo, ante el suspense de lo que, poco a poco, iremos ya ignorando desacostumbrados de mirarlo o de pensarlo como antes. Así es como olvidaremos: desprovistos de imágenes y de tiempo. Disconformes, confundidos, arrepentidos, cegados también por nuestro tiempo. Caminando a veces solos frente al resto del mundo. Y ahora, entonces, ¿qué más que digerir ya lo asimilado para poder seguir digiriendo lo vivido?

(Cuadro de la pintora española Julia Hidalgo Quejo, Memoria, 1999; Cuadro de Marc Chagal, Recuerdo de París, 1976; Óleo de Van Gogh, Recuerdo del jardín de Etten, 1890; Cuadro de Edvard Munch, Por la noche en Karl Johan, 1892; Óleo de Guillermo Pérez Villalta, Las arenas del olvido, 1989; Cuadro del pintor español Eduardo Naranjo, Recuerdo sobre la pared, 1974; Óleo de Dalí, Desintegración de la persistencia de la memoria, 1952.)

15 de febrero de 2011

La última escena en el Arte o la fuerza nuclear más auténtica del perfil del personaje.



A las afueras del cementerio nacional estadounidense de Arlington, en el estado norteamericano de Virginia y situado entre los antiguos terrenos del que había sido histórico general confederado Robert E. Lee (1807-1870), se encuentra un monumento homenaje a los soldados sureños caídos entonces. Es decir, a los hombres que perdieron aquella guerra civil norteamericana de Secesión (1861-1865). En la base de esa escultura memorial hay labrada una frase latina, inspirada de un famoso poema de Lucano: La causa de los vencedores place a los dioses, la de los perdedores a Catón. El romano Catón el joven (95 a.C- 46 a.C.) fue un político y senador que le tocaría vivir en la difícil época de las luchas civiles y de poder que se desataron en Roma en los años de Julio César. Era Catón todo lo contrario a un político convencional, ya que su firmeza y probidad como senador, gobernador o pretor rayaban entonces en la obstinación más extrema. Siendo contrario a las ambiciones de César, se enfrentaría a éste respaldando a los optimates (los aristócratas senatoriales) en la Batalla de Tapso (en la antigua Túnez). Catón se encontraba en la población norteafricana de Útica cuando le comunican la derrota. Y allí, decidido y obstinado por no vivir en el mundo que César representaba, intentaría acabar con su vida para siempre. En un alarde de terquedad, cuando sus sirvientes le atienden al verlo herido en un primer intento, esperaría entonces a estar otra vez solo y poder culminar su muerte definitiva. Se quitaría entonces las vendas y, con sus propias manos, se desgarraría y extraería sus propias entrañas.

La finalización de la vida de algunos personajes de la historia ha sido representada por el Arte con mayor o menor acierto. Siempre se trataba de recrear la última escena de aquellos, un momento fijado en el Arte donde los especiales rasgos de esa circunstancia trágica recordaran la esencia biográfica del homenajeado. Pero también algunos creadores obtuvieron otra genialidad especial cuando, además, subrayaron en sus obras algo especial del carácter primordial del personaje. En el caso de la obra de Arte del suicidio obligado del filósofo Séneca (4 a.C.-65 d.C.), pintura de la escuela de Rubens, se traslada ahora al observador la resignación del personaje, la cualidad filosófica que más expresaría el pensador romano a lo largo de su vida. Y es de ese modo grandioso como acepta ahora Séneca sin complacencia pero decidido su trágico final. Con su obra Cleopatra -famosa faraona egipcia, 69 a.C - 30 a.C.)- el pintor italiano del Barroco Massimo Stanzione (1586-1656) consigue reflejar una emoción fundamental de la personalidad de la ambiciosa reina egipcia. Ahora es la desazón, esa actitud humana y vertiginosa que lleva a Cleopatra con la útil sierpe a acabar con su fatalidad para siempre. En la genial obra de Stanzione se vislumbra su pudor, pero también su intranquilidad o su desánimo, algo para lo que, finalmente, viene así a ayudarle el áspid.

El gran escritor español Cervantes (1547-1616) nunca acabaría de estar satisfecho del todo con sus creaciones literarias, nunca terminaría por escribir lo que él querría plasmar elogiable en un libro. Hasta el final de su vida, serenamente, determinaría también escribir y escribir como un resorte vital ineludible e inevitable. Es ahora, por tanto, otra vez aquí la obsesión, la sosegada, discreta y maravillosa obsesión por crear, en este caso con su pluma, lo que reflejaría ahora el Arte en su recuerdo más estético. Dos días antes de morir, se afanaba Cervantes en escribir dedicatorias o en corregir una de sus últimas obras, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Finalmente, al conde de Lemos, uno de sus mentores, le dedicaría una creación en verso presintiendo pronto su final: Puesto ya el pie en el estribo, con ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo.

Por último una extraordinaria e impactante obra del pintor historicista español Eugenio Álvarez Dumont (1864-1927), Muerte de Churruca. En ella, el eximio marino y brigadier -comandante de navío- español Cosme Damián Churruca (1761-1805) aparece ahora herido mortalmente al frente de su buque, el San Juan Nepomuceno, en la famosa Batalla de Trafalgar del año 1805. En este lienzo decimonónico y épico se nos muestra a Churruca románticamente, con la gallardía más valerosa y responsable de los grandes héroes guerreros de entonces. A sabiendas de las fatídicas decisiones que se tomaron por el mando -no por él- de la escuadra conjunta franco-española -a la que su barco español pertenecía-, no evitaría el marino español estar nunca, sin embargo, a la altura de ese deber militar tan incomprensible como inevitable. Deber en el cual y para el cual fue educado desde su infancia para con su patria. En una carta dirigida a su hermano, poco antes de salir a la mar, el ilustre marino español finalmente le escribiría, muy seguro y decidido: Y si llegas a saber que mi navío ha sido abatido, si llegas a saber que ha sido hecho prisionero, di, entonces, que yo ya he muerto.

(Cuadro de Pedro Pablo Rubens, Muerte de Séneca, 1636, Museo del Prado, Madrid; Óleo de Massimo Stanzione, Cleopatra, 1630, Hermitage; Óleo del pintor francés Guillaume Guillon-Lethière, 1760-1832, Catón de Útica, 1795, Hermitage; Cuadro del pintor español Víctor Manzano y Mejorada, 1831-1865, Últimos momentos de Cervantes, 1858, Prado; Cuadro del pintor español Eugenio Álvarez Dumont, Muerte de Churruca, 1892, Museo del Prado.)

13 de febrero de 2011

La percepción o cuando el creador se arriesga, o cuando lo real no es lo que importa.



En el condado inglés de Surrey se encuentra el famoso hipódromo de Epsom Downs. Utilizado desde el año 1661, este campo de carreras hípico es posiblemente el más antiguo del mundo. Pero en el año 1778 dos propietarios rivales de caballos pura sangre echarían a suerte cómo acabaría denominándose esa importante competición de caballos. El conde de Derby, Edward Smith-Stanley (1752-1834), y Sir Charles Bunbury (1740-1821) acordarían por entonces que la carrera acabaría llevando el nombre de aquel cuyo caballo ganase. Como lo fue el caballo Briget del conde de Derby la famosa competición hípica terminaría siendo bautizada desde entonces como el derbi de Epsom. Fue en una tarde gris y tormentosa del año 1821 cuando el pintor romántico Theodore Gèricault (1791-1824) pintara la escena -que él mismo presencia- donde cuatro jinetes compiten en ese famoso derbi británico. No era la primera vez que se pintaba un caballo en un cuadro, ni siquiera un caballo corriendo -ya lo había hecho en el año 1767 el pintor George Stubbs-, pero sí era la primera vez que se componían en un lienzo varios caballos corriendo ante un decorado natural y despejado. Un paisaje donde, en un único plano artístico, los équidos se alinean hábilmente ante un horizonte que, como genial recurso divisorio entre cielo y tierra, separase así el verde terrenal dinámico de un firmamento ahora gris y nebuloso.

Sin embargo no fue hasta muchos años después que se llegase a comprender algo muy importante de las representaciones dinámicas equinas: la falta de realismo en las figuras pintadas de los caballos corriendo.  Algo que el pintor por entonces -principios del siglo XIX- no pudo apenas sospechar ni vagamente. Nadie sabría, y menos el pintor, cómo se tenían que dibujar las patas de un caballo a pleno galope. Sólo se podría entonces utilizar un recurso artístico para esos casos, como hacen con genialidad los creadores cuando se tienen que enfrentar a lo sublime: imaginar lo desconocido. El pintor francés Gèricault afrontaría también lo que entonces parecía que debía ser así, como otros ya lo hicieron antes.  Pero él ahora además enmarcaría ese error en una obra magistral de un romanticismo natural y extraordinario. Tuvieron que pasar más de cincuenta años para que un eminente pionero de la fotografía, Eadwgeard Muybridge (1830-1904), consiguiese crear, por fin, su famosa secuencia fotográfica donde mostraba cómo los caballos nunca en su galope tienen todas sus patas tensionadas, como no tienen al correr todos sus cuartos en tensión y desplegados hacia afuera.

Pero en el Arte eso -ser fiel a la realidad- no es para nada lo importante. De hecho los impresionistas posteriores a Gèricault admirarían por ello -componer las cosas como se ven no cómo son- al pintor romántico francés. Los impresionistas no pensaban que lo importante fuera ser fiel a la realidad, inadecuada a veces para expresar el sentimiento artístico requerido, todo lo contrario, ellos defendían que sólo era preciso plasmar el sentido artístico percibido de lo que se pretendiera transmitir, es decir, de lo que la emoción sabría por sí sola descifrar tras cada trazo, color, movimiento, fondo o perspectiva iconográfica. Por esto mismo al Arte le dará igual que las cosas sean realmente de otra forma a como los creadores las presenten en sus obras. Nunca dejarán de ser obras que nos inspiren aunque no tengan por qué ser exactas, ni fieles, a la naturaleza de lo que percibamos. Porque para el Arte la percepción del mundo es otra cosa muy diferente, se interpretará con otros criterios, con otras sensaciones, o con otros sentidos... absolutamente trascendentes.

(Cuadro de Gèricault, El Derbi de Epsom, 1821, Louvre; Óleo de George Stubbs, Bay Molton montado por John Singleton, 1767; Óleo de Kandinski, El jinete azul, 1903; Cuadro de Washington Allston, El vuelo de Florimell, 1819; Cuadro de Degas, La salida falsa, 1872; Fotomontaje de la secuencia Caballo en Movimiento, hacia 1880, del fotógrafo Eadwgeard Muybridge; Óleo La estampida, 1908, del pintor norteamericano Frederic Remington 1861-1909.)

11 de febrero de 2011

El fulgor nocturno de la imagen, la luna retratada, su luz, su sentido y el Arte.



Desde siempre la luz había sido sinónimo de verdad, de conocimiento o clarificación filosófica. La ausencia de ella, la oscuridad, sería, por tanto, un motivo de desesperación, incapacidad, miedo o inconsciencia. Pero, hay otra luz..., una luz diferente, donde la verdad no es lo que más importa, donde el conocimiento que produce irá más allá de lo que entendemos por él. Esa es la luz de luna. Cuando basta ahora tan sólo con iluminar débilmente un camino, una estancia, una mente o un corazón... ¿Cómo han representado los pintores al cambiante satélite? Unos, como Dalí, sin definición ni forma alguna, donde su reflejo ayude ahora, por ejemplo, al filósofo o sujeto pensador a descubrir la lucidez de lo profundo. Otros, como Spilliaert, con la lejana y tenebrosa vaguedad sumida en las brumas de la noche con las luces artificiales de una ciudad. Seguirán otros, como Manet, que la contrastan entre la oscuridad y la luz, entre el comienzo ambiguo de su sentido misterioso, cuando los azules celestes palidecen justo antes de morir. Entonces su luz no iluminará del todo porque ya no hay luz ni grandes sombras, sólo ausencia clara de color. Algunos otros, como Van Gogh, muy pocos realmente, con la creatividad de los colores inéditos de la noche, donde una luna languideciente, menguante, genial y desfigurada se expresa con amor...

Pero, hay otros autores como Rousseau que la pintan poderosa, completa y magnánima. En un mundo estético donde, únicamente, iluminará su luz el alma de los seres que la padecen silenciosa; el resto no importa, para nada, sólo ella y los seres que ilumina, vagamente, con su luz. Y, luego, hay otros pintores, como Allston, que la muestran creadora de formas y sombras, como en una maravillosa competencia solar. Aquí vuelven ahora de nuevo la vida y sus cosas a ser como antes, como cuando, con el sol, brillaban aquellas definidas. Su gran reflejo lunar visible lo hace todo palpitar de nuevo, pero de otro modo a como la luz solar lo hiciera antes. Porque aquí el paisaje se ve de otra forma, distinto todo a lo de antes. Aunque las ideas y las imágenes nocturnas se clarifican aquí, quizás, aún mucho más en lo concreto o en lo importante o en lo verdaderamente merecedor. Es cuando lo que realmente se ve es lo que se mira, y nada distraerá ni deformará ni acontecerá sin ella. Después, Turner decide que la luna emule ahora su gran dador de luz -el sol- con un fulgor tan exultante que confunda todo con su alarde. En este extraordinario lienzo del pintor romántico todo se vislumbra poderoso, todo se sospecha y todo se confunde también. El pintor inglés nos muestra la luna como un mero resplandor tamizado de noche pero poderosa, benefactora, impactante y majestuosa gracias a su luz. Se ve ella toda, y sus efectos se perciben, aunque, sin embargo, aún la oscuridad seguirá reinando entre las sombras. Sólo el ser humano cambia el color de la noche con su fuego refulgente, éste aún más cálido y vibrante, más aterrador incluso, aun mucho más seguro y poderoso, que cualquier otra luz del mundo.

(Cuadro de tinta china y pastel, Claro de Luna y luces, 1909, del pintor simbolista belga Leon Spilliaert; Cuadro de Dalí, Filosofía iluminada por la luz de la Luna y el Sol poniente, 1939; Cuadro Luz de Luna sobre el puerto de Boulogne, 1869, del pintor francés Manet; Óleo de Van Gogh, Paseo a la luz de la Luna, 1890; Óleo del pintor naif francés Henri Rousseau, Noche de Carnaval, 1886; Óleo Paisaje de luz de Luna, 1809, del pintor norteamericano Washington Allston, 1779-1843; Óleo del pintor inglés Turner, Gabarras de Noche al claro de Luna, 1835.)