4 de febrero de 2012

A la mayor gloria de la sofisticación de la Belleza: el Manierismo.



Mucho antes de mediados del siglo XVI se comenzaría ya a querer desnaturalizar las figuras o a modificar los colores o a distorsionar la perspectiva de las creaciones artísticas de antes. Fue el cansancio de lo anterior, esa sensación que se genera al agotarse las emociones en las que se sustentaba lo de antes. Emociones que acabaron después de alcanzada ya la perfección artística de grandes creadores del Renacimiento como fueron Leonardo o Rafael Sanzio. Pero, y entonces, ¿cómo seguir plasmando esa Belleza sin continuar exactamente con la enseñanza magistral de toda aquella perfección de antes? ¿Cómo seducir ahora, en pleno momento exultante de admiración de la Belleza, sin contar con parte de aquello de antes? Esa fue la gran apuesta de unos creadores artísticos llamados manieristas, unos pintores renacentistas todavía, pero que no volverían a respetar aquellas medidas clásicas del Hombre de Vitruvio de Leonardo Da Vinci, lo que fuera el modelo perfecto por entonces de equilibradas, geométricas y anatómicas formas.

Pero es que no servirían ya aquellas perfectas proporciones para expresar ahora otra cosa diferente. ¿Qué otra cosa?: la rebeldía manierista. Es seguro que, quizá, fuera obtenido este estilo azarosamente el día que un artista, no pudiendo llegar a realizar lo eximio del creador Rafael Sanzio, ideara mejor que la transgresión ahora, si es creativa, hierática, hermosa o inspirada, podría llegar a sublimar aún más toda aquella sagrada Belleza de antes. Y no se trataba entonces sólo de desproporcionar la Naturaleza, también había que teatralizar el gesto y la escena prodigiosa. Había que conseguir no sólo representar bellamente algo sino crear una especie de danza pictórica o movimiento o ademán fijo, gestos que terminarían siendo el rasgo que más caracterizaría esta sobrecogedora tendencia artística. Era entonces la manera -il maniera- de cómo algunos pintores querían demostrar que su nuevo estilo podía llegar a competir genialmente con aquel perfecto Renacimiento. Pero, sin embargo, no enfrentándose a la grandiosa tendencia clásica sino distanciándose originalmente de ella. Comenzarían los pintores de entonces a admirar esa libertad creativa con la que, alargando los miembros, empequeñeciendo la cabeza o alterando los colores, podían conseguir ahora otro exquisito y maravilloso Arte.

Era el Arte del acoplamiento visual al buscar la comunicación intrínseca o la interactuación dialéctica de sus modelos representados, una relación que podían llevar a cabo con otro personaje o con el espectador... El objetivo era resaltar al modelo central o principal interactuando con otro personaje arqueando un brazo al elevarlo o al dejarlo caer para tocarlo...  Fue el estilo enamorado, fue la Arcadia permanente donde todos se veneran, se respetan o se aman. Fue el paraíso iconográfico donde el personaje de Andrómeda cautiva, por ejemplo, parece que siente ahora más placer que dolor esperando ser salvada por su héroe. Era la escena bendecida por la suavidad, por los movimientos o por la postura de los gestos. Porque la postura manierista no se planteaba si era conforme a la naturaleza o a lo correcto -a lo más clásico-, a lo convencional o incluso a lo sagrado. Pero es que todo se perdonaría en la maravillosa recreación que fue la armonía anamórfica manierista.

Sin embargo todo fue muy diferente después del Manierismo, los siguientes creadores y críticos denostaron por completo este estilo diferente y revolucionario, un estilo que se mantuvo desprestigiado, menospreciado y olvidado hasta casi el siglo XX. Porque fue entonces la poesía más vulnerable del Arte, aquella melodía artística incomprendida que pasaría de puntillas entre dos fuerzas de la naturaleza artística: el Renacimiento y el Barroco. No pudieron durar mucho aquellos rebeldes versos manieristas, que nunca más volverían ni se repetirían en la historia, algo además que no crearía ningún seguimiento ni ninguna tendencia afín. Igual a como sucediera con aquellos versos manieristas del poeta fray Luis de León (1527-1591):

Inmensa hermosura;
aquí se muestra toda y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece:
eterna primavera aquí florece.
¡Oh, campos verdaderos!
Oh, prados con verdad dulces y amenos!
¡Riquísimos mineros!
¡Oh, deleitosos senos!
¡Repuestos valles, de mil bienes llenos!

Así fue el Manierismo, pura efervescencia sin tiempo ni medida, sin sentido natural, sin referente anterior y sin continuadores siguientes. Aislado en la incomprensión y en lo extraño, en lo adimensionado o en lo exageradamente bello e incomprendido. Ni siquiera se comprende bien lo que fue exactamente, porque siguió adorando la Belleza renacentista pero sin serlo; siguió gustando de los matices renacentistas pero con otras cosas diferentes; siguió sugiriendo los colores renacentistas pero ni el claroscuro ni los tonos de antes fueron lo importante entonces, unas tonalidades ahora que señoreaban mejor los perfiles alargados, los movimientos estudiados, excesivamente preparados o artificiosos, de los maravillosos lienzos manieristas. Fue sobre todo una revolución silenciada. Y lo fue así porque era una tendencia sin sobresaltos, sin ruidos, apaciguados los elementos más racionales de su composición. Algo que perseguiría un solo fin: sofisticar aún más la Belleza de las cosas. Llevarla al más puro sentido de lo excelso, de lo que nunca se podría comparar con nada, ni siquiera con los seres a los que pretendía representar. Así fue el Arte más sublime. Sin complejos. Así fue la más inequívoca forma de expresarlo. Sin contrastes. Porque existió algo así una vez, una tan disforme y antinatural manera maravillosa de crear Arte. Aunque ahora no lo comprendamos, aunque parezca rídiculo y superado ya, aunque no seamos capaces de llegar a entender cómo alguna vez llegara a existir algo así. Algo que fue por entonces lo único que llevara a pensar a algunos, ¡y tan maravillosamente!, que la Belleza no podía ser otra cosa más que eso.

(Óleo del pintor Alessandro Allori, Venus y Cupido, 1570; Cuadro La Venus de Urbino, 1532, Tiziano, Uffizi; Pintura El Baño de Venus, 1558, Giorgio Vasari, Alemania; Óleo Betsabé, 1570, Giovanni Battista Naldini, Museo Hermitage, Rusia; Cuadro Perseo y Andrómeda, 1611, Joachim Wtewael, Museo del Louvre, París; Lienzo Venus y Adonis, 1587, Bartolomeus Splanger, Amsterdan; Cuadro El juicio de Paris, 1615, Joachim Wtewael, National Gallery; Óleo Venus y Adonis, 1597, del pintor Bartolomeus Splanger, Alemania; Cuadro San Martín y el Mendigo, 1599, El Greco, National Gallery, EEUU.; Óleo La Pietá, 1597, El Greco, Particular.)

2 de febrero de 2012

¿El todo tiene más o menos realidad, o más o menos valor, que la parte?



La historia de la filosofía se encargaría de dilucidar esa cuestión. El pensador alemán Hegel (1770-1831) afirmaba que: Nada es última y completamente real salvo el todo. Y se preguntaba el filósofo además, ¿hay más realidad y más valor en un todo que en sus partes? A esto Hegel respondía que sí, y argumentaba entonces que: El carácter de cualquier parte es afectada tan profundamente por las relaciones con las otras partes y con el todo que no puede hacerse ninguna lectura verdadera respecto a ninguna parte, salvo asignándole su lugar en el todo. Por tanto -continuaba el filósofo alemán-, no hay nada más verdad que la verdad total, por ello mismo no hay nada más real que la realidad del todo, pues cada parte cuando está aislada cambia su carácter y no aparece del todo como verdaderamente es. Por ello cuando se mira una parte en relación con el todo se ve que no subsiste por sí misma, que es incapaz de existir, salvo como parte de aquel todo, que es lo único verdaderamente real.  De las dos variables universales más significativas de nuestro mundo, el tiempo y el espacio, la primera es la única de ellas que, verdaderamente, no existe para el Arte. Por la propia substancia de lo que es el Arte, el tiempo no tiene ningún sentido en él, es más, no puede existir el tiempo si para ello el Arte debe hacerlo.

La imagen expresada en el Arte, en el único instante representado en el Arte, está ahora ya fijada y agotada temporalmente en su único espacio artístico, vacía ya en ese sentido para siempre. Sin embargo, la otra variable del mundo, el espacio, desarrolla en el Arte toda su realidad y toda su razón de ser. Porque sin espacio no hay Arte. Este condiciona por completo la totalidad de lo creado en un lienzo. Ahora bien, no se trata de una parte del espacio lo que el autor compila en un cuadro, no, ahora es el único universo que existe el que el creador refleja entre sus límites iconográficos representados. No hay comparación posible con otro espacio ni referencias ni relación con otros distintos, tan sólo hay un único y delimitado espacio artístico, lo único que en ese universo pictórico creado por el pintor existe exclusivamente en ese único momento intemporal. Pero,  dentro de ese mismo espacio, ¿existen otros espacios en relación con el global delimitado? Si es el único espacio dentro del Arte, ¿pueden, sin embargo, existir otros mundos en él?, ¿pueden existir otras referencias no ajenas al mismo espacio, otras relaciones de espacio en ese único espacio artístico? Sí, pueden hacerlo. Pero, sin embargo, en ese espacio creativo toda esa relatividad ahora se transforma porque no hay elementos superfluos en el Arte, como los hay en cualquier otra visión de cualquier otro espacio no elaborado, por ejemplo como en la visión fotográfica no artística. Porque es el encuadre de la iconografía -todo lo que hay dentro- lo que determinará el único espacio artístico del Arte.

A diferencia de lo contingente fotográfico y sus limitaciones narrativas, el pintor sitúa en su lienzo los elementos que hacen exigir el sentido final de lo que se quiere transmitir metafóricamente. Básicamente, esto es el Arte en su más lograda y perfectible expresión. Y es por ello que, a pesar de ser un espacio exclusivo y excluyente, el único existente para el Arte, no dispone ese espacio artístico, sin embargo, de partes aleatorias o vagas, o de partes inconexas o sin sentido en el total de su extensión iconográfica. Una parte desgarrada ahora, por ejemplo, de ese espacio artístico no participará ya del universo creativo, rompiendo así el sentido de antes, aunque sea ya ahora otro espacio distinto... Por esto, desde el sentido propio de la creación artística, no tiene ese espacio parcial existencia propia como tal, no es más que un elemento aislado y sin sentido, indefinido y sin referencia alguna con algo que lo justifique, es decir, sin ahora ninguna vida creativa. La parte desgarrada, por tanto, no tiene ya razón de ser por sí sola dentro de la narración creativa, aunque mantenga ciertos rasgos de belleza, soltura y textura y tenga algunos que otros matices propios de la obra.

Es como en aquella antigua fábula mitológica del elefante que una versión de la secta jainista de la India nos habría contado a veces de un modo sorprendente y sabio: En una ocasión un rey les llegó a pedir a seis ciegos que relataran cómo era un elefante, aunque esto sólo podían hacerlo a través de la palpación de sus dedos. Así que uno de ellos, el que le tocó una de sus patas, dijo entonces que el elefante era como un pilar; el que le tocó su cola dijo que era como una cuerda; el que tocó la trompa, que era como una rama de un árbol; el que le tocó la oreja, que era como un abanico, y así. El sabio rey, al final, les explicó: todos ustedes están en lo cierto. Cada una de esas partes diferentes son así, como describen cada uno de vosotros, es por ello que el elefante participará de todas y cada una de las características de esas partes que tocaron: ¡pero no es el elefante!
 
(Detalle de la obra del pintor francés Alexandre Cabanel, El Nacimiento de Venus; Detalle más amplio del mismo lienzo de Cabanel; Lienzo El Nacimiento de Venus, 1863, del pintor Alexandre Cabanel, Museo de Orsay, París; Cuadro, restaurado por el Museo del Prado, El vino en la fiesta de San Martín, 1568, del pintor flamenco Pieter Brueghel el viejo, Prado, Madrid; Detalle del mismo cuadro El vino en la fiesta de San Martín, 1568, del mismo autor flamenco; Óleo La Muerte de Sardanápalo, 1828, Eugène Delacroix, Museo del Louvre, París; Detalle del cuadro La Muerte de Sardanápalo, 1828, del pintor francés Eugène Delacroix.)

31 de enero de 2012

Versiones diferentes de lo mismo, o la forma más inquietante de que surja el Arte.



¿Cómo se consigue que algo sea lo único, lo definitivo, lo mejor elegido ahora de todo lo que hagamos o pensemos de una inspiración? Muchos de los que han creado algo descubrieron que, al volver a hacer luego lo mismo, les salió ahora otra cosa diferente. Querían hacer lo mismo -¿o no?-, pero, sin embargo, acabaría haciendo otra cosa... Y es que la diversidad es lo único que nos ofrecerá la posibilidad de sobrevivir al infame y obtuso mundo vulgar en que vivimos. Gracias a ella -a la diversidad- florecieron Leonardo, Van Gogh, Murillo, Cezanne... Por ella, por la variedad de la naturaleza, de su genio universal, del carácter veleidoso de sus criaturas, de la inagotable suspicacia del dejarse fluir ante el abismo de lo increado, es por lo que han sido posible todas las cosas existentes en el mundo. Cuando el grandioso pintor romántico Eugene Delacroix se dejara seducir por la leyenda del rapto de Rebeca, la dulce judía elegida por Abraham para su hijo Isaac, imaginaría la misma escena en, al menos, dos versiones distintas. ¿Con cuál de ellas acertaría el pintor romántico francés? ¿Cuál de ellas consiguió la única, elogiosa, virtuosa o más exquisita imagen de esa inspiración? A pesar de haber utilizado una cronología distinta a la real de entonces -las cruzadas medievales-, recurso utilizado por los creadores a veces, Delacroix llegará a obtener una más genial pintura en la primera de las dos obras expuestas de él aquí.

En ella se reflejará lo importante de la escena, la toma de Rebeca, en la cabalgadura sarracena poco antes de que el caballero, lejano aún, pueda ahora tratar de salvarla. Tres planos en el lienzo consiguen la grandiosidad de todo el conjunto. Primero -el plano más lejano-, el fondo de la guerra, el conflicto, ajeno ahora al sentido de lo narrado; el segundo plano, el caballero salvador, la esperanza; y el tercer plano -el primer plano propiamente- los secuestradores y el magnífico caballo escorzado, la tragedia. Alcanzaría aquí el creador a combinar genialmente los colores fríos -el azul- así como los cálidos -el ocre- en los tres planos a la vez. Cuando el pintor italiano Francesco Hayez decidiera pintar su Magdalena penitente no dudaría nada por entonces. Luego, al volver a representarla, al tratar de pintar otra Magdalena igual, el pintor del Romanticismo crearía ahora una obra diferente. Porque ya no sería exactamente igual ni el horizonte, ni los pliegues de la sábana ni la propia calavera. Pero, lo que el pintor no se decidió del todo fue a cómo pintar la cabeza de la modelo... ¿Quiso cambiarle ahora el gesto?, ¿la mirada?, ¿la posición?, ¿o todo esto a la vez? Pero, seguro, de lo que no se preocupó el artista fue de elegir el final de todo eso... Dejaría plasmada en la obra su indecisión en la superposición de ambas posibles decisiones. ¿Qué mejor forma, sin embargo, de transmitir la propia ambigüedad de la misteriosa modelo sagrada? En su nueva versión -donde dos rostros se sobreponen- no se conformaría con ser otra obra distinta, también dejaría manifiesta la esquizofrénica aleatoriedad de la creación...

Este mismo pintor italiano, prolífico en versiones distintas, desarrollaría una virtuosidad por los desnudos románticos, algo propio de su generación pictórica. En una de sus obras retrataría a la legendaria Susana bíblica. Esta mujer representaba el deseo más ineludible, ya que, a la vez, poseía ella la fuerza arrebatadora de su belleza y su fiel y decidida castidad. Muchos creadores la pintarían, pero Hayez volverá a conseguir, con el mismo encuadre, con los mismos gestos y con la misma representación, dos cosas diferentes, como las dos obras anteriores de Delacroix. Tan diferentes cosas obtendría -pero no solo por la modelo, aunque también- que llega el pintor a disponer algunas diferencias en su cuerpo, es cierto, pero no es esto ahora lo más señalado ahí. Ahora es otra cosa lo especialmente particular en la obra: la maravillosa y contrastada división vertical en los lienzos. Consigue el pintor Hayez, en la obra de 1850, lo que no alcanzaría a conseguir después. La oscura mitad del fondo de la derecha, que deja ahora parte del cuerpo más contrastado, tiene una significación señalada en esta creación. Con esto se deviene, por ejemplo, a pensar ahora que todo, hasta lo más virtuoso -la honesta Susana-, tiene así su alma profunda y desconocida, oculta e inquietante. De hecho, la modelo retratada en ese cuadro mantiene ahí una mirada diferente a la de la otra obra, a la menos destacada por su escaso contraste obra de Susana. Incluso, parece ahora que la misma modelo no pueda dejar de reconocerlo, de transmitirnos ahora, con su cómplice mirada, cuál es la mejor o más acertada inspiración de esas dos obras...

(Óleo del pintor romántico francés Eugene Delacroix, El rapto de Rebeca, 1846, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Cuadro del mismo pintor, El Rapto de Rebeca, 1858, particular; Óleo de Eugene Delacroix, El  Buen Samaritano, 1850; Cuadro El Buen Samaritano después de Delacroix, 1890, de Vincent Van Gogh; Obra Magdalena penitente, 1825, del pintor romántico italiano Francesco Hayez, Milán; Cuadro La magdalena penitente, 1833, Francesco Hayez, Pinacoteca de Brera, Milán; Lienzo Susana en el baño, 1859, Francesco Hayez, Pinacoteca de Brera, Milán; Óleo El baño de Susana, 1850, Francesco Hayez.)

29 de enero de 2012

El cansancio en la historia llevó siempre a los cambios, entre estos, a veces, brillaría el Arte.



Lo que más ha motivado los cambios culturales, lo que más ha promovido los gustos o las tendencias artísticas en la historia, no han sido las reflexiones sosegadas para comprender un avance en una evolución coherente o para descubrir de pronto que es mejor una cosa que la anterior. Lo que ha llevado al ser humano a dejar una práctica cultural -también a veces científica- y cambiarla por otra diferente ha sido el vulgar, despiadado y denostado cansancio. Forma el cansancio parte de nuestra naturaleza tanto física como mental. Queramos o no el cansancio ha sido una realidad cultural que hubiera requerido más atención que la que históricamente ha tenido. Los seres humanos llegan al convencimiento de que hay que cambiar no porque hasta ese momento no se supiera, que no hay cosa alguna que precise tanto en saberse, sino porque ya no pueden más soportar lo mismo una y otra vez. Ese fue el motor evolutivo en la Filosofía, por ejemplo. Lo que un pensador había consolidado como concepto por su grandeza y perfección, lo que la sociedad hubiera asimilado como valor cuando el vagar repetitivo de lo mismo alcanzase el nivel de saturación insoportable, el cansancio lo llevaría a cambiar luego para volver a ser otra cosa diferente.

Es cierto que las causas del cansancio pueden ser variadas y en grados diferentes de importancia, al igual que sucede en la vida de las personas. A veces, por ejemplo, nos llevará a cambiar una fuerte conmoción, ésta nos hace cambiar, por supuesto, pero el motivo profundo y verdadero es el cansancio, que en este radical caso ha sido agotado tan rápido como la demoledora causa que lo llevara a él. Pero, además, un cansancio puede a su vez llevar a otro y a otro... Y así no llegamos a saber, exactamente, cuál es el verdadero y último motivo que nos llevó a cambiar. Cuando el siglo XVII llevase a Europa a una de sus peores conflagraciones bélicas, la Guerra de los Treinta años (1618-1648), la sociedad del continente europeo quedaría tan absolutamente conmocionada que todo lo que fuese conflicto, dureza, incomprensión, dialéctica violenta o enfrentamiento fue luego, poco a poco, diluido y desdeñado por rechazable. De ese modo todo lo que se había llevado a entender antes como la posible causa de aquel espantoso sufrimiento, sería cambiada después y sublimada por otra en todos y cada uno de los aspectos de la vida del hombre: sociales, culturales, filosóficos, científicos, económicos, etc.

El pensamiento por entonces (finales del siglo XVII) pasaría a descubrir otras posibles formas de concebir la vida. El filósofo francés Rousseau fue uno de los primeros que se cansaría de casi todas las formas de vivir que la sociedad llevara hasta ese momento, principios del siglo XVIII. Para ello cambiaría la manera de pensar y de sentir, sobre todo esto último. Dio más importancia al sentimiento que a la fría y puritana razón. Comenzaría el filósofo francés a reivindicar, por ejemplo, el individualismo frente a los obsesivos y maltratadores sistemas sociales que habrían sacrificado las vidas de los seres humanos. Esto mismo se acabaría reflejando pronto en el Arte. Cansados por completo de tanta perfecta sombra y de tantos perfiles realistas que mostraban crudamente la vida y sus azares, los creadores artísticos no pudieron más que inventar el Rococó después del tan elaborado, pasional y cansino Barroco. Ahora se precisaba una sociedad más amable, menos complicada o más cariñosa. Todo eso llevaría luego, sin embargo, al advenimiento de la mayor revolución emocional del alma desgarrada, lo que fue el Romanticismo. Pero cuando Napoleón llega a finales del siglo XVIII arrasará con todo, con la calma y con el advenimiento romántico. Y entonces todo acabaría degenerando en una situación tan insostenible, desalmada y dolorida que se transmitiría ya la sensación de que algo, muy pronto, habría de cambiar.

Sólo algunos pintores habrían alcanzado a lograr con sus cambios destellos de brillantez en algunas de sus creaciones innovadoras. Es por esto que el cansancio no llevará a la excelencia de por sí, pero sí es causa de que ésta -la excelencia- sea descubierta a veces escondida entre los sutiles bosquejos de los cambios. No podemos eludir el cambio porque no podemos eludir el cansancio. Esto es parte de la realidad de lo que nos hace humanos y hasta de la propia Naturaleza incluso. Es la única simple cosa no analizada nunca en la historia y que ha pasado desapercibida. Que no se advierte siquiera cuando ahora, solemnemente, tratemos de comprender por qué todo cambió una vez... ¿Por qué se dejaría de hacer tal cosa o de pensar tal otra, o de llevar tal moda o de querer hacer ahora las cosas de otra forma diferente? ¿A qué, finalmente, nos llevará toda esta inercia de cambios en el Arte? A dos cosas quizás. O a evolucionar exageradamente hacia otras formas estéticas ignoradas por completo y que nos hagan ir aún más lejos de lo que fuimos, o a llegar a alguna forma de renacimiento como el que se produjo mil años después de haber fenecido el clasicismo antes en Grecia. Un Renacimiento donde no se repita lo mismo sino donde se alcance ahora un nuevo estético amanecer con la misma luz y la misma sombra. Pero ahora con otra cosa diferente, una con la que, desde las mismas raíces excelentes de lo anterior, configurar ya otra imagen más innovadora, más evolucionada o más sugerente. Pero también, y del mismo modo a como lo fuera entonces, igual de entusiasta, creativa y apasionante.

(Representaciones iconográficas de la diosa mitológica Flora a lo largo de la Historia del Arte: Óleo del pintor italiano del pleno Renacimiento, Francesco Melzi, Flora, 1521. Museo Hermitage, Rusia; Cuadro Flora, 1591, del pintor del Renacimiento manierista último, Giuseppe Arcimboldo, Francia; Óleo Flora, 1635, estilo Barroco, Rembrandt, National Gallery, Londres; Lienzo del Rococó, Rosalba Carriera, Flora, 1730, Galería de los Uffizi; Óleo Flora, del Neoclasicismo-Romanticismo de 1877, del pintor británico Alma-Tadema; Cuadro Flora, 1913, del pintor impresionista-expresionista alemán Lovis Corinth; Cuadro Flora, pintura contemporánea, Eugenio Ramos; Obra Flora, 1959, del pintor español Jesús de Perceval, Arte último-Figuración.)

25 de enero de 2012

Una pasión escondida, un genio andaluz y el Arte.



A veces en los pueblos donde la pasión desborda arte ésta reluce creativa, temprana y contemporánea. Otras veces ni siquiera acabará siendo conocida. Es el caso del pintor sevillano Baldomero Romero Ressendi (1922-1977). Pronto descubrió el pintor andaluz su poderosa habilidad para plasmar la pasión en un lienzo. Pero no nacería en el mejor de los tiempos posibles para un creador artístico. Sin sucumbir a la incultura ni a la envidia castiza, el pintor español Romero Ressendi terminaría su corta vida sin haber dejado nunca de ser fiel a sí mismo. Pero, como todos los creadores artísticos, dejaría la mejor muestra de sí mismo en sus obras. Una de las características de los genios pictóricos no es sólo saber pintar es, sobre todo, saber qué pintar. Y en esta pequeña muestra de Romero Ressendi se observa ahora la grandiosidad de un artista que supo siempre qué hacer con los colores, con la perspectiva, con el trazo o con la fuerza de su inspiración. Así, disfrazaría en algunas de sus obras modelos escondidos, ocultados ahora tras un antifaz como si fueran una rémora profunda de las raíces penitentes de su tierra.

Y todo lo ocultaría entonces el pintor, seres o cosas, daría igual ya que ¿qué es lo que se esconde realmente, detenido sin perfil alguno que dé vida al sujeto o al objeto, tras de un misterioso antifaz encapuchado? Luego, crearía también el pintor sevillano como pocos la imaginería más popular de los bailes de su tierra. Se presiente en estas creaciones aquí expuestas -Escena de baile y Bailando en la calle- la magia de otros genios del Arte hispano de años atrás, la semblanza de escuelas artísticas anteriores de su propio país. Desde un grandioso Goya, creador que al pintor andaluz apasionaba, hasta un cierto impresionismo modernista hispano, algo que él realizaría como si hubiese nacido años antes. Quiso hacerlo todo y representarlo todo, para poder así denunciarlo todo. Pero ahora sólo desde el propio Arte y con la estética atrevida que habían hecho ya sus colegas siglos antes. Sin embargo, no realizaría su Arte desde un mero pastiche de aquellas grandiosas obras de antes. Las fuertes e impactantes imágenes de sus pinturas tratarían sobre todo de llegar a las conciencias de los que las vieran, ocultas éstas también ahora como las de sus encapuchados.

Pero por entonces no le comprendieron, ¿cómo comprender a quien retrata así -tan poco colorista y demasiado bullanguero, con tan poca gracia artística- la alegría andaluza popular y festiva de una danza tan castiza? ¿Cómo comprender a quien expresa así, aunque sea de una forma tan creativa, la dureza más desolada y funesta de la vida de la gente, esa misma dureza que la sociedad bienpensante ocultase siempre y quisiera evitar mostrar a toda costa? Como en una ocasión sucediera, cuando a principios de los años cincuenta expusiese su obra Las tentaciones de San Jerónimo en Sevilla. Por entonces el Arzobispo de la ciudad, un personaje eclesiástico muy duro e intransigente, no vería la grandiosa, genial, artística y conseguida obra de Arte que el pintor hiciera; no, sólo vería el peligroso y relajado semblante ahora del santo retratado. ¿Cómo podía éste tenerlo así el semblante, ahora tan humano y relajado? No, esto sólo debía ser porque no se resistió a la tentación, ¡porque acababa de satisfacerla!, eso fue lo que dijo el cardenal de su obra de Arte. Al parecer, fue luego casi excomulgado el pintor andaluz por su atrevida, ultrajante y desconsiderada impudicia artística.

(Óleos todos del pintor sevillano Baldomero Romero Ressendi: Encapuchado; Encapuchado con montera; Escena de baile; Retrato de Paquita; Las tentaciones de San Jerónimo, 1950; Bailando en la calle; El pelele, 1976; Autorretrato de arlequín, 1959; Encapuchado; Encapuchado, 1974.)

23 de enero de 2012

Apreciar la grandeza de lo azaroso o de lo marchitable, ahí radica lo bello y lo bueno.



El poeta latino Horacio ya lo había dejado escrito: La breve duración de la vida nos impide albergar una larga esperanza. Entonces, ¿para qué lo excelso de las cosas, de las grandes cosas permanentes de la vida, como puedan serlo la Belleza, la Bondad o el Arte? Si todo es breve, si todo se deteriora, se va pronto o se marchita, ¿cómo admirar tanto ahora la consagrada vida efímera? Y, sobre todo, ¿cómo podremos ensalzar esas tres grandes cosas sin dudar? Cosas que, al ser conceptos tan abstractos, no serán siquiera como la propia, real y breve vida conocida. Pues, primeramente porque la Belleza, la Bondad y la grandiosidad representada que es el Arte, son parte de la propia y contingente vida, son ella misma también. Seguidamente porque al admirar el Arte no haremos más que admirar la vida, sus virtudes y todo lo demás que tiene. Porque la Belleza no se encuentra en la obra en sí, se encuentra siempre en los ojos efímeros del que, mirándola, acabará así por justificarla. No hay nada que perdure, ni la belleza ni la vida, pero eso no significa que no sean valores extraordinarios. Ambas cosas lo son porque ambas cosas son valores en sí mismos. 

Un pintor español del Modernismo, Federico Beltrán-Masses (1885-1949), llegaría a admirar tanto el exotismo idealizado de lo estético que alcanzaría a transformar completamente en su obra Salomé la imagen pérfida de la famosa bailarina. Porque el pintor la representaría afligida, dolorida y extenuada al ver, después de haberlo querido ella así, la cabeza degollada del Bautista. Y no evitaría el creador expresar en su obra además toda la sensual belleza de su cuerpo, incluso la acentúa aún más mostrando un pubis casi adolescente de tan virginal... El descubierto vientre impúdico de esa Salomé indignaría por entonces -año 1929- a un recatado público londinense en una de las exposiciones que realizara el pintor en Inglaterra. Pero lo que el autor nos muestra aquí verdaderamente es la imagen de una Salomé muy diferente a la bíblica: absolutamente acongojada y aturdida, del todo ahora arrepentida.

Porque en la historia del Arte se había encumbrado la estereotipada imagen pérfida de la bailarina bíblica. Ésta siempre representada como una mujer cruel, hermosa, pero sagaz, desalmada y muy vengativa. Y el pintor español Beltrán-Masses consigue cambiar aquí todo eso, aunque para ello se enfrentara -sin quererlo él así- a una indecorosa, impúdica y obscena imagen. Catorce años después elaboraría otra obra de Arte sobre la misma legendaria Salomé, pero, para ese momento, modificaría completamente la imagen de ella llevando ahora a su conocido personaje bíblico a la más deslumbrante e inalcanzable belleza a la vez que a un magnífico desdén, quizá el mejor desdén nunca antes más espléndidamente retratado jamás. Sin embargo, ni una ni otra imagen eran nada más que una maravillosa representación artística, donde ahora la Belleza y sus virtudes quedarían reflejadas en un cuadro. Pero no eran ni la Belleza ni la Perfidia: tan sólo eran Arte. Porque la vida -y el Arte- nos enseñará que lo admirable de la vida está en ella misma, en la misma vida contingente y efímera. Por eso la Belleza es tan admirable: porque sólo durará un momento, porque no es eterna. Y el Arte viene a paralizarla ahora artificialmente, es decir, que nos recordará el Arte siempre su evanescencia. Porque la vida y su belleza no son en sí un valor eterno, ni permanente ni sobrenatural, pero existen sin embargo siempre así para nosotros.

Desde muy antiguo los fabulistas dejaron clara la humana estupidez de valorar en abstracto las cosas de la vida, es decir, de imaginar con ellas un excesivo ideal de algo que, en esencia, no lo tiene. El griego fabulista Esopo lo contaría en su famoso cuento de La lechera: Entonces la lechera comenzó a menear la cabeza para decir que no (porque ella no deseaba, con el dinero que obtuviese de la venta de la leche, obsequiar a nadie), y, de tanto mover la cabeza, la leche se le cayó al suelo..., y la tierra se teñiría de blanco. De ese modo, la lechera se quedaría sin nada, sin las cosas que soñara y sin la leche que la incitó a soñar. Padeceremos la triste manía de sentirnos disconformes con las cosas que tenemos; unas cosas que, por otro lado, a otros muchos les bastaría. ¿Qué nos lleva a esa insatisfacción? Posiblemente la absurda ideación de que existen otras cosas más deseables o requeribles, y situadas ahora por encima de lo que simplemente es vivir, por encima de la propia y valiosa vida que tenemos. Una vida que, a veces, nos obligarán a vivirla desde la infancia de una determinada e insufrible manera, casi siempre ajena a nosotros, tan insensata como maldiciente. Además de la decidida y equivocada intención de pensar y pensar que tienen que existir unos valores que, al perderlos o al no obtenerlos siquiera, estaremos dejando de vivir una vida excelsa o admirable.

Creemos que en la permanencia de las cosas consiste lo grande o lo virtuoso de la vida, pero no es así. La evanescencia de lo sublime hace precisamente a lo sublime lo que es, y no al revés. Es decir, lo sublime, para serlo, deberá ser efímero. El Arte está entonces para recordarnos aquella máxima horaciana del principio. Como también lo estará esa sentencia que un decadente y sensible poeta romántico inglés, Ernest Dowson, dejara escrita en sus versos decadentes hace ya más de cien años casi: Largos no son los días de vino y rosas. De un nebuloso sueño, nuestro camino resplandece un instante para, luego, perderse en otro sueño...

(Óleo Salomé, 1932, del pintor español Federico Beltrán-Masses, Museo Art Decó, Salamanca; Cuadro del pintor español Guillermo Pérez Villalta, El instante preciso, 1991; Obra del pintor austríaco Peter Fendi, La lechera, 1830; Cuadro La favorita del Emir, 1879, del pintor francés Jean-Joseph Benjamin Constant; Óleo de Federico Beltrán-Masses, Salomé, 1918; Cuadro Salomé, 1512 del pintor italiano del renacimiento Cesare da Sesto.)

20 de enero de 2012

La sordera del mundo o el destino imperceptible de todos.



Los grandes pintores de la historia siempre tuvieron seguidores, otros creadores admiradores tanto de esos genios que su estilo no sólo no varió del de sus maestros, sino que lo hicieron resaltar más a cada pincelada agradecida. Fue el caso de dos pintores cuyas obras muestro aquí. Cuando Francisco de Goya viaja en el año 1789 a Valencia para descansar junto a su esposa convaleciente, conoce a quien acabaría siendo su discípulo y más fiel ayudante, Asensio Juliá (1760-1832). Este pintor valenciano representa la manera de crear de Goya en casi todas sus obras. Una de ellas, El náufrago -producida por Juliá en el año 1815-, es la imagen que utilizo aquí para demostrar la imperceptibilidad del mundo.  Con esta obra comienzo la reflexión sobre la soledad del no oído, del no visto, del perdido...  La fuerza de esta obra, subrayada por la acentuada inclinación inestable del personaje, radica precisamente en que no puede ver, ni oír, ni tocar, sólo caminar desesperado. Es un simbolismo muy temprano en el Arte, porque nada de los elementos que el ser humano utiliza para ejercer sus sentidos -ojos, oídos ni manos- se perciben en el modelo del personaje retratado por Juliá.

Otro de los seguidores en la historia del Arte lo fue el pintor Jacob Peter Gowy (1615-1661). Formado en el taller del afamado Rubens, colabora en algunas obras del gran pintor flamenco siguiendo bocetos suyos para encargos del maestro en España, entonces expuestos en la real Torre de la Parada madrileña. Luego marcha Gowy a Inglaterra donde trabaja en sus propias creaciones hasta el final de sus días. Una de las obras por la que fue más conocido es La caída de Ícaro, pintura que muestra rasgos rubensianos propios de su maestro. Esta obra mitológica cuenta la leyenda de Ícaro. De ella escribí una pequeña reseña en la entrada: La mezquindad frente al afán, la ambigua ambición, sus límites y su desdicha. Pero es otra obra de la misma temática la que viene a justificar mejor el título de la entrada. En Caída de Ícaro el pintor Pieter Brueghel el viejo (1515-1569) elaboró una extraordinaria y sorprendente pintura. Representa el sentido de la leyenda de Ícaro, pero ahora sólo después de haber caído éste. En esta obra de Brueghel  no se ve a Ícaro caer desde ningún lado del cielo. Y es porque ya ha caído, o, mejor dicho, está terminando de caer. Sólo sus piernas agitadas se aprecian sobre la inmensa superficie del mar. Por esto apenas lo vemos o apreciamos en la obra.

Pero, lo más importante y genial, es que nada ni nadie ha percibido que eso haya sucedido. Todo seguirá igual que antes de que Ícaro haya caído. Ni el labrador con su arado, ni el pastor con sus ovejas, ni nadie del barco que pasa, ni el pescador, ni los animales, han sentido ni visto caer nada. El paisaje es, sin embargo, idílico. Se ve una ciudad acogedora al fondo, sobre un horizonte esplendoroso con un maravilloso inicio de una puesta de sol entre sus formas. Un paraíso maravilloso ahora como escenario para un infortunio tan horrible. Nada indica otra cosa ahí, no existe en la obra de Brueghel reminiscencia estética señalable de la terrible caída de Ícaro. Pero, sin embargo, Ícaro se hunde, se ahoga sin que nadie lo remedie o lo salve. Es más, nadie lo echará de menos. ¿Cómo no echar de menos ahora a todo un héroe? Porque fue él capaz de volar...  Pero, la vida continúa igual sin él, desatenta por completo. Y el pintor quiso reflejarlo así en su obra. Las gestas personales que no terminen exitosas del todo, que no culminen, que no lleguen encumbradas a un final glorioso, o que no se deseen, no serán sino nada... El pintor nos muestra que sólo los que no están en la escena retratada -es decir, nosotros, los que estamos viendo la obra- somos los únicos que veremos a Ícaro ahí, oculto con sus piernas batiendo las aguas del mar. Fue para esto para lo que se creó la obra, no para ver un bello paisaje. Los que ahora ven la obra acabarán viendo a Ícaro. Porque han ido -a un museo o a presenciar una imagen virtual- precisamente para eso, para verlo, para ver a Ícaro caer. Y lo ven, ven a Ícaro, sin verlo del todo, lo ven a él y al resto de la obra, y, entonces, lo acabarán comprendiendo...

Uno de los pintores holandeses más desconocidos y, sin embargo, tan importante paisajista como los citados, lo fue Joos de Momper (1564-1635). Seguiría a su maestro Brueghel en el detalle de las cosas sencillas pero gráficas. Para expresar las cosas, para hacerlas destacar, no hace falta alzar la voz, tan sólo indicarlo con detalle. Aunque puede ser que no todos lo acaben oyendo... o viendo. En su obra Paisaje de invierno ayuda ahora la determinación del creador por señalar esos detalles. Uno de ellos nos sirve para seguir con la reflexión de antes. A la derecha del lienzo se observan tres personajes, se suponen: una madre, un hijo y la hija pequeña. Es ahora ésta, la hija pequeña, la que aquí no se escucha, ni se siente, por los otros. Hasta ella alzará sus brazos, los agitará insistente, tratando de hacerse escuchar, de hacerse sentir por los otros. Pero, nada, nadie acabará por atenderla. El pequeño y pueril gesto es absorbido, sin embargo, por el grandioso paisaje. Se aprecian una vivienda acogedora y hombres y mujeres que laboran en invierno. Al fondo hay una pequeña ciudad. Todo ofrece seguridad y humanidad aunque el duro paisaje invernal existe y se sostiene en la obra. Pero la pequeña continúa apelando algo, continúa deseando algo. No es sino en un pequeño fragmento del lienzo, en un detalle aumentado del cuadro -que presento aparte-, cuando, sin que nada haya cambiado -tan sólo el encuadre-, percibimos otra sensación de todo eso. Ahora sí vemos mejor el conmovedor gesto de que nos escuchen, de que nos esperen o de que nos ayuden. El que se percibe ahora desolado o silencioso en la pequeña retratada sobre uno de los extremos del fascinante, sorprendente y grandioso cuadro.

(Óleo del pintor español romántico Asensio Juliá, El náufrago, 1815, Museo de Bellas Artes de Valencia; Cuadro La Caída de Ícaro, 1636, del pintor flamenco Jacob Peter Gowy, Museo de La Coruña, en depósito en el Museo del Prado, Madrid; Lienzo del pintor flamenco Pieter Brueghel el viejo, Caída de Ícaro, 1558, Bélgica; Obra Paisaje de Invierno, 1625, del pintor flamenco Joos de Momper,  Museo de Carolina del Norte, EEUU; Detalle del mismo cuadro Paisaje de Invierno, del mismo autor, 1625; Cuadro del pintor Marc Chagall, de la Escuela de París, La caída de Ícaro, 1975, Museo de Arte Moderno, París; Extraordinaria obra del artista norteamericano Norman Rockwell, Sur de Justicia, 1965, EEUU, donde la sordera del mundo llegará a producir gritos, aunque siga sucediendo lo de Ícaro, que no todos lo verán.)